Capítulo 19

La visión virtual de Morton le dio la ilusión de luz y espacio. Sin eso, sabía que se habría dejado engañar por la llamada de sirena de la locura que despertaba ecos tentadores en el centro de su mente. Tal y como estaban las cosas, pasar horas inmóvil en el traje blindado sin ningún tipo de información de los sensores externos lo estaba empujando cada vez más hacia una claustrofobia generalizada. En realidad, sí que había habido una cosa del exterior que había conseguido llegar a él de todos modos, aunque los metros de suelo que tenía encima habían reducido el ruido de la tormenta a una vibración mayúscula, una vibración que podía sentir a través del relleno de espuma flexible de su traje. El cronómetro de su red le indicó que había durado tres horas y media antes de desvanecerse al fin.

—Tenemos que salir de aquí —le dijo a Alic.

—Y que lo digas —asintió el comandante de la Marina.

Los dos se habían quedado allí echados, en la oscuridad, cogidos de la mano como un par de niños asustados. Ese contacto les había permitido comunicarse. Morton no estaba muy seguro de haber podido aguantar sin el contacto con otro ser humano. Ni siquiera recordaba buena parte de la conversación: se habían contado el uno al otro sus historias resumidas, mujeres, lugares en los que habían estado. Cualquier cosa para mantener a raya el aislamiento y con él la certeza de que estaban enterrados vivos.

No había habido alternativa.

Cuando la tormenta había aparecido detrás de las montañas y se había tragado las últimas cumbres, tuvieron cuatro o cinco segundos como mucho antes de que los golpeara. Alic había disparado sus lanzas de partículas directamente al suelo para abrir un simple agujero de tierra ardiente.

—¡Todos dentro! —chilló.

Morton se había metido directamente en el suelo, embutiendo su traje junto al de Alic. La Gata no se había movido.

—¡Gata! —le imploró.

—No es así como voy a morir —le había dicho ella sin más.

Ni siquiera consiguió responder. Alic volvió a disparar las lanzas de partículas y el suelo se derrumbó a su alrededor. La Gata parecía compadecerlo; de todas las semanas que habían pasado juntos, ése era el recuerdo más extraño que tenía de ella.

Una vez que empezaron a cavar para salir, Morton empezó a entender el razonamiento de su compañera. Las baterías de su traje habían descendido hasta el cinco por ciento y la tierra estaba compacta. Recordó de forma vaga que si te atrapaba una avalancha de nieve, se suponía que tenías que encogerte para crear un espacio. No había habido tiempo para nada más que el instinto más básico de supervivencia. El agujero en el suelo ofrecía una oportunidad de sobrevivir. La pared imposible que se precipitaba sobre él, no.

Le llevó un par de minutos menear el guantelete y comprimir la tierra a su alrededor. Forzó los electromúsculos al límite sólo para lograrlo. Después de la mano fue el antebrazo y al fin puedo mover el brazo entero en una pequeña cavidad. Empezó a revolver. Le llevó horas.

—No había tanta tierra encima de nosotros —no dejaba de decir.

—El sistema de navegación inercial está operativo y en perfecto estado —le respondía Alic cada vez—. Vamos directamente hacia arriba.

Las baterías se estaban agotando a un ritmo alarmante mientras se abrían paso contoneándose y arrastrándose. El calor era un gran problema. Los trajes no dejaban de bombear el exceso de calor a la superficie externa, pero la tierra no era un buen conductor y comenzó a acumularse a su alrededor. Otro problema más con el que Morton no podía hacer nada en absoluto.

Siete horas después de la llegada de la tormenta, el guantelete de Morton se abrió paso hasta el aire libre. Lloró de alivio y se agitó como un maníaco, empujando con el traje, sin importarle ya si ésa era la mejor técnica. La claustrofobia se precipitaba hacia él, negándose a soltarlo. El suelo se derrumbó a su alrededor y al fin salió del agujero de un salto para dejarse bañar por la luz de primeras horas de la tarde, llorando con un alivio incoherente. Golpeó los cierres de emergencia y se fue despojando de secciones del traje como si estuviese ardiendo.

Alic salió a gatas, con un tambaleo. Morton lo ayudó con las piernas y los hombros. Se abrazaron durante un largo rato, palmeándose la espalda al uno al otro como hermanos que llevaran separados un siglo entero.

—Lo conseguimos, joder —dijo Morton—. Somos invencibles.

Alic se apartó un poco y al fin echó un buen vistazo a su alrededor. Su expresión se inquietó un poco.

—¿Dónde coño estamos?

Morton al fin prestó atención a su entorno. Lo primero que se le ocurrió fue que habían abierto un túnel de kilómetros enteros y habían salido a un sitio totalmente diferente, quizá en otro mundo. Estaban en un desierto. No tenía arena ni piedras quemadas por el sol, pero la extensión de tierra pura y oscuros fragmentos de piedra que yacía a su alrededor no tenía ni una sola brizna de hierba, ni un árbol creciendo por parte alguna. Tampoco había prueba alguna de que la vida hubiera visitado jamás aquel lugar.

Levantó la cabeza y miró las montañas que protegían el horizonte occidental y sacó un archivo de mapas que luego integró con la función de navegación inercial de su implante. Los picos se correspondían con el borde oriental de las montañas Dessault, justo al lado del valle del Instituto. Estaban donde les correspondía pero no tenían en absoluto la forma que les correspondía. Cada risco y grieta se había erosionado, reduciéndolas a altos montículos cónicos de piedra. Y tampoco eran tan altas como antes. La nieve había desaparecido por completo.

—La verdad es que ha sido una tormenta de la hostia —murmuró Morton—. No me había tomado a Bradley en serio. —Miró al este, convencido de que debería quedar algún rastro del fenómeno. El horizonte era una línea plana perfecta entre el desierto marrón rojizo recién nacido y el glorioso cielo de color zafiro de Tierra Lejana—. Seguro que rodea el mundo entero y vuelve para mordernos el culo.

Alic estaba mirando el suave collado que antes albergaba el Instituto.

—No hay señal del Marie Celeste. Supongo que el planeta ha conseguido vengarse.

—Pues sí. —Morton empezó a rascarse la parte posterior de los brazos. Le picaba casi todo, y la sudadera y los finos pantalones de algodón tampoco olían demasiado bien—. ¿Y ahora qué?

—Nosotros sobrevivimos. Tiene que haber alguien más por aquí.

Wilson observó el final de la tormenta desapareciendo por el este. No era fácil ver las montañas que rodeaban el desierto alto, habían adquirido el mismo color que la tierra. Era una vista magnífica, el aire que la tormenta había dejado a su paso estaba despejado. No había nubes por ninguna parte. Una calma ecuatorial había envuelto toda la cordillera Dessault. Si algo lamentaba era el modo en que la tormenta había despojado de nieve las montañas orientales. Las verdaderas montañas se merecían cimas cubiertas de nieve para completar su majestuosidad.

