Un par de mañanas después, Carter encontró una carta de Gawill en el buzón de la portería. Sin saber muy bien por qué, Carter supo que era de Gawill antes de abrirla. Era un sobre blanco pequeño, como de oficina, sin remite, escrito con una letra de trazos altos y delgados un poco temblona. Después Carter advirtió que él matasellos, aunque poco legible, era de Long Island. Carter salía para traer un par de cosas que Hazel había olvidado anotar en la lista de la compra, pero subió de nuevo para leer la carta en casa. Decía:
Querido Phil:
Creo que debo terminar lo que empecé a contarte. He tenido a mis hombres vigilando el piso de Sullivan y el que tenía antes en la Calle 33. Me imagino que estás enterado de lo de la Calle 33, cuando tu mujer vivía abiertamente con él. Ahora me refiero a los cuatro años después de eso. Incluso tu hijo debe de estar enterado, pues los niños no son tontos. Tuve la impresión de que no me creías el otro día cuando te lo contaba y, teniendo en cuenta lo que he tenido que aguantar de Sullivan, me resulta molesto. Quizá no sepas que tu mujer fue dos veces (o quizá más, aunque nosotros solamente la hemos visto esas dos) al apartamento de Sullivan durante el mes pasado. ¿Crees que yo iba a escribírtelo si no fuese verdad? ¿Te ha contado tu mujer que durante el mes último ha visto a Sullivan a solas dos veces? Estoy seguro de que no. ¿Sigue engañándola todavía diciéndola que te va a encontrar un empleo o algo así, a cambio de que le haga un poco de caso? Probablemente. Porque Sullivan es así. El asunto sigue, Phil. Espabílate. Supongo que querrás pruebas. Muy bien. Tengo las notas de mis muchachos y tengo grabada una cinta de las conversaciones de Sullivan con tu mujer —esto no es lo que yo buscaba pero me las han traído—. Son de hace seis meses, y algunas posteriores. Puedes venir a escucharlas cuando te plazca. Si quieres también puedo pedir a uno de mis hombres que saque una foto cuando ella entre en la casa de él, ahora, en cualquier momento.
No me gusta que me tomen por mentiroso. Si quieres ponerte en contacto conmigo, mis señas van en el encabezamiento de la carta.
Cordiales saludos,
Greg.
Hablaba de «uno de mis hombres», como si Gawill tuviese personal pagado. Gawill tenía delirios de grandeza. Volvió a mirar las señas de Jackson Heights, que eran muy complicadas, y el número de teléfono y rompió la carta tirándola después en el cubo de la basura entre las peladuras de naranja del desayuno.
David Sullivan llamó por teléfono esa tarde, hacia las tres, para decirle que su amigo Butterworth había vuelto a Nueva York y que Carter debería llamarle para concertar una entrevista.
—Hay otra cosa de la que quiero hablarte, Phil. ¿Estás libre hoy, hacia las siete?
—Por supuesto, David. ¿Quieres venir tú por aquí?
—Preferiría hablar contigo a solas. ¿Te importaría venir tú a mi casa?
Carter le dijo que iría, pero se puso nervioso después de colgar el teléfono. ¿Iba a ser esto otra confesión? ¿Acaso la confesión de un asunto de cuatro años? Se obligó a coger sin demora la guía de teléfonos —que Hazel prefería guardar en la parte de abajo del armario del vestíbulo porque hacía feo en el cuarto de estar—, buscar el número de Jenkins and Field, Inc., y llamar al señor Butterworth.
El señor Butterworth parecía muy amable y concertaron una entrevista para el viernes, a las diez.
Hazel, generalmente, volvía a casa hacia las seis y Carter le dijo a Timmie que le dijese que iba a casa de David y que volvería hacia las siete.
—¿Mamá no va? —preguntó Timmie.
—No. David quiere hablar conmigo de un asunto. Creo que sobre un trabajo. Díselo a mamá.
—¿Puedo ir yo?
Carter se volvió en la puerta. El afán del niño por ir le dolió. Timmie quería mucho a Sullivan.
—¿Por qué, Timmie? No es nada divertido, vamos a hablar de negocios.
—Bueno, pero si es sólo por una hora… —dijo Timmie insistiendo.
