Hazel no fue a verle antes del día de Acción de Gracias. Estaba haciendo unos cursos de sociología en la New School, en la Calle 13, y el programa no le permitía tomarse ningún tipo de vacaciones antes de Navidad. Hazel se había especializado en sociología en la Universidad y estaba siguiendo estos cursos como repaso, decía, y «por hacer algo». Fue a verle por Navidad; entonces, ella y Timmie vinieron por dos semanas a Fremont invitados por los Edgerton. Parecía algo más delgada aunque dijo que no había perdido peso. Le visitó dos veces entonces. Carter le regaló un estante que le había hecho en el taller de carpintería. Era un estante de madera de cerezo para colgar en la pared. Se lo entregó a Hazel a través de la jaula, sin envolver, porque no tenía con qué envolverlo y, en todo caso, de haberlo hecho, el celador lo hubiese desenvuelto. Con él iba un arca de buen tamaño, de roble, con las iniciales de Timmie grabadas en la tapa, que Carter había hecho también. Carter escribió en la tarjeta dirigida a Timmie: «Ya sé que eres demasiado mayor para regalarte juguetes pero, por lo que me dice mami, podías ser más ordenado en casa, así que ahí puedes guardar tus bártulos de deporte».
Hazel volvió a marcharse, prometiendo volver para Pascua. Los Edgerton le fueron a ver una vez y le escribieron un par de cartas, en las que trataban de resultar animados, hablándole de sus plantas y de su gato, que había tenido gatitos. Sullivan también le escribió. Le contaba que Gawill, después de haber sido «despedido» de Triumph, había vuelto a Nueva Orleans y estaba en una empresa que fabricaba marquesinas de metal. Esto, a Carter, en verdad, ya no le importaba. Hacía casi un año, pensó, que se había enterado de que Gawill se había ido o le habían echado de Triumph. Sullivan lo atribuía a las averiguaciones que él había hecho sobre Gawill y a su declaración sobre los gastos realizados por este durante la malversación de fondos del colegio. ¿Y si fuese verdad? ¿Por qué no se acusó a Gawill de nada? Era posible que Gawill fuese culpable, pero era un hombre libre. Lo malo era bueno y lo bueno malo, y de todo quedaba constancia en los papeles: de las sentencias, los indultos, las apelaciones, los malos antecedentes, las pruebas de culpabilidad, excepto, según parecía, de las pruebas de inocencia. Si no hubiese papel, la parecía a Carter, todo el sistema judicial se vendría abajo y desaparecería.
Por todo el penal, incluso en la enfermería, había individuos sentados a una mesa escribiendo cartas con ayuda de libros de derecho, cuestionarios de abogados y diccionarios. Escribían sobre el habeas corpus, el coram nobis y sobre miles de agravios personales. A Carter le pedían con frecuencia que revisase las cartas para corregir las faltas de ortografía y de sintaxis. Estos errores los podía corregir, pero no así la lamentable redacción de algunas cartas, que, al principio, le preocupaban tanto que volvía a escribirlas él mismo. Finalmente, viendo que ninguna de las cartas daba resultados positivos, a pesar del esfuerzo, dejaba las cartas mal redactadas como estaban. Algunas estaban mal concebidas, como habría sido el caso si se tratase de un gemido surgido de las profundidades. Otras eran de los quejicas habituales y sus errores se debían a la estupidez de los que las escribían. Algunos quejicas eran hábiles, incluso tenían sentido literario, y estos enseñaban las cartas a Carter, no para que las corrigiese, sino porque querían oír sus alabanzas. Estas cartas constituían un desahogo creativo, así como un desahogo del resentimiento y del odio. Era muy especialmente del pabellón de Max de donde acudían más individuos con sus cartas, porque les veían a los dos escribiendo. Max escribía muchas cartas para los analfabetos. En el penal se permitía a cada recluso escribir dos de estas «cartas de negocios» al mes.
