3

Hasta el miércoles, Carter no estuvo en condiciones de andar. El doctor Cassini le consiguió un equipo nuevo de presidiario que le sentaba mejor que el que había estado usando.

Todavía estaba débil y su debilidad le preocupaba.

—No es extraño —le dijo el doctor Cassini.

Carter asintió con la cabeza y, como le ocurría siempre que el doctor hablaba con aquella impasibilidad de la Cueva, se quedó desconcertado y confuso.

—Pero usted me dijo que había visto otros casos como el mío.

—Efectivamente, he visto algunos. Después de todo llevo aquí cuatro años. Pero no es que quiera decir que me parece bien lo que hacen. He escrito varias cartas al director. Promete ocuparse de ello y, de vez en cuando, echa a un celador o hace que lo trasladen. —El doctor Cassini hizo un gesto de impotencia levantando las manos, se ajustó las gafas de concha con nerviosismo y miró a Carter pestañeando—. Cuando se trata de luchar con las autoridades se vuelve uno loco. Ya no me voy a quedar aquí mucho tiempo —movió la cabeza como para confirmar lo que decía, y Carter empezó inmediatamente a desconfiar—. Me parece que ya es hora de ponerte otra inyección.

Carter escribió una carta al director, cuyo nombre era Joseph J. Pierson, sobre Moonan y Cherniver. Lo que se había propuesto era que la carta fuese breve, ecuánime y directa. El resultado fue un eufemismo epistolar tal, que a Carter le dio un breve ataque de risa:

Distinguido señor Director Pierson:

Deseo poner en su conocimiento que, en la tarde del 1 de marzo, fui suspendido por los dedos pulgares en una de las habitaciones del sótano de este establecimiento, durante casi cuarenta y ocho horas. Cada vez que me desmayaba era repetidamente reanimado con cubos de agua fría. Como consecuencia de esto, las lesiones de mis dedos pulgares son irremediables, ya que la segunda falange de cada uno se ha descoyuntado y la cosa no tiene arreglo. Los celadores que llevaron a cabo esto son el señor Moonan y el señor Cherniver. Con el mayor respeto le ruego que ejerza su autoridad en relación con este incidente.

Le saluda atentamente,

Philip E. Carter

(37765)

P. D. —Le quedaría muy agradecido si tuviese a bien el proporcionarme un reglamento completo a fin de que, en el futuro, pueda evitar que se me acumulen faltas.

Carter se había enterado por uno de los presos que el director Pierson era muy escrupuloso en cuanto a tener en cuenta lo que se le comunicaba en las cartas de todo tipo, pero que nunca las contestaba. De todos modos, Carter echó la carta en el buzón que decía «Interior», y sanseacabó. Iba a ser una lucha larga y lenta, aunque Hazel no lo creyese así. La vería el domingo, pues el doctor Cassini había pedido un permiso especial para que pudiese verla. Dentro de exactamente setenta y dos horas estaría con ella durante veinte minutos. Esto le infundió un alegre fatalismo: no era muy probable que le matasen antes del domingo por la tarde, así que no parecía que hubiese ningún obstáculo para ver a Hazel. En la sala del hospitalillo le era imposible cometer faltas porque, en realidad, no hacía nada, no iba a ninguna parte y no utilizaba ni el material ni las instalaciones del penal, a excepción del retrete.

Volvió a leer Cumbres borrascosas, y escribió a Hazel:

Mi queridísima:

¿Te imaginas lo que supone estar sentado en la cárcel leyendo a Emily Bronte? Al fin y al cabo no se está tan mal, ¿verdad? Por favor no te preocupes y, sobre todo, no te enfades, si puedes evitarlo. Yo estaba furioso las primeras semanas que pasé aquí y con ello no conseguí más que cometer faltas y ganarme la antipatía de los celadores. Lo mejor es ni siquiera enfadarse, de poderse evitar. Adoptar la actitud de los yogis o de los pasotas. Estamos luchando contra algo más fuerte que nosotros.

Me alegro que Timmie ya lea mejor, también me alegro de que en el colegio hayan dejado de meterse con él. Pero ¿estás segura de esto? Claro que, ¿no crees que él te lo contaría? Sin embargo, tengo mis dudas. A lo mejor es que está contrariado y no habla. ¿Está enfurruñado y callado? Cuéntamelo. La próxima vez le escribiré a él, así que a ti te faltará una carta mía, pero, entre tanto, dile que me parece estupendo que haga tan bien el papel de hombre de la casa mientras yo no estoy. Me refiero a lo de quitar la nieve. Después de todo el quitar media pulgada de nieve es un trabajo muy duro.

