7

Hazel se asoció con Elsie Martell en la aventura de la tienda de modas y, durante el mes de mayo, sus cartas no trataban más que de la decoración de la tienda, del colorido de esto y aquello, e incluso de los detalles de algunos vestidos y trajes Je chaqueta que habían adquirido, aunque sabía que a Carter no le interesaba mucho la ropa de mujer. «A ti no te gustan los trajes más que cuando los tengo puestos», recordaba que le había dicho Hazel una vez.

La tienda, que se llamaba «The Dress Box», estaba en la calle mayor, casi al lado del drugstore, le contó Hazel en una carta. Parecía una fantasía burlesca que Hazel fuese la socia de una tienda de modas de la calle mayor de una ciudad llamada Fremont. Pero la fantasía le pareció muy real cuando Hazel le escribió que David Sullivan había pasado en su coche a las ocho de la noche, lo cual había hecho ya un par de veces cuando todavía estaban empapelando las paredes y pintando los nuevos percheros, para invitarla a cenar. En cierta ocasión, invitó a las dos, a Hazel y a Elsie (lo cual fue muy amable por su parte), pero a Hazel la había sacado tres veces por lo menos, «… una verdadera fiesta, pues no tenía ninguna gana de irme a casa a preparar algo que comer. Mucho me temo que fui un poco aguafiestas y que no estuve muy animada. Como puedes suponer, estaba más que cansada para ir a bailar». Esos días había ido a casa a las seis para dar de cenar a Timmie. Millie, una jovencita de menos de veinte años, que vivía allí cerca, se quedaba ahora con frecuencia para cuidar al niño. Timmie se las arreglaba muy bien por las tardes; al dejarle el autobús del colegio abría la puerta de la casa con su propia llave, que llevaba colgada del cuello con un cordón, y sacaba del frigorífico su comida, que Hazel le dejaba siempre preparada.

Carter refrescaba su francés cuando tenía tiempo libre. Hazel le había enviado su diccionario de francés y las obras completas de Verlaine, y le había encargado a Nueva York el último premio Goncourt. Había estudiado cinco o seis cursos de francés en el colegio y en la Universidad, pero ahora leía mucho mejor que cuando estaba en la Universidad; en cuanto a hablar, eso era otra cuestión. Desgraciadamente, no había nadie con quien Carter pudiese practicar.

También había empezado a aprender judo-karate con Alex. Este le había dicho un día inesperadamente: «¿Quieres aprender judo? Deberías hacerlo, porque con esos dedos no vas a poder atacar a nadie con fuerza». Carter pensó que Alex tenía razón. No se sabía nunca cuándo podía tener uno que defenderse de alguien. Así que, en parte por pasar el rato, Carter empezó a dar clases con Alex. Alex era más bajo que Carter, pero tenía más o menos el mismo peso, y en los simulacros de lucha tenía siempre cuidado de no agarrar a Carter por los pulgares. Practicaban en el vestíbulo y eran una diversión para el aburrido celador que estaba allí, que era generalmente Clark. Alex había conseguido en alguna parte un par de mantas sucias y andrajosas que ponían en el suelo. Después de tres lecciones prácticas, Carter escribió a Hazel: «Estoy aprendiendo judo con Alex. Él lo aprendió en el ejército y parece que lo hace bien, pero ¿puedes conseguirme un libro sobre este deporte? Probablemente tendrás que encargarlo en la librería de Fremont». Había pensado añadir que todavía no conseguía agarrar y tirar de las muñecas con éxito, a causa de sus dedos, pero los golpes con el canto de las manos los daba muy bien, sin embargo, decidió no contarle esto a Hazel, ya que a ella le repugnaba la violencia. Uno de los golpes que Alex le enseñó, dirigido a la parte anterior del cuello, era lo que Alex llamaba «el golpe para matar». Hazel consiguió el libro pero no pasó la censura y Carter no llegó a verlo nunca. Se lo devolvieron a Hazel. No obstante, el aprendizaje del judo tenía lugar delante del celador. Carter se entrenaba golpeando el canto de las manos contra una madera para endurecerlas, pero los golpes le repercutían en los dedos y no adelantó mucho con esto.

