17

A las 5,40 cogió un taxi a las complicadas señas de Gawill en Jackson Heights y se apeó en una calle de sórdidos edificios de ladrillo rojo, todos iguales, todos orientados en forma de ángulo obtuso en relación con la calle, pero adosados unos a otros, y todos de unos ocho pisos de alto. El portal de Gawill estaba lleno de cochecitos de niños y olía a comida. Cogió el ascensor hasta el sexto piso.

—Hola, Phil —dijo Gawill afablemente al abrir la puerta. Estaba en mangas de camisa con un cigarrillo en los labios—. Pasa.

Carter entró en un cuarto de estar lleno de muebles baratos bastante nuevos que, como las reproducciones de los cuadros que colgaban de las paredes, no tenían el más mínimo carácter. Gawill le ofreció una copa. Carter tiró el abrigo en un extremo de un feo sofá verde. Había un vestíbulo al que daba otra habitación.

—¿Estamos solos o hay alguna otra persona?

—No, estamos solos. Pensé que lo preferirías —Gawill volvió de la cocina con dos vasos—. Tengo aquí mismo lo que te interesa —dijo, dirigiéndose hacia la mesa redonda que había delante del sofá. Sobre la mesa, entre dos ceniceros llenos de colillas, había un sobre gastado de papel marrón atado con un cordel. Abultaba mucho. Gawill se sentó en el sofá—. Estas notas —dijo sacando un fajo muy desordenado—, bueno, como te dije, son en su mayoría sobre Sullivan, pero en ellas hay horas y nombres de otras personas, vaya, quiero decir las horas en que iban a verle.

Después de que Gawill hubo parloteado un rato, Carter le dijo:

—Lo que quiero es que me entregues lo que viene al caso y que me lo dejes ver.

—Esta, por ejemplo, veintisiete de junio, hace tres años, «la señora Carter llegó a las 4,35 de la tarde y se fue a las seis». Esto es, a casa de Sullivan, cuando iba a la escuela de Long Island. Supongo que le diría a tu hijo que no acababa las clases hasta las cinco, más o menos, pues hacía esto con cierta regularidad. Y aquí otra vez, «la señora Carter llega a las 5,35, se va a las 6,20» —siguió rebuscando en las notas—. «Sullivan entra en casa a las 9,30 de la noche con la señora Carter. Ella se va a media noche. Sullivan la acompaña a un taxi». De esto hace un año —Gawill se inclinó hacia delante para dar el papel a Carter.

Gawill sacó otras seis notas. La vez en que Hazel había salido del piso de Sullivan más tarde era a las dos de la mañana, y esto había sido con otras dos personas, después de una fiesta.

—Pero ya sabes que la hora no importa —dijo Gawill sonriendo.

Carter tuvo que sonreír también.

—No veo nada en lo que tienes aquí como para preocuparse —Carter estaba aburrido y algo irritado, pero se dio cuenta de que la irritación era consigo mismo por haberse molestado en ir allí.

Gawill pareció sorprendido y desilusionado.

—No lo ves. Bueno, pues quizá quieras oír las cintas —se levantó y se dirigió hacia el armario que había cerca de la puerta de entrada del que sacó, haciendo un esfuerzo, una caja de aspecto pesado, y luego otra caja de detrás. La segunda caja estaba llena de cintas ordenadas en dos hileras largas, demasiado largas si Gawill no sabía lo que buscaba, y no parecía saberlo. Se agachó junto a la caja de las cintas murmurando:

—Dos veces se ha entrado en casa de Sullivan, una para poner el aparato y otra para quitarlo. Vamos a ver. Marchand… —la volvió a colocar y sacó otra—. Más de Marchand. Otro de mis queridos amigos —dijo con sarcasmo.

Carter dio una chupada a su cigarrillo. Gawill era un enfermo mental, un paranoico, pensó Carter, y las investigaciones de Sullivan han servido para atizar la hoguera. Carter volvió a mirar el sórdido montón de papeles que había sobre el almohadón del sofá. ¿Cuántos otros sobres sucios de color marrón tendría Gawill sobre sus otros perseguidores? ¿Y cuánto dinero habría pagado para conseguir toda esa bazofia? Evidentemente, lo bastante como para estar medio arruinado y tener que vivir en un apartamento barato.

