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A las tres treinta y cinco de un martes por la tarde, los reclusos del centro penitenciario estatal volvían de los talleres. Vestidos con uniformes arrugados de color carne, cada uno con un número en la espalda, avanzaban en tropel por la larga galería del pabellón A, dejando oír un murmullo de voces apagadas, aunque no parecía que hablasen entre ellos. Era este murmullo un coro extraño y poco armónico que a Carter le había atemorizado el primer día —era entonces tan novato como para pensar que podía ser la preparación de un motín—, pero que ahora aceptaba como una peculiaridad del penal o, quizá, de todas las prisiones. Las puertas de las celdas estaban abiertas y los reclusos iban desapareciendo al ir entrando en ellas, unos en las que se alineaban en el piso bajo, y otros en las de los cuatro pisos superiores, hasta que la galería se quedó casi desierta. Como el timbre para la cena no sonaba hasta las cuatro, ahora les quedaban veinticinco minutos para lavotearse en el lavabo de la celda, para cambiarse de camisa si lo deseaban o si tenían una limpia, para escribir cartas o para escuchar con los auriculares el programa de música que se emitía siempre a esa hora.

Philip Carter avanzaba lentamente porque le atemorizaba el tener que encontrarse y que convivir con su compañero de celda Hanky. Hanky era un tipo fornido y bajo de estatura condenado a treinta años por robo a mano armada y homicidio, proeza de la que parecía estar muy orgulloso. A Hanky no le caía simpático Carter y decía que era un «esnob». En los noventa días, que Carter llevaba conviviendo con él ya habían tenido varios altercados, aunque sin importancia. Hanky se había dado cuenta, por ejemplo, de que a Carter le molestaba utilizar en su presencia el único retrete, sin tapa y a la vista, que había en la celda, y, para fastidiar, hacía sus necesidades de la manera más ruidosa y grosera posible. Carter lo había aceptado al principio con paciente indiferencia, pero, hacía diez días, cuando la broma había dejado de tener gracia, había exclamado:

—¡Por Dios, Hanky, déjalo ya!

Hanky se había enfadado y había llamado a Carter algo peor que esnob. Entonces se habían puesto de pie dispuestos a darse de puñetazos, pero un celador les había visto y les había separado. Después de esto, Carter se había mantenido frío y distante, aunque cortés, con Hanky, pasándole el único par de auriculares con que contaban, si los tenía cerca, o pasándole la toalla o lo que fuera. La celda, con las dos literas, era demasiado estrecha para que dos hombres pudiesen andar por ella cómodamente al mismo tiempo y, por acuerdo tácito, si uno de los dos estaba de pie el otro se quedaba en la litera. Pero esta semana, Carter había tenido una mala noticia de su abogado Tutting. No iba a revisarse su causa y, como habían transcurrido noventa días, no se podía pensar en la posibilidad de un indulto. Carter se enfrentó entonces con el hecho de que iba a tener que compartir la celda con Hanky durante bastante tiempo todavía, y que quizá fuese mejor no mostrarse ni hostil ni distante. La relación entre ellos no era agradable, pero ¿qué conseguía con ello? Hanky se había torcido el tobillo el viernes anterior al bajarse del camión que traía y llevaba a los reclusos que trabajaban en el campo en tareas agrícolas. Debiera al menos preguntarle por el tobillo.

Hanky estaba sentado en la litera de abajo manoseando las sucias cartas de su incompleta baraja.

Carter le saludó con la cabeza y le miró el tobillo vendado:

—¿Cómo tienes hoy el pie? —le preguntó desabrochándose la camisa y dirigiéndose hacia el lavabo.

—Vaya, regular. Aún no puedo apoyarlo al andar. —Hanky levantó la ropa que había a los pies de la litera y sacó dos cajetillas de «Camel» que tenía escondidas.

Carter vio esto cuando se incorporó para secarse con la pequeña y áspera toalla. Hanky no fumaba. La ración de tabaco, que los reclusos pagaban de su propio dinero, era de cuatro cajetillas a la semana. La paga de un recluso era de catorce centavos diarios, y los cigarrillos costaban veintidós el paquete. Hanky guardaba su ración y la vendía, lucrándose, a otros presos. Los celadores estaban al tanto del negocio pero hacían la vista gorda porque a veces les regalaba una cajetilla, o incluso les daba un dólar.

