El 14 de febrero era el cumpleaños de Hazel. Sullivan les había invitado a tomar una copa en su casa, y luego pensaban ir un grupo de ocho o diez personas a un restaurante japonés. Carter se marchó de casa ese día poco después de Hazel y de Timmie, deseoso de recoger el regalo de Hazel, que iba a ser un cepillo, un peine y un espejo, de plata, de una tienda de la Quinta Avenida. Era un juego antiguo. No lo había encontrado hasta la semana anterior, después de buscar por toda la ciudad lo que quería, pero le dijeron que no terminarían el grabado de las iniciales hasta el 14. Llegó a la tienda a las 9,30 de la mañana, esperando que no estaría terminado hasta la tarde; se encontró, sin embargo, que ya estaba. Las letras grabadas: H. O. C. eran muy elegantes aunque le parecieron un poquito grandes, claro que no lo suficiente como para decidirle a que las cambiasen y hacer el regalo con retraso. El cepillo, el peine y el espejo de mano iban presentados en una caja blanca forrada de seda, que iba atada con una cinta roja. La caja se la introdujeron en una bolsa de papel blanco con letras cloradas que le entregaron a Carter. Carter salió y se fue paseando por la Quinta Avenida, donde compró dos docenas de rosas rojas, y volvió a casa.
Para entonces ya había llegado el correo y Carter tenía dos cartas más en las que desestimaban sus solicitudes; una era de Tripple Industrials, en el edificio de la Chrysler. Era un trabajo que Carter había tenido alguna esperanza de conseguir. La carta decía que el puesto ya se había cubierto antes de que él lo solicitase. Carter se mordió el interior del carrillo de vergüenza. Recordaba que, con su solicitud a Tripple, había enviado la carta de Drexel.
Ya entrada la tarde, Hazel le llamó por teléfono. El tren al que tenía que esperar a las 4,20 tenía una hora de retraso y no iba a darle tiempo de ir a casa y de vestirse antes de la fiesta de Sullivan, por lo que le pedía a Carter que le llevase el vestido negro —no el que tenía la cremallera en el costado, sino el que la tenía en la espalda— para cambiarse en casa de Sullivan.
—Me cambiaré en otra habitación. No puedo ir como estoy, con una falda y una blusa.
—Muy bien, Hazel; te lo llevaré.
—Y mi bufanda dorada. Es una larga, como una echarpe, que no sé si me la conoces, de color amarillo fuerte. Está en el tercer cajón de la cómoda, el tercero empezando por abajo.
—Vale.
—Mil gracias, querido —hablaba ahora con voz suave, de una manera que Carter conocía muy bien—. ¿Cómo estás tú?
—Bien, pero me hubiese gustado que vinieses a casa. Yo estoy perfectamente.
Ella le explicó que los dos niños que llegaban eran unos casos de los que ella estaba encargada y no podía pedir a nadie de la oficina que fuese a buscarlos.
Colgó el traje que le había pedido de la puerta del armario ropero del vestíbulo, para que no se le olvidase, y fue en busca de la bufanda. El cajón estaba lleno de combinaciones, montones de pañuelos, medias, todo de aspecto delicado y cuidadosamente doblado. Cuando iba a coger la bufanda amarilla su mano tropezó con algo duro que había detrás. Eran sus cartas de la cárcel, todas de papel idéntico: una única hoja de papel grueso doblada a la mitad primero, luego en tres para que cupiese en los sobres de ventana de la cárcel. Hazel las había ordenado en montones de unas treinta cada uno, sujetos con una goma, y los montones los había atado todos juntos con un cordel. Carter alargó la mano y puso la palma sobre el paquete, que tenía unos dos pies de largo. Al hacer esto sus dedos tropezaron con otro paquete que había más al fondo, medio escondido entre la ropa, tan largo como el primero.
—¡Mecachis! —exclamó.
