24

—Señora Carter, ¿podemos hablar un momento con usted?

Se disparó el fogonazo de una máquina fotográfica.

—Señora Carter —dijo el periodista de aspecto nervioso sonriendo—. Nada más que una pregunta, sobre Sullivan…

—Lárguese —dijo Carter.

Había tres periodistas y dos llevaban máquinas fotográficas.

—¡No me toquen! —exclamó Hazel soltando el brazo que le había agarrado el joven nervioso.

Carter la rodeó con el brazo y se precipitaron hacia el coche de Hazel que estaba a unas seis yardas de distancia.

—Entra. Te dejaré en la oficina —le dijo Hazel.

Carter subió al coche y al cerrar la portezuela casi le pilló los dedos a uno de los periodistas.

Hazel arrancó.

—Es extraño que no hayan venido hasta ahora —dijo Carter.

—Llamaron ayer tres o cuatro veces. Lo que pasa es que no me molesté en decírtelo.

Carter no dijo nada, pues sabía que Hazel estaba avergonzada, furiosa, y que descargaría su furia contra él, tanto como contra los periodistas, si intentaba hablar con ella. Pero a los pocos minutos, dijo suavemente:

—No hace falta que me lleves hasta la misma oficina. Ya nos hemos librado de ellos.

Hazel se desvió hacia el bordillo de una acera tan pronto como pudo y paró el coche.

—Gracias —dijo al bajarse—. Hasta luego —no valía la pena darle ánimos ni decirle que la quería, aunque estuvo a punto de hacerlo. Estaba avergonzada porque en su oficina todo el mundo se iba a enterar de su lío con Sullivan, avergonzada también porque los periódicos y la radio lanzaban esta mañana a los cuatro vientos la noticia de que su marido era un ex presidiario.

Carter entró en su oficina y sintió cierta turbación al ver a Elizabeth en la mesa de la entrada. Era la chica de pelo rojizo que había dicho a la policía que el viernes él se había ido, no a las cinco y treinta, sino a las cinco y veinte.

—Buenos días, Elizabeth —dijo Carter.

—Buenos días, señor Carter. Ah… —se deslizó de detrás de la mesa y se puso de pie. Era alta y delgada y con los tacones resultaba casi de la misma estatura que Carter. Su joven rostro denotaba preocupación, estaba serio—. Espero que no esté usted enfadado por lo que declaré a la policía. Me interrogaron muy minuciosamente hasta el último minuto. Yo no hice más que decir lo que recordaba y que creía que era verdad.

—No, está perfectamente bien —dijo Carter con una breve sonrisa—. No hay por qué preocuparse —siguió hasta su despacho.

El señor Jenkins, un hombre alto de pelo gris, venía en dirección contraria por el pasillo enmoquetado de verde.

—Buenos días, señor Carter.

—Buenos días —contestó Carter.

El señor Jenkins se detuvo.

—Entre un momento, por favor.

Carter entró con él en su despacho, y Jenkins cerró la puerta.

—Siento mucho todo este asunto tan molesto —dijo el señor Jenkins—. ¿Qué va a pasar?

—No lo sé —Carter le devolvió la mirada—. Sin embargo, en primer lugar comprendo la dificultad que para usted puede suponer el que yo siga aquí, así que, si considera oportuno que presente la dimisión, estoy dispuesto a hacerlo, señor Jenkins.

—Bueno, en realidad no estaba pensando en eso por ahora —replicó el señor Jenkins, algo azorado—. Pero estaba previsto que usted fuese a Detroit el próximo jueves. Sin embargo, no podrá hacerlo si la policía no lo ha aclarado, ¿no es cierto? Me imagino que estarán todavía en contacto con usted —miró a Carter como si en pocos segundos le fuese a ser posible decidir si Carter había cometido el asesinato o no.

—Efectivamente, así es. Pero he pensado que podría hacer un informe por escrito, y el señor Butterworth quizá pudiese ir en mi lugar.

El señor Jenkins suspiró y abrió los brazos con gesto de impaciencia.

