Aunque a veces los Arlequines se veían a sí mismos como los últimos defensores de la historia, sus conocimientos históricos se basaban más en la tradición que en los hechos descritos en los libros de texto. Maya, que se había criado en Londres, había memorizado los puntos de la ciudad donde habían tenido lugar las ejecuciones. Su padre le había mostrado todos esos lugares durante las clases diarias de lucha callejera y entrenamiento con armas. Tyburn era para los felones; la Torre de Londres, para los traidores; los cadáveres descuartizados de los piratas colgaban durante años de los muelles de Wapping. En distintos momentos de la historia, las autoridades habían ejecutado a católicos, a judíos y a una larga lista de disidentes que adoraban un dios diferente o predicaban una visión distinta del mundo. Cierto lugar de West Smithfield se reservaba para la ejecución de los herejes, las brujas, las mujeres que habían matado a sus maridos, así como de los anónimos Arlequines que habían dado su vida protegiendo a los Viajeros.
En el momento en que entró en el edificio de los tribunales de lo penal de Lower Manhattan, Maya sintió la misma sensación de sordidez acumulada. Nada más cruzar la entrada principal, se detuvo y levantó la vista hacia el reloj que colgaba del techo, a una altura de dos pisos. Los muros de mármol blanco, los apliques de iluminación estilo art déco y la ornamentada barandilla de la escalera reflejaban la sensibilidad de una época anterior. Luego, bajó los ojos y estudió el mundo que la rodeaba: la policía y los criminales, los alguaciles y los abogados, las víctimas y los testigos, todos avanzando apresuradamente hacia el arco detector de metales de la entrada.
Dimitri Aronov era un hombre mayor y gordo, con tres mechones de pelo grasiento pegados a la calva. El antiguo inmigrante ruso llevaba en la mano un ajado maletín de cuero. Cuando pasaba bajo el arco, se detuvo un instante y lanzó una breve mirada a Maya por encima del hombro.
—¿Qué le pasa? —preguntó el guardia—. Siga caminando.
—Desde luego, agente. Desde luego.
Aronov atravesó el arco. Luego, se detuvo de nuevo, suspiró, alzó los ojos como si acabara de recordar que se había dejado unos papeles importantes en el coche, y salió del control siguiendo a Maya hacia la puerta giratoria de la entrada. Durante unos instantes permanecieron en lo alto de la escalinata exterior contemplando la línea del horizonte de Lower Manhattan. Eran las cuatro de la tarde. Grandes nubarrones flotaban sobre la ciudad; el sol no era más que una mancha de luz en el oeste.
—Bueno, ¿qué opina, señorita Strand?
—Prefiero no opinar… todavía.
—Acaba de verlo con sus propios ojos. Ni alarmas, ni arresto.
—Echemos un vistazo al producto.
Descendieron por la escalinata, zigzaguearon entre los coches atascados que abarrotaban Centre Street y caminaron hasta un pequeño parque en el centro de la plaza. Antaño, el parque de Collect Pond era una gran laguna a la que iban a parar las aguas fecales. Seguía siendo un lugar oscuro, rodeado de altos edificios que lo sumían en sombras. Aunque varios carteles advertían de la prohibición de dar de comer a las palomas, los pájaros volaban en bandada de un lado a otro y picoteaban el suelo.
Aronov y Maya se sentaron en un banco, fuera del alcance de las dos cámaras de seguridad del parque. El hombre depositó el maletín en el banco e hizo un ademán de invitación.
—Por favor, inspeccione la mercancía.
Maya lo abrió. Dentro había una pistola; parecía una automática de 9 mm. El arma tenía dos cañones superpuestos y una empuñadura antideslizante. Cuando la cogió, descubrió que era muy ligera, casi como una pistola de juguete.
Aronov empezó a hablar con la cadencia de un vendedor.
