¿Qué estaba haciendo la policía, se preguntaba Carter, además de esperar y girar los dedos pulgares? ¿Se tardaba tanto en investigar la cuenta corriente de Gawill, sus fuentes de ingresos, su propia cuenta? ¿Estaban esperando a que O’Brien se impacientase por no recibir el dinero y que atacase a Gawill? Esto era demasiado evidente y O’Brien no se arriesgaría. El silencio de todos, la tranquilidad que reinaba le pusieron nervioso a Carter. También se puso nerviosa Hazel. Las únicas personas para quienes esto era tranquilizador eran Jenkins, Field y Butterworth. La llegada de Carter todas las mañanas a las nueve podía constituir para ellos la garantía de que era inocente y que, por lo tanto, la policía le había dejado en paz.
—Francamente —dijo Butterworth a Carter—, esto parece haber sido un asunto entre Gawill, David y…
—Mi mujer —empezó a decir Carter por él.
—Sería más exacto decir entre Gawill y David Sullivan —Butterworth hablaba para tantear el terreno, pero era evidente que trataba de ser amable con Carter.
La policía se estaba concentrando en el móvil de Gawill, y a O’Brien se le mencionaba todos los días en los periódicos: la policía le interrogaba con frecuencia. «O’Brien, al ser interrogado hoy por la policía en su apartamento de Jackson Heights…». No se decía si O’Brien seguía de barman, pero desde luego no estaba detenido.
Entonces el viernes por la tarde, a las seis, justo cuando Carter acababa de llegar a su casa, O’Brien le llamó por teléfono. O’Brien se identificó inmediatamente.
—Puede colgar si oye entrar a su mujer —dijo O’Brien—. Desde donde estoy no puedo ver la casa, pero sé que no está ahí ahora. Señor Carter, necesito algo de pasta. Cinco mil dólares.
Carter lo adivinó tan pronto como oyó su voz.
—Sabe que este teléfono puede estar intervenido.
O’Brien vaciló un momento.
—¿Bueno, qué quiere decir con que puede? ¿Lo está?
—No lo sé. Usted no puede manejar dinero. La policía lo va a localizar tan pronto como lo reciba.
—Miau, qué va. No si es contante y sonante. Lo necesito el viernes, y usted ya sabe la contrapartida, señor Carter —O’Brien parecía estar muy decidido, muy seguro de sí mismo y resultaba hasta inteligente—. Sé que usted tiene esa pasta. Sáquela de uno de los Bancos.
Carter no dijo nada.
—Me citaré con usted en la calle —dijo O’Brien despacio y con mucha claridad—. En la Calle 10, esquina a la Octava Avenida del lado Noroeste, el viernes a las once de la noche. ¿Está claro? Usted trae la pasta, en billetes de cincuenta y de cien, y sea puntual, si no a las once y media me chivaré a la policía. Eso es todo, señor Carter —O’Brien colgó.
Carter colgó el teléfono y miró automáticamente hacia el cuarto de Timmie; la luz estaba apagada y la puerta abierta de par en par. ¿Dónde estaba Timmie? Colgó el abrigo. Cinco mil sería el principio, como decían las víctimas de chantajes, y si cogían a O’Brien con los segundos cinco mil, o incluso con los primeros, le preguntarían que de dónde los había sacado y diría que se los había dado Carter. Y, ¿por qué? O’Brien cantaría en cualquier caso. O’Brien no diría que se lo había pagado Gawill por el servicio prestado, porque Gawill negaría descarada y convincentemente esa historia. Además, Gawill deduciría inmediatamente la verdad, que Carter había pagado a O’Brien para que guardase silencio. Esto revelaría, naturalmente, que O’Brien había estado en casa de Sullivan, pero, si O’Brien no había cometido el crimen, la intención de Gawill de que Sullivan fuese liquidado no era más que una intención, o una intriga, pero no un hecho consumado.
