23

—Qué estúpidos hemos sido de no haber preguntado a la policía a qué número podríamos llamarles —dijo Hazel malhumorada cuando estaban desayunando.

No había mermelada en la mesa y Carter no se levantó a buscarla. Ninguno de los dos se comió los huevos revueltos. Tan sólo Timmie se comió, lenta y solemnemente su desayuno habitual, que se componía de cereales, huevos, tostadas y leche con una gota de café para darle sabor. Timmie les había acosado a preguntas, tan pronto como se había despertado, pero las respuestas no le habían convencido.

Era preciso hacer la compra habitual del sábado. Carter se ofreció a hacerla porque Hazel, evidentemente, deseaba quedarse cerca del teléfono. No descansaría, pensó Carter, hasta que hubiese averiguado quién había matado a Sullivan y hasta que se castigase convenientemente al asesino, enchironándolo o ejecutándolo. ¿Qué había pensado él que iba a conseguir matando a Sullivan? La verdad era que no había pensado en ello. Carter empezó a hacer la lista de lo que había que comprar. No valía la pena preguntar a Hazel lo que quería para el fin de semana. Hazel entró en la sala de estar para llamar a los Lafferty. Tenía el número en su agenda. Mientras hablaba con ellos, Carter fregó los cacharros. La conversación duró largo rato, hasta que Carter estaba a punto de salir con el carrito de la compra.

Carter volvió a cerrar la puerta.

—¿Saben algo los Lafferty?

Hazel no se había pintado los labios y estaba muy pálida.

—Bueno, dicen que podía tener otros enemigos además de Gawill.

—Puede ser verdad, puesto que era abogado.

—Si los tiene, no sé quiénes son. Los Lafferty tampoco lo saben.

Hazel se levantó y se dirigió lentamente hacia la cocina, pero podía igualmente haber echado a andar en dirección contraria, pensó Carter, porque parecía estar ausente, como en una nube.

—Creo que estaré de vuelta dentro de cuarenta y cinco minutos —dijo Carter, y salió.

Cuando Carter volvió, la policía había llamado por teléfono y habían dejado el recado de que les llamase.

—¿Qué dijeron? —preguntó Carter a Hazel. Estaba de pie junto a la mesa de la cocina descargando dos grandes bolsas de comestibles.

—Las huellas dactilares no sirven —dijo Hazel.

Carter frunció el ceño.

—¿Cómo que no sirven?

—La que tienen no está muy clara. Podría ser de muchas personas.

Carter supuso entonces que indagarían más detalladamente lo que él había hecho desde que salió de la oficina hasta que llegó a casa. Carter guardó cada cosa en su sitio, el jugo de naranja congelado, el papel higiénico, los huevos, el bacón, un trozo grande de añojo para el día siguiente —esto en la parte inferior del frigorífico porque a Hazel no le gustaba muy congelado—, chuletas de cordero, Corn Flakes, pasta de dientes, Kleenex, coles de Bruselas y una lechuga.

—¿No vas a llamar? —preguntó Hazel. No se había vestido todavía y estaba sentada en el sofá, hojeando el Times que Carter acababa de comprar. En el Times no había nada sobre David Sullivan.

—Sí, es que quería quitar de en medio las cosas de comer —Carter se dirigió hacia el teléfono. Hazel había escrito el número con trazos firmes, en el cuadernillo, y lo había subrayado tres veces.

—Phil, ¡mira que de todos los periódicos haber comprado este! ¿No podías haber comprado un periódico más sensacionalista?

—No he visto nada en la primera página de ninguno de esos periódicos —dijo Carter, lo cual era verdad. Había habido un accidente de avión en Long Island y eso era lo que ocupaba las primeras páginas. Marcó el número—: Soy Philip Carter —dijo al hombre que contestó al teléfono—. Quisiera hablar con el detective Ostreicher.

A Carter le pasaron la comunicación en seguida.

—Buenos días, señor Carter —dijo Ostreicher—. Gracias por llamar. Supongo que su mujer le habrá contado lo de las huellas, no son claras. Pero hemos hablado con su secretaria esta mañana y nos ha dicho que usted se marchó de la oficina hacia las cinco y veinte.

—Sí, es posible. ¿Qué dije yo, las cinco y media?

