Algunas veces Carter llevaba medicinas y píldoras a los reclusos de los diferentes pabellones. Había seis pabellones y el C era el peor, como había indicado el doctor Cassini. Sus paredes de piedra parecían más sucias, era más oscuro (debido a que no funcionaban varias luces) y los confinados parecían mayores y más tranquilos, no obstante lo cual el ambiente era de una hostilidad más sombría que en los otros pabellones. El recuerdo del asesinato de Cherniver estaba todavía vivo en la mente de Carter y, quizá también, en la de todos los demás. Los reclusos podían arrollar a un hombre como un torrente. En unos segundos, unos cuantos, los que fuesen, podían dar un golpe y, después, el torrente podía seguir adelante, con aspecto inocente, de forma tranquila, sumiendo a los culpables en el anonimato, inidentificables, porque todos eran igualmente culpables. ¿Y si él hubiese estado bien de salud y hubiese tenido un par de manos fuertes, pensó Carter, y hubiese estado lo suficientemente cerca de Cherniver ese día? Sí, podría haber metido baza también, incluso sin tener, además, el motivo de haber sido torturado por Cherniver personalmente.
Los seis pabellones del penal estaban todos comunicados aunque solamente cuatro, del A al D, pertenecían a la edificación primitiva. La comunicación entre estos no era en ángulo recto y no formaban un cuadrilátero. Los pabellones E y F estaban sencillamente adosados uno a otro, y el pabellón E estaba pegado a un extremo del D. Desde lejos, y Carter lo recordaba de cuando llegó en coche en noviembre, el penal parecía un tren de seis vagones descarrilado hacía tiempo, cuyos coches se hubiesen amontonado porque el primero se había parado de repente. Una doble puerta, con un celador en cada una, separaba el pabellón A del D, y solamente se dejaban pasar a los hombres de uno en uno, y eso, si iban provistos de un pase igual al que exigían los celadores para atravesar la jaula en la parte delantera del pabellón A. El comedor, los talleres y la lavandería estaban debajo de los pabellones y los reclusos acudían a ellos en doble fila. La fila se formaba, y la marcha comenzaba, cuando un grupo completo de confinados de un pabellón se trasladaba a otro. La L que formaban los pabellones E y F se había convertido en un recinto cerrado por medio de una cerca de alambre muy fuerte, rematada por un alambrado dentado. Este recinto era el patio de recreo, donde, entre las cuatro y las cinco, los diferentes turnos de reclusos saltaban o trotaban bajo la vigilancia de una docena de celadores que permanecían en los bordes armados de metralletas. El penal estaba ahora tan repleto que no todos los presidiarios podían comer al mismo tiempo y había dos tandas para las comidas.
En el pabellón E había un individuo de unos cincuenta años, que parecía un toro y que tenía una llaga detrás de la oreja izquierda. El doctor Cassini se la había visto en la enfermería y le había despachado recomendándole que se aplicase cierta pomada. Cuando Carter le llevó la segunda lata del ungüento, el tipo estaba solo en la celda. Carter le preguntó dónde estaba su compañero.
—El suertudo hijo de puta se ha ido a casa. Su madre se fue al otro barrio.
—¿A casa?
—Sí, estará dos noches fuera. En Chicago. Y verá a la parienta —dijo levantando la cabeza de toro para mirar a Carter y guiñarle levemente un ojo con picardía.
El tipo continuó su parloteo. Un par de celadores que iban de permiso acompañaron a Sweepey y tuvo que ir esposado, incluso en el tren, pero iba a pasar dos noches con su mujer. La incredulidad le dejó desconcertado a Carter, era como si este hombre le hubiese contado la historia fantástica de una desaparición física, de una metamorfosis, de que alguien había pasado por el agujero de una cerradura.
Carter sacudió la cabeza repentinamente, asustado por la intensidad que habían cobrado sus propios pensamientos.
—Vaya tío con suerte —dijo automáticamente.
El de la cabeza de toro le miró furioso porque le había interrumpido. Entonces, ante la enorme sorpresa de Carter, se puso de pie y se dispuso a largarle un puñetazo.
Carter se echó hacia atrás salvando el desnivel que formaba el marco de la puerta en el suelo, y salió a la galería.
El hombre soltó un taco a voz en grito y lanzó con todas sus fuerzas la cajita de pomada que fue a dar en la pared de la celda contigua, abriéndose la tapa que, después de dar varias vueltas, emitió un sonido, como de risita tonta, antes de ir a parar al suelo.