David Sullivan escribió a Carter:
Quizá te parezca que la situación no es muy prometedora, pero ya no necesitamos más que algunas pruebas más, es decir, algunas declaraciones de las personas relacionadas con Gawill, como, por ejemplo, los que recibían parte del dinero que gastaba tan pródigamente durante la época en que el dinero desaparecía de Triumph. Palmer y Gawill fueron bastante cautos, pero las personas que pueden hablar existen y yo he hablado con ellas. Hazel sabe también quiénes son pero es mejor no escribirles. Desgraciadamente, tienen miedo de las represalias de Gawill y preferirían verle entre rejas antes de hablar, pero la ley no funciona de esa forma. Sin embargo, esta amenaza está descomponiendo lentamente a Gawill. Está de vuelta en Nueva Orleans, en su antiguo campo de acción y, como siempre, los hombres de los que se rodea son gentuza. Tengo la intención de ir allí aunque tenga que disfrazarme…
En la celda de Max y de su compañero negro instalaron a un tercer hombre en un catre y, desde entonces, las clases de francés resultaron menos agradables. Unas veces se quería lavar la cabeza a las tres y media, otras necesitaba la mesa para escribir una carta, y si Max y Carter se sentaban en la litera de abajo con las piernas encima, se quejaba del murmullo, que era mucho menos sonoro que las voces que se oían en la galería a esa hora de la tarde. El hombre nuevo se llamaba Squiff y no debía de tener más de treinta años de edad. Era rubio, delgado y tenía una cicatriz en un carrillo que le llegaba a la sien. Ya había estado en la cárcel varias veces, según le contó Max a Carter, aunque Max no sabía por qué estaba enchironado ahora. Esta era, probablemente, por lo menos, la tercera vez que lo habían encarcelado y estaba sentenciado a una condena larga. En todo caso, odiaba al mundo y no cabía duda que odiaba a Max. Max le trataba amablemente, era considerado con él, en lo que al espacio se refería, y le ofrecía sus cigarrillos con esplendidez, pero Carter se daba cuenta de que con esto no hacía más que avivar su resentimiento. Carter le advirtió a Max en francés que debía tratar de comportarse más duramente con él por su propio bien. Pero Max no hizo más que encogerse de hombros.
—Tengo la sensación de que va a pelearse contigo.
—Bueno, soy más corpulento que él —contestó Max.
—Te advierto que va a ser una bronca de verdad —dijo Carter sabiendo que Max se daba cuenta de lo que quería decir: una cuchillada, un trastazo en la cabeza con la silla cuando Max estuviese de espaldas…
—Ronnie me ayudará —dijo Max.
Ronnie era el negro corpulento. Carter sabía que Ronnie detestaba también a Squiff, pero muy pocos negros —aunque había algunos en el presidio cuyo terrible odio a los blancos era evidente— se atrevían a tocar a un blanco, pasara lo que pasara. Los negros generalmente se agrupaban entre ellos, y si esto no era posible, el blanco con el que se reunían era un hombre del norte con carácter aparentemente fácil, como Max. Carter no volvió a mencionar a Max cómo debería comportarse con Squiff, pero la presencia de Squiff le irritaba cada vez más. No se atrevía a mirarle por si Squiff advertía su antipatía en la cara y armaba jaleo.
—¿Estáis, vosotros los sabios, hablando de mí? —preguntó Squiff un buen día, volviéndose del lavabo donde había estado lavando una camisa y rociando con agua a Max, a Carter y sus papeles.
—No, estamos… —titubeó Max—, inventamos cosas para hablar. ¡Hay tan poco de qué hablar en este basurero!
Carter se esforzó por consultar su diccionario de francés. Ni siquiera secó una gota que había en una página.
Lentamente, Squiff se volvió hacia el lavabo, escurrió la camisa, la sacudió y la colgó con tanta violencia en un gancho que se produjo un ruido como de desgarrón.
—Hay que amolarse con vosotros, los intelectuales, ¿no podíais largaros a la biblioteca o algo así?