Calculó que con lo que allí había escrito se podían haber hecho seis libros. Ni Gibbon en The Decline and Fall ni Cervantes en El Quijote habían escrito mucho más que él. Pero fue la idea del tiempo que representaba lo que le sobrecogió. ¿Podía acaso resultar sorprendente que la gente no lo olvidase? Carter miró su foto con Hazel en el estúpido baile de disfraces. La miró fijamente, cerró los ojos y se dio la vuelta llevándose la bufanda.
No estaba de muy buen humor cuando salió hacia casa de Sullivan. Se había afeitado y se había vestido con esmero para agradar a Hazel: llevaba puesto el traje azul marino, la corbata azul marino y rojo oscuro, que era la que a ella más le gustaba; una camisa blanca y zapatos negros. Todo lo que tenía puesto era nuevo, como casi todo lo que tenía ahora. Llevaba el vestido y la bufanda en la bolsa blanca en que había traído el juego de tocador de plata. A Timmie también le había desilusionado, al volver a las 4,30, que su madre no viniese a casa, y Carter había tratado, con poco éxito, de contarle algo gracioso. Le había dicho a Timmie que le despertarían cuando volviesen a casa y que entonces celebrarían una pequeña fiesta. Timmie había comprado para Hazel una combinación blanca bordada en marrón, una prenda bastante cara, pensó Carter, para un chico al que le daban tres dólares para sus gastos y al que le gustaban las sodas. Sin embargo, no había querido aceptar los diez dólares que Carter le había ofrecido hacía unos días cuando compró el regalo. Esa tarde, Timmie entró en su cuarto con mucha solemnidad y cogió el regalo de Hazel, que ya estaba envuelto, y lo puso al lado de los regalos de Carter y de las rosas rojas, encima del tocadiscos. Timmie iba a ir a cenar a casa de su amigo Ralph Underwood.
Sullivan recibió a Carter en la puerta de su apartamento. Detrás se oía el murmullo de las conversaciones procedentes del cuarto de estar.
—Vaya, vaya, estás hecho un figurín otra vez —dijo Sullivan—. Pasa. ¿Y Hazel?
Carter explicó por qué iba a llegar tarde y Sullivan cogió la bolsa y se la llevó a su dormitorio, mientras Carter colgaba el abrigo. Entró entonces en el salón y saludó a las cuatro o cinco personas que conocía. Allí estaban los Elliott, Jeremy Sutter y Susan, su mujer, un hombre de mediana edad, de aspecto agradable llamado John Dwight, que era amigo de Sullivan. Algunos de estos le presentaron a los demás, ninguno de cuyos nombres se le quedó grabado a Carter. Estaba demasiado consciente de que todos le miraban porque hacía tan poco tiempo que había salido de la cárcel. Aunque Hazel y David habían dicho una vez que «las personas a quienes te presentan por primera vez no están necesariamente enteradas de ello», las cosas no eran así. La noticia había corrido de alguna forma.
Esta no era más que la tercera vez que había visto a Sullivan ese año. Sabía que Hazel no le invitaba deliberadamente, ni aceptaba las invitaciones que Sullivan posiblemente le hacía por teléfono a la oficina, porque sabía que no tenía interés en verle mucho. A pesar de que sus relaciones sociales con Sullivan eran menos frecuentes, esto no le había hecho cambiar en las escasas ocasiones en que le habían visto, pensó Carter. Esta noche estaba seguro de sí mismo, sonriente, moviéndose con soltura entre sus invitados, cuidando de que todos tuviesen algo de beber, y de que todos tomasen algún canapé de queso mientras todavía estaban calientes. A Sullivan le gustaban los objetos griegos y romanos de mármol, y aquí y allá, en una librería, tenía expuestos un pie y una cabeza de mármol, una vasija y el fragmento de una inscripción griega. Dijo que los había adquirido en un viaje a Grecia. Las alfombras eran orientales.
—¿Cómo va lo de tu trabajo? —preguntó Sullivan.
—Todavía no tengo nada. Sigo buscando —dijo Carter, simulando la mayor despreocupación posible.
—Ese tipo, Butterworth, no ha vuelto todavía. Pregunté por él ayer.
