Al despertarse, Carter se encontró tumbado en una firme cama blanca con la cabeza reclinada en una almohada. Tenía los brazos fuera de las sábanas y sus dedos pulgares eran unas enormes protuberancias de gasa de igual tamaño, cada uno de ellos, que el resto de la mano. Miró a derecha e izquierda. La cama de la izquierda estaba vacía; en la de la derecha dormía un negro con la cabeza vendada. El dolor volvía a brotar en sus pulgares y se dio cuenta de que era el dolor lo que le había despertado. Iba empeorando y eso le asustó.
Miró con ojos asustados al médico que se acercaba y, dándose cuenta de que había puesto cara de miedo, Carter parpadeó. El médico sonrió. Era un hombre bajito, de unos cuarenta años.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó el doctor.
—Me duelen los pulgares.
El médico asintió con la cabeza mientras seguía sonriendo levemente.
—Están muy castigados. Necesitarás otra inyección —miró el reloj, frunció un poco el ceño y se fue.
Cuando volvió con la jeringa, Carter le preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las seis y media. Has echado un buen sueño —la aguja penetró durante unos segundos—. ¿Te apetece comer algo, antes de que esto te haga dormir otra vez?
Carter no respondió. Sabía, por la luz de la ventana, que eran las seis y media de la tarde.
—¿Qué día es hoy?
—Jueves. ¿Huevos revueltos? ¿Una tostada mojada en leche? Creo que eso sería lo mejor para empezar. ¿O un helado? ¿Te apetece?
Carter pensó con cansancio en el hecho de que esta era la voz más agradable que había oído desde que había ingresado en el penal.
—Huevos revueltos.
Carter llevaba dos días en la enfermería cuando le quitaron el vendaje y, al verse los dedos, le parecieron enormes, además de estar muy enrojecidos. Tenía la impresión de que no eran los suyos, de que no eran de sus manos. La uña resultaba pequeñísima, incrustada, como estaba, en la masa de carne. Y le dolían todavía. La inyección de morfina era cada cuatro horas y Carter hubiese deseado que se la pusiesen con más frecuencia. El médico, que se llamaba Stephen Cassini, trataba de tranquilizarle, pero Carter se daba cuenta de que estaba preocupado porque el dolor no remitía.
El domingo no le permitieron las visitas, no porque le hubiesen penalizado a causa de alguna falta, sino porque estaba en la enfermería.
A la una y media de la tarde, que era la hora de las visitas, Carter se imaginó a Hazel en el gran vestíbulo gris verdoso de abajo protestando porque había venido a ver a su marido y no se quería marchar sin verle. El doctor Cassini le había escrito una carta, que le había dictado Carter, comunicándole que no iba a poderle ver; la carta se había sacado subrepticiamente el viernes, pero Carter no estaba seguro de que su mujer la hubiese recibido para el sábado. Además, sabía que, aunque la hubiese recibido, vendría de todas maneras, pues en la carta le decía que se había «lesionado ligeramente» las manos; también sabía que las puertas dobles de reja gris del vestíbulo, los funcionarios de uniforme que controlaban la identificación de los visitantes y comprobaban la situación de los confinados, acabarían, finalmente, derrotando a Hazel. Al pensar en esto se retorció en la cama apretando la cara contra la almohada.
Cogió entonces sus dos últimas cartas de debajo de la almohada y las volvió a leer sosteniéndolas con dos dedos.
Mi queridísimo: Timmie se está portando muy bien, así que no te preocupes por él. Le sermoneo a diario, pero procuro que lo que le digo no parezca un sermón. Naturalmente, los niños se meten con él en el colegio, pero es que, me imagino, que el ser humano dejaría de ser humano si no lo hiciesen…
Y en la última carta:
Queridísimo Phil:
Acabo de pasar más de una hora con el señor Magran, ya sabes, el abogado que David ha recomendado siempre en vez de Tutting, y me gusta mucho. Habla con sentido común, es optimista, pero no tan optimista (como Tutting) como para que le haga a uno sospechar. En todo caso, Tutting ya ha dicho que él ya «no puede hacer más». Como si no existiese el Tribunal Supremo, claro que yo no querría, ni mucho menos, que él se ocupase de eso. Ya he terminado de pagar a Tutting, o sea, que le he entregado los últimos 500 dólares de su minuta, así que si estás del todo de acuerdo, Magran puede sustituirle. Magran me ha dicho que el mecanografiado de la transcripción del juicio para el Tribunal Supremo costará 3.000 dólares, pero ya sabes que tenemos dinero suficiente. Quiere, naturalmente, verte lo antes posible. ¡Ay!, querido, malditas sean esas reglas idiotas con que me encuentro todos los domingos: Las faltas del 37765 no le permiten recibir visitas esta semana. Y, según dijiste, fue por no guardar el paso en la fila para ir a la cafetería. Por el amor de Dios, querido, haz todo lo posible por acatar esas reglas estúpidas.
Magran va a escribir también al Gobernador directamente. Te enviará una copia de la carta. No debes preocuparte. Lo mismo que tú, sé que esto no puede durar para siempre, y ni siquiera por mucho tiempo. ¡De seis a doce años! ¡No va a ser ni siquiera seis meses!