El verano meridional era largo y caluroso. A pesar de que el penal estaba situado en un alto, no corría brisa casi nunca. Cuando había brisa esta era también caliente, a pesar de lo cual los reclusos que trabajaban en el campo se erguían para que les llegase y se quitaban la gorra, desafiando el sol infernal, para que el movimiento del aire les diese en la frente sudorosa. La piedra y los ladrillos de la vieja prisión absorbían el sol, semana tras semana, y retenían el calor como habían retenido el frío del invierno, así que para el mes de agosto los pabellones eran como enormes calderas, bochornosas y sofocantes, incluso de noche, y apestaban a orina y al sudor de los negros y los blancos.

En agosto, cuando, según Hazel, la ciudad de Fremont estaba casi vacía y la gente que quedaba estaba tan aplanada por el calor que nadie salía de su casa, se fue a Nueva York con David Sullivan. Este tenía unos amigos allí, llamados Knowlton, que tenían un piso con aire acondicionado en la Calle 33 Oeste, justo enfrente del museo de Arte Contemporáneo, que le ofrecieron a Sullivan durante el mes de agosto, mientras estaban en Europa. A Carter, al principio, le asqueó la idea de que fuese, luego le produjo indignación y, después, se quedó anonadado o, posiblemente, derrotado. Pasó de una a otra por cada una de estas sensaciones en tres días, después de recibir la carta en que Hazel se lo contaba. Era verdad que la hija de veinte años de los Knowlton pasaría un par de fines de semana en el piso (debía de ser un piso enorme, con terraza), pues tenía un trabajo de verano en las afueras de Nueva York y libraba los fines de semana. También era verdad que Timmie iba a ir con Hazel. Pero a Carter le parecía que un piso grande era tan equívoco, tan sospechoso, hablando claro, como la habitación de un hotel en el que se inscribiesen como marido y mujer. Carter escribió: «¿Es que no tenemos bastante dinero para un hotel?». Y Hazel le contestó: «¿Sabes lo que cuesta la estancia de un mes en un hotel de Nueva York?, ¿y hacer, además, todas las comidas fuera con Timmie? Te veré el domingo y entonces podremos hablar mejor…».

El domingo, Hazel le dijo:

—Querido, Dave me cae muy bien, es verdad, pero te juro que es como un viejo amigo, como un viejo amigo —y se rió con un repentino buen humor, con el que Carter no la había visto desde los días en que vivían juntos en la casa de Fremont; la casa donde Sullivan era ahora un personaje tan habitual, donde era como un viejo amigo.

—No creo que él se considere como un viejo amigo con respecto a ti —dijo Carter sin sonreír en absoluto.

Hazel le miró y arqueó las cejas.

—¿Es que no quieres que vaya a Nueva York?, ¿con David? Si es así, dímelo. Tienes derecho a ello.

Carter vaciló. Sullivan podía acompañarla, efectivamente, a muchos sitios donde no podía ir sola. Y con Sullivan lo pasaría mejor. Carter no podía privarle de esto.

—No, no digo nada.

Hazel pareció sentirse algo aliviada y le sonrió.

—¿Acaso quieres decir que no crees en la amistad platónica entre un hombre y una mujer?

Carter sonrió.

—Quizá sea eso lo que quiero decir.

—Pues puedo asegurarte que esa amistad existe desde el punto de vista de una mujer.

—El punto de vista de una mujer no es nunca el mismo que el de un hombre.

—Que idiotez. Eso es machismo.

—En el caso de mujeres mayores, mujeres no tan atractivas, quizá sea posible. Pero tú eres demasiado guapa. Ese es un inconveniente.