—Bueno, bueno ya veremos. ¿Tiene usted la menor idea de quién lo hizo?

Carter vaciló:

—Yo creo que alguien relacionado con Gawill, el enemigo de Sullivan desde hace muchos años. Pero no lo sé, señor Jenkins.

El señor Jenkins le miró un momento sin decir nada, sin embargo, Carter sabía que estaba pensando en que su mujer había tenido «relaciones íntimas» con el hombre asesinado. Eso y el hecho de que Sullivan fuese precisamente quien le había recomendado para este trabajo y que probablemente habían sido muy buenos amigos, era una situación muy extraña.

Después de haber entrado en su propio despacho y de cerrar la puerta, a Carter se le ocurrió que Jenkins no le había hecho una pregunta tan obvia como ¿supongo que es usted, naturalmente, del todo inocente y que no ha tenido nada que ver con esto? No podía existir más que una razón para que no le hubiese dicho algo así: que el señor Jenkins pensaba que podía ser culpable.

Carter estaba preparado para mantener una conversación desagradable con Butterworth esa mañana pero, por alguna razón, Butterworth no estaba en la oficina. Empezó entonces a escribir a máquina su informe sobre la fábrica de Detroit pero, una y otra vez, sus pensamientos derivaban hacia Timmie: Timmie en su colegio de la Calle 19 soportando las preguntas de los otros chicos que le mirarían descaradamente, que le acosarían porque su padre había estado en la cárcel; y, por supuesto, los chicos no dejarían de comentar la historia de que su madre se había acostado con otro hombre. Hazel había dicho una vez: «Timmie está mucho mejor desde que hemos venido a Nueva York, porque los chicos de aquí no saben nada del asunto de la cárcel». Ahora todo eso iba a salir a relucir otra vez.

El teléfono de Carter sonó justo después de las once.

—Señor Carter, soy Ostreicher. ¿Podría usted venir a la comisaría unos minutos? Es muy importante…

Cartel le dijo a Elizabeth que tenía que salir un rato, y que quizá volviese antes de comer, pero que no estaba seguro. ¿Habría escuchado la conversación y, por lo tanto, sabría que le llamaba la policía? Seguramente.

La comisaría del distrito de Ostreicher estaba hacia la Calle 50 Este. Carter recorrió a pie las seis manzanas. Un agente de mediana edad le condujo a una habitación al fondo del vestíbulo.

—Pase, señor Carter —dijo Ostreicher levantándose de la mesa.

En el amplio despacho, repleto de archivadores ordenados en hileras, estaban Gawill, O’Brien y dos hombres y una mujer que Carter no conocía. Carter saludó a Gawill con una inclinación de cabeza, pero Gawill no contestó el saludo. Estaba hundido en su silla con aspecto de mal humor, con las manos entrelazadas sobre el estómago.

—Señor Carter, me parece que usted conoce al señor Gawill. Este es el señor O’Brien, y estos son el señor y la señora Ferres y el señor Devlin. Estos señores viven en el mismo edificio que el señor Sullivan.

Carter asintió con la cabeza, y murmuró:

—Tanto gusto —se había quitado el sombrero. Los tres vecinos de Sullivan le miraron fijamente.

—¿Recuerda alguno de ustedes haber visto al señor Carter en casa del señor Sullivan en algún momento? —preguntó Ostreicher.

La mujer fue la primera en contestar, sacudiendo la cabeza negativamente:

—No.

Los hombres respondieron también negativamente.

—Estas personas se hallaban por casualidad en sus respectivas casas a la hora en que se cometió el asesinato —dijo Ostreicher— y han tenido la amabilidad de venir esta mañana por si, eventualmente, hubiesen visto a alguno de ustedes entrar en la casa del señor Sullivan el viernes por la tarde —la mirada de Ostreicher abarcaba a Gawill, a O’Brien y a Carter. Su voz era, como siempre, seca y agradable—. Fue la señora Ferres la que oyó un ruido que podía ser la caída de un cuerpo al suelo, cree que fue a las seis o un par de minutos antes. No oyó nada más después. No oyó a nadie bajar las escaleras corriendo, ni nada semejante.

