27

A las siete del día siguiente, Carter ya se había tomado muy lentamente dos whiskys con soda en dos bares diferentes en la zona de las Calles 40 a 50 Este, y el tiempo seguía discurriendo desesperadamente despacio.

Llamó a Gawill y se encontró con que no estaba en casa. O por lo menos no contestó al teléfono. ¿Qué podía significar eso? ¿Tendría la policía detenido a Gawill para tener la seguridad de que no trataría de soplar a Carter que la policía estaba siguiendo a O’Brien esa noche? Eso no parecía lógico, y Carter se dedicó a llamar a Gawill cada cuarto de hora. Hacia las nueve se había convertido en una obsesión el encontrarle, pensó incluso en ir a su casa para ver si estaba y si era que, sencillamente, no contestaba al teléfono.

Carter estaba cada vez más seguro de que iba a caer en la trampa de la policía. Miró en torno suyo con tanta frecuencia para ver si detectaba a alguien vestido de paisano, que la gente empezó a mirarle a él. Entonces, Carter se esforzó en no volver la cabeza.

Repentinamente entró en un cine en la Calle 23.

De vez en cuando, cuando encendía un cigarrillo, miraba el reloj. A las 10,15 no pudo aguantar más el estar sentado y salió, dirigiéndose hacia el Sur. Entró entonces en el primer establecimiento que encontró que tenía teléfono; era una expendeduría de tabaco, y llamó a Gawill, y Gawill contestó. Carter estuvo a punto de suspirar de alivio.

—Bueno, ¿qué te ocurre ahora? —preguntó Gawill algo irritado, también esto le tranquilizó a Carter.

No tenía nada que decirle.

—¿Has pagado ya a O’Brien? —preguntó.

—No, ¿y tú? —replicó Gawill.

Venía tan a cuento, que Carter soltó una ruidosa carcajada, y se sintió mejor, como cuando en el penal se había reído del destino, de la verdad, de los accidentes más perversos. Pero Gawill estaba mortalmente serio, o, más bien, mortalmente desabrido. Esto estaba también en consonancia con el carácter de Gawill y era tranquilizador para Carter. Carter se serenó de repente y dijo:

—¿Estarás en casa dentro de un rato? Quizá me pase para verte. Tengo algo que contarte —colgó antes de que Gawill pudiese responder, y abrió de golpe la puerta de la cabina de teléfono.

Empezó a caminar rápidamente hacia el centro. ¿Por qué? Bueno, él sabía la razón. Era para contar con una especie de débil coartada para «hacia las once». Gawill era un ser vil, incluso más vil que O’Brien, tan vil como la fechoría que él iba a cometer esta noche. Carter se obligó a aflojar el paso para ahorrar fuerzas, pero tenía como una prisa interior que le hacía malgastar sus energías.

Llegó con cinco minutos de antelación a la esquina de la Calle 10 y la Octava Avenida.

O’Brien apareció procedente del centro, andando tranquilamente con un periódico doblado en la mano izquierda. Llevaba sombrero y una gabardina desabrochada con el cinturón colgando. Al ver a Carter le hizo una seña con el periódico y se reunieron unas yardas más hacia el Oeste, en la acera Norte de la Calle 10. Estaban delante de un edificio oscuro, con un par de entradas de garajes cerradas; era la fachada de una casa de pisos baratos. O’Brien miró hacia atrás.

—¿No le han seguido? —preguntó.

—No —contestó Carter.

—¿Ha mirado?

—Sí.

O’Brien aparentaba cuatro pulgadas más de estatura que Carter, y resultaba muy corpulento con la gabardina desabrochada, pero Carter sabía que, en realidad, no era más que muy poco más alto, si es que lo era algo, pero sí mucho más gordo y más fuerte.

—¿Le han seguido?

—Claro que me han seguido —dijo O’Brien mirando hacia adelante y asintiendo con la cabeza con aire resignado—. Como siempre. Pero tomé varios taxis y ahora no me siguen. Generalmente me traen sin cuidado, me importa una higa —esbozó una sonrisa, miró a Carter y gesticuló nerviosamente con la mano derecha, en la que ahora llevaba el periódico—. ¿Lo trae?

—Sí —dijo Carter. Iba contando los pasos, uno, dos, tres, cuatro. Iban más bien despacio, de la forma en que anda la gente cuando va hablando y sin prisa—. Una cosa, O’Brien.

—¿Qué?

—¿Es este el último pago?, o ¿qué es lo que debo esperar?

O’Brien se rió con una risita breve y nerviosa:

—En realidad no tengo por qué decírselo, ¿no le parece? Muy bien, es el último pago. A no ser que me pesquen los polis, en cuyo caso no voy a dejar que me saquen los dientes y me partan la nariz por usted, como comprenderá.

A Carter apenas le impresionaba la hostilidad como tal hostilidad. Era sencillamente algo que estaba ahí, como lo había estado siempre en el penal, entre los reclusos que iban a su lado que podían volverse contra él, que podían haberse vuelto a causa de su amistad con Max y que, casualmente, nunca se volvieron contra él. O’Brien iba aflojando el paso. Delante de ellos, en la esquina de la izquierda al otro lado de la calle Greenwich, o de lo que a Carter le parecía la calle Greenwich, se perfilaba la fachada lateral, negra, sin ventanas, de un almacén. Debajo había una valla de alambre de diez pies de alto y en la esquina una farola. Un hombre cruzó la calle Greenwich y se encaminó hacia ellos pero por la acera de enfrente.

—Bueno —dijo O’Brien parándose.

Carter miró al hombre que iba por el otro lado de la calle y que pasaba frente a ellos en ese momento, pero sin mirarles, y metió la mano en el bolsillo interior del abrigo volviéndola a sacar vacía.

—Vamos hacia allí —dijo, señalando la luz con un ademán de la cabeza.

—¿Por qué? —preguntó O’Brien recelosamente.

Porque lo que tenían al lado eran viviendas y, al oír un ruido, podía alguien asomarse o gritar, razonó Carter, y el almacén era un almacén vacío.

—Más seguro —dijo Carter empezando a cruzar la calle antes de que O’Brien pudiese protestar.

