18

—David ya me ha hablado mucho de usted —dijo Butterworth, aunque continuó leyendo el historial que Carter le había traído.

Butterworth estaba sentado detrás de una gran mesa de despacho sobre la que había unas heliografías y la maqueta de lo que parecía ser una máquina de hacer herramientas. Representaba unos cuarenta y cinco años de edad pero, excepto por una franja de pelo negro, era completamente calvo. Tenía una boca suave, pero no es que diese sensación de debilidad, sino más bien de benevolencia, y a Carter le recordó, no sabía por qué extraña razón, la boca de Hazel. Jenkins and Field era una empresa de asesores de ingeniería y Carter suponía que su tarea consistiría en ocuparse del trabajo que Butterworth no podía llevar a cabo por falta de tiempo. A Butterworth le enviaban con frecuencia a otras ciudades y, si le daban el puesto, parte de su trabajo recaería sobre Carter. El sueldo era de quince mil dólares al año y un mes de vacaciones en verano.

—Bueno, señor Carter, el puesto es para usted si le interesa hacerse cargo de él —dijo Butterworth.

—Muchas gracias. Creo que sí me interesa.

Butterworth echó una ojeada por encima de su hombro hacia la puerta cerrada.

—David me ha hablado de su estancia en la cárcel en el Sur. Y tengo entendido que no tuvo usted la menor culpa, que el culpable era el individuo que murió.

Carter asintió con la cabeza y dijo:

—Sí.

—Qué cosa tan terrible —murmuró Butterworth—. Pero yo quería que supiese que estoy enterado de ello, que todos aquí estamos enterados de ello, que todos conocemos a David, y yo más que los demás, y que si David dice que usted es una buena persona, es que usted lo es en lo que a mí respecta —sonrió forzadamente, como si no estuviese habituado a sonreír—. Considero, además, que incluso a los que han sido presidiarios de verdad se les debe de dar a veces una segunda oportunidad, aunque la mayoría de la gente no está dispuesta a hacerlo. Pero me doy cuenta de que ese no es su caso. Creo, sin embargo, que su rendimiento en el trabajo será mejor si sabe que nosotros lo sabemos y que no tenemos reservas mentales respecto a usted.

Carter salió de la oficina tranquilo e ilusionado y entró en la primera cabina telefónica que encontró para llamar a Sullivan.

—Oye, David, quiero darte las gracias. Lo he conseguido.

—Cuánto, cuánto me alegro —dijo David con su suave voz de tenor—. ¿Cuándo empiezas?

—El lunes, por la mañana.

—Tengo que dejarte ahora, pues hay una persona esperando para hablar conmigo. Enhorabuena, Phil. Nos veremos pronto.

Hazel estaba encantada de que le hubiesen colocado y esa noche en casa de los Elliott, brindaron con champán. Después de cenar, los Elliott insistieron en subir de la bodega una botella del mejor. Timmie también se tomó una copa, y Carter pensó que su hijo le miraba esa noche con un respeto nuevo porque tenía trabajo, como los padres de otros chicos. Pero el trabajo lo había conseguido a través de Sullivan y Timmie también sabía esto. Un tanto, un tanto más, a favor de Sullivan.

Carter no se podía dormir esa noche. Hazel estaba cansada y dormía profundamente a su lado en la cama de matrimonio de uno de los cuartos de invitados de los Elliott, donde ya habían pasado otras noches. Fuera soplaba un viento lúgubre.

Se puso el pantalón y la chaqueta sobre el pijama, sin hacer el menor ruido, y bajó. Carter salió al jardín a pasearse por el césped. Al sentirlo en la cara, el viento le ponía menos nervioso.

Las copas de los altos arces y de los nogales se balanceaban, igual que lo haría la cabeza de una persona a quien estuviesen abofeteando y torturando. Contempló la casa y pensó que era muy extraño que le hubiesen invitado a ella. La reunión de la noche le parecía también extraña, como algo que, en realidad, no hubiese sucedido, o que hubiese sucedido hacía muchos años.

—¡Phil!

La voz de Hazel le cogió por sorpresa. Era como si le estuviese llamando justo a su lado. Entonces vio su pálida silueta en la alargada ventana, la última de la derecha del piso más alto. Estaba en camisón y parecía muy pequeña. De súbito tuvo la sensación de que no la conocía. Esto le dejó perplejo y le atemorizó. Era como si el viento le arrebatase su identidad. Pero se encaminó automáticamente hacia la casa, mirando fijamente a su mujer.

—¿Qué te pasa, amor mío? —preguntó ella en voz baja, cual si temiera despertar a las otras personas de la casa.

La saludó torpemente con la mano, esforzándose por aparentar que estaba tranquilo. Realmente pertenece a Sullivan, pensó de repente. Él no la conocía en absoluto. Se paró porque se sentía débil como un trapo.

—¿Es que no te encuentras bien?

La miró fijamente:

—Ahora subo.