Cuatro días después, Carter inventó una disculpa, consiguió un pase de Clark y volvió a la celda veintisiete del pabellón E para ver a Sweepey. Llevaba otra caja de pomada. Era algo después de las cuatro, la hora en que los reclusos del pabellón estaban en sus celdas esperando la llamada del último turno de la cena. Esta vez el de la cabeza de toro no estaba en la celda, pero sí estaba Sweepey que, sentado con los auriculares puestos, silbaba y llevaba el compás en la silla mientras tecleaba con los dedos.
—Hola, pildorero, ¿qué se te ofrece? —estaba tan contento que podía haber estado borracho.
—Traigo más pomada para tu compañero.
—Vale, se lo diré.
Carter le miró de arriba abajo y de abajo arriba, desde su cabello oscuro hasta los zapatos de presidiario.
—Me han dicho que has estado en tu casa.
—Sí, no fue una juerga, pero al fin y al cabo era estar en casa. Se ha muerto mi madre —estaba todavía con ganas de oír música y, evidentemente, deseoso de volver a ponerse los auriculares.
—Bueno, por lo menos has visto a tu mujer —dijo Carter con sincera ingenuidad. Estaba a punto de marcharse pero no conseguía arrancar, aunque ni siquiera había entrado en la celda y no había hecho más que tirar la pomada en la litera de abajo. Tenía la vista clavada en Sweepey como si tratase de discernir en él algún signo mágico.
—Ya, pero el efecto tiene que durarme mucho —dijo Sweepey soltando una risotada—. Mi padre ha muerto y ya no me queda nadie más que mi hermana, que es la estampa de la salud —se puso de nuevo los auriculares y se volvió hacia la mesita—. Gracias, en nombre de Jeff —añadió.
Carter se marchó.
Fue uno o dos meses después de esto, hacia el día de Acción de Gracias, cuando Carter conoció a Max Sampson. Max estaba en el pabellón B, donde Carter había ido a entregar una medicina para la tos. La entrega no era en la celda de Max, pero Carter se fijó en él porque estaba leyendo un libro en francés —un libro sin encuadernar, con el título Le Promis en rojo— sentado a la mesita de su celda. Estaba solo. Carter se paró junto a la puerta entreabierta de la celda.
—Perdona —dijo Carter.
El hombre levantó la vista.
—¿Eres francés?
El hombre sonrió. Su semblante era de aspecto simpático, tranquilo, y estaba muy pálido. Su amplia y vigorosa frente parecía casi blanca bajo su cabello oscuro y algo rizado.
—Qué va. Lo leo a veces.
—¿Lo hablas?
—Lo hablaba en tiempos. Bueno, sí lo sé hablar. ¿Por qué? —volvió a sonreír. Con sólo verle sonreír Carter se sintió satisfecho, ya que su sonrisa era algo muy extraño en el penal. Burlas sí, y risotadas, pero no sencillamente una sonrisa natural y feliz—. Lo preguntaba porque lo estoy estudiando yo solo. ¿Vous pouvez parler vraiment?
—Oui —ahora su sonrisa fue más amplia y dejó al descubierto unos dientes fuertes y blancos, más blancos que la cara.
Carter habló con él durante unos diez minutos hasta que sonó la campana para la comida y Max tuvo que marcharse. Hablaron tanto en francés como en inglés y Carter sintió una extraña emoción y una sensación de felicidad. Cuando Carter trataba de encontrar una palabra, Max se la decía si podía adivinarla. Max tenía unos veinte libros alineados en el fondo de su celda, de los cuales la mitad eran franceses. Con mucho desprendimiento se empeñó en que Carter se llevase dos; uno era de poesía francesa del siglo XVIII, el otro una selección de los Pensées de Pascal. Se los daba, por supuesto, prestados, pero Max dijo que no le corría prisa que se los devolviese. Carter volvió a la enfermería completamente cambiado. Max era la primera persona, que conocía en el penal, que se alegraba de conocer y de quien creía que podía llegar a ser amigo. Era algo maravilloso. En esos diez minutos se había enterado de que Max era de Wisconsin; su padre era americano pero su madre francesa y, desde los cinco años hasta los once, había vivido en Francia y allí había ido al colegio. Al preguntarle Carter, le había contestado alegremente que llevaba cinco años en chirona. No le había explicado el motivo y a Carter, en realidad, no le interesaba saberlo.