En todo caso se marchó y, a Carter, el mes de agosto se le hizo muy largo a pesar de verse inundado de postales y de cartas de Hazel. A Timmie le entusiasmaba el Museo de Historia Natural. Sullivan le había llevado al Planetarium mientras Hazel se iba a comprar zapatos: se compró tres pares en un saldo.

«Reservaré los de charol negro. Como vamos a ir a bailar un día, los estrenaré entonces… ¿Qué ha dicho el doctor Cassini de las últimas radiografías?».

El doctor Cassini dijo muchas vaguedades, aunque sí concretó que la parte posterior de la segunda falange se había dilatado tanto que no se podía volver a encajar en la articulación. El nivelar el hueso, cosa que Carter sugirió, era evidentemente una operación que estaba por encima de las posibilidades del doctor Cassini y este no aconsejaba el hacerla. Carter quería que le viese otro médico, un especialista en manos, pero, como pensaba que podían ponerle en libertad para el otoño, o para diciembre, después de que se celebrase la vista en el Tribunal Supremo, no insistió en que le reconociese un especialista en agosto. Esto suponía, además, obtener un permiso del director, ir con una escolta armada y pasar toda una mañana de papeleo burocrático. Con sólo imaginárselo, Carter se desanimaba. La inflamación de los pulgares había disminuido mucho y ya no se los vendaba aunque la piel seguía enrojecida, como si brillase a causa del ligero, pero continuo, dolor de debajo. Lo que no tenía en esos dedos era la menor fuerza. Le eran tan poco útiles como unos apéndices, casi, pero no del todo, pues de ser así, Carter habría pensado en que se los amputasen. Todavía se ponía, por lo menos, cuatro inyecciones grandes, o unos seis granos, de morfina al día. Esa cantidad le era imprescindible. Había empezado con uno o dos granos diarios, así que su adicción había aumentado.

Hazel y Timmie estuvieron fuera tres semanas y dos días. Volvieron en avión el sábado para que Hazel pudiera ir a verle al día siguiente. Ese sábado, un día de tanto calor que llevaron siete casos de insolación a la enfermería, Carter recibió una carta de Lawrence Magran, informándole, con mucho pesar, que el Tribunal Supremo del Estado había desestimado el recurso de revisión de la causa.

Carter tuvo una reacción extraña. Se sentó en la cama con la carta. No sintió la menor emoción, ni sorpresa ni desilusión, a pesar de que durante el último mes, más o menos, sus esperanzas en que hubiese un nuevo juicio habían ido en aumento. Magran había encontrado tres personas más para atestiguar el cobro de cheques por parte de Palmer y se habían descubierto otros dos Bancos más, además de los tres que se conocían, en los que Palmer atesoraba dinero como una hormiguita. A Carter le había parecido, ciertamente, que esas eran «pruebas nuevas y significativas» y que eso era lo que se requería para garantizar la revisión del proceso. Magran mismo lo había creído así también, aunque los depósitos totales de Palmer no llegaban a los cincuenta mil dólares. Magran decía que estaba sorprendido, que lo lamentaba muy de veras y que iría a ver a Carter, si no este domingo, el siguiente. Carter se levantó y se fue hacia la ventana al fondo de la enfermería. A media milla de distancia, resplandeciendo bajo el calor de la puesta del sol, vislumbró el gran letrero en forma de arco, como los letreros que había visto a la entrada de los parques de atracciones o de los cementerios, que iba de un lado a otro de la carretera que conducía al penal y que decía al revés: CENTRO PENITENCIARIO DEL ESTADO. En los días claros, en que no hacía bochorno, el letrero era completamente legible desde la ventana. Un coche negro avanzó hacia el arco y, levantando una estela de polvo, pasó por debajo y salió hacia el mundo. Hazel no lo sabe todavía, pensó de repente. En ese mismo momento estaba en el aire. Su avión tenía la hora de llegada a las 7,10 de la tarde. Volaba hacia casa a varios cientos de millas de velocidad para encontrarse con esta noticia nefasta.