Carter evitaba la mirada de O’Brien, y tenía la impresión de que este evitaba la suya también. O’Brien llevaba un traje demasiado azul, de rayas, y el pelo le relucía por exceso de brillantina.

—¿Señor Carter, ha visto usted alguna vez al señor O’Brien? —preguntó Ostreicher, que estaba todavía de pie detrás de la mesa.

Carter miró a O’Brien brevemente. O’Brien en ese momento se contemplaba los zapatos.

—Creo que le conocí una noche en el apartamento de Gawill.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unos diez días, me parece —contestó Carter. ¿Lo habrían negado Gawill y O’Brien?, se preguntó Carter. La expresión de sus rostros no daba a entender nada.

—¿Le ha vuelto a ver desde entonces? —preguntó Ostreicher.

—No —dijo Carter.

—Señor O’Brien, ¿ha vuelto usted a ver al señor Carter desde entonces? —preguntó Ostreicher.

—No —dijo O’Brien, levantando la vista un momento.

—¿Hablaron ustedes mucho la noche que se conocieron?

O’Brien no contestó.

—No creo que le dirigiese la palabra más que para saludarle —dijo Carter.

—Anthony no estuvo mucho tiempo esa noche, sobre todo después de llegar Phil —comentó Gawill.

Ostreicher movió la cabeza y se dio la vuelta para abrir un armario que había detrás de su mesa y del que sacó un objeto que había en una tabla. Era un pie griego de mármol, un pie izquierdo. Lo colocó con ambas manos en medio de su mesa, observando a Gawill, a O’Brien y a Carter al hacerlo.

—Esta es el arma asesina —dijo Ostreicher—. Lo cogieron así, rodeando con la mano la parte estrecha del empeine. El señor Sullivan fue probablemente golpeado con la parte de los dedos.

Gawill contempló el pie con aire de indiferencia y aburrimiento. O’Brien abrió mucho los ojos, pero su estúpido rostro permaneció imperturbable.

—Señor Carter, déjeme ver cómo coge usted esto —dijo Ostreicher.

Carter se acercó a la mesa de Ostreicher y alargó la mano izquierda, luego cambió a la derecha y cogió el pie colocando el dedo gordo debajo del empeine y los otros dedos alrededor de la parte exterior del pie.

—Dele la vuelta, por favor, girando sencillamente la muñeca —explicó Ostreicher haciendo girar su muñeca para ilustrar lo que quería decir.

—¡Hummm…! —dijo Ostreicher y le movió a Carter los dedos de manera que el dedo de en medio quedase sobre la marca, empujando después el pie de mármol para medir la fuerza con que Carter lo tenía sujeto.

Carter depositó el pie en la mesa.

Ostreicher le miró y se dirigió a O’Brien.

—Señor O’Brien, ¿haría el favor?

O’Brien se levantó obedientemente y cogió el pie, que era el único objeto que había en la mesa y que estaba en la misma posición que cuando Carter lo había cogido. La manera más lógica de agarrarlo era colocando el dedo pulgar debajo del empeine, porque lo que quedaba del tobillo era un trozo saliente y desigual que iba en disminución hacia el arco lateral del pie. Ostreicher hizo girar la mano a O’Brien y Carter vio que su dedo de en medio se apoyaba en el círculo, pero Carter se dio cuenta también de que en la noche de marras él había asido el pie con mucha fuerza. Ostreicher no hizo ningún comentario sobre la forma en que O’Brien agarraba el pie, por el contrario, se volvió hacia los tres vecinos de Sullivan.

—No considero necesario que se queden ustedes aquí más tiempo —dijo—. Les agradezco mucho a todos que hayan venido. Ha sido muy útil su presencia.

Carter pensó que su presencia no había servido de nada. Los tres se agitaron en sus respectivas sillas y se levantaron con cierta mala gana, como si se les pidiese marcharse antes de terminar la función. Ostreicher salió con ellos al vestíbulo, pero volvió inmediatamente y cerró la puerta.

