Capítulo 18

El sancionador cuántico no quería entrar en el lanzamisiles. No había nada que Ozzie o la subrutina IS pudieran hacer para que el grueso misil se deslizara de su recámara y se introdujera en el tubo. Nada en absoluto, maldita sea. Había intentado todos los trucos que se le habían ocurrido: si metía electricidad a la fuerza en los brazos manipuladores de electromúsculo sólo conseguía que sufrieran un espasmo y que destellara una advertencia de sobrecargas eléctricas en su visión virtual; hizo que la subrutina IS revisara el código de todo el programa de gestión de la recámara pero eso sólo demostró que los programas informáticos eran eficaces; la ejecución de diagnóstico tras diagnóstico del mecanismo físico le mostró que todos los componentes estaban totalmente operativos.

Y seguía sin funcionar.

Ozzie dejó escapar un gruñido de furia. Tenía una sensación oscura de presión en la cabeza que iba creciendo con cada hora que pasaba. Jamás había sentido una frustración parecida. Haber llegado a ese punto y sólo para que lo bloqueara una especie de fallo técnico era el colmo, algo que sólo podía ser cosa de un auténtico cabrón de dios.

Hay una razón lógica para que esta máquina no funcione, y por tanto terminaré encontrando el fallo.

Cuando miró por su visión virtual la complejísima estructura del mecanismo de lanzamiento, lo único que se le ocurrió fue golpearla con los puños virtuales. Y la falta de comida tampoco ayudaba demasiado, era incapaz de concentrarse. Dos días ya. Y tampoco había dormido mucho durante ese tiempo.

En la cabina hubo un crujido inesperado pero muy conocido que atrajo la atención de Ozzie y lo sacó de la estructura virtual. En el sillón de la derecha, Mark estaba flotando a un par de centímetros por encima del tapizado, dándole la espalda a Ozzie.

El crujido se oyó otra vez.

—Eh, Mark, qué… Oye. ¡Espera un puñetero minuto! ¿Eso es «chocolate»?

Mark se dio la vuelta con pereza, tenía las mejillas hinchadas y masticaba muy contento. En una mano sujetaba el envoltorio roto y arrugado de una chocolatina Cadbury. Quitó el papel de plata de los últimos cuatro cuadrados y se los metió en la boca con aire desafiante.

—¡Serás cabrón! —chilló un indignado Ozzie—. Aquí estoy yo, muriéndome de puta hambre y tú has tenido reservas de comida todo este tiempo.

—Es la comida que me traigo de casa —murmuró Mark con la boca llena—. Y es mía.

—¡Estamos en esto juntos! Hijo de puta, ¿dónde está tu humanidad? Lo único que he tomado en los últimos dos días es agua. Y los dos sabemos de dónde sale.

Mark se terminó el chocolate de un buen bocado.

—Oh, lo siento. ¿Se te olvidó robar los bocatas de la guardería antes de raptarme y secuestrar una nave estelar?

—¡Esta nave es mía! He pagado la mitad.

—Estupendo, entonces abre el canal TD y explícaselo a Nigel Sheldon.

A Ozzie le apetecía darle un buen golpe a las matrices que tenía delante.

—¿Qué cojones fuiste en una vida anterior, abogado?

—¡Me has matado! —le bramó Mark a su vez—. ¿Pero qué le hizo pensar a ese pedazo retorcido de escombros que tienes por cerebro que te iba a dar las gracias? Por favor, me interesa mucho. Dímelo.

—Sí te dignaras a cerrar la boca y escucharme, entonces quizá tu ínfimo coeficiente intelectual podría intentar lidiar con lo que te estoy diciendo.

—Por lo menos tengo un coeficiente intelectual mayor que mi número de zapato.

—¡Capullo!

—¡Mamón! —Mark le tiró el envoltorio vacío a Ozzie—. Ah, y además traidor.

—No soy ningún puto agente del aviador estelar. Tío, ¿por qué nadie me escucha nunca?

—¿Ésa era otra pregunta retórica desde las vertiginosas alturas de tu intelecto?

—No soy una persona violenta, pero si no lo dejas ya, te juro que vas a atravesar la pared de la cabina de una patada en el culo.

—¿Y lo que debo dejar son los insultos o los gritos?

Ozzie apretó los puños. Preparado para… A punto de…

—¡Dios! ¿Cómo conseguiste pasar por el programa de seguridad de personal? En esta galaxia nadie sería capaz de trabajar contigo. Eres la persona más irritante que he conocido jamás, coño.

—¿Fue tu encanto lo que impresionó a Giselle? ¿O sólo le diste pena por el peinado?

La mano de Ozzie se alzó con gesto automático para tocarse el pelo, que flotaba como una medusa agitada en el entorno ingrávido de la cabina.

—Está de moda, tío —dijo con voz gélida.

—¿Dónde?

El tono de Mark parecía de auténtica curiosidad, lo que desconcertó al proceso mental de Ozzie y evitó que se le ocurriera alguna respuesta. Además…

—Mira, nos estamos yendo por las ramas, tío. Me he disculpado como treinta mil millones de veces por lo que ocurrió en el muelle. Nunca quise que te vieras arrastrado a esto.

—¿Cómo crees que les va a ir a mis hijos sin mí? Ninguno de los dos ha cumplido todavía los diez años, por el amor de Dios. Me has arrancado de su lado para morir solo en el espacio interestelar, y ahora la Federación va a perder la guerra por culpa de tu traición. Tendrán que huir en los botes salvavidas. Perseguidos por toda la galaxia por un enemigo alienígena, sin saber jamás si han escapado de verdad mientras al resto de las especies los cazan y borran del mapa de forma sistemática. ¿Es que no tienes hijos? Intenta recordar lo que sentías por ellos antes de que eso se apoderara de tu mente.

—¡Que no soy un puto agente del aviador estelar! —chilló Ozzie. Se tomó un momento para calmarse. Cuando miró a Mark, vio una sonrisa engreída en la cara de aquel hombre—. Muy bien, pon ese coeficiente intelectual tan superior que tienes a trabajar en esto, ¿qué sentido tiene que yo robe la Caribdis?

—¿Eso es un chiste del aviador estelar?

—Hablo en serio. Vamos a llegar a Dyson Alfa en ¿qué? ¿Seis horas antes de que llegue Nigel y convierta su estrella en una nova? Así que, ¿qué va a lograr con exactitud este agente del aviador estelar con eso? ¿Seis horas es tiempo suficiente para que MontañadelaLuzdelaMañana construya una flota de fragatas como ésta? Dímelo, venga, tú eres el puñetero experto en montar estos pequeñuelos. ¿Se puede hacer en seis horas?

—No pienso jugar a esto.

—¿Tienes miedo de que yo tenga razón?

—Eres un crío.

Sólo la fuerza de voluntad que sólo se puede adquirir tras vivir trescientos sesenta años consiguió mantener la voz de Ozzie serena y despejada.

—Soy Ozzie Fernandez Isaacs. Construí el primer generador de agujeros de gusano y fui la comadrona de la sociedad de la Federación que disfrutáis tus hijos y tú. Incluso si de verdad crees que parte de mí está enterrada bajo el condicionamiento del aviador estelar, la otra parte todavía tiene derecho a cierto respeto. Y Ozzie Fernandez Isaacs está bastante seguro, joder, de que no se puede duplicar esta fragata en seis horas.

Mark suspiró de mala gana.

—No, no se puede.

—Gracias. Y si no se puede hacer eso, tampoco se puede descifrar una bomba nova.

—Podrías llegar a entender los principios.

—Desde luego que podrías. Toda la física se deriva de las teorías existentes, así que sí. Entiendes cómo funciona la teoría, es igual que saber que e=mc2 es lo que hace que funcione una bomba atómica; pero no es que eso te diga cómo construirla. Pero tienes la noción, y después, una media hora más tarde, ya puedes ver una en acción cuando el bueno de Nigel convierte tu estrella en una esfera creciente de radiación ultradura y plasma. Así que repito, ¿qué sentido tiene?

—MontañadelaLuzdelaMañana tiene otros puestos avanzados.

—Que en estos momentos son el objetivo de las restantes fragatas de la operación cortafuegos. —Ozzie cogió aliento, casi le dolía ver el modo en que se estaba ablandando Mark—. Nigel va a cometer un genocidio en nombre de nuestra especie, y lo más terrible es que la mayoría vamos a animarlo encima. Seguiremos vivos y lanzaremos vivas en ese frente, pero la raza humana se quedará sin alma. Eso se muere junto con MontañadelaLuzdelaMañana. Mark, este vuelo es la única oportunidad, la única, que tenemos de conservar nuestra humanidad. Es un riesgo inmenso. Una locura, incluso; lo admito. Estoy apostando mi vida en esto porque tengo derecho y una vez más me disculpo por obligarte a formar parte de esa apuesta. El caso es que esta apuesta es tan grande que Nigel se opone por completo a ella, e incluso lo respeto por ello. Vivimos tiempos aterradores, Mark. Pero no puedo permitir que se nos escape esta diminuta oportunidad. Tengo que intentar poner en marcha otra vez el generador de la barrera.

—Lo entiendo, claro, pero…

—Si soy un traidor, no importa porque la raza humana sobrevivirá gracias a Nigel y a las naves que nos siguen. Pero tío, piénsalo, si no soy un traidor y reestablecemos la barrera, entonces también ganamos y ganamos como debemos. ¿Es que eso no te dice nada? ¿Lo que sea?

La respuesta tardó un buen rato y cuando Mark habló por fin, dio la sensación de que le arrancaban las palabras a la fuerza.

—No sé. Eso de volver a poner en marcha el generador, no me parece que tenga muchas probabilidades de éxito.

—Las peores probabilidades de la historia de la humanidad. Por eso soy yo el que lo estoy haciendo. Vamos, tío, no pensarás que nadie con medio gramo de sentido común va a estar echando los bofes así por esto, ¿no?

—Supongo que no. —Había una sonrisa levísima en el rostro de Mark.

—Ése es mi hombre. —Ozzie levantó la mano para que el otro la entrechocara con la suya. Mark se la quedó mirando, desconcertado—. Está bien —dijo Ozzie—. Bueno, pues a ver si me dices cómo consigo hacer funcionar el mecanismo de lanzamiento del sancionador cuántico. Maldita sea, está acabando conmigo.

—¿Quieres decir que de todos modos no podrías lanzar el misil?

—No —admitió Ozzie.

Hubo otra larga pausa, después Mark lanzó una risita segura de sí misma.

—Vaya, vaya. Eso me convierte en capitán, ¿no?

—¿Qué?

—Está bien, quizá no capitán. Pero nos repartimos las responsabilidades. Tú te quedas el control del motor y a mí me das el control de los misiles.

—¿Qué?

—Puedo arreglar el mecanismo de lanzamiento. Pero si quieres que lo arregle, primero tienes que darme autoridad para disparar.

—¿Y por qué iba a querer hacer eso?

—Si nos llevas a la Fortaleza Oscura y encuentras un objetivo dentro, le lanzo un sancionador cuántico y hasta lo animo. Si intentas entregarle esta nave y su tecnología a MontañadelaLuzdelaMañana, nos vuelo en mil pedazos. Ése es el trato. Confías en mí, ¿no?

—Hijo de puta. Estás muy unido a Nigel, ¿no? ¿Qué eres, un doble genético?

—¿Quieres tener tu oportunidad en el generador de la barrera o no?

Ozzie no veía ninguna otra salida.

—¿Has encontrado una solución para el problema del sistema de lanzamiento? —le preguntó a la subrutina IS.

—No. Según mis rutinas analíticas, el sistema debería funcionar. Y no lo hace. Es una paradoja cuya resolución está por encima de mi potencia de procesamiento disponible.

—De acuerdo, Mark, puedes acceder a los sistemas armamentísticos.

—Quieres decir que puedo controlar los sistemas armamentísticos.

—Sí, bueno, vale. —Las manos virtuales de Ozzie se movieron entre los símbolos y le dieron a Mark el acceso a las armas. Vio que Mark establecía conexiones con la red y después cifraba toda la sección armamentística—. ¿Puedes descifrar eso? —le preguntó a la subrutina IS.

—No. Requeriría más potencia de procesamiento de la que posee la nave.

—Como no —murmuró Ozzie. Los datos fluían de las matrices de control del mecanismo de la recámara para entrar en los implantes de Mark.

—¿Qué pasa? —inquirió Mark.

—Sólo intentaba imaginarme cómo vas a arreglar el lanzamisiles.

—Estaba ladeado.

—¿Disculpa? —La visión virtual de Ozzie siguió unos pequeños archivos que Mark estaba descargando en la matriz que gobernaba los brazos electromusculares.

—Todo el mundo piensa que los segmentos electromusculares son iguales —dijo Mark—. Y no lo son. Dos trozos idénticos casi siempre tienen diferentes índices de tracción. Es por culpa de las inestabilidades menores en los procesos de fabricación. Algunas remesas salen débiles y otras fuertes, así que los productores siempre incorporan una sobrecapacidad de tracción del cinco por ciento. Eso significa que tienen que estar equilibrados, sobre todo en casos como éste cuando al misil lo sujetan siete brazos diferentes. Ahí está, ¿lo ves? Cuando sujetaron el misil y lo colocaron en la recámara con fuerzas diferentes, en realidad lo estaban ladeando.

—Ajá —dijo Ozzie con tono débil.

—No me extraña que no se deslizara por el tubo de lanzamiento, la inclinación era tremenda. Ahí estamos, este parche debería recalibrar e igualar la tracción. Lo escribí hace años para equilibrar los brazos de la grúa de un amigo.

La visión virtual de Ozzie le mostró el sancionador cuántico deslizándose por el tubo del lanzamisiles entre un torrente de símbolos verdes.

—Hijo de puta. —¡Un parche para una grúa!—. Funciona.

Mark le lanzó una sonrisa casi de disculpa.

—Es mi trabajo.

El cronómetro de la visión virtual de Ozzie marcaba cuarenta y dos segundos desde que Mark había tomado el mando de las armas. Dos días estrellando la cabeza contra una roca y no llego a ninguna parte, y se supone que soy un puto genio.

—Mark, gracias, tío. ¿Te das cuenta de que ahora tendremos que entrar en la Fortaleza Oscura?

—Sí, ya lo sé. Pero ya hace rato que mis posibilidades de supervivencia no son muy altas, ¿verdad?

—Supongo que no. Eh, ¿queda algo de esa comida?

—No. Pero están todas las comidas de las taquillas de supervivencia. La verdad es que saben bastante bien.

Ozzie sonrió. Era un buen modo de evitar el gimoteo de estrés que le atenazaba la garganta.

Oscar salió del implante de memoria igual que cuando se zafaba de sus pesadillas nocturnas diarias. Agitando la cabeza de un lado a otro, intentando levantarse del sillón y sin estar muy seguro de dónde estaba y lo que era real o no. Estaba seguro de que todavía tenía la mano alrededor de un mando mientras unas alas blancas, largas y flexibles se curvaban a ambos lados y el viento bramaba fuera. Parpadeó para defenderse de la fuerte luz y distinguió unas figuras borrosas allí de pie, frente al sillón. Después enfocó unas caras.

Ha pasado algo.

Tanto Jamas como Kieran parecían asustados y enfadados, que nunca era una buena combinación, sobre todo cuando tenían las carabinas de iones incrustadas en Wilson y Anna. Wilson tenía un control absoluto de sus emociones, lo que le permitía expresar la cantidad justa de consternación tolerante. Anna estaba callada y furiosa, sus tatuajes CO aparecían y desaparecían como los colmillos de un carnívoro en el preludio de un día de caza. Si el cañón de la carabina de Kieran abandonaba un momento las costillas de la esposa del almirante, era muy probable que el joven terminara muerto en cuestión de segundos. Y por la expresión que tenía, él también lo sabía.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Oscar. La sensación de estar volando se estaba disipando, dejándole sólo un gran dolor de cabeza.

—Adam está muerto —dijo Wilson sin más.

—Y lo mató uno de vosotros, cabrones del aviador estelar —gritó Kieran. La carabina empujó con más fuerza el costado de Anna.

La sensación de caída regresó a los miembros de Oscar con una sacudida. Después le lanzó a Wilson una mirada perpleja.

—No.

—Estabas aquí en el hangar, con él —dijo Jamas.

Ve bajando el mando poco a poco, dale tiempo a las alas para que respondan mientras te precipitas sin poder hacer nada en un microestallido. El flujo de aire que rodea el fuselaje cambia a medida que el plástico corrugado se adapta en largos giros.

—¿Dónde está? —preguntó Oscar con la voz ronca.

Jamas indicó la puerta que llevaba a la oficina con una sacudida de la cabeza.

—¿Estás diciendo que no has oído nada?

—Fue un cuchillo —dijo Wilson con desdén mal contenido—. No había nada que oír.

—No oía nada —dijo Oscar—. Estaba recibiendo el implante de memoria.

—Ya, claro —bufó Kieran.

Oscar no le hizo caso y sacó las piernas del sillón. Se tambaleó un poco al levantarse.

—¿Dónde te crees que vas? —preguntó Jamas.

—A verlo.

—Tú no vas a ninguna parte.

Oscar se irguió, con una mano se sujetaba a un lado del sillón. Las luces vibraban al mismo ritmo que su dolor de cabeza.

—Ten cuidado —dijo Anna—. Los implantes de memoria afectan a la función neuronal durante varios minutos después.

—Tengo que verlo. —Porque no os creo. Adam no. No puede ser.

Jamas y Kieran se miraron, después Kieran asintió.

—De acuerdo, Rosamund estará aquí dentro de un minuto.

Con los demás siguiéndolo, Oscar atravesó la oficina y después salió al hangar. No eran sólo los efectos del implante lo que hacía inestables sus movimientos. Vio un par de piernas que sobresalían detrás de uno de los deslizadores y se detuvo, no quería verlo.

Adam yacía en el suelo oscuro de compuesto, con las piernas y los brazos en jarras, el mango de una hoja armónica le sobresalía de la nuca. Un pequeño charco de sangre se había acumulado alrededor de su cabeza.

Las piernas de Oscar estuvieron a punto de ceder. Se aferró al fuselaje para apoyarse. En lo único que pudo pensar fue en la expresión de la cara de Adam cuando vieron el choque de Abadan. Los fantasmas estarán muy contentos esta noche.

—¿Estás bien? —preguntó Anna. Se había acercado a él.

—No puede ser —dijo con un graznido bajo—. Aquí no. Así no. No está bien. No puede pasar así.

—Bueno, pues ha pasado, joder —escupió Jamas—. Y lo hizo uno de vosotros, traidores.

—Mátalos a todos y se acabó —dijo Kieran. Se apartó un poco de Anna para colocarse junto a Jamas, cubriendo con la carabina tanto a Oscar como a Anna—. De esa forma estaremos seguros de que nos hemos cargado al cabrón.

—¿Dónde estabais vosotros cuando pasó? —preguntó Anna.

—Cierra la puta boca, zorra.

—Hablo en serio —dijo Anna con los ojos encendidos con una rabia fría. Su mirada se posó sobre Jamas—. ¿Es que estaba contigo?

Jamas cambió de postura, incómodo.

—No.

—¡Jamas! —protestó Kieran.

—Eso significa que ninguno de los dos puede responder por el otro —dijo Wilson. Y se acercó a Anna y Oscar.

—Sólo estuvimos separados un par de minutos, eso es todo —dijo Jamas.

Wilson miró el cadáver de Adam.

—¿Y cuánto tiempo llevó hacer eso?

—¿Estás diciendo que lo hicimos nosotros? —preguntó Kieran.

—¿Puedes demostrar que no?

Kieran le gruñó y después giró el cañón de la carabina de iones. La mano de Jamas bajó poco a poco el arma.

—Tiene razón.

—¿Qué? No puedes hablar en serio.

Jamas tampoco parecía demasiado contento.

Rosamund entró como una tromba por la puerta del hangar arrastrando a Paula Myo con ella. La investigadora todavía llevaba puesto el jersey de lana de color rojo cereza de Adam, tenía el rostro moteado de gotas de sudor y los labios se le habían quedado casi negros. Oscar y Wilson se acercaron automáticamente a ayudarla. Paula gimió cuando la cogieron los dos hombres, apenas estaba consciente. La depositaron en el suelo con la espalda apoyada en el soporte del hiperdeslizador. La investigadora se estremeció con violencia, la cabeza le caía a los lados. Entonces vio el cuerpo de Adam y ahogó un grito. Alzó las manos para frotarse los ojos, parpadeando casi de forma continua.

—¿Está muerto? —preguntó.

—Pues a mí me lo parece, joder —gritó Kieran.

—Cállate —le soltó Wilson. Se había arrodillado junto a Paula y le palpaba la frente con la mano—. Paula, ¿me entiende? ¿Sabe dónde estamos?

Paula cerró los ojos durante un largo parpadeo mientras dejaba de mirar a Adam para fijarse en Wilson.

—Tierra Lejana, estamos en Tierra Lejana.

—¿Recuerda las cajas saboteadas?

—Sí.

—Necesitamos su ayuda. Quienquiera que hiciera eso, ahora ha matado a Adam.

—¿Y si es ella? —preguntó Kieran.

—¿Y bien? —le preguntó Wilson a Rosamund, que había clavado los ojos en el cuerpo de Adam.

Rosamund despertó en ese momento.

—Estuvimos en el Volvo todo el tiempo.

—Eso dices tú —ladró Oscar. Sabía que no debería haberlo dicho, ya se estaban ahogando en hostilidad, pero tenía que ser uno de los Guardianes y aquello le parecía una coartada demasiado conveniente para su gusto.

La mano de Rosamund fue directamente a su pistolera. Miraba furiosa a Oscar.

Paula tosió un poco y se llevó la mano a la garganta.

—No puedo confirmar que Rosamund estuviera allí conmigo.

—Será zorra.

Paula la hizo callar con un gesto.

—Pero ella puede responder por mí.

Rosamund le lanzó a la investigadora una mirada suspicaz.

—¿Qué quiere decir?

—Sólo hay una puerta en la cabina de descanso del Volvo. Si yo fuera el agente del aviador estelar, no podría haber salido para hacer esto sin que Rosamund lo supiera. Ella dice que no salí. No fui yo. También hace que sea muy poco probable que lo hiciera ella, pero no imposible.

—De acuerdo —dijo Jamas—. Entonces, ¿quién lo asesinó?

—No lo sé. Todavía. —Paula echó la cabeza hacia atrás—. Wilson, ¿dónde estaba usted?

—Me acerqué al edificio del generador. Conseguí arrancarlo, como ve. El pueblo tiene electricidad y los hiperdeslizadores se están cargando.

—No hay mucha distancia a ninguno de los edificios. ¿Es difícil arrancar el generador?

—No, en absoluto. Ya estaba preparado. Tuve que apretar tres botones con la mano. Arrancó de inmediato.

—¿Fue alguien con usted?

—No.

—Dejamos juntos el hangar —dijo Anna—. Yo fui a buscar los cables para atar los hiperdeslizadores.

—¿Los encontró?

—Sí. Hay un almacén al final de los hangares. Los guardan allí.

—¿Oscar?

—Implante de memoria. Los sistemas de inducción están en la parte de atrás de este hangar. No sabía lo que estaba pasando fuera. De hecho, el asesino podría haber estado allí dentro conmigo y yo ni me habría enterado. —La idea lo hizo sudar.

—Ya veo. ¿Jamas?

—Kieran y yo fuimos a buscar los todoterrenos para remolcar los hiperdeslizadores.

—Llamé a Adam y le dije que los habíamos encontrado —dijo Kieran—. Tenían los depósitos casi vacíos así que Jamas fue a buscar el tanque principal. Yo me quedé con los todoterrenos para echarles un vistazo a los módulos de la radio. Los necesitamos para la observación. Iba a buscar el taladro para el ancla de las sogas pero hacía rato que no sabía nada de Adam. Al volver Jamas, nos vinimos directamente aquí y lo encontramos.

—Y después llegaron los otros —dijo Paula.

—Sí, estos dos entraron juntos. —Señaló con la carabina a Wilson y Anna.

—¿Hay alguna señal de que hubiera alguien más por aquí? —preguntó Paula.

—No —dijo Kieran—. Yo no he visto a nadie.

—Yo tampoco —dijo Wilson.

—Adam y usted estuvieron hablando en el Volvo después de que encontráramos el sabotaje —le dijo Rosamund a Paula—. ¿Tenían alguna idea de quién era el traidor?

—No. —La investigadora parecía estar perdiendo interés.

—Adam sólo iba a llevar dos hiperdeslizadores —dijo Kieran. Después le lanzó a Oscar una extraña mirada—. Eso fue lo que me dijo.

—¿Cuándo? —preguntó Paula.

—Fue casi lo último que dijo. Yo le había dicho que habíamos encontrado los todoterrenos y dijo que sólo necesitábamos dos.

Jamas esbozó una sonrisa brutal.

—Sabía que era uno de vosotros.