—No, Timmie, lo siento. Es un asunto de trabajo y tengo que largarme ahora para no llegar tarde.
Carter cogió un taxi a casa de Sullivan. Pulsó el timbre en el que figuraba el nombre de Sullivan y entró cuando David abrió el portero automático. Sullivan vivía en el tercer piso y ocupaba toda la planta. Lo mismo en su casa que en la de Hazel no había más que otras tres viviendas en todo el edificio.
Sullivan le recibió en la puerta, le cogió el abrigo y le preguntó si quería una copa.
—De acuerdo, gracias, pero no muy fuerte.
Sullivan se dirigió al carrito de las bebidas que estaba en un rincón del cuarto de estar.
Carter esperó observándole.
—He tenido una llamada telefónica de Gawill —dijo Sullivan, dándole el vaso. Él también se había servido una copa—. Una llamada muy desagradable. Me dijo que también había hablado contigo —Sullivan le miró. Su enjuto rostro parecía más delgado a causa del nerviosismo. Estaba pálido.
—Sí. Fue una conversación desagradable también.
—Me lo dijo. Mira, Phil… —entonces se detuvo y se quedó mirando la chimenea en la que no había lumbre, como si estuviera tratando de ordenar sus ideas, o de hacer acopio de valor—. Hazel me llamó el lunes por la noche, ya tarde. El día de su cumpleaños. Estaba muy preocupada. Me dijo que te había hablado, de nosotros —se dio la vuelta y miró a Carter.
—Sí, efectivamente.
—Te contó la verdad. Lo siento, Phil.
—Bueno, ya pasó, ya pasó —dijo Carter con impaciencia—. Creo que Hazel podrá superarlo, o mejor dicho, que todos nosotros lo podremos superar.
—Estoy seguro de que tú podrás —dijo Sullivan solemnemente—. Pero, según tengo entendido, Gawill te contó algo más. Algo que no es verdad. Algo así como que había durado cuatro años.
—Sí.
—Eso no es cierto.
Carter no hizo más que mirarle, aunque Sullivan estaba esperando que dijese algo, que dijese que le creía.
—Bueno, a Hazel no le he dicho que he visto a Gawill.
—Ya lo sé. Ella… —Sullivan se paró en seco.
Ella me lo hubiera contado, Carter sabía que eso era lo que Sullivan había empezado a decir. Carter bebió un gran trago y luego trató de controlar la furia que sentía. Sullivan podía no ser la estampa de la virtud, pero Gawill era infinitamente peor.
—Yo no me he creído lo de Gawill —dijo Carter.
—Me alegro —los hombros de Sullivan se relajaron visiblemente—. Es una historia repugnante y es insultante para Hazel —se puso más erguido, como si fuese el defensor de Hazel.
¿Era el hecho de que hubiesen sido amantes cuatro años tanto más repugnante que lo hubieran sido tres semanas?, se preguntó Carter. Quizá lo fuese.
—Lo estás tomando muy bien todo esto, Phil —dijo Sullivan.
¿Era eso cierto? Carter se encogió de hombros.
—Estoy enamorado de Hazel. Y, en todo caso, ya no estamos en la era del puritanismo, ¿verdad? —pero una vez dicho esto pensó que sí, que sí lo estaban.
—No hay nada que a Gawill le arredre, y no creo que este sea el final, ni mucho menos. Especialmente si ve que no consigue ningún resultado positivo.
—¿Qué quieres decir con lo de resultado positivo?
—Gawill me detesta hasta lo más profundo de su alma, como ya te he dicho. Le encantaría que me pegases, o algo peor. Le encantaría que organizases un buen escándalo y que enfangases mi nombre por todas partes. Ya entiendes lo que quiero decir, en la empresa donde trabajo. Creemos que este tipo de historias no pueden perjudicar a un profesional hoy en día, pero sí que pueden.
Carter se dio cuenta de que a Sullivan lo que más le preocupaba era su carrera. Lo cual era despreciable.
—Bueno, pero yo no voy a hacerlo —dijo Carter—. Aunque Gawill quizá lo pueda hacer, me imagino.
