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Al mes de producirse en el centro penitenciario el motín, que había durado tres días, y que había ocupado la atención de todos los medios de comunicación del país, para Carter no era más que un incidente que pertenecía al pasado. Y no se convirtió mucho antes en algo pasado para él, porque los reclusos tardaron un mes, o incluso más, en limpiar lo que habían ensuciado, en reinstalar los retretes y lavabos, en reparar las cerraduras (para lo que hubo que traer cerrajeros, pues la cerrajería no era un oficio que se enseñase en el penal), en arreglar la maquinaria que se había destrozado en la lavandería, en el taller de carpintería y en los demás talleres y, en el caso de los internados, en curar sus heridas y sus huesos rotos. Estos casos los tenía Carter todos a su alrededor. Una de las víctimas más tristes era el viejo Mac, que no estaba herido, pero cuya mente había explotado, según expresión del doctor Cassini. Mac había presenciado cómo le hacían pedazos su barco y cómo se lo pisoteaban unos zapatos carcelarios, y cómo le destrozaban su celda. Carter oyó decir que incluso había conseguido que un celador le cerrase la celda con llave, pero los presos habían hecho saltar la cerradura con una mandarria por el mero gusto de entrar y destruir el barco. Carter escribió a Hazel sobre el caso de Mac. Como el motín había servido para llamar la atención sobre las condiciones del penal, existía la posibilidad de que a Mac le admitiesen pronto en un hospital psiquiátrico, lo cual sería muy beneficioso para él, puesto que nadie sabía cómo tratarle en la enfermería. No era violento pero no sabía muy bien dónde estaba, e incluso era preciso darle de comer.

Para Carter el motín era sencillamente un «incidente» en una existencia, en un flujo de tiempo que le parecía un continuo motín. El odio y la rebeldía no se llegaban a interrumpir. Esto trató de explicárselo a Hazel y, aunque le pareció que se lo había explicado muy bien y muy claramente, esta le contestó diciendo que sus ideas eran demasiado negativas al no admitir que existiese algo bueno en la naturaleza humana y hasta en las intenciones de algunos de los funcionarios de prisiones, y que iba camino de una gran depresión y de volverse un misántropo si no hacía un esfuerzo por ver las cosas de otra manera, «en la forma en que son las cosas. Nada en la vida es sólo blanco o sólo negro. Siento, querido, tener que hacer filosofía barata pero, como dijo David en cierta ocasión, todo lo que es verdad es barato. Y estas son cosas que se han repetido con frecuencia, porque la experiencia humana ha demostrado que son verdad…». Carter admitía que había algo de verdad en esto, pero no podía por menos de hacer un balance negativo del motín, al hacer el recuento de sus resultados, al ver a hombres como Max Sampson asesinados, a Mac convertido en un loco sin remedio —que no podía ahora ni ver a su mujer porque no podía bajar, ni podían bajarle, a la sala de visitas y a las visitas no se les permitía subir a la enfermería— y al más duro de los amotinados, un tipo llamado Swede (que quiere decir sueco, aunque era bajo y moreno) conseguir lo que pedía: una celda para él solo. Evidentemente, esto último obedecía a que Swede era «sospechoso de haberse amotinado», y como sospechoso tenía su número escrito en un letrero rojo en la parte exterior de la celda; pero esto era una incongruencia, ya que a diario estaba en contacto con otros presos, en el taller en el que trabajaba y en el pasillo de su pabellón. La verdad era que había conseguido estar solo en una celda porque lo había exigido, y las autoridades penitenciarias tenían miedo de que volviese a armar jaleo si no le hacían caso.

David Sullivan se fue a vivir a Nueva York cuando Carter cumplía el cuarto año de condena y se puso a trabajar como socio en un bufete de abogados que tenían sus oficinas en un edificio nuevo de la Primera Avenida. Hazel se había graduado en Adelphi y había pensado en la posibilidad de irse a trabajar a Europa y de llevar a Timmie a un colegio de Suiza, pero había desistido de esta idea para ponerse a trabajar en una asociación de protección al niño. Carter no dudaba, en absoluto, que su decisión de quedarse en los Estados Unidos obedecía al hecho de que Sullivan se había ido a vivir a Nueva York.

Venía a verle tres o cuatro veces al año y se hospedaba en el único hotel de Bowman, el Southener. El dinero ya no constituía un problema; el problema, ahora, era la falta de tiempo de Hazel a causa de su trabajo. Algunas de sus visitas no duraban más que un fin de semana pero, eso sí, le escribía dos o tres veces semanalmente. Con frecuencia le enviaba fotos de Timmie en las cartas, y Carter tenía un álbum de fotos, la mayoría de Timmie, varias de Hazel y unas pocas de los amigos que Hazel había conocido en Nueva York, y de los que hablaba en sus cartas: de los Elliott, que vivían en Locust Valley, Long Island; de Jeremy Sutter; de un señor que Hazel había conocido en Adelphi y que se había casado con una chica llamada Susan; todos ellos personas que a Carter no le interesaban, pero cuyas fotografías pegaba en el álbum a pesar de todo. A sus viejos amigos, como Blanche y Eddie Langauer, por ejemplo, Hazel no los mencionaba nunca. Eddie y Blanche le habían escrito dos veces durante el primer año de cárcel y él les había contestado. Después, los Langauer se habían trasladado a Dallas por razones profesionales de Eddie, y hacía mucho tiempo que no le escribían. Y lo mismo había ocurrido con otros amigos de Nueva York: habían empezado escribiendo una o dos cartas amables, expresando su sorpresa, y luego no había vuelto a saber de ellos.

