4

Pete le puso la inyección a Carter y este se sentó después en una de las sillas de mimbre que había al fondo de la enfermería. Estaba tan nervioso que no podía evitar que los talones le tembleteasen contra el suelo de linóleo gris. La visita de Hazel le había hecho darse cuenta de algo terrible, que deliberadamente había aguantado los últimos tres meses en una especie de nube, en una especie de escafandra de metal que, después de todo, no era lo bastante resistente. Entre los reclusos y con el doctor Cassini lo podía aguantar, pero con Hazel había vuelto a ser él mismo durante unos minutos. El dolor de los dedos había sido el coup de grace a su estado de ánimo. Había gimoteado con ella, había dado muestras de amargura y de ingratitud. Se había comportado, en todo, como no debe hacerlo un hombre con su mujer.

Se recostó en la silla y dejó que la morfina produjese su efecto milagroso. La morfina estaba atacando el dolor y, como de costumbre, estaba ganando la batalla —la ganaría durante cerca de dos horas. Entonces el dolor recobraría sus fuerzas y contraatacaría a la morfina, y entonces sería el dolor al que le tocaría vencer—. Era otra modalidad de juego, un juego pueril e irreal, como lo era el de ser presidiario. Carter lo veía como una serie de sobresaltos y como una serie de esfuerzos de adaptación. Su primer sobresalto lo había experimentado al tenerse que quedar desnudo con otros doce individuos a quienes se encarcelaba el mismo día que a él. Uno tenía unas llagas rojas en la espalda, otro una herida en la cabeza y estaba todavía borracho y con ganas de armar camorra, otro era un chiquillo de diecinueve o veinte años, con cara de susto y una boquita simétrica como de niña, cuyo semblante había intrigado a Carter durante un momento, al pensar que ese tipo de cara inocente podría enmascarar al peor delincuente de todo el grupo. Después vinieron las primeras comidas, la monotonía de la hora de queda y la interrupción del sueño hasta que era hora de levantarse antes del amanecer, las primeras noches frías de diciembre, y la noche aquella en que se había quitado el pijama y la ropa de cama, las había empapado en el lavabo y, mientras Hanky tenía una cerilla encendida para que pudiese ver, había embutido todo ello en las grietas que había entre las piedras del muro del fondo de la celda. Hanky había pensado que era muy buena idea por su parte lo de mojar la ropa para que se endureciese al helarse, pero había más grietas que ropa. Recordaba también las Navidades que había pasado en la cama con bronquitis, y la primera insinuación de un homosexual en el taller de zapatos. A todo esto se había acostumbrado Carter, más o menos, o había aprendido a tolerarlo sin enfurecerse. Pensó que incluso había tolerado con cierta fortaleza el que le colgasen, pero ¿y si le fallaba esa fortaleza? ¿Y si le fallaba de pronto a causa del dolor machacón de los dedos? ¿Se pondría a correr dando gritos, atravesaría corriendo las galerías chillando y atacando a los celadores, dando de puñetazos en la cara a quien se le pusiese delante hasta que le derribasen a balazos o se estrellase de cabeza contra un muro de piedra?

Apareció Clark y le dijo que abajo tenía una visita. Carter se hizo un café instantáneo con agua del grifo, le puso tres cucharadas de azúcar para que le diesen energía y se lo tomó de un trago. Luego cogió un pase que Clark le entregó y bajó en el ascensor.

Volvió a hacer el largo recorrido hasta el locutorio. Si era Magran, pensó Carter, no tenía ni idea de cómo era, pero Magran le reconocería por los dedos vendados. Carter se encogió de hombros. Tenía que procurar hacerle la mejor impresión posible, no en cuanto a su inocencia, sino en cuanto a estar seguro de sí mismo: Magran informaría a Hazel de la entrevista.

En el locutorio un hombre se puso de pie y le hizo una seña sonriéndole.

—Soy Lawrence Magran. ¿Cómo está usted?