—Vaya, aquí están —dijo Gawill—. Sullivan.

Tardó varios minutos en poner la cinta en el aparato. Carter escuchó, sonriendo, las primeras conversaciones incompletas entre Sullivan y el repartidor de su tinte, que le había llevado un traje, pero que no le llevaba una chaqueta de esmoquin blanca que Sullivan esperaba. Se oyó cómo se cerraba una puerta de golpe y después… silencio.

—Vamos, Greg, date prisa —dijo Carter.

—No puedo darme más prisa, pues te perderías algo —replicó Gawill, acurrucado ávidamente sobre el aparato que estaba en el suelo.

Después se oyó a Sullivan reservando por teléfono una mesa en un restaurante. Era una mesa para dos para las nueve de la noche.

—Pusimos el aparato justo al lado del teléfono —añadió Gawill. Otra larga pausa.

—Espera —continuó Gawill, pasando la cinta más deprisa hasta que se oyeron voces. Después la hizo volver atrás. Hazel llegaba a casa de Sullivan.

—¿Cómo estás, querida? —se oyó decir a Sullivan.

—Muy bien, ¿y tú? —contestó Hazel—. Pero ¡qué día!

—He tenido que reservar la mesa para las nueve porque no había ninguna libre para las ocho —dijo Sullivan—. ¿Te importa, querida?

—¡Qué me va a importar! Así nos da un poco más de tiempo. Me gustaría quitarme los zapatos.

Sullivan se rió suavemente.

—Pues quítatelos. ¿Quieres una copa?

—No, gracias. Todavía no.

—Querida.

Quizá se besasen, o quizá no. El silencio hacía suponerlo.

—¿Te has dado cuenta? —dijo Gawill.

—Bueno, ya está bien. ¿Por qué no la pusiste en el dormitorio si querías demostrar algo? —dijo Carter riéndose.

—¿Y qué va a hacer Timmie? —preguntó Sullivan.

—Va a pasar la noche en casa de un amigo del colegio —dijo Hazel.

—¡Ah!… ¡Estupendo! —se oyó decir a Sullivan.

Las dos voces se fueron apagando hasta desvanecerse del todo.

—Date cuenta de esto —dijo Gawill—. La cinta es de octubre pasado.

Carter conocía la voz de Hazel y sus humores. A él le había hablado de la misma manera muchas veces.

Gawill desconectó el aparato.

—Timmie pasando la noche en casa de un amigo del colegio —movió la cabeza significativamente.

Carter abrió sus manos temblorosas.

—Hace eso de vez en cuando, si vamos a volver tarde por la noche de algún sitio.

—Bueno, ya está bien, que no eres un nene —dijo Gawill.

Carter sonrió forzadamente. No, no lo era. Y la cinta era de octubre pasado. Él mismo podía ver la fecha en el carrete, a no ser que Gawill la hubiese falsificado.

Gawill le cogió el vaso y se lo volvió a llenar.

—Deberías dejarme que te avise una tarde a última hora cuando esté con Sullivan, y tú te presentas allí y… —Gawill dejó el vaso con energía sobre la mesa.

—¿Y… qué?

—Pues… le estrangulas en su propia casa.

Carter tenía la frente fría de tanto sudar.

—Me parece que tú le odias mucho más que yo. Me ganas en eso.

—Creo que deberías hacerlo. Moralmente tienes derecho a ello.

Carter se echó a reír.

—¡Anda ya! El honor es tuyo.

Gawill le escudriñó el rostro.

Carter bajó finalmente la vista hacia su vaso y se pasó los dedos por la frente húmeda. El ligero sudor le recordó los síntomas de abstención que sufría en la enfermería del penal.

—¿Por qué no te picas? —preguntó Gawill—. Tengo mercancía en el cuarto de baño. Es caballo.

Carter se recostó hacia atrás y tardó algún tiempo en contestar, aunque sabía lo que iba a ser su respuesta.