O’Brien le siguió, pero a paso lento, con las manos en los bolsillos de la gabardina. Finalmente, llegaron a estar separados por veinte pies de distancia; fue en el momento en que Carter se subía a la acera del lado del almacén y O’Brien bajaba el bordillo del lado opuesto para seguirle. O’Brien miró a derecha e izquierda. Los faros de un taxi iluminaron el cruce de la calle Greenwich, la luz que proyectaban se detuvo en el momento de cruzarla y luego siguió hacia adelante.

Carter bajó la cabeza hacia las manos que tenía a la altura del pecho, como si estuviera contando los billetes que acababa de sacar del bolsillo. Estaba a unos quince pies de la farola, frente a ella.

O’Brien se le acercó, diciendo:

—Coño, ¿es que tiene que volverlo a contar?

Carter se volvió de modo que la farola quedase detrás, para que O’Brien no viese que no llevaba nada.

O’Brien se le puso delante agachándose un poco para mirar.

Carter levantó las dos manos al mismo tiempo, agarrando a O’Brien debajo del mentón con lo que no hizo más que empujarle la cabeza hacia atrás, que era lo que Carter se proponía. O’Brien se abalanzó hacia él con un rápido golpe de la derecha, pero Carter lo esquivó dando un paso hacia un lado y asestándole un golpe de lado, con la mano izquierda, entre la parte anterior y la lateral de la garganta, donde no le podía romper ningún hueso. Este golpe no pareció conmocionar al corpulento O’Brien, pero le dolió. Entonces se agachó un poco y Carter le descargó otro golpe con el canto de la mano izquierda, y otro con la derecha, en la nuca, justo debajo del cráneo. O’Brien yacía en la acera y Carter le golpeó el cuello con el pie. Luego miró en torno suyo y vio un pedrusco de cemento, pero no lo pudo arrancar porque era parte del soporte de la valla de alambre. Carter volvió a golpear a O’Brien en el cuello con un pie. Estaba inmóvil. Carter pudo haberle pateado la cara que yacía de perfil sobre la acera, pero no pudo, o no quiso.

—¡Oiga! ¡Oigaaa!

Carter huyó a escape de la voz. Entró en la primera calle de la izquierda corriendo en dirección Este. Después siguió al trote, no demasiado deprisa, amparándose en la sombra de los edificios del lado norte de la calle porque vio un par de individuos que iban andando hacia él. Aminoró entonces el paso y dejó de correr. El que había gritado, quien quiera que fuese, se habría quedado mirando a O’Brien unos segundos antes de salir detrás de él, pensó Carter. Carter cruzó una avenida sin preocuparse por ver qué avenida era. Ahora caminaba normalmente, sin darse prisa, aunque a él le parecía que era como ir a paso muy lento. Se dirigió entonces hacia el Sur, zigzagueando hacia el Este en todas las calles. La sensación de que algo goteaba de su dedo meñique de la mano derecha le indujo a levantarla y vio que manaba sangre. Carter se chupó el sitio donde le escocía en un lado de la mano. La cortadura era pequeña según pudo apreciar al pasarse la lengua por ella. Encontró un Kleenex en el bolsillo del abrigo, y se lo aplicó a la cortadura mientras seguía caminando, limpiándose la sangre que se secaba en el dedo con la sangre fresca que manaba. Cuando se empapó el Kleenex lo tiró en un cubo de basura y cogió el pañuelo del bolsillo del pecho.

Había llegado a la parte sur de Washington Square. Encontró un taxi aparcado en el bordillo de un club nocturno y le dijo al conductor que le llevase a Times Square. En el taxi trató de relajarse estirando las piernas y aplicándose el pañuelo doblado a la herida.

—¿A qué parte de Times Square? —preguntó el taxista.

—A Times Square, esquina a la Séptima Avenida —contestó Carter, por decir algo.

La cortadura estaba dejando de sangrar. Carter hasta consiguió atarse el pañuelo con la ayuda de los dientes de manera que no se viese la sangre por la parte de afuera. Entonces pagó al conductor con dos billetes de un dólar que llevaba preparados en la mano izquierda.

—Quédese la vuelta.

Fue a pie a la Quinta Avenida y cogió otro taxi.

—¿Me puede llevar a Jackson Heights? —preguntó Carter, recordando que los conductores no estaban siempre dispuestos a ir allí desde Manhattan.

—Está bien —dijo el taxista—. ¿A qué parte?

—Yo se lo indicaré cuando lleguemos.

Carter se inclinó hacia adelante al llegar a Jackson Heights y le dijo al taxista que torciese a la derecha, luego a la izquierda y, finalmente, que parase. Era un cruce en el que había varios restaurantes y un bar, y Carter sabía que no estaba a más de cinco minutos a pie de la casa de Gawill. Pagó al taxista y se dirigió a casa de Gawill. En ese momento eran las once menos cuarto.

Se detuvo entonces en una calle oscura y pensó que, en realidad, no tenía por qué ir a casa de Gawill, que debía marcharse en otro taxi a la suya, esta vez sin tener que cambiar a mitad de camino. Sin embargo, comprendió que no podía irse a su casa ahora. Estaba demasiado nervioso. No se sentía capaz, ni siquiera, de llamar a Hazel y decirle que volvería pronto. Carter se encaminó entonces hacia casa de Gawill parándose en una tienda de vinos, que estaba a punto de cerrar, a fin de comprar una botella de Johnny Walker.

Me quedaré media hora, se dijo. Claro que Gawill podría estar enfadado y no dejarle entrar a esa hora: de ser así, le tiraría la botella de whisky y se marcharía. Podía suceder también que se quedase más de media hora. No era posible saberlo de antemano. Se desató el pañuelo y se miró la mano bajo una farola. Tenía una pequeñísima cortadura en forma de V entre el final del dedo meñique y la muñeca. Un diente de O’Brien, o algo así, le había producido una incisión en la piel. A través de la cortadura se veía ahora que tenía mucha callosidad. El corte era profundo pero, en verdad, muy pequeño y había dejado de sangrar.

Gawill no respondió al timbre del portal, a pesar de lo cual Carter cogió el ascensor y llamó al timbre de la puerta. Al cabo de unos momentos oyó las lentas pisadas de Gawill, y Gawill abrió la puerta en pijama y bata.

—Vienes tarde —dijo Gawill.