—Bueno, vamos a ver… —Ostreicher se sentó de lado en la mesa y juntó las palmas de las manos—. Uno de ustedes es el culpable y vamos a averiguar quién es.

—Si es que me implica a mí es que no sabe por dónde se anda —dijo Gawill indignado.

Ostreicher no le hizo caso y dirigió una leve sonrisa a Carter.

—Señor Carter, su coartada no está del todo clara. Usted tuvo tiempo suficiente, sobre todo si cogió un taxi en vez del autobús, de ir al apartamento de Sullivan el viernes por la tarde, de permanecer allí cinco minutos, e incluso diez, y de tomar otro taxi para volver a su casa. No me parece que se tarde más de diez minutos en matar a un hombre con un chisme como este, ¿no le parece?

Esta acusación tan mesurada era algo nuevo para Carter, pues nada tenía que ver con sus experiencias carcelarias.

—No, claro que no —dijo.

Ostreicher miró el reloj y entonces se volvió hacia Gawill.

—Señor Gawill, ¿tiene usted idea de por qué no le ha dado la gana a su jefe de venir esta mañana?

—Ni la menor idea —dijo Gawill—. Quizá tuviese que hacer algo en alguno de sus apartamentos, yo qué sé.

—Como asegurarse de que su droga está a buen recaudo, o algo parecido —dijo Ostreicher frunciendo el ceño y apretando sus recias mandíbulas, lo cual era el primer gesto de mal humor que evidenciaba—. No pasa mucho tiempo en la fábrica de tubos, ¿verdad?

—Dónde pasa el tiempo es cosa suya —dijo Gawill.

Ostreicher se volvió hacia Carter de nuevo.

—No hay razón, supongo, como para que usted cambie las declaraciones que me ha hecho en cuanto a cómo pasó el tiempo el viernes por la tarde.

—No —dijo Carter.

—¿Haría el favor de quitarse la chaqueta, señor Carter? —Ostreicher se dirigió de nuevo a su armario—. Quiero hacerle una prueba con el detector de mentiras —añadió mientras sacaba el aparato.

Ante la sorpresa de Carter, a Gawill v a O’Brien no les dijo que se marcharan y a él no le llevaron a otra habitación. Le puso en el pecho una plancha de goma que sujetó con una correa, le ató al brazo otro pedazo de goma para la presión arterial y, entonces, Ostreicher empezó el interrogatorio: sus movimientos minuto a minuto, cuando se marchó de la oficina, el trayecto en el autobús, el paseo, la compra del periódico, la llegada a casa cuando Hazel ya estaba allí. Luego le hizo las preguntas de forma distinta:

—¿No tomó usted el autobús a la Calle 38 el viernes y después fue a ver a David Sullivan?

Carter no creía que su corazón latiese con mucha más fuerza, aunque sí un poco más, pero se encontró con que respondía a las preguntas mecánicamente, como si no le importasen y no las considerase importantes, y pensó que eso era precisamente lo que pasaba, que no le importaba demasiado lo que le podía suceder.

—¿No le dijo usted a Sullivan «ya he aguantado bastante tu doble juego, tu hipocresía», o algo así, cogiendo después ese pie de mármol de una de sus estanterías y…?

—No —contestó Carter.

—Señor Carter, es usted hoy un hombre sorprendentemente frío, gélido.

Carter suspiró y miró a Ostreicher. Sentía que Gawill y O’Brien tenían los ojos fijos en él, pero él no les había dirigido la mirada ni una sola vez, aunque los tenía casi enfrente.

—En la conversación que sostuvo con su mujer el martes por la noche, ¿estuvo usted tan frío?

—No —respondió Carter.

—¿Le pidió que dejase de ver a Sullivan?

Carter se sintió de repente terriblemente molesto ante la presencia de Gawill y O’Brien y se revolvió en la silla.

—Le pregunté si podía. O si quería.

—Entonces usted le pidió que eligiese. «Decídete, por mí o por otro». Señor Carter, dígame exactamente como lo planteó.

