El teléfono sonó a las diez y Carter contestó.
—Soy el detective Ostreicher. ¿Es el señor Carter?
—Sí.
—Si no tienen inconveniente desearíamos hablar con usted y con su esposa durante unos minutos esta misma noche.
—Muy bien, de acuerdo.
—Estaremos ahí dentro de diez minutos.
Hazel estaba de pie en el umbral de la puerta en camisón.
—Es la policía. Vienen ahora a hablar con nosotros —dijo Carter.
—¿Han dicho algo más?
—No.
Volvió a entrar en el dormitorio. En todo ese tiempo no había apagado la luz.
Carter vació un cenicero y ordenó unos periódicos que había en el sofá.
En menos de diez minutos se presentó la policía. El detective Ostreicher era un muchacho fornido de ojos azules que no habría cumplido los treinta años. Le acompañaba otro agente, un tipo moreno, también bastante joven. Hazel entró en la sala de estar con su bata azul y se sentó en el sofá. Los dos hombres se sentaron también, después de quitarse los abrigos, y cada uno sacó un bloc y un bolígrafo.
Primero preguntaron a Carter su nombre, edad, profesión y lugar de trabajo, y luego los mismos datos a Hazel.
—¿Dónde estuvo usted hoy entre las cinco y las siete de la tarde, señor Carter? —preguntó Ostreicher con calma sin hacer uso del bolígrafo—. Estas son preguntas de rutina que estamos haciendo a todos los amigos del señor Sullivan.
—Estuve en la oficina y luego vine para casa —dijo Carter—. Llegué hacia las seis.
—¿Puede contarnos sus movimientos con exactitud? Usted ha dicho que su oficina está en la esquina de la Segunda Avenida y la Calle 43.
—Sí. Cogí el autobús de la Segunda Avenida hacia el centro.
—¿A qué hora fue eso?
—Creo que hacia… las cinco y media —Carter se dio cuenta de que había sido un par de minutos antes—. El autobús estaba muy lleno y tuve que esperar irnos minutos. Me bajé antes de mi parada, en la Calle 34, y seguí andando hasta casa. Compré un periódico.
—¿Por qué se bajó allí?
—El autobús iba muy lleno y decidí recorrer a pie las siete manzanas que faltaban.
—¿Señora Carter, estaba usted en casa cuando llegó?
—Sí.
—¿Coincide esto? ¿Llegó a casa hacia las seis?
Hazel asintió lentamente con la cabeza.
—Sí.
Carter pensó que podía haber dicho que eran las 6,10, si se hubiese dado cuenta, pero quizá no se hubiese percatado de ello.
—Señor Carter, ¿cuándo vio usted al señor Sullivan por última vez?
Carter se volvió automáticamente hacia Hazel.
—¿No fue cuando vino a cenar aquí la última vez?
—Sí. Hace unos diez días —dijo Hazel.
Hazel le había visto después, y ese asunto iba a salir a relucir de un momento a otro, pensó Carter y se frotó nerviosamente las palmas de las manos, juntándolas después entre las piernas con los rojizos dedos pulgares apuntando hacia arriba. Estaba sentado en una silla.
—¿Y usted, señora Carter?
—Le vi el… martes.
—¿El martes, a última hora de la tarde? —preguntó Ostreicher.
—Sí.
—¡Ah! ¿Tenía usted por costumbre ver al señor Sullivan sin su marido, señora Carter?
Hazel movió la cabeza lateralmente contra el respaldo de la butaca.
—Estoy segura de saber lo que Gawill le ha contado, así que no andemos con rodeos.
—¿Es verdad, señora Carter?
—En parte, sí.
—¿Eran amantes?
—Sí, éramos amantes.
—¿Con el consentimiento de su marido? —Ostreicher miró a Carter.
Carter no se inmutó, por lo menos así le pareció a él, y fijó la vista en un punto determinado de la mesa de delante del sofá.
—No, no enteramente con el consentimiento de mi marido.
—¿Y ustedes discutieron algo sobre ello el martes por la noche?
—Sí. El martes por la noche ya tarde, cuando volví a casa.
Ostreicher echó otra mirada a Carter.
—¿Lanzó su marido alguna amenaza contra el señor Sullivan entonces, o en cualquier otro momento?
—No —contestó Hazel.
Ostreicher miró a Carter.
—Señor Carter, ¿cuál era, sinceramente, su actitud hacia el señor Sullivan? ¿Qué sentía hacia él?
Carter abrió las manos.
—Yo… —repentinamente le faltaron las palabras del todo. Pero Ostreicher estaba esperando—. Sabía que hace años tuvieron un breve idilio. Esta semana me enteré de que la cosa seguía más o menos —le parecía abominable tener que decir esto, pero Carter estaba seguro de que Gawill lo habría contado, que habría dado las fechas y las horas en que Carter le había visitado y que habría hablado de las cintas—. Quiero decir que apenas si he tenido tiempo de analizar lo que siento hacia él o, mejor dicho, lo que sentía hacia él.