—¿Demasiado tarde? Te traigo whisky.

Gawill sonrió levemente.

—Has cumplido tu promesa. Está bien, entra para tomarte una última copa. ¿Qué te ha hecho retrasarte?

—Cené con gente de la oficina —dijo Carter—, y nos quedamos charlando, ya sabes lo que pasa en estos casos.

Gawill se puso a servir las copas en la cocina. Se oía el agradable gorgoteo del líquido al salir de la botella llena. Carter observó, casi con agrado, la habitación desordenada, fea, masculina, en torno suyo. Gawill entró con los vasos servidos.

—Bueno, ¿qué es lo que tenías que contarme? —preguntó Gawill.

Carter levantó el vaso hacia Gawill, como para brindar, antes de beber; luego se tomó medio vaso de golpe. Se había quitado el abrigo y se hundió pesadamente en la butaca.

—Me preguntaste sobre Hazel —dijo Carter cruzando las piernas—. Quería decirte únicamente que nos llevamos divinamente.

Gawill no dijo nada, pero Carter comprendió que le creía.

—Bueno, brindemos por ello. Por la felicidad matrimonial —dijo con acritud, y empezó a beber.

Carter bebió también y apuró su vaso.

—Ha debido de ser una fiesta abstemia a la que has ido esta noche —dijo Gawill.

Carter sonrió.

—Una cena china. Mucho té, pero… —se puso de pie y se fue a la cocina—. Espero que no te importe que me sirva otra.

—Qué va —dijo Gawill.

Bajo el grifo, y mientras llenaba el vaso con agua, Carter se limpió la sangre que tenía alrededor de la uña del dedo pequeño. La cortadura en forma de V estaba ya seca y tenía buen aspecto, era como una boquita ñoña o la V de la victoria. Carter sacó el pañuelo manchado de sangre del bolsillo y vaciló entre meterlo en una lata vacía del cubo de la basura o tirarlo por el vertedero que comunicaba con el incinerador de basuras, pero decidió tirarlo por el vertedero. Lo abrió y lo volvió a cerrar sin hacer ruido.

—Ostreicher me ha dicho hoy algo que creo que debo contarte —dijo Carter al volver al cuarto de estar—. Tienen todo el material que Sullivan estaba recogiendo sobre ti y les ha impresionado mucho, como posible motivo de que quisieses quitar a Sullivan de en medio.

—¡Esa mierda otra vez! —exclamó Gawill poniéndose de pie.

—Eso es lo que me han contado y, con ello, a mí se me quita un peso de encima, pero me parece que es muy comprometedor para ti y para O’Brien. ¿Qué vas hacer con O’Brien? ¿No crees que es un peligro para ti?

—Escucha, por amor de Dios —balbuceó Gawill gesticulando de tal manera que parte de su whisky fue a parar al suelo—. De una vez para siempre te diré que… Drexel se llevó la mayor parte del dinero. Se llevó la mitad por lo menos. Él se quedó con la mitad y Wally Palmer con la otra mitad.

Carter parpadeó. Drexel. Ese beato decrépito que se parecía a un segundo Jefferson Davies, Drexel cuya reputación estaba tan fuera de toda duda que apenas le habían interrogado y que, cuando le habían hecho declarar, no había sido acerca de su posible complicidad, sino para que hablase, únicamente, sobre la personalidad de sus empleados. Drexel, que había tranquilizado su conciencia pagando a Carter una fracción de sus honorarios, y que había continuado, después del desastre del colegio, construyendo un par de cosas más en el mismo Estado. Drexel, que ni en el lecho de muerte, si es que su ataque le dio tiempo para ello, había sentido la necesidad de confesar. Sullivan jamás había emitido una palabra de sospecha sobre él.

—Bueno —dijo Carter sintiendo que se le iba la cabeza ligeramente—, no es de extrañar que no pudiesen dar con el paradero de todo ese dinero, la mitad de doscientos cincuenta mil dólares…

—Drexel puso a buen recaudo buena parte…

—Sullivan, desde luego, no lo sabía. ¿O sí lo sabía?

—No, Sullivan no lo sabía —dijo Gawill.

—¿Por qué no se lo dijiste a Sullivan, especialmente después de la muerte de Drexel? Hace meses que murió.

Gawill se derrumbó en el sofá de nuevo pero, luego, se inclinó hacia delante.

—Te diré por qué. Quería disfrutar del fracaso de Sullivan. Quería… vaya, quería matarle. Eso ya lo sabes tú.

Sí, Carter lo sabía. Gawill era un loco tan especial, que había querido continuar azuzando el fuego de su odio dejando que Sullivan continuase haciendo averiguaciones sobre él.

—Pero, Greg, tú también tienes que haber sacado algo del asunto de Triumph. ¿No sabía Drexel que tú sabías que estaba robando dinero?

—¡Oh! A mí me dieron unas migajas. ¡Calderilla! ¡Nada más que calderilla! Era como si Wally fuese un millonario que me invitaba a ir de vacaciones con él y que me pagaba las cuentas en Nueva York. Eso sucedía algunos fines de semana. ¿Ya eso llamas tu sacar algo? —preguntó Gawill retóricamente con resentimiento.

Carter no pudo por menos de sonreír.

—¿Por qué no les apretaste las clavijas para sacar más, a Palmer, y a Drexel también?

Gawill hizo un gesto como para indicar que se acordaba que no le había sido posible hacerlo.

Drexel y Palmer habían tenido algo con que callar a Gawill, naturalmente. Eso era lo más probable.

—No importa. Lo comprendo —dijo Carter, y miró al teléfono que, en ese momento, empezó a sonar. Carter preguntó rápidamente—: ¿Dónde estuviste esta noche, Greg?

Gawill detuvo la mano en el momento en que iba a coger el teléfono.

—¿Yo? Estuve en un bar viendo un campeonato de lucha en la tele.

—Tú estuviste conmigo. Toda la noche.

—¡Ah! —exclamó Gawill con desasosiego.

El teléfono sonó por tercera vez.

—Nos encontramos en el bar. Tú te viniste a casa primero y yo vine un poco después con una botella de whisky.

—¿Un poco después? ¿Qué es todo esto? —preguntó Gawill, arrugando el entrecejo.

—Contesta al teléfono.