Ayudo en la enfermería lo más posible —con los orinales, y en otras agradables faenas—. No te preocupes por mis manos. No escribo demasiado mal, como ves.

Ya sabes lo que te quiere,

Phil.

El esfuerzo de escribir le cansó como si hubiese hecho un trabajo muy pesado y la letra era bastante mala: temblona y con los trazos separados unos de otros.

—¡Señor Carter! —exclamó el negro precipitadamente—. ¡Señor Carter!

Carter se acercó a los pies de la cama del negro, levantó con las palmas de las manos el orinal que estaba en una mesita baja, y lo metió debajo de las sábanas.

—Gracias, señor.

—No hay de qué —murmuró Carter, aunque el negro no podía oírle.

El domingo Carter puso especial cuidado al afeitarse. Otra gran ventaja de la enfermería era que se podía duchar y afeitar a diario, en vez de que dos veces por semana le llevasen en manada, con los demás, a las duchas y a la barbería. Se dio una segunda ducha al mediodía, y también se sacó brillo a los pesados zapatos. Se aseó con tanto cuidado como para su boda y pensó en contárselo a Hazel, pero luego cambió de idea porque quizá no le hiciese gracia. Carter se planchó los holgados pantalones en una habitación situada debajo del vestíbulo de la enfermería en la que había una plancha, una tabla de planchar y un lavadero. Después se puso la camisa blanca que les permitían usar a los reclusos los domingos si tenían visita. Era una camisa de manga corta con las puntas del cuello demasiado largas. Lo que les estaba prohibido era ponerse corbata. Carter suponía que era para que no pudiesen ahorcarse. Pero, al menos, la camisa era blanca; que no fuese color carne era un alivio.

Se miró al espejo que había al lado de la puerta de la enfermería y trató de verse como Hazel le vería. Tenía los ojos hundidos, pero no tenía ojeras. Tenía la cara más delgada y pensó que representaba, por lo menos, treinta y cinco años, en vez de treinta. Incluso le parecía que tenía los labios más finos y tirantes y la cabeza más estrecha, pero esto era debido, naturalmente, al corte de pelo de la cárcel. Sus ojos azules le miraban como si fuesen de otra persona, cansados y duros, y su mirada expresaba cierta desconfianza.

El doctor Cassini pasó a su lado y le dio una palmada en el hombro.

—Ya te has acicalado, ¿eh, Philip?

Carter asintió con la cabeza y, súbitamente, le empezó a latir el corazón más deprisa a causa de la ilusión y tuvo cierta sensación de vértigo ante lo que le esperaba. Era como si el tiempo hubiese retrocedido y él estuviese a punto de ir a recoger a Hazel en Gramercy Park, en un taxi y con un ramo de flores en las rodillas, de subir las escaleras a toda prisa de dos en dos, y de encontrarse con que Hazel le abría la puerta de color marrón con el tirador de bronce, antes de que él llamase.

—¿Quieres otra inyección?

—No, estoy bien, gracias.

Los dedos pulgares empezaron a dolerle un poco, pero no quería volverse a pinchar ahora, a las doce y media. Le habían puesto una inyección a las diez y pensó que debería durarle hasta las dos menos diez, en que ya habría finalizado la visita de Hazel. A la una y diez, las punzadas de los dedos se habían agudizado y Carter tuvo la tentación de pedirle a Pete que le pinchase rápidamente, lo que hubiese hecho con sólo indicárselo, pero decidió cumplir la pequeña promesa que se había hecho de no inyectarse antes de ver a Hazel. Y para que esta no se asustase hizo que Pete no le vendase muy abultadamente los dedos.

Bajó en el ascensor con el pase que le habían firmado el doctor Cassini y el celador, llamado Clark, del pasillo del hospitalillo. Carter tuvo que enseñarlo tres veces, y las tres se lo firmaron o rubricaron antes de llegar a su antiguo pabellón, el A, al final del cual estaba la salida al locutorio. Entonces empezó a sentir cierta debilidad en las rodillas.