—No fue de esa forma —dijo Carter, mirando a O’Brien—. Yo no le di a elegir.

—¿Qué le contestó realmente su mujer?

—Me contestó… lo que he dicho —respondió Carter con cuidado—. Dijo que no sabía qué hacer o qué no hacer.

Ostreicher sonrió con impaciencia:

—Esa es una respuesta poco satisfactoria desde su punto de vista, ¿no le parece?

A Carter le estaba resultando odiosa la prueba a la que le estaban sometiendo ahora. Era como cuando el doctor Cassini hacía un reconocimiento y buscaba a tientas, torpemente, en una herida un pedazo de cuchilla.

—No fue tan poco satisfactoria como a usted puede parecerle.

—Señor Carter, yo comprendo que usted tenía motivos más que suficientes para odiar al señor Sullivan y para querer quitárselo de en medio. Usted tuvo motivos más que suficientes la semana pasada para que le cegara un odio asesino.

Carter siguió inconmovible en su silla.

—¿Qué diría usted si le asegurase que voy a demostrar más allá de toda duda que es usted culpable? —dijo Ostreicher acercándose a Carter moviendo un dedo amenazadoramente.

Pero Carter comprendió que ni siquiera el ataque de Ostreicher era real. Era como si Ostreicher estuviese representando una función. Cuando la función terminase, dentro de unos minutos, empezarían a actuar de nuevo como eran en realidad, es decir, como personas que no estaban relacionadas unas con otras.

—Yo le diría que siguiese adelante y que lo intentase —respondió Carter.

—¡Vaya si es frío el tío! —exclamó Gawill—. ¡Bien hecho, chico! —y se rió entre dientes.

Ostreicher no hizo más que mirar a Gawill. Entonces desabrochó la correa del pecho de Carter. El aparato había trazado una línea fina dentada en un tambor que había sobre la mesa. Carter no se fijó mucho en ella, y se dijo que le traía sin cuidado lo que mostrase. Ostreicher la miró, inclinándose sobre la mesa. Luego cambió el papel.

Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Ostreicher.

Entró un hombre bajo y moreno que Carter supuso que era Grasso. Sonrió a Gawill y le saludó con una inclinación de cabeza.

—Hola —dijo Gawill.

—Buenos días, señor Grasso —dijo Ostreicher.

—Buenos días —respondió Grasso. Era un italiano rechoncho, de ojos oscuros, cejas arqueadas que le daban cierto aire de interrogación, boca gruesa y algo caída, pero en conjunto, su rostro no tenía, realmente, una expresión especial y esto le hizo pensar a Carter que era una buena máscara. Grasso probablemente había tenido que disimular sus sentimientos con esa inexpresividad a lo largo de su vida.

—¿Hace el favor de sentarse, señor Grasso? ¿Señor O’Brien?

O’Brien se levantó, se quitó la chaqueta y se sentó en la silla de la que Carter se había levantado. Los músculos de los hombros le rellenaban la camisa que le quedaba tirante sobre sus potentes deltoides. Incluso la cintura era musculosa pero estaba desprovista de grasa. Carter pensó que de un solo golpe, aun sin emplear más que la mitad de su fuerza potencial, podía haberle deshecho la cabeza a Sullivan.

—Vamos a ver, el viernes —empezó Ostreicher.

¿Iba a tener Gawill que aguantar esto también?, se preguntó Carter. Gawill no parecía estar todavía nada nervioso, pero sí algo aburrido.

—Me fui directamente a casa desde el bar Rainbow —dijo O’Brien con una voz ligeramente gutural—. Me di una ducha y me eché una siesta. Salí alrededor de las siete a tomar algo. Luego me fui al cine —el tono de su voz era como un zumbido monótono, era como si estuviese recitando algo que se había aprendido de memoria.

—Su compañero de cuarto salió alrededor de las cinco y cuarto —dijo Ostreicher—. Usted pudo tomar rápidamente un taxi y llegar a Manhattan en menos de quince minutos.

O’Brien se encogió ligeramente de hombros:

—¿A qué iba a ir a Manhattan?