Gawill retiró la mano con la que iba a coger el teléfono llevándosela hasta el regazo, luego la volvió a extender y cogió el auricular.

—¿Diga?

Carter no oía más que una voz masculina. Observó la cara de Gawill.

—Sí, sí; ¡ah!, sí —con el semblante tenso y turbado Gawill miró a Carter—. No, no. Sí, estaré aquí. De acuerdo —colgó—. O’Brien ha muerto —sus ojos oscuros parecían empequeñecerse a medida que se daba cuenta de la verdad—. Y tú lo mataste.

—Evidentemente, o tú o yo le hemos matado. Pero, Greg, sería mejor que no lo hubiésemos matado ninguno de los dos y, por tanto, es mejor que hayamos estado juntos esta noche. A Hazel le contaré una mentira sobre la cena de la oficina y que, en su lugar, vine a verte. Nos encontramos en el bar. ¿Había mucha gente?

—Sí.

—¿Dónde es?

—En el Jackson Heights Boulevard. No es el de O’Brien, pero no sé cómo se llama. Ah, sí, Roger’s Tavern.

—Vale. ¿Qué ha sido de tu sabueso esta noche? ¿No hay abajo un policía? —Carter se puso de pie súbitamente y miró hacia la puerta, luego miró a Gawill—. No he visto ningún coche de la policía al entrar, claro que no me he fijado bien.

Gawill se enjugó el sudor de la frente y se pasó la mano por debajo del cuello del pijama.

—¿Por qué mataste a O’Brien? ¿Te estaba chantajeando?, y eso, ¿por qué?

—Sullivan ha muerto, ¿no es cierto? ¿Qué más te da el porqué? Sí, yo maté a O’Brien. ¿Quieres que diga que vi al hombre pagado por ti bajando las escaleras apresuradamente en el preciso momento en que yo entraba en casa de Sullivan? Tú no querrás que cuente que habías proyectado matar a Sullivan, ¿verdad?

—¡Je… sús! —gritó Gawill tapándose la cara con las manos, de una forma que era característica en él, y que parecía indicar que se daba cuenta de que había vuelto a picar por incauto y que le estaban torturando.

Carter le sonrió. Encendió un cigarrillo.

—No tienes alternativa, Greg. Yo tampoco. Pero podemos llegar a un acuerdo. Es otra persona la que mató a O’Brien, quizá alguien a quien debía dinero, pero no nosotros.

—¡Jesús! —repitió Gawill más tranquilo a través de las manos.

—¿Trato hecho?

Sonó el timbre del portal de Gawill.

Gawill se levantó, se dirigió pesadamente hacia la cocina y apretó el portero automático, volviendo con su pesada forma de andar.

—¿Cuándo fuiste al bar esta noche? —preguntó Carter sin saber si la respuesta de Gawill sería negativa, hostil o positiva.

—A las ocho y media —dijo Gawill, mirándole con desamparo.

Carter pensó que la balanza de su destino empezaba a oscilar, y añadió en un tono más tranquilo:

—Yo me reuní contigo hacia las ocho y media. Te llamé hacia las seis y media de esta tarde para citarnos —el timbre de la puerta empezó a sonar al pronunciar las últimas palabras—. ¿Estabas en casa a las seis y media?

—Sí —dijo Gawill dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron Ostreicher y un agente de policía al que Carter no había visto nunca.

—Vaya, señor Carter —dijo Ostreicher—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Carter.

—Ya veo que el señor Gawill está preparado para irse a la cama.

—A esta hora es lo normal —dijo Gawill.

Ostreicher y su acompañante no se sentaron. Ostreicher se las arregló para poder observar los rostros, tanto de Carter como de Gawill, al decir:

—Señor Carter, usted se habrá enterado ya de la noticia. O’Brien ha aparecido asesinado esta noche en el Oeste de la ciudad. Le han matado a golpes.

Carter no dijo nada, no hizo más que mirar a Ostreicher. Tenía un vaso a medio beber en la mano derecha con el dedo meñique por debajo.

—¿Dónde estaban ustedes dos esta noche hacia las once? A ver, señor Carter.

—Hacia esa hora andaba por el Jackson Heights Boulevard, me parece. Pasé parte de la tarde y primeras horas de la noche con Gawill.

—¿Qué parte?

—Desde las ocho y media hasta alrededor de las diez y media, no estoy seguro.

—Hasta las diez y media y, ¿entonces se separaron? —preguntó Ostreicher—. Agente, tome nota de esto.

El agente se apresuró a sacar el bloc y el bolígrafo.

—Estuvimos un rato en un bar charlando —dijo Carter—. Después, Gawill se marchó. Pero, yo no había terminado de comentar lo que habíamos hablado, así que compré una botella de whisky y me vine.

Ostreicher abrió un poco la boca pero no dijo nada. Miró a Carter, luego a Gawill, y viceversa, como si estuviese pensando que lo que tenía que haber hecho era preguntarles por separado dónde habían estado.

—¿Y usted, señor Gawill, dónde estuvo?

—Me marché del bar alrededor de las…

—¿Qué bar?

—Roger’s Tavern —dijo Gawill, y se llevó a la boca un cigarrillo. Estaba también de pie—. Me vine a casa alrededor de las diez y media, me parece, pero no lo sé seguro. Pregunte al guardia que está abajo. Él lo sabrá. ¿O es usted el guardia? —preguntó al agente que escribía, pero el policía no hizo más que mirarle y no dijo nada.

Ostreicher le dijo al agente:

—¿A qué hora entró?

El agente miró otra hoja de su bloc:

—A las diez y cuarto —dijo.

—¿Y Carter?

El agente volvió a mirar y se encogió de hombros como disculpándose.

—Lo siento, no apunté la hora de llegada de este caballero.

Ostreicher se mostró enojado.

—¿A qué hora vino a Jackson Heights, señor Carter?

—Hacia las ocho y media —dijo Carter.

—¿De qué habló con Gawill?

—¿De qué cree usted que iba a hablar con Gawill? —dijo Carter.

Los ojos azules de Ostreicher brillaron al mirar a Gawill.

—¿A quién contrató usted para matar a O’Brien, Gawill, y cuánto le pagó? ¿O no le pagó?