Carter vio la silueta rechoncha de Hanky que avanzaba delante de él por el lado izquierdo de la galería, dirigiéndose probablemente hacia su antigua celda. Carter amainó el paso para no alcanzarle y que no le viese. Al acercarse a la reja, Carter miró a través de los barrotes, pero no pudo distinguir a Hazel entre las personas que estaban en la zona de los visitantes. El vestíbulo, o sala de espera, tenía bancos como los de una iglesia, con un pasillo central. Al fondo, cerca de la puerta de salida, había una máquina de café y otra de caramelos y chicles. Entre el pabellón y la sala de espera había una zona de unos veinte pies cuadrados limitada en dos de sus lados por muros y los otros dos por rejas que iban desde el techo hasta el suelo. A esta zona se la llamaba la «jaula». En ella había siempre dos funcionarios, y sus dos puertas de acceso no estaban nunca abiertas al mismo tiempo, tampoco se permitía jamás que un visitante entrase en la «jaula» mientras hubiese un recluso en ella, incluso cuando el recluso no iba más que a entregar la saca del correo de salida a un celador. En el lado derecho de la jaula, mirando hacia la sala de espera, había una puerta cerrada con llave por la que entraban los visitantes al locutorio que estaba en un piso más bajo que el pabellón. Los presidiarios que tenían visitas entraban por una puerta que había en el pasillo, cerca de la jaula.

Cuando estaba a unos veinte pies de la jaula, Carter vio a Hazel. Estaba de pie frente a una alta mesa, situada a la derecha de la sala de espera, enseñando la tarjeta de identificación al funcionario de turno. A Carter se le hizo un nudo en la garganta y se volvió lentamente para que el celador que estaba apoyado en la pared, a su derecha, no fuese a imaginarse que había venido para mirar.

—¡Santoz! —voceó el celador que estaba al lado de la puerta de entrada de los reclusos.

—¡Soy yo! —contestó un hombre adelantándose.

—¡Colligan!

Unos rostros hoscos, indiferentes, aunque dejaban traslucir cierta expresión de envidia, observaban a los reclusos que, con camisas blancas, se apartaban de la masa indolente, precipitándose hacia la puerta de la sala de visitas con sus pases en la mano.

—¡Carter!

El celador le cogió el pase, hizo un garabato en él, y le indicó que siguiese. Carter bajó la escalera, muy deficientemente iluminada, que conducía a una habitación alargada dividida por una cristalera con una especie de mostrador de la altura de una mesa, con sillas a uno y otro lado. Casi todas las sillas estaban ocupadas. Las visitas entraban por el otro extremo de la sala y del otro lado de la separación. Cuatro celadores armados hacían guardia, Carter tenía la mirada fija en la puerta destinada a las visitas buscando a Hazel.

Entonces la vio entrar y se dirigió, sin dejarla de mirar, hacia una silla libre que había del otro lado de la barrera, se la señaló y consiguió encontrar otra silla vacía para él. Hazel llevaba puesto su abrigo de tweed azul con una bufanda de colores brillantes alrededor del cuello. A Carter los colores de su ropa le parecieron espectacularmente vivos y bonitos, como flores, o como el plumaje de un pájaro. En sus labios rojos se dibujó una sonrisa, aunque en la mirada se advertía cierta preocupación. Le miró las manos.

Carter hizo un gesto con el labio inferior, sonrió y se encogió de hombros.

—No me duelen. Estás guapísima. —Trató de hablar alto y con claridad a causa del cristal.

—¿Qué te dicen de ellos? ¿Han dicho algo más? —preguntó Hazel.

—No, nada más. —Carter tragó saliva y miró el reloj. Estaba sentado al borde de la silla. Antes de que se diese cuenta habrían pasado los veinte minutos y ya estaba malgastando en silencio, a no ser porque la estaba viendo, unos segundos preciosos—. ¿Cómo está Timmie?

—Timmie está bien. Está estupendamente —Hazel se mojó los labios con la lengua—. Estás más delgado.

—No mucho más.

—El señor Magran me dijo que vendría a verte hoy.

Su voz le evocó el agua fresca y transparente. Llevaba seis semanas sin oír la voz de una mujer.

—Es maravilloso verte. —A Carter le fastidiaba la voz del hombre que estaba a su izquierda, y que estaba hablando con un individuo vestido con traje oscuro que estaba a la derecha de Hazel y que quizá fuese su abogado: «Yo qué sé, sencillamente no lo sé. ¿Por qué me pregunta siempre lo mismo?». La voz del recluso sobresalía por encima de la de Hazel.