—¿Me haces un favor, Cart? Lleva estas al número 13 de aquí abajo y al número 48 del tercer piso. Una a cada uno. No me encuentro como para andar hasta allí. Ya están pagadas.

—Bueno —Carter las cogió con una mano y echó a andar, abrochándose la camisa con la otra.

El número 13 no estaba más que a dos celdas de la suya.

Un negro viejo, con pelo blanco, estaba sentado en la litera de abajo.

—¿Cigarrillos? —preguntó Carter.

El negro se dio la vuelta sobre una descarnada cadera, sacó del bolsillo un pedacito de papel, que era el recibo de Hanky, y, con sus rígidos dedos de color caoba, se lo metió a Carter en una mano.

Carter se lo introdujo en el bolsillo, tiró una cajetilla sobre la litera y salió, encaminándose hacia el final de la galería, donde estaban las escaleras. El celador llamado Moony —diminutivo de Moonan— apresuró su lenta marcha, frunció el ceño, y se dirigió hacia Carter. Este llevaba en la mano el otro paquete de cigarrillos, y se dio cuenta de que Moony lo había visto.

—¿Conque repartiendo cigarrillos? —El rostro flaco y alargado de Moony se contrajo aún más en un gesto de furia—. A lo mejor vas a repartir leche y periódicos también.

—Los llevo de parte de Hanky, que se ha torcido un tobillo.

—A ver las manos —Moony cogió las esposas que llevaba colgadas de la hebilla del cinturón.

—Yo no he robado los cigarrillos. Pregúnteselo a Hanky.

—¡Las manos!

Carter extendió las manos.

Moony le sujetó las esposas en las muñecas. En ese momento sonaron dos cisternas simultáneamente y, al mismo tiempo, Carter vio, por encima del hombro de Moony, a un recluso gordinflón con la cara llena de granos esbozar una sonrisa, que denotaba cierta satisfacción, mientras observaba la escena. Unos segundos antes, Carter había pensado que Moony quizá estuviese bromeando. Más de una vez había visto a Moony y a Hanky chacotear e incluso había visto al celador amenazar a Hanky de broma con su garrote. Ahora se había dado cuenta que Moony iba en serio. Este no le tenía simpatía, le llamaba «el profesor».

—Ve al final del pabellón —ordenó Moony.

La voz de Moony era chillona y, mientras hablaba a Carter, las dos o tres celdas, a uno y otro lado del pabellón, desde donde podían verles, se habían quedado en silencio, silencio que se extendió por todo el piso bajo. Al final de la galería había dos escaleras que subían al segundo piso, la puerta cerrada del ascensor, que Carter no había visto abierta más que dos veces para subir a algún enfermo a la enfermería, y dos puertas con las hojas al ras del muro de piedra, provistas de grandes cerraduras redondas. Una daba acceso al pabellón siguiente, el B, la otra a la «cueva». Moony adelantó a Carter y cogió el gran llavero que le colgaba del cinturón.

Carter percibió un suave clamor colectivo que partía de los hombres que los observaban. Era un murmullo tan anónimo como una ráfaga de viento.

—¿Qué pasa, Moony? —preguntó una voz que denotaba tanta seguridad en sí mismo por parte del que hablaba, como para que Carter intuyese, antes de mirar hacia atrás, que se trataba de la de otro celador.

—Que he pescado a este ingeniero repartiendo cigarrillos —contestó Moony abriendo la puerta—. ¡Venga, pa’bajo! —le dijo a Carter.

Las escaleras eran descendentes. Allí estaba la «cueva».

Carter se detuvo después de bajar un par de peldaños. Había oído hablar de la «cueva». Aun en el caso de que los reclusos exagerasen, y estaba seguro de que exageraban, de lo que se trataba era de una cámara de tortura.

—Oiga, una falta como esta, por hacer un favor a Hanky, no debe ser más que una falta leve.

Moony y Cherniver, que iba con ellos, se rieron entre dientes con superioridad, como si el comentario fuese de un demente.