—Sí que puede. No sé lo que está esperando. Claro que lo que estaba esperando era, naturalmente, verte a ti. ¿Sabes lo que me dijo? —dijo Sullivan con una risita—. Me dijo que te pusiste loco de ira cuando te lo contó, cuando te contó que había durado cuatro años. Dijo que habías amenazado con matarme.
Carter le observó cuidadosamente.
—Estoy pensando que voy a tener que tomar un guardaespaldas.
Sullivan lo dijo como si tuviese la intención de hacerlo y Carter se dio cuenta de que a él no le interesaba la cuestión, o sea, la seguridad física de Sullivan. Y se dio cuenta de algo más, de que se alegraría de que Sullivan desapareciese. En la cárcel, pensó Carter, en la ley de la jungla de una cárcel, si un hombre se enteraba de que otro preso se había acostado con su mujer, ese preso podía aparecer muerto misteriosamente cualquier día en un pasillo.
—¿Por qué me miras de esa manera? ¿Es que no me crees? —preguntó Sullivan.
—Sí, supongo que sí.
—Es que, Phil, a ti también te interesa este asunto. A Gawill le gustaría que uno de sus rufianes me matase y que, de alguna forma, tú cargases con la culpa. No es la primera vez que lo digo. Fíjate en lo que está haciendo ahora, está tratando de incitarte a ello. ¿No te das cuenta?
—Sí, sí me la doy.
Entonces se hizo un silencio, mientras Sullivan arrugaba el entrecejo y se paseaba por la habitación como si fuese a decir algo más. Carter se sentó. Se sentía, por alguna razón, muy seguro de sí mismo, y le divertía ver a Sullivan preocupado por su seguridad personal. Esto era algo nuevo para Sullivan, pero no lo habría sido para Carter.
—¿Por casualidad, has tenido hoy noticias de Gawill?
—No. ¿Por qué? ¿Las has tenido tú?
—No —dijo Carter con tranquilidad mientras golpeaba su cigarrillo contra un cenicero para que cayese la ceniza.
Sullivan le miró fijamente, como si tuviese miedo de hacerle más preguntas. Evidentemente, Sullivan temía que Gawill le hubiese contado algo más, y Carter pensó que era muy posible que Gawill hubiese llamado a Sullivan, hoy mismo, o ayer, para decirle que había escrito una carta a Philip Carter informándole de todo el asunto.
—Pensar que se ha organizado todo este lío —dijo Sullivan— por haber tratado de… —sacudió la cabeza—. Más me valía ni haberlo intentado. Al fin y al cabo, no es que me haya producido tanta satisfacción el degradar a Gawill un par de escalones. Y eso es lo único que he conseguido.
Lo que Sullivan insinuaba era que su vida estaba en peligro por haber tratado de sacarle a él de la cárcel. ¿Y a qué venía repetirlo continuamente puesto que era verdad? En todo caso, las gestiones de Sullivan no habían logrado que le disminuyesen la condena ni un sólo día.
—Espero no tener que volver a hablar más con Gawill —dijo Carter levantándose.
Sullivan le preguntó sobre Butterworth y le pidió que le llamase por teléfono después de la entrevista del viernes para contarle cómo habían ido las cosas. Entonces Carter se marchó.
Carter contó a Hazel que Sullivan había querido aconsejarle sobre la entrevista con Butterworth.
—Parece que estás más contento esta noche —dijo Hazel—. Espero que el viernes todo salga maravillosamente.
—Maravillosamente —repitió Carter, que estaba en la cocina viendo cómo echaba merengue sobre la tarta de limón. Hazel llevaba un delantal, una falda de tweed, una blusa blanca de manga corta, y tenía el pelo recogido hacia atrás con una cinta negra estrecha, de la que se habían escapado varios pelos por un lado. Carter recordaba haberla contemplado en la cocina de Nueva York hacía muchos años, luego en Fremont, ahora lo estaba haciendo aquí. Frunció el entrecejo. Su visión actual de Hazel estaba un poco empañada porque sabía que había sido la amante de Sullivan. No era su sentido de la moral lo que se veía afectado, pensó Carter, sino la imagen de su mujer, pues él consideraba que Hazel no podía hacer nada mal hecho. No obstante, él lo podría superar, como le había dicho a Sullivan. No es que se tratase de prejuicios puritanos, es que aquello era un borrón. Claro que también la estancia en la cárcel había sido un borrón, y bien largo, sin tener en cuenta el incidente Whitey durante el motín. A él le había quedado la huella de la cárcel y, ahora, Hazel quedaba marcada por esta.
