25

El razonamiento de Carter era que si la policía no podía cargarle a él la culpa del asesinato de Sullivan, no era lógico que se la endilgasen a O’Brien. Ostreicher podía sospechar de ellos dos, pero sin más pruebas que las que tenía, ¿qué podía suceder? Nada. No podía suceder nada. Los archivos de la policía estaban llenos de casos de asesinatos que no se habían llegado a aclarar nunca. Podría haber un período de tiempo, pensó Carter, de quizá tres meses de duración, durante el cual él, O’Brien y los otros sospechosos estarían estrechamente vigilados (la policía podría incluso no dejar de vigilarlos nunca), pero luego la situación se enfriaría. Tal vez ya para el verano. Carter no había perdido la esperanza de pasarse un mes con Hazel en Europa, y no había perdido la esperanza tampoco en lo que a Hazel se refería. Había amado a Sullivan, pero su muerte había hecho irrumpir en su mente un gran sentido de la culpabilidad, y Carter pensaba que su culpa podría atraerla hacia él de nuevo, si él tenía paciencia. Por ello lamentaba su ataque de furia y de rencor del lunes por la noche, lamentaba todo lo que, en medio de su furia, había dicho sobre ella y Sullivan, por lo que se propuso que no volviese a suceder. Anteriormente se había jurado a sí mismo, muchas veces, que no atacaría a Hazel a causa de Sullivan, y no lo había cumplido. Sus reproches habían demostrado que no andaba descaminado en sus sospechas, y la verdad había salido a relucir, pero si volvía a sacar a relucir algo con violencia, esto se convertiría en una afrenta innecesaria.

El martes por la noche, Carter y Hazel fueron al teatro. Estaban comprometidos hacía mucho tiempo con los Elliott y Phyllis Millen para ir a ver una obra de Beckett en el Village. Cenaron antes en Luigi’s. Phyllis trajo a su amigo Hugh Steven, un hombre tosco de más de cuarenta años que Carter no había visto más que una o dos veces anteriormente. Los Elliott y Phyllis eludieron el hablar del asesinato y no preguntaron nada. Era como si hubiesen decidido que la noche tenía que resultar agradable —por lo menos en apariencia—, igual que cualquier otra noche, o que la noche que habían planeado cuando encargaron a Phyllis que reservase las entradas hacía un mes. Sin embargo, Phyllis no dejó de observar a Hazel y a Carter durante toda la velada, y lo mismo hizo su amigo el agente de bolsa. A Carter le pareció que los Elliott extremaron con él su amabilidad y simpatía, como si, a causa de sus antecedentes carcelarios, le estuviesen haciendo el favor de ser tan tolerantes como para concederle ahora un margen de confianza para demostrar su inocencia. Hazel fingió muy bien el estar de buen humor pero a Carter le resultaba evidente que, tanto Phyllis como Priscilla, se dieron cuenta de que la procesión iba por dentro.

Cuando Hazel y Carter llegaron a casa, Hazel dijo:

—Phil, me gustaría ir a algún sitio a pasar una semana. Me hace mucha falta.

—Muy bien —contestó Carter pensando que posiblemente quisiese ir sola—. ¿A dónde?

—A algún sitio no muy lejos. ¿Dónde se puede ir por una semana? —se encogió de hombros con aire cansado, dobló la bufanda dorada y la metió en el cajón del que Carter la había sacado aquella vez que ella le había pedido que se la llevase a casa de Sullivan.

—¿Te parece algún sitio en New England? —dijo esto porque pensó que los padres de Sullivan vivían en New England y que Hazel quizá estuviese pensando en ir allí—. ¿Qué tipo de sitio se te ocurre?

—Algún hotel sencillo donde no tenga que pensar en nada. Del estilo de algunos que vimos en New Hampshire aquel verano, ¿te acuerdas?

Carter lo recordaba, y el recuerdo que conservaba era muy agradable.