Max le contó que estaba haciendo un concurso con otro recluso del pabellón B para ver quién conseguía ser el más pálido del penal el día de Nochebuena. El premio consistía en seis latas de café instantáneo, y Max creía que él lo ganaría aunque su rival era rubio. A causa de la apuesta, Max se tapaba la cara cuidadosamente cuando salían a tomar el aire dos veces por semana en el patio de recreo. Ya habían elegido un jurado de seis reclusos para decidir cuál era el ganador.
—Siempre he sido pálido —dijo Max hablando clara y lentamente en francés, mientras sonreía—. Desde muy pronto se hizo evidente que estaba destinado a pasar la vida enchironado.
Se citaron para verse en la celda de Max a las 3,35 del día siguiente.
A la luz color de rosa de esta nueva amistad, la última carta de Hazel parecía melancólica, incluso lúgubre. Había escrito:
Querido mío, ¿crees que el destino (o Dios) nos ha puesto este horrible escollo en nuestro camino para probarnos? Por favor, perdóname este tono místico. Es como me siento esta noche —y muchas noches—. Una manera de contemplar todo esto —nuestras horribles vidas actuales, una y otra horribles, cada una a su manera— consiste en pensar que es una prueba a la que se somete a muy pocas personas. Lo hemos llevado tan bien hasta ahora, quiero decir en lo que a nuestra fortaleza se refiere, que creo que hemos de perseverar hasta el final. Mis pensamientos están evidentemente influidos por la conversación (telefónica) que he tenido esta tarde con Magran…
Magran le había dicho que no podían volver a recurrir ante el Tribunal Supremo hasta mediados de enero a causa de las vacaciones. Esto ya no le parecía a Carter un contratiempo. Escribió:
Me has preguntado muchas veces cuál era la razón de que no hubiese conocido aquí a nadie como es debido y siempre te he contestado que porque no había nadie como es debido, pero hoy retiro lo dicho. Por casualidad he conocido a un tipo simpático que sabe francés (lo lee y lo habla), así que ahora tengo con quien practicarlo. Se llama Max Sampson, es aproximadamente de mi edad, alto, de pelo oscuro y muy pálido. Te hablaré más de su palidez cuando te vea. Está en el pabellón B, pero creo que podré visitarle cuando quiera.
Entonces Carter se dio cuenta de que no tenía nada más que contar sobre Max, porque no sabía nada más de él, excepto lo de que su madre era francesa.
Durante los días siguientes, Carter no averiguó mucho más sobre Max, pero sus encuentros de veinte o veinticinco minutos en su celda eran los momentos culminantes del día para Carter. El compañero de celda de Max era un negro corpulento y de buen carácter que no entendía más que oui cuando hablaban francés y que se mantenía al margen tumbándose en la litera de arriba, mientras Carter estaba con Max, leyendo sus manoseados libros de historietas o escuchando música por los auriculares. Las cartas de Carter a Hazel trataban, sobre todo, de Max y también hablaba de él cuando la veía los domingos. Ante la sorpresa de Carter, Hazel parecía sentir cierto resentimiento hacia su nuevo amigo.
—Creí que querías que encontrase a alguien que me cayese simpático en este infierno —dijo Carter.
—¿No te das cuenta que de veinte minutos has pasado más de diez hablando de él? —dijo Hazel sonriendo, aunque era evidente su indignación.
—Lo siento, querida. La vida que llevo aquí es aburrida. ¿Preferirías que te hablase de, por ejemplo, el par de cretinos que hay ahora en la enfermería, que se agarraron una melopea de órdago bebiéndose el alcohol del taller de reparación de máquinas de escribir? —dijo Carter riéndose. Desde que había conocido a Max se reía con más facilidad—. Me gustaría que conocieses a Max. Es… bueno, creo que no es ni siquiera feo desde el punto de vista de una mujer.
Pero Hazel no iba a conocer nunca a Max. Hubiese podido conocerle pidiendo verle un domingo, como si fuese una amiga, y Carter pensó en ello, pero Max declinó la propuesta.