—Muy bien, gracias. —Carter se sentó al ver que Magran se sentaba.

Magran era un hombre bajito, regordete, de pelo negro ralo, llevaba gafas sin montura y era cargado de hombros, y daba la impresión de que se pasaba el tiempo sentado ante una mesa. Le preguntó a Carter qué tal se encontraba, si le dolían mucho las manos, si su mujer había venido a verle más temprano. Magran hablaba sorprendentemente bajo y con voz apacible. Carter se veía obligado a inclinarse hacia adelante para oírle.

—Creo que su mujer le ha hablado del recurso ante el Tribunal Supremo; es una tramitación lenta pero ya es la única esperanza que nos queda.

—Sí, ya me lo ha dicho. Me alegro que usted utilice la palabra esperanza. Me viene bien tener un poco —dijo Carter.

—Me lo imagino. Sin embargo, no quiero darle demasiada. Hay casos en que se ha recurrido ante el Tribunal Supremo con éxito, y eso es lo que vamos a intentar si está usted de acuerdo.

—Claro que estoy de acuerdo.

—Pero hágase a la idea de que podemos tardar más de siete meses en obtener respuesta y que esta puede ser negativa.

Carter asintió con la cabeza. Seis o siete meses, lo mismo que había dicho Tutting, así que, ¿qué diferencia había?

Magran le hizo unas preguntas que traía apuntadas. Carter respondió:

—Como declaré en el juicio, yo firmaba las facturas y los recibos cuando Palmer estaba ausente de la obra. Se ausentaba con mucha frecuencia del barracón, es decir, de donde acudían los camioneros.

—Su mujer me dijo que a usted le parecía que Palmer se ausentaba con frecuencia deliberadamente para que usted tuviese que firmarlos. ¿Es eso verdad?

—Sí, sí, que es verdad. Así es como lo recuerdo.

Después de tomar unas notas, Magran se puso de pie y le dijo que le escribiría dentro de unos días. Y, tras despedirse alegremente con la mano, desapareció.

Carter se sintió animado. Magran no le había mencionado las costas, no le había dado ninguna esperanza falsa, en realidad ni siquiera le había hecho concebir ninguna esperanza.

—Consiga el informe del médico sobre sus dedos pulgares —le había indicado y no había hablado más del asunto. Cuando Carter pasaba por delante del celador que había en el locutorio este le tocó el brazo y le dijo:

—Tiene otra visita.

—Gracias. —Carter miró hacia la jaula. Supuso que sería Sullivan. Dio la vuelta y bajó las escaleras hacia el locutorio.

Era Gregory Gawill. Carter le distinguió al momento. Era pesadote, de pelo oscuro, de unos cinco pies con nueve de estatura y llevaba una cazadora con botones blancos que le estaba grande. Gawill señaló con un dedo una silla vacía y se sentó en ella. Carter arrimó otra enfrente. Gawill era uno de los vicepresidentes de Triumph Inc., y era la segunda vez que le iba a ver a la cárcel. La primera había estado animado y alegre y le había dicho, como todo el mundo, que no era más que cuestión de «dar con las personas indicadas» y que estaría fuera en seguida. Hoy estaba serio y compasivo. Se había enterado de que habían denegado la revisión de la causa y de lo de los dedos de Carter.

—Dio la casualidad de que llamé a tu mujer por teléfono el mismo día en que se había enterado de la denegación. Se notaba que estaba muy deprimida y yo hubiese ido a verla, pero me dijo que había quedado en salir con David Sullivan esa noche.

—¿Ah, sí? —Carter se puso en guardia. Gawill parecía haber ensayado de antemano lo que estaba diciendo.

—Sullivan tiene mucha influencia sobre Hazel. Ha conseguido que crea que, después de Dios, él es lo más importante.

Carter se rió un poco.

—Hazel no tiene un pelo de tonta. Dudo mucho que crea que hay alguien tan importante.