—Sí —dijo Ostreicher, y esperó.

Carter se quedó esperando también.

—La chica dice que está segura porque ella no se marchó hasta las cinco y media, y luego se retrasó hasta las cinco treinta y cinco, o algo así, para llevar unas cartas al correo. Le digo esto porque vamos a tener que comprobar al minuto lo que hizo todo el mundo con mucha exactitud, puesto que no hay ninguna pista. Y su mujer dijo esta mañana que usted pudo haber llegado a las seis y diez, que no lo recuerda exactamente.

Hubo un nuevo silencio que duró unos segundos.

Carter se preguntaba si sería Ostreicher quien había sugerido a Hazel la posibilidad de que hubiese llegado más tarde de lo que había dicho, ¿o se le habría ocurrido a ella espontáneamente? Hazel estaba mirándole fijamente.

—Puede tener razón —dijo Carter—, yo no miré el reloj —podía haber mencionado que se había parado para tomar una copa, pero Ostreicher podría hacer averiguaciones con el barman, y el bar en el que había estado se encontraba justamente al sur de la Calle 38—. ¿Quiere usted que vaya a la comisaría, o algo así?

—Oh, no gracias. Probablemente volveremos a hablar con usted durante el fin de semana. ¿Se quedará usted por aquí sin salir de la ciudad?

Carter contestó afirmativamente.

Carter colgó el teléfono y miró a Hazel.

—Me han hecho más preguntas sobre cada minuto —dijo—. ¿Las seis? ¿Las seis y diez cuando llegué a casa? No me acuerdo, ¿y tú?

—Creo que fue un poco después de las seis. Tampoco me acuerdo exactamente —dijo tranquilamente. Hazel generalmente tenía algo que hacer los sábados por la mañana: escribir unas cartas, ir a la biblioteca de la Calle 23. Ahora permanecía sentada con los brazos cruzados.

—Me parece que voy a seguir con este trabajo de la oficina —dijo Carter dirigiéndose hacia la mesa del teléfono en la que estaban los folletos de Jenkins and Fields. Era información sobre la fábrica de Detroit que le habían encargado de reformar.

Hazel entró en el dormitorio.

Y ese sábado no sucedió nada más.

Phyllis Millen les había invitado a un cóctel el domingo, pero, hacia las dos del mismo día, Hazel la llamó para disculpar su asistencia. Hazel y Phyllis hablaron durante largo rato, pues para entonces la noticia ya había aparecido en los periódicos. El Times, el Herald Tribune y el Sunday News, todos mencionaban que, según se afirmaba, la señora Hazel Carter mantenía relaciones íntimas con David Sullivan, pero esta información, decían todos los periódicos, provenía de Gregory Gawill y Gawill era un enemigo declarado de Sullivan. Carter pensó que era un detalle delicado, por parte de la policía y del detective Ostreicher, el no haber revelado a la prensa que Hazel misma había admitido que eran amantes. Sin embargo, era inevitable que esto saliese a relucir en los próximos días y, entonces, el dedo acusador, como todos los periódicos lo llamaban (que el domingo todavía no señalaba a nadie, ni siquiera a Gawill), se dirigiría a él. Carter no escuchó la conversación de Hazel con Phyllis. Por el contrario, se fue al dormitorio y se sentó al escritorio con su trabajo. Carter se puso tenazmente a hacer notas y bocetos de planos para el arquitecto de Detroit con el que iba a trabajar, sin saber si jamás llegaría a ir a Detroit. Pensó en que Hazel había telegrafiado a los padres de Sullivan, que vivían en Massachusetts, la tarde anterior. La policía habría dado la noticia a los Sullivan, naturalmente, pero Hazel había querido enviar un telegrama de pésame.

—¿Los conoces? —había preguntado Carter.

—Sí, he estado con ellos dos veces. Vinieron a Nueva York un fin de semana cuando yo estaba aquí pasando el verano, y otra vez fuimos David y yo a verlos a Stockbridge —se lo contó a Carter desinteresada e indiferentemente y Carter tuvo esa sensación de estar al margen, y de que le daban de lado, que tantas veces había experimentado en la cárcel cuando Hazel le contaba, con retraso, algo que había hecho o que iba hacer. Creía recordar vagamente que sí le había dicho que conocía a los padres de Sullivan, pero si le había contado que había ido a verles, eso se le había olvidado. A Carter le parecía que su preocupación por expresar su pena y su dolor por la muerte de Sullivan era la que, en estas circunstancias, habría tenido una nuera.

