20

La semana siguiente, Hazel tenía que asistir a una cena de trabajo que se iba a celebrar en un hotel de la Calle 57, y, como después se iban a pronunciar muchos discursos sobre asuntos que a Hazel le parecía que iban a aburrir a Carter, sugirió la idea de ir sola. Carter estaba de acuerdo con ella. Tenía además que hacer un trabajo en casa para Jenkins and Field.

—Llevaré a Timmie a cenar temprano y luego puede ir al cine de la Calle 23, donde dan una película que quiere ver —dijo Carter—. Creo que es una película del Oeste.

—¿Le irás a buscar? —preguntó Hazel—. No me gusta que luego se vaya solo, ya tarde, por la noche, a un drugstore a tomarse varias botellas de soda.

Timmie había aumentado su ración de soda últimamente. El tomarse tres botellines de una sentada no era nada exagerado en él.

—Ya me enteraré a qué hora termina la sesión y le recogeré —dijo Carter.

Esta conversación la tuvieron a la hora de desayunar. Carter averiguó que había sesiones a las seis, a las ocho y a las diez, y pensó que Timmie debería ir a la de las ocho, después de haber cenado. Llamó entonces a Timmie por teléfono a las cinco y le dijo que estaría en casa antes de las seis y media, un poco más tarde que de costumbre, y que se irían en seguida a cenar.

Al salir del trabajo, Carter tomó un autobús hacia la parte baja de la ciudad y se apeó en la Calle 38. Se había pasado el día pensando en Sullivan y decidió que era una buena oportunidad para tener una breve conversación con él de la que Hazel no tenía por qué enterarse. Quería preguntar a Sullivan, a bocajarro, qué había entre ellos y si Sullivan le contaba la verdad, tanto mejor; si mentía, Carter pensó que él se daría cuenta. Y si Sullivan no estaba en casa, mala suerte, pues Carter no había querido concertar una entrevista de antemano.

Cuando estaba a treinta yardas de la casa de Sullivan, Carter vio a Hazel. Ella también le vio y estuvo a punto de pararse pero, luego, continuó hacia él sonriendo.

—¡Hola! —dijeron los dos casi simultáneamente.

—¡No irás a casa de David! —dijo Carter riéndose.

—Pues es justamente donde voy. Le llevo un libro —le dijo Hazel haciendo un leve gesto con el montón de papeles y de libros que llevaba al brazo debajo de su bolsillo—. Vamos, no tengo más que un minuto —dijo empezando a subir las escaleras de la casa.

—No, no, está bien. Seguiré.

Ella le miró fijamente.

—Había pensado dejarme caer un momento. No es nada importante —dijo Carter.

—No seas tonto. Ya que estás aquí…

Carter continuó andando.

—Nos veremos más tarde —dijo sonriendo y saludando con la mano. Llegó a la esquina caminando como un hombre de palo, como si fuese con zancos. No había esta noche tal cena de trabajo, Hazel iba a pasar la velada con Sullivan. Y Carter no pudo por menos de admirar lo bien que lo había esquivado. Si él hubiese subido, ella hubiese dicho a Sullivan: «Mira a quien me acabo de encontrar. Aquí tienes el libro, David», dejándole un libro sobre el cuidado postnatal de los niños, faute de mieux. «Tengo que irme a ese asunto de la Calle 57 porque hay una copa antes, si es que llego para tomarme una. Adiós, adiós». Sí, Hazel hubiese dominado la situación con mucha tranquilidad. Y Carter echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse, pensando que Hazel emprendería pronto la retirada al sospechar que podía estar esperando por la calle para ver cuánto tardaba en salir.

Llevó a Timmie donde Timmie quería ir: a una cafetería en la Calle 23, donde el niño pidió cinco raciones de diversas cosas, tres postres y dos vasos de chocolate con leche. A pesar de esto, Timmie era delgado; su peso estaba por debajo de lo normal para su estatura. Medía cinco pies con tres. Dentro de dos años, pensó Carter, probablemente dará un estirón de otras diez pulgadas y todo lo que come ahora le servirá de reserva. Llevó luego a Timmie al cine y Carter decidió ver la película también. Esta fue como un telón de fondo, en cierto sentido reposante, aunque ruidoso, para sus pensamientos, así que cuando terminó la película, no tenía la menor idea de lo que trataba.

