Gabriel observó los ojos de Maya mientras ella contemplaba a la muchacha asiática y después se volvía hacia Sophia.
—Tenía entendido que todos habían muerto.
—Todos salvo Alice Chen, la hija de Joan —dijo Sophia—. La encontré en el silo, protegida por mis maravillosas serpientes. Los mercenarios de la Tabula nos buscaron, pero solo exploraron el primer nivel.
—¿Cómo han conseguido llegar a Nueva York?
—La doctora Briggs fue en coche hasta Austin —explicó Oscar Hernández—. Allí se puso en contacto con un miembro de nuestra congregación. Algunos de nosotros todavía creemos en la Deuda No Pagada y estamos dispuestos a proteger a los Viajeros, a los Arlequines y sus amigos.
—Sí, pero ¿por qué están aquí?
—Tanto Alice como yo somos testigos —dijo Sophia—. Fuimos de iglesia en iglesia hasta que alguien se puso en contacto con el reverendo Hernández.
—Bueno, pues han venido al lugar equivocado. No pienso hacerme cargo de esta niña ni de usted. —Maya se acercó a Alice y le preguntó—: ¿Tienes abuelos? ¿Un tío o una tía?
—Alice ha dejado de hablar —intervino Sophia—. Está claro que ha pasado por una experiencia traumática.
—La oí hablar cuando estuve en New Harmony. —Maya la miró y le habló muy despacio—: Dame un nombre. Necesito que me des el nombre de alguien que pueda hacerse cargo de ti.
—Déjala en paz, Maya. —Gabriel se levantó del camastro y se agachó junto a la niña—. Alice… —le susurró, y entonces percibió el aura de dolor que la rodeaba. El sentimiento fue tan intenso y siniestro que estuvo a punto de caer de rodillas. Por un momento deseó no haberse convertido en Viajero. ¿Cómo había podido su padre soportar tanto dolor de los demás? Se incorporó y se encaró con Maya—. Se queda con nosotros.
—Esta gente nos retrasará. Tenemos que salir de aquí ya.
—Se queda con nosotros —repitió Gabriel—. De lo contrario no pienso salir de este loft.
—No tendremos que ocuparnos de ellas durante mucho tiempo —aclaró Vicki—. El reverendo Hernández tiene unos amigos que viven en una granja de Vermont.
—Sí —confirmó Hernández—. Viven completamente fuera de la Red. Ni teléfono, ni tarjetas de crédito, ni ataduras de ningún tipo.
—¿Y cómo se supone que iremos hasta allí? —preguntó Maya.
—Coged el metro hasta la estación de Grand Central. Allí sale un tren de la línea de Harlem a las once y veintidós. Os bajáis en un pueblo llamado Ten Mile River y esperáis en el andén. Un miembro de nuestra congregación irá a buscaros en coche para llevaros hacia el norte.
Maya negó con la cabeza.
—Ahora que la Tabula sabe que estamos en Nueva York, todo ha cambiado. Lo tendrán todo vigilado. Será muy peligroso. Hay cámaras de vigilancia en todas las calles y estaciones de metro. Los ordenadores buscarán nuestras imágenes para escanearlas y determinar nuestra situación exacta.
—Ya sé lo de las cámaras —repuso Hernández—. Por eso he traído un guía.
Hizo una señal con la mano, y el joven hispano se levantó y se situó en el centro de la habitación. Llevaba una gorra de béisbol y vestía anchas prendas deportivas con los nombres de distintos equipos. Aunque intentaba parecer seguro, se le veía nervioso y con ganas de complacer.
—Es mi sobrino, Nazaren Romero. Trabaja en la sección de mantenimiento de la New York Transit Authority.
Nazaren se ajustó los anchos pantalones como si eso formara parte de la presentación.
—Hola. Todos me llaman Naz.
—Encantado de conocerte, Naz. Yo soy Hollis. Bueno, ¿cómo piensas llevarnos hasta Grand Central?
—Vayamos por orden —dijo Naz—. Yo no formo parte de la congregación de mi tío. Os sacaré de la ciudad, pero tendréis que pagarme. Mil para mí y otros mil para mi amigo Devon.
—¿Solo por llevarnos a una estación de tren?