Oscar optó por no decir nada. Los tres Guardianes estaban tan nerviosos y prontos a disparar que seguramente le pegarían un tiro a alguien si les daban media excusa. Lo único que Adam sabía era que no era Oscar, sólo estaba mostrándose prudente con lo del vuelo. Un todoterreno para remolcar el hiperdeslizador y el segundo para llevar al resto de su bonita banda para poder mantenerlos vigilados a todos. Lo que no significaba que Wilson y Anna fueran los sospechosos más probables, pero en ese momento eso era algo que no contaría mucho.

—Eso no me lo dijo —dijo Paula—. Todavía estábamos intentando averiguar algo.

—Entonces no hay nada más que podamos hacer ahora mismo —dijo Wilson—. Tenemos que llevar los hiperdeslizadores al cañón Vigilancia. Ya no queda mucho tiempo.

—No me jodas, ¿estás loco? —exclamó Jamas. Giró la carabina en redondo para apuntar a Wilson, con el dedo firme en el gatillo.

—Esto no cambia nada —replicó Wilson—. Continuamos adelante después del sabotaje de las cajas, y seguimos adelante ahora. Sólo que esta vez no volvemos a separarnos. De ahora en adelante, lo hacemos todo en grupos de por lo menos tres personas. Todo.

—No vais a volar a esa montaña —gruñó Kieran—. Os cargaréis la venganza del planeta.

—No habrá ninguna venganza del planeta sin la observación desde la Silla de Afrodita. Vamos a volar los tres. De ese modo nos protege la ley de probabilidades.

—¡Por todos los cielos soñadores! —Kieran apeló con desesperación a Jamas y Rosamund—. ¿Qué hacemos?

—Tiene razón —dijo Rosamund con amargura—. Tienen que volar.

El centro de control de la venganza del planeta estaba metido en la parte trasera de una cueva del monte Ocioso, llamado así porque era mucho más pequeño que los picos que lo rodeaban. A lo largo de los milenios, desde la formación de las montañas Dessault, se había ido derrumbando, mientras que sus lados estaban salpicados con abundantes extensiones de pedregales sueltos. La cueva ni siquiera merecía que los Guardianes la utilizaran como uno de sus fuertes, era demasiado pequeña y demasiado visible con su boca abierta como en un bostezo.

El todoterreno Vauxhall de Samantha llegó a la entrada mucho después de caer la noche, sus faros revelaron un ligero brillo en el aire provocado por el campo de fuerza que habían establecido los Guardianes a un par de metros de la entrada. La saludaron tres centinelas y el campo de fuerza se redujo para permitirle entrar sin bajarse del coche.

Había varios carlomagnos en unas cuadras del interior, junto con una variedad de abollados cuatro por cuatro que ella conocía demasiado bien. Dos enormes caballos moteados de gris esperaban también junto a los carlomagnos, las sillas que había en los postes de al lado eran de un cuero negro bellamente esculpido con repujados dorados de ADN.

—Barsoomianos —dijo Valentine con tono respetuoso.

El centro de control en sí estaba justo en la parte de atrás de la cueva, que estaba iluminada por una suave luz verde. Diez mesas de madera estaban dispuestas en un círculo alrededor de la gran matriz, cubiertas de consolas, pantallas y módulos electrónicos auxiliares. Ante cada una había sentados tres o cuatro Guardianes, absortos en los esquemas y los datos que fluían por las pantallas. La matriz en sí era un cilindro negro de dos metros de altura con un par de pequeñas DEL brillando encima. Samantha le lanzó una mirada solícita. Había formado parte del equipo de montaje, lo que convertía a la matriz en su niña bonita. Y había sido una criatura muy problemática. Les había llevado más de un año integrar los bioprocesadores y conseguir que los programas se ejecutaran sin problemas a lo largo de los innumerables simulacros.

Se acercó a Andria McNowak, que estaba a cargo del centro de control. Con un embarazo ya muy adelantado, estaba sentada en la mesa principal dirigiendo a todos los demás operadores a medida que iban dejando preparada la red de estaciones manipuladoras y su estatus pretormenta quedaba fijado. Había un constante murmullo de fondo mientras hablaban con la matriz. No era la primera vez que Samantha pensaba que ojalá los tatuajes CO y los implantes fueran tan comunes allí como la Federación.

Los barsoomianos estaban detrás de los operadores, vigilando el rendimiento de los bioprocesadores de la gran matriz. Bajo la luz lúgubre de la caverna, sus túnicas grises de tela semiorgánica les daban una presencia espectral, realzada por las sombras impenetrables que llenaban sus capuchas.

Samantha les dedicó una ligera inclinación.

—Bienvenida, Samantha McFoster —dijo uno.

La joven reconoció la voz profunda y susurrante por la ligera reverberación que transmitía siempre.

—Dr. Friland, gracias por venir.

—Son momentos fascinantes. Nos alegramos de poder contribuir a eliminar esta plaga de nuestro planeta.

—Corre el rumor de que su pueblo va a ayudar a Bradley Johansson en la autopista Uno. ¿Es cierto?

Por un momento Samantha se preguntó si había sido demasiado brusca. La gente siempre andaba con pies de plomo con los barsoomianos por miedo a ofenderlos, pero ese momento era demasiado importante para esa clase de absurdas sutilezas políticas. Fue consciente de que Valentine contenía el aliento a su lado.

—Estamos observando los acontecimientos que se suceden a lo largo de la autopista Uno —dijo el Dr. Friland—. Ofreceremos ayuda allí donde sea factible.

—Estoy segura de que Johansson agradecerá cualquier tipo de apoyo. —Samantha le dedicó una sonrisa incómoda a las sombras fluidas del interior de la capucha y después se volvió hacia Andria, que la miraba con expresión de reproche—. ¿Has cargado los datos marcianos?

—Sí —dijo Andria. Después volvió a mirar hacia delante y señaló con un gesto el portal que estaba proyectando un mapa topográfico de las montañas Dessault desde la Gran Tríada al oeste, hasta el valle del Instituto al este. Parecía el paisaje de nubes de un gigante de gas, con las puntas de las montañas asomando al tiempo que varios rápidos frentes tormentosos pasaban junto a ellas—. Estamos ejecutando el quinto simulacro. Las pautas meteorológicas auténticas nos han permitido refinar los algoritmos conductuales. Creo que los antiguos programas no hubieran podido enfrentarse a la situación real. Incluso ahora tengo mis dudas. Esto es mucho más complejo de lo que pensábamos.

—Lo único que podemos hacer es hacerlo lo mejor posible. ¿Tienes conectadas todas las estaciones manipuladoras?

—Sí. —La mano de Andria dio unos golpecitos en una de las pantallas que tenía en la mesa. Mostraba las estaciones esparcidas por las montañas Dessault y unidas por finas líneas rojas. De las transmisiones principales se encargaban unos máseres situados a gran altitud en cumbres remotas y protegidos por campos de fuerza. Samantha siempre se había mostrado escéptica acerca de cómo iban a aguantar en medio de la supertormenta, pero aparte de tender cables blindados por la cordillera, no tenían más alternativa. Era una de las razones por las que habían establecido el centro de control en el monte Ocioso, desde donde podían ver directamente el monte Herculano. También estaban lo bastante al sur como para escapar del impacto directo de la tormenta cuando llegase.

—¿Cómo está el monte Zuggenhim? —preguntó Samantha.

Andria sonrió con expresión cómplice y sacó la telemetría.

—Estupendo. Has hecho un gran trabajo.

—Gracias. ¿Y el equipo de observación?

—¿El nuestro? No van a llegar, siguen a un par de horas del glaciar. Ahora es cosa del equipo de la Marina. ¿Crees que pueden aterrizar allí arriba?

—No lo sé. Creen que sí. Tendremos que esperar y ver.

—No hay forma de que podamos hacer esto a ciegas.

—De todos modos vas a tener que hacer un plan de contingencia por si acaso.

—Ya, claro —afirmó Andria con tono sarcástico.

—Es una pena que Qatux se quedara con Bradley. No nos vendría mal ese tipo de potencia cerebral para echarnos una mano ahora mismo.

—Creo que ni siquiera un raiel nos serviría de mucho —dijo Andria.

Los dos barsoomianos se volvieron a mirarlas. Las sombras se redujeron dentro de la capucha del Dr. Friland permitiendo que dos ojos verdes miraran a Samantha desde su altura.

—¿Ha dicho que hay un raiel en Tierra Lejana?

Samantha levantó la cabeza para mirar al alto barsoomiano. Por alguna razón inexplicable se sintió culpable, como si se lo hubiera estado ocultando.

—Sí. Viaja con Bradley Johansson. No sé mucho del tema, son chismorreos de segunda mano del equipo de Adam.

—No debe sufrir ningún daño.

Samantha abarcó el centro de control con un gesto impaciente.

—Estamos haciendo todo lo que podemos.

—Señal de onda corta —anunció Andria—. Es fuerte y procede del oeste.

—El equipo de Adam —dijo Samantha—. ¿Es para nosotros?

—Espera. —Andria tocó varios iconos en su pantalla.

Entraron en el cañón Vigilancia justo después de medianoche. Había sido un viaje largo y tranquilo desde Ola de Piedra, cruzaron el sur del desierto húmedo y después tuvieron que rodear el flanco occidental del monte Zeus. El inmenso volcán había aparecido ante sus ojos a última hora de la tarde, cuando la capa de niebla empezaba al fin a disiparse. La luz brillante del sol que encendía el horizonte había iluminado los gigantescos campos de lava pelados que se alzaban en aquel paisaje plano y resplandeciente. Estaban demasiado cerca para poder vislumbrar la cima, diecisiete kilómetros más arriba, aunque sí que consiguieron sorprender alguna que otra chispa en la cresta cuando su fracturada banda de hielo reflejó el sol moribundo. Los destellos se desvanecieron en cuanto el cielo de color zafiro se desangró en un color violeta que no tardó en convertirse en negro.

Rosamund encendió los faros del todoterreno, creando largas franjas trémulas de luz en la roca desnuda. El vehículo se había hecho a medida en Ciudad Armstrong, una elipse lisa de compuesto instalada sobre el chasis de una camioneta cuatro por cuatro Toyota normal. El aire pasaba sin impedimentos por la pintura de baja fricción, haciéndola casi inmune a los vientos. Estaba diseñado para anclarse al suelo si lo sorprendían en terreno abierto al llegar la tormenta matinal, con cuatro grandes tornillos debajo que podían clavarse en las profundidades de las arenas duras del desierto húmedo.

Paula estaba sentada en el asiento de atrás. Si se encorvaba hacia abajo podía ver entre Rosamund y Oscar por la estrecha banda del parabrisas. Había dormido durante la mayor parte del viaje de aquella tarde, despertándose con bruscas sacudidas para ver un paisaje casi idéntico cada vez. A medida que avanzaban, la ladera del monte Zeus había ido creciendo en el horizonte hasta convertirse en una barrera que cruzaba el mundo. En ese momento, en medio de la oscuridad, era completamente invisible mientras las estrellas destellaban justo encima de ellos. El zumbido del motor diésel llenó el interior junto con los chasquidos metálicos del remolque con el hiperdeslizador que arrastraban y que hacía difícil la conversación. Se imaginaba que Oscar y Rosamund tampoco habían estado intentando decirse mucho. Los otros dos todoterrenos los seguían por el desierto húmedo, Wilson y Jamas en uno mientras que Anna y Kieran cerraban la marcha.

Hurgó entre el tapizado y encontró la botella, después tomó unos tragos de agua mineral. Por una vez no tuvo ganas de vomitar. De hecho, se dio cuenta de lo sedienta que estaba. Se terminó la botella y se incorporó un poco más. Le dolían casi todos los músculos del cuerpo y los tenía debilitados. Casi no podía ni incorporarse. El dolor de cabeza traducía cada ligera sacudida en un destello de luz cegadora en algún lugar por detrás de sus cuencas. Se estremeció, aunque ya no tenía tanto frío como antes.

—¿Dónde estamos? —preguntó. La sorprendió el sonido débil de su propia voz.

—¡Eh! —Oscar se dio la vuelta con una gran sonrisa en la cara—. ¿Cómo se encuentra?

—No muy bien.

—Oh. —La sonrisa se desvaneció—. Acabamos de entrar en el cañón Vigilancia.

—Bien. —Paula despertó cuando el todoterreno frenó en seco. No se había dado cuenta de que se había vuelto a quedar dormida.

—Pues ya estamos —anunció Rosamund—. Justo en medio de Zeus y Titán. Los anclamos aquí. —Se giró en su asiento para lanzarle a Paula una mirada de súplica—. Sé que usted no dejó la cabina para matar a Adam. ¿Tiene idea de quién fue?

Paula apenas era capaz de recordar los nombres.

—No. Lo siento. Todavía no.

Rosamund lanzó un suspiro contrariado y abrió la puerta.

—Vamos.

Oscar la miró durante un momento, después puso cara de sufrimiento y siguió a Rosamund por la tranquila noche.

Paula se quedó en la parte de atrás del todoterreno durante un rato. Se meció un poco cuando desengancharon el remolque del hiperdeslizador. Hubo unas cuantas conversaciones ruidosas en el exterior puntuadas por alguna que otra maldición mientras preparaban el taladro para anclar el cable del aparato. La investigadora bebió un poco más de agua, un tanto satisfecha de no seguir sintiendo frío. Las ráfagas de aire cálido y húmedo entraban por la puerta abierta, pero no era eso. Las garras gélidas que se aferraban a sus huesos habían ido soltando su presa. Todavía tosía de vez en cuando, pero lo cierto era que ya no tenía la sensación de que la muerte estaba cerca. Y lo que era mejor, su dolor de cabeza se estaba reduciendo. Había un equipo médico tirado en el asiento de atrás, a su lado. Se dio cuenta de que era el que Adam había estado utilizando en el Volvo. Había pastillas de sobra y recambios para el aplicador que se ocuparían de su dolor de cabeza, pero prefirió coger un paquete de sales de rehidratación y las mezcló con una botella de agua mineral, se tomó su tiempo para revolver el polvo hasta que se disolvió todo. Sabía muy mal, pero se obligó a tragar.

Aquella simple acción casi la agotó del todo. Cuando oyó el gemido chirriante del taladro, se pasó con cierto esfuerzo al asiento del conductor y le echó un vistazo al cañón Vigilancia. El viento se había llevado la arena y la grava, omnipresentes en todo el desierto húmedo, y había revelado los sólidos cimientos de lava. Sus tres todoterrenos, únicos y resistentes al viento, habían aparcado formando un simple triángulo y los faros iluminaban el hiperdeslizador que habían sacado del remolque. La cubierta de la cabina estaba abierta y un leve fulgor relucía en el pequeño panel. Oscar se encontraba a su lado y había metido la cabeza mientras ejecutaba la última serie de diagnósticos. Wilson, Jamas y Rosamund se habían reunido alrededor del gran taladro de hoja armónica que en ese momento hundía en el suelo otro segmento de cinco metros de titanio reforzado con carbono; el cuarto de diez. Del palo del ancla salieron unas hojas de malmetal horizontales y finas; una vez que se entrelazaran todos los segmentos, estas se desplegarían, lo que contribuiría a hincarlas mejor. Era la segunda de las tres anclas que, juntas, asegurarían los cables de las sogas para soportar la extraordinaria fuerza ejercida por la tormenta. En teoría, podían mantener el hiperdeslizador en el suelo si el piloto sufría una oleada de dudas de última hora. Un hecho bastante frecuente, al parecer. Al ver a los tres hombres intentando mostrarse corteses unos con otros mientras el palo se iba clavando en la lava oscura, se alegró mucho de no tener que volar por la mañana. Anna y Rosamund estaban sujetando el tambor de la soga al hueco que había en el morro del hiperdeslizador.

Todos estaban a la vista de los demás. Paula estuvo a punto de echarse a reír cuando vio que cada cierto tiempo se daban la vuelta para comprobar el paradero de los demás. La policía del chiste había llegado a la ciudad, y con ganas de pelea.

Se apoyó en la puerta del todoterreno y le dijo a su mayordomo electrónico que la conectara con la matriz del todoterreno. Uno de sus archivos contenía un mapa de la distribución de Ola de Piedra. Empezó a introducir rutas desde el hangar de Aventuras en la Gran Tríada. Jamas y Kieran al garaje, Anna al almacén, Wilson en el generador. Era fácil completar los tiempos medios. Después empezó a calcular cuál de ellos podría haber vuelto corriendo para asesinar a Adam y haber tenido tiempo todavía de completar su propio trabajo. Tendrían el tiempo muy justo, sobre todo Kieran y Jamas, a los que sólo separaban unos minutos. Sólo por cuestiones prácticas, Oscar se convertía en el sospechoso principal.

—Aquí hemos terminado —dijo Rosamund.

Paula apartó el mapa de su visión virtual y levantó la cabeza para mirar a la mujer. Oscar estaba detrás de ésta, con un traje de vuelo de color azul plateado que podía cumplir también el papel de traje presurizado de emergencia. En su rostro había una comprensible expresión de angustia mientras sostenía el casco debajo del brazo.

—Buena suerte —dijo Paula y le tendió la mano. No era la prenda que ella querría utilizar en el vacío, pero los trajes blindados que habían llevado con ellos eran demasiado pesados y voluminosos para los hiperdeslizadores.

—Gracias —dijo Oscar. Le estrechó la mano con gesto cálido y firme, haciendo consciente a la investigadora de lo sudorosa que seguía su piel.

—No es él entonces, ¿no? —dijo Rosamund cuando cerró la puerta.

—Todavía no lo sé —dijo Paula. Se había ido a sentar en el asiento del pasajero. Delante de ella, los faros iluminaron a Oscar, que regresaba al fuselaje blanco y fantasmal del hiperdeslizador.

—Tiene mejor aspecto, sabe. No del todo bueno, claro, pero ya veo que se está recuperando. Menudo virus, ¿eh?

—Sí, menudo virus.

Siguieron hacia el sur durante cinco kilómetros más y después empezaron a anclar el hiperdeslizador de Anna. Paula volvió a sentarse en la puerta abierta. A la vista. Faltaban otras tres horas para el amanecer.

Wilson y Jamas sacaron el hiperdeslizador del remolque mientras Kieran se encargaba del taladro. Resultó que habían elegido un trozo de lava que tenía un alto contenido metálico. El taladro tuvo muchos problemas para atravesar el terreno.

Paula ejecutó el modelo digital de Ola de Piedra dos veces más e intentó elaborar un orden de probabilidades. No se podía determinar ninguno de modo eficaz, había demasiadas variables, sobre todo si Wilson o Anna habían corrido todo el tiempo.

Cuando al fin se hundió la tercera ancla, Wilson y Anna se abrazaron delante del hiperdeslizador. Wilson comprobó el traje de vuelo azul plateado de su mujer una vez más. Un último beso y la mujer trepó a la cabina.

—No sé las probabilidades que hay de que lleguen todos ahí arriba —dijo Rosamund cuando se alejaron hacia el sur.

—No muy buenas —dijo Paula. Tomó otro sorbo de la mezcla de rehidratación y revisó lo que sabía. Seguía ateniéndose a lo que Adam y ella habían decidido hasta el momento. Sólo con pensar en el tiempo que habían pasado juntos, volvía a marearse. Desde que se había subido al tren en la estación de Narrabri, Paula había querido ponerle los brazos a la espalda y esposarle las muñecas. Era un reflejo que le salía con más facilidad que respirar. Suponía que otras personas sentirían cierta sensación de culpa por la muerte de Adam. Ella no. Lo más cerca que estaba de un sentimiento real era pesar porque aquel hombre no hubiera podido darle ninguna información sobre el problema actual. Había sido su única fuente real de información sobre los tres guardianes que quedaban.

No, se dijo. Eso no es. Tengo que priorizar. Lo más importante en esos momentos era asegurarse de que el vuelo a la cima del monte Herculano era un éxito. Tenía que concentrarse en Wilson, Oscar y Anna.

Rosamund volvió a frenar.

—Esperemos que esta roca sea mejor que esa mierda que encontramos la última vez —dijo mientras se bajaba de un salto del todoterreno para ayudarlos a anclar el último hiperdeslizador.

Paula no se movió del asiento del pasajero. Encontró una tableta de chocolate y caramelo y empezó a masticar muy despacio, dándole tiempo a su estómago para acostumbrarse otra vez a la comida sólida. No servía de nada intentar deducir cuál de los tres había tenido la oportunidad de sabotear el equipo del Ganso de Carbono. Sería peor incluso que Ola de Piedra. Tenía que concentrarse en las pruebas de antes, en su comportamiento antes de llegar a Tierra Lejana y esperar que pudiera reducir así los sospechosos. La prueba más irrefutable que se le ocurría era el relativo fracaso de Wilson a la hora de comandar la Marina. Si hubiera sido un poco más duro… Pero eso se podía achacar con facilidad a cuestiones políticas. Circunstancial.

Volvió a pensar en la reunión que había tenido con Oscar y él en el Pentágono II. A los dos les había sorprendido y preocupado mucho que alguien hubiera manipulado los archivos y el alcance del aviador estelar que eso implicaba. En eso no había nada raro. Pero había habido algo más en aquella reunión, aunque nada relevante en aquel momento. Oscar había afirmado que los Guardianes se habían puesto en contacto con él, y se había apresurado a clarificar que había sido «alguien que afirmaba ser un Guardián». ¿Por qué Oscar? ¿Por qué pensaban los Guardianes que podría mostrarse comprensivo con su causa?

—Investigadora —dijo Wilson.

Paula se giró poco a poco. Todavía le costaba moverse, le dolían los músculos. El ex almirante se encontraba junto a la puerta del todoterreno, vestido con el mismo traje de vuelo azul plateado que los otros. Lo rodeaban los tres guardianes. Su ira parecía haberse reducido a algo parecido a la vergüenza. Era lo que ocurría cuando se trabajaba duro como un equipo, un ajuste que ella no podía permitirse.

—Me temo que todavía no lo he averiguado —dijo.

—Sí, bueno, ahora nos mantendremos en contacto a través de los canales normales de comunicación. Hasta que la tormenta se los cargue, al menos.

—Muy bien.

—Espero… Oh, bueno. —Wilson apretó los labios en algo parecido a la desilusión.

—Buen viaje, almirante.

Wilson se dio la vuelta y se alejó hacia su hiperdeslizador.

—Tenemos una hora hasta que llegue la tormenta —dijo Rosamund con tono tenso cuando se subió al asiento del conductor—. El personal de la compañía turística no suelen dejar el montaje para tan tarde. Según el archivo de emergencia de la matriz del todoterreno, hay un sitio para refugiarse en la base del monte Zeus al que podemos llegar a tiempo. —Ya estaba forzando el motor y rodeó disparada el hiperdeslizador anclado dibujando una rápida curva. La cubierta del aparato se estaba bajando. Cruzaron con un rugido la lava yerma del fondo del cañón. Paula se inclinó de lado y observó el hiperdeslizador y los tres remolques abandonados que iban encogiéndose a toda velocidad.

—Lo conseguimos —dijo Rosamund con tono aliviado.

—¿Qué quiere decir?

—Estuve hablando con Kieran y Jamas y creemos que ahora las probabilidades están a nuestro favor. Si dos de ellos consiguen llegar a la Silla de Afrodita y uno es el agente del aviador estelar, ¿qué puede hacer en realidad? Ninguno va armado. Y si lo consiguen los tres, entonces el problema está resuelto.

—Dígaselo a Adam —dijo Paula con dureza.

Rosamund la miró furiosa, pero no dijo nada.

Paula intentó revisar otra vez el historial de los de la Marina. Eso ya lo había hecho con Adam. Había habido algo entonces, un destello de algo que él sabía y que había intentado ocultarle. Como si alguien pudiera hacer eso. Paula se lo había visto con bastante claridad en la cara.

Sabía que uno de ellos era inocente. ¿Entonces por qué no decírmelo? ¿Era que los implicaba en otro delito? ¿Pero cuál? ¿Qué podría hacer que quisiera protegerlos en un momento como éste?

—¿Tenemos todos los transmisores de onda corta? —preguntó Paula.

—Sí.

—¿Así que los hiperdeslizadores no pueden captar nada que transmitamos por ellos?

—No.

—Tengo que preguntarle algo a Johansson.

Rosamund dejó una mano en el volante y sacó la matriz con la función de onda corta incorporada.

—Aquí tiene. Pero la distancia es tremenda. No cuente con que lo reciban.

—Es de noche, eso ayudará. —Encendió el equipo y lo puso en modo de repetición infinita—. Johansson, soy Paula Myo. Adam ha sido asesinado en Ola de Piedra. Necesito saber quién se puso en contacto con Oscar para pedirle que revisara los diarios de vuelo del Segunda Oportunidad y por qué lo eligieron a él. Por favor, responda con una información que garantice su identidad, que se la dé Alic Hogan. —Después escuchó cómo comenzaba el primer ciclo.

—¿Cómo va a revelar eso al traidor? —preguntó Rosamund.