Max estaba hablando de Keyhole, el perrito de la lavandería. El perro llevaba casi un mes en la lavandería, cuidadosamente escondido, naturalmente, ya que no estaban permitidos los animales domésticos. A los que trabajaban en la lavandería se lo había regalado el conductor de un camión de reparto que entraba dentro del recinto penitenciario. Era un perro pequeño blanco y negro con algo de foxterrier, de más o menos un año de edad, según Max. Los setenta o setenta y cinco individuos de la lavandería estaban enterados de la existencia del perro, pero no sabían de su existencia ni los celadores ni los otros internados. Los que trabajaban en la lavandería le llevaban pedacitos de carne de su comida y uno de ellos le había trenzado un collar con hilo dental. Si alguien veía entrar a un celador la consigna era decir en alta voz: «¿Quién sabe la hora?» y, entonces, los reclusos que estaban cerca de Keyhole le metían rápidamente en un armario ropero hasta que el vigilante se marchaba. Keyhole dormía en un armario, donde tenía comida, agua y virutas de papel para hacer sus necesidades. Parecía estar contento y había engordado.
—¿Pero es que estáis maquinando una escapada? —preguntó Squiff en un tono despreciativo y festivo a la vez.
Max se echó a reír.
—Nosotros, nanay, ¿y tú? Déjame enrollarme en tu plan.
—¿Pero no hay una palabra en franchute para keyhole[1]? —dijo Squiff mascullando una risita—. Tiene que haberla, que no me la dais con queso.
—Es el nombre de una pequeña ciudad de Arkansas.
—¡Ah, ya! —respondió Squiff.
Carter escribió a su tía Edna en contestación a una carta suya que Hazel le había remitido al penal, y en ella le explicó, de la mejor manera posible, por qué estaba en la cárcel, pero no mencionaba el incidente de los dedos. Era suficiente con darle las noticias desagradables de una en una. Y para que tía Edna no advirtiese que su letra había cambiado le escribió a máquina. Después de echar la carta se sintió muy deprimido, y sorprendido, ante el hecho de que Edna, que siempre había leído muchos periódicos y que, ahora que estaba en California, probablemente estaría suscrita al Herald Tribune de Nueva York, su periódico favorito, no se hubiera enterado de que estaba en presidio. Pero se sintió aun peor cuando recibió su próxima carta. Decía lo siguiente:
Me he quedado anonadada con las noticias. Es horrible para Hazel y para el niño, claro que, conociendo a Hazel, creo que lo soportará bien. ¿Pero has hecho un buen examen de conciencia y de tus actos? No hay nadie que sea inocente totalmente. No puedo creer que los tribunales americanos sentencien a un hombre totalmente libre de culpas. Tú siempre has sido olvidadizo, Philip, y distraído cuando debieras prestar atención. Si estuvieses consciente de que te has portado mal, por pequeña que sea la falta, sé que te quitaría algo de resentimiento y te ayudaría a estar en paz con Dios…
Carter se dio entonces cuenta de que Edna estaba envejeciendo. Tenía unos setenta y cinco años, que no era mucha edad para algunas personas, pero que, evidentemente, lo era para Edna. Dejó pasar algunas semanas antes de contestar, y entonces le escribió una carta más corta y más cuidadosa explicando, con más claridad, los medios de que Palmer se había valido para apropiarse de los fondos que el consejo del colegio había asignado a Triumph. Edna no contestó jamás a esa carta. Su hermana Martha, con la cual vivía, escribió a Carter en julio comunicándole que Edna estaba postrada en cama con hidropesía y que, como tenía el corazón muy débil, el médico no tenía muchas esperanzas de que superara su mal. Y en agosto, Martha le escribió que había muerto. Carter heredaría la mitad de su fortuna, que ascendía a ciento veinticinco mil dólares. Carter sabía que la otra mitad había ido a parar a Martha, lo cual consideraba justo, puesto que Edna llevaba viviendo con ella más de diez años y Martha no tenía dinero. No obstante, a Carter le habían dicho siempre que sería el único heredero del dinero de su tío y, probablemente, de su tía, a su muerte. Carter no se sentía agraviado por no recibir más que la mitad de la fortuna, pero tampoco se sentía satisfecho. Sencillamente, no le parecía que valiese la pena preocuparse por ello. A Max no le dijo nada de lo del dinero. Lo que quería era que Hazel lo disfrutase, que invirtiera la mayor parte y que abandonase la idea de ponerse a trabajar. Ahora pensaba hacer un curso de dos años de duración para doctorarse en psicología y sociología, sin lo cual no podía encontrar un trabajo de importancia en ninguna parte.