La cárcel me ha dejado completamente insensible, se dijo Carter, y esto fue lo que le indignó.

A las 7,30 de esa tarde sus ideas habían cambiado del todo y estaba sentado a la máquina de escribir del doctor Cassini, que se hallaba en una habitación contigua al vestíbulo, escribiendo, trabajosamente (en lo que al mecanografiado se refería), una carta a Lawrence Magran. Después de acusar recibo de su carta y de darse por enterado de la noticia, continuó:

Ya no veo la menor esperanza en ningún sentido, a no ser que David Sullivan descubra algún hecho nuevo, especialmente en cuanto a la relación, si es que la hay, de Gregory Gawill con las actividades de Palmer, o con los depósitos, si es que los hay, de Gawill en diferentes Bancos. Comprendo que con esto sólo se conseguiría que el delito quedase repartido entre más personas, pero Sullivan quizá encuentre más testigos. Según mi mujer, todavía se interesa mucho por el caso. ¿Tendrían más peso ocho o diez testigos, si los tuviéramos, que los pocos con que contamos?

Carter se acostó, aunque eran poco más de las ocho. Estaba demasiado desanimado, y hasta falto de energía, para ponerse la inyección de morfina que, normalmente, se ponía antes de tratar de dormirse. Los pulgares le latían suavemente, lo suficiente para molestarle, lo suficiente, posiblemente, para que no pudiese dormirse ¿hasta qué hora? Quizá hasta la una, en que el dolor se haría tan agudo como para obligarle a pincharse. La morfina le parecía otro enemigo. ¿Iba esta a apresarle, también, como el penal? Era un enemigo curioso este de la morfina, era a la vez un enemigo y un amigo, exactamente igual que los seres humanos. Como David Sullivan, por ejemplo. Como la ley, que en unos casos protegía a las personas —no cabía duda de ello—, y, en otros, las perseguía; de esto tampoco cabía duda.

Hazel ya sabía la noticia cuando vino a verle el domingo. Carter se dio cuenta de que lo sabía en cuanto la vio entrar en la sala de visitas. Su sonrisa era un poco forzada, le faltaba la luminosidad que, generalmente, emanaba de su persona y que hacía volver la vista a los celadores, y a los presidiarios también. Le dijo que Sullivan había telefoneado a Magran esa mañana y que este se lo había contado. Después Sullivan le había llamado a ella.

—Lo siento, Hazel —dijo Carter, y se acordó de las numerosas cartas que había escrito; cartas llenas de indignación, cartas ingenuas, y cartas oficiales redactadas con tanta paciencia, después de hacer varios borradores, al periódico local, al Times de Nueva York, al Gobernador. Hazel le había enviado siempre las copias para que las leyera.

—David está aquí —dijo Hazel—. Quiere verte.

Se notaba que estaba tan baja de forma que Carter hizo un gran esfuerzo por hacerse el fuerte.

—Bueno, Magran dijo una vez que no existe ninguna ley que prohíba recurrir al Tribunal Supremo dos veces. Magran no mencionó que fuese a venir hoy, ¿verdad?

—No. Bueno, no sé. Puede haberle dicho algo a David.

Se esforzaron por hablar de Nueva York, de cosas divertidas que ella y Timmie habían hecho.

Carter preguntó:

—¿No le aburre a Timmie haber vuelto a Fremont?

—¡Oh, Phil! —Hazel se echó de repente hacia delante tapándose la cara con las manos. Tenía la cabeza, su pelo sedoso, muy cerca de las manos de Carter, pero les separaba el cristal.

—Amor mío, no llores —dijo Carter, tratando de reír—. Nos quedan todavía ocho minutos.

—No estoy llorando —dijo con tranquilidad, aunque tenía los ojos húmedos.

Y entonces, de alguna manera, consiguieron hablar de Nueva York hasta que llegó la hora.

—Te escribiré esta noche —dijo Hazel al irse—. Quédate para ver a David.