—No estés tan seguro. Sullivan es muy cauto. La tiene muy dominada ahora. ¿No te has dado cuenta de eso?

Carter se sintió turbado y furioso al mismo tiempo. Sacó los cigarrillos con la mano izquierda.

—No, no me he dado cuenta.

—Por de pronto, Sullivan está indagando sobre mí. Seguro que te lo han soltado.

Carter sintió cierto remordimiento, pero se encogió de hombros. Él había sugerido a Sullivan que Gawill podía ser tan culpable como Palmer.

—Sullivan se ocupa de sus propios asuntos. Es abogado y yo no lo soy. Pero no es mi abogado.

Gawill sonrió sin ganas.

—No has captado lo que quiero decir. Sullivan está tratando de conquistar a Hazel y lo está haciendo sumamente bien, convenciéndola de que averiguará algo contra mí. En relación con el asunto de Wally Palmer, naturalmente. Y a mí me basta con desearle mucha suerte al señor Sullivan.

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo cuentan. Mis amigos me son fieles. ¿Por qué no lo iban a ser? Yo no soy un estafador. Podría propinarle a Sullivan un puñetazo en los morros. Ya está bien con que quiera ligar con tu mujer. ¿No es una cerdada que un hombre le ponga los puntos a la mujer de otro cuando este está enchironado y no puede hacer nada?

No te creas ni la mitad, se dijo Carter a sí mismo, ni la décima parte.

—¿Qué quieres decir con ponerle los puntos?

Gawill entornó sus ojos oscuros.

—Lo sabes de sobra. ¿Acaso voy a tener que darte detalles? Tu mujer es muy, muy atractiva.

Carter se acordó de la noche en que Gawill intentó propasarse con Hazel en una fiesta en casa de Sullivan. Gawill tenía unas copas de más y se abalanzó sobre ella volcándole el plato a alguien (pues era una cena fría) y la agarró con tanta fuerza por la cintura que le desabrochó un automático del vestido blanco. Carter sintió de nuevo el impulso, que había sentido entonces, de arrebatársela a Gawill y de darle a este un puñetazo. Hazel también se había puesto indignada, pero había mirado a Carter como para decirle que no hiciese nada y él no lo había hecho. Mientras tanto, Carter, doblaba y desdoblaba la tapa de un estuche de cerillas.

—Bueno, y ¿por qué no me das detalles?, si es que los tienes —dijo Carter.

—Sullivan está allí todo el tiempo. ¿Es que necesito ser más explícito? Los vecinos lo comentan. ¿Es que nadie te ha aludido a ello por carta o algo así?

Los Edgerton no lo habían hecho y tenía dos cartas de ellos. Los Edgerton vivían en la casa de al lado, a la vista de la suya.

—Francamente, no.

—Vaya… —Gawill se contuvo, como si el tema fuese demasiado desagradable para continuar con él…

Carter apretó con más fuerza la tapa de las cerillas.

—Evidentemente, al decir estas cosas estás poniendo en evidencia a mi mujer también.

—Oh, noo… —Gawill prolongó la palabra con su acento de Nueva Orleans—. Estoy criticando a Sullivan. Le considero un canalla escurridizo y no me importa decirlo. Tiene buen aspecto, y nada más. Está bien educado, se viste bien. Es perspicaz —dijo gesticulando— y sé que ha puesto los puntos a tu mujer. Lo sé de verdad.

—Gracias por comunicármelo. Pero da la casualidad de que confío en ella —Carter trató de sonreír un poco, pero no pudo.

—Vaya, vaya —dijo Gawill de tal forma que a Carter le dieron ganas de abofetearle a través del cristal—. Bueno, pasando a un tema más agradable, Drexel te va a pagar cien dólares a la semana de tu sueldo mientras estás en chirona, con carácter retroactivo y durante el período de tiempo que hubiese durado tu contrato. Tuve una larga conversación con él el viernes por la noche sobre ti.