—¿Usted no trató de verle, de hablar con él, desde el martes por la noche? Gawill fue quien me informó de lo del martes —añadió Ostreicher.
—No.
—¿Pensaba usted hacerlo?
Carter le miró.
—En realidad no había dado por terminada la conversación con mi mujer para saber qué pensaba hacer —dijo Carter.
—Siento tener que hacerles estas preguntas tan íntimas, pero ¿qué tipo de conversación mantuvieron ustedes el martes por la noche?
Ostreicher les miró primero a uno, luego al otro.
Carter se dio de repente cuenta de que Timmie estaba en pijama en la puerta que daba al vestíbulo y se levantó.
—Timmie, es mejor que te vuelvas a la cama —Carter echó a andar hacia él—. Vamos. Te lo contaremos todo por la mañana.
—¿Saben quién mató a David? —preguntó Timmie.
—No se sabe nada todavía. Te iré a ver luego, querido —le dijo, dándole unas palmadas en la espalda y conduciéndole, aunque el niño se resistía, a su cuarto. Después cerró la puerta.
—¿Cuál fue el resultado de su conversación, señor Carter? —preguntó Ostreicher al volver Carter.
—Que mi mujer admitió que el asunto seguía —dijo Carter—. Bueno, más o menos —al decir esto miró a Hazel.
—¿Y le pidió usted que lo dejase?
—No, no exactamente.
—Me preguntó qué pensaba hacer —dijo Hazel—, y yo le dije que no lo sabía, lo cual era verdad.
—Señora Carter, ¿estaba usted enamorada del señor Sullivan? —preguntó Ostreicher.
—Creo que sí —dijo con voz muy apagada.
—¿Y se lo dijo usted a su marido?
—Más o menos —dijo Hazel.
—¿Tenía usted la intención de disolver su matrimonio?
Hazel sacudió la cabeza.
—Sabe, tenemos un hijo.
—Sí, ya lo sé. En ese caso, la cuestión estaba esta semana en una situación de incertidumbre.
—Eso me parece.
Ostreicher miró a Carter interrogativamente.
—Sí —dijo Carter.
Ostreicher pasó una página de su bloc, luego unas pocas más, mirando lo que tenía escrito. Entonces dijo bruscamente:
—Señor Carter, tendremos que tomarle las huellas dactilares.
El agente, que iba de uniforme, sacó el material necesario de su cartera.
Carter supuso que esto significaba que en el apartamento de Sullivan habían encontrado huellas lo suficientemente claras como para poder probar algo.
—Gawill nos ha contado que en el penal tuvo usted una lesión en los dedos pulgares —comentó Ostreicher mientras le presionaba la punta de los otros dedos.
—Sí —los pulgares le habían dolido mucho desde las seis y Carter había tomado un par de Pananods antes de cenar. Ahora temía que Ostreicher se los apretase.
—Le dejaré que ponga usted mismo los pulgares, si puede hacerlos girar presionando con fuerza.
Carter lo hizo con fuerza para no tener que repetirlo.
—Tenemos una huella del piso del señor Sullivan pero, desgraciadamente, no es muy buena. Es del pie de mármol con el que creemos que le mataron, y el mármol tiene la superficie áspera, por lo menos donde está la huella. Los tiradores de las puertas están demasiado manoseados como para servirnos de algo. La huella que tenemos es de un dedo de en medio, de este —dijo señalando la huella que estaba al lado del dedo índice en la hoja de papel de Carter.
Carter no dijo nada. Sabía que el primer golpe que había dado a Sullivan era en un lado del cuello. Evidentemente la contusión no era visible, o no se habían fijado en ella.
Ostreicher volvió a preguntar sobre Gawill. ¿Cuánto tiempo hacía que le conocía Carter? ¿Qué pensaba de él? ¿Creía que había estado implicado en el fraude que le llevó a Carter a presidio? ¿Qué razón le había inducido a Carter a ir a ver a Gawill, por iniciativa propia, el martes por la tarde?
Carter explicó que Gawill había acusado a su mujer, en relación con Sullivan, y había querido averiguar si Gawill tenía pruebas.
—¿Y las tenía?
—Bueno… algunas —dijo Carter—. Pero no tantas como alardeaba tener. Probablemente ya se habrá dado usted cuenta de que está un poco chiflado.
—¿Cómo chiflado?
—Es un paranoico. Odiaba a Sullivan y exageraba lo que Sullivan estaba haciendo contra él, lo mismo que trataba de exagerar el asunto entre Sullivan y mi mujer —a Carter le sobrevino una extraña emoción al decir esto, y se dijo que debía estar sobre aviso. Pero ¿acaso podía exagerarse un asunto así?, o eran amantes o no lo eran—. La cuestión es que, a mi modo de ver, Gawill trataba de instigarme para que yo matase a Sullivan. Se le notaba tan bien, que resultaba gracioso. Y el martes por la noche le dije: «No me pienso preocupar. Me azuzas porque le odias más que yo».
