9

Una vez más, Hazel se había enterado de la noticia antes que Carter se lo dijera. Magran le había llamado por teléfono el día en que escribió a Carter. Carter había recibido una carta suya en la que parecía estar deprimida pero dueña de sí misma. Sin embargo, se quedó horrorizado cuando la vio el domingo. Había tal desesperación en su mirada que casi parecía una loca, como si estuviera drogada.

—Tienes que marcharte. Ahora deberías irte a Nueva York —no había cambiado en absoluto de idea.

No contestó inmediatamente.

—Lo dices tan fríamente. Has cambiado tanto, Phil.

—No, no he cambiado —pero sabía que, efectivamente, había cambiado—. Hace meses que te dije lo mismo. Ahora hay más motivos para que te vayas a Nueva York, y menos para quedarte aquí.

—No dices nada de cuál es el siguiente paso a dar.

Podemos seguir presentando recursos de revisión de causa, había escrito Magran, pero ¿qué quería decir con eso?

—Magran no es muy explícito en la carta que me ha escrito.

—No, eso no es cierto. Habló de escribir cartas a diferentes personas y hay un comité en Nueva York —no puedo acordarme de cómo se llama— que se ocupa de las libertades civiles. Magran me habló de ello por teléfono.

Carter suspiró.

—Mira, Hazel, yo no soy la única persona que está en esta situación. ¿Crees que no se está haciendo algo para sacar a los demás? También escriben pero ¿quién tiene tiempo para ayudar?, y, ante todo, ¿quién tiene la influencia para ello?

—Pero hay asociaciones para este tipo de casos —dijo Hazel con energía, apretando los puños contra la mesa—. El señor Magran me dijo que tú también deberías escribirles.

—Muy bien, dime quiénes son. Les escribiré, por supuesto.

Hazel miró el reloj.

—No creo que Max te esté haciendo ningún bien, Phil.

—¿Por qué? —Carter frunció el ceño.

—Has cambiado desde que le conociste.

—¿De verdad? Bueno, Hazel, la verdad es que, gracias a él, la vida aquí me resulta más aceptable.

—Precisamente, porque él la acepta. Me dijiste que lleva aquí cinco años. Es un delincuente de verdad, Phil. Me contaste que era un falsificador, un «experto» en falsificaciones. Está acostumbrado a la cárcel. Quizá no supiese qué hacer si saliese de ella. He leído sobre personas como él y son incapaces de llevar una vida normal responsable, y trabajar, y todo eso, y parece estar haciéndote a ti así también… capaz de tolerar personas como él. Y una vez que empieces a tolerarles, acabarás tú mismo siendo como ellos. Me da realmente la impresión de que estás empezando a pensar que este sitio no está tan mal y si piensas así, es el final —sus palabras eran como un ultimátum entre ellos.

Carter había escuchado pacientemente, pero con resentimiento. Atacar a Max era como atacarle a él.

—Yo quisiera que conocieses a Max, pero tú no parece que quieras. Te escribí sobre lo que le había pasado, que su mujer se había matado cuando llevaban casados un par de meses.

—A muchas personas les suceden cosas desagradables pero esto no les convierte en delincuentes.

—Está encarcelado por un delito. No es como si tuviese una retahíla de fechorías en su haber. Max es una persona civilizada, comparado, al menos, con los deficientes y los bestias que son todos los demás tipos que hay aquí. Estoy contento de haberle encontrado. A lo mejor hay otros pocos así, pero de los seis mil hombres que hay yo no he conocido más que a unos centenares, si llegan a tanto.

No era justo decir que Hazel era la única que no había querido conocer a Max, porque Max tampoco había querido conocerla a ella. También era un hecho que, hacía unos meses, Max le había pedido a Carter que llevase morfina a la celda. Carter le había dicho que estaba cerrada con llave, lo cual era verdad, pero Carter tenía ahora la llave del armario. Los boquis le habían cacheado en dos ocasiones cuando iba a ver a Max, y si se encontrase que llevaba drogas podrían empaquetarle de veras. Carter no se había sorprendido ante la petición de Max, sin embargo, no pensaba, desde luego, mencionárselo a Hazel jamás.