Carter se quedó sorprendido. Alphonse Drexel era el presidente de Triumph y se había mantenido en una fría neutralidad durante el juicio de Carter. Cuando le presionaron había hecho una declaración favorable de la manera más escueta posible: Que yo sepa, ha cumplido bien su tarea en lo que le correspondía hacer. Si me preguntan si creo que cogió el dinero, o parte de él, la verdad es que no lo sé.

Carter añadió:

—Muy amable por parte del señor Drexel. ¿Qué ha ocurrido?

—Bueno, pues yo hablé mucho con él —dijo Gawill sonriendo—. He convencido prácticamente a Drexel de que el estafador en este asunto era Wally Palmer, así que le hice comprender que no había sido bastante explícito en el juicio para ayudar a un hombre inocente a salir del lío en que tú estabas, de modo que, naturalmente, se siente culpable de ello. El pagarte un sueldo le hace sentirse mejor. En todo caso, yo se lo sugerí, pues pensé que te vendría bien.

Carter ponía en duda que hubiese sido tan sencillo y tan directo. Evidentemente, Gawill quería que todo el mérito recayese sobre él. ¿Por qué? ¿Sería porque era tan culpable como Palmer? Carter, en realidad, no lo sabía. Que Carter supiese, Palmer y Gawill no habían sido muy amigos, pero eso no probaba nada. A no ser unos papeles, unos cheques o unos billetes de Banco que Palmer y Gawill podían haberse pasado, no había nada que pudiese utilizarse como prueba.

—Muchas gracias —dijo Carter—. A Hazel también le parecerá bien.

—No era la primera vez que le hablaba de ello —murmuró Gawill, mirando los dedos vendados de Carter y sacudiendo la cabeza—. Tu mujer me dijo que todavía te duelen los dedos.

—Sí —dijo Carter.

—Eso es un coñazo. ¿Te dan calmantes?

—Morfina.

—¡Uf! Es fácil aficionarse a ella.

—Ya lo sé. El médico me va a dar otra cosa. Algo así como «Demerol».

Gawill asintió con la cabeza.

—Bueno, supongo que es que siempre tiene que haber un chivo expiatorio y no cabe duda de que esta vez te ha tocado a ti la china.

Carter miró con asco el sucio cenicero metálico que tenía delante. ¿Qué significaba todo eso? ¿Es que Drexel pensaba ahora que era totalmente inocente? ¿O sólo a medias? ¿Por qué no le escribía Drexel sobre ello? ¿O es que temía dejar constancia de algo por escrito? Carter se dio cuenta repentinamente de a quién le recordaba Drexel: a Jefferson Davis. Un anciano mustio de pelo gris, con un genio imprevisible.

—Es una buena cosa que Hazel se vaya unos días. Tiene que haberlo pasado muy mal estos últimos meses.

—¿Que se va?

—Sí, a Virginia con Sullivan, para Pascua. ¿No te lo ha dicho? ¿Pero es que no la has visto hoy?

En su interior hizo explosión una emoción dolorosa: una mezcla de celos, de furia, una sensación infantil de que le habían dejado fuera de juego.

—Sí, la he visto. Pero teníamos tantas cosas de que hablar que no me lo dijo.

Gawill le observó atentamente.

—Ah, ya… Sullivan tiene unos amigos allí con una gran casa. Una finca con caballos, piscina y de todo. Los Fennor.

Carter no había oído hablar nunca de los Fennor. ¿Acaso no se lo habría mencionado Hazel, pensó Carter, porque creía que un plan tan agradable podía hacerle sentirse peor encerrado en la cárcel?

—Sullivan es muy atento con ella —continuó Gawill—. No creo que consiga nada, pero me parece que está enamorado de ella de verdad; claro que ella es como para enamorarse —Gawill sonrió con satisfacción—. Me acuerdo de la noche en que yo tenía unas copas y me tiré a ella. Espero que no te cabreases por eso, Phil. Ya sabes que no ha vuelto a pasar.