—A matar a Sullivan, porque le pagan por eso, quizá —dijo Ostreicher retractándose un poco.

O’Brien bajó la mirada hacia el suelo y se frotó la nariz con un dedo simulando indiferencia.

—Usted dijo que los viernes va generalmente al gimnasio para hacer ejercicio, y en el gimnasio lo han confirmado. ¿Por qué no fue ese viernes?

—Porque creí que había cogido un resfriado, por eso me eché una siesta.

Carter pensó que Gawill debía de haberle aleccionado sobre eso.

—¿Es la primera vez que mata a alguien, O’Brien?

O’Brien no contestó.

Gawill se rió de forma apenas audible.

—En el sitio de las hamburguesas no recuerdan haberle visto.

—¿Por qué iban a acordarse? —preguntó O’Brien—. Estaba atestado.

O’Brien iba a hacer todo lo posible por conservar el dinero que Gawill le había pagado. El ver lo templados que tenía los nervios le resultaba tranquilizador a Carter.

—O’Brien, ¿dónde vivía Sullivan? —preguntó Ostreicher y miró el tambor que daba vueltas lentamente.

—En Manhattan.

—¿En qué sitio de Manhattan? Usted sabe la dirección, venga, díganosla.

—No la sé —dijo O’Brien mirando a Ostreicher—. ¿Por qué había de saber sus señas exactas?

—Porque Gawill le dijo que las recordase, y usted las recordó —dijo Ostreicher.

O’Brien se protegió revolviéndose en la silla y echándose a reír.

—¿A cuál de los dos acusa usted, a mí o a Carter?

—O’Brien, lo que Gawill le ha pagado no va a poder disfrutarlo mucho tiempo, si es que lo llega a disfrutar —Ostreicher le desató.

Fue un final muy flojo por parte de Ostreicher, y O’Brien sonrió un poco. Gawill hizo lo mismo.

—Señor Carter, no hay motivo para que usted se quede más tiempo —dijo Ostreicher.

Carter se puso de pie, se dirigió hacia la puerta y dijo:

—Adiós.

Ostreicher le saludó con la cabeza mirando a Carter con aire preocupado.

—Adiós. Ah, señor Carter, por favor, no se vaya de la ciudad hasta que vuelva a tener noticias mías. En su oficina me dijeron que tenía el propósito de marcharse a algún sitio al final de la semana.

—Sí —dijo Carter—, de acuerdo. Lo comprendo —y cerró la puerta.

Indudablemente Ostreicher había hablado, quizá directamente, con Jenkins, Fields y Butterworth durante el fin de semana.

Butterworth volvió por la tarde y le dijo a Carter por teléfono que hiciese el favor de ir a su despacho. Carter acudió a la llamada. Butterworth tenía aire cansado, tenía algo hinchados los párpados inferiores. Su actitud fue más amable que nunca cuando le indicó que se sentase y le expresó su pesar por la pérdida de su amigo David Sullivan.

—Me han dicho que ha hablado usted con la policía esta mañana —dijo Butterworth—. A mí me volvieron a llamar también. ¿Ha averiguado usted algo más?

—No. Han hablado también con Gawill y un amigo suyo llamado O’Brien —dijo Carter reclinándose hacia atrás en la silla, y entrelazando las manos como había hecho Gawill, al inclinarse hacia delante—. Todavía les estaban interrogando cuando yo me marché, así que no sé lo que ha pasado.

—¿Tiene usted alguna idea? ¿Alguna sospecha?

—Aparte de que pueda tener alguna relación con Gawill, no. Y si existe alguna relación, estoy seguro de que lo averiguarán. No sé si Sullivan le hablaría a usted alguna vez de Gawill.

—Sí, ya lo creo. Yo le sugerí a David varias veces que tomase un guardaespaldas o que, ante todo, informase a la policía de que le estaban siguiendo. Pero, Dios mío, nunca pensé que fuese a terminar en un asesinato a sangre fría. Y, claro, también está el otro asunto —Butterworth se inclinó apoyándose en las manos y se frotó la frente—. Debo decir que eso me ha sorprendido; supongo que a usted también —dijo Butterworth y miró a Carter—. Me refiero a lo de David y su mujer, ¿o es que no es verdad esa historia?