—¿Tienes ya un informe del médico? —preguntó ella.

Los dedos le latían más deprisa. Tenía la frente húmeda de sudor.

—Tiene, sabes, que hacerme más radiografías. No sabe todavía qué pasa. No lo sabe bien.

—Entonces es más grave de lo que me dijiste, ¿no es cierto?

—No lo sé, querida. Es algo de las articulaciones. —Dime los nombre de los celadores que lo hicieron, le había escrito Hazel, en una de sus cartas. Es totalmente ilegal en estos tiempos. La palabra ilegal le parecía extraña teniendo en cuenta algunas de las cosas que había visto en el penal. ¿Qué decir del viejo del pabellón A, al que se le había partido en dos la dentadura postiza y no se la podía arreglar por lo que no le era posible comer más que sopa? ¿Era esa una forma legal de tratar a un hombre en la cárcel? Carter tuvo la sensación de que se estaba ahogando, como si fuese a romper a llorar. Lo único que deseaba era apoyar la cabeza en su regazo, y al pensar esto se sentó más derecho.

—Le pediré el informe a Cassini en cuanto pueda.

—David puede utilizarlo, ¿sabes? —dijo Hazel muy seriamente.

—¿David? Creí que era Magran quien lo quería.

—David dijo que se lo llevaría al Gobernador en persona. Ya sabes que David es abogado también. Lo llevaría antes que Magran. Lo llevaría inmediatamente.

—¿Quién se ocupa de mi caso, Sullivan o Magran? —dijo Carter rápidamente. Tenía las manos apoyadas sobre la mesa, como las de un boxeador. Los pulgares le latían como si la sangre le fuese a salir disparada por las puntas del vendaje de un momento a otro—. Tengo entendido que ves mucho a Sullivan —dijo, y vio en la expresión de su mujer que su comentario le había molestado.

—Le veo siempre que digo que le he visto. Phil, sin él estaría sumida en la más tremenda de las depresiones. Todos los vecinos me llaman y vienen a verme, pero ¿qué pueden hacer? David, por lo menos, sabe algo de leyes.

—Eso es…, es algo que es preferible que olvidemos todos.

—¿El qué?

—Las leyes. ¿Dónde están? ¿De qué sirven?

—Oh, querido, estás cansado y tienes dolores —cogió nerviosamente un cigarrillo del bolsillo y ofreció la cajetilla a Carter antes de acordarse que la barrera llegaba hasta el techo—. ¿No tienes cigarrillos?

—Me los olvidé. Pero no quiero. No importa. —Sí que le apetecía uno y la observó más atentamente mientras lo encendía. Le temblaban las manos ligeramente Frunció el ceño y al hacerlo se le quedó marcada una arruga en la frente, que era tersa y lisa: tenía un cutis muy claro y a Carter le parecía ahora tan bonito como irreal, como algo pintado sobre lienzo o cristal. Los labios y las mejillas eran de un color sonrosado natural. Tenía la boca pequeña y los labios más suaves que Carter había visto, o besado, jamás. Le entró la duda de si Sullivan los habría besado o si los besaría alguna vez.

—¿Cómo se llaman los celadores? —preguntó Hazel—. ¿Tenías miedo de escribírmelo en una carta?

Carter miró de izquierda a derecha automáticamente.

—No tenía miedo, pero pensé que podrían censurármela. Se llaman Moonan y Cherniver.

—Moonan y ¿qué? —sus ojos azules le miraron fijamente.

—Cherniver. C-h-e-r-n-i-v-e-r.

—Me acordaré. Pero quiero que consigas inmediatamente ese informe médico. Las radiografías pueden esperar. Conseguiremos otro informe una vez que te las hayan hecho.

—Muy bien, vida mía —hizo un esfuerzo por contarle algo alegre, algún incidente que la hiciese sonreír. En la enfermería se habían reído algunas veces, pero ahora no se acordaba de nada gracioso—. ¿Vas a salir a cenar con Sullivan esta noche? ¿Como siempre?

—¿Como siempre? —volvió arrugar el entrecejo.

—Quería decir que como es domingo. Generalmente le ves los domingos por la noche, ¿no es cierto?

—No diría que generalmente. Phil, siempre que le veo te lo cuento, y te cuento de lo que hablamos e incluso hasta lo que comemos.

