A la mañana siguiente, con una docena de píldoras en el bolsillo, sus cosas envueltas en una camisa, y un pase, Carter bajó al pabellón A. El doctor Cassini le había vendado los dedos para protegérselos. Eran alrededor de las nueve. Los presidiarios estaban en su trabajo. El celador le miró el pase, y luego le miró los dedos; después le llevó a su antigua celda, la número 9, y la abrió. El celador era nuevo para Carter. La celda estaba ahora ocupada por dos hombres, como Carter pudo deducir por las dos placas con los números que están colgadas encima de la puerta y por las dos toallas y las dos manoplas para lavarse que había en la barra de la pared del fondo. Hanky seguía aquí: recordaba la fotografía en color de una rubia encaramada en una mesa que Hanky tenía.
—Quizá haya que poner una cama —dijo el celador.
Carter sabía que en muchas celdas había tres hombres, aunque originalmente se habían construido para uno solo. Le horrorizaba estar de nuevo con Hanky, además de otro hombre, tropezando unos con otros si se movían.
—¿No habrá otra celda?
—Si dice el número nueve, es el número nueve —dijo el celador, enarbolando el pase de Carter—. Espera aquí —dijo, dirigiéndose hacia la jaula.
Carter sabía que sería una espera larga. Cruzó la galería y se desplomó en un banco de madera. Después de esperar cerca de cuarenta y cinco minutos, volvió el celador. Carter se puso de pie.
—Traerán una cama dentro de unos minutos, así que entra —dijo.
Carter volvió a la número 9. Sin tener ni siquiera una cama, no sabía dónde poner sus cosas. Dejó el hatillo de la camisa en el suelo en un rincón y se tumbó suavemente en la litera de abajo con las piernas colgando de lado.
Al fin apareció la cama, la traía un recluso que Carter no había visto nunca. Carter trató de ayudarle a instalar el catre pero fue inútil con los dedos vendados.
—Vale, no importa —el recluso armó el catre rápidamente, como si estuviese acostumbrado a hacerlo. Era un individuo joven, de pelo oscuro, que podía ser italiano—. ¿Te colgaron por los pulgares? —preguntó en voz baja.
—Sí.
El joven echó una mirada rápida a la puerta entreabierta de la celda.
—Vaya detalle el de esos mierdas de vendártelos. Bueno, espero que haya aquí algún gachó amable que te ayude con el catre.
—Gracias. Muchas gracias.
—Me llamo Joe. Estoy en el trullo C.
—Yo me llamo Carter.
El chico se marchó.
Carter se metió una píldora en la boca, se agachó frente al grifo del lavabo y cogió agua con las manos para beber.
Se tumbó en el catre y esperó que la píldora le hiciese efecto. Al cabo de diez minutos no le había remitido el dolor y sospechó que el doctor Cassini le había engañado, que le había dado otras píldoras o algún placebo. Carter le maldijo en silencio. Eran las 11,05 por su reloj de pulsera. Dentro de otros diez minutos los reclusos empezarían a llegar de los talleres para descansar quince minutos antes de la comida. El doctor Cassini le había dicho: «Si notas que necesitas que te inyecten, díselo a un celador para que te dé un pase para la enfermería», pero no se lo había dado por escrito. Tomó otra píldora, por si le servía de algo, y salió de la celda.
El celador que estaba de guardia ahora —no había nadie más en la galería— era Cherniver, que miró a Carter con ojos de asombro, quizá por ver salir a alguien de una celda que creía que estaba vacía, quizá porque Carter fuese para él como un aparecido que salía de una tumba.
—Quisiera un pase para la enfermería.
—¿Qué te pasa?
—Tengo dolores. El doctor Cassini me ha dicho que puedo ir a ponerme una inyección cuando la necesite.
El rostro enjuto de Cherniver se contrajo en una mueca de desagrado e incredulidad.
—¿De modo que estás de vuelta en el trullo?
—Sí, señor, pero me han dado permiso para ir a la enfermería cuando lo necesite.