Cuando a las 10,15 de la noche sonó el teléfono, Carter apenas si se dio cuenta, ya que había sonado tantas veces. Pero ahora era la policía la que llamaba. Carter lo notó por la tirantez con que oyó decir a Hazel:

—Sí…, sí —desde el dormitorio.

Entró lentamente en la sala de estar.

—Naturalmente. Muy bien… bien —tras de lo cual colgó—. Ahora viene la policía —dijo a Carter.

—¿Saben algo?

—No me han dicho nada —se puso de pie.

Timmie había salido de su cuarto al vestíbulo.

—¿Puedo quedarme levantado, mamá?

Hazel se pasó la mano por el pelo.

—Sí. Muy bien. Quédate levantado en tu cuarto, si quieres, pero no vengas cuando la policía esté aquí, querido.

—¿Por qué no?

Hazel sacudió la cabeza, y se puso tan nerviosa que dio la impresión de que iba a romper a llorar.

—Porque te contaremos todo lo que digan, te lo prometo.

¿Le contaría también lo de su lío?, se preguntó Carter, ¿o es que Timmie ya lo sabía y lo daba por supuesto? ¿Qué quiere decir «relaciones intimas»?, había preguntado Timmie a Carter mientras escudriñaba los periódicos, y Carter le había contestado que quería decir que Hazel y Sullivan eran íntimos amigos. Pero Carter pensó que Timmie debía de saberlo por intuición. Carter volvió a conducir a Timmie hacia su cuarto.

—Después de que se marchen tomaremos un chocolate con leche y te contaré todo lo que hayan dicho —le dijo Carter, levantando la mano que le había apoyado en la espalda y dándole una palmadita en el hombro—. Hasta luego, hijo —Carter volvió a la sala de estar. Hazel estaba de pie junto a la butaca y él le pasó el brazo derecho por la cintura atrayéndola hacia sí, movido por el deseo de consolarla, pero Hazel se apartó.

—Perdona. Estoy nerviosa —dijo.

Se fue al dormitorio.

Entonces sonó el timbre.

Era Ostreicher con el joven agente.

—Bueno, hemos pasado todo el día con Gawill y sus amigos —dijo Ostreicher—. Naturalmente, también les hemos tomado las huellas dactilares.

Carter se sentó muy derecho, escuchando. Ostreicher no había venido para darle noticias de Gawill, estaba seguro de ello.

—¿Y qué hay de las huellas? —preguntó Hazel.

—No hay más que una —dijo Ostreicher sonriendo—. Podría ser del señor O’Brien, podría ser de su marido, podría ser de… ¿Cómo se llama? Charles Ewart —Ostreicher miró al agente, que asintió con la cabeza. Ostreicher tenía ojeras.

—Chistopher Ewart —dijo el agente. Estaba con los brazos cruzados y no tomaba notas, aunque tenía el bloc sobre las rodillas.

Carter recordó que Anthony era el nombre del individuo que estaba en el apartamento de Gawill con la rubia. Era un tipo fornido, que parecía un boxeador o un jugador de fútbol. Carter supuso que podía ser él el que bajó las escaleras corriendo, aunque no pudo ver si se trataba de un tipo musculoso porque le tapaba la chaqueta que se le había levantado con la velocidad. Y Carter pegó un pequeño respingo involuntario al darse cuenta de que, tan pronto como había oído lo que le dijo Sullivan esa noche, había sabido que la culpa o la sospecha de haber asesinado a Sullivan recaería sobre la persona que bajó las escaleras corriendo.

—Los dos amigos con los que Gawill cenó el viernes por la noche —dijo Ostreicher— son dos señores de New Jersey. Uno de ellos es griego. Cenaron en un restaurante griego de Manhattan. Hemos visto a los dos. Son conocidos de Gawill a los que, según parece, no ve con frecuencia. Ambos tienen trabajo y están casados y, en todo caso, sus huellas están libres de toda sospecha. No coinciden —sacó de su bloc una fotografía de unas seis pulgadas cuadradas—. Lo único que tenemos, puede decirse que en concreto, es esta línea y estas espirales, o más bien arcos, que hay encima.