—Se lo diré si recibimos una respuesta. —Paula miró al horizonte, no estaba segura de si había más luz o sólo se lo estaba imaginando.

El amanecer arrojaba un matiz gris por el cielo oriental que cubría la meseta esteparia. Cuando Bradley miró por la estrecha ventanilla lateral del coche blindado, vio los picos de las montañas Dessault al oeste: unos pináculos escarpados y fríos que sobresalían entre las estrellas que se desvanecían. Se imaginó la supertormenta ondeando a su alrededor para descender sobre la meseta como una fuerza apocalíptica, limpiando la tierra de toda su nueva vida terrestre.

Todavía tardaría horas en pasar, si es que pasaba. No habían sabido nada del grupo de Samantha desde el último mensaje del día anterior en el que le decía que estaba preparada para surfear. Si la joven seguía el programa, quizá la tormenta llegara a tiempo. Todavía estaban a varios cientos de kilómetros del Instituto, pero avanzaban más de lo que esperaban. Igual que el convoy del aviador estelar.

Todos ellos habían pasado una noche larga y angustiosa con la carretera desplegándose incesante ante ellos. Una vez que habían dejado atrás los lindes de la selva tropical, el paisaje había recuperado su monótona extensión esteparia con algún que otro árbol y arbusto asomando por la tierra. Era como si su visión estuviera encerrada en un largo círculo cerrado de paisaje que no hacía más que repetirse una y otra vez. Por la noche, sin nada más que ver que los haces de los faros, la sensación de que no estaban haciendo ningún progreso era incluso peor.

Después de medianoche al fin habían entrado en contacto con los Guardianes que se habían concentrado para el asalto final. Habían colocado centinelas en los últimos cientos de kilómetros de la autopista Uno para vigilar el progreso del aviador estelar. Sus matrices y enlaces de rayos protegidos burlaban los nodos destrozados del margen de la carretera y los volvían a poner en contacto con el cuerpo principal de los Guardianes, lo que en sí mismo también levantó la moral de su pequeño grupo, además de darle una visión decente y más general de la situación. Cuando empezaron a recibir información fiable, se encontraron con que habían ido adelantando y la ventaja que les llevaba el aviador estelar era de sólo cuarenta minutos, pero eso todavía les dejaba noventa kilómetros por delante y ya no quedaban puentes importantes que derrumbar. La autopista Uno discurría por la estepa en una franja ininterrumpida de cemento que era romana en su presunción. Al ritmo que llevaban, alcanzarían al alienígena justo cuando llegara al Instituto y antes de que golpeara la tormenta. El momento era demasiado justo y Johansson lo sabía. Iba a tener que atacar al aviador estelar de frente. Los guerreros del asalto final tendrían su momento y caerían sobre la autopista Uno para bloquearla. Era humillante pensar cuánta sangre se iba a derramar. La venganza del planeta habría sido mucho más eficaz. Aislamiento y exposición seguido por muerte, pero en aquellos momentos aquel plan estratégico tan cuidadoso estaba prácticamente por tierra. El hecho de que al final hubiera sido él el que había subestimado al aviador estelar le daba a su situación un tremendo patetismo. La única esperanza de salvación que le quedaba era el equipo de París y las Garras de la Gata, sus armaduras quizá resultasen ser decisivas.

—Recibimos una señal por onda corta —dijo Keely desde su asiento en la parte de atrás del coche blindado—. Parece Paula Myo. —A la joven se le fue la voz.

Cuando Bradley se giró, la cara de la muchacha tenía un color ceniciento.

—Pásamelo —le dijo con suavidad. La interferencia generada por el sol al salir por el Este era tan intensa que le hicieron falta casi cuatro minutos de repeticiones para poder oír la versión completa. Se produjo un silencio en el coche blindado durante algún tiempo mientras la voz de Paula cumplía un ciclo tras otro con su lúgubre mensaje.

—Apaga esa gilipollez —gruñó Stig. Estaba sentado atrás con Keely, donde se suponía que estaba descansando después de cederle al fin el volante a Olwen justo antes de la medianoche—. No puede estar muerto. Está mintiendo. Sabía que esa zorra nos iba a dar problemas desde que la vi.

Bradley seguía conmocionado por la noticia, de otro modo le habría dicho a Stig que se calmara y se callara. Jamás, ni en el peor de los casos, se le había ocurrido que Adam no fuera a sobrevivir.

—Después de matar al aviador estelar, pienso ir a buscarla y ajustarle las cuentas a esa mentirosa de una vez por todas.

—Stig, déjalo ya —dijo Olwen desde el asiento del conductor. Sus ojos no se habían despegado de la carretera. Se había tomado varios BZ pero no tantos como Stig—. Tenemos que llevar esto de una forma tranquila y profesional.

Apareció un icono de comunicación en la visión virtual de Bradley. Éste lo abrió sin pensar.

—Esto no tiene buena pinta —dijo Alic—. El agente del aviador estelar se está haciendo cada vez más audaz.

—Pero eso no es relevante —dijo Morton—. Lo siento, sé que Adam ayudó mucho a los Guardianes, pero su papel se había acabado. Usted mismo lo dijo, el equipo de la venganza del planeta ha terminado de montar las cosas.

Bradley frunció el ceño. Morton tenía razón y Paula lo sabría. También sabía que las comunicaciones de onda corta estaban abiertas a todos. Su mensaje se seguía repitiendo, así que era obvio que lo consideraba importante. ¿Por qué?

—Tienen que estar haciendo otra cosa —decidió—. Paula tiene muchos defectos, pero la estupidez no es uno de ellos. Nos está diciendo por qué es tan importante. ¿Qué hay en Ola de Piedra?

—Ahora mismo, nada —dijo Olwen—. Las empresas de viajes lo cerraron cuando los turistas dejaron de venir.

—¿Y qué se hacía allí? —preguntó Bradley—. Jamás he oído hablar de ese sitio.

—Es un pueblo del desierto húmedo, lo utilizan como base para los hiperdeslizadores. Allí no hay nada más.

—Oh, por todos los cielos soñadores —murmuró Bradley, su consternación estaba a punto de convertirse en pánico.

—¿Qué pasa? —preguntó Alic.

—Vieron a Samantha y después se fueron a por los hiperdeslizadores —dijo Bradley—. ¿No lo ve?

—Ni idea —admitió el comandante de la Marina.

—La observación —dijo Olwen—. Samantha los necesitaba en la Silla de Afrodita.

—Todos los de la Marina saben pilotar —dijo Bradley. Después se quedó mirando el reloj—. Y la tormenta matinal está a punto de golpear la Gran Tríada. Uno de ellos es el agente del aviador estelar y van a hacer la observación. ¡Comandante Hogan!

—¿Sí?

—Déme la garantía que necesita la investigadora, algún detalle que sea imposible que sepa el aviador estelar.

—En el vestíbulo del hotel Almada le dijo a Renne que le había estado tendiendo una trampa a ella además de a Tarlo, para descartar sospechosos. Allí sólo estábamos John King y yo, y John y Renne ya están muertos los dos.

—Me sirve. Keely, necesitamos estar absolutamente seguros de que esto se transmite. Enlaza todos los transmisores de onda corta que tenemos y ponlos a máxima potencia. Después pon el mensaje en modo de repetición constante, sin límites.

—Sí, señor.

Bradley sonrió con aire arrepentido. Tener que contarle a la investigadora las razones que habían llevado a ese contacto supondría la condena inmediata de Oscar, pero no podía permitirse no hacerlo, ya no.

—Preparado —dijo Keely.

—Paula, soy Bradley. Usted le dijo a Renne que le estaban tendiendo una trampa en el vestíbulo del hotel Almada. Fue Adam el que se puso en contacto con Oscar porque estuvieron juntos en la estación de Abadan. —¿Y me pregunto qué le parecerá eso al aviador estelar? Se acomodó en su asiento y cerró los ojos, de repente estaba muy cansado.

—¿Está seguro de eso? —preguntó Alic.

—Eso me temo, sí.

—Pero… Oscar Monroe era uno de los mandos superiores del TEC, es capitán de la Marina. Es imposible que estuviera implicado en Abadan.

—La gente cambia —dijo Bradley—. ¿Qué hizo usted en todas sus vidas anteriores, comandante?

—Ésta es mi segunda vida y en ambas he formado parte de las fuerzas de la ley. Mire… quizá yo pueda hacer caso omiso de lo que he oído, pero Myo no.

—Lo sé. Es de suponer que por eso Adam no le dijo nada. Protegió a Oscar hasta el final. —Volvió a asomarse a la estrecha ventanilla, las montañas Dessault se veían mejor y sobre ellas el cielo iba adquiriendo un color lavanda oscuro. La más alta de todas, StOmer, se alzaba sobre las otras y su corona de nieve cónica comenzaba a resplandecer con un color blanco almizclado mientras vigilaba la extremidad noreste de la cordillera. Su forma le resultaba muy conocida, aunque hacía décadas que no la veía. La visión de aquella montaña lo hizo reconocer, aunque fuera de mala gana, que ya no podía seguir posponiendo su decisión. Su mano virtual sacó el icono de Scott McFoster, que estaba al mando del asalto final.

—Sí, señor —respondió Scott al instante.

Bajaron de los bosques de las estribaciones, más de mil carlomagnos, cada uno con un guerrero de los clanes. No había necesidad de ocultarse, querían que el aviador estelar supiera que estaban allí, así que cantaron mientras cruzaban la estepa al trote, una lenta canción de marcha que retumbaba por delante de ellos entre el polvo que levantaban los cascos de los animales. Los exploradores que el aviador estelar había ubicado por la carretera farfullaban con frenesí por sus enlaces y regresaban disparados a la seguridad del valle del Instituto, a veintidós kilómetros de distancia, perseguidos por los batidores de los clanes.

Seiscientos jinetes formaban una medialuna con la autopista Uno en el centro, allí donde alcanzaba el fondo de un pliegue poco profundo de la tierra. Volaron el puentecito que cruzaba el arroyo y varios grupos de McSobel trotaron por la carretera esparciendo minas por el asfalto y por toda la tierra a ambos lados. Se clavaron lanzamorteros y baterías de misiles en el terreno alto que se asomaba a la carretera. El resto de los guerreros se dividió en grupos de doscientos y se retiró de la carretera, rezagándose a unos tres kilómetros al norte.

Allí esperaron todos mientras el sol se alzaba para transformar el cielo en su resplandor diario de zafiros. El calor aumentó a su alrededor y silenció el aire.

Bajo el plácido silencio de media mañana, apareció el convoy del aviador estelar. Treinta Land Rover Cruiser blindados entre los que se habían intercalado varios camiones más grandes, tres autobuses y un par de camiones cisterna más pequeños. Un escuadrón de diez grandes motocicletas BMW pasaban con un gruñido delante, montadas por figuras con trajes blindados. El gran camión MANN estaba colocado en el último tercio de la fila de vehículos y su campo de fuerza reverberaba en el aire que rodeaba la cápsula de aluminio reforzado.

Las motos frenaron la marcha cuando coronaron la cima del pliegue y vieron a los Guardianes que les bloqueaban el camino. Sus pesados motores gruñeron con estrépito al ir bajando a marcha lenta la larga ladera. El resto del convoy las siguió con cautela. A casi un kilómetro de los escombros del puentecito, el convoy entero se detuvo.

Los restantes jinetes de los clanes salieron a la exuberante estepa y se fueron extendiendo hasta que el convoy del aviador estelar quedó rodeado por completo. El primer coche blindado apareció en la autopista Uno, retumbando hasta que alcanzó al grupo de carlomagnos que permanecían en la carretera a un kilómetro del convoy. Olwen frenó y se detuvo.

—¡Por fin! —siseó.

La gruesa puerta del coche blindado se alzó sobre sus goznes y salió Bradley. Diez metros más allá, la puerta del segundo coche blindado ya estaba abierta, el equipo de París y las Garras de la Gata se apresuraron a salir al asfalto cocido por el sol y se estiraron con movimientos minuciosos. Scott McFoster le pasó las riendas de su carlomagno a uno de sus tenientes, se acercó y le echó los brazos al cuello de Bradley.

—Por todos los cielos soñadores, me alegro de verlo, señor.

—Eres un orgullo para los clanes, Scott. Aquí hay más de los que yo esperaba.

—Sí, y muchos más estarían aquí con ellos. Tuve que ser firme o bien nos habríamos encontrado con muchachitos y ancianos cabalgando con nosotros.

Bradley asintió poco a poco, pensando en el cadáver de Harvey, que continuaba en uno de los todoterrenos Mazda. Bajó la vista por la suave pendiente y contempló el convoy. El gruñido de los motores era nítido en el aire quieto y húmedo. Cuando alzó los ojos hacia el sur, distinguió el collado de las estribaciones que era el valle del Instituto.

—Será mejor que seamos rápidos. Intentará abrirse paso en cuanto pueda. ¿Hay alguna señal de refuerzos?

—No se ve ningún movimiento alrededor del Instituto. Hemos perdido un par de exploradores, cosa que era de esperar. Pero el resto sigue en su sitio. Además, veremos cualquier cosa que se acerque.

—¿Cuántas tropas le pueden quedar allí dentro?

—No ha sido fácil rastrear los movimientos por la autopista Uno en los últimos meses. Pero estoy seguro de que no pueden quedar más de un par de cientos de seres humanos en el Instituto.

—Eso está bien. Tenemos algunos asesinos de zona en los coches blindados que deberían eliminar parte del convoy antes de que empecemos siquiera a luchar cuerpo a cuerpo.

—¿Pueden perforar el campo de fuerza del camión?

—Yo diría que no, pero no vamos a tardar en averiguarlo. También hemos traído membranas de volcado que contribuirán a acabar con él.

—En ese caso, estamos preparados.

—Muy bien, me voy a poner el traje y voy con vosotros.

Scott vaciló sólo un momento.

—De acuerdo.

—No te preocupes —dijo Bradley en voz baja—. No me pienso poner en medio. Además, aquí nuestros amigos —su gesto abarcó al equipo de París y a las Garras de la Gata— han accedido a escoltarme hasta el propio aviador estelar.

Scott examinó el voluminoso blindaje con una mirada profesional.

—¿Supongo que ninguno se plantearía prestarme uno de esos estupendos trajes durante un par de horas?

Se oyeron varias risitas entre los cascos negros.

Bradley se giró para mirar las montañas que protegían el horizonte occidental. Las altas y cegadoras cumbres blancas se clavaban en lo más alto del cielo despejado. No había señal de una sola nube, ni un soplo de aire.

—No hemos sabido nada de Samantha —dijo Scott al seguir su mirada—. Lo que podría significar que ha empezado.

—Sí. Por supuesto. ¿Hay refugios cerca?

—Hemos localizado unas cuantas cuevas. Tengo a los McSobel instalando campos de fuerza en ellas ahora mismo.

—Esperemos que sea suficiente. Nadie sabe en realidad lo potente que puede ser…

—Eh —dijo la Gata—. Se acerca algo. Algo muy raro. —Señaló con el guantelete el cielo occidental.

En la Tierra no se había recuperado ningún ADN de la época de los dinosaurios a pesar de haberse aplicado al problema algunas soluciones científicas bastante creativas. Pero era obvio que eso no había detenido las ínfulas de los experimentos genéticos de los barsoomianos. Bradley no dijo nada, pero se le quedó la mandíbula abierta de asombro al ver las formas que surgieron en el traslúcido color zafiro del cielo de Tierra Lejana. Estaba claro que las criaturas habían tomado como modelo a los petrosauros, con alas que eran membranas de escamas que se estiraban sobre unos huesos largos y duros. El sol rielaba formando dibujos oleaginosos de colores por el tejido correoso cuando batían las alas con movimientos largos y firmes. Quedaba patente el legado reptil del cuerpo, aunque Bradley sospechaba que muchas de las secuencias derivadas de los cocodrilos se habían intercalado en el genoma de la criatura. Lo que no cabía duda era que la gigantesca cabeza con forma de cuña tenía un aspecto feroz y las cuatro patas tenían unas garras negras letales.

Cuando se acercaron y comenzaron a descender sobre la estepa, Bradley vio las figuras envueltas en capas de los barsoomianos sentados a horcajadas de los gruesos cuellos de las criaturas. Una especie de correas de montar envolvían el pelo pálido de color gris ostra. Debía de haber más de treinta en la bandada, todos manteniéndose a una distancia saludable unos de otros.

El primero fue bajando junto a la carretera, sus alas hicieron un rápido barrido y después giraron para batir el aire en gigantescas ráfagas. Se posó rápido, doblando las patas achaparradas hasta casi agacharse. Una cabeza que tenía tres metros de longitud, buena parte de ella mandíbulas y dientes, giró para alinear unos ojos grandes y protuberantes con Bradley. Las alas, que debían de tener una envergadura total de quince metros, aletearon una vez y se plegaron con una habilidad perezosa sobre los flancos de la criatura. Ésta lanzó un rugido, un ululato agudo que hizo que Bradley se tapara los oídos con las manos. El grito lo recogió el resto de la bandada a medida que se fueron precipitando sobre la estepa como si estuvieran cayendo sobre sus presas.

—Mola —declaró la Gata—. Eh, tú, Scott: te cambio la armadura por uno de ésos.

Su llegada no inmutó a los carlomagnos, que continuaron allí plantados con actitud estoica. Fueron sus jinetes los que miraban a su alrededor con la boca abierta, estupefactos. Comenzaron a oírse confusos vítores para aclamar a los barsoomianos.

Bradley observó al líder que desmontaba y parecía deslizarse por el flanco de la enorme criatura.

—Bienvenidos —dijo—. Nos preguntábamos si se unirían a nosotros en este día. Esperábamos que sí.

—Bradley Johansson. —La barsoomiana tenía una voz dulce de mujer—. Su regreso a este mundo es propicio, como auguramos nosotros. Soy Rebecca Gillespie y ésta es mi congregación. Será un placer para nosotros proporcionarle la ayuda que podamos, pero debe saber que también estamos aquí para salvaguardar al raiel.

Las sombras del interior de la capucha de Rebecca Gillespie se redujeron un tanto cuando se volvió para mirar a Qatux. Dos de los barsoomianos habían desmontado y se deslizaban hacia el gran alienígena, que se bajaba con movimientos pesados de la parte trasera del camión en el que había viajado. Tigresa Pensamientos permanecía a su lado con actitud protectora, mirando a las figuras de las túnicas grises con suspicacia. Los barsoomianos hicieron una profunda inclinación ante Qatux, cuyos tentáculos menores se extendieron hacia ellos con la ternura de un sacerdote dando una bendición.

—¿Y entonces qué es Qatux para vosotros? —preguntó Morton, en su voz se percibía un claro matiz de burla—. ¿Una especie de viejo dios perdido?

Rebecca Gillespie rotó un poco para que la parte frontal de su capucha mirara a Morton.

—La estructura neuronal de los raiel es la más suprema de todas las inteligencias que nos hemos encontrado en la galaxia —dijo—. Y como tal, se merece todo nuestro respeto. Algún día esperamos y creemos que nuestro ADN se puede elevar a tales niveles. Entretanto nos conformamos con la perspectiva que este raiel tenga a bien concedernos.

—Tenéis que salir un poco más, tíos —dijo Morton.

—Sea cual sea la razón, nos alegramos de que estén aquí —se apresuró a decir Bradley—. Eh, ¿y éstos qué son, con exactitud? —Señaló con un gesto de la cabeza la enorme criatura aérea de la que se había bajado Rebecca Gillespie.

—Para nosotros, son águilas reales, aunque en los pueblos de las estepas Iril ya se han corrido rumores en susurros sobre los dragones que sobrevuelan los cielos de Tierra Lejana.

—Sean lo que sean, son impresionantes. ¿Van a entrar en batalla volando sobre ellos?

—Cielos, no, eso sería una locura. —La barsoomiana estiró la mano por detrás de la cabeza y sacó un rifle con un cañón muy largo de la funda oculta que llevaba en la túnica—. Seríamos blancos fáciles para las armas del Instituto. Somos tiradores de primera. Estas armas atraviesan un esqueleto normal con campo de fuerza a mil metros de distancia.

—Agradecemos mucho ese apoyo.

—Señor —exclamó Scott—. Movimiento en el Instituto. Algo viene hacia aquí. Tenemos una imagen.

Bradley examinó su visión virtual en busca del icono y sacó la imagen que le enviaba el explorador. La imagen no era de gran calidad pero le mostró los vehículos que salían en masa de la boca del valle.

—Deben de ser todos los vehículos que tienen allí dentro —dijo Stig—. ¿Quién coño va dentro?

—Mira a ver si el explorador puede tomar un primer plano —dijo Bradley. Le desconcertaba la cantidad de vehículos. A esas alturas el aviador estelar estaría completamente desesperado, pero sobre todo, era una criatura lógica.

La imagen se desdibujó y enfocó una camioneta. Había varias formas oscuras incrustadas en la parte de atrás. Al principio, Bradley no le encontró mucho sentido a lo que estaba viendo, su mente se limitaba a rechazar el perfil. No pueden estar aquí, es imposible. Pero, por supuesto, Dudley Bose había descubierto el verdadero origen del aviador estelar.

—Por todos los cielos soñadores —dijo con miedo.

—Motiles —canturreó la Gata muy contenta.

—Debe de haber cientos de ellos —dijo Morton.

—Motiles soldado —dijo Rob—. Creo. Son diferentes de los que había en Elan.

—Son la versión mejorada —le dijo Bradley con tono lacónico.

Había habido varios momentos incómodos durante el vuelo. Varios de los sistemas de los hipermotores del Escila dieron varios fallos que tuvieron que solucionar de inmediato. El equipo de apoyo auxiliar fallaba con una regularidad desalentadora. Nigel se había pasado la mayor parte de sus horas de vigilia solucionando problemas, sujetando cosas con remiendos informáticos y componentes de reserva. Otis y Thame habían improvisado muchos de los procedimientos, la experiencia de vuelo y un conocimiento detalladísimo de la fragata les permitía tomar atajos casi intuitivos.

Al final habían ido convenciendo poco a poco a la reticente nave para que produjera un rendimiento que encajaba con las especificaciones que habían prometido en un principio los diseñadores. Nigel se había sentido muy satisfecho poniendo en condiciones aquella tecnología. El único estilo de gestión que funcionaba al cien por cien era ponerse uno mismo manos a la obra. Saber que un solo error los convertiría en una simple mancha de radiación extraña en el cosmos también contribuía de un modo asombroso a mantener la concentración.

Estaban acercándose a Dyson Alfa, así que sacó el surtido de sensores de la red de su visión virtual y lo estudió. Lo rodeó con un cubo moteado de gris que mostraba la estrella como un pequeño pliegue en la tela que tenían justo delante. Dyson Beta estaba a un lado y aparecía como una voluta más grande cuando la resonancia tridimensional rozó la superficie de la barrera. También había una fina estela cónica que se acercaba a Dyson Alfa. Rastrear a la Caribdis no era fácil, el mecanismo de detección había resultado ser uno de los mecanismos menos fiables que tenían a bordo. Había habido un periodo de veintiocho horas enteras en el que habían perdido por completo a la Caribdis. Nigel había trabajado mucho para adaptar los programas de la unidad hasta que el detector funcionó casi a la perfección. Al menos las últimas horas no habían visto ni un solo fallo. Sospechaba que el hecho de que estuvieran alcanzando poco a poco a la Caribdis también jugaba un papel importante. En ese momento había menos de quince años luz entre las dos naves.

—¿Has decidido lo que vas a hacer cuando lleguemos allí? —preguntó Otis.

La mano virtual de Nigel apartó el dispositivo de rastreo y volvió a comprimirlo dentro de la red.

—Todavía no. —Había un matiz irritado en su voz. ¡Maldita fuera, se trataba de Ozzie!

—Noventa minutos para llegar.

—Sí, ya lo sé.

—Deberíamos tener suficiente resolución para ver si se dirige al mundo o a la Fortaleza Oscura.

Nigel cambió de postura en el relleno del sillón. El viaje había sido bastante deprimente desde el punto de vista físico; engrudo para comer, senos nasales hinchados, estómago revuelto y siempre al borde de un ataque de claustrofobia.

—¿Crees que se rastreará algo una vez que salgan del hiperespacio?

Otis le dedicó una sonrisa débil.

—En teoría.

—A esta nave no le va mucho la teoría.

—Si se dirige a la Fortaleza Oscura, es que va a intentar de verdad reactivar la barrera.

—Es posible.

—Y eso significa que no es un agente del aviador estelar.

Nigel miró furioso a su hijo.

—¡Ya lo sé! Por eso he venido yo con vosotros.

—Perdona, papá. Es sólo… es que es Ozzie, ya sabes.

Nigel se sintió algo más que un poco picado al oír el matiz de veneración en la voz de Otis.

—¿Pero tú has llegado a conocerlo?

—No. Pero cuando éramos pequeños siempre nos hablabas de él.