—Ya, ya lo sé.

—Estoy seguro de que Sullivan se arrimará con más cuidado —dijo Gawill riéndose entre dientes.

Carter trató de aparentar que no le importaba pero se revolvió en la silla, se retorció por dentro. Sullivan era muy suave, muy educado, sus avances eran civilizados. Tenía muchas cosas en su haber que a Hazel le gustaban. Si no había nadie cerca, ¿no podía Hazel tener un asunto discreto con él? Hazel sabía ser muy discreta. A él no se lo contaría nunca porque sabía que le mataría. Y estaban empezando pronto, pensó Carter, cuando él no llevaba más que tres meses en la cárcel. Claro que así era como tenían que empezar estas cosas, o pronto o nunca.

Era la hora. Carter se puso de pie de un salto al ver al celador que se acercaba. Gawill también se puso de pie, hizo un chiste muy malo: que le traería una lima la próxima vez que viniese a verle, saludó con la mano y se fue. Carter salió del locutorio andando muy rígidamente.

Cuando llegó a la enfermería estaban sirviendo la cena. Pete recogía las bandejas a medida que subían en el montaplatos que estaba al lado del ascensor. La comida venía de muy lejos y estaba siempre fría.

Carter comía sentado de lado en la cama porque no había una mesa al fondo de la sala que fuese lo suficientemente grande como para colocar la bandeja, además de un libro. Puso el libro abierto sobre la cama y se apoyó en el brazo izquierdo. Era una novela histórica mediocre y muy larga que, al principio, no le había gustado pero que, luego, encontró que le servía para pasar el tiempo, porque el ambiente que describía era muy diferente del suyo. Ahora, sin embargo, aunque miraba el libro entre cada bocado no veía las palabras. La comida de la bandeja consistía en una hamburguesa que emanaba un hedor putrefacto, unas judías y puré de patatas que nadaban juntos en una salsa de color gris claro que, al enfriarse, se había convertido en una grasa dura y seca. No había plato. La comida venía en unos compartimientos que tenía la bandeja. Lo único realmente comestible era el pan, del que había siempre dos rebanadas, y una pequeña porción de mantequilla. Comía con cuchara. A los presidiarios no se les permitía el uso de cuchillos y tenedores. Se bebió de un trago el café, que les servían en una taza de plástico y que era muy flojo, y llevó la bandeja al vestíbulo donde la colocó en el suelo al lado del montacargas. Más tarde, Pete tiraría las bandejas, las tazas y las cucharas por un vertedero.

Carter volvió a la cama, cogió de la mesilla de noche la pluma y la carta que había empezado el día anterior para Hazel y añadió debajo lo siguiente:

Domingo, 4,25 de la tarde.

Mi queridísima Hazel:

Como habías previsto, Magran me hizo muy buena impresión. Siento haber estado tan desanimado hoy. ¿Me perdonas? Estabas en lo cierto, me dolían los dedos (no me había pinchado antes de verte) y es como una especie de dolor de muelas que sigue y sigue hasta que ataca los nervios. Ahora ya estoy mejor.

G. Gawill vino trayendo buenas noticias: Drexel ha decidido pagarme cien dólares a la semana con efectos retroactivos hasta la terminación del contrato. Gawill también me dijo que te ibas para Pascua con David Sullivan. No cabe duda que es una buena idea.

Cuídate, querida mía. Te quiero y te echo de menos. Ya no me queda sitio. P.

