Las dos primeras empresas en las que Carter solicitó trabajo en enero le rechazaron, la segunda admitió que era a causa de sus antecedentes penales, y Carter pensó que en la primera le habían rechazado también por lo mismo, aunque no dieran esa razón. Estaba, naturalmente, preparado para ello. Podría haber hasta otras diez negativas como estas, o incluso veinte. Hazel quería que pidiese una recomendación a la empresa en la que había trabajado cuando estaba en Nueva York, pero Carter no estaba de acuerdo: lógicamente le preguntarían por qué no utilizaba los informes de su último puesto de trabajo y dónde había pasado los últimos seis años.
Timmie había vuelto al colegio después de las vacaciones de Navidad. Hazel se marchaba de casa todas las mañanas a las 8,20 a fin de estar en su oficina hacia las nueve y Carter se quedaba en casa contestando por escrito a la larga lista de anuncios en demanda de ingenieros, que aparecía en la edición dominical del Times y del Herald Tribune y, a veces también, en las ediciones diarias de esos periódicos.
Dos veces por semana iba al médico, el doctor Alexander McKensie, que había sido médico de Hazel desde antes de cumplir los veinte años, y que también conocía a Carter desde que se había casado con ella. Él mismo le ponía unas inyecciones de extracto de hígado y de vitamina C, pues, desde que había salido de la cárcel, se encontraba mucho más cansado y estaba acatarrado desde mediados de diciembre. El médico le dijo que estaba débil a causa de la mala alimentación, pero que, al cabo de más o menos un mes, se encontraría mucho mejor y empezaría a engordar. También le renovó el médico la receta para las pastillas de Pananod que no había podido conseguir con el papel del doctor Cassini. El médico le preguntó sobre el dolor de los dedos pulgares y Carter le explicó que había mejorado durante los últimos cuatro años, pero que seguía molestándole y siendo lo suficientemente fuerte como para no dejarle dormir por la noche, a no ser que tomase algún calmante.
—¿Sabe su mujer que es tan fuerte? No me dijo que le doliese tanto —dijo el doctor McKensie.
—Creo que no le dije que era tan fuerte —dijo Carter—. Pero sabe que todavía necesito tomar pastillas.
—¿Lleva mucho tiempo tomando estas de Pananod?
—Alrededor de un año. Antes me inyectaba morfina. Me la estuve inyectando durante unos cuatro años en la cárcel.
El doctor McKensie frunció el ceño y dejó caer el labio inferior.
—He observado los síntomas cuando sostenía el papel con las manos, y también en los ojos.
Entonces ¿por qué no se lo había mencionado, pensó Carter, cuando le consultó por primera vez, que fue cuando le hizo sostener las dos hojas de papel en el dorso de las manos?, ¿o cuando le había mirado los ojos con su linternita?
—Bueno, ya no la tomo.
—¿Cuánta solía tomar al día?
—Unos ocho granos. A veces menos —y pensó que, a veces, más. Se había inyectado siempre lo que necesitaba. Carter sabía que la dosis que el drogadicto medio necesita es de doce granos.
—Es inevitable que haya tenido algunos síntomas de adición, si la estuvo tomando tanto tiempo.
—Sí, pero no son graves. De vez en cuando intentaba dejarla. A veces llegaba a estar hasta dos meses sin morfina. Y no me inyecté nunca durante los once meses últimos que pasé en la cárcel —miró al médico fijamente a los ojos.
—Pero estas píldoras de Pananod tienen opio. Es lo mismo —dijo el médico.
—Pues no se siente lo mismo que con la morfina.
El doctor McKensie sonrió forzadamente.
—No tome más de cuatro al día, si puede evitarlo.
Muchas noches Hazel le ayudaba a pasar a máquina el historial de tres páginas que enviaba con cada solicitud de trabajo. Ella escribía a máquina mucho más deprisa que él. Carter tenía la carta que había pedido a Drexel. En ella decía que Carter había desempeñado su trabajo en la empresa con la «máxima eficacia» y que su detención obedecía «a causas que nunca se habían probado satisfactoriamente». Era una carta cuidadosamente redactada, concebida para ser presentada al solicitar trabajo, pero Carter no se decidía a enviarla. Hazel decía, por el contrario, que debería hacer, por lo menos, cincuenta fotocopias para enviarlas con su historial.