—Sigue pa’lante —dijo Moony—. Tienes tantas que ya he perdido la cuenta de tus faltas. Ni tú mismo sabes cuántas son. —Moony le empujó.

Carter mantuvo el equilibrio y empezó a bajar los escalones teniendo cuidado de no pisar en falso, pues, con las manos esposadas, no podía protegerse fácilmente si se caía. El día que ingresó en el penal se había caído y, en aquella ocasión, las esposas iban sujetas a una gruesa correa de cuero. Era verdad que había cometido muchas faltas, pero estas se debían, en su mayoría, al hecho de que todavía no sabía lo que podía y lo que no podía hacer. Era una falta no guardar el paso al ir en fila al comedor, pedir «perdón», o decir cualquier otra cosa, al ir al taller (pero no al volver), pasarse un peine por el pelo en algunos momentos, mirar demasiado a un visitante (a un desconocido, tanto si era hombre como si era mujer) a través de la doble reja que había al final del pabellón A; y, a causa de sus faltas, a Carter no le habían dejado ver a su mujer el domingo por la tarde en cuatro ocasiones. Esto era doblemente irritante porque, todas las veces, las dos cartas a la semana que le estaba permitido escribir se las había enviado a Hazel demasiado pronto como para prevenirle de que al domingo siguiente no podría verla. No existía un reglamento que los reclusos pudieran consultar para evitar las faltas. Carter había preguntado a algunos presos cuáles eran los casos en que se cometía una falta y le habían enumerado treinta o cuarenta, hasta que uno de ellos había dicho con una sonrisa de resignación: «¡Ay!, debe de haber unas mil. Así tienen algo en que entretenerse los boquis». Carter suponía que ahora le esperaban veinticuatro o cuarenta y ocho horas de aislamiento en la oscuridad. Respiró profundamente y trató de tomarlo con filosofía: esto no iba a durar eternamente, y, ¿qué suponía perderse tres, o seis, comidas del repugnante rancho que les daban? Únicamente sentía perderse la carta diaria de Hazel que le llevarían a la celda hacia las cinco y media de la tarde.

Los pies de Carter pisaron suelo firme. Había en el aire una humedad que le era desconocida y un hedor a orina rancia con el que sí estaba familiarizado.

Moony llevaba una linterna que utilizaba para ver dónde pisaban él y Cherniver, que iba detrás, mientras que Carter les precedía avanzando en la oscuridad. Ahora veía a derecha e izquierda las pequeñas puertas de las celdas de que había oído hablar. Eran unos agujeros negros, diminutos, en los que un hombre no podría ponerse de pie, con grandes escalones en las puertas que obligaban a entrar a gatas. Carter recordaba que la prisión se había construido en 1869 y estas celdas debían de ser parte del edificio original, la parte que no había sido posible transformar. Decían que el resto del penal se había reformado en algún momento.

—… la manguera? —preguntó Cherniver en voz baja.

—Algo más duro. Ya estamos. ¡Para! ¡Sigue pa’dentro!

Estaban junto a una celda que no tenía puerta, pero cuyo vano era muy alto. Al entrar Carter oyó un gemido, o quejido, y un jadeo nasal procedente de otra celda. Aquí abajo había, por lo menos, otra persona. Esto era consolador. La celda era enorme en comparación con la que compartía con Hanky, pero estaba vacía; no había en ella ni un camastro, ni una silla, ni retrete; no había más que un desagüe redondo en el centro del suelo. Las paredes eran de metal, no de piedra, de color negruzco y rojizo a causa de la oxidación. Entonces, Carter advirtió que del techo colgaban un par de cadenas rematadas por unas abrazaderas negras.

—Venga, las manos —dijo Moony.

Carter extendió las manos.

Moony le quitó las esposas.

—Oye, Cherny, ¿puedes traerme un taburete de algún sitio?

—Sí, jefe —contestó Cherny y salió sacándose una linterna del bolsillo.

Cherniver volvió con un taburete cuadrado de madera, como una mesa pequeña, que colocó debajo de las cadenas.

—Sube —dijo Moony.