—Es una buena idea —dijo. Entró en el cuarto de baño y se duchó rápidamente. Al salir le preguntó—: ¿Supongo que preferirás ir sola? —quería saber si era así y, en ese caso, saberlo ahora.

—No —dijo levantando la voz y mirándole. Estaba en bata—. No lo prefiero. He pensado que quizá se pueda arreglar para que Timmie venga también. Hasta ahora va bien en sus estudios en el colegio. Yo ya lo he dicho en la oficina y puedo marcharme la semana que viene. Podríamos irnos el viernes por la tarde o el sábado por la mañana.

Carter pensó que quizá fuese él el que no pudiese ir.

—Mejor será saber exactamente dónde me voy, para advertirlo.

—Sí —contestó Hazel tajantemente, y se volvió hacia el espejo.

Carter se pasó la hora de la comida del día siguiente recabando información sobre hoteles en el campo de New Hampshire. No quería volver al que habían ido. Telefoneó a Hazel por la tarde para comentar lo que había encontrado y decidieron ir a uno cerca de Concord. Entonces Carter llamó a Ostreicher y le preguntó si se podía ir a allí el sábado por la mañana para pasar nueve días.

Ostreicher dijo que sí, con tal de que Carter llamase por teléfono al llegar y se quedase en el mismo sitio sin moverse.

Partieron el viernes por la tarde y pasaron la noche en un motel muy agradable al lado de un lago. En el motel les pusieron una cama supletoria en la habitación para Timmie. Pero en el hotel Continental de Concord Carter le había reservado una habitación individual.

El Continental era un gran edificio o mansión, de color blanco, situado en lo alto de una pradera que descendía con suave pendiente. La edificación era lo suficientemente antigua como para que las habitaciones fueran enormes y Timmie estaba muy satisfecho con su gran cuarto para él solo e inmediatamente colocó sus libros del colegio, que Hazel y Carter le habían hecho llevar, sobre la mesa de despacho que había entre las dos ventanas. Había aros para jugar al croquet en el césped y una cancha de tenis detrás del hotel. Era un sitio de aspecto muy agradable. A la mañana siguiente desayunaron en la cama acompañados por Timmie, que tomó su desayuno sentado en una mesita que la doncella colocó para él. Después, mientras Hazel se lavaba la cabeza, Carter salió de paseo con Timmie a quien compró una raqueta de tenis, pues, aunque en el hotel había raquetas para los huéspedes, le venía bien una nueva para el colegio, y a Hazel le compró un jersey color crudo, hecho a mano, procedente de Irlanda.

Y esa noche, aunque parecía estar de buen humor, e incluso se había reído y había bromeado con él a la hora de la cena, Hazel rechazó sus avances en la cama. Carter vaciló pero después le preguntó en un tono tranquilo y mesurado:

—Bueno, Hazel, ¿cuánto tiempo va a durar esto?

—¿El qué?

—Sabes muy bien a lo que me refiero.

Hubo un silencio terriblemente largo. Finalmente alargó la mano para coger un cigarrillo de su mesilla de noche.

—Todavía no se ha resuelto nada, ¿no te parece?

Sabía lo que quería decir, pero añadió:

—Te refieres al asunto de Sullivan.

—Sí. ¿A qué otra cosa me iba a referir?

A nosotros, pensó. Estamos nosotros, después de todo, y es lo que importa. Pero es que ella estaba esperando a que se supiese quién había matado a Sullivan. Porque podía ser él.

—¿Tienes alucinaciones alguna vez, Phil, a causa de la morfina?

—No —contestó Carter—. Ni siquiera en prisión, cuando realmente me pinchaba —entonces recordó que, a veces, soñaba despierto con Hazel y Timmie de una forma tan real que casi podía haberlos tocado si alargaba la mano. ¿Habían sido esos sueños alucinaciones? De ser así, habían sido casi involuntarias y las únicas que había experimentado.

—¿Nunca tuviste sueños en los que no supieses lo que estabas haciendo? —preguntó ella—. ¿Como pasearte o algo semejante?

Él se dio cuenta de lo que ella estaba queriendo decir.