Había visto a Hazel en julio, que había hecho de nuevo el viaje en avión con Timmie. Esta vez había estado viviendo en casa de Sullivan en Clayton, a varias millas de Fremont. No creía que hubiese, o que hubiese habido, nada entre ellos. Y si no habían sido amantes hasta entonces, ahora ya no lo serían. Su amor por Hazel había operado un extraño y profundo cambio desde que estaba en la cárcel. Era ahora un amor que no tenía nada de sexual ni de carnal, como si ese aspecto de su amor, que había sido anteriormente tan importante, se hubiese quedado en la expectativa. Sin embargo, su amor hacia ella había aumentado. Tenía la impresión de que la lealtad que le había demostrado era la cosa más grande que jamás había experimentado y que jamás experimentaría. Cuando ella le dijo en la visita del verano, «después de todo, ya ha pasado la mitad del período del tiempo, incluso suponiendo que vaya a ser de seis años», Carter se sintió tranquilo y fuerte. Dos años antes esas mismas palabras le habrían hecho sentirse afligido e indignado.
La perspectiva de los ciento veinticinco mil dólares, una vez que se hubiesen cumplido las disposiciones testamentarias, no hizo cambiar a Hazel la idea de graduarse en sociología y pensaba empezar a estudiar en septiembre en el Adelphi College de Long Island.
Agosto fue un mes bastante enojoso para Carter. Parecía que el calor apretaba más que otros años. Sullivan estaba de nuevo en Nueva York en el piso de los Knowlton. Y así iban pasando los años. Fue en la última semana de agosto cuando descubrieron a Keyhole. Un recluso le pisó una pata al precipitarse a esconderlo porque se acercaba un celador, y el perro aulló. El celador —que tuvo que desenfundar el revólver para hacerse obedecer, a pesar de lo cual no le hicieron caso— exigió que le enseñaran al animal. Para entonces Keyhole estaba en un armario y nadie se movió para sacarle. Max contó que, en la lavandería, se hizo un silencio total, pues se pararon todas las máquinas y, en medio de ese extraño silencio, se oyó un ladrido de Keyhole. El celador descubrió el armario y sacó al perro.
—El boqui se puso tan enfurecido como para cargarse al perro —dijo Max—, pero juro que si lo hubiese hecho, los tíos que estaban allí abajo le hubiesen hecho pedazos a él —Max estaba hablando en francés y Squiff estaba presente ese día, como de costumbre.
Al perro lo habían llevado a la perrera de Bowman, una ciudad próxima, y un grupo de reclusos iba a escribir una carta al Eagle, el periódico local, para buscarle una casa. También iban a enviar los tres dólares que costaba la licencia. La carta iría firmada por todos los que trabajaban en la lavandería, de manera que las autoridades del penal no pudiesen tomar represalias contra un solo individuo o contra unos pocos.
A la mañana siguiente, todo el penal estaba enterado del asunto de Keyhole. Resultaba extraño que, durante tres meses, la presencia del perro se hubiese mantenido en secreto y que, veinticuatro horas después de la marcha del perro, seis mil hombres estuviesen enterados de ello. Todos estaban indignados. Max contó también que en el comedor, a la hora de la cena del día en que se encontró al perro, hubo tantos cuchicheos que los boquis se vieron obligados a anunciar por el altavoz que a todo hombre al que se cogiese hablando se le quitaría el permiso para ir al cine durante el fin de semana.