Al mirarle, ella arqueó las cejas interrogativamente, y después se volvió para seguir haciendo otra cosa. Durante las últimas semanas le había preguntado varias veces: «¿Qué te pasa, querido?» o «¿Qué estás pensando?», pero no siempre había querido, o podido, responder. Carter sabía que no siempre pensaba en algo concreto cuando su rostro adoptaba una expresión singular. Era, sencillamente, que su rostro había cambiado durante los últimos seis años, y Hazel no estaba acostumbrada a ello. Pero sabía que una vez le había preocupado al contestar, «estoy pensando que el mundo es como una gran cárcel, y las cárceles no son más que una representación exagerada del mundo». Y, después, por mucho que lo había intentado esa noche, no había sido capaz de aclarar lo que quería decir. Pero, en realidad, lo que había querido dar a entender era que también había reglas y reglamentos en el mundo libre y que, algunas veces, estos no tenían sentido, excepto en tanto en cuanto eran producto del miedo y estaban concebidos para mitigar el miedo. A veces, incluso le parecía que lo que reglamentaban era un mundo hasta más loco que el de una cárcel que no estaba más que un poco por debajo, en la mente de todos. Sin que los demás le indicasen a un hombre cuándo tenía que dormir y comer, cuándo tenía que trabajar y dejar de trabajar, y sin tener, como ejemplo a imitar, a todos los que hacían estas cosas, el individuo podía volverse loco. Esa noche lo había creído así, porque así lo sentía, y todavía lo seguía pensando en parte, pero Hazel no estaba de acuerdo y cuanto más trataba de explicarlo más borrosa parecía su idea.
—Querido, no te olvides de la invitación de los Elliott para este fin de semana.
—No —apenas se acordaba de eso. Iban a ir a Long Island el viernes por la noche cuando Hazel saliese del trabajo. Roger Elliott era asesor de inversiones y Hazel le había confiado la mayor parte del dinero que tenían, que estaba muy bien colocado en obligaciones muy seguras. Priscilla Elliott, que tenía unos treinta años, no trabajaba fuera de casa; estaba dedicada a cuidar a sus dos hijos, ambos más pequeños que Timmie y, como entretenimiento, pintaba retratos y paisajes con cierta maestría pero sin ningún carácter. Tenían una casa enorme y de aspecto extraordinariamente macizo en medio de una amplia pradera verde. Carter se acordó que Sullivan no iría este fin de semana a casa de los Elliott, lo cual era una ventaja.
El día siguiente era jueves, y Carter no tenía nada especial que hacer, así que se dedicó a vigilar, con más atención que otras veces, a Sandra, la asistenta, que venía los jueves de una a cuatro, pues pensó que a Hazel le agradaría que le recordase que limpiara los vasares de la cocina y las baldas del armario de las medicinas, ya que Sandra no solía hacer mucho caso de los recados que Hazel le dejaba.
Justo antes de las tres sonó el teléfono y era Gawill.
—Hola, Phil —dijo—. Bueno, me imagino que habrás recibido mi carta.
—Sí.
—Pensé que merecería una respuesta, ¿no te parece? Una llamada o una contestación.
—¿Tú crees?
—Vamos, Phil. ¿Es que tienes miedo de escuchar las cintas?
Carter se enfureció de repente.
—No me da miedo escuchar tus cintas o las que sean —lo dejó en el aire porque no quería decir «de Hazel», ni pronunciar su nombre a Gawill.
—Está bien. ¿Cuándo vienes? ¿Esta noche?
—Esta noche no puedo. ¿A qué hora vuelves a casa de tu trabajo?
—Hacia las seis.
—Iré. Pero espera, las señas —Carter las apuntó.
Pensó que lo mejor era escuchar las cintas, o lo que Gawill tuviera, y acabar con ello. Gawill probablemente no tendría nada.