—El chasis, la empuñadura y el gatillo son de plástico de alta densidad. Los dos cañones, los cerrojos y el gatillo están hechos de cerámica ultra dura, tan resistente como el acero. Como ha podido ver, puede pasar por cualquier detector de metales. Los aeropuertos no son cosa fácil. La mayoría de ellos disponen de escáneres y aparatos de onda milimétrica. Pero puede desmontar el arma en dos o tres partes y esconderlas en el interior de un ordenador portátil.
—¿Qué dispara?
—Las balas han sido siempre el problema. La CIA ha diseñado el mismo tipo de arma utilizando un sistema sin casquillo. Curioso, ¿verdad? Se supone que combaten el terrorismo, así que han creado el arma perfecta para el terrorismo. Sin embargo, mis amigos de Moscú han optado por una solución menos sofisticada. ¿Me permite?
Aronov metió la mano en el maletín. Tiró del cerrojo de la pistola y dejó a la vista lo que parecía un pequeño cigarro marrón con la punta negra.
—Esto es un cartucho de papel con una bala de cerámica. Imagínese una versión moderna del sistema empleado en los antiguos mosquetes de avancarga. El propelente arde en dos fases y lanza la bala por el cañón. Recargarlo es lento, de modo que… —Aronov armó el segundo cerrojo con la mano izquierda- solo podrá hacer dos disparos seguidos. De todas maneras, no necesitará más. Este proyectil atravesará el objetivo como un fragmento de metralla.
Maya se apartó del maletín y miró alrededor por si alguien los estaba observando. La fachada gris del edificio de los tribunales se alzaba tras ellos. En la calle, estacionados en doble fila, había numerosos coches de policía y los autobuses blancos y azules destinados al traslado de los presos. Oyó el tráfico que rodeaba el pequeño parque y percibió el aroma de la colonia de Aronov mezclado con el de las hojas húmedas.
—Impresionante, ¿verdad?
—¿Cuánto?
—Doce mil dólares. En metálico.
—¿Por una pistola? Eso es absurdo.
—Mi querida señorita Strand… —el ruso sonrió y meneó la cabeza—, le será muy difícil, por no decir imposible, encontrar a otra persona que le venda un arma como esta. Además, usted y yo ya hemos hecho negocios, y sabe que mi mercancía es de la mejor calidad.
—Ni siquiera sé si esta pistola dispara de verdad.
Aronov cerró el maletín y lo dejó en el suelo, junto a sus pies.
—Si lo desea, puedo llevarla hasta el garaje de un amigo mío, en New Jersey. No hay vecinos, y las paredes son gruesas. Las balas son caras, pero permitiré que dispare un par antes de que me dé el dinero.
—Tengo que pensarlo.
—Esta tarde, a las siete, pasaré en coche por delante de la entrada del Lincoln Center. Si está usted allí, le haré una oferta especial solo para esta noche: diez mil dólares y seis balas.
—Una oferta especial son ocho mil.
—Nueve.
Maya asintió.
—Se los pagaré si todo resulta como ha prometido.
Mientras salía del parque y cruzaba Centre Street, Maya llamó a Hollis por el móvil. Él contestó en el acto, pero no habló.
—¿Dónde estás? —preguntó ella.
—Columbus Park.
—Estaré allí en cinco minutos.
Guardó el teléfono en el bolso que llevaba al hombro y cogió su generador de números aleatorios, un artilugio electrónico del tamaño de una caja de cerillas que llevaba colgado al cuello.
Maya y los demás Arlequines llamaban a sus enemigos la Tabula porque para esa gente la conciencia era una tabla rasa donde ellos podían grabar sus mensajes de miedo y odio. Mientras que la Tabula creía que todo podía ser controlado, los Arlequines cultivaban la filosofía del azar. A veces tomaban sus decisiones lanzando un dado o con la ayuda de un generador de números aleatorios.
«Un número impar significa a la izquierda», se dijo Maya, «par, a la derecha». Apretó el botón del aparato y, cuando en la pantalla apareció «365», torció a la izquierda por Hogan Place.