Butterworth trabajaba en una oficina de ingeniería —Jenkins and Field— de la que Carter había oído hablar. Butterworth estaba en California en viaje de negocios, y Sullivan había dicho, repetidas veces, que creía que Butterworth podría arreglar que Carter entrase a trabajar en la empresa, pero, como Butterworth estaba ausente, no podía hacer nada y a Carter le había empezado a parecer que el tal Butterworth, en realidad, no existía.
Carter se sintió más tranquilo cuando llegó Hazel. Esta saludó a todo el mundo, y a las personas que le presentaron por primera vez las trató con la naturalidad y la gracia que le eran habituales, sin insistir en cambiarse de ropa lo primero como, según pensó Carter, habrían hecho muchas mujeres. Vio con satisfacción las caras de los hombres que no la conocían, observó la forma en que todos se levantaban de sus butacas, por muy repantingados que estuviesen, porque Hazel era una mujer guapa. Cuando Hazel se acercó a Carter, este sonrió un poco, pero sonrió de verdad, porque era la primera vez que lo hacía ese día.
—Felicidades, querida. ¿Cómo estás?
—Un poco pringosa, pero me sentiré mejor cuando me quite esta ropa. ¿Y Timmie, está bien?
Carter asintió con la cabeza, tan deslumbrado por Hazel como los hombres que la habían visto por primera vez, y ella entonces desapareció.
Sullivan la siguió.
Carter se empezó a beber la segunda copa.
Cuando Sullivan volvió, al cabo de unos dos minutos, llamó a Carter con una seña y le dijo en voz baja:
—Hoy me han dado una noticia confidencialmente. Gawill ha vuelto del Sur. Trabaja o tiene algo que ver con una empresa de tubos de Long Island. Su jefe es un individuo llamado Grasso, que es propietario de unos bloques de apartamentos baratos; debe de ser eso que se llama un «casero de suburbio». Ese tipo de gente siempre ejerce el pluriempleo, y trabaja en un par de negocios secundarios.
Al oír el nombre de Gawill, Carter no tuvo más sensación que la de que la sangre le entraba en ebullición, después, una total indiferencia.
—¿Y qué? —Carter se encogió de hombros y bebió un trago.
—Sabe que ya has salido.
—¡Ah! ¿Y está trabajando para una empresa de tubos? Supongo que no de pasta de dientes.
—Hombre, no, de los tubos que se instalan bajo tierra. Para el gas, las atarjeas y cosas de esas —Sullivan arrastró las palabras secamente—. Me ha interesado saber que se ha molestado en averiguar si ya has salido. No me sorprendería que tratase de ponerse en contacto contigo —dijo Sullivan mirando a Carter.
—Y eso, ¿por qué?
—Qué sé yo. Pero pensé que debía avisártelo. Supongo que no querrás verle.
—Claro que no —Hazel entraba en ese momento y los dos se volvieron hacia ella.
A Carter le hubiese gustado permanecer junto a Hazel durante todo el cóctel, pero se esforzó por mezclarse con los demás. Sullivan, sin embargo, se quedó con ella, o ella con él; resultaba difícil saber cuál de los dos era el que no se separaba del otro. Era evidente que se encontraban a sus anchas estando juntos, pensó Carter, era como si siempre tuviesen algo de qué hablar, lo cual no era realmente de extrañar, teniendo en cuenta que habían pasado mucho tiempo juntos mientras él estaba en la cárcel. Casi tanto, de esto se dio cuenta repentinamente con estupor, como el que él y Hazel habían pasado antes de que le condenasen. Siete años justos con él, contra seis con Sullivan. Sullivan estaba apoyado en el respaldo de la butaca en la que estaba sentada Hazel escuchando lo que decía y asintiendo seriamente con un movimiento de cabeza. De vez en cuando, Hazel le dirigía la vista y le echaba una mirada rápida, pero que a Carter le parecía tan íntima y tan llena de naturalidad como para que resultase evidente que se habían acostado juntos muchas veces. Carter decidió que se lo preguntaría esta noche, le preguntaría simplemente si se había acostado alguna vez con él. Entonces se dio cuenta de que le estaba haciendo efecto la bebida y que no debería hacerle esa pregunta el día de su cumpleaños, o quizá no debería hacérsela nunca. No tenía la menor duda de que Hazel le quería, pero tampoco ponía en duda que Sullivan estaba enamorado de ella.