—Sí, ya lo sé. Por eso será mi mano la que esté en el gatillo si hay que hacerlo. —No pudo contener el bostezo, no dormía muy bien en caída libre—. Vamos a prepararnos. No quiero que nada me distraiga cuando nos acerquemos. Thame, carga la bomba nova en el tubo de lanzamiento. Yo autorizaré su activación.

—Sí, señor.

Nigel siguió el procedimiento a través de los esquemas de la nave. Hubo un problema para sacar el misil de la recámara, pero Otis hizo algo con el mecanismo de manipulación que corrigió el fallo. Aparecieron unos símbolos verdes cuando el arma quedó cargada y preparada.

—Mark me enseñó ese truco —dijo Otis—. Es no sé qué de equilibrar el electromúsculo.

Nigel hizo caso omiso del tono de reproche. En Mark había algo innato que atraía a la gente, como un cachorrito humano perdido.

—Inicia los láseres de neutrones —dijo Nigel—. Thame, te encargas de las defensas de corto alcance. —Cuando comprobó el cronómetro, Dyson Alfa estaba a setenta minutos.

Los todoterrenos ya habían salido del cañón Vigilancia cuando empezaron a captar los fragmentos sueltos de la respuesta de Johansson. Paula programó su matriz para que reuniera los retazos verbales a medida que se iban repitiendo una y otra vez. La estática tronaba por los altavoces cuando ponía el mensaje. Cada vez era un poco más largo y más claro. A la quinta ya no había error posible.

—¿Es él? —preguntó Rosamund—. ¿Le dijo eso a Renne?

—Sí. —Paula se quedó mirando por el parabrisas curvo del todoterreno. La luz de los faros fluían por la superficie vacía y brillante de arena y esquisto al tiempo que el lustroso vehículo se precipitaba hacia el refugio. Le pareció que en el horizonte oriental había quizá un poco más de luz. El dolor ya casi había desaparecido de todos sus miembros pero se sentía desesperadamente cansada, como si llevara meses sin dormir.

—Así que Adam se puso en contacto con Oscar —dijo Rosamund—. ¿Ayuda eso en algo?

—Tiene mucho sentido, sobre todo la razón.

—No lo entiendo.

—Adam sabía que Oscar no era el agente del aviador estelar. Si lo hubiera sido, habría capturado a Adam y lo habría llevado para que lo interrogaran en cuanto Adam se hubiera puesto en contacto con él. Habría cogido a Adam totalmente desprevenido.

—¿Entonces por qué no se limitó a decírnoslo?

—Estaba protegiendo a Oscar.

—¿De quién?

—De mí. Dé la vuelta.

Rosamund le lanzó una mirada sorprendida.

—¿Que haga qué?

—Dé la vuelta. —Sus manos virtuales aletearon sobre los iconos para intentar ponerse en contacto con Oscar. La matriz de mano no tenía alcance suficiente, no con la pared del cañón bloqueándolos—. Tengo que volver allí.

—¡No tenemos tiempo!

—Pare el todoterreno. Usted puede continuar con Jamas o Kieran. Volveré yo sola.

—¡Oh, por todos los cielos soñadores! —Rosamund giró de golpe el volante haciendo que el todoterreno derrapara antes de dar la vuelta. El vehículo se sacudió como un loco al seguir el giro.

Paula se sujetó al asiento pensando que iban a volcar.

—¿Qué pasa? —preguntó Kieran.

—No es Oscar —dijo Rosamund—. Vamos a volver.

—¿Para qué? Vamos a tener la tormenta encima en veinte minutos.

El todoterreno había completado al fin el giro y el morro volvía a señalar hacia el cañón Vigilancia. Rosamund pisó a fondo el acelerador.

—No lo sé.

—¿Qué? —preguntó el otro sin poder creérselo.

—Tengo que hacerle a Oscar unas preguntas —dijo Paula—. Debería poder averiguar cuál es de los otros dos.

—¿Y después qué?

—Quizá podamos alcanzar al agente del aviador estelar a tiempo para evitar que despegue. No tardaremos mucho. Las carabinas de iones pueden inutilizar un hiperdeslizador con facilidad.

—Pero no podríamos salir —gruñó Rosamund—. Lo peor de la tormenta se sufre en el cañón Vigilancia. Estos todoterrenos no soportarían la paliza que nos daría allí.

—He dicho que puedo conducir yo.

—No, no puede. Pero si apenas es capaz de mantenerse consciente.

—Gracias —dijo Paula. Se derrumbó en el asiento y empezó a pensar en las preguntas que tenía que hacer.

—Incluso si no llegamos, los otros dos estarán advertidos —dijo Rosamund—. Al menos eso tenemos que hacerlo.

—Quizá con eso baste —asintió Paula. Notaba la necesidad de la mujer de justificar lo que estaban haciendo, el valor que sacaba de aquella causa—. No sé lo que está planeando hacer el agente. Es posible que sea un vuelo suicida con el hiperdeslizador, o puede que tire a los otros de la Silla de Afrodita.

—Es Adam, sabe. Nos está ayudando.

—¿Cómo?

—Nos mira desde los cielos soñadores, animándonos.

Paula no contestó. La idea era un tanto desconcertante. Ella basaba su universo en hechos sólidos. Era más fácil.

—¿No es usted religiosa, investigadora?

—No creo que fuera diseñada para serlo. Es obvio que usted sí.

—No creo en las viejas religiones, pero Bradley Johansson visitó de verdad los cielos soñadores, les contó a los clanes cómo son, lo que podemos esperar.

—Ya veo.

—No me cree —se rió Rosamund—. Pregúntele usted después.

—Puede que lo haga.

Continuaron conduciendo en silencio. Después de un rato, Rosamund empezó a mover el volante un poco. El suelo no parecía ser irregular. No había cambiado en un buen rato.

—El viento está empezando a cobrar fuerza —dijo Rosamund cuando sorprendió a Paula buscando por el oscuro paisaje del exterior.

—Ya. —Paula le ordenó al transmisor del todoterreno que volviera a enviar la señal. Ya deberían tener alcance. Según la navegación inercial, estaban a la altura de la entrada del canal Vigilancia, preparadas para dar la curva y entrar en él.

—¿Qué quería decir cuando dijo que Oscar no estaba a salvo de usted? —preguntó Rosamund.

—Adam y él estaban juntos en la estación de Abadan; formó parte de la atrocidad terrorista. Adam sabía que si yo lo descubría, arrestaría a Oscar.

—Fue hace mucho tiempo.

—El tiempo es irrelevante. Las personas a las que mataron siguen muertas. Hay que hacer justicia. Sin eso, nuestra civilización se derrumbaría.

—Habla en serio, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Así que de verdad hubiera intentado arrestar a Adam al terminar esto?

—Sí.

—Se lo habríamos impedido.

—Sólo esta vez. —El mayordomo electrónico de Paula le dijo que el transmisor del todoterreno había entrado en contacto con los tres hiperdeslizadores.

—Oscar, ¿se encuentra bien?

—Estoy bien. Lo estamos todos. ¿Qué problema hay? Creí que ya estarían muy lejos a estas alturas. Tienen que salir del cañón Vigilancia.

—Oscar, he estado en contacto con Bradley Johansson. Me dijo que fue Adam el que se puso en contacto con usted para pedirle que revisara los diarios de a bordo del Segunda Oportunidad, ¿es eso cierto?

—Sí.

—Investigadora, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Wilson—. Estamos a punto de despegar. Y usted tiene que alejarse.

—Oscar, eso lo deja a usted libre de sospecha —dijo Paula—. Si fuera el agente del aviador estelar, lo habría capturado.

—Sí, supongo.

—¿Qué es lo que está diciendo? —preguntó Wilson.

El todoterreno se sacudió hacia un lado cuando lo golpeó una ráfaga repentina de viento. Paula se apretó las cinchas de sujeción.

—Que es usted o Anna.

—¡Oh, venga ya! Pertenecemos todos a la Marina, nos conocemos desde hace años. Ya hemos decidido que es usted o uno de los Guardianes. Vamos a volar hasta la cima, diga usted lo que diga.

—Estaban todos a bordo del Segunda Oportunidad —dijo Paula—. Oscar, ¿qué le dijo a Wilson cuando acudió a él con las pruebas? ¿Le dijo que se pusieron en contacto con usted los Guardianes?

—Sí.

—De acuerdo, Wilson, usted sabía que había una conexión entre Oscar y los Guardianes. ¿Se lo dijo a Anna?

—Esto es ridículo.

—¿Se lo dijo? —El todoterreno se iba bamboleando sin parar a medida que se iba levantando cada vez más viento. La arena barría el suelo.

—Yo… creo que no. Anna, ¿tú te acuerdas?

—¿Qué le dijo? ¿Comentaron ustedes los datos del Segunda Oportunidad?

—¿Anna? —le suplicó Wilson.

—Ella manejaba los sensores del Segunda Oportunidad. Lo que le daba fácil acceso a los satélites y la antena. Eran sus sistemas, le resultaría fácil ocultar cualquier uso no autorizado.

—¡Anna! Dile que está diciendo tonterías.

—¿Le dijo que Oscar había descubierto el despliegue de la antena? —insistió Paula.

—Anna, por el amor de Dios.

—¿Se lo contó?

—Sí —gimió Wilson.

—Anna —dijo Paula—. Sé que su onda transmisora está conectada, por favor, responda.

—Es mi mujer.

El todoterreno se tambaleó todavía más. Rosamund luchó con el volante.

—No podemos aguantar más —gruñó—. No vamos a alcanzar a Anna.

—Maldita sea —dijo Paula—. No puede faltar mucho.

—Investigadora, vamos a morir si continuamos. —La voz de Rosamund carecía de emoción—. Y con eso no se va a lograr nada, supongo.

—De acuerdo, dé la vuelta —soltó Paula. A medio giro, otra ráfaga se estrelló contra ellas y la investigadora pensó que iban a volcar de verdad esa vez. Rosamund giró el volante con violencia para contrarrestar la inclinación. Fuera, la luz gris se filtraba por el cielo para revelar una base de nubes baja y espesa que se estaba moviendo a una velocidad abrumadora hacia el monte Herculano. El todoterreno se estabilizó. Rosamund las llevaba directamente a la base de la pared del cañón.

—Anna, responda, por favor —dijo Paula.

—Wilson —dijo Oscar—. Oh, mierda, lo siento.

—¡No puede ser ella! —dijo Wilson—. Es imposible. Maldita sea, es perfectamente humana.

—Yo trabajé con Tarlo durante años —dijo Paula—. No tenía ni idea.

—¿Trabajar? —escupió Wilson con desdén—. Yo me casé con ella. La quería.

—Wilson, Oscar, tienen que decidir qué van a hacer ahora. Sé que esto es muy duro, Wilson, pero supongo que intentará estrellarse contra uno de ustedes.

—Dejaremos una brecha entre desenganche y desenganche del ancla —dijo Oscar—. De ese modo sólo podrá ir tras uno de nosotros.

—Eso parece viable. —Paula ansiaba con desesperación ofrecer algún consejo práctico, pero ni siquiera se le ocurría cómo podía mejorar la sugerencia de Oscar. Vio que el borde del cañón se aproximaba a toda velocidad. Había arena bajo las llantas otra vez. Graneles afloramientos de rocas desgastadas atestaban la base de la pared del cañón. Rosamund giró alrededor de una punta oscura de lava raída y frenó a su amparo, después levantó la suspensión para que el borde se asentara en el suelo.

—Espero que esto sea lo bastante profundo —dijo cuando conectó las anclas de emergencia del todoterreno. Los tornillos del chasis empezaron a hundirse en la arena compacta con un estridente gimoteo metálico.

—Buena suerte, a los dos —dijo Paula.

Rosamund desconectó el micro y miró a Paula.

—No le ha dicho que sabía lo de Abadan.

—Oscar ya tiene suficiente de lo que preocuparse ahora mismo. No quería dificultar su efectividad. Ya lo averiguará si sobrevive.

—El aviador estelar no sé, pero con usted yo me muero de miedo.

—No lo sabía. —Oscar repetía la frase como un mantra. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces lo había dicho. El vacío del silencio humano era sofocante y desmoralizador, y el viento se alzaba furioso y a contrapunto alrededor del hiperdeslizador. Una sensación de aislamiento se desplegaba a su alrededor como la caricia del espacio interestelar. Anna: perdida sin redención sólo Dios sabría cuántos años o décadas atrás. Mientras que Wilson se había encerrado en un infierno privado de angustia y dolor.

—Su parte humana se sentía atraída por ti. Eso sigue vivo.

—No importa —respondió Wilson con aspereza—. No es la primera mujer que tengo.

—Pero no como ésta, tío; vimos destellos de la auténtica Anna. Sigue ahí. Perdida. Pueden someterla a un proceso de renacimiento y editar sus recuerdos.

—Después de que la matemos ahora. ¿Es eso?

Oscar se estremeció. La conversación entera se hacía más inquietante todavía por culpa del pequeño símbolo de color esmeralda que brillaba en la esquina de su visión virtual y que demostraba que Anna seguía en el aire, recibiendo todo lo que decía. Quizá el silencio sea lo mejor.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó con tono cansado. Las volutas de arena fina pasaban junto a la cabina, volutas que se habían levantado en el desierto húmedo, más allá de la boca abierta del cañón.

—Llegar a la Silla de Afrodita. Para eso estamos aquí. Eso es lo que vamos a hacer.

Oscar contuvo un largo suspiro de alivio. Al menos su amigo estaba empezando a centrarse. Eso era lo bueno de Wilson, la capacidad de dejar a un lado el elemento humano cuando tomaba una decisión. Seguramente por eso se le daba tan bien tomar el mando. El paralelismo entre él y los agentes del aviador estelar era algo en lo que Oscar prefería no pensar.

—Llegaremos —dijo Oscar—. Después de todo, no hay mucho que ella pueda hacer.

—¿Tú crees?

Oscar estuvo a punto de desconectar la radio y mantener el hiperdeslizador en el suelo mientras bramaba la tormenta. El universo puede sobrevivir sin mí ¿no? Sólo por esta vez. Ojalá pudiera hacer lo mismo que Wilson y desconectar de sus emociones.

El hiperdeslizador tembló cuando el viento cobró más fuerza todavía a su alrededor. Por encima de su cabeza, las nubes grises se habían fundido convertidas en un techo arrugado e ininterrumpido sobre el inhóspito cañón.

—Sea lo que sea lo que quieres hacer, estoy contigo —le dijo a Wilson. Estaba evadiendo su responsabilidad y lo sabía, se la estaba transfiriendo al otro. Claro que eso era lo que llevaba haciendo desde Abadan.

Comprobó el radar del tiempo con sus imágenes de medusas de falsos colores copulando. La cabina entera se sacudía, haciendo vacilar las imágenes de la pequeña pantalla. Le mostraba una marea de color salmón que canalizaban las imponentes paredes del cañón Vigilancia y alcanzaban casi los ciento cincuenta kilómetros por hora. Por algún lugar, en la distancia invisible del morro del hiperdeslizador, el frente de la tormenta había alcanzado la base del monte Herculano.

—Luz verde confirmada —respondió Wilson con tono imparcial y neutro.

Oscar sonrió con ternura ante aquella muestra de profesionalidad absoluta; a su manera, Wilson le estaba mostrando el camino. De acuerdo, si eso es lo que hace falta, estoy preparado.

—Recibido. Empiezo la fase de ascenso.

Colocó las manos en los puntos-i del panel y sujetó con fuerza la barra cóncava. El plástico corrugado le envolvió las muñecas y se las ató para el vuelo. Su mayordomo electrónico le informó de un interfaz perfecto con la matriz de a bordo del hiperdeslizador.

Oscar se quitó a Anna de la cabeza y dejó que surgieran los recuerdos. No sus recuerdos, sino la habilidad que ya le pertenecía y que lo fusionaba con el hiperdeslizador. Una mano virtual violeta y roja sujetó la palanca que se había materializado delante de él. Su otra mano saltó entre los iconos resplandecientes.

Las yemas de las alas de plástico corrugado comenzaron a extenderse y a salir del fuselaje para configurarse en una sencilla forma de ala delta. Oscar se vio sacudido de un lado a otro de la cabina cuando las alas captaron el viento. Desconectó el tope del ancla delantera y el hiperdeslizador empezó a saltar como un loco. Sus propios y escasos conocimientos de pilotaje, optimizados por los recientes implantes de habilidad, lo ayudaron a contrarrestar el movimiento con una facilidad relativa, manteniendo el aparato tan nivelado como podía.

Permitió que las sogas delantera y trasera se desenrollaran y ajustó las alas para conseguir un poco de propulsión. El hiperdeslizador empezó a alzarse y alejarse del suelo del cañón, tirando con fuerza de los cables mientras el viento castigaba el fuselaje. Una vez que se encontró a cincuenta metros de altura, ajustó la aleta de cola convirtiéndola en un largo estabilizador vertical. Las sacudidas empezaron a perder su urgencia, aunque fuera, el aullido del viento seguía creciendo. Oscar desplegó las alas todavía más y profundizó la combadura para generar más propulsión directa. Con los cables del ancla denunciando una tensión enorme, Oscar empezó a darles carrete a un ritmo medido, manteniendo escrupulosamente su ascenso al paso recomendado. Decidió que no era el momento para tomar atajos, poco importaba lo que se jugaran.

Unos jirones de bruma pasaron disparados junto a la cabina, combinados en una mortaja que restringía su campo visual a poco más de veinte metros. La lluvia golpeaba con violencia el fuselaje, con el redoble de una reverberación. A medida que iba subiendo más, los cables empezaron a temblar con una armonía muy poco probable. No hacía más que ajustar las alas para intentar mantener la estabilidad del hiperdeslizador.

—Si esta tormenta no es suficiente para Samantha, no sé qué va a necesitar —dijo Wilson. El enlace por radio no era bueno, pero las palabras deformadas por la estática contenían una determinación formidable.

Oscar se aferró a la voz de su amigo, el contacto con otro ser humano era de repente lo más importante. Cuando examinó el radar del tiempo otra vez, vio las ondas de color escarlata y cereza de la tormenta que se precipitaba por el cañón Vigilancia, superponiéndose y retorciéndose a una velocidad vertiginosa. La velocidad que rodeaba al fuselaje superaba en esos momentos los ciento cincuenta kilómetros por hora. Unas estrellas de color índigo marcaban a los otros dos hiperdeslizadores, ambos estaban en el aire, más o menos a la misma altura que él. Así que la chica está vivita y coleando. Había sido una fantasía absurda pensar que su silencio significaba que, de algún modo, se había desactivado.

—Sí —dijo cuando se alzó por encima de la marca de los mil metros—. No me gusta estar dentro, y desde luego no me gustaría ser el blanco.

—Adam quería que tú fueras el único que hiciera esto, ¿verdad? Por eso te sometió al procedimiento de implante de memoria. La humedad no dañó nada. No nos iba dejar volar a Anna y a mí.

—No. Iba a explicárselo a los Guardianes y a usarlos para que se aseguraran de que vosotros dos permanecíais en tierra. Maldito idiota, como si el que yo pilote pudiera garantizar un aterrizaje en la cima.

—¿Por qué no nos dijo que tú estabas libre de toda sospecha?

—Habría tenido que explicarle la razón a la investigadora, que nos conocíamos de hace mucho tiempo, que fue por lo que se puso en contacto conmigo ya en primer lugar. —El hiperdeslizador dio un tumbo alarmante a estribor. Oscar lo devolvió a su posición con una presión firme en la palanca, flexionando las alas. El aparato volvió a rodar y se estabilizó. Oscar se concentró en el radar del tiempo, aunque hasta eso tenía problemas para distinguir las extremas turbulencias del aire dentro de las corrientes a chorro.

—¿Tan importante es? —preguntó Wilson.

Oscar apretó los dientes. Durante décadas había supuesto que ese momento, si llegaba algún día, sería catártico. No lo era. Se odió por confesar, por lo que tenía que confesar.

—Me temo que sí.

—¿Y por qué te conocía?

—Los dos nos implicamos en política estudiantil cuando estábamos en la universidad. Una estupidez. Éramos jóvenes y los radicales supieron explotarlo.

—¿Qué pasó?

—¿A la larga? Lo de la estación de Abadan.

—Oh, Dios, Oscar, tienes que estar de broma. ¿Fuiste tú?

—Tenía diecinueve años. Adam y yo estábamos en el grupo que puso la bomba. No estaba destinada al tren de pasajeros. Estábamos haciendo un gesto contra el vertido de grano. Pero hubo un atasco en StLincoln; el expreso iba con retraso así que el control de tráfico le dio prioridad y metieron el tren del grano por una vía diferente.

—Qué putada.

—Sí. —Oscar vio que su altitud superaba los mil cuatrocientos metros. Le estaba costando ver. Las lágrimas le bañaban las mejillas. Ordenó que la configuración de las alas cambiara, preparadas para el vuelo—. El Partido Socialista Intersolar se compadeció de mí y pagó para que me sometiera a un cambio de identidad en Illuminatus. He estado… no sé. ¿Compensándolo? Desde entonces.

—No me lo puedo creer. Éste es un día de revelaciones, ¿eh? Supongo que, al final, nunca nos conocemos de verdad.

—Wilson. Pase lo que pase… si me odias ahora. Me alegro de haberte conocido.

—No te odio. ¿Y Oscar es tu verdadero nombre?

—Joder, no. —Comprobó las cosas por la cubierta de la cabina y vio que las alas se iban curvando a ambos lados. Su visión virtual le mostró que la aleta de cola se transformaba en un amplio estabilizador triangular. En el fondo empezaba a ponerse en tensión, preparado para el momento en que tuviera que soltarse—. Antes era un gran cinéfilo; me encantaban todos esos fabulosos musicales, los vaqueros y las películas románticas que hacían allá por la mitad del siglo XX. Los Oscar, ¿te acuerdas? Y la mayor estrella que tuvieron jamás se llamaba Marilyn Monroe.

—Bueno, don premio de las estrellas, tú mismo anunciaste la táctica, dos contra uno.

Oscar vio desengancharse el hiperdeslizador de Wilson. Su estrella de color índigo salió disparada por el río de color carmín que fluía por todo el cañón Vigilancia.

Casi podía oír los cálculos que debía de estar haciendo Anna. De todos ellos, Wilson era el que tenía más posibilidades de llegar a la cima. Cuanto más tiempo lo dejara, más difícil le resultaría alcanzarlo y presumiblemente forzar algún tipo de choque, pero si se desenganchaba antes que Oscar, él podría elegir su momento en cualquier instante de la próxima hora, más o menos, y hacer su vuelo sin ningún estorbo. Todo dependía de la fe que tuviera todo el mundo en su habilidad para dibujar aquella parábola escorzada.

Anna se desenganchó.

Se encontraba a veinticinco segundos de Wilson.

La mano virtual de Oscar pulsó el icono que lo desenganchaba. La fuerza de la gravedad lo clavó en el sillón. El hiperdeslizador salió disparado a más de ciento ochenta kilómetros por hora. La agitación del aire zarandeó las alas sin piedad. Oscar había previsto mantener el aparato estable mientras observaba los movimientos de los otros dos, a la espera del momento que se presentara. En lugar de eso, se vio lanzado a una batalla inmediata por la simple supervivencia. Lo único que le importaba era mantener la altitud. Dos aterradoras paredes del cañón saltaron de la pantalla del radar cuando los vientos lo propulsaron de un lado a otro. Contrarrestó cada revolcón que le lanzaba aquella tormenta entre alaridos, ladeando la palanca con una serenidad provocada por el miedo. Las alas cambiaron obedientemente, las puntas giraron y se doblaron para producir una respuesta tan rápida que por un momento le costó registrarla antes de que se convirtiera en una compensación excesiva.

Durante una fracción de segundo buscó las dos estrellas de color índigo. Su mayordomo electrónico proyectó las trayectorias de sus rumbos. Las finas líneas de color topacio que esbozó se cruzaban antes del fin del cañón Vigilancia. Después, las inmensas paredes de roca se cerraron de nuevo sobre él y las inestabilidades que arañaban el fuselaje se intensificaron. Fuera, oscureció todavía más a medida que la tormenta arrancaba los jirones de nubes entrelazados y los convertía en una única trenza salvaje muy por encima del suelo. Unas grandes gotas de agua se estrellaron contra la cabina en una oleada repentina. El hiperdeslizador guiñó bajo el asalto. Oscar luchó por enderezar otra vez el aparato. Tenía que reducir el tamaño de las alas, incrementar el control a costa de la aceleración que la ancha curva anterior le había proporcionado. No hubo una pérdida de velocidad perceptible y era más fácil forzar su regreso al centro del cañón, manteniéndose por encima de aquella nube arterial que se retorcía a su alrededor. El radar encontró el final de la pared del cañón a veinte kilómetros de distancia, un acantilado vertical que desaparecía de la pantalla.