—La carta es demasiado ambigua —dijo Carter—, por no decir algo más fuerte. Es como si se tratase de disculparme sin correr ningún riesgo.
—Pero es que así no vas a ninguna parte —dijo Hazel, que estaba ante la máquina de escribir, volviéndose.
Era después de las doce de la noche, y los dos estaban cansados. En sus últimas solicitudes Carter no había mencionado lo de la cárcel. Lo había hecho en algunas al principio, explicando que había cumplido una condena de seis años acusado de un desfalco del que no era culpable. Si había alguien a quien le interesase emplearle, pensaba, podía hacer indagaciones y averiguar lo que había ocurrido, y no es que esto fuese a influir, ni mucho menos, en su favor. Por el contrario, si se trataba de alguien que creía en la eficacia del sistema penitenciario, podía suponer que, en seis años, habría purgado sus pecados y habría superado sus impulsos delictivos y que, ahora, sería tan competente como cualquier otra persona, si no más. Hazel no había estado en absoluto de acuerdo en que mencionase lo de la cárcel.
—Todo el que contrata a una persona quiere saber cuál ha sido su último empleo. Muy bien, el de Triumph. ¡Vaya nombre!… —dijo sonriendo—. Pero eso fue hace seis años. ¿Qué ha hecho usted entre tanto? Pues esperar en la cárcel. Si esto no lo explico en la carta, tendré que explicarlo cuando me entrevisten, y apuesto lo que sea, a que lo mío se sabe en todas partes. Las empresas se informan unas a otras y se habrán advertido que hay que tener cuidado con Philip Carter.
—Muy bien, yo no sugiero que ocultes nada. Lo único que digo es que debes enviar la carta de Drexel. Fue, después de todo, tu último jefe.
—Por mí, que se muera Drexel.
Y eso fue lo que sucedió. Drexel murió a finales de enero, con lo que quedaba excluida la posibilidad de que escribiese una carta más favorable para Carter. Llevaba dos años jubilado y se murió de un ataque al corazón en su casa, cerca de Nashville, Tennessee.
A mediados de febrero, Carter empezó a enviar fotocopias de la carta de Drexel con sus solicitudes.
Hazel iba a seguir en su trabajo, no porque necesitasen el dinero que ganaba, sino porque le gustaba. Aconsejó a Carter que no se preocupase.
—Seis semanas no son nada cuando se está buscando un buen puesto.
Carter se esforzó en jugar con Timmie por las tardes en su cuarto, si no tenía muchos deberes del colegio. Carter hizo un surtidor de aceite con una de las construcciones, que le pareció que a Timmie le gustaba mucho, ya que no lo desarmó a la semana, como solía hacer con otras construcciones. Timmie estaba todavía algo serio y poco expansivo con él, y en varias ocasiones Carter se dio cuenta de que Timmie le miraba los dedos en vez de mirar las piezas que Carter estaba manejando o de las que estaba hablando. Carter sabía que Hazel le había contado algo de lo de sus dedos pulgares, pues se lo había escrito en una carta, pero, hacía tantos años de esto, que se había olvidado de lo que le había dicho, y un día se lo preguntó.
—Le dije que habías tenido un accidente en la cárcel.
—No tardará mucho en averiguar la verdad —dijo Carter—. Se está haciendo mayor. Podías contárselo.
—¿Por qué?, déjalo. Tampoco quiero que tú se lo cuentes.
—No es tonto y lo adivinará.
Hazel suspiró y dijo nerviosa:
—Querido, déjalo, por favor —en ese momento se estaba cepillando el cabello ante el tocador.
Estaban los dos a punto de irse a la cama. Carter se dio cuenta de que había hablado con amargura, y lo lamentó. Dentro de cinco minutos estarían haciendo el amor y ella no sería la misma esta noche. Por la noche, cuando estaba entre sus brazos, Hazel le hacía sentir que él era la persona más importante del mundo, que le adoraba. Esto contribuía, tanto como los latidos de su corazón, a mantenerle vivo. No sería lo mismo esta noche porque a ella le había molestado la acritud con que se había expresado.
Se acurrucó junto a ella y le rodeó las caderas con el brazo.
—Tienes razón, amor mío, perdóname. No volveré a hablar de ello.