En el restaurante japonés bebieron sake caliente sentados en almohadones alrededor de una mesa larga y baja, y de nuevo le separaron a Carter de Hazel, que se colocó de nuevo junto a Sullivan.
—Et pour vous, monsieur? —le preguntó el señor que estaba a su izquierda sosteniendo la botella de sake envuelta en una servilleta.
—Oui, avec plaisir —contestó Carter levantando su copa.
—Vous parlez français?
—Oui.
Y desde entonces hablaron en francés y Carter no habló con nadie más. Se llamaba Lafferty —según le dijo a Carter que le preguntó su nombre, excusándose de no haberlo recordado después de que les presentasen— y había trabajado dos años en París para su empresa, que se dedicaba a la venta de maquinaria para embotellar. Charlaron sobre el carácter de los franceses, la alegría de vivir en Francia, los estragos de los amores desgraciados.
—Cada separación —dijo—, cada rompimiento, es un duro golpe y se lleva algo consigo, como ocurre con el mar cuando golpea contra un acantilado, que un día empieza a achicarse y a debilitarse y, después, se queda en nada y se termina para siempre.
El señor Lafferty se refería, no a los amores imposibles, sino únicamente a las separaciones. Esta actitud semipoética por parte de un hombre de negocios fue una agradable sorpresa para Carter. O quizá fuese que lo que decía sonaba mejor y más profundo en francés. O quizá fuese que el hablar con el señor Lafferty le recordaba los momentos felices que había pasado con Max. Fue entonces, durante una pausa en la conversación, mientras Lafferty hablaba en inglés con la señora que estaba a su izquierda, cuando Carter levantó la vista y vio a Sullivan riéndose a carcajadas; sin embargo la risa no era estruendosa, sino adecuada y apta para el ambiente, exactamente como era de esperar en Sullivan y, en ese momento, estaba tocando el hombro de Hazel, que presionó antes de retirar la mano. Carter se preguntó si Sullivan habría cometido algún error en su vida, si habría hecho algo, alguna vez, llevado por un impulso, de lo que se hubiese arrepentido después. Y, de pronto, se acordó de que sus tíos le regañaban a veces por perder las cosas, por dejar que las cosas se le escapasen de las manos. Una vez se habían quedado sin una raqueta que había prestado a un compañero de colegio. Otra, había perdido una gabardina. Un esmoquin cuando estaba en la Universidad. No, no era hábil ni tenía sentido práctico, ni se organizaba bien, como Sullivan. Finalmente, su máximo descuido había sido el firmar los recibos de Wallace Palmer, lo que le había costado seis años de cárcel. El ser confiado era una estupidez. Sullivan no hubiese actuado nunca así. Este tenía el cerebro abogadil: de los que no hacen nada hasta que sus intereses están a salvo. Entonces, Carter se dio cuenta, con la rapidez de un rayo, de que también se había fiado de las relaciones de Hazel con Sullivan. ¿Y si en esto se hubiese comportado como un verdadero idiota, superando incluso su idiotez respecto a Wallace Palmer?
Hazel de repente le miró.
—¡Phil! ¿Te encuentras bien?
Debía de estar sonrojado, lo notaba por el calor que sentía. Se pasó la palma de la mano nerviosamente por la frente.
—Sí, estoy bien —dijo, y en ese momento sintió verdadero odio hacia Sullivan por haberle mirado también. Fue a coger un vaso de agua y se encontró con que no quedaba, pero Hazel ya no le miraba, y entonces, se bebió el sake.