Carter se subió y Moony lo hizo detrás de él. Carter levantó las manos antes de que se lo ordenase. Las correas eran de cuero forradas de goma y se cerraban con una hebilla.

—Los pulgares —dijo Moony.

Obedientemente, Carter volvió los pulgares hacia arriba y entonces se dio cuenta, con horror, de lo que Moony pretendía hacer. Moony le colocó las correas entre la primera y la segunda articulación de los dedos pulgares y se las ajustó fuertemente. A lo largo de las correas había un agujero cada media pulgada.

Moony se bajó.

—Da un puntapié al taburete.

Carter estaba tan empinado que se mantenía de puntillas y no podía hacerlo.

Moony dio una patada al taburete que fue a parar boca abajo a unos dos metros de Carter. Este se balanceó. El primer dolor fue prolongado. La sangre fluyó a la punta de los pulgares. Estaba de espaldas a sus centinelas y esperaba que le diesen un golpe.

Moony se echó a reír, y uno de ellos le largó un puntapié en el muslo por lo que empezó a bascular de delante a atrás girando ligeramente. Entonces le dieron un empujón en el trasero. Carter sofocó un quejido y contuvo el aliento. Empezó a sudar y las gotas de sudor le resbalaban por las mejillas hasta la mandíbula. Los oídos le zumbaban fuertemente. Olía a humo de tabaco. Carter se preguntaba cuánto tiempo duraría esto, aproximadamente cuánto tiempo, ¿una hora, dos horas?, ¿cuánto tiempo había transcurrido ya?, ¿tres minutos?, ¿quince? Carter temía empezar a gritar de un momento a otro. No grites, se dijo. Los músculos de la espalda le empezaron a vibrar. Le costaba trabajo respirar. Tuvo una breve sensación de que se estaba ahogando, de que estaba en el agua en vez de en el aire. Entonces el zumbido de sus oídos ahogó las voces de los celadores.

Algo le golpeó la espalda. En el suelo, delante de él, caía agua y un cubo salió rodando ruidosamente. Todo parecía discurrir a ritmo lento. Era como si pesase más, y tuvo la impresión de que los dos celadores estaban colgados de sus piernas.

—¡Oh, Hazel! —murmuró Carter.

—¿Hazel? —preguntó uno de los celadores.

—Es su mujer. Recibe carta suya todos los días.

—Hoy no. Hoy sí que no la recibirá.

A Carter le parecía que los ojos se le salían de las órbitas.

Trató de parpadear. Tenía los ojos secos e hinchados, y tuvo la visión de que Hazel iba y venía por la celda nerviosamente, retorciéndose las manos y diciendo algo que él no podía oír.

La escena se cambió por la del juicio. Wallace Palmer. Wallace Palmer había muerto. Entonces, ¿qué cree usted que hizo con el dinero?… Vamos, señor Carter, usted es un hombre inteligente, un universitario, un ingeniero, un neoyorquino de mundo. (Excelencia, esto no viene al caso). ¡No se firman papeles sin saber lo que se firma! Yo sabía lo que firmaba. Eran recibos, facturas. No era asunto mío saber el precio exacto de las cosas. Palmer era el contratista. Los precios pudieron haber subido después de firmar yo los recibos. Palmer los pudo subir… Yo sabía, efectivamente, que nuestro material era de segunda clase y se lo dije. ¿Dónde está el dinero, señor Carter? ¿Dónde están los doscientos cincuenta mil dólares? Y luego Hazel declaró como testigo, explicando con su voz clara: Mi marido y yo siempre hemos tenido la cuenta bancaria conjunta… Nunca hemos tenido secretos el uno para el otro en asuntos de dinero… de dinero… de dinero…

—¡Hazel! —gritó Carter, y eso fue el final.

Varios cubos de agua cayeron sobre él.