—¡Déjeme en paz con eso! —le contestó Gawill gritando.

—¡Un cuerno que le voy a dejar en paz! Esta vez sí que no. Esta vez va a pasar unos días encerrado. Y también algunas noches.

—Yo no sé quién mató a O’Brien, y además me tiene sin cuidado quién lo hizo, así que de mí no va a sacar nada en limpio —replicó Gawill.

Carter sintió admiración por él en ese momento.

Ostreicher parecía derrotado. Se dio la vuelta y murmuró algo al agente, que estaba todavía escribiendo, y el agente asintió con la cabeza. Entonces, Ostreicher se dirigió al teléfono y lo cogió. Marcó un número y ordenó secamente a quien lo contestó «dile a Hollingsworth que se quede». Ostreicher colgó el teléfono y se volvió hacia Carter y Gawill:

—Vístase, Gawill. Vamos al bar donde han estado.

Gawill se puso en movimiento y entonces miró el reloj.

—Es de los que cierran pronto. Cierran hacia las doce y media.

—Ya encontraremos a alguien —replicó Ostreicher.

El bar estaba cerrado cuando llegaron en el coche de la policía. Ostreicher entró en otro bar más grande, más abajo, que estaba todavía abierto, probablemente para telefonear al que estaba cerrado y apagado por si contestaba alguien, o quizá para preguntar el nombre del propietario, que Gawill no sabía, o no quiso decir cuando se lo preguntó Ostreicher. Volvió al cabo de cinco minutos.

—Vamos a la comisaría —dijo Ostreicher al agente que conducía.

Tan pronto como llegaron, Carter preguntó si podía telefonear a su mujer. Ostreicher dijo que sí, pero se quedó groseramente a tres pies de distancia de Carter mientras llamaba desde el mostrador, para poder oír lo que decía.

—¿Dónde estás? —pregunto Hazel.

—Estoy bien —dijo Carter, sin sonreír, pero en un tono de inconfundible alegría—. No puedo hablar contigo porque no estoy solo, pero estoy bien y no quiero que te preocupes —no, que no se preocupase, aunque esa noche le moliesen a palos. Podía aguantarlo, estaba bien y finalmente volvería a casa.

Ostreicher los tuvo levantados hasta las cuatro de la mañana, interrogándoles separadamente por turnos. Carter no volvió a ver ni una sola vez a Gawill después de llegar a la comisaría. Hacia las tres de la mañana, Ostreicher empezó a tener un aire de derrota tan evidente, como que sus preguntas se repetían. Después empezó a simular que Gawill se había derrumbado.

—Gawill ha dicho que usted se negó a pagar a O’Brien de su parte, aunque él le había prometido que le reembolsaría el dinero más tarde. Usted iba a pagar para ayudar a Gawill a salir de este lío. ¿A quién iba usted a pagar, Carter? Lo averiguaremos y relacionaremos a esa persona con usted, de la misma manera que relacionamos a Gawill con O’Brien. ¿Por qué retrasarlo?

—¿Por qué razón iba yo a ayudar a Gawill? —Carter estaba sentado tranquilamente en una silla, con los brazos y las piernas cruzados. Era un interrogatorio versallesco comparado con las experiencias del penal, comparado con el hecho de haberle colgado de los dedos pulgares—. Está usted perdiendo el tiempo —dijo Carter pausadamente. Estaba preparado (al menos mentalmente) a quedarse levantado el resto de la noche, todo el día siguiente, mientras Ostreicher durmiese, y toda la noche siguiente, aguantando a Ostreicher de nuevo. Y estaba seguro de que Gawill no se había derrumbado, pues, de ser así, Ostreicher haría sus afirmaciones con más convicción, quizá, incluso subrayadas con un puñetazo en las costillas. Carter se sentía muy seguro teniendo a Gawill como socio, en estas circunstancias, pues Gawill estaba decidido a protegerse.

—Usted es el que está perdiendo el suyo. Yo no pierdo el mío —dijo Ostreicher, y esto le recordó a Carter súbitamente los servicios religiosos de los domingos por la mañana en el penal: Aquí no perdéis el tiempo porque podéis aprovecharlo para meditar sobre

Carter le miró fijamente a los ojos.

Un poco después, Ostreicher le dejó por aquella noche. A Carter le condujo un agente, que había estado sentado con él mientras Ostreicher estaba con Gawill, a una celda al fondo del vestíbulo, donde, sobre una cama empotrada en la pared, le habían colocado un pijama gris con el mismo esmero con que lo hubiera hecho una doncella. No había más que agua fría en el único grifo del lavabo, pero el retrete estaba impecablemente limpio; la celda era como la habitación de un hotel comparada con las que Carter había conocido en el penal. Carter seguía sin tener noticias de Gawill, pero estaba seguro de que también estaba pasando la noche en un lugar próximo.

No ocurrió nada hasta las diez de la mañana, en que Ostreicher apareció con dos hombres que Carter no había visto nunca; eran el propietario y el barman de Roger’s Tavern. Ambos dijeron que no habían visto a Carter en el bar, pero que les podía haber pasado inadvertido. No conocían a Gawill de nombre, pero sí le conocían de vista porque había estado allí «algunas veces». Carter estaba delante cuando Ostreicher enfrentó a Gawill con los dos individuos, para preguntar a estos si se acordaban de haber visto a Carter y a Gawill juntos.

—No me acuerdo —dijo el barman, sacudiendo la cabeza—, pero había tal gentío anoche viendo la lucha, que algunas personas venían personalmente a coger las copas para llevárselas a sus amigos a la mesa.

—¿Le recuerda pidiendo anoche dos copas en algún momento? —preguntó Ostreicher, señalando a Gawill con un movimiento de cabeza.

El barman se mojó los labios y dijo con cautela «la verdad, francamente no, pero podría estar equivocado. Lo que quiero decir es que había tanta gente que delante de la barra se formó una fila de tres en fondo, y, claro, como comprenderá, no quiero hacer alegaciones que puedan comprometer a nadie. Sencillamente no me acuerdo».

Muy bien hecho, pensó Carter. Un excelente partidario del lema del ciudadano medio: no te comprometas en nada.

El propietario tampoco recordaba si Gawill había pedido dos copas. Según dio a entender, él había pasado gran parte de la velada en un rincón, en la parte trasera del local, con dos antiguos compañeros.