—¿Qué te ha regalado David? —preguntó Carter cuando llegaron a casa esa noche. Hazel había recogido la bolsa blanca con su otra ropa y la bolsa pesaba más, como Carter había podido comprobar, al llevarla desde el coche hasta el piso.
—Un libro que me interesaba. La obra de Aubrey Menen sobre Roma. No lo he abierto todavía.
Carter había supuesto que el regalo de Sullivan sería algo más personal que un libro.
Timmie se despertó y entró en pijama. Abrazó a Hazel diciendo:
—Muchas felicidades, mamá.
—Muchas gracias, amor mío. ¡Caramba!, si parece que es Navidad —dijo mirando a los regalos que estaban sobre el tocadiscos—. Y ¡qué rosas tan maravillosas! ¿A cuál de los dos tengo que agradecérselas?
—A los dos —dijo Carter sonriendo a su hijo.
A Hazel le entusiasmaron el cepillo, el peine y el espejo y no le pareció que las iniciales fuesen demasiado grandes. Carter le regaló también caramelos, jabón y pañuelos de bolsillo. Se tomaron una última copa mientras abrían los regalos, y Timmie se bebió un vaso de chocolate con leche.
No pudo dormir esa noche. Lo que había bebido le había sentado como si fuese benzedrina. Y le dolían los dedos. Sentía verdadera necesidad de inyectarse morfina. Hacia las tres de la mañana se levantó sin hacer ruido y se fue al cuarto de baño a tomarse un Pananod. Después de tomarlo volvió a oscuras.
—Querido, ¿no te duermes? —preguntó Hazel.
De repente todo le pareció irreal a Carter: la voz de Hazel en la oscuridad, la habitación en que estaban los dos, probablemente todo lo ocurrido aquella noche, Sullivan, Max. Sin embargo, Max le parecía más real que los demás, incluso que él mismo.
—No —dijo Carter sin convicción, como si contestase a una pregunta que le hacían en un sueño que no quería que se desvaneciese.
—Enciende la luz.
Encendió la luz y parpadeó, pero no consiguió con ello disipar la sensación de irrealidad que le invadía.
—Siéntate, querido, ¿qué te preocupa?
Se sentó al borde de la cama.
—Sullivan.
—¡Pero, querido! —cerró los ojos, frunció el ceño y volvió la cabeza un momento—. Phil, si esto facilita las cosas, no tenemos por qué volverle a ver.
El tono de su voz indicaba que esto supondría un sacrificio casi sobrehumano para ella, pero que estaba dispuesta a hacerlo.
—No, no quiero que hagas eso —dijo, pero no en la forma despreocupada en que trató de decirlo y entonces observó que la expresión de Hazel se tornaba en un gesto de cansancio.
—Entonces creo que ya es hora que dejes de hacer escenas, como la de esta noche, ¿no te parece?
—No sabía que había hecho una escena.
—Creí que ibas a explotar, en el restaurante, sencillamente porque David me puso una vez la mano en el hombro. Todo el mundo lo notó. Pusiste cara de que le odiabas.
Así es que ella también se había dado cuenta de que le había tocado el hombro.
—No creo que lo notase todo el mundo. Eso no es verdad.
—Y apenas le diste las buenas noches. Y eso es muy poco amable por tu parte, teniendo en cuenta que era el anfitrión, que nos había invitado a todos a cenar y, además, en mi honor.
—Pero claro que le di las buenas noches —Carter se acordaba, sin embargo, que no le había dado las gracias.
—Considero que te estás comportando como un niño.
Carter se puso de pie repentinamente enfurecido.
—Pues yo no creo que tú te estés comportando como una esposa.
—¿Pero de qué estás hablando? —dijo Hazel incorporándose.
—Quiero, sencillamente, saber una cosa —dijo Carter apresuradamente—. ¿Fuiste su amante mientras yo estaba en la cárcel?
—¡No!, y cierra la puerta. No quiero que Timmie oiga esta conversación tan agradable.
Carter cerró la puerta de un portazo.