—Sí, es verdad. Pe… ro, yo no… Bueno —Carter tartamudeó sonrojándose—. Yo lo había sospechado, debo confesarlo, pero no creía, en verdad, que la cosa siguiera. Creo que todo se ha exagerado un poco, y a mi mujer no le he preguntado demasiado sobre ello porque está muy afectada por la muerte de David —a Carter le seguía ardiendo la cara. Y se dio cuenta de que estaba tratando de disimular las cosas, más que por sí mismo, por Hazel—. A propósito, la policía me dijo esta mañana que no quieren que me marche de la ciudad durante los próximos días, por lo que me temo que no voy a poder ir a Detroit. Ya se lo he dicho al señor Jenkins.

—Sí, sí, ya he pensado en eso. He pasado la mañana arreglándolo.

Carter se puso de pie.

Cuando alrededor de las cuatro de la tarde revisaron las notas de Carter, no se mencionó el asunto de Sullivan.

Carter hojeó los periódicos con gran interés a las 5,30 mientras esperaba el autobús en la esquina de la Calle 50 y la Segunda Avenida. A Sullivan le habían enterrado en el panteón familiar en su ciudad natal de Massachusetts y había una fotografía de sus padres con algunos familiares, de pie con las cabezas inclinadas, al lado de la sepultura. El padre se parecía mucho a Sullivan. Carter les miró detenidamente las caras y trató de imaginarse a Hazel hablando con ellos cuando les conoció. Era fácil imaginarlo, pero era también molesto. Se alegraba de que ella no hubiese ido al entierro. Tenía esperanzas de que los interrogatorios de Gawill y de Grasso, su jefe, hubiesen dado algún resultado, sin embargo no se decía nada. Lo único que mencionaban era que la policía había llamado a Grasso para interrogarle. Nada se decía tampoco de la droga. Ni de que a él y a O’Brien se les hubiese sometido al detector de mentiras. Pero Carter pensó que si les hubiesen golpeado con porras de goma tampoco se habría aludido a ello. Por lo menos, O’Brien no había cantado todavía, pues de haberlo hecho se daría la noticia. Carter estuvo a punto de perder el autobús y tuvo que saltar cuando iban a cerrar las puertas.

En casa encontró a Hazel de pie en la sala de estar con lágrimas en los ojos y Timmie boca abajo en la cama sacudido por los sollozos. Carter se dirigió hacia ella.

—No necesitas contármelo. Lo sé.

Ella se apartó un poco hacia atrás, aunque no iba a tocarla.

—Vino a casa a la hora de comer —dijo—, ha estado aquí toda la tarde.

—¡Dios mío! —exclamó Carter. Colgó el abrigo y se fue a ver a su hijo—. Timmie.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué?

Carter se sentó a los pies de la cama porque Timmie estaba tan cerca del borde que no había sitio a su lado.

—¿Qué ha pasado hoy? Cuéntamelo.

—Dicen que eres un ex presidiario. Que mi padre es un ex presidiario, me decían.

—Bueno. Timmie, eso ya lo has pasado antes y lo has superado, ¿no es cierto?

Timmie retiró la pierna derecha en la que Carter había apoyado la mano.

—Es lo que dicen de David —replicó sollozando de nuevo contra la almohada—. Le llaman mi tío David y eso significa algo especial para ellos.

—Vamos, Timmie, no llores. Cuéntame lo demás.

—Phil, ¿acaso es necesario que vuelva sobre todo esto otra vez? —dijo Hazel, que estaba junto a la puerta y con el rostro enfurecido.

—Es mejor que se desahogue —dijo Carter.

—Ya se ha desahogado contándomelo todo a mí. No quiero volver sobre lo mismo otra vez.

—Muy bien, pero suponte que yo quiero saberlo —dijo Carter poniéndose de pie.

