6

Durante el mes que siguió a la muerte de Cherniver, Carter tuvo otras dos entrevistas más con Magran, que estaba recorriendo el mismo camino que Tutting había recorrido pero de una manera más minuciosa. Magran había encontrado a otro testigo, un tal Joseph Dowdy, un empleado de correos que recordaba haber adjudicado un apartado a Wallace Palmer el pasado mes de julio en una ciudad llamada Pointed Hill, a unas sesenta millas de Fremont. Dowdy recordó a Palmer por una fotografía, aunque este había alquilado el apartado bajo otro nombre. Durante el juicio se había hablado mucho de un apartado 42 en Ogilvy y de otro, el número 195, en Sweetbriar. Palmer los tenía anotados en una tarjeta en su cartera pero, después de su muerte, no había llegado ninguna carta a ninguno de los dos apartados. Algunas de las empresas de suministros a las que Triumph pagaba (con los fondos del consejo del colegio) no existían. Palmer se había inventado las empresas por las buenas y recibía dinero, destinado a ellas, en los diferentes apartados que alquilaba bajo otros nombres. Carter preguntó a Magran directamente si creía que Gawill había recibido dinero de Palmer, y Magran había contestado en su estilo solemne y cauto, «existe la posibilidad. Ese dinero ha ido a parar a algún sitio».

David Sullivan, por otra parte, visitó a Carter una vez durante ese mes, siendo esta la tercera o cuarta visita que le hacía a la cárcel; parecía estar muy convencido de la complicidad de Gawill y más que convencido de que podría demostrarlo. Sullivan le contó que hablaba a menudo con Magran, y que trabajaban «juntos» sobre el material que estaban recogiendo para presentarlo al Tribunal Supremo. Pero Sullivan era un abogado de empresas, no un criminalista, y no estaba a sueldo de Carter. Carter tenía una vaga e inquietante sospecha de que Gawill tenía razón, que Sullivan estaba tratando de causarle buena impresión para contrarrestar el resentimiento que pudiese sentir porque andaba mucho con Hazel.

Pascua cayó dentro de ese mes. Carter vio a Magran el Domingo de Pascua. Justo antes de la entrevista se había puesto una buena dosis de morfina (Carter se pinchaba ahora él mismo, sosteniendo la jeringa entre los dedos y empujándola con la palma de la mano) y la morfina y el tono profesional de la conversación habían contribuido a contrarrestar el ligero desánimo que sentía porque Hazel no iba a verle ese día. Más tarde, mientras estaba tumbado en la cama de la enfermería, había podido hasta sonreír pensando en lo que Hazel estaría haciendo en ese momento: estaría tomando el sol al borde de la piscina de sus anfitriones mientras bebía una copa, riéndose y charlando con Sullivan y los Fennor quizá con una buena música de fondo procedente de un aparato de alta fidelidad. Después se sentarían a una larga mesa con un mantel bien almidonado y servilletas de grueso hilo. Toda la comida sería de primera calidad y Sullivan quizá piropease a Hazel y la echase miradas afectuosas, o incluso amorosas, a través de la mesa. Esto a Carter, en realidad, no le importaba y a Hazel le gustaba que la adulasen.

La noche del domingo de Pascua no pudo dormir, a pesar de la morfina. Se levantó tambaleándose una y otra vez en respuesta a algún gemido o a alguna llamada lastimera a Pete. Se sentía muy poca cosa esa noche. Se sentía como si no fuese nada y, de cierta manera, como si no fuese nadie, como si algo, o como si una parca misteriosa, le hubiese cortado con sus misteriosas tijeras todo lazo de unión incluso con Hazel. La podía evocar en su memoria tan claramente como siempre, pero no sentía nada cuando lo hacía. Era como si ya no estuviesen casados y no lo hubiesen estado nunca, como si ella no le amase ni le hubiese amado nunca, y le parecía increíble, como una fantasía, que tan sólo el día antes hubiese pensado «nada puede hacerme daño porque Hazel me pertenece y me ama».

De vuelta en la cama, Carter tuvo una visión de Sullivan y Hazel tumbados en la cama, quizá durmiendo después de haber hecho el amor. No, como estaban en casa de los Fennor, Sullivan, naturalmente, habría vuelto de puntillas a su cuarto. Carter se dio la vuelta en la cama. En realidad no se creía todo esto, ¿o sí se lo creía? Y si no se lo creía, ¿por qué pensaba en ello? O si realmente no lo temía, ¿por qué pensaba en ello? Pero es que, en realidad, sí que lo temía. ¿Acaso no lo había aceptado hacía tiempo? La respuesta era afirmativa.