—No.

Cayeron en un silencio que no aclaraba nada. Como no se había aclarado nada en el caso de Sullivan. Hazel podría haberle preguntado directamente: ¿Entonces lo hiciste cuando estabas perfectamente consciente? ¿Por qué no se lo preguntó? ¿Porque estaba segura de que lo había hecho? ¿Se comportaría ahora de diferente manera si supiera que lo había hecho? Carter no lo creía así. A su modo, Hazel no querría llamar más la atención alegando sus sospechas y abandonándole. Hazel apagó el cigarrillo. No se dieron ni siquiera las buenas noches, y Hazel eventualmente se durmió, como pudo advertir Carter por su forma de respirar. Carter pensó que ella no consentiría en hacer el amor hasta que supiese la verdad. Si deseaba a Hazel tendría que conseguir que la culpa recayese sobre O’Brien. O que O’Brien cargase con ella. Esto no era imposible, naturalmente. En cuanto a los escrúpulos, ¿acaso los tenía? O’Brien estuvo a punto de hacerlo, y ¿por qué iba él a tener escrúpulos? ¡Que O’Brien se fuese al cuerno! Carter frunció el ceño en la oscuridad, y trató de escudriñar su conciencia, o el vacío que supone no tenerla, pero se le desvaneció. A lo mejor ya no la tenía, pues no sentía el menor remordimiento por lo que había hecho con Sullivan, por haberle matado a golpes. Tan sólo sintió un poco de repugnancia ante la idea de la sangre, que ni siquiera recordaba, y un pequeño escalofrío ante la idea de que era él quien había cometido la fechoría. Había matado a otro hombre en el penal con menos motivos, con muchos menos realmente, y esto nunca le había preocupado. Mickey Castle le vino también a la memoria. Recordaba que la mañana de la muerte de Mickey se había dicho a sí mismo que si se hubiese molestado en interponerse entre él y el obstáculo contra el que se había golpeado, Mickey no se habría desangrado. ¿Pero, acaso era él el guardián de su hermano? El caso es que al cabo de un par de días no había vuelto a pensar en ello. ¿Era esto lo que ocurría con la conciencia de los hombres en la cárcel?

A Carter le apetecía levantarse y darse un paseo bajo la luna, pero no lo hizo por temor a despertar a Hazel. Permaneció tumbado dando vueltas a sus pensamientos, sabiendo que no podría ir más allá de lo que había ido esa noche, que Hazel y él no irían más allá, aunque les quedaban siete noches más allí. Lo único que podía hacer era comportarse de la manera más agradable posible, no volver a acercarse a Hazel y procurar que ella pasase unas buenas vacaciones.

Y esto fue lo que hizo Carter. Su única recompensa fue que Hazel no cambió a peor: seguía tratándole amistosamente y con buen humor, y los días que pasaron lejos de Nueva York le sentaron a ella verdaderamente bien.

Carter volvió a la oficina el lunes por la mañana. Había explicado al señor Jenkins que, aunque la policía le había autorizado a ir a New Hampshire a un hotel determinado, no le permitía ir a Detroit, lo cual era verdad. A Carter le había parecido un poco osado el pedir a la empresa una semana de permiso, pero se lo habían concedido sin mayor dificultad y, en cuanto a despedirle o no, Carter pensó que probablemente habrían tomado ya una decisión hacía días y, el darle una semana de permiso no iba a cambiar la decisión. Como Hazel, seguramente estarían esperando.

El lunes por la tarde llamó a Ostreicher y, después de tres intentos, dio con él.

—No hay noticias importantes —dijo Ostreicher—, desde su punto de vista. Encontramos la droga en el apartamento de uno de los amigos de Grasso. Podríamos detener o multar a Gawill por esconderla, pero le estamos soltando un poco las riendas: es un hombre libre —dijo Ostreicher tan de pasada, dando un suspiro, que Carter sospechó que estaba fingiendo. A Gawill seguramente le vigilaban todos los movimientos y Gawill indudablemente lo sabía—. A diferencia de Grasso —continuó Ostreicher—, pues Grasso tiene que pagar una multa de cinco mil dólares.