—Así que estabais en el ajo de lo de Keyhole, pero a mí me dejasteis fuera —dijo Squiff, que estaba sentado en la silla limpiándose las uñas con una especie de palillo, a Max—: Tú curras en la lavandería, ¿verdad?
Max dijo con naturalidad:
—Vamos Squiff, que si se lo llegamos a contar a todo el mundo lo del perro, no hubiese durado allí ni dos días. Ya habría habido algún cabrón que se lo hubiese espetado a un vigilante.
—Pero a este amiguito tuyo sí que le metiste en el ajo —dijo, señalando a Carter—. Y este no trabaja en la lavandería. Es el pastillero. ¿Por qué se lo has contado a él?
Dos días después, Max dijo que la carta firmada por todos los de la lavandería había sido interceptada. El censor, evidentemente, se la había enseñado al director pues este hizo una llamada al orden y a todos los que la habían firmado les habían prolongado dos meses la condena y les había retirado el permiso para ir al cine durante el próximo mes.
Carter volvía de la celda de Max y estaba al final del pabellón A esperando el ascensor cuando oyó el primer clamor de voces. El vocerío provenía del pabellón B. Al principio parecía que eran aclamaciones pero ¿quién aclamaba? La puerta del ascensor se abrió y al oír el ruido el ascensorista, una expresión de estupor y de sorpresa se manifestó en su rostro. Todos los internados que estaban en la galería del pabellón A permanecían silenciosos, atentos al creciente estruendo. Otros salían de sus celdas para escuchar.
—¡Se ha armado! —gritó alguien con voz entrecortada.
—Entra deprisa —dijo precipitadamente a Carter el ascensorista, pero en ese momento un recluso saltó sobre él, le sujetó los brazos agarrándole por los costados y ambos cayeron rodando al suelo del ascensor.
Repentinamente todo el mundo empezó a correr. A Carter le empujaron hacia un lado tres o cuatro hombres que se abalanzaron al ascensor vociferando y riéndose. Se oyó un disparo dentro del pabellón pero su sonido quedó amortiguado por el vocerío. La puerta del ascensor se cerró. Carter se volvió y vio que la puerta de entrada del bloque B estaba abierta de par en par y que por ella pasaban los hombres del bloque A en masa. No sabía hacia dónde dirigirse; de repente tuvo el impulso de precipitarse hacia una de las celdas próximas, pero en ese momento chocó violentamente con un individuo de gran tamaño que iba corriendo. El golpe le dejó sin aliento a Carter, que luego empezó a jadear de dolor y, sintiéndose súbitamente furioso, se dirigió hacia el pabellón B. La aglomeración humana en la puerta, que formaba como un cuello de botella, era aterradora. Carter se dio cuenta de que él estaba pisando un cuerpo humano mientras algunos individuos arremetían contra las cabezas de los que iban delante. Al fin Carter franqueó la puerta. Otra masa de hombres descendía de las galerías del pabellón B gritando todos al mismo tiempo. De una de las galerías caía una cascada de agua y los individuos que pasaban debajo, al mojarse, chillaban a pleno pulmón empujando a la multitud que les rodeaba. La celda de Max estaba a unas doscientas yardas de distancia, pero podría haber estado a dos mil, así que Carter abandonó la idea de llegar hasta allí y trató de acercarse a las celdas de la izquierda. Un viejo le seguía, agarrándole por la camisa como un náufrago, exclamando:
—¡Quiero llegar a mi celda, a mi celda!
—¡Ahueca el ala, macho! —dijo un recluso con cara de loco cuando Carter llegó al fin a una celda. Había otros cuatro con él que trataban de mantener la puerta cerrada.