Está usted en una situación difícil, señor Carter, se dijo a sí mismo. Sin embargo, se sentía muy tranquilo. Muy, muy tranquilo, pero sin saber qué pensar. No se le ocurría más que una idea ingenua, una fantasía: podía encontrarse con O’Brien y entregarle los cinco mil dólares diciéndole tranquilamente, amablemente, como si así lo sintiese: «Muy bien, Anthony, ahí lo tienes ya, pero que no se repita. Si sigues actuando fríamente y negándolo todo, ya sabes que los dos seguiremos en libertad. ¿Estás de acuerdo?». Pero un individuo como O’Brien no aguantaría esto durante mucho tiempo. Tendría la tentación de pedir más dentro de poco. Si a O’Brien no le tentase mucho el dinero, no se hubiese vendido como asesino. Carter sonrió haciendo una horrible mueca, como el hombre que se encuentra sumergido en un basurero hasta los tobillos.
Eran las 6,10. Hazel había dicho que quizá no volviese a casa hasta las siete, pues le quedaban algunas cosas sueltas que hacer en la oficina. Carter sabía que esto podía implicar que no llegase hasta las ocho. En la oficina de Hazel la estaban tratando con amabilidad. «Se están portando bastante bien», dijo Hazel evasivamente, cuando él le preguntó qué actitud había adoptado Ginnie Joplin, su benévola jefa, y el señor Piers, el visitador, y Fannie la secretaria. Evidentemente, nadie iba a dar un paso hacia delante para repudiarla por inmoral, eso no ocurría hoy en día, pero sí podían presumir de ser más decentes que ella, lo cual era peor; incluso podían hacer alarde de su manga ancha, mientras que, en secreto, la envidiaban. Y quedaba en pie un hecho, el hecho peor, que su marido había estado en la cárcel una vez, y que todos lo sabían. Aunque todos le conocían, incluso le habían presentado a Fannie una vez que fue a buscar a Hazel, y aunque él era un hombre de aspecto afable, en realidad, como todo el mundo, todos debían de pensar ahora que era un hombre duro por debajo, a quien el matar a alguien, en las actuales circunstancias, no le haría inmutarse. Por eso, porque su trabajo estaba algo en el aire, Hazel se quedaba a trabajar hasta tarde.
—¡Que se vayan a la mierda! —dijo Carter y entró en la cocina para servirse una copa.
Mientras se la estaba sirviendo se abrió la puerta y él se dirigió con el vaso hacia la sala de estar creyendo que era Hazel; pero era Timmie.
Timmie levantó la vista con timidez y se quitó la gorra.
—Hola —dijo.
—¿Qué hay? ¿Dónde has estado?
—Salí a comprar tinta y me encontré con Stephen, y nos fuimos a dar un paseo —Timmie esbozó una sonrisa. Tenía chocolate en la comisura de los labios y sacó la lengua para limpiarse la marca de color marrón.
Carter sonrió.
—¿Desde cuándo andas tú por los drugstores?
Timmie agachó la cabeza al dirigirse hacia su cuarto, pero iba sonriendo. De pronto, se detuvo y se volvió diciendo:
—¿No está mamá en casa?
—Todavía no ha llegado. Dijo que vendría un poco tarde.
Timmie siguió, encendió la luz, pero no cerró la puerta.
Carter se quedó mirando la puerta entreabierta con agradecimiento, como si Timmie le hubiese abierto los brazos. Diez días antes, Timmie habría cerrado la puerta, habría cerrado su corazón y sus oídos. Este era el poder de la prensa, de la opinión pública. Los compañeros de Timmie no se metían ya con él porque pensaban que O’Brien podía haberlo hecho. O quizá, como ocurre con los niños, se habían cansado de la historia. En todo caso, ya no le molestaban tanto, y Timmie se sentía mejor. Eso era lo maravilloso de la infancia, que sus crisis pasaban rápidamente, pensó Carter; incluso el asunto de Hazel y Sullivan podía llegar a desvanecerse de la mente de Timmie, lo mismo que la muerte de Sullivan, que, en realidad, no había ensombrecido sus vacaciones en New Jersey. Dentro de muchos años, cuando Timmie supiese lo que era un asunto como este, lo comprendería y, realmente, no se le olvidaría, pero ahora, cuando tenía doce años, por motivos prácticos e inmediatos, Carter creía que se le había olvidado.