—Se acabó, almirante —dijo Samantha.

—¿Está segura? Ésa parece una afirmación muy audaz.

—No vio despegar la nave, ¿verdad?

—No, no la vi. —Sonrió al oír la convicción de la joven—. Y tiene razón. Habría visto los motores de fusión si se hubieran encendido. Su planeta se ha vengado.

—Gracias, almirante. Usted lo ha hecho posible.

—Sólo espero que la tormenta amaine pronto.

—Creemos que se disolverá en el mar de Roble; provocará huracanes normales, pero el cuerpo principal perderá potencia en poco rato.

—Bonita teoría. ¿Los datos marcianos les ayudaron a calcular las cifras?

—Sí.

—Oír eso es muy reconfortante para un viejo tipo de la NASA como yo. Gracias, Samantha. La felicito a usted y a sus colegas.

—Almirante, nuestro equipo de observación original debería estar con usted en un plazo de entre diez y quince horas. Le acompañarán hasta abajo. Si pudiera dirigirse al extremo meridional de la Silla de Afrodita, se encontrarán allí con usted.

—Es muy amable por su parte, Samantha, pero me voy a quedar aquí. Me imagino que será un atardecer espectacular.

—Almirante, eh, no quiero… ¿se encuentra bien?

Wilson se miró las piernas. La sangre al fin había dejado de filtrarse por la espuma de resina. Ya no le dolían, apenas las sentía siquiera. De vez en cuando un gran estremecimiento le recorría el torso. La lava en la que reposaba se había enfriado bastante.

—Estoy bien. Dígale a su equipo que dé la vuelta. Sólo estarían perdiendo el tiempo. Me temo que ya no soy tan buen piloto como antes.

—¿Almirante?

—Tienen aquí un mundo maravilloso y extraño. Ahora que el aviador estelar ha desaparecido, aprovéchenlo al máximo.

—¡Almirante!

Wilson interrumpió la comunicación. La joven tenía buenas intenciones, pero querría seguir hablando. Él no necesitaba compañía. Era toda una revelación después de tanto tiempo, pero ya no temía a la muerte, no con Oscar y Anna mostrándole el camino.

Encontrarían su cuerpo, extraerían la célula de memoria y lo someterían al proceso de renacimiento. Estaba seguro. Pero no sería él como tal el que viviría en el futuro. Jamás había aceptado esa forma de continuación como lo habían hecho las generaciones nacidas en la Federación. Era muy difícil romper con ese viejo hábito que era pensar como en el siglo XXI.

Pero éste no es un mal sitio para que termine todo, no después de trescientos ochenta años. He volado a la montaña más alta de la galaxia y he contribuido a derrotar al monstruo. Una pena que no me quedara con la chica. Supongo que la harán renacer con los recuerdos editados. Quizá su clon y mi clon tengan un hermoso futuro juntos. Estaría bien.

El frío lo fue envolviendo poco a poco. Wilson no dejó de contemplar el planeta. Observando las sombras que se alargaban y la atmósfera, mucho más abajo, que se iba convirtiendo en una neblina dorada.

Una gran forma negra se deslizó por los cielos y tapó las estrellas.

Así que esto debe de ser el final.

Dolor, justo cuando pensaba que todo había terminado. Sacudidas de un lado a otro. Trajes espaciales. Gravedad baja. Una larga forma negra elipsoide aparcada en el regolito marrón grisáceo. La escotilla abierta, las escaleras bajadas.

Me he estrellado. En Marte. ¿Es el equipo de rescate del Ulises?

—Almirante, quédate con nosotros. Vamos. El Buscador está en la órbita, te vamos a llevar a sus instalaciones médicas en un momento. Quédate con nosotros. Soy Nigel. ¿Te acuerdas de mí? ¡Aguanta! ¿Me entiendes?

¿Qué hay de la bandera? No había bandera en el suelo. Creía que eso lo habíamos hecho. Siempre es lo primero que hay que hacer cuando aterrizas en un planeta. Lo dice ahí mismo, en el manual.

Mellanie no quería abrir los ojos. Tenía miedo de lo que iba a ver. Ya no quedaba ningún rastro de dolor, pero su cuerpo lo recordaba demasiado bien. Flotaba a su alrededor como un fantasma, mofándose de ella, amenazando con regresar. Tanto que tuvo la sensación de que su ausencia quizá sólo fuera una ilusión. Todavía podía ver el horror en la cara de Giselle. La sangre la había rodeado como una suave bruma mientras giraba sin poder evitarlo. Las armas cinéticas reduciendo su carne a pulpa.

—¿Estoy muerta?

Nadie le dijo que lo estaba.

Se hizo la luz. El rojo oscuro de los párpados cerrados. Las sábanas que le tocaban la piel. Unos parches duros en los brazos. Tenía la mayor parte del torso entumecido. Podía oír el corazón latiéndole.

Eso tiene que ser buena señal.

Respiró hondo y se atrevió a echar un rápido vistazo. La habitación le resultaba extrañamente conocida. Le llevó un rato recuperar el recuerdo: habitación Bermuda, la mansión de Illanum. Había un gran armario de equipo médico junto a la cama, tubos y cables que se metían bajo las sábanas.

Oh, bueno, hay cárceles peores.

Había alguien encogido en el sofá de la ventana salediza, roncando sin casi ruido. El sol que se filtraba por las cortinas de gasa blanca se reflejaba en el cabello pelirrojo del muchacho.

Al verlo, Mellanie tuvo que sonreír con cariño. Qué chico tan loco. El hecho de que estuviera allí la intrigaba, a menos que Nigel lo hubiera confinado a aquella habitación.

La red de su visión virtual estaba en modo periférico. Le dijo a su mayordomo electrónico que la actualizara y la pusiera en modo operativo. Había muchos cuadrados oscuros, sobre todos los implantes.

—¿Qué les ha pasado? —le preguntó a su mayordomo electrónico.

—Has recibido extensos injertos clónicos —respondió el mecanismo—. Los sistemas dañados y los tatuajes CO no se han sustituido todavía. Se han extraído algunos sistemas funcionales.

Los de la IS, comprendió Mellanie. Después leyó la fecha.

—¿Tres semanas? ¿Llevo tres semanas inconsciente?

—Así es.

—¿Por qué?

—El tiempo requerido para el tratamiento médico.

—Ah. —Mellanie sí que ya no quería mirar debajo de las sábanas.

Orion se agitó, vio que estaba despierta y se sentó de repente.

—¿Estás bien?

—Creo que sí. Todavía no he intentado moverme.

—Las enfermeras dijeron que todavía pasarían unos días antes de que puedas levantarte. —El muchacho se acercó a la cama y la miró asombrado—. ¿Estás bien de verdad? Estaba muy preocupado. Se pasaron tanto tiempo tratándote. El médico jefe dijo que tenían que cultivar trozos nuevos. No sabía que se podía hacer eso.