Había tan poco sitio que su inicial era muy pequeñita. Dio varias vueltas en la cama y acabó tendiéndose boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada, agotado por el esfuerzo de escribir, agotado también por lo que reconoció como un sentimiento de compasión de sí mismo. Se sentía heroico por haber dicho a Hazel que se alegraba de que se fuese con Sullivan y, sin embargo, evidentemente, no era nada heroico. ¿Qué tenía de heroico el hacer un favor a Hanky por el motivo por el que lo había hecho, que era el hacerse el simpático a ese andrajoso? ¿No podía haberse imaginado que Hanky se traía algo entre manos? Era sencillamente idiota por su parte no haberlo sospechado. Y, remontándose un poco más lejos, ¿no saben hasta los idiotas que no debe firmarse nada que no se haya leído o comprobado, como los recibos de Triumph Corporation? Los precios podían muy bien haber subido cuando los firmó y no haber sabido él la diferencia. Y, remontándose aun más lejos, por puro descuido no había contestado más que dos preguntas de las tres de su examen final en Cornell, y esto porque no había leído las instrucciones completas, o no había vuelto la página. Se había graduado con bastante buena calificación, pero no tan buena como la hubiese obtenido de haber contestado las tres preguntas. Uno de los profesores había escrito un informe muy elogioso sobre él por si podía serle útil para encontrar trabajo, pero a Carter ya le habían conseguido un empleo antes de graduarse. Todo había sido tan fácil para él. Hasta ahora, durante toda su vida, había tenido suerte siempre. Sus padres habían muerto; primero su madre, poco después de nacer él, y, después, su padre, cuando Carter tenía cinco años, pero su cariñoso tío John, que no tenía hijos y que tenía muy buena posición económica, se había hecho cargo de él en Nueva York. A Carter le parecía que Edna, la mujer de John, había sido más cariñosa que una madre porque no tenía hijos propios y él era un niño guapo e inteligente pariente de su marido. El dinero de sus padres se lo habían colocado de forma que había tenido más que suficiente para costearse los estudios, poder ir bien vestido, comprarse un coche cuando tenía dieciocho años, y tener dinero contante y sonante cuando salía con chicas. Nunca tuvo que trabajar los veranos.

Una vez terminados sus estudios tuvo su propio apartamento en Manhattan y flirteó con muchas chicas, pero esos amoríos le parecían ahora asuntos de juventud, y se daba cuenta de que no le habían servido más que para colmar su vanidad. Entonces había conocido a Hazel Olcott, que estaba a punto de casarse con un tal Dan, un exportador con una plantación en Brasil. Carter la conoció en una fiesta que daba un amigo suyo en Nueva York, se fijó inmediatamente en ella y preguntó quién era a su anfitrión, que le contó lo del exportador, llamado Dan, que estaba en la fiesta y que era un tipo muy seguro de sí mismo, de unos treinta años. Después, esa misma noche, Hazel le preguntó si le apetecería ir a la celebración del cumpleaños de su madre, que iba a organizar, y Carter, con su habitual buen talante, aceptó la invitación, aunque le pareció que, con la presencia del novio y de la madre, la invitación era de lo menos ilusionante. Pero el novio no fue y Carter lo pasó muy bien con Hazel y su madre y las amigas de mediana edad de su madre. Un encuentro había desembocado en otro, porque el novio parecía tener siempre compromisos de negocios, aunque pensaban casarse en agosto y ya era el mes de julio. Y, aunque a Carter le parecía que Hazel le estaba dando marcha, no se atrevía a declararle que se había enamorado de ella, porque tenía el presentimiento de que iba a tener mala suerte por primera vez en su vida. Pensaba, además, que a Hazel le iba a parecer de mal gusto que se le declarase puesto que él sabía que tenía novio formal. Entonces, hacia finales de julio, Carter pensó que, en realidad, nada tenía que perder, y le balbuceó que estaba enamorado de ella, y Hazel, nada sorprendida, le contestó: «Sí, ya lo sé, y no te preocupes porque rompí con Dañe hace tres semanas». ¡Qué fácil había sido el milagro! Carter había empezado a sentirse feliz de verdad por primera vez en su vida. Su felicidad había durado exactamente siete años y dos meses, hasta el mes en que Wallace Palmer se había caído del andamio.