—Querida, quisiera que comprendieras lo de Max. No le veo más que veinte minutos al día, y ni siquiera todos los días —dos veces a la semana los reclusos iban a las duchas a esa hora de la tarde—. Ya sé lo que los libros dicen sobre las cárceles. Y sobre los delincuentes. Hay algunos libros sobre el tema en la biblioteca y los he leído.

—Entonces, como entiendes lo que quiero decir, aplícate el cuento.

Carter estaba muy tieso en la silla. Se miró las manos y se dio cuenta de pronto del aspecto que debía de tener visto a través del cristal y de la alambrada. Llevaba la camisa blanca de manga corta de los domingos de visita, con la que ya no se sentía hecho un mamarracho, sino que, por el contrario, la encontraba elegante, en comparación con las camisas de trabajo de todos los días. El pelo corto no le preocupaba, aunque el corte, que era obligatorio una vez a la semana, era siempre desigual. Tenía algunas canas en las sienes, pero apenas se veían con el pelo tan corto, aunque Carter sabía que Hazel las habría notado porque se daba cuenta de todo. Las arrugas de la frente y del entrecejo eran más profundas y estaba, por supuesto, muy pálido. No era una imagen muy atractiva la que presentaba ante Hazel.

—Actualmente estoy echando una mano a unos y otros en el taller de carpintería.

—¡Uy, qué bien! Eso es estupendo. ¿Qué estás haciendo?

—En estos momentos estoy trabajando en unas cosas que hacemos entre todos los del taller. Como, por ejemplo, baldas para la lavandería. Yo no podría realizar todas las diferentes etapas de una misma cosa. Se me da muy bien la sierra rotatoria.

Durante los últimos minutos hablaron, como siempre, de Timmie. Carter preguntó por la tienda de modas, aunque sabía que no iba más que regular y que ni Elsie ni ella ganaban dinero. Por su media jornada de trabajo, Hazel tenía un sueldo de 75 dólares a la semana, más una comisión sobre lo que vendiese. El trabajo no le servía más que para estar entretenida.

Esa tarde, Carter no bajó a ver a Max. Las palabras de Hazel le habían impresionado mucho. Esperaba con una extraña preocupación la carta de Hazel que recibiría el martes. Ya no le escribía los domingos, como hacía antes, nada más llegar a casa después de verle. Pero el martes él recibiría la carta que ella escribiría después de hablar con Magran el lunes.

La carta que recibió estaba escrita en un tono más sereno de lo que había esperado. Le daba los nombres y direcciones de las organizaciones y comités y de dos personas de Washington a quienes debía escribir. Carter reconoció los nombres de dos de los comités: ya les había escrito hacía meses y uno ni siquiera le había acusado recibo de su carta.

Continuó visitando a Max cuatro o cinco veces a la semana. Carter escribía ahora composiciones en francés y se las llevaba a Max, que se las corregía como un maestro, por la noche, para discutirlas con Carter en la siguiente sesión. «Mi jornada» era el nombre de una de ellas, que era un relato bastante gracioso de lo que hacía todo un día en la enfermería desde la hora de levantarse hasta la hora de apagar las luces. «Lo que me gustaría hacer un día si pudiese» fue otra, que resultó ser un buen ejercicio para practicar el subjuntivo y cultivar la imaginación. Era sobre su casa, Hazel y Timmie, y la comida, y un paseo en coche por la tarde para ir a pescar, hacer la comida en un fuego de leña y dormir en una tienda de campaña; y en ese ambiente tan rústico también hacía su aparición un aparatito de alta fidelidad con música de Schoemberg y Mozart. Escribió otras composiciones sobre «Lo que pienso de los penales» y «Sobre el paso del tiempo: una actitud personal». Carter se llevaba las redacciones corregidas a la enfermería y, en los ratos libres, las volvía a copiar con las correcciones de Max, de manera que, al final, tenía un lote de ensayos «perfectos», aunque sencillos, escritos por él en francés. Esto le hacía sentirse muy orgulloso.