Cherniver dejó al descubierto sus dientes con un gesto de impaciencia y echó a andar hacia la jaula. Cruzó lentamente la jaula, pasó delante del segundo celador y desapareció detrás de la doble reja que a esa distancia aparecía borrosa.
Carter esperó. Estaba de pie hacia la mitad del pabellón. Hubiese podido ir hasta el final del pabellón y pedir el ascensor, pero no estaba seguro de que el ascensorista le hubiese dejado ir a la enfermería sin pase, aun cuando fuese evidente que se encontraba mal. Carter esperó, y como los confinados empezaban a llegar de los talleres, el tropel que iba llenando la galería no le permitía ver si Cherniver había vuelto, o si Hanky y el otro habían entrado en el número 9. Carter empezó a temer por sus cosas, que había dejado allí. Hanky no se preocuparía de averiguar a quién pertenecían y, al ver el camastro, molesto porque hubiese llegado alguien, era capaz de tirar el hatillo a la galería, donde cualquiera podía birlarle sus libros, sus cartas y la fotografía de Hazel. El dolor y el desfallecimiento le hicieron perder a Carter todas las esperanzas de conseguir el pase. Cherniver estaría probablemente bebiendo café junto a la máquina automática de la sala de espera.
—Hola, Carter —dijo alguien con voz alegre, pero para cuando Carter miró en esa dirección, no vio más que la parte posterior de una serie de cabezas que se movían. Carter miró en torno suyo en busca de otro celador, mientras se agarraba a los barrotes de la puerta de una celda que estaba abierta. Tuvo entonces la rápida visión de la cara sorprendida de un negro, que estaba en la celda, que le decía algo que no pudo oír, y se desmayó.
Volvió en sí en el catre. Hanky le estaba mirando con sus gruesos puños apoyados en su rolliza cintura. Un negro flaco, con los ojos muy abiertos, lo que hacía resaltar más la parte blanca, estaba plantado a los pies del camastro, mirándole también fijamente. Carter tenía la frente y el pelo mojados, o bien a causa del sudor o porque le habían echado agua.
—¿Pero estás de vuelta? —le preguntó Hanky.
Carter oía las palabras de Hanky, pero no podía captar su sentido. Consiguió ponerse de pie.
—¡Tengo que ir a la enfermería! —exclamó, dando unos pasos hacia la puerta. El negro retrocedió, y lo mismo hizo otro recluso que se encontraba algo más allá observando lo que sucedía. Carter llegó hasta la galería tambaleándose y se volvió en dirección al ascensor. La masa de reclusos avanzaba en tropel hacia él, pues se dirigían al comedor, cuyo acceso estaba a la izquierda de la jaula. Algunos hombres tropezaban con él, o él tropezaba con ellos. Al chocar contra los recios hombros de los reclusos se tambaleaba y hacía la carambola, a su vez, con otras personas.
—Vaya, ¿es que estás trompa?
—¿Dónde has cogido esa cogorza?
Se oían risas.
—¡Que vas hacia el lado contrario!
No le faltaban más que unas yardas para llegar al ascensor, pensó. Exigiría que el doctor Cassini bajase si él no podía subir.
—¡Hola, Carter!
—¡Pero si es Carter!
—¡Eh! ¿Qué pasa? —preguntó una voz más sonora: era la de un celador.
En ese momento le dieron un bastonazo en la cabeza, y la cabeza le resonó como una campana. Al derrumbarse recibió otro golpe en el estómago. La vista se le nubló y oyó un inmenso clamor, era como si estuviese en medio de un inmenso océano. Sonó una sirena. Le pisoteaban los dedos. Le pisoteaban por todas partes, pero, en realidad, no le dolían más que los dedos pulgares. Entonces le arrastraron hacia atrás por los brazos hasta que le dejaron apoyado en una reja, pero se desplomó en el suelo.
