El viernes primero de diciembre, a las ocho de la mañana, Carter salió en coche por la carretera sin pavimentar que descendía hasta la verja del centro penitenciario. Iba vestido con el traje marrón de los presos excarcelados, o de los que salían con permiso, y en el bolsillo llevaba el billete de diez dólares que en el penal entregaban a los hombres que ponían en libertad.
Después de franquear la puerta, el coche dejó a Carter en la parada del autobús de la pequeña ciudad de Gurney, a unas dos millas del penal.
—No te olvides de comparecer ante el oficial del tribunal de caución —le dijo el funcionario de prisiones que iba con él.
—No, no me olvido —Carter tenía que comparecer al día siguiente ante el tribunal de caución.
El autobús llegó casi inmediatamente. Hacía sol, pero era un día fresco. Carter iba en el autobús con los ojos muy abiertos, lo mismo que cuando iba en el coche con el conductor. Parpadeaba con frecuencia y se contemplaba las manos de vez en cuando a fin de no quedarse mirando fijamente todo lo que veía. Sin embargo, al cabo de unos segundos volvía a asomarse, embobado, por la ventanilla, o a mirar insistentemente un sombrero de paja negra con unos pajarillos de plumas rojas que tenía justo delante, o a los dos chicos que iban de pie agarrándose a la rejilla de equipajes riendo y charlando con su acento meridional. Tenían unos quince años. Dentro de tres años Timmie sería casi un hombre, como estos chicos, y entonces le empezaría a cambiar la voz y le interesarían las chicas.
En Fremont tuvo que esperar tres horas y envió un telegrama a Hazel para decirle la hora en que llegaba. Hazel había querido venir a recogerle cuando saliese del penal, pero él le había rogado que no lo hiciese. Carter pasó las tres horas dando vueltas por las calles próximas a la terminal del aeropuerto.
Hazel le había girado cien dólares que le habían hecho efectivos en el penal esa mañana. De ese dinero gastó 57 dólares y 90 centavos en el billete. En el avión le sirvieron la comida en una pequeña bandeja muy pulcra en la que había un pedazo de carne asada, de color marrón oscuro, cortado muy grueso, unas patatas cuidadosamente perdigadas, unas rodajas, que eran unos redondeles perfectos, de tomate, colocadas sobre unas hojas de lechuga y, como aderezo, una salsa cremosa servida en un diminuto vaso de cartón. Carter abrió el vaso tirando de la tapa de papel con los dientes. Se sentía torpe al manejar el tenedor y el cuchillo, hubiese preferido comer todo con la cuchara, pero tenía la impresión de que le miraba el señor que iba a su lado, y que este podía adivinar lo que en realidad era, un ex presidiario al que acaban de soltar.
Hicieron escala en Wilkes-Barre y en Pittsburgh, y llegaron a La Guardia a la hora en punto. Carter vio a Hazel y a Timmie, y también a Sullivan, de pie ante la barandilla de una terraza por debajo de la cual pasó mientras atravesaba la sala con otros pasajeros. Les saludó con la mano y sonrió. Hazel le saludaba con mucha agitación. Sullivan le saludó una vez pausadamente y sonriendo, y Timmie lo hizo con timidez. Carter captó todo esto a primera vista.
Hazel le besó en las mejillas primero y luego en los labios. Lloraba. Reía también. Carter parpadeaba torpemente a causa de las luces, que le parecían muy brillantes, y de los deslumbrantes colores que había por todas partes.
—¿Cómo estás, Timmie? —dijo Carter ofreciéndole la mano.
Timmie miró la mano y después la estrechó con firmeza.
—Muy bien.
A Carter le agradó la voz de Timmie. Era fuerte, aunque un poco aguda; era la voz de un adolescente. La última vez que la había oído era la voz de un niño.
—He traído el coche —dijo Hazel—. ¿Tienes hambre? He preparado la cena en casa.
—Ponte mi abrigo —dijo Sullivan desabrochándoselo y presionándole a Carter para que lo cogiera.
Carter tiritaba de frío, así que lo cogió. Sus brazos se deslizaron suavemente en las mangas forradas de seda.
Hazel, que conducía el coche, salió de la laberíntica zona de La Guardia cruzando el puente Triboro. El coche era un Morris que Hazel tenía desde hacía un año. Era la hora del crepúsculo y las luces de Manhattan empezaban a encenderse, y la ciudad, por su gran tamaño, era todo un mundo lo suficientemente grande para Carter.
—Por cierto, que no me voy a quedar a cenar —dijo Sullivan—. No he venido más que para recibirte.
—David, ¿no quieres subir a tomar una copa, por lo menos? —dijo Hazel. Iban acercándose a la Calle 38 y a Lexington.
—No gracias. Nos veremos muy pronto, Phil —dijo Sullivan al bajarse del coche—. Me alegro mucho de que hayas vuelto.