Timmie tenía ya once años. Por término medio Carter recibía dos cartas suyas al mes, pero tenía la impresión de que eran forzadas. Carter pensaba, sin embargo, que las cosas irían mejor cuando finalmente viese a Timmie. No es que pensase, naturalmente, que sus relaciones fuesen a ser fáciles, pero tenía la intención de tomar las cosas con tranquilidad. No esperaba que su hijo le abriese los brazos, ni que se convirtiesen en buenos amigos en una semana, ni en un mes.

Carter tenía ahora su estantería cerrada con una puerta de cristal: eran demasiadas las personas que le habían cogido libros sin permiso. Pero sí prestaba los libros a los pacientes de la enfermería si se los pedían. Entre sus libros tenía ahora obras de Swift, Voltaire, Stanley Kunitz, Robbe-Grillet, Balzac, un tomo de la enciclopedia Británica que tenía parte de la letra E y parte de la F, que un paciente de la enfermería había dejado inexplicablemente, un diccionario americano y un manual de fontanería. Todos estos libros los había leído en su totalidad. Tenía, además, una caja aplastada, de madera, que se cerraba con llave, con plumillas de dibujo y compases que guardaba bajo el colchón de la cama (y como los muelles estaban alabeados en el centro, la caja rellenaba en cierta medida el hueco que quedaba). Los dibujos de maquinaria que recordaba, o de maquinaria que inventaba, los guardaba en una carpeta de cartón que tenía en la estantería, encima de sus libros. Ya había superado, en cuanto al dibujo, el obstáculo de la falta de fuerza en los pulgares. Esto se lo mencionó a Hazel —ya que era importante respecto a un futuro trabajo—, pero Hazel seguía insistiendo en que se hiciese una operación. Había consultado lo de sus dedos con un especialista en manos de Nueva York. Carter estaba consciente de que había ido dando largas al asunto a lo largo de dos años, y sabía que Hazel también lo estaba. Había llegado a acostumbrarse a sus dedos, pero esto no se lo decía claramente a Hazel.

Durante el quinto año de condena trató de dejar del todo de inyectarse morfina, pero volvió a las andadas varias veces, sobre todo porque no consideraba que la situación fuese muy grave. Los síntomas de abstinencia que se le manifestaban no eran más que sudores y una gran sensación de nerviosismo el segundo o tercer día; esto le duraba unas doce horas, y Carter no lo consideraba un gran sufrimiento. Comprobó que podía pasarse dos meses, o más, sin morfina tomando un calmante más suave, como el Demerol. El dolor de los dedos ya no era tan fuerte y durante el sexto año consiguió estar sin morfina durante once meses. Este era un importante objetivo, pues una vez que saliese de la cárcel, no sería tan fácil conseguir esa droga. Además, quería poder decirle a Hazel que era capaz de pasarse sin ella completamente.

El señor Drexel había dejado de pagarle los cien dólares a la semana, que había estipulado, una vez transcurrido el tiempo que hubiese estado trabajando en Triumph, que eran diez meses más. Además de la escuela de Fremont estaban planificados otros dos edificios. El señor Drexel prometió que escribiría una carta muy elogiosa recomendando a Carter, pero dijo que esperaría a que Carter fuese puesto en libertad para que la carta estuviese «al día» cuando Carter buscase su próximo empleo. A Carter le hacía gracia la idea. Estar «al día» significaba hasta el día en que terminase su confinamiento en el penal. Este hombre es «altamente recomendable» por la paciencia con que aguanta las estancias en la cárcel. Carter saldría para diciembre. La calificación de «buena conducta», por los servicios prestados en la enfermería, le habían reducido la pena de diez años, que hubiese tenido que cumplir, en tres años y varios meses.

En su informe, que el doctor Cassini enseñó a Carter, aquel le elogiaba muy entusiásticamente. David Sullivan había escrito en favor suyo. Y, a petición de Carter, también lo hizo Drexel. Para las Navidades de este año Carter volvería a casa y, a diferencia de muchos hombres que se veían obligados a empezar otra vez desde el principio, él se encontraría con mujer e hijo, un hogar, y dinero. Podría entregarles regalos con sus propias manos, regalos envueltos, que nadie habría abierto, y cuyo contenido nadie más que él conocería. En realidad, para el primero de diciembre estaría en el piso de Nueva York con Hazel, sería un hombre libre, con un expediente de buena conducta, aunque había matado a un hombre en la cárcel. Durante los meses que siguieron al motín, Carter había pensado con frecuencia que, en cualquier parte, en el taller de carpintería, en un pabellón cuando repartía medicinas, podría encontrarse con un preso mal encarado que le dijese: «Me han dicho que tú eres el tipo que se cargó a Whitey», y entonces saltaría la liebre, como diría el doctor Cassini. Pero las cosas no habían resultado así.