—Bueno, me parece que es mejor que no. Mala suerte —dijo en inglés, así que Carter no se lo volvió a proponer. Tampoco se lo había propuesto a Hazel, pues tenía la impresión de que ella se negaría. Y Hazel no vio jamás a Max ni en el locutorio, porque a Max no le iba a ver nunca nadie. Le dijo que no tenía familia y que la única persona que le había visitado era su antiguo patrón, un individuo que le había alquilado una habitación en su casa antes de que le encarcelasen. Había acudido dos veces al penal, pero eso había sido durante el primer año. A pesar de todo, Carter pensó que el hecho de que su patrón le hubiese visitado dos veces durante el primer año de prisión, decía algo en favor de Max.
Pero Carter no hacía preguntas a Max sobre su pasado. Tampoco Max le había hecho a él ninguna sobre el suyo. Sin embargo, se había fijado en los pulgares de Carter, sabía la causa de su deformidad, y no había comentado más que: «Este es un sitio cruel», con voz resignada, en francés.
Max y Carter iban juntos a la sesión de cine los sábados y domingos por la noche. Era agradable tener a alguien al lado que pensaba, como él, que las películas eran muy mediocres. Su amistad no pasó inadvertida, naturalmente, tanto por parte de algunos celadores como de muchos reclusos. Algunos reclusos daban por hecho que eran homosexuales y lo comentaban delante de Carter y por la espalda. A Carter no le preocupaban los comentarios, pero sí le inquietaban un poco a lo que podían conducir. Había reclusos que se deleitaban ensañándose con los que practicaban la homosexualidad. Carter tenía cuidado de mirar hacia atrás cuando se dirigía a la celda de Max por las tardes, por si alguien le atacaba. Siempre dejaban abierta la puerta de la celda de Max cuando él estaba en ella —aunque en todo caso se podía mirar a través de las rejas— y el negro estaba siempre allí también. Carter se dio cuenta de que nunca había tocado a Max, ni siquiera se habían dado la mano.
—¿Conque aprendiendo a falsificar, eh? —le dijo una tarde el celador del pabellón de Max al dejarle pasar.
—¿A falsificar?
—Te he visto escribir algo ahí dentro —dijo señalando con un gesto de la cabeza la celda de Max—. Max es un estupendo falsificador. Uno de los mejores —el celador sonrió.
Carter saludó con la mano, trató de sonreír y siguió su camino. Entonces recordó la letra clara y precisa que había visto en los cuadernos de Max. Este escribía esporádicamente su diario y, de vez en cuando, una poesía en francés. Su escritura tenía, curiosamente, un aspecto inocente. Lo de la falsificación fue una desagradable sorpresa para Carter, fue como si alguien le hubiese arrebatado la ropa a Max y Carter le hubiese visto desnudo. Bueno, pensó Carter, por lo menos no está condenado por asesinato.
A Carter se le había ocurrido que, gracias a conocer a Max, una segunda desestimación del Tribunal Supremo, si tenía lugar, sería más fácil de soportar. Así que trató de prepararse por adelantado para lo peor. La segunda desestimación le llegó en el correo de las 5,30 de la tarde un día de abril. Esta vez le conmovió más que la primera vez y sintió el impulso de ir corriendo a ver a Max a su celda, pero a esa hora no era posible verle. Carter se fue al retrete y devolvió la comida que había ingerido una hora antes. No quería ni ver ni oír a nadie, pero tampoco consiguió esto. En el penal no había intimidad posible.
Esa noche durmió muy poco y, finalmente, a fuerza de aburrirse con sus propios pensamientos, tomó un Nembutal. A la mañana siguiente llevó a cabo su trabajo con cara de palo y la mente entumecida, no comió a la hora del almuerzo, y a las tres se hizo una taza de café en el hornillo del cuarto de aseo. El café era de una de las tres latas de Nescafé que Max le había regalado por Navidad. Max había ganado la apuesta de la palidez y había compartido el botín con Carter.
Cuando llegó a la celda de Max se sentó en la litera de abajo y se cubrió la cara con las manos. Lloró sin avergonzarse, sin importarle que el negro estuviese allí al lado de Max, perplejo, que los boquis, que los reclusos, que todo el que pasaba y veía a un internado sollozar se parase a mirar un momento.
—Ya sé —dijo Max—. Es el asunto del Tribunal Supremo, ¿verdad? —preguntó en francés.
Carter asintió con la cabeza.
El negro oyó lo de supremo y comprendió.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo apesadumbrado y salió lentamente de la celda para que pudiesen estar solos.