Se había colgado el abrigo de un brazo, pues Carter había insistido en que se lo llevase.
Al fin se quedaron solos, los tres. Hazel aparcó el coche debajo de un árbol en la Calle 28 Este, mientras comentaba que había vuelto a tener la suerte de encontrar este sitio, que era donde aparcaba muchas veces. Carter tocó el tronco del árbol con la palma de la mano. Entonces se dio cuenta de que Timmie estaba esforzándose por sacar su maleta del coche.
—Yo la cogeré, Timmie.
—No, yo puedo —Timmie quería demostrar que era capaz de hacerlo.
La maleta no pesaba mucho. No contenía más que los enseres de aseo, su álbum de fotografías, sus composiciones de francés y un espejo cuyo marco había hecho en el taller de carpintería. Los libros los había mandado hacía días. Preguntó a Hazel si habían llegado, pero no se habían recibido todavía. Timmie no consintió en que Carter subiese la maleta ni el último tramo de las escaleras. La casa era señorial y, en tiempos, había sido una sola vivienda. La barandilla y los peldaños de la escalera estaban barnizados y la alfombra era nueva y estaba limpia. Hazel metió la llave en la cerradura, abrió la puerta empujándola y dijo:
—Voilà. Esta es nuestra casa, querido.
Las luces estaban encendidas. Carter entró primero a petición de Hazel. Era su casa, la de los tres. Lo primero en que se fijó fue en dos jarrones con gladiolos. También había un ficus de gran tamaño. Una de las paredes estaba cubierta de libros. Reconoció algunos de los muebles que tenían en Fremont, pero la mayoría eran nuevos para él. Entonces vio unas zapatillas viejas de color azul marino, que habían sido suyas, delante de una butaca y se echó a reír.
—¡Esas antiguallas!
Hazel se rió también.
Sólo Timmie se quedó callado.
Hazel le enseñó el resto del piso: el cuarto de Timmie, el dormitorio de ellos dos, la cocina, el cuarto de baño. «Es maravilloso», era lo único que se le ocurría decir. De repente vislumbró su estúpido y sonriente rostro reflejado en un espejo y apartó la vista. Se encontró arrugado, viejo y algo sucio.
—¿Puedo darme un baño antes de cenar?
—Puedes hacer lo que te apetezca —dijo Hazel, y le dio un prolongado beso.
El beso le dejó a Carter algo aturdido. Tenía miedo hasta de contemplarla. O, más bien, no se decidía a hacerlo. Empezó a desabrocharse la chaqueta de su traje carcelario. De pronto se sintió impaciente por despojarse de la ropa que llevaba.
—¿Quieres que te cuelgue algo? —le preguntó Hazel.
Carter sonrió y le entregó la chaqueta.
—Quiero que cojas esta maldita ropa y la quemes.
Cinco minutos después, cuando Carter estaba en la bañera, Hazel llamó a la puerta y le dio un whisky con soda y hielo.
Se vistió en el dormitorio y se puso la camisa blanca y nueva que ella le había colocado sobre la cama. Los pantalones que había sobre la cama eran unos viejos por los que sentía especial predilección. Los zapatos eran de antes pero estaban sin usar y, a diferencia de los pantalones, todavía le servían. Sobre la cómoda había un marco de plata con una fotografía suya y de Hazel en un baile de disfraces que dieron los Langauer hacía muchos años. ¿Cuántos años? Siete u ocho por lo menos, pensó Carter. En la fotografía él estaba descalzo disfrazado de hawaiano con una falda de paja, un collar de flores y un sombrero de paja, bailando con Hazel. A Carter le pareció que él representaba veinte años y Hazel dieciséis. Ella iba vestida con un sari y llevaba el pelo suelto, mucho más largo.
Hazel estaba en la cocina, ultimando los preparativos para la cena y dijo que no hacía falta que la ayudase cuando él se ofreció. Timmie podía echarle una mano si lo necesitaba. Estaba lardeando un pato. Olía a salsa de naranja. Carter se acordó de repente del comentario de Max, «… la pièce de résistence para esta noche… canardeau a l’orange, probablemente…». Iba a contárselo a Hazel, pero luego lo pensó mejor y desistió.
Timmie no dejaba de mirarle fijamente. Sus ojos se parecían a los suyos, pero la nariz era como la de Hazel, afilada, recta y no muy larga.
—Timmie, ¿por qué no me enseñas alguna de tus construcciones? —dijo Carter.
Timmie se retrajo, pero sonrió con placer.
—Muy bien.
—¿Ahora? —Carter había advertido unas construcciones extrañas debajo de unas fundas de plástico en el cuarto de Timmie.
—Después de cenar —dijo Hazel—. Todo está casi preparado. ¿Quieres descorchar el vino, querido? Bueno, ¿puedes? —preguntó repentinamente preocupada.