—Nadie os vigilará. —Naz levantó la mano derecha, como si prestara juramento—. Os lo garantizo.
—Eso es imposible —terció Maya.
—Iremos a una estación en la que no hay cámaras y viajaremos en un tren sin pasajeros. Todo lo que tenéis que hacer es seguir mis instrucciones y pagarme cuando hayamos terminado.
Hollis se acercó al muchacho. Aunque seguía sosteniendo la escopeta en la mano izquierda, no necesitaba el arma para resultar intimidante.
—Ya no soy miembro de la congregación, pero todavía me acuerdo de un montón de sermones. En su Tercera Carta desde Mississippi, Isaac Jones dice que aquellos que toman el mal camino deberán cruzar un río oscuro hasta una ciudad de eterna oscuridad. Supongo que no es la clase de sitio donde te gustaría pasar la eternidad…
—No voy a delatar a nadie, tío. Solo seré vuestro guía.
Todos se volvieron hacia Maya y esperaron a que tomara una decisión.
—Las llevaremos a usted y a la niña hasta esa granja de Vermont —dijo al fin, mirando a Sophia—. A partir de ahí, tendrán que arreglárselas por su cuenta.
—Como desees.
—Nos vamos dentro de cinco minutos —dijo Maya—. Que cada uno coja una mochila o una bolsa ligera para el equipaje. Vicki, distribuye el dinero para que no tengas que llevarlo todo.
Alice no se movió del suelo y no dijo palabra, pero observó cómo todos reunían rápidamente sus pertenencias. Gabriel metió en su mochila un par de mudas y unas camisetas junto con su nuevo pasaporte y un fajo de billetes de cien dólares. No sabía qué hacer con la espada japonesa que Thorn había regalado a su padre, pero Maya cogió el arma y la guardó con cuidado en el tubo negro de metal que utilizaba para llevar su propia espada de Arlequín.
Mientras los demás acababan de prepararse, Gabriel llevó una taza de té a Sophia Briggs. La Rastreadora era una mujer mayor pero curtida que había pasado sola casi toda su vida. En esos momentos parecía agotada tras su azaroso viaje hasta Nueva York.
—Gracias. —Sophia tocó la mano de Gabriel, y este sintió como si volvieran a estar en el silo de misiles abandonado de Arizona y estuviera enseñándole cómo liberar la Luz de su cuerpo—. He pensado muchas veces en ti durante los últimos meses, Gabriel. ¿Cómo te ha ido aquí, en Nueva York?
—Estoy bien. Al menos eso creo… —Gabriel bajó la voz—. Usted me enseñó a cruzar las barreras, pero todavía no sé cómo ser un Viajero. Veo el mundo con otros ojos, pero ignoro de qué modo he de cambiar las cosas.
—¿Has hecho más exploraciones? ¿Has alcanzado otros dominios?
—Me encontré con mi hermano en el Dominio de los fantasmas hambrientos.
—¿Fue peligroso?
—Se lo contaré más tarde, Sophia. En estos momentos lo que más deseo es saber de mi padre. Envió una carta a New Harmony.
—Es cierto. Martin me la enseñó cuando fui a cenar a su casa una noche. Tu padre quería saber cómo le iba la comunidad.
—¿Había una dirección de remite? ¿Cómo esperaba que Martin se pusiera en contacto con él?
—En el sobre había una dirección, pero Martin tenía intención de destruirlo. Todo lo que ponía era: «Tyburn Covent. Londres».
Gabriel tuvo la sensación de que el sombrío loft se llenaba de luz. «Tyburn Covent. Londres». Probablemente, su padre viviría allí. Tenían que viajar al Reino Unido y encontrarlo.
—¿Lo habéis oído? —dijo en voz alta volviéndose hacia los otros—. Mi padre está en Londres. Escribió una carta desde un lugar llamado Tyburn Covent.
Maya entregó la automática del 45 a Hollis y cogió unas cuantas balas para su revólver. Luego, miró a Gabriel y meneó ligeramente la cabeza.
—Primero vayamos a un lugar seguro. Ya tendremos ocasión de hablar del futuro. ¿Está todo el mundo preparado?