—Se puede. Eh, Orion, ¿por qué estás aquí?

—Dijeron que podía estar cuando te despertaras. —De repente, su rostro adquirió una expresión de angustia—. ¿Por qué? ¿No me quieres aquí?

—No… De hecho, me alegro de que estés aquí. —No había muchas personas a las que quisiera enfrentarse en ese momento. Pero con el chico era fácil.

La sonrisa del muchacho era de euforia.

—¿De veras?

—Sí.

La mano de Orion se arrastró hacia la que yacía sobre las sábanas y después se retiró de repente.

—Bueno, ¿y estamos arrestados? —le preguntó ella.

—¿Eh? Oh, no. Los de seguridad no fueron demasiado agradables cuando te trajo la ambulancia. Dijeron que Nigel Sheldon estaba muy enfadado contigo. Pero todo ha ido bien desde que volvió con Ozzie.

—¿Volver de dónde?

—Volaron a Dyson Alfa y volvieron a poner en marcha el generador de la barrera. Lo han puesto en todos los programas de noticias.

—¡Ah! —Y yo me lo he perdido todo.

—Ahora mismo hay naves de guerra de la dinastía haciendo los vuelos de la operación Cortafuegos. Y han arrestado a agentes alienígenas en la Federación, y hubo una gran tormenta en Tierra Lejana que mató al aviador estelar, y montones de cosas más. Tochee y yo casi no podemos seguirle el ritmo a todo.

—¿Nigel ha vuelto?

—Sí. Dijo que te dijera que el ofrecimiento queda en suspenso. ¿Qué significa eso?

—Me prometió una entrevista, eso es todo.

—Vale. Y un tío llamado Morton se pasó por aquí. Dijo que sabrías donde encontrarlo si querías.

—Bien. —¿Es que no podía molestarse en esperar un poco?

—Mellanie, ¿dónde quieres ir cuando estés mejor?

—Es un poco pronto para… ¿Qué me has llamado?

Orion bajo la cabeza con aire avergonzado. Sacó un trozo de papel del bolsillo. Estaba muy arrugado, como si lo hubieran leído mucho.

Mellanie reconoció su propia letra. De hecho, lo había escrito en esa misma habitación.

Querido Orion:

Siento tener que dejarte así. No quiero, pero ni siquiera soy quien tú crees que soy. Mi verdadero nombre es Mellanie. Algún día te lo explicaré. Si tú quieres.

—He conseguido averiguar la mayor parte —dijo el muchacho—. Quién eres y demás, que te envió la IS. Me lo explicó Ozzie.

Mellanie tenía un terrible nudo en la garganta.

—¿Entonces por qué estás aquí?

—Ya te lo he dicho, dijeron que podía estar.

—Pero si sabes…

Orion estiró la mano, con audacia esa vez, y le apartó con una caricia el cabello de la cara.

—Nada de eso cambia lo que siento por ti.

Mellanie se echó a llorar. No era justo que aquél fuera el único en todo el universo que la quisiera de verdad. ¿Por qué no pude haberlo conocido antes que a todos los demás?

—No puedo hacerlo. No soy la persona adecuada para ti.

—Sí que lo eres. No digas eso.

—No soy una buena chica, Orion, de verdad.

Orion le dedicó una sonrisa rápida y maliciosa.

—No, si ya me acuerdo. Y digo yo que podías seguir siendo así conmigo.

Mellanie le rodeó la cabeza con una mano y lo atrajo hacia ella para besarlo.

El encargado del edificio se encontraba junto a la entrada principal del antiguo edificio de cinco plantas, supervisando al robot de mantenimiento que estaba quitando el cartel. Paula vio los tentáculos electromusculares que lo dejaban caer en la cesta de alambre de un robot carrito. Después levantó el cartel antiguo, lo colocó en el muro de piedra y empezó a atornillarlo. Paula sonrió al ver las conocidas letras.

¡Madame! —La cara del encargado del edificio se iluminó y le hizo una profunda reverencia—. ¡Ha vuelto! Bienvenida, bienvenida. El mundo ha recuperado la cordura.

—Gracias, Maurice —le dijo ella con sinceridad—. Un poco exagerado, pero la verdad es que es un placer.

Maurice le dio un beso en las dos mejillas.

—Todo el mundo la está esperando dentro. ¿Me permite que le lleve eso? —Y señaló la pequeña bolsa de plástico que sujetaba la investigadora en la mano izquierda.

—No, gracias. Ya lo hago yo. —Paula respiró hondo y subió los escalones. Cuando se abrieron las puertas, el robot de mantenimiento empezó a pulir las letras del cartel. La investigadora se detuvo y observó las antiguas letras de latón que comenzaban a resplandecer otra vez bajo el sol de París.

JUNTA DIRECTIVA INTERSOLAR

CRÍMENES GRAVES

La primera persona que vio cuando entró en la oficina del quinto piso fue a Gwyneth Russell.

—¡Jefa! —exclamó Gwyneth—. Bienvenida. Y felicidades. Directora adjunta. Ya era hora.

—Sí, bueno, no se puede pasar toda la vida en la misma rutina.

Gwyneth le lanzó una mirada muy sorprendida.

—Desde luego que no. Yo estoy libre como el viento durante los próximos quince años, hasta que Vic salga por el agujero de gusano de Boongate. ¿Le apetece tomar una copa esta noche? Conozco unos cuantos clubes estupendos con montones de chicos de lo más dulces y en su primera vida.

—Esta noche no, pero otro día sí.

—Claro.

Tras Gwyneth, el resto de los investigadores estaban de pie ante sus escritorios, aplaudiendo con entusiasmo. Paula, de hecho, sintió que se ponía roja. Miró a su alrededor, a los rostros conocidos, y asintió agradecida.

—Gracias, es un placer volver a verles sin uniforme a todos —dijo. Todos se callaron de inmediato, con una sonrisa—. Es costumbre que el nuevo jefe les diga que va a haber algunos cambios por aquí, pero creo que de esos ya hemos tenido de sobra. De ahora en adelante, el trabajo continúa exactamente como antes. Así que quiero celebrar una reunión con todos los investigadores de más rango dentro de una hora para establecer las prioridades de los casos actuales. Hoy, y mañana también, voy a revisar los archivos del personal para ver cómo han desempeñado sus tareas en los últimos tiempos, y tenemos que reconstruir los equipos después de las pérdidas que sufrimos durante la época de la Marina. Con ese fin, me gustaría darle la bienvenida a Hoshe Finn a la oficina, estoy segura de que encajará sin problemas.

Hoshe le dedicó una sonrisa y levantó su taza de té de hierbas a modo de saludo.