Volvió a comprobar los otros dos hiperdeslizadores. Anna estaba volando con una exactitud mecánica, no había recortado las alas y sin embargo, de algún modo, conseguía mantener el vector, acercándose a Wilson a toda prisa. No tenía que preocuparse de maniobrar para colocarse en la posición correcta para ponerse en vertical al final del cañón. Ya no tenía preocupaciones humanas que la distrajeran. Su hiperdeslizador continuaba disparado como un misil. Wilson no podía apartarse, si quería elevarse por aquella increíble catarata que caía por el cañón, tenía que mantener el rumbo a la perfección.

Las habilidades de algún piloto desaparecido mucho tiempo atrás ya se habían asentado con calma en la mente de Oscar, permitiéndole manipular la palanca en sinergia cinética con el hiperdeslizador, lo que le confería un control impecable de la aerodinámica a un nivel casi instintivo. Entre el cielo oscurecido y el rugido beligerante de la tormenta, observó el expreso de StLincoln dejar los raíles entre una oleaginosa bola de fuego, vio los vagones que volcaban y se deformaban, vislumbró los cuerpos rotos y quemados tirados junto a las vías. Ya los conocía a todos, durante cuarenta años sus rostros habían llenado el único sueño que había tenido cada noche.

Su mano virtual volvió a manipular la configuración de las alas y las moldeó convirtiéndolas en una superficie más amplia y larga entre los símbolos rojos de advertencia que arrojaba la matriz de a bordo. Aumentó su velocidad y Oscar bajó el morro, lanzándose hacia el torrente de espuma blanca que se elevaba por el aire a dos kilómetros del suelo del cañón.

—¿Wilson? —llamó entre la cacofonía.

Unos riachuelos salvajes se revolvían alrededor del fuselaje del hiperdeslizador para verse partidos por las hojas de estoque de las alas. Muy por encima de él, el sol se alzaba sobre la cima del monte Herculano.

—Te oigo.

La luz se hizo mil pedazos en el agua, dispersándose en una nube hirviente de arco iris efímeros. Oscar sonrió encantado ante la belleza de la extraña naturaleza de aquel mundo. Justo enfrente de él, algo más abajo, una forma cruciforme de un blanco cegador surfeaba sobre la cima de la espuma chispeante.

—Me llamo Gene Yaohui. —Y al tiempo que lo decía, se zambulló en aquel glorioso torbellino de luz y agua, y golpeó el hiperdeslizador de Anna de frente.

Ya había ocurrido antes, muchas veces, allá cuando volaba con el escuadrón de los Zorros Salvajes. Era una institución tan unida que vivían las vidas de los demás tanto en el aire como en el suelo, y lo hacían por gusto. Se adiestraban juntos, se divertían juntos, iban a los grandes partidos juntos, realizaban misiones juntos y servían en el extranjero juntos. En la base, Wilson conocía a las mujeres y los hijos de todos los demás pilotos, sus problemas financieros, sus peleas, sus pedidos en el supermercado. Mientras que en el aire, conocía el rendimiento y los límites de cada hombre con el que volaba. Estaban tan unidos como hermanos.

Cuando realizaban misiones de combate, algunos no volvían. Los veían morir en el radar, su pulcra y pequeña simbología de neón verde imprimía los códigos de «contacto perdido» en el HUD, allí donde su avión había estallado tras el impacto de un misil y donde caían como un meteorito en miles de pedazos envueltos en llamas. Era como si le arrancaran un pedazo de sí mismo con cada choque, dejándole un vacío que nunca podría llenarse del mismo modo. Pero continuabas porque eso era lo que querían los chicos, los conocías lo bastante bien como para estar seguro. Era esa certeza lo que te daba las fuerzas necesarias para continuar.

Y tres siglos y medio después de creer que había perdido a su último compañero de escuadrón, Wilson Kime vio los símbolos del radar de su mujer y su mejor amigo caer dando bandazos del cielo y estrellarse contra la roca implacable, muy por debajo de su hiperdeslizador.

—Adiós, Gene Yaohui —susurró.

Dos kilómetros más adelante, el río que atravesaba el aire realizaba su magnífica curva paradójica y se lanzaba acantilado arriba, paralelo a su inmensa cara. Unos vectores de posición de color naranja se imprimieron en su visión virtual y Wilson movió la palanca con calma, alineando el aparato con la ruta de aproximación correcta. Cuando las paredes del cañón se precipitaron sobre él a ambos lados, recogió las alas, convertidas en una superficie corta con forma de flecha. Tenía la catarata justo delante, una lámina de ondas plateadas que ascendían a más de trescientos kilómetros por hora. Contuvo el aliento durante varios segundos.

El hiperdeslizador se vio de repente levantado con una fuerza que lo clavó en el sillón. Wilson forcejeó con la palanca al tiempo que se peleaba con las alas para mantener el aparato perfectamente nivelado mientras aguantaba sobre la cola y subía disparado en busca de aquel prístino cielo de color zafiro. Wilson volvió a respirar, y después se encontró de súbito con que se estaba riendo, sólo que se parecía más a un gruñido desafiante que el agente estelar oiría y reconocería.

Con la cumbre a cinco kilómetros, la catarata vertical empezó a partirse cuando la inmensa presión que había creado se redujo y escapó de las brutales constricciones del cañón Vigilancia. El agua se dividió en dos cataratas menores de espuma que se derramaban hacia el norte y el sur por las laderas inferiores del enorme volcán. Wilson cabalgó sobre el estallido de aire residual de la tormenta que ya escapaba y dejó que lo llevara a alturas todavía mayores, sin dejar de mantener la velocidad. Mientras remontaba el vuelo sobre las praderas de las laderas más altas y templadas, observó los inmensos bancos de nubes que dejaba debajo, rodeando el volcán entre tumbos, allí donde engendrarían la venganza del planeta al otro lado.

El radar empezó a captar los tornados que tenía delante a medida que nacían de la clara turbulencia que marcaba los límites superiores de la tormenta. Los observó fustigándolo todo, columnas translúcidas que se deslizaban erráticas por el suelo y que de repente se veían llenas de polvo y piedras cuando absorbían un trozo expuesto de suelo. La matriz de a bordo empezó a rastrearlos y a ofrecerle opciones.

Había tres en la zona que quería, los tres lo bastante grandes. Uno lo descartó, sus oscilaciones eran demasiado inestables. De los dos restantes, se decidió por el más cercano.

Adelantó con suavidad la palanca y apuntó el morro hacia la base giratoria del torbellino, igualando el modo semirrítmico en que viraba de un lado a otro al serpentear ladera arriba. Las alas y la aleta de cola del hiperdeslizador se transformaron en simples alerones de giro con forma de aleta de tiburón y se precipitó hacia el objetivo. Lo mantuvo firme, apuntando por puro instinto hacia donde sabía que iría. Si Gene Yaohui puede apuntar bien, yo también, diablos. Nuestro propósito continuará, vencerá.

Wilson tiró de la palanca hacia atrás e hizo ascender al hiperdeslizador por una curva escarpada que se deslizó en el interior del torbellino. La cubierta se vio bombardeada al instante por arena y gravilla; varios trozos más grandes de piedra lo hicieron encogerse cuando chocaron contra el aparato. Los niveles de tensión del fuselaje alcanzaron sus cotas máximas. Los motores gimieron justo detrás de su asiento, haciendo girar la sección delantera del hiperdeslizador en dirección contraria a la rotación del torbellino, lo que añadía estabilidad a la subida. Las alas se habían transformado otra vez y se habían convertido en hélices propulsoras para aprovechar la tremenda potencia del torbellino.

Segundos más tarde, el hiperdeslizador salió en tromba de la parte superior del torbellino. Wilson comenzó una revisión urgente del vector de vuelo. Había adquirido velocidad suficiente para completar el arco sobre la cima. Bien, pero no era lo que él quería. Las alas alteraron su curvatura y levantaron el morro en una modesta maniobra de frenado en el aire. No quedaba mucho tiempo, los gases se iban reduciendo a toda prisa al dejar atrás la estratosfera. Extendió un poco más las alas y las ladeó para incrementar su arrastre sobre las tenues ráfagas de moléculas que se deslizaban por el fuselaje. En su visión virtual la parábola proyectada se hundió poco a poco con la que él había trazado, dándole un punto de impacto a un kilómetro y medio por detrás de la Silla de Afrodita.

El hiperdeslizador remontó la atmósfera. En el exterior, el espacio volvió a adquirir aquel bienvenido color negro tan conocido, las estrellas tan brillantes como no recordaba haberlas visto jamás. Vio convertirse en hielo las gotas de humedad que manchaban el fuselaje. Bajo el ala de estribor, el cráter del monte Titán borboteaba con una lúgubre luz roja al tiempo que la lava se revolvía y entraba en efervescencia, escupiendo trocitos humeantes de piedra que dibujaban sus propias parábolas y se precipitaban por la atmósfera, donde estallaban en ondas de choque de color escarlata. Delante de su morro, la cumbre plana del monte Herculano apareció inclinándose ante él cuando el hiperdeslizador llegó al vértice de su trayectoria, presentaba una descorazonadora planicie ocre de lava fría moteada por las dos calderas.

Wilson lo vio pero eso fue todo, no sentía ningún interés, no se maravilló ante semejante vista. Había honrado a los que habían salido de su vida, había hecho el vuelo perfecto por ellos. Eso solo ya era una victoria. Ya no le quedaba nada por hacer, ningún ajuste que completar. Unos diminutos motores de reacción de gas frío mantenían al hiperdeslizador nivelado allí arriba, en el vacío. La gravedad lo haría bajar donde habían decidido. Ése era el último recuerdo que tenía de los tres: reunidos alrededor del mapa proyectado en el hangar, riñendo con entusiasmo por el mejor trozo de terreno sin hacer caso de los malhumorados Guardianes armados que contemplaban furiosos aquel júbilo tan poco apropiado. Oscar y Anna, las dos personas por las que él habría respondido por encima de cualquier otro. Personas que, en realidad, no habían existido jamás, ya para empezar.

El hiperdeslizador se hundió a toda prisa hacia la superficie llena de grietas de la cima. Demasiado escarpado para su gusto. No hay nada que pueda hacer, es cosa de la gravedad. El resto del planeta ya se había desvanecido bajo el horizonte falso de la Silla de Afrodita, donde la lava terminaba en acantilados escarpados de más de ocho kilómetros de altura. Wilson estaba solo en el espacio, sobre un círculo basto de lava que era mucho más escarpado de lo que habían insinuado las imágenes. Los fragmentos de escoria salpicaban el suelo. Volvió a comprobar los sellos de su casco y se aseguró de que el sistema medioambiental del traje estaba conectado. Las alas se redujeron a una longitud de diez metros con las puntas encogidas por si las necesitaba para conservar la estabilidad en caso de que las ruedas resultaran dañadas por el impacto.

Cincuenta metros de altitud y a sólo ochocientos metros de la cima del acantilado. La parábola no había sido tan perfecta, después de todo. Wilson disparó a la vez todos los propulsores de gas de la superficie superior para intentar acelerar el descenso. El silencio lo invadió de repente, inesperado e inquietante. Incluso en el hiperdeslizador se esperaba algún tipo de sonido del aire que se precipitaba sobre las alas cuando llegaba a tierra. Pero allí no había nada, sólo el fantasma del cráter Schiaparelli. Bajó el tren de aterrizaje. Y la velocidad seguía siendo excesiva.

El hiperdeslizador cayó y rebotó de inmediato. Vio fragmentos de piedra que salían girando a ambos lados, donde los habían levantado las ruedas. A setecientos metros del precipicio. Las ruedas volvieron a tocar el suelo. Entonces oyó algo, el sonido de los impactos en las pequeñas llantas. Después, la cabina se sacudía enloquecida. El polvo levantado por las ruedas disparaba serpentinas más finas que el vapor de agua. El tren de aterrizaje del morro se partió y empezó entonces el verdadero ruido cuando el fuselaje empezó a deslizarse por el suelo.

Wilson sabía que iba a volcar. Sintió el movimiento que iba aumentando. No hay nada que pueda hacer. Es cosa de la gravedad. La aleta de cola se alzó cuando el cuerpo principal rodó a estribor y clavó la punta del ala en una pequeña grieta. En una gravedad tan baja, la voltereta fue casi elegante. El hiperdeslizador se dio la vuelta con pereza y cayó con un golpe seco sobre el fuselaje de la parte superior. Un horizonte invertido se deslizó hacia Wilson al tiempo que las grietas se multiplicaban por la cubierta de la cabina. El duro cristal al fin estalló en mil pedazos en medio de una explosión de gas. Pura lava picada se precipitó junto a él, a pocos centímetros de su casco. Entre los remolinos de bruma blanca provocados por la atmósfera que se escapaba de la cabina, Wilson vio una gran espuela de roca justo delante. El hiperdeslizador se estrelló contra ella, llenado el universo de Wilson de un dolor rojo abrasador.

—¡Tío! Este radar es un asco —se quejó Ozzie cuando la Caribdis se acercó al borde del sistema estelar de Dyson Alfa. Había sacado la visualización del detector TD de su red y se había encontrado con que un cubo gris y translúcido llenaba su visión virtual. Era granulado por dentro, con unos minúsculos defectos fotónicos fluyendo junto a él como una especie de niebla mezclada con humo. Grupos enteros que viraban y se convertían en manchas combadas, nudos en el tejido estructural que representaba a las estrellas en el universo real. Estaban a sólo veinte minutos de Dyson Alfa así que cambió la resolución del escáner para centrarse en el sistema estelar que tenía justo delante. Hubo una avalancha silenciosa de partículas disparadas cuando se reunieron para formar la estrella. La rodearon congregaciones más pequeñas en órbitas concéntricas, tres planetas sólidos y dos gigantes de gas. Ozzie buscó la ubicación de la Fortaleza Oscura pero no había nada disponible a esa escala. Qué raro, esa mamona es del tamaño de un planeta. Sacó de la red los datos astronómicos y los superpuso. Surgió un retículo de color mandarina que imitaba el trazado del sistema planetario y ajustó el tamaño hasta que se sincronizó con las imágenes del sensor. Un sencillo recorte morado ponía de relieve las coordenadas de la Fortaleza Oscura. Ozzie cambió el enfoque para centrarla y después aumentó el límite absoluto de los sensores. Las pequeñas motas grises sufrieron una especie de sacudida nerviosa al deslizarse por el volumen de espacio donde debería estar la Fortaleza Oscura.

—Bueno, allí todavía hay algo —dijo Mark sin mucha convicción.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Ozzie. Alteró el vector de rumbo para que los llevara dibujando una suave curva hasta las coordenadas de la Fortaleza Oscura—. ¿Y este trasto puede captar naves?

—No tengo ni idea —dijo Mark—. No tiene una resolución muy buena. Supongo que si te acercas lo suficiente, puede captar objetos más pequeños.

—¿Es que no lo sabes?

—No sé nada de la física que hay detrás de todo esto, y eso si es que todavía lo puedes llamar física. Yo sólo hago el montaje, ¿te acuerdas?

—Está bien. Vamos a prepararnos para dejar el hiperespacio a cinco mil kilómetros de la esfera enrejada superior. Activa los campos de fuerza. Yo echaré un vistazo con los sensores normales. Y Mark, si hay alguna nave por ahí fuera, va a ser hostil. Van a pensar que estamos aquí para convertir su estrella en una nova.

—¡Ya lo sé! Estaba en Elan cuando lo invadieron.

—Así que… —insinuó Ozzie.

Mark le lanzó una mirada irritada.

—¿Así que, qué?

—Tú has sido el que ha cifrado las armas. Vas a tener que dispararlas.

—Ah, ya. Voy a activar los sistemas tácticos.

—Buena idea, tío.

Ozzie fue reduciendo poco a poco su velocidad de acercamiento hasta que se quedaron quietos con respecto a la Fortaleza Oscura. Había dieciséis naves o satélites orbitando alrededor de la estructura. El detector TD no podía proporcionar cálculos de tamaño fiables.

—Hay que ser muy grande para aparecer en ese trozo de chatarra —decidió Ozzie.

—La masa más pequeña que puede crear un pliegue gravitatónico en el espaciotiempo que pueda detectarse desde el hiperespacio es de aproximadamente mil toneladas —dijo la subrutina IS.

—Entonces son naves.

—La probabilidad es alta.

Ozzie tocó el icono que activaba las cinchas de plástico corrugado de su sillón. Giró la cabeza y miró a Mark.

—¿Preparado?

Mark le lanzó una mirada calculadora.

—Sí. Claro. Vamos.

Ozzie volvió a llevar a la Caribdis al espacio real. Segmentos diminutos del casco invisible se alzaron como párpados permitiendo que se asomaran los sensores. A cinco mil kilómetros de la lustrosa elipse ultranegra de la fragata, la Fortaleza Oscura se retorcía inmersa en una agonía electromagnética. Bajo la esfera enrejada exterior, un denso tifón de plasma resplandeciente de color amatista estaba plagado de erupciones y oleadas de giros de tonos cobre y azur. La inestable superficie expulsaba fuentes tumescentes. Al fustigar la esfera enrejada exterior, disparaban también descargas secas en las profundidades de las vigas que hacían que resplandecieran con un brillo etéreo.

—Uau —siseó Mark—. Parece que ahí abajo las cosas están ardiendo.

—Ajá. —Ozzie estaba observando los datos en los sensores no visuales. El entorno energético que rodeaba el gigantesco orbe era diabólico, con emisiones eléctricas, magnéticas y gravitatónicas izándose del rutilante interior en pulsaciones que creaban un torbellino de partículas y radiación sobre la esfera enrejada superior—. Supongo que algo de este tamaño no tiene una muerte rápida, da igual con qué lo golpees —caviló.

—¿Qué hay de la signatura cuántica de la bomba de llamarada?

—Sigue ahí, desde luego —sonrió Ozzie con entusiasmo. Yo tenía razón; así que, que te den, Nigel—. Sin cambios desde que la detectaron por primera vez, justo después de que se hundiera la barrera.

—¿Encuentras el punto de origen?

—Para nada, tío. Hay unas interferencias tremendas por culpa de esta tormenta de plasma y Dios sabe qué más estará pasando en las profundidades. Tendremos que utilizar los sensores activos y entrar a echar un vistazo.

—Nos van a ver.

Ozzie revisó la imagen de infrarrojos. Los objetos que el detector TD había encontrado eran naves primas que resplandecían con un color cereza contra la oscuridad. También emitían casi todas las radiaciones de sensores que podían detectar los escáneres pasivos de la Caribdis, enviando grandes abanicos que bañaban todo el caparazón exterior. Sus constantes emisiones radiofónicas encajaban con las caóticas señales analógicas que MontañadelaLuzdelaMañana utilizaba para engranar su multitud de motiles y grupos de inmotiles y convertirlos en un todo unificado.

—Hay un agujero de gusano abierto a unos diez mil kilómetros de distancia —dijo—. Y también estoy captando unas fuertes señales de radio en el interior de las esferas enrejadas. Tiene naves ahí dentro.

—Nos están esperando.

—No, de eso nada. Que no te entre el pánico. Estas naves sólo forman parte de una misión científica para examinar ese trasto. Tío, es impresionante. No te das cuenta hasta que lo ves de cerca. Incluso para una especie que ha trascendido su singularidad, hasta esto tuvo que costarles bastante. Y yo que pensaba que el halo de gas era formidable. Esto bien podría superarlo.

—¿Halo de gas?

—Es una historia muy larga. Tenemos que entrar ahí. ¿Crees que los sistemas de a bordo están a la altura?

—¿Por qué no habrían de estarlo?

—El primer enrejado tiene una composición que produce propiedades electrorepulsivas. Está en los archivos. Si te acercas mucho, te quedas sin potencia, eso y otras cosas por lo general no muy buenas.

—¿Si te acercas mucho?

—Por debajo de los diez kilómetros, creo. El Segunda Oportunidad no pudo acercar más ninguna de sus sondas.

—Ozzie, algunas de esas brechas tienen más de mil kilómetros de anchura. Los primos han metido sus naves y son cinco veces más grandes que la Caribdis. No va a haber ningún problema.

—Sí, pero vamos a tener que conectar los sensores activos. Es imposible que podamos hacer esto sólo con la imagen visual.

Los dedos de Mark tamborilearon con gesto nervioso en el tapizado del sillón de aceleración.

—Está bien.

—¿Está el sancionador cuántico preparado para salir?

—Sí, sí.

—¿Campos de fuerza?

—Empieza de una vez.

Ozzie conectó los sensores activos. Los datos resultantes se cuadruplicaron, amplificando y aclarando la imagen.

—El entorno del interior está mucho peor que antes —dijo con voz tensa—. Pero tenemos una localización más exacta de la signatura cuántica; no cabe duda, está dentro de la cuarta esfera enrejada. El agente del aviador estelar lo plantó en la estructura del anillo, por alguna parte.

—Podemos terminar de una vez con esto. Por favor.

—No hay problema, tío. —Ozzie le dio potencia a los motores secundarios. La Caribdis aceleró a un ritmo regular de un ge hacia la esfera enrejada exterior. Ozzie se dirigía a un intersticio pentagonal que medía seiscientos kilómetros de diámetro. La imagen del radar estaba desdibujada por las vigas, lo que les impedía tener una resolución mejor, pero el volumen no era difícil de rastrear.

Los sensores de infrarrojos informaron de largos y finos chorros de plasma supercaliente que aparecían en el espacio a su alrededor. Los estaban barriendo con láseres, máseres e impulsos de radar normales, que el casco invisible estaba desviando.

—Eh… malas noticias, tío. Nos han visto, más o menos; se están concentrando en las emisiones de nuestros sensores. Las naves se dirigen hacia aquí a toda velocidad. ¡Coño! Nueve ges. ¿Ese tal Montaña grande está paranoico o qué?

—Vamos a ver si aceleramos un poco las cosas por aquí. —La voz de Mark se había alzado un tono.

—Vale, allá vamos, cinco ges. —La velocidad aumentó deprisa y volvió a aplastar a Ozzie contra el tapizado. La esfera enrejada exterior empezaba a expandirse más rápido en la imagen de los sensores—. Oh, mierda.

—¿Qué? —gritó Mark.

—No está esperando a que nos alcancen sus naves. Se están abriendo ocho agujeros de gusano. A quinientos kilómetros de distancia. Otros cuatro; maldita sea, aparecen por todas partes. Espera. —Ozzie aumentó la aceleración hasta las diez ges. Sentía que la carne se le encorvaba. Cada vez resultaba más difícil respirar. No es un buen día para llevar pantalones apretados.

Las grandes naves comenzaron a salir de los agujeros de gusano sin dejar de acelerar. De ellas salieron varios misiles y los gases de escape de plasma bañaron el espacio que bordeaba aquel artefacto grande como un planeta bañado por el resplandor de mediodía. Empezaron a estallar explosiones nucleares, apuñalando con enormes extensiones de radiación coherente el diminuto punto de emisión que traicionaba la existencia de la Caribdis. Los iconos de advertencia del campo de fuerza brillaron con un color rojo furioso. Ozzie aumentó la aceleración a doce ges. Su gimoteo angustiado se unió al de Mark.

MontañadelaLuzdelaMañana jamás le había dado a la megaestructura alienígena demasiada importancia. Tampoco es que se hubiera olvidado del extraño artefacto. Había notado la existencia de la estructura casi en cuanto se retiró la barrera. Las naves enviadas a investigarla encontraron una máquina del tamaño de un planeta con unas propiedades de masa incomprensibles. Dada su magnitud, MontañadelaLuzdelaMañana llegó a la conclusión de que tenía que estar relacionada con la barrera: con toda probabilidad era el generador o parte de él. Según los recuerdos de Bose, eso era lo que los humanos creían que era. Lo que no comprendía era por qué la llamaban la Fortaleza Oscura. Algo que ver con una combinación de ficción y humor.

La investigación consiguiente fue tan metódica como podía serlo MontañadelaLuzdelaMañana. Su atención primaria se dirigió, por supuesto, primero a la eliminación de los inmotiles rivales y después a la conquista de la Federación. Aun así, no dejó de preocuparse por el enigma. Se fabricaron nuevos sensores y se enviaron. Las naves se aventuraron por el gigantesco caparazón entretejido y empezaron a trazar un mapa de las propiedades, los patrones de energía y la geometría del interior. A lo largo de los meses, la tarea se fue haciendo más difícil a medida que las secreciones internas de energía iban creciendo en intensidad y enloqueciéndose. Con el tiempo, el artefacto se pareció a una estrella enjaulada.

Los datos extraídos de varios mundos de la Federación revelaron que los físicos humanos estaban igual de confusos con la Fortaleza Oscura. Ellos tampoco comprendían su función. Y tampoco tenían ni idea de quién la había construido. MontañadelaLuzdelaMañana sospechaba que la IS humana podría construir algo así. Los alienígenas silfen quizá tuvieran también la capacidad necesaria, pero según los datos mentales relacionados, no tenían la psicología necesaria. MontañadelaLuzdelaMañana no confiaba en ese análisis. La galaxia estaba llena de vida no prima y toda ella era enemiga, toda ella era sospechosa. Un día encontraría a su mayor enemigo y lo eliminaría.