El reverendo Hernández convino en quedarse en el loft una hora más con la estufa y las luces encendidas, como si siguieran en la casa. El resto del grupo salió por la ventana hasta la escalera de incendios y subió a la azotea. Era como si estuvieran en lo alto de una plataforma, por encima de la ciudad. Las nubes corrían sobre Manhattan, y la luna parecía un borrón de luz en el cielo.
Saltaron varios muretes hasta que llegaron a la azotea de otro edificio en la misma calle. La puerta de seguridad tenía un candado, pero Maya no lo consideró un obstáculo. La Arlequín sacó una ganzúa y un fino fleje de acero, introdujo el fleje en la cerradura y a continuación la ganzúa, con la que fue desplazando los pasadores de la cerradura. Cuando el último encajó en su sitio, Maya abrió la puerta y guió a todos escalera abajo, hasta un almacén situado en la planta baja. Hollis abrió la puerta, y salieron a un callejón que desembocaba en Oliver Street.
Eran aproximadamente las diez de la noche. Las estrechas calles estaban llenas de jóvenes que habían salido a cenar pato laqueado y rollitos de huevo antes de pasar la noche bailando en alguna discoteca. La gente examinaba los menús a la entrada de los restaurantes. Aunque el grupo se ocultó entre el gentío, Gabriel tenía la impresión de que todas las cámaras de vigilancia de la ciudad controlaban sus movimientos.
La sensación se hizo más intensa cuando se metieron por Worth Street hasta Broadway. Naz marcaba el camino, con Hollis a su lado. Los seguía Vicki, y luego Sophia y Alice. Gabriel oía a Naz que contaba que estaban convirtiendo el metro en un sistema de trenes dirigidos por un ordenador central. En algunas líneas el maquinista se limitaba a mirar unos controles que funcionaban sin que él tuviera que intervenir.
—El ordenador de Brooklyn es el que se encarga de arrancar y detener el tren —decía Naz—. Lo único que el maquinista tiene que hacer es apretar de vez en cuando un botón cada pocas paradas para demostrar que no se ha quedado dormido.
Gabriel miró por encima del hombro y vio que Maya lo seguía a unos dos metros de distancia. Las cintas de su mochila y del tubo de la espada se le cruzaban en el pecho, y sus ojos se movían de un lado a otro como una cámara que rastreara una zona peligrosa.
Torcieron a la izquierda, se metieron por Broadway y llegaron a un parque triangular. El ayuntamiento se hallaba a escasas manzanas de distancia: un gran edificio blanco con una escalinata que terminaba ante unas grandes columnas de estilo corintio. Aquel falso templo griego estaba cerca del edificio Woolworth, una catedral gótica del comercio rematada con una espira que se alzaba en la noche.
—Puede que las cámaras nos hayan seguido el rastro —dijo Naz en voz baja—, pero no importa. La siguiente cámara está al final de la calle, en la farola, junto al semáforo. ¿La veis? Quizá nos hayan localizado caminando por Broadway, pero ahora desapareceremos.
Naz los guió a través del parque vacío. Algunas luces de seguridad iluminaban débilmente los caminos asfaltados, pero el pequeño grupo se mantuvo entre las sombras.
—¿Adónde vamos? —preguntó Gabriel.
—Justo debajo de nosotros hay una estación de metro abandonada. La construyeron hace casi cien años y la cerraron después de la Segunda Guerra Mundial. No hay cámaras ni policías.
—¿Y cómo llegaremos a la terminal de Grand Central?
—No os preocupéis por eso. Mi amigo aparecerá en unos minutos.
Pasaron junto a un grupo de pelados pinos y se acercaron a un edificio de ladrillo destinado a labores de mantenimiento. Una rejilla de ventilación se abría en uno de sus costados, y a Maya le llegó el olor característico del metro. Naz les hizo rodear el edificio hasta una puerta de acero y, haciendo caso omiso del cartel de ¡peligro! ¡Solo personal autorizado!, sacó un llavero de su mochila.
—¿Dónde has conseguido eso? —preguntó Hollis.
—En la taquilla de mi supervisor. Cogí las llaves hace unas semanas y me hice una copia.
Naz abrió la puerta y los condujo al interior. Se hallaban sobre un suelo de hierro, rodeados de cajas de fusibles y cables eléctricos. La puerta se cerró tras ellos, y el golpe resonó en el reducido espacio. Alice dio un par de pasos rápidos antes de conseguir controlar su miedo. Parecía un animal salvaje recién enjaulado.