Ostreicher le escuchaba con atención, con tanta atención que se había olvidado de escribir, pero el agente no dejaba de hacerlo.
—Usted dijo que no pensaba preocuparse.
—Dije algo así. Pero estoy seguro de que Gawill no le ha contado eso, ¿verdad que no? No me cabe duda de que lo que quiere es que yo cargue con la culpa.
—Sí, es cierto que es lo que quiere. Claro que usted quiere que sea él el que cargue con ella —Ostreicher esbozó una sonrisa.
Carter miró a Hazel. Tenía desencajado el semblante y seguía con la cabeza reclinada en el respaldo de la butaca.
—Le dijo usted alguna vez a Gawill… —Ostreicher volvió a empezar—. Según Gawill usted amenazó con matar a Sullivan. El martes, por la noche, usted dijo que lo iba a hacer.
—Pues no es verdad —Carter tomó aliento—. Estoy completamente seguro de que es Gawill quien se lo ha dicho. Y estoy completamente seguro de que quiere que usted se lo crea —Carter miró a Hazel—. Pregunte a mi mujer si estaba tan iracundo como para eso, o si proferí la menor amenaza contra él —Carter se levantó y se dirigió hacia la cocina—. Perdone, pero voy a por un vaso de agua. ¿Quiere alguien agua?
Nadie quería.
—Mi marido no profirió, desde luego, ninguna amenaza —dijo Hazel.
Carter oyó su diáfana voz muy claramente. Al volver a la sala Ostreicher le preguntó:
—¿Estuvo usted alguna otra vez en la cárcel, antes de ese lío del Sur?
—No —contestó Carter.
—La condena que usted cumplió fue de seis años, según Gawill.
—Sobre eso, Gawill ha dicho la verdad —dijo Carter—. Seis años.
Ostreicher miró al agente que levantó la vista.
—Veremos lo que las huellas dactilares nos pueden revelar.
El joven agente asintió con la cabeza, y dijo:
—Sí, señor.
Ambos se pusieron de pie. Ostreicher sonrió.
—Adiós, señor Carter —y volviéndose hacia Hazel dijo—: Buenas noches, señora.
Hazel se levantó.
—¿Nos llamará usted mañana?, o ¿podemos llamarle nosotros?
Ostreicher asintió con la cabeza.
—Estoy seguro de que les llamaremos mañana.
—¿Harán indagaciones sobre todos los amigos de Gawill? —preguntó Hazel.
—Sí, sobre todos ellos, no tenga cuidado. Gawill tiene una coartada indiscutible para esa noche.
—Claro, estaba segura que la tendría —dijo Hazel—. Por eso ni me he molestado en preguntarlo.
—Desde las seis a las diez estuvo tomando unas copas y cenando con dos amigos. Hablé con los dos por teléfono esta noche, así como con el dueño del restaurante donde estuvieron, pero, evidentemente, también hablaremos con todos ellos personalmente.
—Yo no creo que Gawill lo haya hecho —dijo Hazel con una sonrisita amarga—, pero tiene muchos amigos de antecedentes oscuros.
—Sí, ya me he dado cuenta —replicó Ostreicher, saludando con la mano y dirigiéndose hacia la puerta acompañado del joven agente.
Carter les abrió la puerta.
Hazel se detuvo cuando iba hacia el dormitorio y miró a Carter:
—Con la huella quizá podamos saber algo mañana, ¿no te parece?
Carter asintió con la cabeza.
—Si es lo suficientemente clara.
Carter vació el cenicero, lavó su vaso de agua y lo guardó. Todo dependía de que el asesino a sueldo de Gawill hubiese hablado con él esa noche, pensó Carter. Pero Gawill probablemente le habría dicho que no telefonease. Todo dependía, en realidad, como siempre, del dinero: si el asesino de Gawill no había cobrado, quizá le dijese a Gawill que había matado a Sullivan cuando la noticia apareciese al día siguiente en los periódicos. Sin embargo, si había cobrado por adelantado, podía decir: «Yo no lo hice, pero vi a Carter subir las escaleras». A pesar de todo, la solución intermedia era la más probable: el asesino de Gawill cobraría el dinero por haber dado muerte a Sullivan (la cantidad podía ser cinco mil dólares o quizá diez) y luego, si la policía le seguía la pista, o daba con él, contaría la verdad, es decir, que él no había cometido el asesinato pero que había visto a Carter entrar en el piso. Carter llegó a la conclusión de que sus días estaban contados o, en el mejor de los casos, que sus probabilidades de salir absuelto eran mínimas.