Tardó diez minutos en llegar a Columbus Park, un parche de asfalto rectangular con algunos árboles de aspecto lamentable a unas cuantas manzanas al este de Chinatown. A Gabriel le gustaba pasear por allí al atardecer, cuando el parque se llenaba de ancianos chinos, hombres y mujeres, que establecían complejas alianzas en función de si provenían o no de la misma aldea o provincia. Cuchicheaban mientras daban cuenta de los tentempiés que llevaban en bolsas de plástico y jugaban al mahjong o al ajedrez.
Hollis Wilson estaba sentado en uno de los bancos. Llevaba una cazadora negra de cuero que le servía para ocultar la automática del calibre 45 que le había vendido Dimitri Aronov. Cuando Maya lo conoció en Los Ángeles, Hollis llevaba el pelo largo y vestía a la moda. En Nueva York, Vicki le cortó el pelo, y él aprendió una de las normas básicas de los Arlequines en cuanto a ocultación: viste o lleva siempre algo que sugiera una identidad falsa. Aquella tarde, se había puesto un par de chapas en la cazadora en las que se leía: ¿quieres perder peso? ¡Prueba la dieta de la hierba! Tan pronto como los neoyorquinos veían aquellas chapas, apartaban la vista.
Mientras vigilaba a Gabriel, Hollis estudiaba una fotocopia de El camino de la espada, las meditaciones sobre el combate escritas por Sparrow, el legendario Arlequín japonés. Maya había crecido con aquel libro, y su padre no había dejado de repetirle la famosa frase de Sparrow de que los Arlequines debían cultivar la imprevisibilidad. A Maya la irritaba que Hollis intentara apropiarse de aquella parte fundamental de su entrenamiento.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —le preguntó.
—Unas dos horas.
Miraron hacia el otro lado del parque, donde Gabriel jugaba al ajedrez con un anciano chino. También el Viajero había cambiado su aspecto desde su llegada a Nueva York. Vicki le había cortado el pelo muy corto, y Gabriel solía llevar gafas de sol y una gorra de lana. Cuando se conocieron en Los Ángeles, Gabriel llevaba el pelo largo y tenía ese estilo deportivo de los chicos que se dedican a esquiar en invierno y a practicar el surf en verano. En los últimos meses había adelgazado, y en ese momento tenía el aspecto alicaído de alguien que acaba de recuperarse de una larga enfermedad.
Hollis había elegido una buena posición defensiva, con líneas de tiro despejadas hacia cualquier rincón del parque, y Maya se permitió relajarse un rato y disfrutar del hecho de que siguieran con vida. Cuando era pequeña, solía llamar a esos momentos sus «joyas». Las joyas eran aquellas raras ocasiones en que se sentía lo bastante segura para poder disfrutar de algo agradable o hermoso, como una puesta de sol o las noches en que su madre cocinaba un plato especial, como cordero al estilo rogan josh.
—¿Ha pasado algo durante la tarde? —preguntó a Hollis.
—Gabe se quedó leyendo un libro en la habitación. Luego estuvimos charlando de su padre.
—¿Y qué dijo?
—Quiere encontrarlo. Comprendo cómo se siente.
Maya observó atentamente a tres mujeres de edad avanzada que se acercaban a Gabriel. Eran las pitonisas que solían sentarse a la entrada del parque y ofrecían leer el futuro a los transeúntes a cambio de diez dólares.
Siempre que Gabriel pasaba frente a ellas, las mujeres alzaban la mano con la palma ahuecada, como mendigas pidiendo limosna; pero esa tarde simplemente estaban mostrándole su admiración. Una de ellas le dejó una taza de papel con té en la mesa donde jugaba.
—No te preocupes —dijo Hollis—. Lo han hecho otras veces.
—Dará que hablar a la gente.
—¿Y qué? Nadie sabe quién es. Esas pitonisas solo perciben que se trata de alguien con un poder especial.
El Viajero les agradeció el té. Ellas hicieron una ligera reverencia y volvieron a su lugar habitual en la entrada del parque. Gabriel regresó a su partida de ajedrez.