Motivos prácticos e inmediatos. El viernes por la noche. Dentro de veinticuatro horas. Había cinco mil dólares en una de sus cuentas de ahorro y dos mil en la otra. Hazel había dicho, hacía un mes, que deberían darle a Tom Elliott otros tres mil para que los invirtiese, que era una tontería tener tanto dinero en una cuenta cuando podían obtener mayor rendimiento invirtiéndolo. Si lo sacaba, podía decir que se lo había dado a Elliott, pero ¿para comprar qué?, pues no habría justificante de Elliott de haber comprado acciones. Esto, además, no implicaría el acabar con O’Brien y era concebible, que si la policía no les acusaba a ninguno de los dos, O’Brien pudiese llegar a sacarle cincuenta mil dólares. Carter se rió por dentro nerviosamente. Esto no le pasaría inadvertido a Hazel. Se paseó por la habitación atento a cualquier ruido que pudiese indicar que Hazel estaba en las escaleras, tratando de pensar al mismo tiempo. Se sirvió un nuevo whisky con agua.
Si pudiese matar a O’Brien, todo se arreglaría. Si matase a O’Brien y saliese impune de eso…
Podría parecer que era una fechoría de otro de los compinches de Gawill. Estaba claro. Gawill quería verle muerto para que no cantase, y así tampoco tendría que pagarle.
La esquina de la Calle 10 y la Octava Avenida estaba muy hacia la parte Oeste de la ciudad, y quizá no estuviese muy alumbrada, Carter no se acordaba, pero podrían incluso dirigirse algo más hacia el Oeste. Carter imaginó, de pronto, a un policía siguiendo a O’Brien (a O’Brien seguro que le seguirían, a no ser que fuese lo suficientemente astuto como para despistar a sus seguidores) y que les alcanzaba justo en el momento en que el dinero cambiaba de manos. Muy bien Carter, esto es lo que queríamos saber. Carter siguió paseando por la habitación.
Y decidió que no importaba nada de lo que se le ocurriese antes del viernes, pero del dinero, nada. Lo del chantaje, reflexionó Carter, podía ser incluso una trampa urdida por la policía para ver si cedía a ello. Hasta podía suceder que la policía estuviese al lado de O’Brien mientras le llamaba. Carter se sintió algo aliviado ante la idea de no haber dicho a O’Brien que le llevaría el dinero. Claro que tampoco había respondido nada cuando O’Brien le había dicho… «Ya sabe usted la contrapartida, señor Carter…». Carter se enjugó la capa de sudor que le cubría la frente.
No veía más alternativa que matar a O’Brien. Tenía que persuadirle de que se fuesen un poco más hacia el Oeste, hacia el río Hudson, donde las calles estaban más oscuras. Entonces sacaría algo del bolsillo, o simularía que lo hacía, como si se tratase del dinero, haría que O’Brien se acercase a él y le espetaría el golpe que mata, como decía Alex. Entonces se acordó del gigantesco porte de O’Brien y empezó a dolerle el pulgar derecho. Carter se derrumbó en la butaca y se miró la mano, tras de lo cual apoyó con fuerza el pulgar derecho contra el dedo índice, dispuesto a asestar el golpe de canto. Ya no tenía callo en la parte lateral de las manos y, aun si tenía éxito, se enterarían por el doctor Cassini y por Hazel de que Carter sabía judo. Los huesos de la parte anterior del cuello de O’Brien se romperían, pero, para matarle, tendría que utilizar algo así como un ladrillo. Carter se levantó de la butaca.
Hazel apareció entonces, tan de repente, que Carter dio un brinco. Hazel sonrió y cerró la puerta.
—No me proponía asustarte. Soy yo.
Carter se dirigió lentamente hacia su mujer, le ofreció la mano derecha y ella se apoyó en el brazo extendido y se reclinó en su pecho.
—¡Vaya día me han dado Hennie-Pennie y el señor Piers! —llamaba a Ginnie, su jefa, Hennie-Pennie.
—¿Te sirvo una copa?
—Sí, por favor —dijo Hazel.
Estaba cansada, así que Carter fregó los platos después de cenar, y Timmie los secó y los recogió.
Carter dijo, mientras se estaba desnudando para acostarse:
—Tengo que cenar con Jenkins y Butterworth el viernes por la noche. Quieren presentarme a un futuro cliente o algo por el estilo. He pensado que si tú quieres salir con alguien…
—No creo que me apetezca hacer nada más que meterme pronto en la cama —dijo Hazel con la cara casi sepultada en la almohada.
Así preparó el terreno para el viernes.