Hazel no estaba en casa cuando volvieron. Carter hizo que Timmie se acostase o, por lo menos, que se metiese en la cama con un libro, prometiendo que no se quedaría leyendo más de un cuarto de hora.

—Voy a salir un rato —dijo Carter—. Mamá estará de vuelta de un momento a otro, pero no la esperes, porque debes dormirte.

—¿Dónde vas? —preguntó Timmie.

—A darme un paseo —respondió Carter—. Volveré pronto —la conversación le recordaba la que había tenido con Hazel.

Carter tomó un taxi a casa de Gawill. Si Gawill no estaba, no importaba. Y si estaba, tanto mejor. Carter no dejó el taxi esperando. Se bajó y tocó el timbre.

No hubo contestación a su llamada, pero no la necesitaba para llegar a los ascensores, no obstante, oyó el sonido carraspeante de una voz a través de un portero automático en el que no se había fijado hasta ahora, y por el que gritó:

—¡Oye, Gawill, soy Carter! ¿Puedo subir?

—Ah, Phil. Por supuesto, Phil, sube.

Carter subió.

Gawill le había abierto la puerta y estaba de pie esperándole. Del interior llegaba un deprimente ruido de música de baile y de voces.

—¿Tienes una fiesta? —dijo Carter—. En ese caso no…

—Qué va, no es una fiesta —dijo Gawill—. Entra, Phil.

Carter entró sintiéndose satisfecho por la buena acogida que le había dispensado Gawill, a pesar de que su actitud hacia el hombre que Gawill le presentó, así como hacia la regordeta rubia platino que estaba con él, fue fría. Carter esperaba que no se hubiese notado.

—Phil es un viejo compañero mío del Sur —dijo Gawill a sus amigos, que no mostraron el menor interés.

El hombre debía de tener unos treinta y cinco años. Era un tipo corpulento, musculoso, cuyos hombros abultaban por debajo de su bien cortado traje. La rubia era sencillamente una rubia, un poco demasiado pintada, y Carter se preguntó si tendría un trabajo fijo. No parecía que hubiese otra chica para Gawill, a no ser que estuviese en el dormitorio.

—¿Eres del Sur? —preguntó la rubia a Carter.

—No —dijo Carter sonriendo. Su vestido de seda marrón tenía un generoso escote en forma de V, llevaba zapatos de tacón muy alto y tenía una carrera en la media—. ¿Y tú?

—¡Ca! Yo soy de Connecticut, originariamente —añadió—. ¿Quieres bailar?

—De momento, no, gracias —la chica le recordó a Carter las rubias que aparecían en las películas que proyectaban en el penal. Era como si una de ellas se hubiese convertido en una persona de carne y hueso que le hablaba. Llevado por un impulso le agarró la muñeca—. Pero puedes sentarte, ¿no te parece?

Él había pretendido que se sentase en el ancho brazo de su butaca, sin embargo, la chica se le sentó en las rodillas. En el primer momento Carter se quedó sorprendido, luego sonrió. Pesaba mucho.

Gawill les miró y dijo sonriendo con satisfacción:

—¡Huy! ¿Pero que está ocurriendo aquí?

—Me parece que nos vamos a largar —dijo el amigo de la joven extendiéndole la mano.

—Abur —dijo la rubia alegremente a Carter—. Espero volver a verte pronto —le olía el aliento a whisky y a barra de labios.

Carter no tuvo con ella el detalle de levantarse, pero saludó con la mano.

—Así lo espero. Encantado de haberos conocido a los dos.

En la puerta charlaron brevemente con Gawill, pero Carter no escuchó la conversación. Gawill cerró la puerta después de que saliesen.

—¿A que está muy buena? —dijo Gawill al volver, frotándose las manos—. Anthony no la aprecia en lo que vale —Gawill recaía a veces en el acento de Nueva Orleans de su juventud.

Carter no replicó.

—A ver qué es lo que traes en la azotea esta noche. ¿Y si te picases?

—¡Qué buena idea! —dijo Carter poniéndose en pie.