A medida que progresaba la investigación, el mayor enigma procedía de la signatura cuántica errante que emanaba de algún lugar de las profundidades del artefacto alienígena. MontañadelaLuzdelaMañana no entendía por qué encajaba con el arma que tenía él para perforar la corona estelar. Era lógico suponer que los humanos del Segunda Oportunidad lo habían desplegado contra la Fortaleza Oscura. Tenían la tecnología, pero parecían tan desconcertados como él por el fallo de la barrera, suponiendo que sus archivos fueran precisos y no simple desinformación.

Ese tipo de cuestiones perdieron de repente unos cuantos puestos más en la lista de prioridades del inmotil cuando los humanos convirtieron en nova la estrella del puesto avanzado. MontañadelaLuzdelaMañana se dio cuenta de que había subestimado demasiado el ingenio científico humano. Se enfrentaba en esos momentos a la extinción que pretendía evitar con la campaña de expansión que había comenzado. Los humanos se moverían rápido después de su éxito inicial. Sólo tenían una nave, una sola bomba nova cuando habían atacado la estrella del puesto avanzado. Seguramente era un prototipo. Si hubieran tenido más, las habrían utilizado. En aquellos instantes, su experimentada y eficaz maquinaria industrial estaría produciendo más naves y más bombas. Cuando tuvieran suficientes para garantizar el éxito del ataque contra su estrella natal y todos los demás puestos avanzados, irían a por él.

Con su propia supervivencia convertida en el factor primordial, MontañadelaLuzdelaMañana despachó más naves y equipo por los agujeros de gusano ya abiertos para conectarlo con sistemas estelares nuevos y deshabitados donde se estaban estableciendo sus asentamientos. Ya había más de cuarenta, que, con un poco de suerte, forzarían los recursos humanos que se empleasen para ubicarlos y destruirlos^ _ También empezó a instalar generadores de agujeros de gusano en sus naves más grandes para modificarlas y adaptarlas al vuelo VSL. NO eran en absoluto tan eficientes y rápidas como las naves VSL de los humanos, pero funcionaban. Comenzó a enviarlas a través del gigantesco agujero de gusano que había construido en un principio para erigir el puente que salvase el abismo entre su sistema natal y la Federación, repartiéndolas por todo el espacio interestelar, a cientos de años luz de distancia. Se habían completado ocho cuando los grupos de inmotiles que investigaban el generador de la barrera detectaron una oleada de radiación de sensores. Procedía de un punto en el espacio sin ningún origen físico.

Las rutinas de pensamiento primarias de MontañadelaLuzdelaMañana reconocieron de inmediato la razón. La avanzada nave humana era indetectable. Los humanos de la clase de la Marina habían llegado para convertir su estrella natal en nova. Todas las naves que investigaban el generador lanzaron un ataque contra el intruso y sus misiles apuntaron al esquivo punto de emisión.

Lo que no entendía era por qué había aparecido la nave humana en el generador. Se examinaron las probabilidades. Si ya estaban allí, ¿por qué no se habían limitado a bombardear la estrella? MontañadelaLuzdelaMañana no se habría enterado hasta el momento en el que estallase la estrella.

Los humanos eran débiles, preferían evitar un enfrentamiento directo si era posible. La nave debía de estar intentando volver a poner en marcha de algún modo el generador. MontañadelaLuzdelaMañana temía eso tanto como temía la extinción. Si lo aislaban de la libertad que ofrecía la galaxia, al final moriría en el interior de la prisión creada por la barrera cuando la estrella se fuera apagando poco a poco. Aquello se convertiría en su tumba.

MontañadelaLuzdelaMañana abrió de inmediato veinticuatro agujeros de gusano alrededor del intruso y empezó a enviar sus naves de guerra más potentes para interceptar a los humanos.

—Si lo consiguió alguno de ellos, a estas alturas ya deberían estar allí —dijo Andria.

Samantha le echó otro vistazo más a las cinco pantallas apagadas que había en la mesa de Andria. Incluso había esperado sin decir nada que los hiperdeslizadores llegaran a la Silla de Afrodita antes de tiempo. Era imposible aceptar que habían fracasado los tres. Pero ya no sabía qué pensar. En la cueva, todos habían escuchado los mensajes por onda corta que se habían cruzado Paula Myo y Bradley Johansson. Samantha no comprendía qué relevancia podía tener aquello, pero era obvio que la investigadora estaba desesperada por saber algo de Oscar. ¿Aquella información lo libraba de toda sospecha o lo condenaba?

En la cueva había varias personas que habían conocido a Adam. A todas las había conmocionado su asesinato. Samantha lo encontró muy desconcertante; era difícil aceptar que el aviador estelar su hubiera acercado tanto a ellos, que todavía pudiera arruinar todos sus planes.

—Aquí está —dijo un miembro del grupo de control.

Samantha miró con gesto automático a las cinco pantallas oscuras. Frunció el ceño.

—La tormenta —dijo Andria sin alzar la voz.

En el gran mapa topográfico proyectado por el portal, la tormenta matinal ondeaba alrededor de las laderas inferiores del monte Herculano. Unas nubes con forma de martillo se precipitaban sobre las montañas Dessault, cabalgando sobre corrientes a chorro de alta velocidad. A baja altitud, las nubes rodeaban los picos con un rugido, partiéndose para revolverse valle abajo y provocar un diluvio de lluvia fuerte, mientras que más arriba, una capa ligera de aire limpio, de varios kilómetros de altura, se desplegaba sobre las montañas, impulsada por la enorme oleada de presión que venía detrás.

La imagen tenía huecos. La cobertura por parte de las estaciones manipuladoras era errática, la gran matriz llenaba las omisiones lo mejor que podía.

—Allá vamos —dijo Andria—. Secuencia uno, por favor. Preparados para ir introduciendo vuestra sección.

Los Guardianes que estaban sentados en las mesas se quedaron callados de repente mientras estudiaban los datos que iban presentando sus pantallas. Samantha vio conectarse el primer nivel de estaciones manipuladoras, sus gigantescas hojas curvas de energía materializándose para rivalizar con los picos rocosos con los que se comparaban. Las nubes se precipitaron sobre las hojas, sólo para que las lanzaran en curvas salvajes los remolinos recién nacidos cuando empezaron a rotar.

—¿Podemos hacerlo? —preguntó Samantha con sequedad.

—Pues claro que sí —dijo Andria.

Samantha quería maldecir al aviador estelar, a los inútiles de la Marina, a Adam por permitir que lo asesinaran, a los Guardianes que se había llevado con él, a los diseñadores de los hiperdeslizadores, al…

—¡Eh! —exclamó Andria—. Señal de transmisor detectada. Nos llega directamente de la Silla de Afrodita. Por todos los cielos soñadores, lo han conseguido.

La imagen de la tormenta comenzó a reforzarse con detalles que se iban llenando a medida que la gran matriz procesaba los datos que iban llegando. Los torbellinos y miniciclones que chillaban desde cada pico, los largos chorros huracanados que se desbocaban por los valles más grandes. La velocidad de las corrientes a chorro, la dirección, la presión; todo pasó por los programas de la gran matriz para transformarse en proyecciones iniciales. De ahí llegaron instrucciones firmes sobre cómo deberían responder las estaciones manipuladoras si querían amplificar y dirigir la tormenta como deseaban.

Los aplausos y los vítores estallaron por toda la cueva.

—Les habla Wilson Kime desde la Silla de Afrodita. Espero por Dios que estén recibiendo todo esto. Mi matriz dice que la transmisión va bien.

Samantha tuvo que aferrarse al respaldo de la silla de Andria para no caerse cuando la voz bramó clara por los altavoces.

—Ocúpate de él —le soltó Andria antes de levantar un pequeño micrófono sin quitar los ojos de las pantallas.

Samantha cogió el micro con los dedos temblorosos.

—Le habla Samantha, le recibimos bien, almirante. La imagen es perfecta. Gracias.

—Me alegro de oírlo, Samantha. Tengo una vista asombrosa desde aquí. El mundo entero está extendido a mis pies y los detalles son pasmosos. Veo la tormenta rodeando Herculano a toda velocidad, se mueve muy rápido.

—Almirante, ¿quién más está ahí con usted?

—No recuerdo que la vista desde la órbita fuera jamás tan espectacular, y he visto muchos mundos desde el espacio.

Samantha miró el micrófono, preocupada.

—¿Almirante?

—Era mi mujer. Ella era el agente del aviador estelar.

—Lo siento. ¿Dónde está?

—Anna y Oscar no llegaron a salir del cañón Vigilancia.

—Por todos los cielos soñadores.

—Espero que funcione. Espero que mereciera la pena.

—Haremos que funcione.

Bradley se puso a toda prisa el traje blindado mientras todos los demás se desplegaban de inmediato por sus posiciones. El aire crujió a su alrededor cuando las águilas reales volvieron a despegar, en esta ocasión sin jinetes, y cruzaron la estepa volando bajo, rumbo al este. En la carretera, los todoterrenos y los camiones se retiraron, dejando los tres coches blindados juntos en la cima de la pequeña colina. El equipo de París y las Garras de la Gata formaron un grupito hermético alrededor del primer vehículo, los cañones de las armas iban saliendo de los varios segmentos de los trajes, preparadas para lo que fuera. Hablaban entre ellos utilizando enlaces seguros. Uno hizo lo que parecía una pequeña giga.

—¿Se sabe algo de los fuertes? —le preguntó Bradley a Scott, que se encontraba a su lado.

—No, señor.

—Ah, bueno, no podemos retrasarlo más.

—Cuando llegue la tormenta, no podrán avisarnos con mucho tiempo, un par de minutos, como mucho.

Cuando, no si, pensó Bradley con cierta amargura divertida. Siguen teniendo fe.

—Lo sé. Es sólo que he invertido tanto tiempo y esfuerzo intentando evitar que se diera este momento. Creía de verdad que el planeta tendría su venganza. Ahora ni siquiera sabemos si los de la Marina consiguieron llegar a la cima.

Scott abrió la boca para responder, pero se encontró con que Stig lo apartaba y se interponía entre ellos.

—Quiero llevarlo yo —dijo Stig.

—Stig…

—El esqueleto de mi traje funciona bien si algo traspasa el campo de fuerza del coche blindado.

Bradley miró el rostro austero del aquel joven duro, no era difícil ver la determinación en él. No podía decirle que no. Aquello era el climax de todo lo que habían logrado los Guardianes.

—Creo que me he ganado el derecho de estar cuando entremos a matar —dijo Stig con obstinación.

Bradley sonrió y puso la mano en el hombro de Stig mientras recordaba al bisabuelo del joven, que había salido en una incursión de la que nunca había vuelto.

—Pues claro que sí, Stig. Será un placer y un alivio para mí que te pongas al volante.

Stig se sobresaltó un poco, era obvio que se había preparado para una gran discusión. Su rostro se partió en una sonrisa cautivadora.

—Gracias, señor.

—Pero se acabaron los BZ; ya te has tomado suficientes.

—No los necesito para esto, señor.

—Arranca el coche, nos vamos en cualquier momento.

Stig salió disparado por el cemento amalgamado con enzimas hacia la puerta abierta del coche blindado.

—Creo que estamos preparados —le dijo Bradley a Scott mientras miraba a Stig con una sonrisa cariñosa—. Empieza a sacar a tu gente de la carretera, estos asesinos de zona no distinguen demasiado.

—Sí, señor. Voy a enviar tres pelotones a interceptar a los motiles soldado.

—Me parece bien, pero esas criaturas no se lo van a poner fácil. Asegúrate de que los pelotones lo entienden.

—Sí, señor, yo… —Se interrumpió para mirar a los barsoomianos. Diez de ellos se habían agrupado alrededor de Qatux para defenderlo, el raiel permanecía detrás del camión en el que había viajado. El resto se dispersaba por la cima de la cresta, deslizándose con calma por la hierba corta como pequeños aerodeslizadores—. ¿Tienen piernas siquiera?

—¿Quién sabe, Scott? Quizá mañana nos hayamos ganado el derecho a preguntárselo, ¿no?

—Pues que sea mañana. —La expresión de Scott cambió a una de suave exasperación.

Bradley no tuvo que volverse, sabía quién se acercaba. Aquellos tacones hacían un ruido muy particular en el cemento.

—Perdone, señor Johansson —dijo Tigresa Pensamientos—. ¿Dónde me quiere para el asalto?

—Creo, mi querida señora, que estaría más segura aquí, con Qatux.

—Eh, de eso nada. Eso no es lo que quiere Qatux. La acción está con vosotros, tíos.

—Ya veo.

—Puede venir conmigo —dijo Olwen—. Yo voy a conducir el segundo coche blindado. Hoy casi estará más segura allí que en cualquier otra parte.

—Es muy amable —dijo Tigresa Pensamientos.

—De acuerdo, entonces —dijo Bradley—. Vamos. Que los cielos soñadores nos reciban a todos. —Cogió su colgante, una piedrita transparente con un diminuto fulgor turquesa en el centro, y lo besó antes de volver a metérselo en la armadura.

Tras él, Qatux silbó un poco. Tigresa Pensamientos lo miraba con extrañeza.

—Guay —canturreó la chica.

Bradley se puso el casco y le dijo a su mayordomo electrónico que sellara el cuello. El motor del coche blindado gruñía ya cuando se acomodó delante, en el asiento del pasajero. Sacó de su canal imágenes de los sensores de los tres coches blindados y después abrió canales tanto con las Garras de la Gata como con el equipo de París. La imagen que llenó su visión virtual contemplaba desde arriba el convoy del aviador estelar, que todavía no se había movido. A su alrededor, los guerreros de los clanes se iban retirando, ampliando el círculo.

—¿Todo el mundo preparado? —preguntó.

Cuando llegaron las confirmaciones, Bradley le echó un vistazo a los motiles. Sus vehículos estaban a sólo diez kilómetros de distancia. Ocho guerreros galopaban a toda velocidad hacia ellos.

—Stig, Olwen, Ayub, disparad los asesinos de zona, por favor.

Los coches blindados se mecieron un poco cuando las armas con forma de ala delta salieron con un estallido de sus lanzamisiles. Los sensores capturaron a las tres trazando un rápido arco por el cielo sobre la autopista Uno. El aire distorsionado y supercaliente se agitaba a su paso.

Los cañones cinéticos montados en los Land Rover Cruiser trazaron una trayectoria vertical y abrieron fuego. Les respondió una inmensa cortina de fuego de rifles de iones de la banda de guerreros que los rodeaban. Impulsos cegadores de color blanco azulado cayeron como una cellisca, como un nudo corredizo de fucilazos. Los disparos de los hiperrifles y las lanzas de partículas de Alic bajaron como truenos de la cima de la loma.

—Concentraos en el aviador estelar —chilló Bradley. Las líneas de fuego fueron barriendo el terreno hacia el camión MANN y su brillante cápsula. Cien metros por encima detonaron tres asesinos de zona. Las triples cataratas de destellos de color esmeralda descendieron con una lenta elegancia para sumergir a todos los vehículos del convoy en una corona translúcida. Durante un segundo, yacieron sepultados en aquella mortaja resplandeciente, como insectos en ámbar.

El suelo explotó. Enormes trozos de tierra y rocas salieron despedidos por el aire, borrando cualquier visión del convoy. Las bolas de fuego de los tanques de gasolina perforados se abrieron paso entre la tierra ondulante para verse apagadas casi de inmediato. Bradley sintió la onda de choque que golpeó el coche blindado y lo sacudió un poco. Docenas de carlomagnos salieron disparados sin hacer caso de los jinetes que se aferraban a sus lomos; varios cayeron. La nube de fragmentos de roca pulverizados y suelo granuloso empezó a disiparse.

Una sección de la autopista Uno de trescientos metros de longitud había desaparecido por completo. A su alrededor, el suelo se había reducido a un círculo cóncavo de suelo humeante y crudo. Justo en el centro de la zona del estallido se encontraba el camión MANN, intacto; unas motas de polvo oleaginosas se deslizaban por su campo de fuerza cuando el sol volvió a destellar sobre su radiante cápsula de aluminio. Diecisiete Cruiser habían sobrevivido también a los asesinos de zona y sus campos de fuerza resplandecían como burbujas radioactivas a su alrededor. Los fragmentos de los restos de los otros vehículos se habían dispersado por la tierra pulverizada y las llamas consumían con entusiasmo las partes plásticas. No había signos de ningún cuerpo.

—Por todos los cielos soñadores, ¿es que no lo toca nada? —preguntó Stig.

—¡Adelante! —le dijo Bradley.

El coche blindado se lanzó hacia delante para bajar a toda velocidad la franja de carretera que quedaba, acelerando sobre la marcha.

Morton se había quedado sorprendido cuando la columna de escombros se deshizo con un torbellino. No esperaba ver el MANN intacto. Su hiperrifle había disparado cartucho tras cartucho contra el obstinado y resistente campo de fuerza que envolvía la cápsula plateada antes y durante el ataque del asesino de zona. Había disparado dos misiles zorra AV contra el tumulto. A su lado, habían retumbado las dos lanzas de partículas de Alic, partiendo el aire con una energía incandescente.

—Hostia puta —escupió Rob asombrado—. Ni siquiera le hemos hecho un arañazo.

—Por eso los llaman camiones de gran tonelaje —les dijo la Gata con su habitual humor dicharachero.

—Según se dice, el aviador estelar le proporcionó a la Federación la tecnología para hacer campos de fuerza —dijo Alic—. Pero parece que lo mejor se lo quedó para él.

La orden que gritó Bradley llenó la banda general de comunicaciones. Los coches blindados empezaron a bajar la pequeña pendiente a una velocidad endemoniada. Morton salió corriendo a su lado, con el cuerpo inclinado hacia delante y moviéndose a grandes zancadas, un movimiento rápido y sencillo que permitía que la gravedad baja de Tierra Lejana lo llevara en cortos arcos sobre la carretera entre pisada y pisada. Su hiperrifle se plegó en el hueco de su antebrazo mientras se movía. Los acelerantes comenzaron a silbar por su torrente sanguíneo, agudizando sus pensamientos y ciñendo todavía más el interfaz que lo comunicaba con su traje. Las hebras nerviosas perdieron su pereza y se contrajeron, convertidas en conductos compactos que proporcionaban respuestas instantáneas, tan tensos que podía oírlos zumbar. La pantalla táctica de su visión virtual subió a un nivel de actualización más rápido todavía. Los sensores del traje le mostraron a los guerreros de los clanes tambaleándose para recuperar el control de sus caballos de guerra, espantados por la explosión, y girando hacia los restos del convoy. Los Cruiser abrieron fuego con metralletas cinéticas. Levantaron largas hileras de suelo delante de los caballos atacantes que se precipitaban sobre ellos; después, la letal pared de proyectiles empezó a consumir carne y hueso. La primera fila de caballos murió cuando les trituraron las patas y dejaron caer todo su volumen sobre el plano horizontal de fuego. Sus chillidos mortales atravesaron como una llama el sistema nervioso electrificado de Morton antes de desvanecerse bajo un torbellino de sangre y carne. Dentro de la bruma escarlata, los esqueletos con campo de fuerza destellaron con un color ámbar cuando los jinetes cayeron al suelo. La segunda fila siguió adelante por encima de los trozos humeantes de carne. Los sensores de Morton sacaron una rápida secuencia de imágenes que parpadearon entre los jinetes restantes para capturar rostros contorsionados de cólera, aferrándose a las riendas con una mano mientras disparaban con la otra tiros enloquecidos de carabinas láser y de iones. Después empezaron a caer cuando los Cruiser continuaron su descarga.

—Diles que vuelvan —chilló Morton por el canal general—. ¡Sácalos de ahí! —Desplegó dos carabinas de plasma y empezó a bombardear uno de los Cruiser con impulsos. Se partieron convertidos en llamaradas de energía que fustigaron sin poder hacer nada el límite translúcido.

Los morteros disparados por los McSobel empezaron a aterrizar entre los Cruiser, alterando sus disparos cuando los campos de fuerza se endurecieron por un momento contra las ráfagas de electrones. Los sobrevolaron varios misiles rezagados a la espera del momento en que se reanudara el fuego cinético para caer sobre ellos.

Los barsoomianos abrieron fuego. Unas vetas de luz violeta cayeron como martillos sobre los Cruiser, casi invisibles contra el cielo de color zafiro. Los programas tácticos de Morton no pudieron clasificar las armas. Los campos de fuerza empezaron a resplandecer de un peligroso color dorado rosáceo.

Los sistemas láser de rayos X de defensa de corto alcance que llevaban los coches blindados abrieron fuego. Stig y los otros conductores coordinaron sus ataques y se concentraron en un solo Cruiser. El objetivo de Morton cambió con una precisión lubricada por los acelerantes para unirse a la cortina de fuego.

Habían bajado media ladera y estaban a cuatrocientos diecisiete metros del camión MANN. Unas densas nubes de diésel chorrearon de los tubos de escape verticales que había tras la cabina y empezó a adelantarse con un rugido.

—No te vayas —le gritó la Gata—. Porque me voy a enfadar.

El Cruiser sobre el que habían estado concentrando la potencia de fuego explotó. Morton observó desesperado que los Guardianes continuaban cabalgando hacia las armas cinéticas.

—Los están masacrando —gritó con tono acusador.

—Estamos donde se supone que debemos estar —respondió Scott sin alterarse.

—Y una mierda. —Le quedaban dos misiles zorra AV. Los dos salieron disparados de los lanzamisiles que llevaba en los hombros. Dos segundos después, apuñalaron un Cruiser y acabaron con él entre una limpia columna de llamas blancas.

—Mal hecho —dijo Rob—. Creo que los vamos a necesitar más tarde.

Morton no le hizo caso. Los Cruiser supervivientes seguían disparando.

—Gata, Rob, sincronizaos. —Dejó de correr y se agachó al tiempo que su hiperrifle salía con un ágil movimiento fluido de su antebrazo. El camión MANN empezó a alejarse. A su lado, la Gata y Rob también se habían detenido. Los carlomagnos pasaron junto a ellos a la carga, tras los coches blindados. Los máseres de los vehículos del Instituto los tenían en sus miras. Las cinchas con campo de fuerza que protegían a los caballos de guerra resplandecieron con la energía que descargaban a través de los elaborados bordados de las borlas de las sillas; las grandes bestias continuaron a toda velocidad, arrastrando a su paso torbellinos de chispas. Morton sacó datos de los objetivos de la pantalla táctica a una velocidad acelerada y metió parte en un pulcro archivo que desvió hacia el equipo de París.

—Ése.

Tres hiperrifles dispararon a la vez, a lo que se unió un momento después el estruendo de las lanzas de partículas. El campo de fuerza del Cruiser ardió con un tono carmesí oscuro. Dispararon otra vez. Los barsoomianos se unieron a ellos. Esa vez perforaron el campo de fuerza.

—Cambiamos —les dijo Morton. Escogió un segundo objetivo mientras la bola de fuego seguía expandiéndose.

Los Cruiser estaban moviéndose, corcoveando y sacudiéndose sobre el accidentado terreno al tiempo que rodeaban el camión MANN para protegerlo. Los acelerantes permitían a Morton disfrutar de una revisión aparentemente relajada de los inconstantes datos que les llegaban de los exploradores que los Guardianes tenían por delante. Los vehículos que llevaban a los motiles soldado se encontraban a sólo tres kilómetros de distancia. Ya había estallado un tiroteo a la carrera entre los alienígenas y los primeros jinetes de los pelotones montados enviados para interceptarlos. Parecía que los motiles soldados estaban equipados con una versión muy potente del rifle de plasma. También estaban disparando minimisiles con cabezas nucleares potenciadas. Una vez más, los caballos se estaban llevando la peor parte del ataque.

El escrutinio electrónico de Morton volvió de repente a la información de uno de sus propios sensores. Uno de los Cruiser que rodeaban el camión MANN estaba disparando misiles. Un escuadrón de intensas chispas de color escarlata partió el aire para estallar contra la parte frontal del coche blindado de Bradley con una ferocidad que lanzó hacia atrás varios metros el pesado vehículo. La onda expansiva estuvo a punto de derribar a Morton. Se tambaleó cuando el interior de su casco reverberó con el rugido de la explosión.

—Esto es una cagada estratégica de primer orden —declaró Rob—. No tienen ni puta idea de lo que hacer.

—¿Hay algo que tengamos que pueda partir el campo de fuerza de ese cabrón? —preguntó Morton.

—No creo —dijo Matthew—. Si los asesinos de zona no pudieron, no podrá nada de lo que tengamos.

—Bradley —exclamó Alic—. ¿Qué plan tienes ahora?

—Vamos a embestir el camión. Es el único modo que nos queda de evitar que llegue al Marie Celeste. Habrá que rezar para que el planeta tenga su venganza.

—¡Qué locura! —se lamentó Rob—. Esto no es una batalla, es un chiste.