—Yo creo que lo fuiste y esa es la razón por la que te lo pregunto.
—Eso es ridículo —dijo ella, pero él observó que titubeaba y que cedía terreno.
—Estoy seguro.
Ella dio un largo suspiro estremecedor. Él alargó la mano para coger un cigarrillo. La mano le temblaba al sostener el mechero para encenderlo.
—Quizá sea mejor —dijo sin mirarle—, si te digo que, efectivamente, fui su amante durante tres semanas. O, para ser totalmente exacta, durante tres semanas y cuatro días.
Carter se sintió falto de aliento.
—¿Cuándo?
—Hace cuatro años. Algo más. Fue unas semanas después de la segunda desestimación, la desestimación del Tribunal Supremo —levantó la vista y le miró—. Me sentía muy desgraciada entonces. No sabía lo que iba a ser de mí, o qué iba a ser de ti. La verdad es que quería a David en cierto modo. Pero el asunto no me sirvió de nada y yo me sentía peor. Sentía vergüenza de mí misma y lo dejé. Y no pude ni ver a David hasta, por lo menos, un mes después.
Carter seguía sin poder apenas respirar, mientras permanecía de pie inmóvil.
—Ahora, por lo menos, ya lo sé.
—Sí, ya lo sabes. Y sabes que lo siento. Sabes que no puede volver a ocurrir.
—Y, ¿por qué no? ¿Por qué dices eso?
—Si crees que puede volver a ocurrir entonces es que no lo entiendes. No me entiendes a mí.
—Al contrario, estoy empezando a comprenderte —dijo él—. ¿Por qué no puede volver a ocurrir?
No le contestó. No hizo más que mirarle.
—Has dicho que le querías. ¿Le sigues queriendo?
—¿Acaso no estoy aquí contigo?
—Sí, ¿pero si yo no estuviese aquí?, ¿si yo no estuviese presente?
—Por Dios, Phil…
—Te he hecho una pregunta. ¿Y si yo no estuviese aquí?
—Puesto que lo preguntas, te diré que sí. Si no estuvieses aquí, si te hubieses muerto en la cárcel, por ejemplo, como tu amigo Max, entonces sí, indudablemente me hubiese casado con David. Timmie también le quiere. Es fácil convivir con él, más fácil de lo que tú lo estás siendo últimamente.
Carter se desabrochó bruscamente la chaqueta del pijama y se dirigió hacia el armario, hizo una mueca al tropezar sus ojos con la fotografía del baile de máscaras, que de buena gana hubiera roto; luego se soltó el cordón de los pantalones del pijama.
—¿Dónde vas? —preguntó ella con voz alarmada.
—A darme un paseo.
—¿A las cuatro de la mañana? Phil, ¿no irás a hacer alguna locura, como ir a ver a David, verdad?
—Voy a darme un paseo, Hazel, no tengo más remedio.
Se vistió en un momento echándose la camisa por encima, sin molestarse en abrocharla. Salió del dormitorio dejando la puerta abierta y cogió el abrigo del ropero de la entrada buscándolo a tientas en la oscuridad. Abrió entonces la puerta principal y salió pero, cuando estaba empezando a cerrarla, tuvo el impulso de volverla a abrir y de escuchar. Era como si parte de la pesadilla se hubiese convertido en realidad: lo que oyó fue el sonido del disco del teléfono al marcar Hazel el número de Sullivan en el aparato que había en el dormitorio. ¿Era para advertirle? ¿Para consolarse hablando con él? Carter se podía haber quedado allí en la oscuridad y quizá haber oído lo que decía o parte de lo que decía, pero podía adivinarlo de todas formas. Cerró la puerta y bajó las escaleras. No había nada que hacer, en una noche como aquella, más que pasear.
Estuvo andando hasta que amaneció y le sentó muy bien el paseo y el contemplar la salida del sol. A Hazel le diría: «Me alegro de que me lo hayas contado y, en lo que a mí respecta, no hay por qué volver a hablar de ello». O algo parecido. O quizá fuese mejor no decir nada.