Esto era verdad, y Carter apretó los dientes. Lo que sucedía es que Gawill había hecho un par de alusiones en su última carta; pero, sin duda, Gawill exageraba, o se lo había inventado.

—Tú nunca cuentas lo que comes —dijo Hazel.

Carter se echó a reír de repente.

—No creo que te gustase… Cerdo en adobo… —y otras cosas inidentificables que tenían su nombre específico en la cárcel.

—Puedes quejarte conmigo. Lo que me gustaría es compartirlo contigo.

El dolor de los dedos le turbó la mente. Siguió hablando para mantenerse alerta.

—No me gusta pensar en ti aquí. No quiero que sepas lo que pasa porque es demasiado repugnante. A veces no quiero ni mirar aquí la foto que tengo tuya.

Pareció sorprendida y hasta asustada.

—Querido…

—No quiero decir que no me vengas a ver. ¡Por Dios!; no es eso lo que quiero decir —el sudor le resbalaba por las mejillas.

—Dos minutos —dijo el celador deambulando detrás de Carter.

Carter miró alocado el reloj. Era verdad.

—El señor Magran dijo que ya había escrito al director sobre lo de tus dedos —dijo Hazel.

—Bueno, el director no contestará —dijo Carter rápidamente.

—¿Qué quieres decir? Es una carta de tu abogado.

—Quiero decir —dijo, tratando de parecer más tranquilo— que acusará recibo de la carta, pero que probablemente no hará referencia a lo de colgarme. Sé que no lo hará.

Hazel se retorció los dedos. El cigarrillo temblaba.

—Bueno, ya veremos. Oh, querido, cómo me gustaría poder hacerte algún plato de cocina.

Carter se rió; fue una risa que surgió como si alguien le hubiese oprimido el pecho.

—Hay un viejo aquí que se llama Mac, que tiene cerca de setenta años. No habla más que de lo que guisa su mujer: tartas de manzanas, Sauerbraten de venado y buñuelos. ¡Imagínate, buñuelos!

Carter soltó otra carcajada, los hombros le temblaban a causa de la risa y vio que Hazel se reía también, casi como en los viejos tiempos, y que la risa le había transformado la cara.

—Es gracioso, porque —Carter se limpió las lágrimas de los ojos—, porque todos los demás tipos hablan de lo que echan de menos a sus mujeres o a sus novias en la cama, o cosa parecida, y él habla de comida. Se pasa todo su tiempo libre haciendo maquetas de barcos, o, mejor dicho, haciendo un barco con el que está desde que yo llegué aquí. Tiene cuatro pies de largo y su compañero de celda se queja porque ocupa demasiado sitio. Está justo aquí arriba —Carter hizo un gesto con la mano hacia arriba y hacia la derecha, como si se pudiese ver la celda de Mac.

—Ya es hora —dijo el celador.

Carter se puso medio de pie, con los labios entreabiertos, mirando fijamente a Hazel. Hazel ya estaba de pie para despedirse de él.

—Esa es la primera persona de aquí de quien me has hablado. Cuéntame más cosas. Escríbeme. Te veré el próximo domingo. —Le mandó un beso, se dio la vuelta y se fue.

Él emprendió el largo camino de vuelta a través del pabellón. Tenía que ponerse otra inyección para poder aguantar el permanecer sentado otros veinte minutos con Magran. Cerca del final del pabellón miró hacia la izquierda y al fin llegó a la celda de Mac. La puerta estaba abierta y Mac estaba sentado allí en su silla, tan absorto en la delicada tarea de lijar el casco de su barco que no se dio cuenta de que Carter le estaba mirando. El barco no estaba terminado todavía, pero Mac había adelantado mucho desde la última vez que Carter lo había visto.

—Hola, Mac —dijo Carter—. Me llamo Carter.

—Hola, hola —contestó Mac cordialmente, pero sin reconocerle, y se volvió a su trabajo—. ¿Tienes tiempo para una visita?

—No, lo siento, no puedo. Otra vez será. —Carter siguió su camino. Mac había conseguido estar en paz consigo mismo, y Carter le envidiaba por eso. Mac no se había dado cuenta ni de sus manos vendadas, y esto era, en cierto sentido, tranquilizador para Carter también. Mac ni siquiera le había visto, pensó, únicamente había oído su voz.