Maya caminó hacia el norte, desde las callejuelas de Chinatown hasta las amplias avenidas del centro de Manhattan. Esa era la ciudad visible, donde la Gran Máquina ejercía su control; pero Maya sabía que bajo el pavimento existía un intrincado mundo, un laberinto de líneas de metro, vías de tren, pasadizos olvidados y túneles de mantenimiento marcados por cables eléctricos. La mitad de Nueva York quedaba oculta a la vista, enterrada en el lecho rocoso que sostenía tanto los cochambrosos edificios de Spanish Harlem como los majestuosos rascacielos de cristal y acero de Park Avenue. Y había también un mundo paralelo de personas igualmente oculto, distintos grupos de herejes y auténticos creyentes, inmigrantes ilegales con papeles falsos y respetables ciudadanos con vidas secretas.
Una hora más tarde se encontraba en la escalera de mármol que conducía al Lincoln Center for the Performing Arts. El teatro y la sala de conciertos formaban una plaza en cuyo centro había una fuente iluminada. La mayoría de las actuaciones todavía no habían empezado, pero numerosos músicos cargados con sus instrumentos y vestidos de etiqueta se dirigían a paso ligero hacia las distintas salas. Maya se guardó el dinero en un bolsillo con cremallera y miró por encima del hombro; Vio dos cámaras de vigilancia, pero estaban orientadas hacia la multitud próxima a la fuente.
Un taxi se detuvo ante la plaza. Aronov iba sentado en el asiento de atrás. Cuando le hizo un gesto con la mano, Maya bajó la escalinata y se sentó junto al ruso.
—Buenas noches, señorita Strand. Me alegra mucho volver a verla.
—O la pistola funciona, o no hay trato.
—Por supuesto.
Aronov dio una dirección al conductor, un joven con el pelo en punta, y el taxi se incorporó al tráfico. Al cabo de unas pocas manzanas enfilaron por la Novena Avenida, en dirección sur.
—¿Ha traído el dinero? —preguntó el ruso.
—Solo la cantidad que acordamos.
—Es usted muy precavida, señorita Strand. Quizá debería contratarla como ayudante.
Mientras cruzaban la calle Cuarenta y dos, Aronov sacó del bolsillo un bolígrafo y una agenda de tapas de cuero, como si se dispusiera a escribir algo. El ruso empezó a hablar de su club favorito en Staten Island y de la bailarina exótica que trabajaba allí, que había formado parte del Ballet de Moscú. Era la típica charla intrascendente de un vendedor que intenta ser agradable con un cliente. Maya se preguntó si la pistola de cerámica sería un fraude y si Aronov pensaba robar el dinero. Tal vez no. «Sabe que llevo una pistola. Me la vendió él», pensó.
El taxista giró por la calle Treinta y ocho y siguió las señales hacia el túnel Lincoln. El tráfico convergía hacia la entrada y allí se distribuía en los distintos carriles. Tres túneles separados, cada uno de dos carriles, corrían bajo el río en dirección a New Jersey. La circulación era intensa, y los coches no pasaban de los cincuenta kilómetros por hora. Maya miró por la ventanilla y vio una gruesa conducción eléctrica que corría pegada a la alicatada pared del túnel.
Se dio la vuelta cuando el ruso, sentado junto a ella, cambió de posición. El hombre había apretado la punta superior del bolígrafo, y una aguja hipodérmica asomaba por el otro extremo. En ese instante, Maya lo vio todo con claridad. Su mano apresó la muñeca de Aronov; pero, en lugar de frenar su ataque, acompaño su impulso, la llevó hacia abajo y de pronto se la torció hacia la izquierda.
Aronov se pinchó en la pierna y gritó. Maya hizo acopio entonces de todas sus fuerzas y le dio un puñetazo en la cara mientras con la otra mano mantenía clavada la aguja. El ruso jadeó como un hombre que se está ahogando, luego se relajó y se derrumbó contra la puerta del taxi. Maya le palpó una vena en el cuello. Seguía con vida. Fuera lo que fuese el compuesto químico que contenía el falso bolígrafo, no era más que un tranquilizante. Metió la mano en el bolsillo exterior de la gabardina de Aronov, sacó la pistola de cerámica y se la guardó en el bolso.
Una plancha de metacrilato separaba el asiento de atrás del conductor, y Maya vio que el hombre hablaba a través de un intercomunicador. Las dos puertas estaban cerradas. Intentó bajar las ventanillas, pero también estaban bloqueadas. Entonces, mirando por encima del hombro, vio que un todoterreno de color oscuro seguía al taxi de cerca. Había dos hombres sentados delante, y el que ocupaba el asiento del pasajero estaba hablando por un intercomunicador.
Maya sacó el revólver y dio un golpe en el metacrilato.
—¡Abra las puertas! ¡Rápido!
El conductor vio la pistola pero no obedeció. En la mente de Maya se abrió entonces un espacio de fría calma, como si alguien hubiera trazado un círculo con tiza en el suelo, y ella se mantuviera dentro de él. El metacrilato debía de ser a prueba de balas. Podía reventar la ventanilla de la puerta, pero sería difícil escapar por una abertura tan pequeña. La puerta cerrada era la salida más segura.
Se guardó su revólver en el cinturón, sacó el cuchillo de lanzar y metió la punta entre el marco de la puerta y la guarnición interior de plástico. Esta solo se movió unos pocos centímetros, de modo que cogió el cuchillo corto e hizo palanca con ambas hojas hasta que la arrancó y dejó al descubierto una plancha de hierro. Parecía lo bastante gruesa para resistir las balas, pero los remaches que la mantenían fija no.