Carter se volvió de nuevo en la cama y se esforzó por apartar los malos pensamientos. Tenía que llegar a adoptar una actitud sensata. Era preciso no perder las esperanzas y, al mismo tiempo, no tomar las cosas demasiado en serio. Pero, sus dedos… Bueno, también había quien se había seccionado las manos con una máquina en la cárcel. Por otra parte, el adoptar una actitud sensata resultaba difícil teniendo en cuenta que las cartas que Hazel había escrito, y las que le había hecho escribir a él también, a diferentes miembros del Congreso y a diversas organizaciones de derechos civiles no habían dado más resultado que unos breves acuses de recibo o unas respuestas de amable compasión.

Pensó en el nuevo testigo de Magran, Joseph Dowdy, y se preguntó qué tipo de persona sería. Entonces le vino a la memoria el testigo de la acusación y, repentinamente, se puso nervioso. Era Louise McVay, una cajera de Banco, que recordaba que Carter había entrado en el First National Bank de Fremont con un cheque de 1.200 dólares a favor de Triumph, extendido a nombre de Wallace Palmer y transferido por este a Carter. Palmer necesitaba con urgencia dinero contante ese día y le había pedido que le cobrase el cheque, puesto que Carter tenía que ir de todos modos al Banco para un asunto suyo. Y el fiscal y la dirección de la escuela, con sus fondos ilimitados para los buscadores de fortunas y su ilimitado rencor por haber sido explotados por unos contratistas y unos ingenieros estafadores, habían conseguido encontrar a la señorita McVay que recordaba lo que Carter había hecho ese día con el cheque de Wallace Palmer: que había cobrado el dinero y se lo había metido en el bolsillo. El cheque estaba totalmente en regla, pero parecía como si fuese un pago que le hacían a Carter. Y esto había impresionado mucho al juez y al jurado.

De repente se oyó mucho ruido junto al ascensor y voces que llamaban al doctor Cassini. Al incorporarse en la cama, Carter vio en el vestíbulo a dos celadores con un recluso semiinconsciente que sangraba.

El herido era un joven con pelo rubio rizado. Le habían hecho un corte en el cuello y tenía también una herida de arma blanca en la cabeza, de la que manaba abundante sangre. El doctor Cassini le dio unos puntos en la cabeza en la pequeña habitación que había al fondo de la enfermería y que se llamaba la «sala de operaciones». El médico dijo que la herida del cuello no le había afectado a ninguna arteria, pero cada pocos segundos el joven echaba sangre por la boca, una sangre que a Carter le parecía muy roja. La herida del cuello era una cortadura hecha con un objeto punzante. Era la segunda de este tipo que Carter veía. Las cuchillas se hacían con las cucharas del comedor y el doctor Cassini dijo que había muchas en los pabellones, a pesar de lo que se esforzaban los celadores para que todos los presidiarios devolviesen la cuchara con su bandeja. El doctor Cassini le cosió la herida del cuello también y Carter le ayudó a cerrar las grapas de sutura.

Después llevaron al chico a una cama y le pusieron una inyección, pero, apenas había vuelto Carter a su cama, cuando el herido se sentó y empezó a chillar, atacando a sus invisibles agresores.

—¡Doctor Cassini! —gritó Carter con todas sus fuerzas.

El doctor Cassini volvió malhumorado, atándose el cinturón de la bata.

—¡Ay, estos sarasas! ¿Dónde está la jeringa?

Carter y el celador redujeron al muchacho, el celador agarrándole por la cabeza y Carter sentándose en sus pies.

—¡Jesús, vaya paz y tranquilidad! —dijo alguien desde una de las camas.

—Si no te gusta vuélvete al trullo y que te pinchen en el cuello como a este tipo —le contestó el doctor Cassini a gritos.

El chico empezó a tranquilizarse, jadeaba más sosegadamente, Carter se puso de pie y el celador se despidió haciendo un ademán con la mano.

Carter volvió junto a la cama y se quedó de pie apretándose los ojos. La débil luz color amarillo rojizo que entraba por la puerta del vestíbulo era una luz perfecta para su estado de ánimo, pensó, era como un amanecer enfermizo y falso.

El doctor Cassini le dio un golpecito en la espalda, riéndose quedamente, y Carter se retiró hacia atrás. Las urgencias, el sufrimiento, la sangre parecían poner al doctor Cassini demencialmente más alegre.

—A este tipo le he visto muchas veces —dijo el doctor—. Se llama Mickey Castle. Es mayor de lo que parece. Los sarasas saben conservarse jóvenes. Le acuchillan cada pocos meses. Es del pabellón C. Un pabellón horrible.

Un hombre que estaba en una de las camas del fondo gruñó agresivamente, indignado por la cháchara del doctor Cassini.