—Está bien —dijo Ostreicher a los dos—. Quizá tengamos que volver a hablar con ustedes otra vez.

Dicho esto, despidió a los dos hombres.

Después Ostreicher habló con Carter a solas en la celda de este. Carter vestía su propia ropa pero estaba en mangas de camisa.

—Volvamos a hablar de la noche pasada —dijo Ostreicher—. He visto a su mujer esta mañana. Me ha contado que usted le había dicho que iba a salir con unas personas de su oficina. ¿Por qué mintió?

—Porque sabía que le preocuparía saber que iba a ver a Gawill.

—¿Por qué le preocuparía? Usted había ido a verle otras dos veces.

—Gawill no es amigo mío. Anda con gente de mala calaña y mi mujer se quedó preocupada cuando le dije que había ido a verle.

—¿Y por qué dijo que le había visto? ¿Por qué motivo?

—Para saber si admitía que había contratado a O’Brien. Pensé que, aunque hubiese mentido a la policía, yo podría averiguar si había dicho la verdad o no.

Ostreicher entornó los ojos.

—Pero ¿qué podría usted remediar con eso?

Carter miró a Ostreicher con la misma astucia e irritación.

—¿Acaso no es interesante saber la verdad, aunque no se remedie nada con ello?

—Su mujer dijo que había averiguado, satisfactoriamente para usted, hace días, que Gawill había contratado a O’Brien. ¿Por qué quiso usted verle anoche?

Carter estaba sentado en el borde de su duro camastro.

—Quería saber más detalles, como, por ejemplo, cuánto pagó, o prometió pagar Gawill a O’Brien. Gawill nunca me confesó que hubiese contratado a O’Brien. Me lo negó. Pero yo creía que lo había hecho, y eso es lo que le dije a mi mujer. Mi idea era que si podía presionarle un poco más para que pagase la cantidad que había prometido, yo podría salir de este lío.

—¡Ah! Admite usted que está metido en un lío —dijo Ostreicher.

—Naturalmente.

—Pues ahora está metido en un lío mayor. Supongamos que Gawill contrató a O’Brien pero que fue usted, en realidad, quien mató a Sullivan. Si usted lo hizo, y O’Brien lo sabía, este estaba en una situación muy ventajosa para chantajearle. ¿Acaso no es verdad que estaba tratando de hacerle un chantaje, señor Carter, y que usted decidió darle muerte? ¿Y que lo hizo? ¿No se citó O’Brien con usted?

—No —dijo Carter.

—¿Anoche?

—Como podrá comprobar yo no he sacado dinero de mi Banco. Averígüelo si quiere.

—Tampoco han sacado dinero del de Gawill. Usted no lo habría sacado si pensaba matarle.

—Yo no pensaba matarle. Él era una pesadilla para Gawill, pero no para mí —Carter separó las manos y luego las dejó caer relajadamente entre las piernas. Cogió un cigarrillo con parsimonia, el último que le quedaba, dándose cuenta de que tenía aspecto tranquilo y sereno. No obstante, se alegraba de que Ostreicher no le hubiese aplicado ahora en el pecho el detector de mentiras. Ahora las cosas eran diferentes de como habían sido durante la entrevista de hacía tres semanas. Ahora a Carter le importaba lo que pudiese pasar. Devolveré la justicia que se me ha hecho, pensó para sus adentros. Las palabras le cruzaban la mente sin saber de dónde procedían, y miró a Ostreicher fijamente.

—¿Qué pidió en ese bar anoche? —preguntó Ostreicher.

—Whisky con agua.

—¿Cuántos?

—Creo que dos, pero a lo mejor fueron tres.

—¿Quién los pagó?

—Me parece que pagamos una ronda cada uno —dijo Carter.

—¿Quién fue a buscarlos?

¿Qué habría dicho Gawill a Ostreicher?

—Yo pagué una ronda en la barra, me parece.

—¿Le parece?

—Gawill pagó otra, quizá trajese el camarero las copas, no lo sé. Estaba muy lleno, había ruido y era un mal sitio para hablar. Esa es la razón de que volviese a ver a Gawill.

—Después de haberse precipitado a Nueva York a encontrarse con O’Brien hacia las once y de haberle matado, ¿volvió rápidamente entonces?

Con mucha calma, Carter tiró la ceniza al suelo.

—No.

—¿Acaso no sabía Gawill el motivo? ¿No era esa la razón por la que no iba a pagar a O’Brien?, y ¿no se pusieron de acuerdo para tener usted una coartada anoche si mataba a O’Brien?

Carter frunció el ceño.

—Gawill se quedó tan sorprendido como yo cuando supo que O’Brien había muerto. ¿Por qué no hace averiguaciones con los conductores de taxis, si cree que hice todos esos viajes relámpago?

—Ya las hemos hecho. Puede aún surgir algún taxista que nos proporcione la información exacta. Los taxistas que trabajaron anoche están casi todos durmiendo esta mañana.

Eso no le preocupaba a Carter.

—Volveré dentro de un rato —dijo Ostreicher, saliendo y cerrando la puerta enrejada. Ostreicher hizo una señal y apareció un guardia que echó la llave a la cerradura.

—¿Puedo llamar a mi mujer? —preguntó Carter al guardia.

A Carter no le estaba permitido hacer más llamadas personales, después de la que había hecho ya, pero sí podía llamar a un abogado si lo deseaba.

—Haré eso —dijo Carter—. Mientras tanto, ¿podría, por favor, traerme una cajellita de «Pall Mall»? —y entregó una moneda de cincuenta centavos entre los barrotes.

El guardia la cogió y se marchó. Volvió al cabo de cinco minutos con la cajetilla y quince centavos de cambio. Carter telefoneó entonces a uno de los tres abogados que le sugirió el sargento de la comisaría, y concertó una entrevista con él para aquella tarde. Carter sabía que, si le concedían la libertad bajo fianza, esta sería demasiado cuantiosa como para poder pagarla; tampoco le interesaba mucho la intervención del abogado, pero lo quería nombrar porque era lo acostumbrado. A las dos de la tarde llegó el barbero para afeitarle, y el abogado poco después. El abogado, Mathew Ellis, era un hombre alto y gordinflón, de unos treinta años, con un bigotito negro. Habló con Carter en la celda durante veinte minutos y le aseguró que, si no se descubrían más pruebas contra él, no podían tenerle detenido durante más de otras cuarenta y ocho horas. El abogado le prometió que llamaría a Hazel para explicarle la situación, pero no podría conseguir autorización para que fuese a verle. Carter había preguntado esa mañana, primero al guardia, luego al sargento, si su mujer podía visitarle y el sargento le había respondido negativamente, probablemente, pensó Carter, por orden de Ostreicher.