—¿Acudió Aronov a la cita? —preguntó Hollis—. En su mensaje decía que tenía material nuevo.
—Sí. Intentó venderme una pistola de cerámica que puede burlar los detectores de metales. Seguramente es un invento de alguna agencia rusa de seguridad.
—¿Y qué le dijiste?
—No lo he decidido. Se supone que tengo que reunirme con él esta tarde a las siete. Iremos a New Jersey para que pueda disparar unas cuantas veces.
—Un arma así podría sernos útil. ¿Cuánto pide?
—Nueve mil.
Hollis se echó a reír.
—Supongo que no nos hará descuento por buenos clientes…
—¿Crees que deberíamos comprarla?
—Nueve mil dólares en efectivo es mucho dinero. Tendrías que hablar con Vicki. Ella sabe cuánto tenemos y lo que estamos gastando.
—¿Está en el loft?
—Sí. Está preparando la cena. Volveremos cuando Gabriel haya terminado la partida.
Maya se levantó y avanzó sobre la rala hierba hacia donde estaba Gabriel. Cuando no controlaba sus emociones, se sorprendía deseando estar cerca de él. No eran amigos —eso era imposible—, pero tenía la sensación de que Gabriel podía leer en su corazón y verla con claridad.
Gabriel alzó la vista y le sonrió. Fue un instante, pero hizo que se sintieran contentos y disgustados al mismo tiempo. «No seas tonta. Recuerda siempre que estás aquí para cuidar de él, no para interesarte por él», se dijo Maya.
Cruzó Chatham Square, y enfiló hacia East Broadway. Las aceras estaban llenas de turistas y de chinos que compraban alimentos para la cena. Patos asados y pollos colgaban de ganchos al otro lado de los cristales, y Maya estuvo a punto de chocar con un joven oriental que llevaba un lechón envuelto en plástico transparente. Cuando nadie la miraba, abrió la puerta del edificio de Catherine Street y entró. Más llaves, más cerraduras y por fin entró en el loft.
—Vicki…
—Estoy aquí.
Maya apartó una de las lonas y encontró a Victory From Sin Fraser sentada en un camastro contando divisas. En Los Ángeles, Vicki era una chica que vestía con modestia y pertenecía a la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Pero en ese momento llevaba lo que ella llamaba su «disfraz de artista»: vaqueros bordados, una camiseta negra y un collar balines. Llevaba el pelo anudado en trencitas y una cuenta al final de cada una.
Levantó la vista y sonrió.
—Ha llegado otro envío al apartamento de Brooklyn y quería saber cuánto tenemos en total.
La ropa de las jóvenes estaba guardada en cajas o colgada de unos percheros que Hollis había comprado en la Séptima Avenida. Maya se quitó el abrigo y lo colgó de una percha.
—¿Qué tal con el ruso? —preguntó Vicki—. Hollis me dijo que quería venderte otra pistola.
—Sí, me ofreció un arma muy especial, pero es muy cara.
Maya se sentó en el camastro y le describió la pistola de cerámica.
—La semilla se convierte en retoño —dijo Vicki al tiempo que anudaba un fajo de billetes con una goma elástica.
Maya ya estaba familiarizada con las frases que Vicki extraía de los textos de Isaac T. Jones. «La semilla se convierte en retoño, y el retoño, en árbol» significaba que uno siempre tenía que considerar las posibles consecuencias de sus acciones.
—Tenemos dinero suficiente, pero es un arma peligrosa —prosiguió Vicki—. Si cayera en manos de criminales, podrían utilizarla contra gente inocente.
—Eso ocurre con todas las armas.
—¿Me prometes que la destruirás cuando por fin estemos en un lugar seguro?
«Harlekine versprechen nichts», pensó Maya en alemán. «Los Arlequines no hacen promesas». Le parecía estar escuchando a su padre.
—Lo pensaré —contestó—. Es todo cuanto puedo decirte.