Sonaron tres silbidos y se hizo un repentino silencio en el que no se oían más que los gritos de los celadores. Mirando de lado y con los ojos entornados, Carter vio a los reclusos, vestidos de color encarnado, aflojar el paso y dispersarse sin que se oyese más que el rechinar de las suelas de los zapatos sobre el pavimento de piedra. Un celador yacía en el suelo a tan sólo unos veinte pies de Carter. Sangraba por la cabeza, cerca de la cual estaba tirada su gorra. Dos celadores, empuñando sendas pistolas, se acercaron al que estaba en el suelo sin dejar de vigilar a los reclusos que seguían retrocediendo. Uno de los celadores se puso de puntillas y exclamó:
—¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha tocado a este hombre?
Los centenares de presidiarios se quedaron parados en seco, cada uno donde estaba; el silencio era tan grande que no se les oía ni respirar.
—¡A las celdas todos! ¡Todos! ¿Habéis oído?
Al fondo surgió un gruñido de protesta, inidentificable, ilocalizable, seguido de una carcajada aguda y sonora, casi femenina. La masa encarnada fue volviendo lentamente a la vida y, a medida que los hombres se dirigían a sus celdas, el ruido de los pies sobre el suelo iba en aumento. Lino de los celadores miró, desencajado el semblante, a Carter, y entonces tropezó con un compañero que estaba de rodillas junto al que estaba en el suelo. Carter vio en ese momento que el caído era Cherniver.
Rechinó la puerta de la jaula y entraron otros cuatro celadores, adelantando con paso rápido a algunos reclusos que volvían rezagados a sus celdas. Los cuatro empuñaban pistolas. Sus zapatos resonaban sobre las piedras.
—¿Es Cherny? —preguntó uno.
—Está muerto.
—¿Quién lo mató?
—¡Huy, todos! ¡Todos ellos! El pabellón estaba lleno.
—Naturaca, y el muerto debías haber sido tú —gritó una voz desde una celda del fondo. El alarido fue coreado con risas y aplausos—. ¡Tirarle donde echáis vuestra mierda!
Los cuatro celadores recién llegados corrían de arriba abajo por el pabellón blandiendo las pistolas y vociferando contra los hombres de las celdas.
—¡Callaos! ¡Callaos, hijos de mala madre, u os acribillaremos a balazos a través de los barrotes!
Un celador con una voz más profunda gritó:
—¡Cerrad las puertas! ¡Todas las puertas cerradas! ¡Cerrad esas puertas!
¡Clang! ¡Clang! ¡Clang! ¡Clang!, se oía arriba y abajo.
Ya estaban todas cerradas, pero al cerrarlas no se bloqueaban. Para bloquearlas era preciso manipular una palanca que estaba en la entrada del pabellón, al lado de la jaula.
Los vigilantes andaban a zancadas de arriba abajo mirando desafiantes las celdas. Se oyó entonces un zumbido, como el que hace un enjambre de abejas, o el viento. Al mirar a la hilera de celdas que tenía en frente, Carter vio que todos los individuos que están detrás de las puertas enrejadas tenían la boca cerrada y la cara serena, sin embargo, el zumbido, que era bastante sonoro y continuado, irradiaba de todo el pabellón.
—¡Basta de zumbido! —voceó uno de los celadores—. A callar o bajáis todos a la Cueva uno por uno.
El zumbido no hizo más que subir de tono y se cerraron un par de palancas con un crujido y dando una sacudida.
—¡Parad el zumbido! —pero la orden no produjo el menor efecto.
Dos celadores se llevaron el cuerpo inerte de Cherniver en dirección a la jaula. Un celador tropezó y estuvo a punto de caerse. Hubo alguien que se rió alocadamente de él.