Gawill fue a buscar la droga y Carter se quedó donde estaba, pensando, por segunda vez, que, por discreción, no debía averiguar en qué sitio de su dormitorio la guardaba Gawill. Al volver este, Carter le dio las gracias con una inclinación de cabeza y se fue al cuarto de baño donde se inyectó lo que quedaba en el frasquito que había empezado, que tenía un tapón de goma que encajaba perfectamente. Luego se llevó la ampolla vacía al cuarto de estar y la depositó en uno de los atiborrados ceniceros de Gawill.

—Muchas gracias —dijo Carter.

—¿No es muy tarde para ti? —comentó Gawill.

—Sí, pero Hazel está ocupada esta noche. Tiene una cena de trabajo…

—Ah… ¿sí?

—Sí. Eso es lo que dijo, pero está con Sullivan.

—¡Ah, ya! —dijo Gawill sin la menor emoción, sin satisfacción, sin sorpresa.

—Sí, tienes razón —dijo Carter tomando aliento—. Iba esta tarde a ver a Sullivan para preguntarle, cara a cara, qué es lo que hay entre él y mi mujer cuando me encontré a Hazel entrando por la puerta.

—¿Lo ves? —dijo Gawill alargando la mano para coger su vaso. Suspiró. Parecía cansado y quizá estuviese un poco borracho.

—Bueno, y ¿qué vas a hacer?

A Carter no se le ocurría nada que decir. Ni siquiera sabía qué pensar. Gawill se reclinó en el sofá y miró a Carter.

—Bueno, me figuro que tratarás de convencerla de que lo deje, pero no lo hará. Hay más entre esos dos que entre marido y mujer en muchos matrimonios.

Carter arrugó el entrecejo mirando fijamente a Gawill y pensó que en ese caso él era la persona de trop.

—Entonces, ¿por qué mierda no lo dicen? —preguntó Carter de repente—. ¿Por qué andarse por las ramas?

—Bueno, porque fíjate en las ventajas que esto supone para uno y para otro. Tu mujer sigue conservando su respetabilidad —por lo menos ante la mayoría de la gente—, tiene marido y un hijo, todo el mundo piensa probablemente que es la imagen de la virtud, esperando seis años a que su marido salga de la trena. Y Sullivan tiene la mejor de las dos partes: es un soltero sin compromiso y tiene una buena hembra.

Las palabras ya no le molestaban a Carter. Todo era verdad. Y sentía cierto alivio al oírlas.

—¿Y qué dijo Hazel cuando te la encontraste en casa de Sullivan? —Gawill se irguió sonriendo con ilusión.

Carter sonrió también.

—Dijo que iba a darle un libro a Sullivan y que después seguía para su cena.

Gawill se echó a reír ruidosamente.

Carter se rió también.

—Y tú, ¿qué hiciste?

—Yo, yo pasé de largo. No subí.

—No me digas que te invitó a subir —dijo Gawill.

—Sí.

Más risas. Gawill le sirvió otra copa y él se sirvió otra también.

—Esta noche perdiste la ocasión —dijo Gawill mirándole a hurtadillas.

—¿Qué quieres decir?

—Debías haber irrumpido en el piso media hora después y haberles cogido in fraganti, como decimos en Nueva Orleans. ¿Por qué no lo hiciste?

—¡Oh! —Carter miró hacia su vaso—. A la mierda con ello.

Cambiaron de conversación. Charlaron sobre pesca y sobre la captura de ranas. Gawill tenía un sistema que consistía en acuchillarlas después de ponerles una luz ante los ojos, sistema que había practicado, cuando era chaval, en las afueras de Nueva Orleans.

Ya era más de la una.

Carter se levantó y dijo que tenía que volver a casa.

—No comprendo por qué tienes que volver a casa. ¿Crees que Hazel habrá vuelto?

A Carter esto le hizo reír.

Cogió un taxi a su casa. Hizo el menor ruido posible al colgar el abrigo, y al desnudarse en el cuarto de baño y ponerse el pijama, que dejaba colgado en una percha detrás de la puerta. Entonces se dirigió al dormitorio. Hazel encendió la luz.

—¿Dónde has estado, Phil? —preguntó somnolienta.

—Fui a ver a Gawill —dijo Carter.

—¿A Gawill? —preguntó levantando la cabeza de la almohada—. ¿Y por qué? ¿Fuiste después del cine?