Sullivan entraba en la sala en ese momento.

—Tengo una visita —dijo Carter señalando a Sullivan.

El celador comprobó en el pase de Sullivan que iba, efectivamente, a ver a Carter y, entonces, Carter y Sullivan se sentaron uno en frente del otro.

David Sullivan tenía unos treinta y cinco años, medía unas dos pulgadas más de estatura que Carter y, en general, era más esbelto, aunque Carter había adelgazado unas quince libras desde que estaba en la cárcel. Sullivan tenía los ojos azules, parecidos a los de Carter, pero el azul de los de Sullivan era más intenso. Sus ojos eran pequeños y tenían casi siempre la misma expresión tranquila, serena, reflexiva, como era él. Sullivan no malgastó palabras compadeciéndole por la desestimación del Tribunal Supremo.

—Naturalmente, puedes apelar por segunda vez —dijo—. Estoy seguro de que Magran lo ha pensado. Phil, no tomes esto como una derrota. Volveremos a insistir con más pruebas y tendremos más tiempo para reunirías.

Los sentimientos de Carter eran ambiguos, sus pensamientos también. Carter tenía la impresión de que su caso se había convertido en una especie de hobby para Sullivan. Dentro de muchos años, si Sullivan escribía sus memorias, habría unas cuantas páginas dedicadas al desconcertante y exasperante caso Carter… «La mujer de Carter se convirtió en mi mujer, la compañera de mi…». Carter frenó las divagaciones de su mente y trató de escuchar.

—Estoy haciendo lo mismo con Gawill, es decir, lo que Tutting trató de hacer con Palmer. Estoy haciendo averiguaciones hasta con sus proveedores de bebidas alcohólicas y, créeme, que es interesante, en cuanto a lo que gastó y cuando lo gastó. Desgraciadamente, muchos de los vendedores no han guardado las facturas —Sullivan arrugó la bronceada frente y sus cejas, aclaradas por el sol, se crisparon mientras apagaba un cigarrillo en el cenicero—. Gawill estuvo con Palmer en Nueva York, por lo menos en dos ocasiones. Fueron lo suficientemente cautos como para no alojarse en el mismo hotel y ni siquiera salieron de aquí en el mismo avión. Eso es parte de lo que he estado haciendo en Nueva York, obteniendo información en diez o veinte hoteles de la ciudad.

Era parte de lo que había estado haciendo.

—Todo esto lleva tiempo. Ya sé que para ti no tiene gracia el seguir en este superanticuado… —Sullivan miró en torno suyo y al techo—. Este sitio deberían haberlo demolido a principio de siglo. O antes.

—O no debería haberse construido nunca.

—Eso es cierto —dijo Sullivan riéndose. Tenía buena dentadura aunque los dientes, lo mismo que la boca, eran un poco pequeños para su cara alargada.

Carter sabía que debía hacer algún comentario sobre el hecho de que Gawill hubiese estado en Nueva York cuando Palmer estaba allí. Gawill probablemente habría compartido las amiguitas de Palmer. Gawill era también un solterón juerguista como Palmer. Pero Carter se sintió incapaz de comentarlo.

—Así que lo habéis pasado muy bien en Nueva York, según me ha contado Hazel.

—Espero que ella se haya divertido. Salía mucho sola, excepto por las noches. Yo presenté a Hazel a mis viejos amigos y ella me presentaba a los suyos, así que, por las noches, teníamos mucha vida social. Timmie generalmente venía con nosotros porque, como íbamos sobre todo a casas particulares, le podíamos acostar en una habitación cuando tenía sueño.

—¿Cómo crees que está Hazel de ánimo en realidad? Tú pasas mucho más tiempo con ella que yo.

La cara de Sullivan se puso más seria.

Carter esperó, molesto de que su pregunta hubiese resultado tan quejumbrosa, tan supeditada a lo que Sullivan opinase.