La minuta de Magran sería por lo menos 3.000 dólares, pensó Carter, y los 3.000 más para la copia les dejarían, más o menos, sin liquidez. Todas las cantidades le parecían astronómicas. Por ejemplo, los 75.000 dólares para su fianza que no habían conseguido reunir, y que Carter no había querido pedir a la tía Edna. Su casa, valorada en 15.000 dólares, estaba hipotecada; su Oldsmobile valía 1.800 dólares, pero Hazel lo necesitaba para vivir y para el recorrido de veinticinco millas que hacía todos los domingos para verle, o para tratar de verle.
Y ahora tenía los dedos descoyuntados. Este era el absurdo resultado final. El médico lo llamaba de otra manera, pero de eso era, en esencia, de lo que se trataba, y, según el doctor Cassini, no era seguro que el operarle fuese a dar resultados positivos. La cárcel —que a Carter, durante un par de semanas, no le había parecido insoportable y que no había pensado que iba a constituir un episodio serio en su vida— le había marcado ahora para siempre. Ya no volvería a recuperar del todo el movimiento de la segunda articulación y debajo de esta quedaría una especie de orificio. Le iban a quedar unos pulgares de aspecto un tanto extraño y sin apenas fuerza. Al vérselos, las personas con imaginación podrían adivinar a qué se debía esta deformación. Ya no podría repartir las cartas con tanta habilidad al jugar al bridge, ni afilar el arco y las flechas de Timmie; claro que para cuando le pusiesen en libertad, a Timmie, de todas maneras, ya no le interesarían el arco y las flechas. Había escrito a Hazel a las dos horas de que le quitasen el vendaje ese día, que era domingo, empuñando la pluma con poca seguridad entre los dedos índice y corazón, y había tenido que contarle lo que le había pasado, a pesar de lo brutal que era el episodio, para explicar la razón de su mala letra; pero le había quitado importancia y le había dicho que había durado unas horas en vez de cerca de cuarenta y ocho. Sus pulgares estaban deformados para siempre porque un individuo llamado Hanky, por no sé sabe qué extraña razón, se la había jurado. ¿Por qué? ¿Acaso porque no le había enseñado la foto de Hazel? «¿Tienes mujer?… ¿Tienes su foto?… Enséñamela», había dicho Hanky la tarde en que se conocieron. Carter le había contestado lo más amablemente posible: «Ya te la enseñaré». «Anda, si es que no la tienes». Quizá hubiese sido ese el momento oportuno de enseñársela y tranquilizar a Hanky, pero él lo había desperdiciado. La fotografía de Hazel que llevaba en la cartera estaba recortada de la ampliación de una foto en color en que ella aparecía de pie sobre la nieve, delante de su apartamento de Nueva York de la Calle 57 Este iba sin sombrero con su pelo oscuro ondeando al aire y riéndose con una expresión maravillosa, típica suya, que era por lo que a Carter le gustaba esa foto. Y ¿qué le podía importar a un cerdo como Hanky el ver la fotografía de su mujer con el cuello de castor del abrigo subido hasta la barbilla?
El domingo por la tarde, hacia las cuatro, el doctor Cassini entró en el dormitorio de la enfermería para hacer la ronda de los cuarenta y tantos pacientes que había allí. Al llegar a Carter le dijo:
—Bueno, Carter, ¿quieres tratar de dar unos pasos?
—Desde luego —contestó Carter incorporándose. Un agudo dolor le recorrió rápidamente la espalda, pero no dejó que se le viese en la cara. Se deslizó vacilante hasta los pies de la cama y mantuvo el equilibrio agarrándose a la mano que el médico le ofrecía.
El doctor Cassini sonrió y sacudió la cabeza.
—No haces más que pensar en tus dedos. ¿No sabes que esos nódulos de las piernas te obstruían la circulación de la sangre y que se te ha podido declarar una gangrena? ¿No sabes que ayer mismo, por la mañana, tenías treinta y nueve y medio de fiebre y que creí que se te iba a declarar una neumonía?
Carter se alegró de sentarse. Se sentía desfallecido.
—¿Cuándo se me quitará esto de las piernas?
—¿Los nódulos? Con el tiempo y con masaje. Si quieres, da la vuelta hasta los pies de la cama, pero no te esfuerces más —dijo el doctor Cassini, y se acercó al enfermo siguiente.