—Claro que puedo hacer esto —dije Carter sonriendo. El corcho salió perfectamente. Carter llevó la botella a la sala de estar. Habían colocado la mesa cerca de la chimenea mientras se bañaba y también habían encendido el fuego.
En unos candelabros de hierro forjado, que no había visto nunca, había dos velas rojas.
Comió más del puré de patatas hecho por Hazel que del pato, pero ella no le insistió en que comiera más.
—Es muy fuerte, ya lo sé, pero para esta noche quería hacer algo bueno —dijo.
—¿Jugabas al béisbol en ese sitio? —preguntó Timmie.
—Sí, algunas veces —dijo Carter, aunque no había jugado nunca. Timmie le miraba las manos.
Hazel habló de lo que iban a hacer en los próximos días. En su oficina le habían concedido una semana de permiso, sin sueldo, aunque estaban, como siempre, abrumados de trabajo. Quería ir al Museo de Arte Moderno con él y con Timmie; podían ir al día siguiente o el domingo. La semana próxima tendrían que ir de tiendas para comprar a Carter «millones de cosas». A ella le gustaba acompañarle cuando se compraba ropa, y Carter siempre se había sentido satisfecho con lo que ella elegía y, en realidad, no le gustaba comprarse ni una corbata sin ella. También tenían que ir al teatro y a una compañía de ballet que no había visto Hazel por ir con él. Carter tenía que conocer a Jeremy Sutter y a su mujer, que querían invitarles a cenar una noche. Y los Elliott, que vivían en Locust Valley, les habían invitado a pasar el fin de semana de diciembre que ellos quisiesen.
—Tengo que buscar trabajo en algún momento —dijo Carter.
—Ni se te ocurra lo de buscar trabajo hasta después de Navidades, querido. Nadie busca trabajo en esta época del año. En todo caso, somos ricos —sonrió mientras se comía la ensalada.
Carter se dio cuenta de que tenía razón, tenían dinero. En la cárcel el tener dinero, bastante dinero, no servía para nada. Ahora de repente, sí servía: era prueba de ello el aparato estereofónico de la sala de estar, los muebles y los libros que había en la casa, la posibilidad de hacer un viaje a Europa si les apetecía, el poder enviar a Timmie a un buen colegio preparatorio cuando cumpliese trece o catorce años. Carter miró a su bella esposa y se sintió resplandeciente de felicidad.
Hazel le había comprado un pijama nuevo, aunque le dijo que de los que tenía antes, le había guardado los que estaban en mejor estado. Se puso el nuevo, de color azul. Timmie se había ido a la cama hacia las diez diciendo solamente «Buenas noches, papá», sin añadir que se alegraba de que hubiera vuelto, lo cual le pareció muy bien a Carter. Carter pensó que Timmie se estaba comportando como debía, de forma natural, pues, forzosamente, tenía que sentirse un poco turbado y tímido, e incluso un poco receloso y resentido: Carter sabía que él había sido la causa de que Timmie se hubiese sentido muy avergonzado. No había tenido tiempo de ver las construcciones de Timmie porque después de cenar habían oído música. Prokofiev y Mozart, cuya sonoridad le había resultado, a su manera, tan indigesta como el pato a l’orange y, después de escuchar un lado de cada disco, sencillamente, no había podido asimilar más.
Sobre la cómoda había dos gruesos libros rojos, y Carter cruzó la habitación para ver los títulos. Eran libros de derecho. De Sullivan, por supuesto. ¿Qué hacían en el dormitorio? ¿Qué hacían en la casa? Carter se sintió algo avergonzado ante este brote de celos. Si fuese seguro, si hubiese algo entre ellos, ¿no habría escondido Hazel los libros? Carter se dio cuenta entonces de que estaba mirando la cama fijamente. Si Sullivan hubiese tenido un asunto con ella, pensó, le mataría con gusto. Empezaron a dolerle los dedos pulgares, pues estaba apretando los puños. Carter se fue hacia la caja de pastillas que había en la mesilla, al lado de la cama. Las pastillas se llamaban Pananod y Carter tomaba unas seis al día. El doctor Cassini le había extendido una receta, para adquirir más, sobre una hoja de papel blanco firmada por él, pero le había dicho que si le negaban las píldoras, cualquier médico podría recetárselas. Evidentemente, el doctor Cassini no tenía papel para recetas con membrete.
—¿Por qué no estás ya en la cama? —dijo Hazel al entrar. Llevaba puesto un camisón de color amarillo claro, iba descalza y tenía el pelo suelto.
—Estaba dando vueltas, mirándolo todo —dijo él.
—¿No estás cansado?
Se metió en la cama con ella. Ella apagó la luz. El abrazarla le resultaba casi doloroso. Y se le saltaron las lágrimas, como cuando el hielo se derrite. Había vuelto de nuevo a casa.