—Creo que es una buena cosa que se haya metido en este asunto de la tienda. Así tiene algo que hacer. No es que no tenga bastante que hacer, pero sabes, le sirve para apartar la mente… Tiene mucha fuerza, fuerza de voluntad, creo que es como se llamaría —dijo Sullivan.

—Dice que le caes muy bien.

—Oh, sí. Bueno, así lo espero —dijo Sullivan con franqueza.

—Y… estoy seguro que a ti te cae bien también, si no no pasarías tanto tiempo con ella.

Sullivan parpadeó, poniéndose en guardia, pero esbozó una sonrisa sin que su cara delatase la menor preocupación.

—Phil, si tuviese intenciones deshonestas respecto a tu mujer, ¿acaso crees que vendría a verte a la cárcel? ¿Crees que soy, o que se puede ser, tan hipócrita?

Gawill había dicho sencillamente que Sullivan era un hipócrita.

—Yo no he dicho que fueses con intenciones deshonestas —dijo Carter sintiéndose ahora algo incómodo.

—Hazel es probablemente la mujer más fiel que he conocido.

¿Quizá porque la había puesto a prueba y lo había averiguado?

—Se le nota en todo —continuó Sullivan—. No habla más que de ti, de escribirte, de verte. Y, cuando nos paseamos en coche por los alrededores de Fremont, señala los sitios por donde os paseasteis o donde hicisteis un picnic —Sullivan se encogió de hombros mirando pensativo el tablero de la mesa—. Habla de lo que haréis cuando salgas. Quiere ir a Europa. ¿Ya estuvisteis una vez allí los dos, no es cierto?

—Sí —habían pasado su luna de miel en Europa. El viaje fue un regalo del tío John y de la tía Edna—. ¿Estás enamorado de ella? —preguntó Carter.

Sullivan se sonrojó, y su rostro se turbó y adquirió una expresión solemne.

—No hay realmente motivo para que me preguntes eso.

Carter sonrió un poco.

—No, quizá no lo haya, pero te lo he preguntado.

—No creo que tenga la menor importancia.

—Hombre, vamos… Yo creo que tiene mucha importancia —dijo Carter con rapidez.

—Muy bien, puesto que me lo preguntas —dijo Sullivan con una voz que volvió a ser firme y profesional—. Estoy enamorado de ella. Y no puedo evitarlo ni estoy tratando de evitarlo.

—¡Ah! ¿Se lo has dicho a ella?

—Sí, y me contestó… que era imposible. Dijo que quizá fuese mejor que no la volviese a ver. Y pude darme cuenta que lo sentía —dijo Sullivan mirando a Carter—. En consecuencia yo también sentí habérselo dicho.

Carter tenía los ojos fijos en su cara.

—Le dije que muy bien, que no se lo volvería a decir, pero que, a pesar de todo, quería seguir viéndola.

—Lo comprendo —dijo Carter sin comprender, en realidad, nada. Lo único que comprendía era lo peligrosa que era la situación y que algo acabaría explotando alguna vez.

—Creo que fue hace unos seis meses cuando se lo dije. Desde entonces no se lo he vuelto a mencionar —miró abiertamente a Carter, serio y seguro de sí mismo, y más bien como si considerase que estaba actuando con nobleza.

—¿Es que te divierte el torturarte?

—No considero que me esté torturando. Prefiero esto a dejar de verla —dijo Sullivan sin el menor rastro de humor y sin sonreír.

Carter asintió con la cabeza.

—¿Si yo no estuviese en la cárcel, se lo hubieses dicho?, ¿te hubieses enamorado siquiera de ella?

Sullivan tardó un momento en responder.

—No lo sé.

—Claro que lo sabes —dijo Carter con un tono desagradable que produjo en Sullivan una reacción de repulsa, como si le hubiese golpeado en la cara.

Sullivan empujó la silla hacia atrás separándola de la mesa para volver a cruzar las piernas.