Alic Hogan estaba en el despacho del director, poniendo sus efectos personales en una caja. Miró a Paula con expresión un tanto culpable cuando entró.

—Perdone, jefa, no la esperaba hasta dentro de una hora. ¿Cómo le fue con el director?

—Sin problemas. Las reuniones de departamento son una pérdida de tiempo en el mejor de los casos, es todo política y presupuestos. Nada útil ni relevante.

—Le irá bien, ahora cuenta con el respaldo de la familia Burnelli. En cinco años será la directora.

Hmm. —Paula ladeó la cabeza y miró por la gran ventana—. Adoptada otra vez.

—¿Disculpe?

—Nada. No me había dado cuenta. Desde aquí no se ve la torre Eiffel. Desde mi viejo despacho sí se veía.

Alic barrió la última pila de papeles y los metió en la caja.

—Ah, sabe, ése es el que me ha asignado el encargado del edificio.

—Muy simbólico. —Paula se sentó detrás de su escritorio y sacó de la bolsa su planta de rabbakas. La flor se había marchitado, pero otro retoño rosa comenzaba a abrirse paso por el bulbo negro. El holograma de la familia Redhound quedó colocado junto a la planta. Después sacó un cubo de plexiglás del tamaño de un puño con una célula de memoria incrustada en el medio—. Me alegro mucho de que se quede, Alic.

—No veo un gran futuro para mí junto al almirante Columbia. Eh, me sorprendió que usted accediera a aceptarme en la oficina de París.

—Por lo que he oído, se enfrentó a él para defender lo que sabía que era lo más correcto. Lo que significa que está usted en el sitio adecuado.

—Gracias.

—En cualquier caso, después de lo de Tierra Lejana habría podido elegir cualquier puesto en el gobierno.

—Disfruté bastante trabajando aquí, a pesar de toda la política.

—Sí, bueno, eso debería reducirse de forma considerable de ahora en adelante. Ahora mismo, Columbia está muy ocupado. Está presionando al Senado para que implique a la Marina en la división de exploración del TEC.

Alic lanzó un pequeño silbido.

—¿Y qué dijo Nigel Sheldon?

—Digamos sólo que no estaba muy entusiasmado con la idea. Los dos se están peleando también por quién se lleva el mérito de la operación Cortafuegos. Supongo que veremos a Columbia presentarse a la presidencia dentro de no mucho tiempo. Bueno, tengo una reunión programada con los abogados de nuestra oficina y el fiscal de la Junta Directiva de Justicia a las once a la que me gustaría que asistiera.

—No hay problema, ¿para qué es?

Paula levantó el cubo de plexiglás.

—Un caso interesante. Gene Yaohui, alias capitán Oscar Monroe. ¿Lo hacemos renacer y se lo entregamos a la Junta Directiva de Justicia para someterlo a juicio y una suspensión, o debería servir sus mil años aquí?

Alic le lanzó al cubo una mirada sorprendida.

—¿Eso es él?

—Sí. Lo recuperé a él, y a Anna Kime, del cañón Vigilancia. A Anna la están haciendo renacer con el borrado de memoria correspondiente para eliminar la contaminación del aviador estelar según las condiciones de la amnistía de Doi. Según mis contactos, vamos a tener que enfrentarnos a una solicitud de los abogados de Wilson Kime para que le entreguemos la célula de memoria de Oscar a él, que la custodiará en York5. Si lo consigue, Kime sin duda lo hará renacer. Serán muchos los políticos que presionen a la Junta Directiva de Justicia para que retiren los cargos por lo de la estación de Abadan; referencias de pesos pesados, emotivas reclamaciones de rehabilitación afirmando que ya ha pagado lo que le debía a la sociedad, el precedente de anulación de sentencias que sentaron las tropas de interceptación que envió la Marina a los 23 Perdidos, ese tipo de cosas. Debería ser una batalla jurídica bastante interesante. —Paula sonrió y le lanzó a la célula de memoria una mirada curiosa—. Puede que incluso pierda.

—¿Usted? Lo dudo.

—El mar está justo ahí fuera —chilló Barry mientras recorría la casa entera. Después se lanzó en brazos de Mark—. ¡Justo ahí, papá!

Mark revolvió el pelo de su hijo.

—Ya te dije que estaría.

—¿Puedo meterme ya? ¡Por favor! ¡Por favor!

—No. —Mark señaló con un gesto el montón de cajas y embalajes que los robots carrito habían sacado del gran camión de mudanzas. Los vio por las amplias puertas abiertas, metiendo más cajas todavía. ¿Cómo hemos podido acumular tantos trastos tan rápido? Lo perdimos todo en el valle de Ulon—. No puedes, no tengo ni idea de dónde tienes el bañador. Y además, no sé cómo son las corrientes. —Lo que no dejaba de ser una mentira piadosa, el archivo del folleto de la promotora inmobiliaria garantizaba que las playas de la urbanización Mulako disfrutaban de un tiempo y unas mareas benignas.

—¿Dónde está el mar? —preguntó Sandy cuando entró por la puerta principal con la mochila en la mano.

—¡Fuera, ven! —Barry la cogió de la mano y los dos cruzaron disparados el enorme salón y salieron a la terraza, con Panda ladrando como una loca mientras corría tras ellos. El césped que había después lo acababan de colocar y los robots jardineros seguían ocupándose de los nuevos arbustos. Terminaba con una larga duna que coronaba la playa privada de arena blanca y agua azul. Habían plantado una serie de palmeras en uno de los lados del césped, lo que los protegía del resto de la urbanización. Mark nunca había visto tanta construcción civil en un solo lugar, ni siquiera en Cressat. Esa mañana habían salido con el coche de la estación de Tanyata, que en sí misma ya estaba sufriendo una expansión gigantesca, y habían bajado por la carretera de la costa. A las afueras de la floreciente capital, la tierra que bordeaba la costa era una obra gigantesca en construcción, con los promotores ofreciendo casas exclusivas en terrenos privados de quince acres. Mark había comprado la parcela que estaba en el extremo más alejado de la urbanización, donde comenzaba el parque nacional. No les hizo falta una hipoteca, la dinastía Sheldon lo había pagado todo, aunque Nigel hubiera querido que adquiriese algo incluso más espectacular en Cressat; de hecho la oferta era de cualquier cosa, en cualquier sitio. Mark había dicho no gracias, lo suyo no era vivir en mansiones. Y tampoco quería vivir de un fideicomiso; había visto cómo salían los hijos de las dinastías y no iba a dejar que eso les pasara a Barry y Sandy. Así que había aceptado un puesto de director en las oficinas que tenía Alatonics en Tanyata. Era el principal fabricante de robots de la dinastía y le pagaba un salario colosal, y por el modo en que Tanyata estaba creciendo, se lo iba a ganar a pulso. La inmigración llegaba ya al cuarto de millón a la semana, sobre todo refugiados de los 23 Perdidos. Una vez hechos todos los preparativos, Liz se había sentado con el arquitecto una semana entera para diseñar la casa grande y espaciosa que, para ser honestos, era una pequeña mansión. Ya estaban allí, pero no parecía del todo real.