—¿Y O’Brien? —preguntó Carter.

—Ese tiene muchos gastos y ni una gorda. Una situación muy interesante.

Carter comprendió. Gawill no podía darse el lujo de pagarle ahora. No podía darse el lujo de que le descubrieran pagándole. Pero O’Brien había contado con el dinero.

—¿Es O’Brien un hombre libre también?

—Claro —dijo Ostreicher con voz sonriente—. ¿Y usted, señor Carter, está de vuelta en su trabajo?

Carter se sintió muy inquieto después de colgar. Ostreicher les había aflojado las riendas, les había dejado unas riendas muy largas para ver qué hacían. Ostreicher le podía haber trincado, pensó, le podía haber dado una paliza, como hacía la policía algunas veces con los delincuentes peligrosos, lo que se suponía que él era, por haber estado ya en presidio, o lo que al menos daban a entender los periódicos. La gente no sabía, o no se preocupaba de saber, lo que sucedía a los delincuentes de los que la ley sospechaba que habían cometido nuevos delitos. Carter pensó que él se había librado por la sencilla razón de que ahora tenía un trabajo honrado, dinero y una mujer que estaba colocada en una obra de beneficencia pública. Si le pegasen correría la noticia. Pero Carter pensó que, evidentemente, estaba tan vigilado como Gawill y O’Brien. A pesar de todo telefoneó a Gawill ese lunes por la noche hacia las diez, al salir a comprar cigarrillos, y cuando volvió a casa le dijo a Hazel:

—Acabo de llamar a Gawill y me parece que voy a ir a su casa a verle. Así es que si la policía me llama es allí donde estoy.

Hazel le miró sorprendida. Estaba sentada en el sofá remendando unos pantalones nuevos de pana de Timmie, que los había roto por la rodilla, cuando estaban en New Hampshire, donde se los habían comprado.

—¿Por qué?

—He pensado que quizá pueda averiguar algo. Gawill me cuenta a veces algunas cosas.

Hazel miró su reloj.

—¿A qué hora estarás de vuelta?

Carter se relajó un poco y sonrió. Parecía importarle que volviese.

—Para las doce, en cualquier caso. Si me retraso, te llamaré antes de las doce —Carter tiró en el sofá una de las dos cajetillas de cigarrillos que había comprado, diciendo—: Adiós, querida —y volvió a salir.

Cogió un taxi. Gawill se había mostrado bastante afable por teléfono.

—¿Eres Phil? ¡Qué sorpresa! De acuerdo, muy bien, ¿por qué no? —Y, aunque no se había excedido en amabilidad, sí estaba dispuesto a verle, que es lo que Carter deseaba.

Gawill estaba solo, según parecía. Tenía la radio puesta y el sofá, como la otra vez, cubierto de periódicos.

—¿Qué te trae por aquí? Siéntate —dijo Gawill.

Carter se sentó después de colocar el abrigo sobre el brazo de la butaca. Gawill estaba a la expectativa.

—He venido para que me cuentes lo que tú puedas saber que yo no sé —dijo Carter.

Gawill pegó un bufido:

—¿Y crees que te lo voy a soltar a título de favor?

—Podrías hacerlo.

—¿Después de que me has hecho el favor de dar el chivatazo de que tenía mercancía aquí, voy a hacerte yo un favor a ti?

Carter se acordó que era Hazel la que había sacado a relucir lo de la droga. Él no lo hubiera hecho.

—Lo hubiesen averiguado de todas maneras. Registraron el apartamento —o apartamentos— de Grasso de motu propio, ¿no es cierto?

—Tú soltaste que fue en mi apartamento donde la habías conseguido. Y que la habías visto.

—Lo siento —dijo Carter.

—Me lo figuro. Y tan contento sin Sullivan en tu camino y paseándote en libertad.

—No estoy más libre que tú.

Gawill no estaba más que ligeramente enfadado.