Carter se dejó caer encima de la cama y el doctor volvió a su habitación del fondo del vestíbulo. Eran las tres y veinte. La noche parecía interminable.

Un grito enloquecido le hizo a Carter levantarse. Mickey se había vuelto a poner de pie y se apartaba de la cama a trompicones dando puñetazos al aire, medio dormido.

Carter se acercó a él.

—¡Estate tranquilo, Mickey! ¡Estás en la enfermería!

Carter se precipitó al vestíbulo para llamar al doctor Cassini y al celador —que debía de haber ido al retrete, pues no se hallaba allí— y Mickey se abalanzó sobre él. Carter se retiró hacia un lado al oírle y Mickey fue a chocar contra la jambra de la puerta, desplomándose contra el suelo. Para entonces toda la enfermería se había alborotado y el doctor Cassini cruzaba el vestíbulo corriendo.

El celador y el doctor Cassini volvieron a llevar a Mickey a la cama. Esta vez el chico había perdido el sentido a causa del golpe.

—Está sangrando por el cuello otra vez —dijo Carter.

—¡Bah!, no tiene importancia. Ya me ocuparé de eso por la mañana —respondió el médico.

Ya no faltaban más que cuarenta y cinco minutos para que fuese por la mañana, así que Carter no dijo nada más. Carter se volvió a tumbar en la cama y pensó, por unos momentos, que a Mickey se le podían haber abierto los puntos debajo de la venda del cuello, y pensó también que, si no se hubiese protegido los dedos, podría haber impedido que el chico chocase contra la puerta. Claro que si Mickey no se la hubiese pegado de esa forma, se la pegaría de otra y, ¿acaso tenía que convertirse todo el mundo en su guardián o en su protector?

Mickey apareció muerto a la mañana siguiente. Carter fue el primero en darse cuenta. Debajo de la sábana y de la manta, la cama estaba llena de sangre retenida por el hule que había encima del colchón. A Carter le enervó el espectáculo. El retirar la ropa de la cama era como desvelar un crimen, que en realidad era de lo que se trataba.

El doctor Cassini se descargó de toda culpa. Blasfemó contra los polizontes, contra las bestias, y se dirigió a la enfermería. Muchos de los enfermos se incorporaron apoyándose en los codos para oírle, impresionados por el hecho de que uno de los suyos hubiese sido asesinado.

—Así que otro hombre se va al otro barrio. Y ¿para qué sirven los malditos boquis, si no es para evitar cosas como estas? Pero ¿cómo pueden evitarse estas cosas si todos os comportáis como perros rabiosos?

Como los demás, Carter escuchó inmóvil de pie. Las bandejas del desayuno volvieron intactas en el montacargas. Carter y Pete no habían podido quitar las sábanas empapadas en sangre, pues el doctor Cassini estaba utilizando la cama y el cadáver para ilustrar su arenga. Algunas de las cosas que dijo parecían responder a sentimientos nobles y sinceros, y recordaban a Carter las primeras palabras que le había oído al doctor Cassini cuando le trajeron a la enfermería casi desmayado. Pero la justa indignación del doctor Cassini no duró mucho. Había como dos personas distintas, por lo menos, en el doctor Cassini y, con el tiempo, la morfina quizá le desarrollase más personalidades. Carter estaba seguro ya de que se pinchaba, pues había visto la provisión que guardaba en la habitación donde dormía.

Ese día Carter no pudo escribir a Hazel. Estaba demasiado impresionado, no sólo por lo de Mickey, sino por todo. ¿Estaba el doctor Cassini lo suficientemente preparado como para dar su opinión sobre las radiografías de sus manos? Carter lo ponía en duda. ¿Se podía uno fiar de él como para someterse a una operación? La perspectiva era terrible, era como una pesadilla. Carter se inyectó morfina por séptima vez antes de acostarse a las nueve. No había tenido carta de Hazel ese día. Lógicamente, el sábado, como se marchaba con Sullivan, habría estado demasiado ocupada para escribirle una carta, pero bien podía haberle puesto una tarjeta con unas líneas.

Durante la noche se le ocurrió una idea desafortunada. Le pareció que debía sugerir a Hazel que se marchase a una ciudad mayor mientras él estuviese en la cárcel. Probablemente protestaría diciendo que no quería irse a Nueva York, o a cualquier otro sitio, desde el que no pudiese visitarle con frecuencia, pero Carter pensó que tenía que insistir. Se dio cuenta, además, de que, si se iba a Nueva York, también se separaría de Sullivan. Carter suspiró: ese no era su principal objetivo, de verdad no lo era.

Al domingo siguiente, Carter se lo mencionó.