—No os metáis en el agua —les chilló a los niños—. Hablo en serio. —Miró por el gran vestíbulo e intentó recordar qué puertas llevaban a dónde. Entonces vio las marcas que las deportivas de Barry habían dejado en el suelo de madera noble pulida del salón e hizo una mueca—. Averigua si hay alguna doncella robot —le dijo a su mayordomo electrónico.

En ese momento entró Liz con una caja llena de loza.

—Adivina…

—Eh…

—Acaba de llamar la tienda de muebles. No nos traen nada hasta el jueves.

—Pero eso son dos días. ¿Qué se supone que tenemos que hacer hasta entonces? No tenemos muchos muebles. —Seguía sin creerse el tamaño de las habitaciones, era como una casa hecha de hangares para aviones. Las pocas cosas que se habían llevado con ellos no llenarían su estudio, por no hablar ya de los salones.

—Buena pregunta. El área de clasificación de la estación es un desastre. El contenedor está allí, por alguna parte. Creen. —Liz le lanzó a la iluminación del vestíbulo una mirada suspicaz—. Ésa no es la instalación que pedí.

—¿Ah, no? —Mark pensó que las luces doradas y nacaradas eran bastante bonitas.

—No. ¿Dónde diablos está esa representante de la promotora? Debería haber estado aquí cuando llegamos.

—Sí, cariño.

—¿Qué es eso? —Liz estaba mirando otra vez por la parte frontal de la casa, donde acababa de aparcar una furgoneta de la mensajería MoZ Express junto al camión de mudanzas—. No importa, ya lo averiguaré.

—¿Quieres que te ayude a vaciar algunas de las cajas?

—No. Tú mira el programa, está empezando. Los portales estaban todos instalados, al menos más vale que lo estén.

Mark encontró a toda prisa un gran cojín en una de las cajas y lo llevó al salón para ponerlo encima de las rozaduras. Liz mataría a Barry si las viera.

Se sentó y le dijo a la matriz de gestión de la casa que accediera al programa de Miguel Ángel. El portal proyectó la imagen por la mitad del suelo vado. La resolución y la definición del color eran magníficas, incluso con el sol entrando a raudales por las puertas abiertas de la terraza.

Miguel Ángel iba vestido con un traje de seda morado suelto y se encontraba solo en medio del estudio.

—Hola a todos. Éste es el programa que llevamos retrasando ya un par de semanas, el que prometimos que les contaría la historia real de la guerra. Y créanme, no estoy bromeando. Para demostrarlo, tenemos aquí, en el estudio, a Nigel Sheldon. —El enfoque de la imagen pasó a una hilera de sillas. Nigel estaba sentado en un extremo y le sonrió al público del estudio cuando comenzaron los aplausos—. El mismísimo Ozzie —anunció Miguel Ángel como si no pudiera creerse del todo la lista de invitados—. El almirante retirado Wilson Kime, la senadora Justine Burnelli, la investigadora jefe Paula Myo y dos visitantes muy especiales, Stig McSobel, portavoz de los Guardianes del Ser y un motil de MontañadelaLuzdelaMañana que contiene los recuerdos de Dudley Bose. —Miguel Ángel aplaudió al elenco y después le dedicó una sonrisa cautivadora al público para demostrarle lo feliz que le hacía el siguiente anuncio—. Y, aunque técnicamente hablando es mi programa, la entrevistadora por supuesto no puede ser otra que nuestra Mellanie Rescorai.

Mark lanzó una risita cuando la imagen enfocó a Mellanie, que estaba sentada detrás del gran escritorio de Miguel Ángel.

—Deberías haber ido —le dijo Liz.

Mark levantó la cabeza y sonrió.

—De eso nada. Acuérdate de la última vez que me entrevistó.

—Sí —dijo Liz arrastrando las palabras—. De todos modos la entrega era para ti.

—Ah, ¿qué es?

Liz le hizo un gesto al carrito robot. En su cesta había diez carteritas de las que usaban los niños para llevar la comida al colegio.

—Había una nota.

Mark frunció el ceño cuando abrió el sobrecito.

—«Recién sacadas de la guardería» —leyó—. «Disfruta de tu nueva casa. Ozzie.» —Sonrió y abrió la primera cartera—. ¡Eh, champán!

—Ensalada de cangrejo de Millextow —exclamó Liz cuando abrió otra—. Bombones Thornton. Maldita sea, necesitamos más amigos ricos.

Alguien llamó a la puerta principal. Cuando salieron al vestíbulo vieron a tres personas ante el porche sombreado. Mark hizo lo que pudo por no quedarse mirando a la más alta, un hombre delgado que llevaba una falda escocesa y una camiseta blanca. Cada parte de la piel expuesta tenía un tatuaje CO y en la calva le resplandecían unas galaxias doradas.

—Eh, hola, soy Lionwalker Eyre y éstos son mis compañeros vitales, Scott y Chi. Somos sus vecinos. Pensamos que deberíamos venir a presentarnos.

—Entren, por favor —dijo Mark. Le estaba costando no quedarse mirando a Chi, poseedora de una belleza encantadora—. No sabía que ya teníamos vecinos.

—Sí, bueno, llevamos aquí un tiempo —dijo Lionwalker con un marcado acento escocés—. En circunstancias normales ya me habría trasladado de planeta a estas alturas. No me gustan las multitudes. No se ofendan. Pero ya no quedan planetas sin casi gente. Así que más vale aprovechar lo que se pueda, ¿no?

—Estábamos a punto de abrir una botella.

—¿En plena tarde? Los vecinos que a mí me gustan.

—Yo le conozco —dijo Chi—. Usted es ese Mark Vernon.

—Ah. —Mark contuvo la respiración y metió la barriga—. Culpable, me temo.

—De hecho —dijo Liz con intención, mientras rodeaba con un brazo los hombros de Mark—. Es mi Mark Vernon.

Bradley Johansson hizo lo único que no esperaba hacer: abrió los ojos.

—Estoy vivo —exclamó. La garganta tuvo algún que otro problema para formar las palabras y no le salieron bien. Aquellas cuerdas vocales había evolucionado para emitir sonidos más sofisticados, y canciones.

—¿Es que alguna vez lo dudaste? —preguntó Bailarín de las Nubes—. Te nombramos amigo nuestro.

—Ah —dijo Bradley. Intentó levantarse. Cuando movió los brazos, la membrana alada subió con ellos con un profundo susurro. Bajó la cabeza y miró asombrado su cuerpo silfen—. ¿Esto es real?

Bailarín de las Nubes se echó a reír.