—¿Y por qué no?

—No está en el cuarto de baño, pero te la traeré —dijo Gawill, apresurándose, como haría un buen anfitrión, hacia su dormitorio que estaba al fondo del vestíbulo.

Carter se puso de pie. Oyó entonces a Gawill manipular en el cuarto de baño y entró.

Gawill tenía una caja en el suelo. Era una caja de cartón de unos dos pies cuadrados con una capa de unas cuarenta ampollas empaquetadas en compartimientos de algodón. Sí, la caja estaba llena; Carter calculó que contenía, por lo menos, doscientas cuarenta ampollas.

—Cada una son diez granos —dijo Gawill, dejando una aguja hipodérmica en el borde del lavabo—. No sé si quieres una entera —sonrió maliciosamente y salió del cuarto de baño.

Carter se movió automáticamente y, en cuestión de unos segundos, se introdujo el líquido en una vena del antebrazo, aunque la ampolla y la aguja nueva cuadrada eran diferentes del material de la enfermería del penal. Se inyectó poco más de la mitad de la ampolla de plástico. A Carter le intrigó de dónde habría sacado Gawill la droga, pero no le pareció discreto preguntárselo. Claro que era un negocio lucrativo que explicaba que Gawill pudiese pagar detectives privados y obtener pruebas de forma tan desaprensiva. Carter miró y vio que había por lo menos seis capas de ampollas, de manera que, a bajo precio en el mercado de los camellos, la caja valdría unos seis mil dólares. Carter volvió al cuarto de estar.

—Si quieres material para un par de picos, para llevarte a casa —dijo Gawill moviendo la cabeza en dirección del cuarto de baño—, cógelo.

Carter sonrió.

—No, gracias, Greg —percibía perfectamente en ese momento cómo avanzaba el líquido, tan lleno de fuerza, y tan conocido para él, por las venas. Carter se sentó cómodamente en una butaca.

Gawill se levantó y le entregó su vaso. Carter ya no lo quería, o no lo necesitaba, pero lo cogió.

—En serio, Phil, tú eres la persona indicada para liquidar al señor Sullivan y salir sano y salvo de ello, desde el punto de vista legal —dijo Gawill sigilosamente.

Carter frunció el ceño, pero se echó a reír.

—¿Con una condena en mi haber?

—Un hombre tiene derecho a…

—¿No sabes que esa ley no existe más que en el Estado de Texas?

Gawill se desplomó en la silla y se limpió la boca con la mano.

—Podríamos pergeñar las cosas de manera que pareciese que lo había hecho uno de mis amigos. Y como no lo habría hecho, ¿no ves que legalmente no podrían emplumarle? Tú podrías resultar sospechoso, pero… —Gawill se calló.

Lo que Gawill decía era un despropósito, pero Carter se imaginaba dándole a Sullivan un golpe de revés en la garganta, el golpe de Alex para matar.

—Creo que sospecharían de mí si lo hiciera —dijo Carter mirando el reloj. Las siete menos cuarto. Hazel se estaría preguntando dónde estaba. No había dejado ningún recado en casa—. O incluso si no lo hiciera —añadió.

—Piénsalo, Phil. Podríamos enrollar algo. Tienes motivo para ello. Como bien sabes, ese asunto no terminará hasta que lo hagas.

Carter se mantenía tranquilo, pero estaba atemorizado y el corazón le latía con más fuerza. Era la misma sensación que, en muchos momentos, había experimentado en la cárcel; cuando se había sentido amenazado físicamente, o justo antes de que se produjese algún suceso serio, y era igual a lo que había sentido a veces cuando estaba de espaldas a Squiff en la celda de Max.

—Te dejo a ti la tarea —dijo Carter, poniéndose de pie.

—¡Qué va! Yo te lo dejo a ti.

Carter se rió.

Gawill también se rió y se puso en pie metiéndose la mano en el bolsillo de atrás para sacar la cartera de la que cogió una fotografía.