Maya se arrodilló en el suelo del taxi, apuntó a uno de los remaches y disparó. El estruendo fue enorme. Los oídos le pitaban mientras arrancaba la plancha de hierro y dejaba a la vista el mecanismo de cierre de la puerta: el pestillo, un pasador de acero y el accionador eléctrico. No sería difícil. Metió el cuchillo donde se unían el pasador y el accionador eléctrico y empujó hacia arriba. El seguro saltó.
Había superado el primer obstáculo, pero todavía no estaba libre. El taxi corría demasiado para que pudiera saltar. Respiró hondo e intentó expulsar el miedo a través de los pulmones. Se hallaban a unos treinta metros de la salida del túnel. Cuando salieran, los coches aminorarían la marcha para cambiar de carril. Calculó que dispondría de dos o tres segundos para salir antes de que el taxi cobrara nuevamente velocidad.
El conductor se había dado cuenta de que la puerta estaba abierta. Miró por el retrovisor y dijo algo por el micrófono. En el momento en que el coche salió del túnel, Maya se agarró a la puerta y saltó. La puerta giró hacia fuera. Maya se aferró con fuerza, el taxi pasó por un bache y Maya se golpeó contra el marco de la puerta. Los otros coches frenaron y se desviaron bruscamente mientras el taxi cruzaba de un carril a otro. El conductor se volvió un segundo para mirarla, y el taxi se empotró contra el costado de un autobús azul. Maya salió disparada y aterrizó en la carretera.
Se puso rápidamente en pie y miró alrededor. La entrada del túnel por el lado de New Jersey tenía la apariencia de un cañón excavado por la mano del hombre. A su derecha había un alto muro de hormigón; más arriba, en la pendiente, había casas. A la izquierda estaban las cabinas de peaje para los vehículos que entraban. El todoterreno se había detenido a unos diez metros del taxi; un hombre con chaqueta y corbata salió del vehículo y se quedó mirándola. No sacó ningún arma; había demasiados testigos y tres coches de policía aparcados cerca de las cabinas de peaje. Maya echó a correr hacia la rampa de salida.
Cinco minutos más tarde se hallaba en Weehawken, un miserable barrio de la periferia, de calles sucias y casuchas de contrachapado. En cuanto tuvo la certeza de que nadie la observaba, saltó el muro del patio trasero de una iglesia desierta y conectó el móvil. El teléfono de Hollis sonó cinco o seis veces antes de que contestara.
—¡Salida alta! ¡Los niños más puros!
Durante los tres meses anteriores había organizado tres planes de fuga diferentes. «Salida alta» significaba para quien estuviera en el loft que debía utilizar la salida de incendios para subir a la azotea. «Los niños más puros» quería decir que el punto de reunión sería el Tompkins Square Park, en el Lower East Side.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Hollis.
—¡Haced lo que os digo! ¡Salid de ahí!
—No podemos, Maya.
—¿Qué estás di…?
—Tenemos visita. Ven tan pronto como puedas.
Maya encontró un taxi y regresó a toda prisa a Manhattan. Hundida en el asiento trasero, pidió al conductor que pasara lentamente por Catherine Street. Unos cuantos adolescentes jugaban al baloncesto en un solar público; no parecía que nadie estuviera vigilando el edificio del loft. Salió del taxi, cruzó corriendo la calle y abrió la puerta de la casa.
Nada más pisar el rellano desenfundó la pistola. Oyó el ruido de los coches que pasaban por la calle y un débil crujido cuando empezó a subir la escalera de madera. Al llegar al loft, llamó una sola vez mientras sujetaba el revólver, preparada para disparar.
Vicki le abrió la puerta; parecía asustada. Maya entró rápidamente. Hollis estaba allí mismo, escopeta en mano.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—Era una trampa —respondió Maya—. La Tabula sabe que estamos en Nueva York. ¿Cómo es que seguís aquí todavía?
—Como te dije, tenemos visita.
Hollis se hizo a un lado. Alguien había apartado las lonas que delimitaban la habitación de los hombres. Óscar Hernández, el clérigo de la congregación Jonesie que les había alquilado el loft, se hallaba sentado en el camastro en compañía de un joven hispano vestido con una sudadera roja.
—¡Maya! ¡Gracias a Dios que estás bien! —Hernández se levantó y sonrió. Era un conductor de autobuses urbanos que se ponía el alzacuello cuando se ocupaba de los asuntos de su congregación—. Bienvenida. Empezábamos a preocuparnos por ti.
Del dormitorio de las mujeres llegó una voz femenina. Maya se acercó rápidamente y apartó una de las lonas. Sophia Briggs, la Rastreadora que vivía en el silo de misiles abandonado cerca de New Harmony y que había enseñado a Gabriel a utilizar su don para cruzar a otros dominios, estaba sentada en uno de los camastros charlando con su antiguo alumno.
—¡Vaya, la Arlequín ha vuelto! —Sophia estudió a Maya como si fuera un raro reptil—. Buenas noches, querida. No esperaba volver a verte.
Algo se movió en las sombras, cerca del radiador. ¿Un perro? ¿Acaso Sophia había ido allí con una mascota? No. Era una chiquilla. Estaba sentada en el suelo con las rodillas abrazadas. Cuando Maya se acercó a ella, alzó el rostro, un rostro pequeño que no reflejaba emoción alguna. Era la niña asiática de New Harmony. Alguien había conseguido sobrevivir.