Carter se quedó sentado respirando como si hubiese corrido y recordó lo que ayer le había dicho el doctor: que después de todo, tenía más de treinta años y que no podía reponerse tan deprisa de una experiencia como la que había sufrido, como si tuviese diecinueve. La animación y la naturalidad con que el doctor Cassini hablaba cuando se refería a la Cueva y a las víctimas de ella que había asistido, le daba a Carter la terrible sensación de que estaba en un manicomio, en vez de en una cárcel, un manicomio en el que los celadores eran los locos, como en el viejo cliché. Al doctor no parecía preocuparle lo que sucedía en el penal. ¿O es que realmente no le preocupaba? Ayer le había preguntado que por qué estaba recluido y Carter se lo había contado. «A la mayoría de los individuos no me molesto en preguntarles por qué están aquí», había dicho el doctor Cassini. «Ya lo sé de antemano: robo y allanamiento, estafa, robo de coches, pero tú no eres como la mayoría». Le había preguntado a qué Universidad había ido —Carter había estado en Cornell— y luego por qué había venido al Sur. Carter pensaba que eso era lo que él debía haberse preguntado hacía dieciocho meses, cuando él y Hazel tomaron la decisión de venir. Carter había venido porque la oferta de la constructora Triumph parecía muy buena, 15.000 dólares al año, además de varios pluses. «¿Qué crees que hizo Palmer con el dinero?», había preguntado Cassini, y Carter le había respondido: «Bueno, tenía una amiga en Nueva York y otra en Memphis. Iba a ver a una de las dos todos los fines de semana. Los viernes siempre cogía un avión para algún sitio. Les compraba coches y cosas». Cassini había asentido con la cabeza y había añadido: «¡Ah!, ya entiendo», y Carter pensó que le había creído. Y era verdad, pero el Tribunal no se lo había creído. Incluso cuando habían traído a las chicas para interrogarlas, no se había creído que Palmer se hubiese podido gastar 250.000 dólares, en alrededor de un año, en dos mujeres que, entre las dos, no podían aportar más que un abrigo de visón de unos 5.000 dólares y una pulsera de brillantes de unos 8.000. Nadie parecía saber, o a nadie parecía importarle, que Palmer podía gastarse, y se había gastado, 6.000 dólares al mes en comer y beber, que tenía que pagar los billetes de avión, que las dos chicas se habían deshecho de unos coches muy caros antes de acudir al juicio, y que Palmer podía haber sacado algo al Brasil.
Carter volvió a meterse en la cama. Mientras estaba sentado en el borde, el negro con la cabeza vendada le había mirado sin pestañear, como si estuviese viendo una película aburrida. Carter había tratado de hablar con él varias veces, pero no había obtenido respuesta, y el doctor Cassini le había contado esa mañana que el negro tenía unos abscesos en los dos oídos, de los que ya había tenido otros muchos, y que no esperaba que conservase mucho, si es que conservaba algo, del oído.
Volvió a leer las cuatro últimas cartas de Hazel, una que llevaba en el bolsillo cuando le colgaron, y las tres que le habían entregado desde entonces. Carter las sostuvo entre los dedos mientras sus abultados pulgares latían al unísono, como unos tambores silenciosos, entre sus ojos y las cartas. Hazel había vertido unas gotas de su perfume en la última carta que era la más alegre de las tres. El enfermero Pete se aproximó con la jeringa de morfina y la preparó en silencio. Pete no tenía más que un ojo, el otro era un agujero hundido. Carter no sabía si eso era debido a una enfermedad o a un accidente.
La aguja se introdujo suavemente en su brazo. Pete se retiró silenciosamente y Carter levantó de nuevo sus cartas. Cuando la morfina empezó a recorrer sigilosamente su sangre, comenzó a oír la voz de Hazel leyendo sus propias palabras, y leyó todas las cartas como si fuesen enteramente nuevas. Oyó, también, la voz de Timmie interrumpiéndola y a Hazel que le decía: «Espera un momento, querido, ¿no ves que estoy escribiendo a papá? Ah, bueno, tu guante de béisbol. Sí, está ahí, justo delante de ti, sobre el sofá. Buen sitio para dejarlo, ¿no puedes subirlo a tu cuarto?». Timmie introdujo su manita en el pequeño guante. «¿Cuándo vuelve papá a casa?…». «Tan pronto como…». «¿Cuándo vuelve papá a casa?…». Carter cambió de postura en la cama y se esforzó por apartar esa visión, permaneciendo pasivamente con los ojos fijos en la letra de Hazel hasta que otra visión se deslizó en su lugar. Vio su dormitorio. Hazel estaba de pie al lado del tocador cepillándose el pelo por la noche. Él estaba en pijama. Al dirigirse hacia ella, le sonrió a través del espejo. Se besaron, se besaron largamente. Con la memoria estimulada por la morfina, era casi como si Hazel estuviese tumbada a su lado en la dura cama.
Carter veía sus visiones como si tuviesen lugar en un escenario. En el teatro no había nadie más que él. Era el único espectador. Nadie había visto jamás la función, nadie más que él la vería nunca. Aquí no llegaban las voces de los reclusos. A cambio de sus dedos destrozados le habían concedido, al menos, unos días de más o menos tranquilidad. Un quejido de dolor de un enfermo, el resonar de los orinales, eran sonidos musicales comparados con los ruidos evacuatorios de las seis y media de la mañana, o con las risitas alocadas de la noche, que eran como risas de mujer, y con los otros sonidos, no menos perturbadores, de los hombres que trataban de aliviarse solos sexualmente. ¿Quién estaba loco?, se preguntaba Carter. De los miles de jurados y de jueces que habían enviado a estos seis mil hombres a este lugar, ¿cuántos estaban locos?