Hazel le escribió:

Queridísimo, ¿cómo va la cuestión de la morfina? Hace siglos que no la mencionas. Lo último que me dijiste era que todavía la necesitabas y que la necesitarías todavía durante algún tiempo. ¿No hay alguna otra cosa que pudieras tomar? He estado leyendo algunos estudios sobre la morfina, el principal alcaloide del opio (si crees que no sé lo que es un alcaloide, pues, ¡ahora ya lo sé!). Por favor, ten cuidado…

Estas palabras le hicieron sentirse algo culpable. Trató de disminuir las dosis. Podía pasar con tres inyecciones al día y se había estado poniendo cuatro. Pero notaba la diferencia en el ánimo: estaba más desanimado y no se sentía tan alegre. Pidió al doctor Cassini que le diese Demerol, o cualquier cosa que le quitase el dolor, y el médico le dio algo, algo de verdad esta vez, que le hizo efecto, pero no un efecto tan satisfactorio como la morfina que, como Carter se daba perfectamente cuenta, tenía la agradable virtud de cambiar la realidad por algo mucho más fácil de soportar. Durante dos semanas, Carter se abstuvo de tomar morfina pero, después, empezó a mezclar los anodinos, pasando a tomar la morfina y las píldoras por partes iguales.

En julio recibió una carta de Hazel en la que le decía que había decidido marcharse a Nueva York con Timmie y que tenía un posible comprador para la casa, que Sullivan había encontrado.

«Es más fácil escribirte esto que decírtelo a través de ese horrible cristal», le escribía, «que me da la impresión de que te tengo que decir todo a gritos, aunque no sea necesario. Ya sabes que no quiero separarme de ti, y no lo voy a hacer, pero, como me has dicho centenares de veces, los tremendos veranos aquí, además de lo aburridos que son, son como para volver a uno tarumba, y ya tenemos otro encima. Hace dos semanas pensaba todavía que podría aguantar otro verano en Fremont, pero incluso la tienda está a punto de cerrarse durante un mes». Dijo que ella y Timmie podrían ir a vivir a casa de Phyllis Millen en Nueva York hasta que encontrasen piso. Phyllis Millen: su nombre, su cara resultaban para Carter como algo que se saca y se desempolva de la oscuridad de los tiempos pasados. Era una mujer soltera, de unos treinta y ocho años, agente de publicidad, a quien conocían superficialmente desde que Timmie era un bebé.

Bueno, ya está hecho, pensó Carter. Muy pronto ya no tendría las visitas dominicales de Hazel. Debía de llevar varios días planeándolo porque era evidente que tenía ya la respuesta de Phyllis de que podía ir a su casa. El domingo anterior sabía que iba a marcharse pero no lo había mencionado. ¿En qué consistía la dificultad de decírselo a través del cristal? ¿Sería que no se sentía capaz de comunicárselo cara a cara?

Carter añadió a la carta que le había empezado a escribir: «Me alegro mucho de haber recibido tu carta diciéndome que te marchas a Nueva York. ¡Ojalá te hubieses ido hace meses! Realmente estarás más feliz y, por ello, yo también».

Después de haberle pagado su minuta por los dos recursos presentados ante el Tribunal Supremo, Lawrence Magran iba a seguir ocupándose del asunto sin contrato fijo. A Carter le resultaba molesto que Magran hubiese hecho este arreglo con Hazel en vez de escribirle a él. Era como si Magran pensase que Carter era un muerto sobre cuyo cadáver iba a hacer algunos experimentos más.