Esto indicaba que Timmie estaba levantado, o que se había despertado, y que le había contado que habían estado en el cine. Dijo que sí, pero al darse cuenta de que no se había lavado volvió al cuarto de baño. Regresó al cabo de un par de minutos trayendo el traje, que colgó en el armario.

—Y tú, ¿qué has hecho? ¿Qué tal la cena?

Le miró como si pensase que estaba borracho. O quizá no fuese más que una mirada prudente; aún podía salir a relucir la verdad.

Encendió un cigarrillo, dio una chupada y dijo:

—Muy bien —al soltar el humo.

—Insistes en que hubo tal cena… Vamos, Hazel, di la verdad.

—Muy bien. Diré la verdad. Pasé la velada con David. Me parece que es mejor compañía que Gawill.

—Yo pasé la noche con Gawill, pero no me acosté con él.

—Yo tampoco me acosté con David. Me imagino las historias que habrás oído esta noche… por boca de Gawill. No es de extrañar que estés tan agresivo.

—¿Agresivo yo? —Carter se dirigió hacia los pies de la cama—. ¿Por qué mentiste contándome lo de la cena de la oficina esta noche? ¿Por qué te molestas en mentir?

—¿A qué fuiste a casa de Gawill?

—Quizá para enterarme de algo más de la verdad.

Ella dio unos golpecitos con el final del cigarrillo contra el cenicero, luego lo apagó. Le temblaban los hombros. Estaba llorando.

Carter se retiró turbado.

—Vamos, Hazel, ¿qué es eso de llorar?

Levantó la cabeza y se sentó de nuevo mirándole de frente como si el momentáneo derrumbamiento no hubiese tenido lugar. Ni siquiera tenía ya húmedos los ojos.

—Echo de menos a David y le necesito. Supongo que es porque me acostumbré a hablar con él durante nada menos que seis años.

—Estoy seguro de ello —dijo Carter.

—Es muy fácil llevarse bien con él, más fácil que contigo últimamente.

—Explícame qué quieres decir con eso.

—Te has inyectado algo esta noche, ¿a qué sí? ¿Morfina? Supongo que Gawill tiene de todo. De todo lo que no es trigo limpio.

—Sí, me he inyectado una vez.

—Tienes el mismo aspecto que tenías algunas veces en la cárcel, una especie de falsa calma. Como una borrachera tranquila.

—Tu táctica esta noche parece consistir en atacarme, y eso para disimular tus propias andanzas. Puedes decir de Gawill lo que quieras, pero me parece que sabe de ti más que yo. En cuanto a falsedad, estoy hasta el gorro de Sullivan. Ese canalla puede ahorrarse sus sonrisas y sus buenos servicios…

—¿Como el conseguirte trabajo? Cierra la puerta, Phil.

A Carter le hirió más la forma en que pronunció las últimas palabras que lo que había dicho hasta ahora. Era completamente dueña de sí misma y se le ocurría pensar, naturalmente, hasta en que Timmie podía despertarse, hasta en que Timmie podía oír algo de lo que hablaban. Carter cerró la puerta despacio, agarrando el pomo con las dos manos, y reflexionó sobre la enorme eficacia de las mujeres: pensó en Hazel llevando la casa de Fremont y trabajando como una negra en una tienda de modas al mismo tiempo, en Hazel comportándose como una buena madre con Timmie, en Hazel yendo a una universidad y consiguiendo una licenciatura, en Hazel haciendo feliz a Sullivan y manteniéndole en vilo todo este tiempo, en Hazel haciéndole, hasta ahora, feliz a él también.

—Gracias —replicó mirándole duramente.

Carter tuvo entonces la sensación de que le desagradaba la persona en que se había convertido después de estar en la cárcel. Sin embargo, estaba seguro de que antes no era así. Tuvo entonces la impresión de que le arrastraban, de que le aniquilaban físicamente. Esto no duró más que unos segundos y, pasándose la mano por la frente, se enfrentó con ella.