—¿Es que tú no piensas nunca en nada más que en ti?

—¡Estoy pensando en Timmie, si no no estaría aquí!

—Podías haber pensado en él antes.

Carter avanzó hacia ella y Hazel retrocedió dando un paso hacia atrás, y luego se dio la vuelta y entró en el dormitorio. Carter salió y cerró la puerta de Timmie.

—Tú sí que podías haber pensando en él cuando te liaste con Sullivan —dijo Carter—. ¡Como si tuvieras derecho a echarme a mí nada en cara!

Hazel no contestó.

—Ahora ha salido a relucir en los periódicos y no puedes soportarlo. Y Timmie tampoco. Lo que le tiene desquiciado es tu lío, no el asunto de la cárcel. Eso ya lo superó hace tiempo —ahora estaba claro por qué no había ido al entierro de Sullivan. Y, súbitamente, Carter tuvo la impresión de que Timmie era literalmente una prolongación de la carne, de la sangre y de la mente de Hazel y que estaba llorando por el mismo motivo: porque la gente se había enterado del secreto que los dos habían sabido desde que empezó el asunto. A Carter le escocían los ojos y parpadeó—. Bueno, Hazel, ya ha sucedido. ¿No podemos acaso tratar de recomponer los vidrios rotos en vez de pelearnos?

—Yo no quiero los vidrios rotos —dijo Hazel furiosa.

—Estoy refiriéndome a los vidrios rotos de Timmie, por ejemplo. ¿Qué le has contado? ¿Qué es verdad?

—Timmie no comprende en realidad lo que dicen los periódicos.

Carter se volvió a indignar de repente.

—No es preciso que lo comprenda. Los chicos se lo explicarán con palabras de cuatro letras. ¡Que no comprende! ¿Acaso crees que es retrasado mental? A propósito, ¿sigue queriendo a David?

—¿Por qué crees que está llorando?

—Eso no es una contestación, eso es un non sequitur. ¿Te sigue queriendo a ti?

—¡Vamos, cállate! ¡Cállate ya!

Carter se calló. Abrió la puerta del dormitorio y se fue al cuarto de Timmie, donde permaneció un momento contemplando la parte posterior de la cabeza del niño. Finalmente, Timmie se levantó. No tenía la cara tan llorosa como Carter había temido.

—Timmie, no es necesario que hablemos si no quieres.

Timmie frunció el ceño volviendo a romper a llorar.

—Lo que quiero saber es si todo es verdad.

—¿El qué?

—Que… que mataste a David porque estabas celoso y porque lo odiabas.

—Yo no estaba celoso de él. Yo no le odiaba.

—¿Le mataste tú?

—No, Timmie —dijo Carter automáticamente. Su negativa apenas podía computarse como una mentira. Si él no hubiese matado a Sullivan lo habría matado O’Brien, pensó. ¿Y su conciencia? ¿No tenía remordimientos? Carter sacudió la cabeza y parpadeó.

—¿Es verdad… —preguntó Timmie— que mi madre y David…? —dejó la pregunta en el aire porque se le agarrotó la garganta.

Carter se sintió repentinamente débil, se le tambaleaban las piernas, por lo que se acercó a la puerta para apoyarse en ella…

—Se querían mucho —dijo.

—¿Quiere eso decir…?

Carter se batió en retirada. Deseaba ir al cuarto de baño y lavarse la cara, pero volvió y dijo.

—Sobre eso es mejor que preguntes a tu madre —esperó un momento y, al no recibir respuesta, salió de nuevo y se encaminó al dormitorio a través del vestíbulo.

Hazel estaba medio recostada en la cama. Carter supuso que habría oído lo que había dicho a Timmie, aunque daba la impresión de que no había oído nada, de que no estaba de humor para escuchar.

—Hazel… —Carter hubiese deseado sentarse a su lado, cogerle la mano, pero con sólo mirarla una vez a los ojos se dio cuenta de que era inútil.

—¿Qué?

Respiró profundamente.

—No voy a Detroit este fin de semana.