—Eh, tío, si alguna vez averiguas lo que es real y lo que no, nos avisas, ¿vale?

Habían sido tres semanas muy largas en el nuevo desierto. Tom estaba cansado y sucio después de días interminables examinando el suelo arenoso y cavando agujeros interminables. También quería un respiro de los continuos gimoteos de Andy y la pésima cocina de Hagen, unos diez años, más o menos. Quizá fueran hermanos, pero eso no significaba que soportara estar encerrado con ellos tanto tiempo.

Les había parecido una buena idea tras el incendio de su casa de Ciudad Armstrong por culpa de aquellos psicópatas de los Guardianes. La Federación tenía mucho interés en adquirir secciones de la nave alienígena destrozada y la Marina pagaba bien por los trozos. Todo lo que había que hacer era meterse en el nuevo desierto que la venganza del planeta había depositado en la estepa, entre las montañas Dessault y el mar de Roble, blandir un detector de metales y cavar donde sonaba. Era lo que estaban haciendo un montón de tíos. Afirmaban ser muy ricos. Tampoco era que se notase por la ropa que se ponían o los vehículos que conducían.

Tom y sus hermanos nunca habían encontrado nada de verdadero valor. Unos cuantos restos, trozos de metal retorcido que la verdad era que podrían haber sido cualquier cosa. Los chatarreros de Zeefield nunca ofrecían mucho. Los carroñeros decían que si apareciera un auténtico hallazgo, los chatarreros pujarían unos contra otros y el precio subiría. Tom odiaba a los chatarreros, pero el único modo de averiguar el precio real de los restos era volver a Ciudad Armstrong, por donde la nave de la Marina pasaba cada par de meses para ver lo que habían encontrado. El viaje les llevaba semanas enteras y no estaban ganando lo suficiente para eso.

Cada vez que salían, Tom estaba convencido de que aquél sería el viaje en el que darían con el filón de oro. La nave estelar era inmensa y en su mayor parte maquinaria sólida, según los chatarreros y demás carroñeros. Lo que significaba que debería haber trozos del tamaño de casas enterrados bajo aquel nuevo desierto. ¿Tan difícil iba a ser?

Pero aquél había sido otro desastre de viaje. Tenían sensores conectados a cables que se extendían a lo largo de veinticinco metros a ambos lados de su viejo todoterreno Mazda. Los extremos estaban atados a pequeños quads que montaban Hagen y Andy para mantener el cable tenso. De ese modo podían cubrir una gran superficie del nuevo desierto conduciendo juntos. El tío al que se lo habían comprado juraba que el sistema podía encontrar metal a veinte metros de profundidad. Al precio que les había cobrado por el apaño, deberían haber podido ubicar lo que fuera a un kilómetro.

Todo lo que habían conseguido era una vieja bomba abollada hecha de un compuesto metálico ligero, que seguramente iba a alcanzar un par de cientos de dólares de Tierra Lejana, y tres puntas curvas de metal que a Tom se le parecían sospechosamente a arcos de un volante. Pero tenían cables y unos módulos electrónicos acoplados a ellas. Así que nunca se sabía… Les había llevado casi cinco días enteros extraerlas. El problema del nuevo desierto era que no era un desierto de verdad, sobre todo en ese momento, un año después de la venganza del planeta. Al principio había sido una extensión desnuda de suelo arenoso. Pero después lo cubrieron las lluvias y las semillas de las plantas enterradas germinaron y empezaron a crecer. Había adquirido un leve color verde y el suelo estaba pegajoso, lo que hacía difícil cavar, sobre todo después de la lluvia. Los arroyos y los ríos comenzaban a reaparecer por los contornos. Había algunas tierras bajas que se habían convertido en simples pantanos, imposibles ya de atravesar. Cada vez que salían, se pasaban horas sacando al Mazda de tramos inesperados de barro.

Tom encontró la autopista Uno justo después del mediodía y giró por ella, rumbo al norte. Algo más al sur, donde la carretera corría paralela a las montañas Dessault, el asfalto se había desvanecido por completo bajo el suelo del nuevo desierto. Allí se extendía a cielo abierto, a veces durante kilómetros enteros antes de que las altas dunas lo cubrieran otra vez. Iban disminuyendo poco a poco cuanto más al norte ibas, hasta que medio día después del monte StOmer, terminaban del todo. Pero era fácil seguir la carretera. Cada vehículo dejaba huellas que seguían la línea del asfalto bajo las dunas. Se podía encontrar la carretera incluso en la oscuridad.

Cuando se encontró en la cima de una duna, vio una figura oscura junto a las huellas, unos cientos de metros más allá.

—¿Qué diablos es eso?

—¿Qué es qué? —gritó Hagen.

—Quieres apagar esa puta música —le dijo Tom. Ésa era otra, Hagen ponía su rock sincopado a todo volumen todo el santo día.

—Es una chica —dijo Andy—. ¡Yuhuuu!

Tom escudriñó un poco más. No había forma de saberlo.

—Venga ya, tíos. Es alguien con el camión estropeado, eso es todo. —Tampoco es que él viera ninguno. Por ningún sitio. ¿Pero de qué otro modo iba a llegar nadie allí?

—Te estoy diciendo que es una chica.

—Hagen, apaga la música ahora mismo o te juro que voy a tirar esa matriz del todoterreno.

—Que te follen, gilipollas.

Pero le bajó el volumen. Tom bajó la cuesta a todo meter con el Mazda. No era que creyera a Andy, pero…

—¿Cuánto cobramos por el servicio de rescate y taxi? —dijo Andy con una carcajada.

—Coño, yo ya sé lo que voy a cobrarle —dijo Hagen y se tocó la entrepierna.

Lo que hizo a Tom darse cuenta de la pinta que debían de tener. Petos y camisetas mugrientas, todos con viejas gorras harapientas y gafas de sol del año mil. Llevaban tres semanas enteras sin afeitarse. Y el estado del Mazda no era mucho mejor.

—Bueno, qué diablos —murmuró cuando se acercaron a la figura que todavía no se había movido. Fue frenando el todoterreno.

—Ya te lo dije —dijo Andy.

Hagen empezó a reírse con unos suspiros excitados como si fuese una especie de retrasado mental.

—Cállate ya, Hagen —gritó Tom. Era una chica de verdad. Tenía el pelo oscuro y corto bajo una gorra blanca con visera y vestía una camiseta naranja sin mangas y unos pantalones oscuros muy apretados, cortados justo por encima de las rodillas. Y estaba sentada en una posición muy rara, con las piernas cruzadas y los pies doblados de algún modo. Lo único que se le ocurrió a Tom fue lo flexible que debía de ser para hacer eso. Una sonrisa comenzó a abrirse camino en su cara y detuvo el todoterreno al lado de la chica—. Eh, buenas tardes.

—¡Qué hay! —gritó Andy—. Yo y mis hermanos, nos vamos al pueblo.