Rechinaron algunas puertas. Otras puertas sonaron después. Repentinamente se convirtió en un estrépito, en un fuerte ruido metálico, como el que hace una máquina averiada. Más celadores irrumpieron en el pabellón corriendo de un lado para otro, gritando a todo gritar, aunque apenas se les oía. Se disparó un tiro. Carter no sabía qué celador había disparado, pero, de repente, todos empezaron a disparar hacia el techo, hacia todas partes. Las pistolas humeaban. Se hizo un gran silencio, un silencio tal que, ahora, Carter percibía el jadeo de los celadores. Iban con la boca abierta, los ojos alerta, mirando a todas partes para ver si algún recluso osaba dar un paso. Arriba chirriaron más palancas.
Dos celadores, Moonan y otro, avanzaron lentamente por los extremos opuestos del pabellón empuñando todavía las pistolas y, al ver que reinaba la calma en todas partes, echaron a correr hacia la jaula, al final del pabellón. Hubo otro estruendo de voces, era un griterío colectivo de protesta. Los confinados de detrás de los barrotes sabían que se iban a quedar sin comer.
—¿Quién es este tío? —preguntó uno de los celadores al acercarse a Carter—. ¿Quién eres?
—Carter. Tres siete siete seis cinco.
—¿Qué te pasa?
Los inquietos pies del celador parecían estar a punto de propinarle una patada, así que Carter hizo un esfuerzo por incorporarse. Se agarró a la puerta de la celda que tenía más próxima, y sintió en el antebrazo la mano de un recluso que, sacándola entre las rejas, trataba de ayudarle a levantarse. Era una mano negra.
—Tengo que ir a la enfermería.
—¿Dónde está tu pase? —preguntó el celador.
Carter se limpió un hilillo que le corría por la mejilla y se sorprendió al ver que era sangre.
—Iba precisamente a pedir un pase y me derribaron.
—¿De dónde eres? —preguntó el celador.
—Del pabellón A, número 9 —contestó Carter automáticamente—. El médico me dijo que podía ir a ponerme una inyección siempre que la necesitase —levantó ligeramente una mano.
—Ven —dijo el celador, y echó a andar hacia la jaula.
Carter consiguió llegar apoyándose y agarrándose de vez en cuando a los barrotes de las celdas que pasaba para darse impulso. Oyó palabras de aliento que le susurraban desde varias celdas y juramentos contra los cancerberos. El celador entró en la jaula, y Carter se aferró a los barrotes de la primera celda y esperó. El celador volvió con un pase e hizo una seña para que se acercase. Carter fue hacia él y se cayó al suelo. El celador voceó:
—¡Eddie! ¡Frank! Echadme una mano aquí.
Le cogieron por los brazos y le llevaron a empellones hacia el otro extremo del pabellón, que ahora parecía tener diez millas de largo. Para cuando llegaron al ascensor, los celadores le llevaban casi en volandas. Mientras subían los celadores mascullaban con irritación que a Cherny le habían matado a causa de esto, de los dedos de este tipo.
—Vaya vida, y mira cómo nos pagan… Hijos de puta… ¡Y si accidentalmente matamos a uno de ellos, entonces…! —la puerta del ascensor se abrió.
Pete apareció con cara de asombro, con su único ojo muy abierto.
—Le han vapuleado un poco —dijo uno de los celadores a Pete.
Con la ayuda de Pete, Carter llegó a su antigua cama, protegiéndose los dedos pulgares todo el tiempo hasta que estuvo tumbado de espaldas y pudo dejar caer las manos. Pete preparaba la jeringa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pete—. ¡Jesús!, tienes un chichón encima de un ojo del tamaño de una pelota de béisbol. Espera un momento —dicho esto se marchó.
La morfina no había empezado a hacer su efecto. La imaginó recorriendo enérgicamente sus venas, buscando a derecha e izquierda el dolor y, al encontrarlo, atacándolo tan rápida como el zarpazo de un tigre. Pete le estaba friccionando la frente con alcohol.
—¿Qué ha ocurrido? Me han dicho que ha habido casi un motín. Lo oíamos desde aquí arriba. ¿Hirieron a uno de los celadores? Al médico le llamaron para que bajase. ¿Te volvieron a zurrar? ¿Te pegaron los boquis? —en su voz no había compasión, no había más que curiosidad.