Carter cogió la fotografía que Ostreicher le enseñaba y Hazel se levantó para mirarla por encima del hombro de Carter. Era aproximadamente una tercera parte de una huella dactilar del dedo de en medio con una breve línea vertical que atravesaba unas espiras que había en e l borde exterior. Era, sin duda, fragmentaria.

—Podría ser una parte de las huellas de miles de personas —dicho Ostreicher—. La huella nos servirá de ayuda, de guía, pues no nos molestaremos en interrogar a ninguna persona que no tenga una huella como esta —añadió esbozando una sonrisa.

—¿Y O’Brien? —preguntó Hazel—, ¿quién es?

—Un barman de Jackson Heights, amigo de Gawill. Según contaron O’Brien y su compañero de cuarto, aquel volvió a su apartamento de Jackson Heights a las cinco de la tarde del viernes; después, hacia las cinco y cuarto, su compañero se fue y, según O’Brien, él se quedó en casa hasta las siete para darse una ducha y echarse una siesta, y luego salió; comió una hamburguesa por allí cerca y se fue a ver una película. Desde luego, ha visto la película, pero no hay quien pueda asegurar que estuviese en el sitio de las hamburguesas el viernes, o que fuese a ver esa película ese día. Pudo haber ido el jueves. Esa película la daban también el jueves, y O’Brien libró la tarde del jueves. Entró de turno el jueves por la noche y trabajó de nuevo el viernes por la noche. No tiene, sin embargo, antecedentes penales —Ostreicher dio una chupada a su cigarrillo.

—¿Pero usted sospecha de él? —preguntó Hazel.

Ostreicher tragó saliva y miró a Hazel.

—Tenemos que interrogar a todo el mundo, señora Carter. Hay una o dos personas que Sullivan conocía —y de una de ellas podía, efectivamente, ser esta huella—, que son de dudosa moralidad, de antecedentes oscuros y algo sospechosos hasta ahora —sonrió resignadamente—. El móvil de este asesinato ha sido el odio, el odio de la persona que lo cometió o de la persona que pagó a otro para cometerlo. Todo abogado puede despertar el odio de una persona a la que va a arruinar, y el señor Sullivan tenía entre manos un caso así, pero no hay quien mate a un abogado por eso, a quien se mata es a la persona a quien representa, ¿no le parece? —Ostreicher se desabrochó la chaqueta—. Dada la situación parece que quedan Gawill… y usted, señor Carter.

—¿Y qué van a hacer con la historia de O’Brien, por ejemplo? ¿Con su coartada? —preguntó Hazel.

—Continuar las investigaciones —dijo Ostreicher—. Seguir vigilándole, al mismo tiempo que a otros. Controlaremos los movimientos de dinero en las cuentas bancarias de la gente, vigilaremos a las personas mismas, observaremos a quién ven y con quién hablan. Lo normal. Creo que sabremos algo dentro de un par de días —añadió en un tono algo más animado.

—¿Y quién es ese que se llama Ewart? —preguntó.

—Ewart se reunió con Gawill y los otros dos el viernes por la noche en el restaurante. También es de New Jersey; vende coches. Le he mencionado únicamente porque también podía ser suya la huella, pero tiene coartada. Llevó el coche a New Jersey a que se lo revisasen y estuvo allí desde las cinco hasta las seis. Lo comprobamos en la estación de servicio. Luego se fue al restaurante de Manhattan —Ostreicher suspiró y miró al vacío—. Gawill pudo comprar a alguien. Vamos a hacer averiguaciones en su cuenta bancaria mañana.

—No creo que sea tan estúpido como para que le cojan por ahí —dijo Carter.

—Miraremos de todas las maneras —Ostreicher parpadeó al sonreír, como era habitual en él—. Señor Carter, usted no es zurdo, ¿verdad?

—No —dijo Carter, que sabía que las huellas dactilares eran del dedo de en medio de una mano derecha.

—¿No tiene usted más fuerza en una mano que en otra a causa de la lesión de sus pulgares?

—No —el pulgar izquierdo le dolía menos, pero eso no influía en la fuerza de la mano.