Carter se abrió camino hacia la siguiente celda, en dirección a la de Max. Toda la turbamulta se dirigía a empujones hacia el pabellón C, lo que hacía suponer a Carter que las puertas no estaban cerradas. Las puertas de las dos celdas siguientes estaban abiertas pero las estaban arrasando: las ropas de las camas estaban hechas jirones, lo colchones estaban por el suelo, habían arrancado un retrete y el agua se salía. A Carter se le ocurrió que si arrancaban muchos retretes se podía inundar la parte de abajo y ahogarse todos. En otra celda un individuo gemía de dolor: en la celda había seis u ocho tipos golpeando y pateando al hombre que gritaba, pero al que no se veía. Carter desistió de refugiarse en una celda. ¿Qué oportunidad tenía si a muchos otros cientos de internados se les había ocurrido la misma idea? Vio a un hombre solo tratar, sin éxito, de cerrar una puerta atrancada. Un retrete salió por los aires por encima de la cabeza de Carter, derribando por lo menos a dos hombres al estrellarse contra el suelo.
—¡Venga! ¡Pasarle! —vociferó alguien, mientras pasaban de mano en mano, por encima de las cabezas, a un hombre tumbado con los pies hacia delante que, trastornado, se reía sin tino. Muchos le manoseaban, otros le pegaban, impulsados por el resentimiento y miedo, otros le ayudaban riéndose divertidos hasta que, camino de la puerta del pabellón C, se le perdió de vista.
—¡Ahorcad al director! ¡Ahorcad al director! —era como un canturreo que iba subiendo de tono.
Carter buscó a Max y vio a Hanky carcajeándose a gritos mientras blandía triunfante un cuchillo de fabricación casera. Repentinamente empezó a caer agua sobre Carter y los hombres que había a su alrededor y, al precipitarse para escapar de la mojadura, fue empujado hasta el centro del pasillo. Pero allí la corriente avanzaba más deprisa y, en pocos segundos, estuvo frente a la celda de Max, por lo que comenzó a abrirse camino.
La celda estaba ocupada por unos ocho individuos con aspecto asustado que se mantenían rígidos de pie tratando de mantener cerrada la puerta.
—¿Dónde está Max? —les gritó Carter.
—¿Quién?
—¡Max! ¡Esta es su celda!
Ninguno pareció darse por aludido. Quizá no le hubiesen oído. Entre ellos y Carter había por lo menos una docena de hombres. Carter no conocía a ninguno de los que estaban en la celda de Max.
La muchedumbre empezó súbitamente a hacerse menos compacta en torno a Carter, pues las hordas habían conseguido entrar a empujones en el pabellón C.
—Empuja pa’lante, macho —dijo a Carter uno de los tipos que estaban en la celda de Max.
—Si no pretendo entrar. ¿No sabéis ninguno dónde está Max?
Algunas celdas se empezaron a abrir. De ellas salían una serie de individuos vociferando y gritando a carcajada limpia. Eran los que se habían refugiado en los peores momentos, pero que estaban dispuestos a empezar el alboroto de nuevo.
—Salgamos de aquí —dijo uno de los que estaban en la celda de Max.
La puerta se abrió de golpe y todos, unos ocho o diez hombres, se lanzaron hacia fuera rápida y sigilosamente.
Max yacía en el suelo al fondo de la celda.
Al darle la vuelta y verle la cara, Carter comprendió que estaba muerto. Max tenía la cara llena de sangre y completamente deshecha. Carter jadeó, después tomó aliento entrecortadamente varias veces, y salió corriendo hacia el pabellón C en pos de los diez hombres. Uno de ellos había sido el ejecutor, o más de uno, al tratar de apoderarse de la celda. Un hombre fornido, medio en broma, detuvo a Carter con su grueso brazo. Carter levantó un pie y le asestó una patada en el estómago. El individuo se tambaleó hacia atrás, se dio contra la pared y se desplomó. Carter saltó sobre él, le pisoteó la cara, el cuerpo y la emprendió a patadas con él. Unas voces próximas le animaban a que continuase. Carter agarró a su víctima por el cuello de la camisa con las dos manos y le golpeó la cabeza contra el suelo de piedra.
Entonces un recluso negro apartó a Carter agarrándole por la delantera de la camisa, le sonrió y le dijo:
—¡Jo, macho, te estás volviendo loco!
Carter trató de darle un puñetazo al negro pero falló.
El negro le devolvió el golpe y le dejó sin sentido.