—A Cherny le mataron —dijo Carter.
—¡Qué inutilidad! —dijo Pete—. Vaya, vaya, vaya. ¿Quién le mató? ¿Lo viste?
—Todos —contestó Carter soñoliento—. Pete, tengo que recoger mis cosas del número nueve.
—Vale, bajaré yo ahora —Pete se fue.
Entonces Carter se quedó sólo, con sus sueños. Vio a Hazel con su traje de baño azul y un gorro blanco, como estaba un verano en… ¿dónde?, ¿qué verano? Vio una playa larga y soleada, y estaban a punto de echar a correr con Timmie por la arena, al borde del agua. El cielo azul se extendía hasta el infinito sobre ellos. Después fueron a un restaurante de la orilla y tomaron lubina y patatas fritas a la francesa, que estaban especialmente buenas. Después volvieron en coche a la casita que habían alquilado. Hazel se quitó la cinta del pelo y dejó que su cabellera flotase al viento. Carter se acordaba: era en New Hampshire hacía dos veranos.
Más tarde, sin haberse despertado todavía del todo, Carter empezó a agitarse y a dar vueltas a medida que el dolor se iba manifestando de nuevo. Vio a Pete inclinado sobre él, su cara y su cabeza le parecieron muy grandes y, a pesar de que Carter evitaba siempre el mirar la órbita rojiza y vacía de Pete, esta vez la miró fijamente como si atrajese magnéticamente sus propios ojos. Pete sonrió con placer y con una extraña satisfacción ante la imposibilidad de Carter de apartar la vista de su órbita vacía.
Entonces Carter se despertó y miró a Pete directamente a la cara, a su ojo vacío, que ahora era más pequeño, pero real, y gritó.
Carter gritó por segunda vez y se retorció para soltarse de las manos de Pete que trataba de sujetarle. Entonces vino apresuradamente el doctor Cassini y Carter dejó de gritar, aunque se quedó con la boca abierta. Se volvió de lado, apoyado en un codo y con uno de sus abultados dedos vendados casi en la cara.
Le pusieron otra inyección.
—Esto no es todo morfina —dijo el doctor Cassini alegremente—. Contiene, sobre todo, un sedante. Chico, qué mañana, ¿verdad, Phil? ¡Ah!, al señor Cher-ni-ver se lo han cargado —era como si escupiese las palabras con satisfacción.
Durante los días siguientes, la muerte de Cherniver, el zumbido y el chirriar de las puertas fueron ampliamente comentados por Pete, el doctor Cassini y Alex, el que limpiaba el pabellón A.
Estaban de acuerdo en que el alboroto no se parecía en nada a un motín. Los motines no se producían por causas reales y, si las tenían, estas eran muy poco importantes, como, por ejemplo, una comida especialmente mala en el comedor. El asesinato de Cherniver era un incidente sin importancia y, a medida que los hombres hablaban de ello, a Carter le parecía que iba perdiendo más y más importancia.
La asistencia al servicio religioso que se celebraba a las diez de la mañana los domingos era obligatoria para todos los reclusos que estaban en condiciones de andar, así que Carter acudió a él y fue saludado, silenciosamente, por más hombres de los que jamás le habían saludado hasta entonces en el presidio. No obstante, a pesar de todo, no era más que treinta o cuarenta de los cientos que estaban presentes. El capellán, después de las preces de rutina y del canto de los himnos, habló del vigilante Thomas J. Cherniver, que perdió la vida el lunes cumpliendo con su deber en acto de servicio, y pidió a los presentes que se arrepintiesen de sus pecados, que perdonasen a los que momentáneamente habían errado y se habían ofuscado contribuyendo con ello a este suceso, y que orasen por el eterno descanso del alma de Thomas J. Cherniver. Carter inclinó la cabeza como los demás. Estaba sentado hacia el final y oyó algunos comentarios, murmurados entre dientes, y algunas risitas no disimuladas.