También pensó en la posibilidad de hacer frente a O’Brien. O’Brien no cantaría inmediatamente a la policía, pensó Carter, no lo haría a no ser que estuviese muy enervado y en una situación muy desesperada, y no parecía ser ese el caso todavía. Pero esperaría y volvería a pedir dinero. ¿Y cuánto tiempo esperaría? La verdad era que O’Brien tenía menos que perder exponiéndose, que si le juzgaban acusado de asesinato. Además, antes de que le procesasen, contaría la verdad. Había, por lo tanto, un hecho indiscutible, que O’Brien le tenía en sus manos. Y esta era la única conclusión a la que Carter había llegado el jueves.
Se quedó contemplando por la ventana los barcos desdibujados por la niebla en el East River. Una pareja de remolcadores avanzaba surcando las aguas, y un carguero muy bello, blanco, negro y rojo, navegaba altanero en dirección al Atlántico. Del otro lado de Manhattan entraban o salían, camino de Europa, Sudamérica y las Bahamas, embarcaciones más bonitas. Dentro de tres meses podía él estar a bordo de una de ellas con Hazel. Todo, todo se tranquilizaría en cuanto hubiese superado este escollo. ¿Acaso no valía la pena tratar de matar a O’Brien? O’Brien nunca consentiría que le endilgasen a él este crimen. Si O’Brien contase su versión de los hechos y no se la creyesen, si a O’Brien le juzgasen y le condenasen, aun en ese caso, su versión sembraría una duda fatal y produciría una herida fatal en la mente de Hazel y en la mente de otras muchas personas. Aun cuando Carter se defendiese contra todos los interrogatorios a que la policía podía someterle, quedaría la duda si O’Brien contaba bien su versión, y la contaría bien, porque era verdad.
El jueves por la noche, Carter y Hazel tuvieron a cenar en su casa a Phyllis Millen, y, de nuevo, nada se habló del asesino no descubierto de Sullivan, ni de lo que la policía estaba haciendo o podía estar haciendo. Mientras tomaban café sonó el teléfono y eran los Lafferty. Hazel habló con la señora de Lafferty y luego con su marido. Al cabo de un momento, este dijo que quería hablar con Carter.
—Hola —dijo Carter y le volvió a la memoria la conversación que habían tenido en francés en el restaurante japonés. Cada separación se lleva algo consigo… Y todo asesinato también, pensó Carter.
—Bueno, Phil, ¿cómo van las cosas? —preguntó Lafferty con su tono de buen humor y de una forma que no exigía respuesta—. ¿Hay novedad en el frente? Tu mujer me ha dicho que tenéis gente, así que quizá no puedas hablar. Pero quería saludarte y desearte suerte.
—Te lo agradezco mucho, pero, en realidad, no tengo nada que contar —dijo Carter, dando la espalda a Hazel y Phyllis, que estaban hablando en el extremo opuesto del gran cuarto de estar—. Las cosas no han cambiado desde hace varios días. Eso es todo lo que sé.
—¿Cuentan todo los periódicos? ¿Todo lo que se sabe?
—Sí —excepto la furia de Gawill, pensó Carter, excepto el hecho de que O’Brien está impaciente porque le paguen—. Sí, eso es más o menos lo que hay. Si hay algo nuevo, estoy seguro de que Hazel os lo comunicará.
Terminaron la conversación sin darle mayor importancia, y Carter volvió a la mesa a servir unas copas de coñac. Tenía la mano muy firme, o mejor las manos, ya que sirvió el coñac valiéndose de las dos.
—Qué amable por su parte de llamar —dijo Hazel.
—Sí, él me es muy simpático —Carter se sentó.
—Tenemos que invitarles un día. Phyllis, tú conoces a los Lafferty, ¿verdad?
Phyllis los conocía.
La conversación siguió su curso. Carter apenas escuchaba. Miraba a su hijo que estaba terminando su ración de helado. Timmie llevaba puesto su mejor traje azul marino, una camisa blanca y una corbata azul. La luz de las velas brillaba en su cabello rubio bien peinado. El tocadiscos dejó caer otro disco y se empezaron a oír las Variaciones Goldberg. Carter contuvo, parpadeando, unas lágrimas inexplicables. Esa noche tomó una de las pastillas de Seconal de Hazel para estar seguro de que dormiría.