—No puedo negar que la cárcel me ha cambiado. Pero no creo que me haya convertido en un monstruo. Puedo no gustarte, pero eso es otra cuestión. Yo confiaba en ti. Aparte del asunto de las dos semanas que me contaste, creí que me eras fiel. Si yo…

—¿A qué tanta palabrería si en este momento estás repleto de morfina? —cogió otro cigarrillo y lo encendió—. Muy bien, Phil, ya sé que te han ocurrido muchas cosas horribles en la cárcel, y esa es la razón por la que nunca te he hablado de ello ni te lo he echado en cara. Me imagino que para aguantar ese hediondo agujero tenías que pirarte, o cosa parecida. Y no te lo hubiese echado en cara si te hubieses convertido en un drogadicto de verdad, si tu adición hubiese sido profunda.

Carter abrió las manos.

—Hablas como si ahora fuera un drogadicto. ¡Por Dios, Hazel, esta es la primera, no, la segunda, vez que me pincho desde que salí de chirona!

—¡Ah!, la segunda. Sí, me parece que sé cuando te pinchaste la primera vez. El jueves pasado, cuando dijiste que habías salido a darte un paseo —y durante un instante, mientras miraba de lado a la mesilla de noche, quedó al descubierto su bello perfil.

—Sientes la misma fobia, que tanta gente siente, hacia esos seres horribles que se drogan. ¿Qué tiene de mucho mejor el alcohol? Lo que ocurre, sencillamente, es que las bebidas alcohólicas son legales en este país.

—¿Entonces por qué no es legal la droga también?

—Quizá porque hay mucha gente que hace dinero con ella.

—¿O sea que defiendes la droga como costumbre social, como tomarse una copa antes de cenar?

—¡Muy bien, pues no la defiendo!

—Las píldoras que tomas están llenas de morfina. Se lo pregunte al doctor McKensie. Timmie también lo ha notado. No sabes ya ni jugar con él como lo hacías antes, y eso que jugar con un chico de doce años es más fácil que con uno de seis.

—No necesariamente, y, como sabes muy bien, el comportamiento de Timmie, desde que salí de la cárcel, no ha sido muy fácil. No le culpo, pues todo es cuestión de tiempo y, además, me doy perfectamente cuenta de lo que ha tenido que aguantar en el colegio por culpa mía.

—¿Y no te das cuenta de lo que yo he tenido que aguantar también? ¿Acaso piensas que una mujer se siente orgullosa de tener a su marido en chirona? ¿Acaso crees que es fácil mantener el prestigio de un padre ante los ojos de un hijo cuando este sabe que su padre está en la cárcel?

—Querida, me doy cuenta de todo eso. Pero ¿qué más puedo hacer que decir que lamento todo ese maldito asunto? Sin embargo, tú te estás yendo por las ramas.

Hazel se quedó silenciosa. Sabía a qué se refería su marido.

—¿A quién quieres, a Sullivan o a mí? —preguntó Carter.

—Hecho de menos a David. No puedo vivir sin verle, sin hablar con él.

—¿Y sin acostarte con él?

Ella no respondió a esto.

—Eso es parte de la cosa, ¿no es así?

—Lo ha sido. He tratado… bueno, quiero decir que el acostarme con él no es lo más importante.

—Quizá no lo sea para ti —replicó Carter.

—Supongo que no podrás comprender que, para mí, el verle de vez en cuando, algunas tardes, durante una hora, o incluso menos, nada más que para hablar con él, era una necesidad vital.

—Gawill sí que lo cree. Tiene fotos tuyas muy recientes entrando en casa de Sullivan.

—Muy bien, pues ahora ya lo sabes. Espero que esto sirva para cortarle las alas a Gawill, si es que las tiene.

—Si para ti es una necesidad, no pensarás dejarlo, ¿verdad? —preguntó Carter—. ¿O es que estabas hablando en pasado?

—Tú no comprendes a las mujeres. O no me comprendes a mí. Nunca me comprendiste.

Carter apagó su cigarrillo.

—Deja de decir lugares comunes. Comprendo que te guste hablar con Sullivan, comprendo que seáis amigos, desgraciadamente comprendo también que a una mujer le apetezca echar un poco de sal al guiso acostándose con un amigo, si este se lo pide. Y comprendo muy bien que Sullivan te lo pidiera. ¿Qué hombre no lo haría? Pero ¿es que no puedes entender que estás casada conmigo? ¿Es demasiado difícil?