Carter y su tía Edna no se escribían ahora más que un par de veces al año. Desde la muerte del tío John, la tía Edna vivía con una hermana suya en California y él no le había escrito desde antes de empezar el juicio. Por una parte había pensado que la pesadilla pasaría, que el asunto se aclararía de alguna manera y, entre tanto, no había querido apesadumbrar a Edna, que tenía más de setenta años. Pero como la pesadilla no acababa de pasar, Carter consideraba que debería escribirle. Varios amigos de Nueva York se habían enterado de lo sucedido por los sueltos aparecidos en los periódicos y le habían escrito notas amistosas que él hubiera debido contestar, pero que no había contestado. La idea de escribir le resultaba muy penosa. Y, sin embargo, pensaba que el no escribirles era como admitir su culpabilidad.

Carter estaba soñando cuando se despertó invadido por una gran angustia. Se medio incorporó en la cama y miró el reloj que había sobre la puerta. Las diez y veinte. Se volvió a tumbar. Un ligero sudor le cubría el rostro y respiraba con agitación. Tragó saliva y se dio la vuelta para coger el vaso de agua, pero se encontró con que estaba vacío.

Cierto movimiento en un rincón de la habitación le llamó la atención. El doctor Cassini se levantó de una silla y se dirigió hacia él sonriendo. Las gafas le distorsionaban y agrandaban los ojos.

—No, no necesito otra inyección —dijo Carter.

—No he dicho que la necesites —dijo el doctor Cassini—. ¿Tuviste un mal sueño?

—¡Uh…! —Carter se levantó de la cama para coger un vaso de agua. Lo trajo cogido con los dedos meñiques y los índices. Su manera de coger los vasos había dejado de hacerles gracia a él y a los demás. Lo que le resultaba más difícil era abrocharse los botones de la camisa y de los pantalones.

El doctor Cassini estaba todavía de pie junto a su cama.

—Estaba pensando que podrías volverte mañana a la celda, si lo prefieres.

Carter intuyó que sus palabras eran un reto. El doctor Cassini, evidentemente, pensaba que estaba lo suficientemente bien. A Carter le resonaba la cabeza a causa de la morfina.

—También podrías continuar aquí, si quieres ayudar. Como has visto, necesitamos gente, aunque sea sin pulgares —el doctor Cassini le miró irguiendo su oscura cabeza, como si estuviese diciendo algo importante sobre lo que Carter tuviese que tomar una decisión trascendental—. En el pabellón… bueno, no sé qué clase de trabajo podrían darte, un trabajo agrícola, de zapatero, de carpintero, nada de lo que se me ocurre es posible a causa de esos dedos. Además, dentro de una semana podríamos hacer más radiografías. Ya habrá remitido la inflamación. Sería mejor que estuvieses aquí arriba.

¿Qué estaba diciendo? Carter tuvo náuseas momentáneamente. El olor a desinfectante, el recuerdo de los orinales, de las llagas, de las hernias, se le representaron de golpe unidos al miedo a aficionarse a la morfina, por la sencilla razón de que aquí era fácil conseguirla.

—Quiero que sepas que tampoco te será tan fácil conseguir la morfina —dijo el doctor Cassini algo crispado.

—Ya lo sé. Pero usted dijo que podía darme otra cosa.

—No te hará tanto efecto —el doctor Cassini cruzó los brazos y sonrió.

Carter pensó que el doctor Cassini quizá fuese morfinómano. Esto ya se le había pasado antes por la mente, pero no estaba seguro y, en realidad, no le importaba. Sin embargo, ahora le parecía que le estaba induciendo a que se quedase allí para que se enrollase como, tal vez, lo estaba él.

—Pero, a pesar de todo puedo probarlo —dijo Carter, y se sentó en la cama.

—Muy bien. Te daré las pastillas mañana por la mañana y puedes bajarte al trullo, si lo deseas —se dio la vuelta pero volvió a mirar hacia atrás—. Si tienes algún lío con el trabajo que te den, me lo dices. Puedo arreglarlo.