Cuando ya eran las tres, a Carter le empezó a intrigar si habrían estado interrogando a Gawill todo ese tiempo y, en tal caso, si Gawill habría tenido la suficiente presencia de ánimo como para no contar lo que habían hablado la noche anterior: es decir, si Gawill había contratado o no a O’Brien y la preocupación de Carter por la situación en que se encontraba. O si, por el contrario, habría contado lo que oficialmente habían hablado, que era lo que Carter había dicho a la policía que habían hablado delante de Gawill. Carter pensó que Gawill trataría de que el statu quo siguiese siendo el statu quo mientras fuese posible. Pues, si Gawill hablaba, se metería en un lío, un lío no tan grande como el de Carter, pero un lío al fin, y Gawill tenía la intención de defenderse. Aunque Gawill había sentido un enorme odio hacia Sullivan, nunca se había atrevido a asestarle él mismo el golpe, sino que había buscado a otra persona para que lo hiciese en su lugar.

Carter estaba fumando tumbado de espaldas y mirando al techo. Usaba como cenicero una jabonera de porcelana. Volvió entonces a pensar en las palabras que se le habían pasado por la mente cuando hablaba de Ostreicher: … la justicia que se me ha hecho. Pues bien, justicia no era la palabra idónea para todo aquello. El ojo por ojo se parecía más a lo que había sentido y, sin embargo, no era eso tampoco porque, en principio, no creía en ello. En principio, el haber matado a Sullivan era un acto vil, cometido en un momento de furia. Y el hecho de que no tuviese ningún sentido de culpabilidad lo empeoraba, en principio, y de hecho. El matar a O’Brien había sido un acto calculado a sangre fría para librarse de un acto igualmente vil. Carter admitía, ante sí mismo, que ambos actos eran viles, no obstante, no tenía remordimientos de conciencia —o si los tenía eran mínimos— ni por ninguno de ellos, ni por los dos juntos. Lamentaba que, uno y otro, hubiesen tenido que suceder, pero también lamentaba que Hazel hubiese sido la amante, y que hubiese continuado siéndolo, de Sullivan. Carter apoyó las piernas en el suelo y se puso de pie. ¿Y habría otra víctima, y después otra? ¿Es que cada vez que sintiese rencor hacia alguien, o el deseo de ver desaparecer a alguien, lo iba a matar como un salvaje? Carter miró al espejo que había sobre el lavabo, aunque no lo tenía enfrente, y el espejo le devolvió la imagen de los barrotes de la puerta de su celda. Estaba seguro de que no volvería a matar. En buena lógica, no podía estar seguro de ello, pero sabía que sería así. Porque si Hazel volvía a traicionarle de alguna manera con alguien, preferiría sencillamente matarse él.

El guardia se aproximó a la puerta.

—Una carta para usted —dijo, metiéndola entre los barrotes.

Carter la cogió y la abrió. Era del abogado que decía que había hablado con Hazel por teléfono. «Le envía un abrazo, le pide que no se preocupe por ella y que vendrá a verle tan pronto como se lo permitan». Había todo un mundo de intenciones en el «que no se preocupe por ella». Carter sonrió y le invadió una nueva fuerza.

La iba a necesitar para esa tarde. Ostreicher volvió justo después de las cinco, cuando acababan de servirle la cena en una bandeja.

—Debe entregarse, Carter. Gawill ha cantado la gallina finalmente —dijo Ostreicher—. Ayer no le vio hasta cerca de las doce. Usted no estuvo con él en ese bar. Usted mató a Sullivan porque O’Brien no lo hizo. Usted llegó allí, al lugar del suceso, antes que O’Brien, si es que O’Brien llegó. Usted…

Carter se cerró mentalmente, y, finalmente, casi cerró los oídos. No lo creía, no creía que Gawill lo hubiese contado. Y si Gawill lo había hecho, ¿qué podía perder ahora por negar la verdad que había en todo ello? Carter respiró profundamente, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa: de esta manera su camisa se parecía más a la de la cárcel. Miró a Ostreicher con calma, con la inexpresividad y con la neutralidad que eran la mejor expresión para la cárcel, pues ocultaban las emociones y antagonizaban en el menor grado posible a la gente, además de ser una forma de ahorrar energías.

Después de media hora, se trasladaron a una habitación de abajo desprovista de muebles, a excepción de un pequeño escritorio marrón y dos sillas. Carter se sentó en una silla y Ostreicher en otra. La luz del techo no se balanceaba, pero era potente y tenía encima una amplia pantalla blanca pintada también de blanco en su cara interior. En primer lugar, Ostreicher hizo una descripción con trazos muy sombríos del modo de ser de Carter, aunque la descripción empezó en los días de su condena y era en su mayor parte producto de la imaginación de Ostreicher: expuso las consecuencias que se derivan de haber estado en relación con gente de mala calaña durante seis años enteros, los efectos desmoralizadores de la morfina, a la que Carter se había aficionado como se aficionan todas las personas de carácter débil, lesionando primero el cerebro y luego la fuerza moral o lo que de ella quedase. Después, Carter había mantenido, como ocurre al hombre sin nervio que ha perdido el amor propio, una amistad enfermiza y falsa con el hombre que se acostaba con su mujer, también había aceptado un empleo de él y, finalmente, con la mentalidad propia del delincuente, había permitido que sus relaciones desembocasen en asesinato. Había gravitado hacia Gawill, un «compañero de chanchullos» en el fraude de Triumph y, aunque Carter negaba ahora su amistad íntima con él, se había drogado dos veces en casa de Gawill y no había denunciado lo de la droga a la policía. Al final, con la misma fría premeditación, había asesinado a la única persona de quien no se podía fiar, Anthony O’Brien. Carter había pensado, dijo Ostreicher, que podía fiarse de Gawill, pero entre delincuentes no existía el sentimiento del verdadero honor.