Carter esperaba que le soltase tú lo hiciste y mi muchacho o mi amigo O’Brien está cargando con la culpa, pero Gawill no lo decía y Carter seguía esperando.

—¿Es que no hay nada de beber en esta casa?

Gawill se levantó.

—Claro que hay —y se fue a la cocina.

—La próxima vez te traeré algo.

—Promesas, nada más que promesas.

Carter sonrió, y Gawill volvió con un whisky con soda recién servido y otro a medio beber que debía de ser el suyo.

—Gracias —Carter bebió un trago.

Ambos esperaban que el otro hablase.

Gawill fue el primero en romper el silencio:

—¿Cómo te las estás arreglando hasta ahora con Hazel?

—Eso es cosa mía.

—No parece que fardes de nada.

—No fardaría en ningún caso —dijo Carter.

—¡Vaya si me lo contarías si las cosas fuesen de color de rosa! Además se te notaría.

Carter no hizo caso. La radio le fastidiaba, aunque no estaba puesta muy alta, pero no quería molestar a Gawill pidiéndole que la quitara.

—¿Cuándo vas a pagar a O’Brien? —Carter hizo la pregunta clave y bebió tranquilamente de su vaso.

—Nunca. O’Brien no estuvo nunca en ese apartamento. El que estuviste fuiste tú —Gawill le miró impávido.

Pero, por la forma que lo dijo, Carter se dio cuenta de que estaba mintiendo. De repente se alegró, se alegró mucho de conocer a Gawill tan bien, de conocerle desde los días agridulces en que trabajaban en Triumph, de conocerle desde que le iba a ver al penal, y saber cuándo mentía, exageraba o sencillamente falseaba las cosas. Lo que decía ahora era una mezcla de mentiras y falsedades.

—Deja de bromear —dijo Carter—. Para mí eres transparente. Sé que tienes que pagar a O’Brien y que O’Brien está en las últimas, me enteré hoy por Ostreicher. Está cargado de deudas. O de gastos. ¿No está esperando tu dinero?

—¡Vaya! ¿Es que crees que no podría soltarle la pasta si tuviese que hacerlo? ¿Si se la debiese? Haría que otro tipo se la diese por mí —Gawill se encogió de hombros y levantó la mano, que era muy grande, con la palma hacia arriba.

—No, ¡qué va! ¿En quién ibas a poder confiar, por ejemplo? Tendrías que explicar por qué le debías a O’Brien la pasta, ¿no te parece?

Gawill miró hacia el suelo y se repantingó más en el sofá.

Carter no sabía lo que estaba pensando Gawill. Era difícil de adivinar, puesto que estaba un poco chiflado. Pero sabía que si Gawill quisiese hundirle no tenía más que decirle: Sé que tú te cargaste a Sullivan porque O’Brien ha dicho que te encontró subiendo las escaleras cuando él bajaba, cuando Sullivan estaba todavía vivo. Pero Gawill no dijo eso:

—Si hubiese comprado a O’Brien, ¿no crees que ya le habría pagado? ¿Y si le hubiese comprado, crees que alguien lo hubiese averiguado? No, lo único que se ha sabido es lo de la mierda esa mercancía que ni siquiera era mía.

Gawill estaba furioso con lo de la droga, mucho más que con la cuestión de O’Brien.

—Y ahora me siguen como si fuese un camello, cuando nada tengo que ver con esa mierda-de droga —dijo Gawill poniéndose de pie.

—Entonces, ¿por qué la tenías en tu casa?

—Pues porque se la iba a guardar a Grasso un par de días. Yo jamás saqué nada de eso.

Carter se hartó de repente de las lamentaciones de Gawill.

—Como tampoco lo sacaste del asunto de Triumph, supongo. De todo aquel fraude. Tú nunca sacaste nada de él.

Gawill se volvió desencajado de furia:

—¡Nunca! —gritó con voz ronca y estentórea.