Al volver en sí, el pabellón estaba silencioso, a no ser por dos voces que se oían en el extremo opuesto, donde había dos reclusos empuñando sendas pistolas. Había un tercer hombre solo, armado con una pistola también, al otro extremo del pabellón, mucho más cerca de Carter.
—Creí que estabas muerto, chico —dijo el hombre de la pistola que estaba más cerca y que era negro, y que daba saltitos cambiando de pie como si estuviese bailando.
Carter trató de incorporarse pero le falló el brazo, que se le dobló de una manera extraña. Entonces se dio cuenta de que lo tenía roto. Se levantó con la ayuda del otro brazo y fue tambaleándose hasta apoyarse en la puerta de una celda, esta estaba vacía y se dejó caer sobre el colchón de muelles, pues lo demás se encontraba desparramado por el suelo, de la litera de abajo.
Allí pasó, por su reloj, veinticuatro horas. Las luces se mantuvieron encendidas todo el tiempo. Los reclusos que hacían la guardia cambiaron varias veces. Ahora había varios a ambos extremos de la galería. Dos de ellos le trajeron agua de alguna parte un par de veces, pues el lavabo de la celda donde se encontraba estaba roto: el agua procedente de las cañerías rotas goteaba por la pared, pues, como las cañerías habían sido arrancadas de cuajo, el agua se salía por el interior. A Carter se le estaba hinchando el brazo y pidió un par de veces que le llevasen a la enfermería, pero los vigilantes le dijeron que no podían abandonar sus puestos, que estaban allí bajo mandato. Lo decían con orgullo, como si perteneciesen a un ejército que amasen y respetasen. Uno de ellos dijo que iba a tratar de obtener permiso para que un par de hombres le trasladasen. A Carter, le latía el brazo, y le latían los pulgares, y ansiaba la morfina. A los pocos minutos de tomar el agua empezó a vomitarla. Los individuos que le recogieron estaban de buen humor. También estaban un poco borrachos. Carter percibió que el aliento les olía a vino. Uno era blanco, el otro negro.
—Sí, señor —dijo el negro—, ahora tenemos una cárcel que funciona bien. Tenemos camillas, bolsas de agua caliente y todo a la luz de la luna —dijo riéndose con voz de soprano.
Le llevaron a empellones y dando tumbos. El ascensor, según dijeron, estaba roto, y se dirigieron a las escaleras.
—¿Tú eres el tío que se cargó a Whitey? —preguntó el negro con voz agradable, sonriendo.
Carter no contestó. Recordaba vagamente una dura pelea, recordaba haber golpeado a un hombre, pero no se acordaba en absoluto de su cara, ni de si era alto o bajo, gordo o flaco, blanco o negro.
La enfermería había sido destrozada. El doctor Cassini parecía un conejo asustado. Saludó a Carter con un murmullo, como si apenas le conociese. Las mesillas de noche estaban destrozadas, amontonadas en un rincón. No quedaban sillas. Dos reclusos estaban de vigilantes en el lado de la enfermería donde se hallaba la ventana. Llevaban una pistola en el bolsillo, de donde sobresalía el mango.
—Cada vez que entra alguien por esa puerta me creo que es otro asalto —dijo el doctor Cassini—. ¡Jesús!, ¿cuánta droga creen que guardo aquí? ¡Me han asaltado cuatro veces! —exclamó mientras palpaba torpemente el brazo de Carter.
—¿Hay morfina? —susurró Carter automáticamente.
El doctor Cassini hizo una mueca y miró en torno suyo. Se agachó y dijo:
—Tengo un almacén privado. Nada más que para casos de emergencia, como este. También tengo penicilina. Estaremos a salvo, Philip, hijo mío.