—Nueva York —dijo Hazel, con asombro, quedándose callada durante unos breves momentos. Sin embargo Carter se dio cuenta de que ya había pensado en ello—. No, Phil, no digas tonterías. ¿Qué iba a hacer yo en Nueva York?

—¿Y qué haces aquí? Sé muy bien lo aburrida que es esta ciudad. No me parece que hayamos conocido a gente muy interesante en el año que llevamos.

—Te conté en una carta, precisamente la semana pasada, que quizá me asocie a Elsie, en su idea de poner una tienda. No le hace falta que aportemos capital, ¿sabes?, lo que necesita es que trabaje de firme.

—Tiene más de cincuenta años y tú serías la que cargaría con el trabajo.

—En la ciudad hace falta una buena tienda de modas.

—¿Acaso hay alguien con suficiente buen gusto como para que tenga éxito? ¿O es que te estás empezando a interesar por esta horrible ciudad?

—Mientras viva en ella…

—Querida, no quiero que te quedes en ella. ¡Ni un mes más, ni una semana! Quiero que…

—¡Silencio! —vociferó un celador, acercándose a Carter—. ¿Es que cree que no hay nadie aquí más que usted?

Carter soltó un taco por lo bajo, miró a Hazel y vio que lo había oído.

—Perdona. Lo que iba a decir es que el hecho de que vivas a veinte millas no está sirviendo para que me saques de aquí más deprisa, querida —miró el reloj, faltaban seis minutos.

—No quiero volver a hablar de esto, Phil. Deseo verte tanto como tú deseas verme a mí. Es lo único que tenemos por ahora.

Carter tamborileó con la punta de los dedos en la mesa buscando desesperadamente algo que decir.

—Así que te divertiste en Pascua, me dijiste.

—No dije que me había divertido, dije que lo había pasado bien.

Por qué se había enfadado con él, pensó, ¿por el taco?, ¿por su propuesta de que se fuese a Nueva York? ¡Había tan poco tiempo para aclarar las cosas!

—Querida, no te enfades conmigo. ¡No puedo soportarlo!

—No estoy enfadada. Es que no te das cuenta —dijo y miró también el reloj, como si estuviese deseosa de que llegase la hora de irse.

Carter fue a ver la película que proyectaban esa noche. Iba ahora con más frecuencia al cine del penal aunque las películas que daban eran siempre, o por lo menos lo habían sido hasta ahora, de las que no habría perdido el tiempo en ver fuera de la cárcel. Se daba cuenta de que ahora le divertían, asimismo, los chistes mediocres y generalmente verdes con que Alex, el limpiador, con frecuencia le importunaba. Sin cierta transigencia, sin el cine, y quizá también sin los horribles cuentos que pasaban como chistes, se volvería loco. Los hombres que contaban el tiempo que les faltaba, se volvían locos de remate, como los animales que dan vueltas en la jaula de un jardín zoológico. Carter había oído hablar al doctor Cassini de estos casos, el de esos hombres que le traían a la enfermería sin que les pasase nada físicamente y que, sin embargo, estaban completamente chiflados y eran totalmente indómitos, de manera que resultaba necesario enviarles al siguiente eslabón de la cadena: el manicomio estatal, si es que había plaza en él. Carter comprendía ahora que los confinados que se adaptaban mejor eran los que gozaban de mejor salud y no tenían a nadie en el mundo, ni siquiera una hermana o una madre o un padre que se interesase por ellos, los que eran capaces de tomar a broma todo lo que se refería a la cárcel riéndose sonora y cínicamente. Estos hombres nunca se perdían una película o un partido de pelota. Incluso parecía que les caían más simpáticos a los celadores. Y si se les preguntaba contestaban que volverían a hacer lo que habían hecho, fuese lo que fuese lo que les había costado verse en chirona. «Como dicen los libros de sociología, estoy aquí para mejorar mi estilo. ¡Ja! ¡Ja!».

Lleva a cabo una buena acción, encuentra a Dios, aprende un oficio, reza para convertirte en un hombre mejor, date cuenta de que tu estancia en la cárcel puede ser una bendición porque puede proporcionarte el tiempo necesario para meditar sobre tus culpas, etc. etc., decía el periódico del penal. Era un periódico de cuatro páginas llamado The Outlook, escrito totalmente por los reclusos, a excepción del artículo del director, que tenía tantas faltas gramaticales como los demás. Muchas veces Carter tiraba el periodicucho, con sus deplorables historietas de dibujos, su comentario bíblico, sus chistes vulgares, la alineación de los jugadores de béisbol o de baloncesto que parecían equipos reclutados en los bajos fondos, lo tiraba a los pies de la cama o al suelo, y pronunciaba un silencioso «¡Oh, Dios mío!».