Hazel le escribió todos los días durante la semana que precedió a su partida. Era como si se sintiese culpable por la marcha. Sus propios sentimientos estaban muy mezclados: en algunos momentos sentía cierto resentimiento (generalmente, cuando estaba cansado o tenía dolores), en otros se alegraba y estaba contento por ella. Pero tenía cuidado de no escribirle más que cuando estaba contento:

… El hecho es que estoy preso, y que puedo tener que seguir aquí otros cuatro años, en el peor de los casos. Sin embargo, estoy, por lo menos, en mejor situación que el noventa y nueve por ciento de los internados que se pasan la mitad del tiempo en las celdas. Piensa al menos en esto cuando pienses en mí.

Ella estaba más guapa que nunca el último domingo que la vio. Llevaba un vestido de hilo de color rosa pálido sin mangas, y un pañuelo de seda fina, verde manzana, alrededor del cuello sujeto por un broche antiguo de oro que él le había regalado en uno de sus aniversarios de boda, ¿el tercero o el cuarto?, que representaba un dragón enroscado cuyo ojo era un rubí. Tenía el pelo brillante y suave como si acabase de lavárselo. Pero no sonrió tanto como de costumbre. Por primera vez, Carter observó que tenía una arruga en la cara, una arruga horizontal muy fina en la frente, lo cual era, en cierto sentido, terriblemente siniestro.

Hazel dijo:

—Acabo de tomarme un whisky doble.

Carter sonrió.

—¡Ojalá me hubieses podido pasar un poco a mí!

Él no notó que el whisky le hubiese hecho ningún efecto. No derramó ni una lágrima. No hubo sentimentalismos. Uno y otro se esforzaron de verdad por estar animados y alegres, pero volvieron a hablar de cosas que ya habían tratado por carta y, uno y otro, se aseguraron que Magran no le había abandonado, ni mucho menos, y que seguía siendo uno de los mejores criminalistas del país.

—El inconveniente quizá sea que no soy un delincuente —dijo Carter, y los dos se rieron, ligeramente.

A Hazel le habían pagado un primer plazo al contado de 8.000 dólares por la casa, que vendía por 15.000. Esto ya lo sabía Carter. Un tal Abrahol, un individuo con mujer y dos hijos menores de veinte años, y un perro pastor, se mudaban a ella el primero de agosto.

Sus esfuerzos por parecer alegres dieron su resultado, pensó Carter. Los dos sonrieron cuando Hazel se levantó para marcharse. Ella arreglaría el hacer una escapada para verle «por lo menos antes del día de Acción de Gracias». Antes de salir por la puerta, se volvió para mirarle; luego se paró un momento y le envió un beso. Después, la columna sonrosada rematada por una cabellera de color castaño oscuro que era Hazel desapareció.

Carter bajó la vista hacia el suelo de piedra mientras caminaba. ¿Se estaba convirtiendo en piedra como el suelo del presidio, como el presidio? ¿Estaría Hazel llorando ahora? Se paró y miró hacia atrás como si hubiese podido verla de haber estado al otro lado de la doble reja de la jaula, de haberse demorado para marcharse. No, Sullivan estaría probablemente esperándola fuera en el coche.

Las cartas siguientes de Hazel fueron muy alegres. Describía en ellas todos los edificios nuevos que se habían construido, incluso desde que había estado en Nueva York el verano anterior. Finalmente llegó la noticia que Carter había estado esperando: David Sullivan iba a llegar la última semana de agosto, en viaje de negocios, y se iría a vivir, para quedarse alrededor de un mes, en el piso de los Knowlton, donde había estado anteriormente. Hazel tenía ahora un piso en la Calle 28 Este; era un apartamento de tres habitaciones con cocina y cuarto de baño. Carter había sospechado que Sullivan iría a Nueva York. En realidad, el hecho de que Hazel se lo dijese francamente era un alivio y le había tranquilizado.