Tom clavó el codo en las costillas de Andy.

—Sí, señora —se rió Hagen—. Vamos a montarnos una fiesta esta noche. ¿Te apetece una buena juerga?

Para absoluta sorpresa de Tom, la joven se levantó y le sonrió.

—Ni te lo imaginas —dijo la Gata.

Como siempre, la falta de sueño ponía a Ozzie de un humor muy irritable. Bajó la cremallera de la tienda, agitó los brazos para defenderse del fresco aire del bosque de primeras horas de la mañana y se acercó a la hoguera que habían hecho la noche anterior. El motil Bose se encontraba junto a ella, echándole astillas pequeñas a las brasas. Las llamas empezaban a parpadear otra vez.

—Buenos días, Ozzie —dijo el motil Bose—. Tendré esto en marcha en un minuto. ¿Quieres tu chocolate caliente? —Hablaba a través de una pequeña matriz bioneuronal acoplada a la punta de un tallo sensorial, un sistema hecho a medida que se podía cambiar con facilidad por un módulo primo de comunicación normal.

—Café —gruñó Ozzie—. Me ayudará a mantenerme despierto. —Miró furioso la tienda que compartían Orion y Mellanie al otro lado del pequeño claro.

—Yo tengo suerte, este cuerpo no necesita dormir como los humanos. Un buen descanso es todo lo que necesito para recuperarme.

Ozzie se sentó en un antiguo tronco medio podrido y empezó a atarse los cordones de las botas. Los caballos bufaban tras él, impacientes por recibir su pienso.

—Pues al parecer algunos humanos tampoco necesitan dormir. A ver, ¿los oíste anoche? Tío, se pasaron horas enteras sin parar.

—Son jóvenes.

—Ya. Pues podrían ser jóvenes y silenciosos.

—Ozzie, te estás convirtiendo en un viejo gruñón. ¿Es que tú nunca tuviste una luna de miel?

—Ya, ya. Pon unos huevos en la sartén, anda. Voy a ocuparme de los caballos. —Después se atareó con los morrales.

Tochee fue el siguiente en levantarse y bajar la cremallera de la tienda semiesférica que se había diseñado.

—Buenos días, amigo Ozzie.

—Buenos días. —La matriz que llevaba en la muñeca tradujo el gruñido a un impulso ultravioleta para Tochee. Parecía una pulsera con una piedra negra incrustada encima. El dispositivo era bioneuronal y hecho a medida. Los expertos de la división de electrónica del TEC se habían mostrado entusiasmados con el reto de diseñar emisores ultravioletas bioluminiscentes. Les había llevado casi seis meses, pero la pequeña unidad funcionaba a la perfección en los senderos silfen.

La primera taza de café calmó el genio de Ozzie un poco. Después, el sonido de dos humanos teniendo relaciones sexuales empezó a resonar por todo el claro, elevándose en volumen e intensidad. La tienda se sacudía.

—¿Por qué se refieren los dos a vuestra deidad mientras copulan? —inquirió Tochee mientras masticaba un trozo de repollo rehidratado—. ¿Están pidiendo acaso una bendición?

Ozzie le lanzó al motil Bose una mirada, pero, por supuesto, la criatura no tenía un lenguaje corporal que él pudiera leer.

—Un reflejo incontrolable, tío. Búscalo en los archivos de tu enciclopedia.

—Gracias, lo haré.

Ozzie empezó a comerse los huevos y el pan rehidratado e intentó concentrarse en la comida.

Orion y Mellanie aparecieron un rato después, los dos con una amplia sonrisa en la cara. Iban de la mano cuando se acercaron al fuego.

—Os he hervido un poco de agua —dijo el motil Bose.

—Que seguramente ya estará fría a estas alturas —murmuró Ozzie.

—¿Queréis unos cubitos de té?

—Sí, por favor —dijo Mellanie. Los dos se sentaron juntos en el tronco. La joven se apoyó en su compañero, con las manos cogidas, y volvieron a sonreírse—. ¿Tenéis que iros? —preguntó.

Ozzie intentó recuperar el humor. En realidad, por eso estaba siendo tan gilipollas esa mañana.

—Sí, me temo que sí, tíos. Hay una escisión en el sendero, justo al otro lado del claro.

—Tiene razón —dijo Orion—. La noto.

Mellanie le lanzó a los altos árboles una mirada melancólica.

—Ojalá yo pudiera.

—Aprenderás —dijo el chico con tono de adoración.

Ozzie sorprendió los cuatro tallos sensoriales del motil Bose agitándose al unísono. Lo achacó a una carcajada motil.

Esa mañana a todos les llevó mucho tiempo guardarlo todo, como si quisieran retrasar el momento. Al final, todas las bolsas quedaron cargadas en los caballos, llenaron las cantimploras de agua y prepararon los almuerzos para las mochilas de mano. Ozzie se quedó enfrente de Tochee y Orion con aspecto desdichado.

—Tochee.

—Amigo Ozzie, he temido este momento.

—Yo también, tío. Pero encontrarás el camino a casa. Nosotros lo hicimos.

—Viajar con esperanza es mejor que llegar.

—¡Ja! No te creas todo lo que te digan los humanos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Tochee estiró su manipulador y le dio la forma de una mano humana. Ozzie se la estrechó con gesto formal. No estaba del todo preparado para el modo que tuvo Mellanie de rodearlo con los brazos. Todavía quedaba un pequeño y molesto tema de confianza con aquella chica que Ozzie no había terminado de resolver.

—¿En serio vas a hacer esto? —preguntó.

Mellanie le lanzó una mirada inocente e indignada que se disolvió en una preciosa sonrisa maliciosa.

—Oh, sí, pues claro. Mis implantes pueden grabar todos los mundos que visitemos. ¿Tienes miedo de que supere tu récord de planetas nuevos recorridos?

—No. Pero estás en la cima de la unisfera. Esa entrevista podría haber convertido a Miguel Ángel en el chico que te trajera el café a ti. Y lo sabías.

La joven le dedicó una curiosa sonrisa distante de satisfacción.

—Solo, una de azúcar.

—¿Disculpa?

—Creí que tú precisamente lo entenderías. Es mucho mejor viajar que llegar, ¿no? Sí, he llegado a la cima. ¿Y ahora qué? ¿Me quedo allí quinientos años? El caso es que de camino averigüé lo que hace falta para llegar y lo que tendré que hacer para quedarme. Creí que podía hacerlo. De verdad. Creí que podía ser más dura y más desagradable que todos los demás. De hecho, puedo serlo, que es lo peor. Pero también he averiguado que no me gusta el precio que hay que pagar. No es lo que soy, creo. Necesito un respiro, Ozzie. Necesito aclarar mis ideas.

—Tantas cosas y tan poco tiempo, ¿eh?