Mientras Vicki seguía contando el dinero, Maya se cambió de ropa. Si iba a reunirse con Aronov en el Lincoln Center, su aspecto tenía que ser el de alguien que se dispone acudir a una reunión social. Eso significaba botines, pantalón negro de vestir, un suéter azul y un abrigo. Dada la cantidad de dinero que llevaría encima, decidió coger un arma, un revólver Magnum 357 de cañón corto. El pantalón era lo bastante ancho para disimular la funda tobillera.
En el brazo derecho, sujeto con una tira elástica, llevaba un cuchillo de lanzamiento. En el izquierdo, a la altura de la muñeca, llevaba otro cuchillo de afilada hoja triangular y mango en forma de T. Había que sujetarlo con el puño, con la punta sobresaliendo entre los dedos, y golpear a la víctima con todas tus fuerzas.
Vicki dejó de contar el dinero y miró a Maya con expresión vacilante.
—Maya… Tengo un problema. Pensaba que quizá podría hablarlo contigo.
—Adelante…
—Hollis me gusta… y no sé qué hacer. Él ha tenido un montón de novias, y yo no tengo demasiada experiencia. —Meneó la cabeza—. La verdad es que no tengo ninguna.
Maya ya había notado la creciente atracción entre Hollis y Vicki. Era la primera vez que asistía a la evolución del enamoramiento de dos personas. Al principio, se seguían con la mirada cuando uno de los dos se levantaba de la mesa. Luego, se inclinaban hacia delante cuando el otro hablaba. Y cuando uno de los dos no estaba presente, el otro hablaba de él de manera alegre y tonta. Aquella experiencia le había llevado a comprender que sus padres no habían estado enamorados. Se respetaban y se entregaron de lleno a la alianza del matrimonio. Pero eso no era amor. A los Arlequines no les interesaba esa emoción.
Maya deslizó el revólver en la funda tobillera, se aseguró de que la tira de velero estuviera bien sujeta y se bajó la pernera.
—Estás hablando con la persona equivocada —dijo a Vicki—. No puedo darte ningún consejo.
La Arlequín cogió nueve mil dólares del camastro y se encaminó hacia la puerta. En aquellos momentos volvía a sentirse fuerte y dispuesta para la lucha, pero el familiar entorno del loft le recordó las atenciones que Vicki le había prodigado durante su lenta recuperación: la había alimentado, le había cambiado las vendas y hecho compañía cuando el dolor la atormentaba. Era su amiga.
«Malditos amigos», pensó Maya. Los Arlequines aceptaban ciertas ataduras, pero la amistad con los ciudadanos se consideraba una pérdida de tiempo. Durante el breve tiempo en el que intentó llevar una vida normal en Londres, salió con hombres y trabó relación con las mujeres que trabajaban en el mismo gabinete de diseño que ella; pero ninguna de esas personas fue su amiga porque nunca pudieron comprender su peculiar manera de ver el mundo ni que se sintiera perseguida y estuviera siempre preparada para el ataque.
Su mano se posó en el picaporte de la puerta, pero no la abrió. «Mira los hechos», se dijo. «Abre tu corazón y examina tus sentimientos: estás celosa de Vicki, celosa de la felicidad de otra persona. Eso es todo.»Dio media vuelta y regresó a la habitación.
—Lamento lo que he dicho, Vicki. Lo que ocurre es que en estos momentos hay muchas cosas en marcha.
—Lo sé. Ha sido un error por mi parte sacar el tema.
—Te respeto, y también a Hollis. Me gustaría que fuerais felices. ¿Por qué no hablamos de ello cuando vuelva, esta noche?
—De acuerdo. —Vicki se relajó y sonrió—. Eso haremos.
Maya se sintió mejor cuando por fin salió del edificio. Su hora favorita se aproximaba: la transición entre el día y la noche. Antes de que se encendieran las luces de las calles, el aire parecía llenarse de pequeños puntos de oscuridad. Las sombras perdían sus definidos contornos y se difuminaban. Como la hoja de un cuchillo, limpia y afilada, se abrió paso entre el gentío y atravesó la ciudad.