Le parecía que detrás de él canturreaban unas voces. Oía canturreos y risas que se desvanecieron, quedándose solo de nuevo. Entonces se dio cuenta de que el canturreo lo producía el latido de su propia sangre en los oídos. Tenía la impresión de que de tanto estirarlos, sus dedos pulgares tenían ahora dos pies de largo. No estaba muerto. Wallace Palmer estaba muerto. Palmer a quien se podría haber hecho hablar si no se hubiera muerto. Palmer se había caído al suelo, al lado de una hormigonera, desde el tercer piso de un andamio. Ahora el edificio del colegio estaba terminado. Carter lo veía: era de color rojo oscuro y tenía cuatro pisos. Tenía la forma de una gran U, como un bumerang. Una bandera americana ondeaba en lo alto. Se mantenía en pie, pero estaba hecho con materiales de mala calidad. El cemento no servía, la fontanería no funcionaba. El yeso había empezado a agrietarse antes de que el edificio estuviese terminado. Carter había hablado a Gawill y a Palmer acerca de los materiales, pero Palmer había dicho que estaban bien, que era lo que querían, que la dirección del colegio estaba haciendo economías y que no era asunto suyo el que los materiales de construcción fuesen malos. Entonces corrió la voz y la comisión encargada de la seguridad, o como se llamase, declaró que los niños no debían poner los pies en aquel edificio que podía derrumbarse sobre ellos y que la dirección del colegio no había hecho economías, que habían pagado para que se utilizase lo mejor y que quién era el responsable. Wallace Palmer era el responsable, y quizá no fuese el único en Triumph que hubiese sacado tajada de los 250.000 dólares —Gawill no podía ser ajeno a lo que estaba sucediendo—, pero Philip Carter era el ingeniero jefe, el que trabajaba en contacto más directo con el contratista Palmer, era forastero en la ciudad, era un neoyorquino, un individuo que había venido a hacer su agosto a costa del Sur, un profesional que había traicionado el honor y la confianza de su profesión y el Estado iba a cobrarse su sangre. «Que el colegio se mantenga vacío hasta que el próximo vendaval lo derribe», dijo el fiscal. «Una vergüenza, y una vergüenza muy cara ante los ojos del Estado».

Vinieron dos hombres y lo descolgaron. La cabeza de Carter retumbó contra el suelo de piedra. Los intentos para llevárselo fueron torpes. Se oyeron blasfemias. Le dejaron como un fardo en el suelo y se volvieron a marchar. Carter tenía náuseas, pero no podía vomitar. Los hombres volvieron con una camilla. Fue un largo viaje recorriendo pasillos que Carter apenas veía a través de sus ojos entornados. Subieron escaleras, y más escaleras, Moony y otro. ¿Cómo se llamaba, el de la noche pasada?, ¿o de cuándo? Le subían dejándole deslizarse de la camilla de cabeza hacia atrás. A lo largo de los pasillos, pasillos estrechos, había reclusos —Carter los reconocía por su ropa color carne—, y unos pocos negros, vestidos con guardapolvos azules, también reclusos, miraban en silencio cuando pasaban. Después advirtió un olor a yodo y a desinfectante. Entraban en la sala del hospitalillo penitenciario. Yacía en la camilla colocada sobre una dura mesa. Una voz murmuraba indignada. Carter pensó que era una voz agradable.

La voz de Moony replicó:

—Se pasa la vida haciendo lo que le da la gana. ¿Qué se puede hacer con tipos como este?… Ya vería si estuviese usted en mi lugar… Muy bien, hable con el director, ya le espetaré yo un par de cosas también.

El médico volvió a hablar levantando la muñeca de Carter.

—Pero ¡mire esto!

—Bueno, cosas peores he visto —dijo Moony.

—¿Cuánto tiempo ha estado colgado?

—No lo sé. Yo no le colgué.

—¿Que no lo hizo usted? ¿Pues, quién lo hizo?

—No lo sé.

—Pues haga el favor de averiguarlo. Haga el favor de averiguarlo.

Un hombre con gafas redondas de concha y una chaqueta blanca le lavó la cara a Carter con un gran trapo mojado que escurrió dejándole unas gotas en la lengua.

—… Morfina, Pete —dijo el médico—, medio grano entero.

Le subieron más la manga y le pusieron una inyección. El dolor empezó a remitir rápidamente, como la marea que baja, como un océano que se seca. Era el paraíso. Un hormigueo agradable y adormecedor le invadió la cabeza bailando suavemente, como una música tenue. Empezaron a curarle las manos y mientras tanto se quedó dormido.