—Tengo que volverles a preguntar a los dos —dijo Ostreicher inclinándose hacia delante en la silla—, si tenían algún proyecto o si habían tomado alguna decisión o llegado a algún acuerdo, incluso amistoso, acerca de su futuro —señaló con la cabeza a Hazel—, y del suyo —hizo otro gesto con la cabeza señalando a Carter, en relación con el señor Sullivan como consecuencia de las conversaciones que mantuvieron la pasada semana.

Hazel contestó primero:

—No decidimos nada. Quizá sea eso peor que llegar a un acuerdo.

—No, necesariamente. Ya les he dicho que, según Gawill, el señor Carter estaba furioso, pero no piensen que me creo todo lo que Gawill me cuenta —se volvió hacia Carter—. ¿No tenía usted la menor intención de hablar con el señor Sullivan sobre la situación?

—Sí, sí la tenía —dijo Carter pausadamente—. Traté de verle el martes por la noche, como Gawill le habrá contado. Pero fue la tarde en que me encontré a mi mujer en la acera camino de su casa —se irguió más, esforzándose por mantenerse tranquilo—. Quería, efectivamente, hablar con Sullivan para preguntarle si era verdad que el asunto seguía y, en ese caso, que me dijese lo que pensaba hacer ahora que yo me había enterado de ello, pero no llegué a verle esa tarde.

—Es cierto. Gawill me lo contó —Ostreicher esbozó una leve sonrisa.

—¿Usted no trató de ver al señor Sullivan después de eso?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque… el encontrar a mi mujer yendo a verle era, en parte, la respuesta que quería —dijo Carter—. Lo que me quedaba por hablar, prefería hacerlo con mi mujer.

—¿De verdad? ¿Por qué? —Ostreicher hacía sus preguntas de forma monótona y automática, como si no le interesasen las respuestas. O como si no se creyese la última respuesta de Carter.

—Porque me parecía que lo que Sullivan quería hacer, o estaba haciendo, el tener un lío con una mujer casada, era asunto suyo; pero yo tenía derecho a preguntar a mi mujer sus intenciones, porque es mi mujer.

Ostreicher movió la cabeza y sonrió con una leve sonrisa que parecía denotar incredulidad.

—¿Qué pensaba usted hacer, señora Carter?

Carter observó la expresión de preocupación y de sufrimiento que invadía el rostro de Hazel, pero ¿es que se podía replicar campanas e ir a la procesión?

—Sinceramente, no sé —dijo Hazel—. El martes por la noche estaba hecha un mar de confusiones. Sí, supongo que habría dejado a David.

—¿Pero esto no se lo dijo a su marido?

—No. No claramente.

Ostreicher suspiró.

—¿Habló de esto con el señor Sullivan el martes por la noche?

Hazel respondió que no.

—¿No le dijo que acababa de ver a su marido en la acera, allí mismo?

Hazel negó con la cabeza rápidamente:

—No —repentinamente miró a Carter y le dijo—: ¿No crees que deberías contarle al señor Ostreicher lo de la droga de Gawill? ¿Sencillamente el hecho de que la tenía?

—¿Droga? —dijo Ostreicher.

—Sí —dijo Carter—. Me ofreció droga, heroína, y me pinché dos veces. Yo tenía que tomar morfina en el hospitalillo del penal por lo de los dedos y Gawill tenía bastante cantidad.

—¿Cuánta?

—Me pareció que más de doscientas ampollas de plástico en forma líquida. Gawill me dijo que cada una contenía diez granos.

Ostreicher frunció el ceño.

—Ya no la tiene. Le registramos el apartamento ¿Por qué se inyectó, señor Carter?

Carter tomó aliento.

—Ayuda a quitar el dolor de los dedos. Y además me gusta.

—Dice que se inyectó en dos ocasiones. ¿Tiene la costumbre de inyectarse todos los días?

—No. Las píldoras que tomo me van bien y, en realidad, están hechas a base de morfina —miró a Hazel—. Tomo unas cuatro al día, a veces seis, y calculo que eso equivale a dos o tres granos de morfina.

—¿No le pareció extraño que Gawill tuviese tanta droga en su apartamento? ¿Dónde cree usted que la adquirió?