Max encendió uno de sus cigarrillos y se lo dio a Carter.
Carter le contó a Max lo de su trabajo en Triumph, lo de Wallace, lo de Palmer, lo del juicio, lo de su encarcelamiento el mes de septiembre último y lo increíble que había sido para él…; le habló de Gawill y de Sullivan, y de Sullivan y de su mujer.
—Ahora tengo que conseguir que Hazel se marche, que se vuelva a Nueva York —dijo golpeando el puño contra la pierna sin pensar en su dedo.
—No decidas nada hoy —dijo Max, con voz tranquila y profunda, como si fuese la voz de Dios en persona.
Carter permaneció sentado en silencio durante un rato.
Max empezó a hablar en francés acerca de su ida a Francia cuando tenía cinco años y de su infancia allí. Cuando su padre murió y su madre dejó de percibir la pensión, le volvió a llevar a Wisconsin, donde había nacido. Tenían allí algunos parientes del lado de su padre. Su madre se había vuelto a casar; pero su padrastro no estaba dispuesto a mandarle a la Universidad, así que al terminar el colegio consiguió un empleo en una imprenta donde aprendió el oficio. Cuando él tenía veintiún años y ella diecinueve, conoció a Annette y se quisieron casar, pero el padre de ella les hizo esperar dos años porque no quería que su hija se casase antes de cumplir los veintiuno. «Tuve que esperar, pero, a pesar de todo, era feliz porque estaba enamorado». Entonces, cuando aún no llevaban ni un año casados, Annette se murió. Annette se despeñó por un acantilado conduciendo un coche en el que iba también la madre de Max, que había ido a verles. Annette había dado un viraje para no atropellar a un ciervo que inesperadamente cruzó la carretera corriendo, según contó un señor que iba en otro coche y que había visto el accidente. Annette estaba embarazada. Max empezó a beber y le despidieron del trabajo. Entonces se vino al Sur y en Nashville conoció a una serie de «gentes de mal vivir» entre las que había expresidiarios y falsificadores. Max aprendió a falsificar firmas y los maleantes y carteristas de la banda le traían cheques de viaje y todo lo que requería una firma.
—Sabía muy bien que era un estafador —dijo Max—, pero estaba solo en el mundo, a nadie le importaba, a mí no me importaba tampoco.
Era un negocio lucrativo para todos y consideraba que estaba en una situación segura en aquella compañía, sin embargo, el cuartel general fue asaltado una noche por dos individuos vestidos de paisano. Max mató a uno en la lucha, así que le condenaron por homicidio y por falsificación a diecisiete años.
—Y ahora tengo treinta años. La vida es curiosa, ¿verdad, amigo? La vida es curiosa.
Carter suspiró. Se sentía muy cansado.
Max se puso de pie y empujó a Carter hacia atrás en la litera.
—Túmbate.
Carter se cayó de lado en la litera de abajo y puso los pies sobre la manta. Era la litera de Max. Repentinamente se incorporó.
—¿Qué te pasa?
—Es casi la hora de cenar y no quiero quedarme dormido.
Max se paseó lentamente por la celda, balanceando los brazos y juntando las palmas de las manos. Tenía el semblante tranquilo, la expresión de sus ojos era vivaz, casi alegre, Max tenía hoy el mismo aspecto de siempre. Lo que había contado no le había afectado en absoluto. Curiosamente, esto le consoló a Carter.
—La vida es curiosa —volvió a decir Max—. Es preciso contemplarse uno con perspectiva y sin perspectiva, sin embargo, una y otra forma de contemplarse puede conducir a la locura. Hay que hacer las dos cosas al mismo tiempo, aunque resulta difícil. Hay días en que se sufre por verse uno con perspectiva —Max se agachó y cogió un libro—. Lee algo de esto esta noche —y al decir las últimas palabras empezó a sonar la campana de la cena, con su sonido desafinado, enervante, diez veces más ruidosa de lo que era preciso, penosamente habitual. Max sonrió a Carter con humor hasta que dejó de tocar.
—Bueno, me voy, que la pièce de résistence esta noche será, sin duda, canardeau à l’orange —le entregó el libro a Carter de un empellón.
Carter lo cogió sin mirar siquiera lo que era. Sonrió con Max, sonrió a lo que Max acababa de decir. Se sentía uno bien al sonreír.