Y tú eres la piedra sobre la que edificaré…, pensó Carter mientras, como también se entretenía en pensar en cosas triviales y en lugares comunes. Su piedra era Hazel, y aunque algo resquebrajada y averiada como él, todavía estaba ahí lo suficientemente firme como para agarrarse a ella, a pesar de yo no soy más que una piltrafa, pensó Carter, mirando fijamente, y con la cabeza algo agachada, a Ostreicher.

—Usted no responde a nada de lo que le digo, ¿no le parece, Carter? —añadió Ostreicher.

Carter replicó pausadamente:

—Lo que está diciendo no son preguntas. ¿Qué es, por lo tanto, lo que espera que conteste?

—Todo hombre normal replicaría, negaría o admitiría lo que estoy diciendo, pero usted se queda sentado tan tranquilo con la cara de palo del delincuente que es usted.

Carter podría haber sonreído ante esto, pero no lo hizo, y no le costó ningún esfuerzo el no hacerlo, era completamente normal. Los guardias del penal le habían llamado lo mismo, con diferentes palabras, cuando no llevaba encarcelado más que unas semanas, antes de que le colgasen.

—No admito nada de lo que está diciendo, y no tengo más que añadir a lo que ya he dicho.

—¿Dónde cree que le va a conducir todo esto, si Gawill ya me ha contado la verdad? —Ostreicher se sonrojó y amenazó a Carter con el dedo.

—Dudo mucho que le haya contado todo esto porque no es verdad —dijo Carter.

Carter y Ostreicher estuvieron encerrados juntos en la habitación hasta después de las once, sin más interrupción que una pausa de veinte minutos hacia las nueve, en la que Ostreicher probablemente salió para tomar algo. Hacia las diez, Carter sintió hambre, pero no dijo nada. Tenía también sueño a fuerza de oír las mismas preguntas y la historia del alegato de Gawill. Carter, en realidad, no vaciló nunca, aunque hubo un par de veces en que empezó a creer que Gawill se había derrumbado y había hablado pero, cuando esto ocurría, Carter se acordaba de que nada tenía que perder, y todo que ganar, manteniendo su historia; y así lo hizo. No hubo golpes y no había porras de goma a la vista.

—Ya sabe, Carter, lo que hacemos con las personas como usted —dijo Ostreicher cuando estaban a punto de terminar, cuando Ostreicher tenía ya aire de cansado y llevaba la corbata torcida—. No les dejamos descansar. Acabamos con su carrera —o lo que queda de ella— les…

—Me gustaría que publicase esa historia que dice que le ha contado Gawill —dijo Carter mientras se ponía de pie, al mismo tiempo que Ostreicher, con las manos en los bolsillos, apretujando su corbata enrollada con la mano derecha—. Cuando salga de aquí la buscaré en los periódicos.

A pesar suyo, Ostreicher se mostró molesto ante esa declaración, pero no hizo ningún comentario.

Carter durmió como un leño, aunque le dolían los pulgares y no había tomado ninguna píldora desde hacía más de veinticuatro horas.

A la mañana siguiente, que era domingo, algo antes de las once, Mathew Ellis se dirigió hacia la puerta de Carter sonriendo y dijo:

—Su mujer está aquí. Dentro de un rato se puede ir a casa.

Carter se colocó junto a los barrotes buscándola con la mirada en el lado de la izquierda del vestíbulo, donde estaba la puerta de la comisaría. Un guardia se dirigió hacia él seguido de Hazel, que iba a pelo. Llevaba en los brazos un paquete de papel marrón. Al verle sonrió levemente. Sus ojos estaban más sonrientes. Sus ojos le hablaban. Carter retiró las manos de los barrotes y se mantuvo derecho mientras el guardia abría la puerta.

—Te traigo una camisa limpia —dijo Hazel.

—Muchas gracias, amor mío —la abrazó y las lágrimas se le agolparon en los ojos cerrados. Se acordó de la noche en que volvió a casa del penal.

—Todo se va a arreglar —dijo ella con mucha calma.

Algo en su voz impulsó a Carter a retirarse y mirarla, y entonces se dio cuenta de que Hazel sabía la verdad, sabía todo. Carter contempló a Mathew Ellis, que se mantenía en segundo término, y Ellis movió la cabeza y sonrió. Ellis, que sin duda no lo sabía, porque Hazel nunca se lo habría contado.

—¿Quiere ponerse la camisa primero? —preguntó Ellis, indicando con un gesto que les esperaría delante de la comisaría.

Hazel entregó a Carter la camisa blanca que sacó del paquete de papel marrón sujeto con alfileres, luego sacó de su cartera unas píldoras que tenía envueltas en un pedazo de papel encerado y esperó fuera de la celda mientras él se quitaba la camisa sucia. Carter rompió entonces la banda azul de papel de la lavandería que rodeaba la camisa limpia; lo rompió con un dedo que le dolía. ¿Habría salido Gawill? ¿O le tendrían encerrado unos días más? Gawill no hablaría nunca, no hablaría nunca a la policía que podía utilizar lo que dijese. Y Carter tuvo la seguridad, también, de que él y Gawill no tratarían nunca de volverse a ver, nunca volverían a cruzar palabra.

Carter no se tomó más que uno de los Pananods en el lavabo de la celda, recogiendo agua en el hueco de la mano, como había hecho muchas veces en el penal. Luego se estiró y abotonó la camisa tiesa y limpia, símbolo de una nueva vida. Se volvió hacia Hazel, que le estaba mirando y que quizá sintiese lo mismo que él —debía de ser así a juzgar por la forma en que le estaba mirando ahora— que los dos habían cometido tremendos errores, pero que quedaba algo que todavía podían salvar, y que valía la pena salvar. No habían destruido todo. Quedaba mucho todavía, incluso muchísimo, y todo iba a salir bien.

Al fin, Carter le devolvió la sonrisa.

Ostreicher pasó por delante en el momento en que Carter salía de la celda. Miró a Hazel, luego a Carter.

—No dejaremos de vigilarle, Carter.

—Ya lo sé —dijo Carter—. Ya lo sé.