Carter pensó que había caído en una trampa por mentir descaradamente, o por decir verdades descaradamente, que también las decía a veces. Carter colocó su vaso vacío en el suelo al lado de la butaca, y se puso de pie.

—Nunca sacaste nada, ni siquiera en tus numerosos fines de semana en Nueva York con Palmer.

—¡No! —gritó Gawill de nuevo, como si le estuvieran torturando.

—Me marcho —dijo Carter.

Se fue. Había averiguado lo que quería averiguar. O’Brien era la única persona que sabía la verdad.

Al salir de la casa donde estaba el apartamento de Gawill advirtió un coche negro aparcado junto al bordillo de la acera de enfrente en la oscura calle. Parecía un coche de policía. ¿Estaba ahí antes? Carter no se acordaba y le tenía sin cuidado. Había un hombre sentado en su interior que le miró. Después se encendió una luz en el interior del coche y el hombre se inclinó, probablemente para escribir la hora en que se iba. Carter miró su reloj a la luz de una farola de la esquina, eran las 11,35.

Hazel estaba aún levantada y no se había desvestido todavía cuando Carter llegó a su casa. Estaba acurrucada en una esquina del sofá con los zapatos quitados leyendo unos papeles mecanografiados de la oficina.

Le sonrió mientras colgaba el abrigo en el armario.

—Bueno… ¿Qué hay?

Carter entró en la sala de estar despacio, desabrochándose la chaqueta, y sintiéndose feliz de volver a respirar el olor de su casa.

—Gawill no ha pagado a O’Brien, no sabe cómo hacerlo. Dice, naturalmente, que no le debe nada a O’Brien.

—¿Has averiguado algo que no supieras?

—Gawill está furioso porque la policía anda detrás de él por tener droga en casa.

—¿Cómo que andan detrás de él? No parece que le hayan hecho nada hasta ahora.

—No, pero le tienen cogido aunque le han soltado un poco la cuerda. Seguramente le pondrán una multa. Me parece que actualmente están investigando qué dinero tiene, razón por la que encuentra tan difícil pagar a O’Brien —Carter se rió suavemente—. Además le siguen a todas partes y eso le pone frenético. Podría darles esquinazo, pero eso no dejaría de sacarle de quicio. Esta noche había un coche de policía enfrente de su casa.

Hazel pareció sorprendida.

—Esto quiere decir que te han visto a ti.

—Sí, pero no me importa. Me tiene tan sin cuidado que por mí podían haber puesto un magnetófono en el apartamento esta noche. Yo he tratado de averiguar qué es lo que Gawill sabe, y la policía está tratando de averiguar lo mismo.

Carter se sentó en el sofá, no muy cerca de Hazel, pero, inesperadamente, esta extendió el brazo y puso la mano sobre la derecha de Carter. Carter se la retuvo entre sus dedos. Que él recordase, este era el primer gesto afectuoso, por parte de ella, desde hacía varias semanas.

Hazel miraba hacia delante, sin decir nada, pero no parecía que estuviese ni preocupada ni nerviosa. Era como si el contacto de su mano fuese una declaración de amor y fidelidad que no era preciso traducir en palabras.

Carter apretó las mandíbulas. Había contado a Hazel que creía que en la prueba del detector de mentiras, O’Brien había dejado traslucir cierta agitación, más que él, en todo caso. Esto era verdad, pero el comentario perpetuaba una mentira mayor. Sin embargo, Carter pensó que Hazel no había tomado esto como concluyente. Más tarde, en New Hampshire, le había preguntado si tenía alucinaciones. Hoy continuaba mintiendo porque la quería. No podía vivir sin ella. ¿Era esto amor o egoísmo? Carter atrajo a su mujer hacia sí y la rodeó con los brazos.

Ella no respondió pero se mantuvo entre sus brazos durante varios minutos, varios minutos maravillosos. Al fin, Hazel se apartó suavemente y dijo:

—Me parece que se está haciendo tarde.

Esa noche no forzó su buena suerte, no la volvió a tocar, pero se sintió profundamente optimista en cuanto a Hazel.