—Pues tienes razón. Algo ha tenido que ver con ello. Yo no sabía cuánto tiempo ibas a estar en la cárcel, y Hazel tampoco. Y seguimos sin saberlo. Un hombre puede declararse, ¿no te parece?, si está enamorado. Y eso es lo que he hecho.

Carter apretó los pulgares contra la caja de cerillas que tenía en la mesa.

—Creí que habías dicho que se lo habías dicho, no que le hubieses preguntado nada.

—No le pregunté nada. Me limité a decirle que la quería. No pasé de ahí.

Carter no se creyó esto. Pero si Hazel deseaba seguir viendo a Sullivan, lo que este le había dicho no podía resultarle ni molesto ni inoportuno. Carter conocía a Hazel: nunca perdería el tiempo con un hombre que le fastidiase. Esto era, en realidad, lo más importante del asunto.

—Es como… una especie de juego de los despropósitos, ¿no te parece?, lo de estar enamorado de Hazel y tratar al mismo tiempo de sacarme de este sitio.

Sullivan soltó una carcajada.

—No seas tonto. En lo que a Hazel se refiere, creo que tengo las mismas probabilidades estando tú aquí que si estuvieses en la calle. La verdad es que no tengo la menor probabilidad.

¿Qué sentido tenía esto, pensó Carter, si Sullivan acababa de decir que no habría dicho nada de Hazel si él no hubiese estado fuera de juego, en presidio?

—Podías suponer —continuó Sullivan—, que, si realmente quiero a Hazel, debo estar dispuesto a ayudarla a conseguir lo que quiere, y eso eres tú.

Carter apoyó los codos sobre la mesa y sonrió recordando un par de dichos carcelarios muy sugestivos para este tipo de conversaciones.

—Ya no creo en los caballeros andantes —añadió.

—¡Oh! Estoy seguro de que sí crees, por lo que Hazel me comenta de vez en cuando. No dejes que la cárcel te insensibilice, Phil.

Carter no dijo nada.

—¿Acaso crees que me estoy haciendo el remolón en las averiguaciones sobre Gawill? —preguntó Sullivan, echándose hacia delante—. Estoy investigando también sobre su comportamiento en trabajos anteriores, desde Nueva Orleans… a Pittsburgh y hasta aquí. Gawill lo sabe. Aunque sea inocente —me refiero al asunto de Triumph—, su pasado es turbio y esto se está corriendo y Gawill está que trina. Drexel lo sabe, y puede que le despida, sólo por las sospechas que yo he levantado. Drexel debiera echarle, pero eso daría la impresión de que no tiene demasiado cuidado con el personal que toma mientras tu caso está en pie.

Sullivan le miró interrogante. Después, como Carter no decía nada, continuó en tono contrariado:

—Si voy demasiado lejos, si tengo demasiado éxito, estoy seguro de que a Gawill no le importaría quitarme de en medio.

—¿Cómo iba a poder hacerlo?

—Quiero decir matándome. Haciendo que me matasen, naturalmente.

—¿Lo dices de verdad?

—Estuvo en una empresa muy rufianesca en Nueva Orleans, y hubo un asesinato misterioso. Gawill se mantuvo al margen, naturalmente, lo mismo que toda la empresa. Pero un tipo llamado Beauchamp, que estaba en los juzgados estatales, y que estaba muy empeñado en que se cumpliesen las leyes, apareció estrangulado en un pantano. Entonces la empresa, en la que estaba Gawill, se precipitó a acabar los proyectos que estaban planificados. Esto quizá no sea más que un detalle desde tu punto de vista, pero lo que quiero señalar es que Gawill es esa clase de individuo. Hará eliminar al que…

Un celador le dio un golpecito a Carter en el hombro y Carter se levantó.

—Lo siento —dijo Carter.

Sullivan se puso en pie y el gesto de interés se le desvaneció del semblante. Estaba de nuevo erguido y tranquilo.

—Te volveré a ver pronto, Phil. No te desanimes —tras lo cual se volvió y se alejó rápidamente.