El doctor Cassini le enderezó el brazo estirándoselo y, para hacerle esto, le dieron otra inyección de morfina. A pesar de todo era doloroso porque el hueso fracturado se le había incrustado en la blanda carne. Carter pretendió que le había prometido a Max que lo aguantaría sin quejarse, y así fue. Tenía otras heridas de menos importancia, una cortadura en la frente que hubo que limpiar, cortaduras en los nudillos, una cuchillada de dos pulgadas en la espinilla, a la que hubo que dar algunos puntos y que le había llenado el zapato de sangre hasta el punto de que, como se había secado, para descalzarle, hubo que empaparle el pie. Tres cuartos de hora después de haberle encajado el hueso del brazo, Carter se sentía con fuerza suficiente como para blasfemar. Al principio blasfemaba mentalmente, luego empezó a soltar tacos en voz baja. Hijos de puta, llamaba a los que habían asesinado a Max —lo mismo le daba que hubiese sido Squiff que otro cualquiera—. Los maldijo con maldiciones carcelarias.
Pete le contó que había seis muertos, o quizá más. Todas las camas de la enfermería estaban ocupadas, y la de Carter lo habría estado también si no se la hubiesen reservado, pues había hombres tumbados hasta en el pasillo. Los reclusos tenían hasta seis celadores apresados en el pabellón C en calidad de rehenes, y pedían filetes para comer dos veces por semana, en vez de una, el traslado de unos doscientos presos, que las celdas no las ocupasen más de dos individuos y que el café fuese más fuerte.
—Están chiflados, están chiflados —dijo el doctor Cassini mientras escuchaba a Pete—. Yo creí que se habían amotinado por causa de ese perro que había en la lavandería, pero la mitad de los individuos que vienen aquí, a que los cure, no saben nada del perro. No he dormido desde que empezó el jaleo. Me da miedo dormirme. La guardia nacional debe de estar a punto de llegar. Tienen que haber llamado a la guardia nacional. Entonces sí que habrá un tiroteo de verdad.
A Carter le daba todo igual. A él qué le importaba que los guardias entrasen en la enfermería y le pegasen un tiro también. Todo le parecía lejano y carente de importancia. Escuchaba como en sueños el embrollado monólogo de Pete. Algunos de los heridos de la enfermería comentaban sobre lo de las cartas que el censor de la cárcel había interceptado, pero nadie sabía, en realidad, qué había pasado, salvo que el jaleo se había iniciado en el pabellón C. Un par de individuos se habían abalanzado sobre un celador y le habían arrebatado la pistola.
—Lo gracioso es que yo oí contar —comentó Pete—, que el director iba a hacer ayer una declaración en el comedor comunicando que iba a dejar que pasasen las cartas sobre el perro. Pero lo malo es que llegó algo tarde. Solamente con unos diez minutos de retraso. Qué gracioso, ¿verdad?
Pete contó también que un par de cabecillas estaban hablando por teléfono con el director. Su información sobre lo que pedían los reclusos era de locos, e incluso él sabía que algunas de las demandas no eran verdad: cine todas las noches, licencia para todos cada tres meses, duchas de agua caliente en todas las celdas —esto último le hacía caer a Pete en un paroxismo de risa.
Esa noche, hacia las ocho, se oyó un tiroteo y poco después se supo en la enfermería que el pabellón A estaba de nuevo en manos de los guardias y los celadores. No había oscurecido todavía pero el doctor Cassini predijo que no se emprendería de nuevo la lucha hasta la mañana siguiente.
—El objetivo de la guardia nacional debería ser la cocina —dijo el doctor Cassini como con repugnancia—. Si se deja sin comer a estos cabrones durante un par de horas, se rinden. No piensan más que en la pitanza. Y en el sexo, claro.
Siguieron discutiendo hasta muy entrada la noche. Carter había pensado que, como estaba tan lleno de morfina, dormiría, pero el dolor le mantuvo despierto. Sin embargo, en cierto modo, no le importaba. Pensaba en Max con serenidad pero con amargura y estuvo pensando en él toda la noche. Por lo menos había matado un hombre a cambio, probablemente no el mismo hombre que había matado a Max, pero sí uno de ellos, pues todos eran lo mismo. Carter estaba seguro de haber dado muerte a ese hombre. Y esto le parecía lo justo y lo debido.