—Eso sucedió cuando estabas en la cárcel. ¿Acaso fuiste tú tan inocente en la cárcel? Nunca te lo he preguntado, ¿verdad?

Carter sonrió.

—En chirona no hay ligues. A no ser que te encapriches con un hombre. De esos los hay en abundancia.

—¿Y tú y Max?

—¿Qué pasa con Max?

—Eso, ¿qué pasa con Max?

Carter advirtió que se estaba ruborizando.

—Yo le quería, efectivamente, pero no de la manera que estás insinuando.

—¿Ni siquiera pensaste en ello alguna vez?

Carter entornó los ojos y en ese momento la odió. Esto era ruin, mezquino, repugnante, malintencionado.

—Ni siquiera te voy a contestar a eso.

—Quizá sea suficiente esa respuesta. En todo caso lo que ocurrió es que quizá se muriese Max demasiado pronto.

—Cállate, Hazel, estás empeorando las cosas.

—¡Ah, ya! ¡Conque estoy empeorando las cosas!

—Lo que quieres es castigarme. Hacerme pensar en ello. Naturalmente que se me pasó por la mente, y quizá a Max también. ¿Pero es que quieres que te dé una vulgar explicación de las cosas de ese tipo que ocurrían continuamente en la cárcel porque no había nada mejor que hacer? Pues no te la voy a dar. ¿Cómo puedes comparar a Max con Sullivan? Max fue lo mejor que tuve en ese hediondo lugar, fue más agradable y mejor que pensar en que te estabas acostando con Sullivan, o en que quizá lo estuvieses haciendo. Entonces te concedía un margen de confianza. Para que sepas la verdad, te diré que me flipaba para dejar de pensar en ti y en Sullivan. Para no mortificarme pensando todos esos años en que estabas acostándote con él, pues eso habría acabado conmigo.

—Muy bien, pero te drogabas.

La violencia de Hazel le recordó los celos que se despertaron en ella cuando le habló por primera vez de Max. Había captado intuitivamente lo importante que era Max para él, y él también lo había captado. Pero Max había desaparecido, y Carter no recordaba que hubiesen tenido el menor contacto físico, excepto la tarde en que Max le había dado un empujón en el hombro para que se tumbase en la litera. A Carter nunca se le había pasado por la mente pensar: amo a Max, y, sin embargo, durante algún tiempo había dependido emocionalmente de él tanto como de Hazel, sencillamente porque estaba allí. Era una cuestión a la vez sencilla y compleja. Carter parpadeó y la miró.

—¿En qué estás pensando? —ahora en su bello rostro no había más que belleza, pero una belleza totalmente vacía, como si fuese un campo seco que esperaba la lluvia de sus pensamientos.

—Estoy pensando que todas las palabras que has pronunciado esta noche, todo lo que has dicho con tanta acritud, forma parte de tu empeño por conservar a David. No vas a dejarle, ¿verdad?

Hazel se reclinó más profundamente en la almohada, revolviéndose con desasosiego.

—No lo sé.

Dio un paso hacia ella.

—Agradecería un poco de sinceridad. Di sí o no.

—No puedo —tenía los ojos cerrados.

—Te deseo, Hazel. Quiero que vuelvas a mí.

—No puedo hablar más sobre ello esta noche.

Carter se sintió desconcertado.

—Sullivan… Me hizo ir a su casa para contarme también que el asunto había durado dos semanas y cuatro días. Todo muy bien ensayado. No tuvo agallas para admitir la verdad. ¿Es que te gustan los hombres sin agallas?

—Efectivamente, es débil. Lo sé.

—Es un cobarde —dijo Carter—. El asunto sigue, ¿verdad?

—No, no, en realidad no sigue. Déjame dormir —dijo Hazel con los ojos cerrados y el ceño fruncido.

Carter desistió de seguir esa noche. Su droga no era la morfina. Su droga era Hazel, pensó con cierto desprendimiento humorístico. Se dio cuenta entonces que no le había puesto ningún ultimátum. No le había dicho «abandónalo o si no haré esto o aquello». No había creído que Hazel necesitase un ultimátum. Carter se apartó del armario donde acababa de dejar la bata, y la miró. Tenía la cara vuelta hacia el borde de la cama, los ojos cerrados.