—Tú cambiaste el mundo con la tecnología de los agujeros de gusano, pero fue Sheldon el que construyó la Federación. ¿Por qué, Ozzie?

—Así es más divertido.

—Ya, bueno, yo voy a echarle un vistazo a la galaxia. Cuando vuelva, tendré las grabaciones para volver a meterme directamente en el puesto número uno si eso es lo que quiero.

—Espero que para entonces ya hayas averiguado lo que quieres —le dijo con sinceridad.

—Gracias, Ozzie.

—Entretanto, pórtate bien con Orion. Es un buen chico.

Mellanie agitó las pestañas.

—Ya no lo es, no señor.

Ozzie sonrió mientras veía alejarse a Mellanie e intentaba no mirarle el culo. Llevaba unos vaqueros increíblemente apretados.

—Supongo que se acabó —dijo Orion. Tenía algo en la garganta que al parecer lo había dejado ronco.

—¿Vas a estar bien? —preguntó Ozzie—. Quiero decir, ¿bien de verdad?

—Claro. Me enseñaste a cuidarme. Salvo por lo de entrarle a las chicas; lo que me dijiste no servía para nada, Ozzie.

Ozzie abrazó al chico, de repente tuvo miedo de estar a punto de perder los papeles y echarse a llorar, lo que no sería nada guay.

—Están ahí fuera, chaval, ya lo sabes.

—Lo sé. A veces creo que puedo verlos. Pero están muy lejos.

—Bueno, ten cuidado, y recuerda que siempre puedes volver.

—Lo sé.

—Y diviértete en el mundo de Tochee. Quiero un informe completo algún día.

—Lo tendrás.

—Cuida de Mellanie. No es tan dura como quiere aparentar.

—Ozzie, estaremos bien. —Orion le dio un último abrazo—. Adiós, Ozzie.

—Claro, tío, adiós.

Ozzie se puso la mochila al hombro y observó a Orion, Mellanie y Tochee, que dejaban el claro llevándose a los tres cargadísimos caballos. Sintió un fuerte impulso de echar a correr tras ellos.

—Despedirse siempre es duro.

—¿Cómo dices? —Ozzie levantó la cabeza para mirar al motil Bose.

—Creo que Orion es perfectamente capaz de sobrevivir ahí fuera. Después de todo, es amigo de los silfen.

—Sí, pero venga, entre él y Mellanie no tienen una sola neurona que puedan juntar.

—No son las neuronas lo que les interesa juntar.

Ozzie se echó a reír.

—No, ya lo sé. Supongo que a Tochee le va a llevar más tiempo del que cree llegar a casa. —Suspiró—. Venga, vamos a ponernos en marcha.

Partieron en la misma dirección que los otros en un principio. Ozzie los siguió viendo entre los árboles durante un rato. Orion y Mellanie los saludaban de vez en cuando y él levantaba la mano para responder. Pero al final, los matorrales ya eran demasiado densos.

—¿Esto es de verdad un sendero? —preguntó el motil Bose. Estaban abriéndose paso a la fuerza entre arbustos y hierbas altas, con los árboles tupidos alrededor. El suelo estaba húmedo bajo sus pies.

—Sí —respondió Ozzie, sabía, sentía que el antiguo camino comenzaba a despertarse—. Es sólo que no se ha usado en mucho tiempo, nada más.

Les llevó tres días más, abriéndose paso por un bosque de pinos templados que iban convirtiéndose en una densísima y exuberante vegetación tropical. El tercer día, por la mañana, los árboles empezaron a encogerse. Parecían malformados, como si sufriesen algún tipo de enfermedad. Empezaban a dominar los muñones sin hojas que aparecían entre los troncos vivos. Los matorrales dieron paso a cintas de cieno que cubrían el suelo. La selva moribunda no tardó en convertirse en un campo de cantos rodados. La piedra empezó a alzarse a ambos lados, formando las paredes de un barranco. Los truenos reverberaban a su alrededor, cada vez más altos. Se estaban adentrando en la oscuridad, con algún que otro relámpago acompañando al trueno.

—Ya lo oigo —dijo el motil Bose de repente.

Ozzie asintió. Caminó hasta el fin de la hondonada y se asomó al valle que quedaba abajo. Por encima de sus cabezas, un campo de fuerza contenía las nubes negras y densas. Los rayos arañaban el campo de energía traslúcido.

Delante de él tenía el hogar de MontañadelaLuzdelaMañana. La gigantesca construcción que había consumido la montaña cónica del centro del valle. Inmensos lagos rectangulares de congregación, con los cuerpos que se retorcían y salían a las rampas, donde los motiles los formaban en nuevos regimientos. Edificios industriales creciendo por todas partes.

—No veo ni un solo ser vivo más aparte de él —dijo Ozzie—. Nada.

—Y no lo verás —dijo el motil Bose—. Aquí no. Hay granjas en otras partes. La mayor parte de los terrenos continentales están dedicados a la agricultura. Pero no hay fauna salvaje.

—¿Qué está haciendo?

—Dando vueltas a las cosas. Cree que va a morir. No hasta dentro de millones de años, hasta que el sol se expanda y llene el interior de la barrera. Pero es lo único que ve. No cree que ninguno de sus asentamientos interestelares vaya a rescatarlo, si es que sobreviven a nuestras bombas nova. Sabe que recaerán en un estado independiente y por tanto se convertirán en su enemigo, como lo eran todos los demás inmotiles.

—Un hijo de puta morboso, ¿no? ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

—Pues claro. Es lo más correcto. Yo fui lo último que escapó de Dyson Alfa, lo correcto es que sea yo el que le traiga una oportunidad, un poco de esperanza. MontañadelaLuzdelaMañana ya no puede cambiar. Aquí la evolución ha terminado. No puede pensar de forma diferente, él solo no. Alguien debe introducir el cambio, porque nunca surgirá de dentro.

—¿Y tú puedes hacerlo?

—Puedo intentarlo. Puedo insinuar preguntas en sus pensamientos. Preguntas que él solo no es capaz de concebir.

—¿Eso no es un poco como si lo hicieras a tu propia imagen?

—No creo que tengas que preocuparte de que MontañadelaLuzdelaMañana se convierta en humano en su forma de ver las cosas. En cuanto a mí, con que desarrolle una perspectiva más racional, yo ya lo consideraré un éxito. Tiene que aprender a ser más tolerante.

—Buena suerte. A nosotros tampoco se nos da muy bien. Estuvimos a punto de matar a MontañadelaLuzdelaMañana por una simple reacción instintiva.

—Pero no lo hicimos, verdad, gracias a ti.

—Y a unos cuantos más.

—Hará falta tiempo, siglos supongo, y no hay garantías de éxito.

—Volveré dentro de unos cientos de años a ver cómo progresa.

—Hazlo, por favor. Será interesante ver en qué te has convertido para entonces.