Una escalera de caracol descendía como un gigantesco sacacorchos hasta un rellano donde una solitaria bombilla brillaba sobre una puerta de seguridad. Mascullando para sí, Naz rebuscó entre sus llaves robadas hasta que encontró la que correspondía a la cerradura. La introdujo, pero la puerta no se movió.
—Déjame a mí —dijo Hollis.
Alzó el pie izquierdo y asestó una patada a la cerradura. La puerta se abrió.
Uno tras otro fueron entrando en la abandonada estación del ayuntamiento. Los apliques de iluminación originales estaban vacíos, pero alguien había conectado un cable eléctrico a la pared y colgado de él varias bombillas desnudas. En el centro del vestíbulo de entrada había una cabina de taquilla cubierta con una bóveda de cobre propia de aquellos viejos cines con acomodadores y cortinajes de terciopelo rojo. Tras ella se veían unos viejos torniquetes de madera, el andén y las vías.
Una capa de polvo grisáceo cubría el suelo y el aire olía a aceite de maquinaria. Gabriel tuvo la sensación de estar encerrado en una tumba hasta que levantó la vista hacia el abovedado techo, cuyos arcos se alzaban desde el suelo para unirse en lo alto. Le recordaron el interior de una iglesia medieval. El propio túnel estaba formado por una serie de arcos iluminados por candelabros de bronce que sostenían grandes globos de vidrio mate. No había carteles publicitarios ni cámaras de vigilancia. Las paredes y los techos estaban decorados con azulejos blancos, rojos y verde oscuro que formaban intrincados dibujos geométricos. Aquella estación subterránea parecía un santuario, un lugar donde refugiarse del desorden que reinaba.
Gabriel notó la caricia de una brisa cálida y oyó un tremor distante que iba en aumento. Segundos más tarde, un tren apareció en la curva y pasó por la estación a toda velocidad, sin detenerse.
—Es el número seis local —dijo Naz—. Pasa por aquí y vuelve a la zona alta.
—¿Así es como vamos a llegar a Grand Central? —preguntó Sophia.
—No. No subiremos al seis. Lleva a demasiada gente. —Naz echó un vistazo a su reloj—. Tendréis un tren privado para vosotros solos, nadie os verá. Solo hay que esperar. Devon llegará en unos minutos.
Naz paseó arriba y abajo ante la taquilla y pareció aliviado cuando un par de luces aparecieron en el túnel.
—Ahí está. Necesito los otros mil ahora mismo.
Vicki le entregó un fajo de billetes de cien dólares, y Naz pasó entre los torniquetes y avanzó hacia el andén agitando los brazos. Un único vagón que arrastraba una plataforma de carga llena de contenedores de basura entró en la estación. Un hombre negro, delgado y de casi dos metros de altura, manejaba los controles en la cabina delantera. El conductor detuvo el vagón y abrió las puertas dobles. Naz le estrechó la mano, intercambió unas palabras con él y le entregó el dinero.
—¡Rápido! —gritó—. ¡Dentro de un minuto vendrá otro tren!
Maya guió al grupo hasta el interior del vagón y les ordenó que se sentaran en los extremos, lejos de las ventanillas. Todos obedecieron sin rechistar, también Alice. La muchacha parecía comprender lo que sucedía a su alrededor, pero no mostraba expresión alguna.
Devon salió de la cabina.
—Bienvenidos al tren de la basura. Tendremos que hacer algunos cambios de vías, pero llegaremos a Grand Central en unos quince minutos. Nos detendremos en un andén de mantenimiento en el que no hay cámaras de vigilancia.
Naz sonreía, como si acabara de realizar un truco de magia.
—¿Lo veis? ¿Qué os había dicho?
Devon empujó la palanca de control y el tren arrancó; cobraba velocidad a medida que se alejaba de la estación. El vagón se bamboleaba a derecha e izquierda mientras corría hacia el norte, bajo las calles de Manhattan. Devon se detuvo en la estación de Spring Street pero no abrió las puertas. Esperó a que se encendiera la luz verde del túnel y entonces volvió a empujar la palanca.