Morton barrió con la mirada varias imágenes. El camión MANN ya casi había llegado a donde volvía a empezar la carretera. Unos dos kilómetros más allá, los soldados motiles se quitaban de encima los ataques salvajes de los Guardianes montados. No tardarían en unir fuerzas.

Otra andanada de misiles de un Cruiser golpeó los coches blindados.

—Si está huyendo hacia la nave, tendrá que salir del camión para trasladarse —dijo Morton—. Es entonces cuando es vulnerable, Sólo tenemos que seguir el ritmo.

—Morty, qué chico tan listo —dijo la Gata con tono de aprobación.

—¿Estás conmigo?

—No me lo perdería por nada del mundo, cariño.

—Vamos a enseñarles a esos imbéciles como se libra una guerra de verdad —dijo Rob.

—De acuerdo —dijo Alic—. A por ellos.

La sonrisa de Morton era salvaje cuando echó a correr.

Entre la desolación gris de lava solidificada que comprendía la cima del monte Herculano costaba ver el hiperdeslizador. El polvo levantado por el choque se había posado sobre su fuselaje blanco y se había pegado a las vetas de hielo para atenuar el plástico corrugado brillante como un camuflaje que se adaptara al entorno. Su marcada superficie aerodinámica había desaparecido en cuanto se había estrellado contra la espuela de roca, arrugándose y deformándose hasta que se pareció a las gastadas ondulaciones de lava cocidas por el vacío en las que había terminado reposando. En la cavidad oscura, debajo de todo lo que era la destrozada cabina, brillaban un par de DEL entre las sombras, unas luces que se iban atenuando a medida que se acababan las baterías.

El fino regolito que rodeaba los restos del accidente había quedado alterado cuando Wilson había salido arrastrándose del asiento volcado del piloto. Un rastro de surcos serpenteantes se alejaban rumbo al borde de la Silla de Afrodita, ilustrando el modo en el que el piloto había arrastrado sus piernas inertes tras él mientras se impulsaba por los doscientos treinta metros restantes. De vez en cuando, el rastro se ampliaba con grandes rozaduras donde Wilson se había retorcido. La lava a la vista estaba cubierta de manchas descascarilladas de sangre seca y pequeñas gotas de espuma de resina utilizada para remendar las grietas del traje presurizado que se habían vuelto a abrir.

Wilson no volvió a mirar atrás. Había encontrado una suave hendidura junto al precipicio que aceptó su cuerpo como uno de esos sofás cómodos y antiguos. Los pies no le llegaban a colgar por la caída de ocho kilómetros pero sólo estaban a unos centímetros de ella. La tela azul plateada del traje presurizado estaba apagada bajo una mugrienta capa de polvo de regolito que había ido recogiendo al arrastrarse. Unos gruesos pliegues de espuma de resina le cruzaban las piernas destrozadas. En dos de las líneas manchadas seguía rezumando sangre, gotitas que se inflaban en los bordes para salir burbujeando al vacío. Ya no le preocupaba ese tipo de cosas. Los calmantes se asegurarían de que el tiempo que le quedara fuera cómodo. El último de los Zorros Salvajes había completado la misión con éxito.

A su derecha, las matrices y los módulos electrónicos auxiliares estaban dispuestos con esmero en la roca, con las amplias franjas de sensores colocadas sobre unos trípodes achaparrados, con las caras multiabsorbentes de color negro mate orientadas al este. La vista era perfecta, le mostraba la cordillera Dessault entera, hasta la diminuta punta del monte StOmer en el este. Muy por debajo de Wilson, el glaciar era una brillante franja diamantina entreverada por finos jirones de cirros. Más abajo, las densas nubes de tormenta continuaban regando el inmenso volcán. Después de horas de atenta observación, el almirante estaba seguro de que el poder de los vientos procedentes del océano se estaba debilitando. No importaba, la tormenta les había proporcionado a los Guardianes materia prima más que de sobra para fabricar la venganza de su planeta.

Mientras reposaba allí, en la paz silenciosa del vacío, observó las nubes que se extendían por el este. Desde aquella altitud, era como ver un torrente de aguas rápidas derramándose por el lecho seco de un río. Los cúmulos fueron ocultando poco a poco los valles verdes, dejando sólo los pináculos escarpados, grises y blancos, sobresaliendo en la superficie.

En segundo plano se oía parlotear a Samantha y los demás, sus voces eran como unos insectos que se hubieran quedado atrapados en su casco. Ya no les decía mucho, sólo algún que otro comentario para confirmar algún aspecto de la observación. Al principio no había mucho que ver. La tormenta, a pesar de su tamaño y velocidad, era algo perfectamente natural. Se quedó allí tirado, observando su avance mientras el sol le calentaba el pecho y la lava iba absorbiendo poco a poco el calor de su espalda. Con el tiempo, notó que los vientos comenzaban a cobrar fuerza, el extraño modo en que las nubes quedaban confinadas a las montañas. En circunstancias normales, la mayor parte de la tormenta se iría desvaneciendo por la amplia extensión de la planicie Aldrin mientras que al otro lado de la cordillera Dessault, rodearía el monte Ocioso para dispersarse sobre las tierras de las pampas meridionales. Ese día la habían bloqueado y canalizado. A medida que avanzaba la mañana, empezó a reconocer la coreografía de los Guardianes. Entre los picos de las montañas, las estaciones manipuladoras fueron produciendo gigantescas espirales en las rápidas nubes, absorbiendo las zonas de altas presiones de la cordillera Dessault y negándole a la tormenta escape alguno. Con lo que el enjambre de nubes fue tomando altura y acumulándose en los valles, capa tras capa que iba convirtiéndose en un cúmulo tormentoso de kilómetros de profundidad. Con todas las salidas bloqueadas, no tenía más sitio al que ir que el este. Una sonrisa acarició la cara de Wilson cuando vio el frente que atravesaba con un rugido el golfo de Trevathan, alimentado por los nuevos vendavales que las estaciones manipuladoras inyectaban en cada valle importante.

El pulgar clavándose con ganas en el botón rojo de la palanca. Misil lanzado: su estela sale disparada por el cielo. Dale la vuelta al caza y devuélvelo a la seguridad de la jauría de Zorros Salvajes. Vigila el radar mientras el misil se precipita sobre su objetivo. Una muerte lejana que nadie siente.

Cuando los vientos llegaron al final del golfo de Trevathan y golpearon el Gran Desierto, viajaban a más de cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora. Allí no había estaciones manipuladoras. Se habían convertido en algo irrelevante. La tormenta era tan potente que ya era autosuficiente. Incontrolable.

Aquel mar inmenso de nubes blancas se extendió hasta borrar el Gran Desierto. Wilson lo vio cambiar de color, los cúmulos se oscurecieron, no con el gris pizarra de la lluvia inminente, sino con el color ocre de las partículas absorbidas en el suelo del desierto por un ejército de huracanes que habían adquirido el tamaño de las mismas montañas por las que se habían precipitado. Lo observó lanzarse a toda velocidad hacia la última línea de cumbres que protegían el límite oriental del desierto. La enfurecida masa fue adquiriendo cada vez más altura hasta que sus crestas enloquecidas al fin se alzaron por encima de los picos coronados de nieve y eclipsaron las tierras sobre las que estaban a punto de caer.

El motil soldado atacó a Morton con un paso arácnido y ágil, virando de lado a lado con movimientos precisos y controlados. Era diferente de los que había en Randtown, cada una de las cuatro piernas se bifurcaba, lo que le daba ocho pezuñas. Dos de los brazos también se dividían a medio camino. Aquella maldita cosa era insectoide. Lo que despertaba profundas fobias. Incluso con la congelación del acelerante que enmarcaba las acciones del cuerpo de la criatura para poder examinarlas, Morton nunca sabía cuál de las pezuñas iba a hacer la siguiente pirueta. Apuntar era casi imposible. Un par de los brazos de la criatura sostenían unas armas imponentes de cañones largos que Morton estaba intentando evitar a toda costa. Lo hacía con una rápida carrera en zigzag, sin perder nunca el contacto con el suelo, lo que le permitía cambiar de dirección cuando le hacía falta. Utilizar allí las grandes zancadas que se comían el terreno le daría al alienígena un objetivo claro cuando se deslizase por el suelo.

Una llamarada de plasma procedente del arma del motil soldado golpeó la tierra al lado de sus pies. El campo de fuerza del traje aguantó, pero se le fueron las piernas de golpe. Con la estabilidad de Tierra Lejana, caer era un movimiento irritantemente lento y hacía falta una eternidad para llegar al suelo y recuperar la estabilidad. Irritante rayando en lo letal. El momento se alargó en el tiempo del acelerante. Otra explosión lo alcanzó en el pecho. El campo de fuerza del traje destelló con un color púrpura, y se encontró girando en el aire. Con las piernas abiertas e intentando clavar un pie en el suelo, lo que fuera para perder impulso. La mano virtual se movió sin prisas por el grupo de iconos de batalla y seleccionó un arma. Otro estallido de energía le apuñaló el casco. Las bombonas de granadas de plasma del brazo lanzaron su munición con un estallido seco. Alrededor del motil soldado, el aire se encendió con el zumbido de la estática de los electrones.

Morton golpeó el suelo y se aplastó contra él. El mundo volvió a operar de repente en tiempo real. Morton se agazapó y saltó. La optimización electromuscular lo impulsó hacia delante como si fuera un aerorrobot kamikaze.

Los electrones se fueron desvaneciendo y dejaron al motil soldado preparado sobre las ocho pezuñas. Llevaba lo que parecía una túnica suelta de una tela escamosa de color verde grisáceo, que también actuaba como conductor del campo de fuerza. Los tallos sensoriales terminaban en un grupo de lentes electrónicas doradas. Algunos de los brazos terminaban en una garra mecánica tripartita, mientras que el torso estaba salpicado de cajas metálicas planas con una maraña de cables flexibles. El brazo dos hizo girar una gran arma contra Morton mientras que su ramal sujetaba una especie de granada. El brazo tres disparó una pistola de iones. El brazo uno sostenía una gran hoja que zumbaba. El brazo cuatro disparó la otra arma grande contra un objetivo que se encontraba en la carretera, los micromisiles salieron con un chillido del lanzamisiles giratorio que tenía en el ramal.

La pulsación de iones hizo tintinear los sensores del traje de Morton cuando se escoró contra el alienígena. Durante un segundo se quedó ciego. La información táctil le dio la sensación de que tenía el peso del alienígena contra él y que el segundo brazo se doblaba para sujetarlo por las caderas. La hoja se deslizaba por su cuello en busca de algún punto débil. Su visión virtual le advirtió con un chillido que su campo de fuerza estaba siendo sobrecargado por algún mecanismo de drenaje. Esos motiles soldado eran más rápidos que los de Elan. Recuperó la visión de los sensores. Un montaje incomprensible de tela del traje alienígena, luz violeta y hierba pisoteada. Sus propios sentidos le dijeron que el alienígena y él estaban cayendo juntos. Disparó el circuito de electrificación y bombeó cuarenta mil voltios por su traje. El alienígena se puso de un suave color carmesí. Intentó rodar encima de Morton, las piernas tres y uno corcovearon para intentar encajar lo que parecían cientos de garras de pezuñas alrededor del tobillo y las rodillas humanas. Morton rodó con la criatura y después amplificó el movimiento con un giro salvaje del cuerpo. Y terminó encima. Su guantelete aprisionó el brazo uno y lo giró con toda su fuerza electromuscular. Algo bajo la piel del alienígena se combó y el brazo se dobló con un ángulo brusco. La garra del brazo tres se cerró alrededor del cuello de Morton, cuya alarma del campo de fuerza subió un grado.

—Joder ya —gruñó Morton. Le salieron unas garras de cinco centímetros de cada dedo de la mano derecha. Golpeó con fuerza. Del impacto brotó un rayo rojo. Mantuvo la presión al tiempo que la función de volcado de las puntas de las garras drenaban la energía del campo de fuerza del motil. Un gemido estresado atravesó su aislamiento. Después, el campo de fuerza del alienígena se debilitó alrededor de las garras. La mano de Morton arrancó tela y carne. La hincó en las profundidades del cuerpo con el mismo movimiento, girando al mismo tiempo, y arrancando órganos y vasos sanguíneos, después sacó la mano. Se liberó de mala gana, absorbiendo una sangre de color amarillo meloso. El motil soldado se quedó inerme.

—Morty, no tenemos tiempo para hacerlo personal, cariño —lo riñó la Gata.

Un micromisil detonó a su lado. Una nube de metralla hiperfilamentosa escapó de la explosión arrancando tierra y roca de la superficie. Su campo de fuerza se iluminó con una luz escarlata, a punto ya de sobrecargarse, cuando lo derribó de lado el impacto que lo hizo retorcerse.

—Te dije que no malgastaras las zorras AV —dijo Rob.

Morton se puso en pie como pudo, la Gata tenía razón. Los estaban desbordando los motiles soldado, de los que parecía haber un número infinito. Cientos de ellos habían saltado de sus vehículos en cuanto alcanzaron el camión MANN. En ese momento estaban bloqueando el camino. Dejar la carretera para intentar rebasarlos había sido un gran error. A ciento cincuenta metros a su izquierda, los coches blindados bajaban por la autopista Uno, sus láseres de rayos X acuchillaban de un lado a otro como espadachines dementes, manteniendo a raya a sus oponentes. Podían perforar los campos de fuerza utilizados por los motiles soldado si se ponían a menos de cincuenta metros, lo que les proporcionaba una pequeña zona despejada. Una escuadrilla de micromisiles machacó la carretera justo delante del coche blindado en el que viajaba Bradley. La metralla hiperfilamentosa trituró el asfalto y lo convirtió en gravilla fina. Los coches blindados empezaron a derrapar en cuanto entraron en ella mientras las ruedas levantaban grava al girar.

Resonaron las lanzas de partículas de Alic, que lanzaron pulsaciones que se precipitaron hacia el grupo de motiles soldado que había disparado los misiles. Cayeron al suelo y después empezaron a levantarse otra vez.

Morton examinó el terreno con sus sensores y elaboró un perfil táctico. No tenía buena pinta. Hasta ese momento habían cubierto unos tres kilómetros desde el punto original del bloqueo. Unos ciento cincuenta motiles soldado los tenían rodeados. Los Guardianes y sus carlomagnos estaban kilómetro y medio por detrás y defendiéndose, y tampoco era que ellos pudieran ayudar mucho. Las baterías de su traje se habían reducido a un nivel inferior al cincuenta por ciento. En combate estaban demasiado igualados. A nadie le quedaban zorras AV.

Su radar examinó el terreno que tenía por delante y captó el camión MANN con su escolta a siete kilómetros y medio. Se desplazaba rápido por la carretera despejada. Bradley no iba a alcanzarlo, por no hablar ya de embestirlo.

—Nos montaremos en marcha —dijo—. Stig, desconecta los láseres de rayos X, nos vamos con vosotros.

—Morton, tenemos que alcanzarlo —dijo Bradley.

Morton percibió el pánico que ribeteaba su voz.

—Podemos abrirnos camino si combinamos la potencia de fuego. —Ya había echado a correr, los otros trajes estaban a su lado disparando armas de energía contra la esquiva línea de motiles soldado. Por delante de ellos, los coches blindados sufrieron más impactos de los micromisiles. La superficie de la carretera estaba completamente destrozada, reducida a una especie de fango de fragmentos sueltos que los empantanaban.

—Mierda —chilló Rob.

Los sensores de Morton captaron dos motiles soldado abalanzándose sobre ellos. Habían estado acechando en una depresión poco profunda, con los trajes a bajo nivel para evitar que los detectaran. Los miembros arremetieron contra el traje de Rob cuando los tres cayeron al suelo en un montón enmarañado que corcoveaba. Los campos de fuerza parpadearon entre el lavanda y el rojo cereza cuando se dispararon las armas a quemarropa.

—No os paréis —insistió la Gata.

No era fácil. Morton quería detenerse y machacar con su hiperrifle a las figuras que se peleaban. Las imágenes invadieron su cerebro a una velocidad acelerada y vio todos los soldados que cargaban contra ellos. La primera línea estaba ya casi encima de Rob.

—¡Rob!

—Hazlo —gruñó Rob—. En cualquier momento voy a enseñarles uno de los truquitos de Doc Roberts. Estos cabrones no aprenden jamás.

La mano virtual de Morton destelló sobre su red y sacó la telemetría de Rob. Vio que los dispositivos de seguridad se iban desconectando uno por uno. La grava polvorienta crujía bajo sus pies. El coche blindado estaba a diez metros de distancia. Morton saltó y se precipitó a toda velocidad sobre la cuña curva del vehículo. Ya casi había aterrizado al otro lado cuando Rob hizo un cortocircuito con todas las baterías que llevaba. La explosión volvió el cielo vacío de color zafiro de un tono blanco solar.

—Así se hace, Robby —exclamó la Gata.

Las manos estiradas de Morton tocaron la carretera fragmentada. Se hizo una bola y rodó para perder impulso. La imponente llamarada se fue desvaneciendo. Tras ellos, el coche blindado derrapaba de lado. Stig luchó por conseguir algo de tracción y giró el volante para recuperar el rumbo. Morton saltó delante y se aferró a uno de los láseres de rayos X montados.

La Gata apareció a su lado como si la hubieran teletransportado. Una solitaria imagen de los sensores le mostró el cráter humeante de la explosión que había dejado Rob. Alic cayó con un golpe seco sobre el techo, con los guanteletes aferrándose a los estrechos bordes con la fuerza suficiente como para perforar el metal. El hiperrifle de Morton se desplegó de su antebrazo, los gráficos de los objetivos se deslizaron por su red. Los tres empezaron a dispararle a cualquier motil soldado en una amplia extensión por delante del coche blindado.

—Úsalo todo —gritó Alic—. Sácalos de ahí a hostias.

Las bombonas de granadas de Morton vibraban al disparar. Su carabina de plasma cambió a modo continuo, expulsando energía como una manguera. El hiperrifle iba girando mientras elegía objetivo tras objetivo. La carga de las baterías se reducía reduciendo a un ritmo alarmante. Por detrás de ellos llegaron más disparos de rifles de iones, eran Jim y Matthew, que se aferraban al coche blindado que conducía Ayub. A su alrededor estallaron micromisiles, los hiperfilamentos azotaban los trajes y las serpentinas de fuego ionizado se aferraban a la carrocería quejumbrosa de los coches blindados. Atravesaban un infierno demoníaco que ocultaba el rendimiento de todos los sensores en una ventisca digitalizada. La superficie de su traje chirriaba cuando aquella energía enloquecida lo golpeaba.

Y poco después habían pasado la locura y se precipitaban por el asfalto blanco grisáceo de la autopista Uno, despojándose de zarcillos estáticos como si fuese escoria. Stig había acelerado a más de ciento sesenta kilómetros por hora y les salía humo por debajo, por alguna parte. Morton buscó a su alrededor y encontró a buena parte de los motiles soldado agolpándose tras ellos. El fuego de sus armas se contrajo y se centró en el último coche blindado. Jim y Matthew hacían lo que podían para devolver el fuego, pero los superaba aquel aluvión colosal. Justo delante, la metralla hiperfilamentosa mutiló la carretera. El coche blindado explotó.

—¡No! —exclamó Alic—. Putos cabrones. Oh, por Dios, ¿por qué no podemos atrapar a ese monstruo?

Morton quería responder, pero todo lo que vio fue la muerte de Rob y a Doc Roberts en el cráter de cristal de Randtown.

—¿Cuánta potencia os queda? —preguntó la Gata.

—Veinte por ciento. Quizá. —Morton comprobó sus gráficos—. Un poco menos. —Empezó a examinar el terreno junto al coche blindado. Por alguna parte, el metal estaba entrechocando con el metal con un estrépito violento. El humo que se escapaba por debajo se había espesado.

—Es el uno por ciento lo que acabará con él —dijo la Gata.

—¿Stig? —preguntó Morton—. ¿Vamos a llegar? —El sonido que emitía el coche blindado parecía terminal.

—Vamos a llegar. Este trasto tiene factores de redundancia por todas partes. Quince kilómetros, eso es todo.

Seguía sin reducir la velocidad. Por delante, la carretera dibujaba un ángulo que penetraba en las estribaciones. El valle del Instituto era visible como un amplio collado que llevaba a las primeras montañas de la cordillera Dessault. No eran lo bastante altas como para tener las cimas nevadas, pero las que había en la distancia brumosa, algo más atrás, sí. Examinó el horizonte escarpado en busca de cualquier indicio que anunciara una tormenta. La atmósfera abovedada de color zafiro de Tierra Lejana estaba tan plácida como siempre. Maldita sea, creí que al menos podíamos fiarnos del almirante.

El coche blindado sufrió una brusca vibración y se recuperó. Barrió la carretera con el radar y obtuvo una imagen despejada y vacía hasta que dibujó una curva para entrar en el valle que tenían a nueve kilómetros. El camión MANN ya estaba dentro.

—Bradley —dijo Morton con pesar—. No vamos a alcanzarlo. ¿Tienes alguna idea de cómo podemos inutilizar la nave?

—Inutilizarla no. Sólo tenemos que retrasar el lanzamiento hasta que llegue la tormenta.

—¿Cómo?

—Hay una opción posible, si estáis dispuestos a ayudarme.

Aquello no sonaba nada bien. Morton quería ver la cara de la Gata para ver qué sentía. A pesar de su grueso caparazón, Morton ya la conocía lo bastante bien como para poder leerle el pensamiento.

Pero era obvio que ella sabía leer los suyos mucho mejor.

—Ya hemos llegado hasta aquí, ¿no? —dijo.

El plasma de color amatista que había en el interior de la Fortaleza Oscura se revolvió en una violenta tormenta bajo el bombardeo de radiación de salvas de bombas de fusión de cincuenta megatones. Picos de mil kilómetros se elevaban entre las brechas de la esfera enrejada exterior como prominencias solares, mientras sus extremidades se desvanecían convertidas en serpentinas hechas jirones. La Caribdis se metió entre ellas y golpeó el plasma a catorce ges.

Ozzie había estado preparándose para un impacto capaz de romperle el espinazo, aunque sabía que el plasma tenía una densidad que apenas lo incapacitaba para ser un vacío. Sintió un ligero temblor que tuvo que esforzarse para notar entre la brutal aceleración. Desconectó el motor y se precipitó en caída libre tan de repente que su maltratado cuerpo lo interpretó como si lo lanzaran hacia delante.

—¿Pero qué coño? —murmuró Mark.

Ozzie desconectó los sensores activos.

—Volamos a oscuras, ¿ves? —Los sensores pasivos mostraban los motores de fusión perforando el plasma a su alrededor al tiempo que los misiles primos pasaban a toda velocidad junto a ellos—. Los disparos nos pasan de largo.

—¿Podemos navegar así?

—Pues claro. Mira las lecturas. El plasma está iluminando las esferas enrejadas en veinte espectros diferentes. Podemos atravesarlo, pero sin prisas. —La velocidad ya los estaba llevando hacia la segunda esfera enrejada a veinte kilómetros por segundo.

Tras ellos, trescientas veinte naves primas se deslizaban por la esfera enrejada exterior y se precipitaban en el plasma. Lanzaron otra inmensa andanada de misiles.

—Eh…

—No pasa nada. Puedo dirigir la nave y atravesar el segundo enrejado sin problemas. Es el de masa negativa, es imposible que nos demos con ella, nos apartará de un empujón si nos acercamos demasiado, como imanes.

—Ozzie… ¡Cristo! Pueden ver nuestro rastro.

—¿Eh?

Tras la Caribdis, una estela de quinientos kilómetros de longitud de plasma dibujaba una espiral como un tornado de proporciones gigantescas. Toda la armada de misiles estaba convergiendo hacia el vértice a diecisiete ges. Empezaron a detonar. El campo del casco de la fragata resplandeció con un color dorado rosáceo al desviar los impulsos de radiación dirigida, expulsando inmensos céfiros de luz entrelazados con el plasma.

—Mierda. —Ozzie volvió a darle potencia al motor secundario y aceleró a la Caribdis para alejarla del vector que había estado recorriendo. La fuerza de la gravedad lo volvió a clavar en el tapizado del sillón—. ¿Los estamos perdiendo?

—No.

—Mark, tú eres el que controlas las armas. ¡Haz algo!

—¿Qué? Puedo disparar un sancionador cuántico, una bomba nova o un láser de neutrones.

Tras ellos detonó otra oleada de misiles. La radiación volvió el plasma de un color violeta opalescente.

—Utiliza un sancionador cuántico.

—Tenemos que estar a un millón de kilómetros por lo menos cuando explota uno de éstos, algo más cerca y la fragata está muerta.

—Hostia puta, no vamos a conseguirlo.

—Está entrando una llamada —dijo la subrutina IS—. Un enlace de máser cifrado cuyo origen se encuentra fuera de la primera esfera enrejada.