—Sí, me pareció raro. Pero teniendo en cuenta la gente con quien anda… —Carter se encogió de hombros—. Yo no le pregunté nada a Gawill, pues esa no era la razón por la que iba a verle.

—¿No trató usted de averiguar dónde la podía haber adquirido?

—No. No me importaba —Carter observó que a Hazel, y a Ostreicher también, les parecía mal ese comentario: el tener heroína era ilegal y, no solamente no lo había denunciado, sino que se había aprovechado de ello—. Lo que trataba era de conseguir información de Gawill, y la verdad es que no quería ponerme a mal con él.

—Podía habérmelo mencionado antes —dijo Ostreicher mirando a su colega Charles, que estaba escribiendo en el bloc—. Esto abre la posibilidad de que se trate de un caso de tráfico de drogas. De traficantes, que son un hato de sinvergüenzas, y muy numerosos —sacudió la cabeza, como si se sintiese abrumado porque iba a tener que enfrentarse con un nuevo problema, pero no se dirigió al teléfono.

Carter tenía la impresión de que Ostreicher sospechaba seriamente de él, de que había abrigado sospechas todo el tiempo y de que estaba tan seguro de ello que no tenía por qué precipitarse. Carter tragó saliva y miró a Hazel.

Hazel estaba inclinada hacia adelante con los brazos apoyados en las rodillas, mirando fijamente al suelo. Repentinamente levantó la vista hacia Ostreicher.

—¿Como cuánto tiempo cree usted realmente que se tardará en averiguar quién lo hizo?

Ostreicher tardó algún tiempo en contestar, y acabó contestando lo de siempre:

—Quizá dos o tres días. Quizá incluso menos. Ya veremos lo que los Bancos de Gawill nos revelan mañana. Tendremos que investigar en el suyo también, señor Carter.

Carter asintió con la cabeza y se levantó al mismo tiempo que Ostreicher.

—Y, por supuesto, trataremos de lo de la droga de Gawill —dijo Ostreicher—. Quizá sepa algo Grasso, el jefe de Gawill. En realidad, no parece tener la menor idea de que Gawill planease el asesinato de Sullivan, o que tuviese que ver con ello, pero puede suceder que Gawill esté teniendo mucho cuidado. Gawill y Grasso están muy unidos, personalmente, quiero decir. Son verdaderos amigos —Ostreicher se rascó la barbilla y dirigió la mirada durante un momento hacia la pared, luego miró a Carter y sonrió—. Volveremos a tener trabajo esta noche. Hay que vigilar la casa de Grasso y también la de O’Brien a causa de la droga. ¿Cómo estaba embalada?

—En una caja de cartón de unos dos pies cuadrados —dijo Carter—. Las ampollas estaban en capas, entre algodones.

—Probablemente estén ya en frascos de mahonesa —murmuró Ostreicher—, o en frascos de algún líquido para abrillantar la plata —rió entre dientes—. Vámonos, Charles.

Timmie apareció al cerrarse la puerta del piso. Carter fue a prepararle el chocolate con leche prometido, mientras Hazel trataba de responder a sus preguntas. La respuesta a la gran pregunta estaba todavía por contestar. Pero a Timmie le interesó mucho O’Brien. Se sentó en el sofá cogiendo el vaso de chocolate.

—Quizá sepan que O’Brien lo hizo y estén esperando algo muy definitivo.

Hazel miró con cansancio a Carter.

—No creo que podamos averiguar nada más esta noche —Carter tampoco sabía qué decir. Timmie había visto películas en la televisión en las que los detectives se callaban lo que sabían hasta que podían dejarlo caer de golpe sobre el culpable. Este tipo de situación era lo que estaba tratando de imaginar ahora.

—Timmie, es todavía demasiado pronto para saber nada —dijo Carter.

Una vez en la cama, Carter trató de rodear a Hazel con el brazo, para tenerla abrazada mientras se dormía, pero ella se apartó lentamente con la tensión de quien está completamente despierto, y dijo:

—Lo siento, no puedo. No soporto que me toquen ahora.

—Hazel, te amo —Carter le presionó el hombro con la mano—. ¿Es que no podemos dormirnos juntos, sencillamente?

Pero ella no quería, y ninguno de los dos se durmió hasta pasado un buen rato.