Gabriel se levantó y fue a sentarse junto a Maya. La ventanilla de la puerta estaba bajada unos centímetros, y entraba aire caliente en el vagón. Cuando el tren cambió de vía, tuvieron la sensación de estar viajando por un sector secreto de la ciudad. En la distancia apareció una luz que se reflejó en los raíles. Se oyó un traqueteo, y cruzaron lentamente la estación de Bleecker Street. Gabriel había viajado anteriormente por la línea del East Side, pero aquella experiencia era distinta. Se hallaban a salvo en una zona de sombras, un paso más allá de la capacidad de rastreo de la Gran Máquina.
Astor Place… Union Square… Entonces se abrió la puerta de la cabina de control. El tren seguía moviéndose, pero Devon no tocaba los mandos.
—Algo pasa —anunció.
—¿Qué problema hay? —preguntó Maya.
—Este es un tren de mantenimiento —dijo Devon—. Se supone que soy yo quien lo controla. Pero el ordenador tomó el mando cuando salimos de la última estación. He intentado contactar con el centro de operaciones, pero la radio no funciona.
Naz se levantó de un salto y alzó las manos como si tratara de interrumpir una discusión.
—Seguro que no es nada. Debe de haber otro tren en la vía.
—Entonces nos habrían parado en Bleecker.
Devon volvió a los mandos y movió la palanca una vez más. El tren hizo caso omiso de sus esfuerzos y pasó por la estación de la calle Veintitrés a la misma moderada velocidad.
Maya cogió la pistola de cerámica de Aronov. Sostuvo el arma apuntando al suelo.
—Quiero que este tren pare en la próxima estación.
—Devon no puede hacer nada —dijo Naz—. El ordenador es el que lo controla.
Todos se habían puesto en pie, incluso Sophia Briggs y Alice. Se sujetaban a las barras del techo mientras las luces parpadeaban a través de las ventanillas y las ruedas marcaban el ritmo del traqueteo.
—¿Hay un freno de emergencia? —preguntó Maya a Devon.
—Sí, pero no sé si funcionará. El ordenador no quiere que el tren se detenga.
—¿Puedes abrir las puertas?
—Solo si el tren está parado. Pero si libero el cierre automático, podéis intentar abrirlas manualmente.
—Bien. Hazlo ya.
Todo el mundo miró por la ventana cuando pasaron por la estación de la calle Veintiocho. Los escasos neoyorquinos que estaban en el andén parecían como petrificados en aquel instante de tiempo.
Maya se volvió hacia Hollis.
—Abre las puertas. Cuando lleguemos a la calle Cuarenta y Dos saltaremos.
—Yo me quedo en el tren —protestó Naz.
—Tú vienes con nosotros —dijo Hollis.
—Olvídalo. No necesito vuestro dinero.
—Yo que tú no me preocuparía por el dinero en estos momentos. —Maya alzó la pistola y apuntó a la rodilla de Naz—. Quiero mantenerme alejada de las cámaras de vigilancia y quiero que bajemos de este tren en la terminal de Gran Central.
Devon desbloqueó el cierre automático después de pasar por la estación de la calle Treinta y tres, y Hollis forzó las puertas y las mantuvo abiertas. Cada pocos metros pasaban bajo un arco de hierro. Tenían la sensación de estar viajando por un pasadizo interminable y sin salida.
—¡De acuerdo! —gritó Devon—. ¡Preparaos!
En la cabina de control había un mando en forma de T. Devon lo agarró y tiró con fuerza. Se oyó un chirrido de metal rozando contra metal, el vagón se estremeció, pero las ruedas siguieron girando. Mientras se acercaban a la estación de la calle Cuarenta y dos, las personas que había en el andén empezaron a apartarse de las vías.
Alice y Sophia fueron las primeras en saltar, seguidas de Vicki, Hollis y Gabriel. El tren había aminorado lo suficiente para que Gabriel cayera de pie. Levantó la vista y vio a Maya empujar a Naz fuera del tren y saltar. Las ruedas del vagón siguieron chirriando mientras se internaba en el túnel.
La gente del andén parecía asustada. Un hombre sacó su móvil y marcó un número.
—¡Vamos! —gritó Maya, y todos echaron a correr.