—Un regalo para ti. La fecha está por detrás —era una fotografía de Hazel vista de espaldas, a pelo y con abrigo, subiendo las escaleras de lo que parecía la casa de Sullivan de la Calle 38. Carter la dio la vuelta y leyó: «4 de enero, a las 4,30 de la tarde».

Carter dijo:

—Trabaja generalmente hasta las cinco y media —entonces, interrumpiendo la interrupción de Gawill añadió—: La he llamado muchas veces a la oficina justo después de las cinco.

—Oficialmente, Sullivan también. Sin embargo, de vez en cuando, pueden hacer un arreglo. Según dicen el amor lo puede todo. La verdad es que no creo que puedas negar la evidencia de la fotografía.

Carter se alzó de hombros y tiró la fotografía en la mesa. Hazel llevaba el abrigo marrón oscuro con cuello y puños de piel negra que se ponía casi todos los días para ir al trabajo en invierno. Carter sintió cierto malestar.

—Muy bien —dijo Gawill dándole una palmada en el hombro—. Ya sabes que es verdad. Y te desafío a ver quién tiene antes el placer de empaquetar al señor Sullivan, aunque creo que vas a ganar tú.

—Buenas noches, Greg —dijo Carter dirigiéndose hacia la puerta.

Gawill llegó antes y se la abrió.

—Te volveré a ver, Phil.

Hazel estaba en la cocina cuando Carter llegó a casa.

—¡Hola! —gritó—. ¿Dónde te has metido?

Cruzó la sala de estar y se quedó cerca de la puerta de la cocina.

—He salido —dijo—, a darme un paseo.

Ella le miró de refilón y volvió a dirigir la vista a lo que estaba haciendo, que era abrir un paquete de guisantes congelados.

Podía haberse marchado entonces, puesto que ella no le había seguido preguntando, pero continuó mirándola, sin poder apartar la vista, durante algunos segundos. Ella le vio mirar por encima del hombro y entonces él se dio la vuelta. Carter colgó el abrigo y se encaminó hacia el cuarto de baño. A través de la puerta echó un vistazo al cuarto de Timmie. Timmie estaba tumbado boca abajo en el suelo haciendo los deberes del colegio, prefería hacerlos así en vez de sentarse a su escritorio. Carter observó que tenía la mano derecha vendada.

—Hola, Timmie, ¿qué te ha ocurrido en la mano?

—Nada, que me caí en el campo de deportes esta tarde jugando al balón.

—¡Ah! ¿Un rasguño? ¿Te duele?

—No, es una cortadura. Me di con un trozo de cristal o algo parecido, pero no es nada —Timmie no levantó la vista para decir esto.

Carter titubeó un momento y entró en el cuarto de baño. Se lavó las manos con jabón, después se lavó la cara. Se sentía perfectamente bien. Hazel quizá tuviese un lío con Sullivan actualmente, aunque ahora era una mujer que estaba muy ocupada, pero la heroína le hacía sentirse muy bien, como si en el mundo todo estuviese en orden perfecto. Le causaba también un extraño bienestar a Carter el hecho de que Gawill estuviese enterado del lío, lo hubiese estado siempre, y que, sin embargo, eso no le hubiese hecho inmutarse, que ni siquiera le hubiese sorprendido demasiado.

Gawill incluso lo veía con cierto sentido del humor al decir que el amor lo puede todo. Claro que para interrumpir el curso de un verdadero amor no bastaría con haber vuelto a casa de la cárcel.

Volvió a la cocina y dijo:

—¿Quieres una copa antes de cenar?

—No, gracias. Tómate tú una.

—No, gracias.

Hazel estaba haciendo algo, a base de salmón y guisantes, en una cacerola que había metido en el horno. Miró para comprobar cómo iba y volvió a cerrar la puerta del horno.

—¿Dónde has estado realmente? —preguntó.

Ante este reto, Carter pestañeó, pero se mantuvo completamente tranquilo. Ella era tan culpable como Sullivan, pensó, y, por supuesto, por la misma razón.

—He estado de paseo —dijo desafiante sin pensar en lo que estaba diciendo. Pero lo mantuvo y, volviéndose, se encaminó hacia la sala de estar.