—Tienes que estar de puta coña —gruñó Ozzie.

—¿Quieres establecer la conexión? El certificado de identidad está confirmado: Nigel Sheldon.

Ozzie estaba llorando y riendo a la vez.

—Dile que aceptamos los cargos.

—Eh, Ozzie, ¿cómo va eso? —dijo Nigel—. ¿Necesitáis que os echen una mano por ahí abajo, tíos?

Ambos coches blindados rodearon a toda velocidad la última curva de la carretera y se encontraron con el valle del Instituto justo delante. La ciudad tenía todo el aspecto del campus de una pequeña universidad de élite, con villas y bloques de apartamentos colonizando la ladera meridional, menos pronunciada, en pulcras filas cuyos ventanales plateados se asomaban a largos laboratorios blancos y talleres de ingeniería que se extendían por todo el valle. Todo quedaba eclipsado por la enorme nave estelar cilíndrica protegida dentro de un campo de fuerza. Los andamios que habían rodeado sus ochocientos metros de longitud durante más de dos décadas habían desaparecido, revelando un fuselaje de color gris claro al que el sol de la mañana le daba un lustre satinado. Ocho toberas oscuras de cohetes de fusión dominaban toda la estructura de popa, sus revestimientos externos, en los que habían insertados conductos termales concéntricos, resplandecían con un suave tono granate que mantenía el frío de las bobinas superconductoras. Varias aletas largas y despuntadas sobresalían del fuselaje, brillando con una fluorescencia de un profundo color morado y fucsia que mantenía la estabilidad térmica dentro de los tanques internos y los generadores. En la proa, el grupo de tumores original que conformaban los generadores de campos de fuerza había sido complementado por un cono de color escarlata alargado, de cincuenta metros de diámetro en la base. La escarcha se aferraba a largos segmentos del fuselaje, revelando las paredes exteriores de los tanques de deuterio.

Sólo habían dejado una simple columna justo detrás de la proa. El camión MANN estaba aparcado en la base.

—Ese hijo de puta lo ha conseguido —dijo Alic con amargura.

—En cualquier caso, nos han jodido bien jodidos —dijo la Gata—. Tengo la impresión de que esos chavales no nos iban a dejar pasar.

Los motiles soldado habían formado una amplia línea que cruzaba la autopista Uno y el terreno circundante a medio kilómetro desde la parte posterior del Marie Celeste.

—Oh, mierda —murmuró Morton. Debía de haber mil alienígenas esperándolos.

—Preparado —dijo Stig.

—Dale. —Morton lanzó sus tres drones de guerra electrónica; la Gata lanzó los dos que le quedaban. Stig y Olwen habían cambiado el enfoque de los láseres de rayos X y los disparaban en un amplio abanico contra los alienígenas que los esperaban.

Durante un par de segundos, los motiles soldado sufrieron el bombardeo de las señales falsas y unos programas insidiosamente corrosivos mientras los rayos X abrasaban sus sensores electromagnéticos. Adaptaron, filtraron y expulsaron los virus digitales, pero, con todo, hubo un momento en que se quedaron ciegos.

No importó, cuando sus sensores recuperaron toda su funcionalidad y examinaron el terreno que tenían delante, no había cambiado nada: los coches blindados seguían atravesando disparados la autopista Uno, con tres trajes blindados montados en el exterior de uno que estaba escupiendo un humo negro y caliente. Los dos vehículos frenaron en seco de repente, las llantas chillaron cuando las cajas de cambios dieron marcha atrás de golpe. Y después dieron la vuelta, derrapando como si el asfalto se hubiera helado, y empezaron a huir carretera abajo.

Como uno solo, los soldados motil empezaron a correr tras ellos. El coche blindado al que se le escapaba el humo se estremeció y empezó a frenar de repente, unas chispas salieron disparadas de la parte de abajo junto con vapores cada vez más densos de humo. En el interior, algo sonaba como una campana rota. Los motiles soldado abrieron fuego.

—¡Jodeeer! —chilló Morton, y saltó del coche blindado impulsándose con toda su potencia. El cielo que lo rodeaba estalló en una llamarada incansable de rayos malignos de iones. Chocó contra el borde de asfalto y rodó a la perfección, controlando el movimiento, de modo que recuperó el equilibrio en un medio giro. Los electromúsculos del traje lo impulsaron para echar una carrera inmediata y su cuerpo se inclinó hacia delante a cuarenta y cinco grados. El campo de fuerza se reformó y se extendió como un hongo alrededor de la cabeza y los hombros para actuar como alerón, proporcionándole cierto alivio del aire que se abalanzaba sobre él. Balanceó las manos con un ritmo parecido al de un neandertal, los nudillos no llegaban a tocar el suelo, pero casi.

Los sensores captaron el salto de Stig por la escotilla de emergencia delantera del coche blindado cuando el fulgor del campo de fuerza se intensificó hasta alcanzar un climax de color escarlata. El Guardián se alejó a toda velocidad, moviéndose con facilidad entre la gravedad baja del terreno. Tras él, los motiles soldado concentraron el fuego. El mutilado coche blindado explotó.

Algo más adelante, el coche blindado de Olwen frenó un poco.

—Sigue —chilló Morton con frenesí—. Sal de aquí, joder. —Los micromisiles les pasaron por encima y machacaron el lento vehículo—. Podemos dejarlos atrás.

—Pero…

—¡Vete!

El coche blindado volvió a acelerar y aumentó la distancia.

—Dejarlos atrás —se rió la Gata con un sonido estridente—. ¿Vas a huir también del despegue, Morty, cariño?

Su compañero apretó los dientes dentro del casco. Desde que había visto la nave había estado intentando calcular qué masa tenía. Buena parte era combustible, lo recordó de la rápida revisión que había hecho de los archivos. A pesar de eso, un cuarto de millón de toneladas era un cálculo conservador. Incluso con las alas de campo de fuerza generando cierta propulsión, encender la clase de motores de fusión que producirían tanto impulso sería peor que hacer detonar una bomba nuclear estratégica.

Vio la marea oscura de soldados motil invadir los restos en llamas del coche blindado. Eran rápidos, pero no tenían respaldo electromuscular. Jamás conseguirían mantener esa velocidad. ¿Verdad?

La Gata no se quedaba atrás, inclinada hacia delante a un ángulo incluso mayor. Alic se encontraba a un lado.

—No habrá ningún despegue —gruñó.

—Oh, Morty, lo tuyo es para morirse de risa. Estos Guardianes la han cagado otra vez, se han cargado todas las oportunidades que tuvieron. Eso no será diferente.

—Tiene que serlo. Bradley tiene que ganar. El aviador estelar no puede quedar libre.

—Entonces deberíamos haber traído alguna bomba nuclear táctica o una nave de guerra de la clase Moscú. Es que no lo entiendes. Ese monstruo es más listo que nosotros.

—Que tú. Que yo no.

—Morton tiene razón —dijo Alic—. No ha despegado todavía. Bradley sólo tiene que mantenerlo en tierra.

—¡Hombres! ¿Para qué vais a lograr algo cuando podéis soñar?

—Que te follen.

Les llevó tres minutos cubrir un kilómetro. No usaron la carretera, el terreno estaba demasiado abierto. El terreno que había junto a ella era más accidentado y la hierba y los arbustos de eucaliptos ofrecían cierto refugio. Continuaron durante otros quince minutos hasta que la mira láser de Morton por fin le mostró que estaban abriendo la brecha con los soldados motil que tenían detrás.

—Tenemos que apartarnos de la carretera —dijo—. Los otros motiles siguen ahí delante. No quiero que nos atrapen entre ambos grupos.

—Buena idea —dijo Alic.

Morton cambió un poco de dirección y se fue apartando de la autopista Uno.

—¿Hasta dónde crees que nos perseguirán?

—Y lo que es más importante, ¿cuánta batería te queda?

—Mi traje se ha reducido al once por ciento. El campo de fuerza chupa muchísimo.

—Mirad chicos, no tenemos que…

El sol desapareció.

Incluso con el acelerante dominando sus pensamientos, a Morton le llevó un segundo registrar aquella monstruosa anomalía. La luz se estaba desvaneciendo de la estepa, alejándose de él como si hubiera llegado el fin.

—¿Eh? —Giró la cara hacia el oeste y levantó la cabeza, alineando los sensores visuales principales con las montañas Dessault. Estuvieron a punto de fallarle las rodillas por la conmoción—. No es posible —jadeó.

La Caribdis empezó a rechinar para protestar cuando Ozzie aumentó la velocidad a quince ges. Estaban dibujando una parábola superficial para dejar atrás la segunda esfera enrejada. Tras ellos, las explosiones nucleares habían convertido el plasma en un sólido cielo blanco incandescente. Los sensores les mostraron la esfera enrejada exterior como unos barrotes carcelarios que cruzaban las borrosas estrellas.

Una armada de naves primas estaba dando la vuelta para seguirlos por el plasma turbulento, disparando andanada tras andanada de misiles. Se abrieron más explosiones y una mancha de color índigo empezó a filtrarse por el plasma a medida que los índices de energía iban acercándose al punto de saturación. Los máseres y los láseres de rayos X dejaban líneas visibles de color cereza por los diáfanos iones que intentaban apuñalar a la fragata.

Ozzie estaba introduciendo pequeñas variaciones aleatorias en la aceleración, evadiendo la función de rastreo de objetivos de los misiles. Una bruma roja comenzaba a invadir los límites de su visión virtual. Intentó mantener la atención fija en las varias líneas de colores que representaban criterios importantes como la velocidad y la distancia de acercamiento. Las cámaras externas le mostraban una viga oscura muy grande del enrejado exterior que iba surgiendo delante del morro romo de la fragata. Tenía una anchura de ciento ochenta kilómetros y se extendía hasta un cruce con otras cinco vigas a cuatrocientos kilómetros de distancia.

—¿Nigel?

—Contacto perdido —informó la subrutina IS.

—Bueno, supongo que eso es bueno —dijo Mark—. Demuestra que el material sigue repeliendo la electricidad. Este trasto no está muerto todavía.

—Ya. —Ozzie volvió a cambiar de dirección y se dirigió directamente hacia la viga. Estaba a cincuenta kilómetros de distancia cuando dio una curva para volar en paralelo a ella. No se atrevía a intentar entrar más. Unos ríos inmensos de luminiscencias parpadeaban en el interior del oscuro material—. Vamos Nigel. —Redujo la aceleración a dos ges constantes.

—Crees que están…

Fuera de la Fortaleza Oscura, la Escila disparó un sancionador cuántico y de inmediato regresó al hiperespacio. El misil interceptó una nave prima convirtiendo un porcentaje modesto de su masa directamente en energía. Durante un breve instante, la potencia radiactiva de una estrella de tamaño medio contaminó el espacio que rodeaba a la Fortaleza Oscura. Atravesó los cuarenta y ocho agujeros de gusano que MontañadelaLuzdelaMañana había abierto desde sus asentamientos en el gigante de gas, eliminando los generadores del otro lado y cualquier otra cosa sorprendida dentro de los haces. Alrededor de la Fortaleza Oscura, todas las naves primas destellaron como un cometa antes de vaporizarse, arrastrando moléculas moribundas por aquel vacío blanco y brillante.

Una radiación ultradura penetró en la esfera enrejada exterior, diezmando las naves y los misiles que había en el interior. A salvo, a la sombra de la materia que repelía la electricidad, la Caribdis continuó volando sin daños, al tiempo que la radiación caía como una cellisca a ambos lados de la inmensa viga del enrejado.

—Eso es a lo que yo llamo auténtico fuego infernal —murmuró Ozzie.

Bajo la Caribdis, el plasma había tomado un tono violeta letal y cristalino. Los sensores visuales podían ver cada una de las tres esferas enrejadas restantes. El núcleo seguía siendo una bruma impenetrable.

—¿Crees que las esferas enrejadas internas pueden soportar otra explosión como ésa? —preguntó Mark.

—Quién sabe, pero Nigel tenía razón. Íbamos a hacerlo de todos modos cuando nos cargáramos la bomba de llamarada. No perdemos nada haciéndolo dos veces.

—Nigel Sheldon es un tío listo, ¿no? —dijo Mark con admiración.

—Sí. —La sonrisa de Ozzie se tensó—. Un tío listo. —Aumentó la potencia del motor secundario de la fragata y se lanzó hacia la segunda esfera enrejada a ocho ges.

El cuarto caparazón enrejado estaba hecho de un material que parecía totalmente neutral, desprovisto de cualquier propiedad detectable, ni siquiera tenía una masa que pudieran descubrir los sensores humanos, todo lo que existía eran sus límites físicos. Al igual que en las tres esferas enrejadas superiores, tampoco le afectó en absoluto el diluvio de energía del sancionador cuántico. Ozzie pilotó la Caribdis por allí sin ningún problema. Fue reduciendo hasta un vector de velocidad que los mantuvo estacionarios con respecto al núcleo y extendió todos los sensores.

Los anillos estaban alborotados. Oscilaban y se estiraban, alineándose y desalineándose a través de la eclíptica. Los cables negros que sostenían el anillo exterior, la guirnalda de margaritas, se flexionaban como trozos de goma mientras luchaban por contener las fluctuaciones salvajes de los discos lenticulares. En su interior, el anillo verde que había sido tan uniforme cuando lo grabó el Segunda Oportunidad, sufría en esos momentos curiosas distensiones y aparecían de repente protuberancias que provocaban lentas ondas por la superficie. Las trenzas plateadas estaban a punto de romperse mientras que una de las luces escarlatas estaba contaminada por fisuras oscuras.

El más afectado era el anillo que habían bautizado con el nombre de Chispas. Una única contorsión oscura, como iones bailando un vals alrededor de una anomalía magnética desviaba de su sencilla órbita al río de luces de color esmeralda y ámbar con sus colas de cometa. Las luces necesitaban casi una órbita entera para regresar de nuevo al plano y sólo para que las desviaran otra vez.

—Ahí está nuestro delincuente —murmuró Ozzie. El escáner cuántico le mostró el dibujo de unos campos alargados de distorsión que irradiaban de un solo punto al tiempo que giraban con lentitud por el chispeante anillo—. Un auténtico palo entre las ruedas.

—Objetivo cargado —dijo Mark—. Seleccionado campo de efectos. Se apartará cinco mil kilómetros y le clavará una estaca en el corazón a ese cabrón.

—Qué grande eres —le dijo Ozzie.

—Lanzando.

La Caribdis sufrió un ligerísimo estremecimiento cuando el sancionador cuántico salió disparado de su lanzamisiles. Ozzie le dio la vuelta a la fragata y aceleró con fuerza para dejar atrás las esferas enrejadas.

Bradley aterrizó en la zanja de drenaje poco profunda que había junto a la autopista Uno. El suelo estaba húmedo y blando y absorbió el impacto. Se metió en una grieta y se quedó inmóvil. La capa cromomética externa de su traje lo pintó con tonos apagados grises y verdes para confundirse con los terrones de hierba y el barro en el que se había acomodado. Todos los demás sistemas perdieron potencia. Las baterías termales absorbieron el calor de su cuerpo, permitiendo que la piel del traje adoptara el mismo perfil de temperatura que la zanja. Un diminuto haz de luz penetró por una rendija de su visor e iluminó sus ojos. Fuera, los coches blindados estaban derrapando. Uno no parecía ir muy bien. El ruido de su motor parecía sufrir el efecto Doppler. Se oía respirar, un sonido sólo desafiado por los latidos de su corazón.

La luz parpadeó. Unos motiles soldado pasaron corriendo junto a él y varios se abrieron camino chapoteando por el fondo de la zanja. Estaban a sólo unos centímetros de él.

Y el destino (el mío, el del aviador estelar, el de la humanidad, el de los primos) lo decide esa diminuta distancia. Claro que mi destino ha dado giros más extraños en el pasado. Quizá hoy me sonrían los cielos soñadores.

El movimiento del exterior de su traje acabó. Bradley conectó un solo sensor y examinó el entorno. No había ninguna señal inmediata de motiles soldado. Se levantó y observó el ejército alienígena que se alejaba a la carga. En la autopista Uno, a cierta distancia, explotó un coche blindado.

Manteniendo el traje en modo totalmente invisible, Bradley se apresuró a llegar a la gigantesca nave alienígena. Abrió los sensores pasivos, sabía la señal que iba a recibir.

Al principio ni un sonido ni una imagen, más bien una mezcolanza de sensaciones, para aquéllos que sabían interpretarlas. La compleja canción electrónica saturada de ondas hertzianas, emitidas en todas direcciones que envolvía el valle. Junta, la armonía que rodeaba a Bradley tenía una unidad de una complejidad notable. Las melodías se alzaban y caían, fundiéndose en una mente cohesiva. Cuerpos, alienígenas y humanos, compartiendo cada parte de sí mismos: recuerdos, pensamientos, sensaciones. Se movió entre ellos, recibiendo su conocimiento extendido, bebiendo de él. Observando a los tres humanos con trajes blindados que corrían por la carretera mientras los perseguimos, preocupación por si los guerreros humanos son capaces de interferir con el despegue. Observando las muchas facetas tecnológicas de la nave reformada, ajustando los sistemas que comienzan a interactuar unos con otros, impaciente por terminar al fin con el largo exilio. Manteniendo el campo de fuerza alrededor de la nave, decidido a no permitir que ningún arma penetre en él. Revisando los sensores que cubren el valle, alerta para detectar cualquier transgresión.

La ubicación y propósito de cada cuerpo era individual; sin embargo, sus pensamientos estaban homogeneizados y replicaban los de su creador. La dirección y el propósito procedían de una sola fuente: el aviador estelar.

Se trasladó desde el ascensor de la columna a la nave estelar, despertando por completo a la gigantesca maquinaría. Pronto partiría para desvanecerse entre las estrellas. A salvo. Libre.

Bradley le dijo al campo de fuerza que rodeaba la nave que lo admitiera. Era lógico esperar obediencia dado el origen del aviador estelar. El inmotil lo gobierna todo, nada se desvía de su dominio. Sin embargo, dado que el aviador estelar era más sofisticado que un inmotil primo estándar, no sentía la misma reticencia a la hora de permitir que los sistemas electrónicos tuvieran ciertas funciones de gobierno sobre la maquinaria. Los sistemas electrónicos estaban subordinados a él, del mismo modo que los motiles: él los programaba, él introducía sus parámetros. Y ellos lo obedecían.

Ése era su fallo, fallo que Bradley conocía, al igual que todos los primos. El aviador estelar no comprendía la independencia ni la rebelión. Sus motiles, ya hubieran surgido de los estanques de congregación a partir de sus propios nucleoplasmas avanzados y genéticamente modificados, o fueran humanos cuyos cerebros se hubieran subsumido por métodos quirúrgicos y electrónicos para poder albergar las rutinas de pensamiento de su dueño, formaban parte de él. Sus pensamientos eran los pensamientos del aviador estelar, copiados e instalados desde su propio cerebro. Ninguno se desviaba. El aviador era incapaz de concebir la desviación o la traición, así que ellos tampoco.

La seguridad era un concepto unidimensional para el aviador estelar. Tomaba precauciones para protegerse en el ámbito físico y político de los humanos nativos mientras iba introduciendo sus motiles humanos en la sociedad de la Federación. Ése era el nivel de seguridad que había decidido que necesitaba para garantizar su supervivencia, una estrategia que había surtido efecto.

Ningún humano podía penetrar en la red electrónica del valle del Instituto. Dado que los procesadores eran una extensión de la mente del propio aviador estelar, sólo admitían órdenes que tuvieran un legado interno. Lo que la red y sus procesadores no tenían era la capacidad de discernir entre la orden de un motil auténtico y la de un humano que recordaba el «lenguaje» neuronal del aviador estelar.

Delante de Bradley, el campo de fuerza que protegía al Marie Celeste realineó su estructura para permitirle pasar. Recorrió a la carrera el fondo de la profunda cicatriz llena de hierba que la inmensa nave alienígena había dejado al deslizarse por el suelo antes de detenerse al fin de forma ignominiosa. Varios soldados motiles patrullaban la base de la nave estelar. Sus mentes le dijeron dónde estaban, la dirección en la que estaban mirando, dónde mirarían a continuación. Sus sensores y sus ojos no vieron la capa invisible que recubría el traje de Bradley, que se precipitó entre las sombras arrojadas por las grandes toberas de los cohetes de fusión. Las alarmas de proximidad observaron sin hacer nada cuando les dijo a sus procesadores que su presencia era legítima.

Los motiles y la maquinaria civil habían ido levantando poco a poco la nave de la cicatriz. Bajo ella, para soportar su peso, se había tendido una amplia plataforma de cemento amalgamado con enzimas. Varias grúas sujetaban la parte inferior del fuselaje para apartarla del suelo. Bradley se acercó a las escaleras de metal de una de las grúas. Se abrió una escotilla de acceso a la zona de ingeniería de fusión y se metió dentro.

Los primeros hallazgos sobre el Marie Celeste publicados por el Instituto eran bastante precisos. Comprendía unos cohetes de fusión, tanques de combustible, tanques de agua mantenidos medioambientalmente que contenían células alienígenas equivalentes a una ameba y generadores de campos de fuerza. A partir de ahí, la percepción pública permaneció bloqueada en la idea de que no había nada más allí dentro, puesto que, desde luego, no poseía ninguna sección de soporte vital ni «alojamientos para la tripulación». Un examen más detallado mostró pasajes de acceso (no presurizados) y espacios muy parecidos a los que diseñarían los humanos en cualquier nave. No se encontró jamás ningún robot de mantenimiento. La primera conclusión fue que los pasajes se utilizaban sólo para la construcción.

Justo en el centro de los tanques había una cámara con un sistema de soporte vital. El aviador estelar vivía allí, alimentado por células básicas y agua purificada de los tanques. No necesitaba más espacio para moverse, no existían las instalaciones de ocio y recreativas que necesitaría cualquier humano para un vuelo de varios siglos. Todo lo que hacía era recibir información y supervisar los sistemas de la nave. Cuando era necesario, ovulaba nucleoplasmas en una cuba en caída libre para producir motiles adaptados al espacio que se despachaban a realizar las reparaciones necesarias. Después de completar su tarea, se reciclaban en nutrientes para las células base de los tanques. Cada siglo se creaba un nuevo inmotil para albergar la mente del aviador estelar a medida que el antiguo cuerpo envejecía. Y todo eso en una cámara de treinta metros cúbicos. Fácil de pasar por alto en un examen preliminar de un volumen de veinticinco millones de metros cúbicos, sobre todo si habían quedado muy dañados durante el aterrizaje.

No había luces dentro de la zona de ingeniería, otro aspecto que contribuía al mito de que la nave era una «maquinaria compacta». Bradley puso sus sensores infrarrojos en modo de resolución absoluta y se abrió paso por el estrecho pasaje. Se bifurcaba varias veces, algunas aberturas eran como chimeneas verticales que llevaban al centro de la nave. Trepar le llevaría demasiado tiempo. Encontró un pasillo que llevaba hacia la proa y se movió lo más rápido que pudo. Las paredes del pasillo eran vigas abiertas. Más allá, los segmentos principales de la nave se sostenían dentro de un sencillo armazón cuadriculado. Los travesaños individuales de metal estaban temblando, los motores de fusión habían comenzado la cuenta atrás de la secuencia de ignición. En dos minutos, la nave se elevaría sobre ese mundo hacia el vacío limpio del espacio.

Bradley salió trepando de aquel pasillo y empezó a subir arrastrándose por la estrecha brecha que quedaba entre el tanque de deuterio y unas turbobombas del tamaño de un coche. La canción mental del aviador estelar seguía siendo clara para los receptores de Bradley, incluso parecía incrustada en la cavidad metálica y sin luz.

—¿Te acuerdas de mí?

Todos los motiles del valle del Instituto se quedaron inmóviles.

—Te acuerdas, ¿verdad? Me aseguré de que no me olvidarías.

La canción mental se alteró y se alargó hacia el interior de los cerebros de cada motil humano contenido dentro del imperio mental del aviador estelar. Cuestionando a cada uno. Los procesadores hicieron comprobaciones de sí mismos para ver de dónde salía aquella aberrante armonía.

—Oh, estoy aquí, contigo.

Fuera de la nave, la canción vaciló y se retiró.

—No pensarías que me iba a perder este momento, ¿verdad? Quiero estar contigo cuando despeguemos. Quiero estar seguro. Quiero que estemos juntos cuando muramos.

Las sospechas se reforzaron hasta que la canción mental fue lo bastante alta como para ejercer una dolorosa presión fantasma en los oídos de Bradley.

—Bombas, programas productores de caos, agentes biológicos. Ya no me acuerdo. Están ocultos a bordo, en alguna parte. No me acuerdo dónde ni cuánto tiempo llevo aquí. Quizá nunca me fui.

Por encima del tumulto estridente de la canción mental, Bradley oía a los motiles revolviendo por los pasajes. Miles de ellos quedaron sueltos, repartiéndose como ratas, buscando algún indicio de su paradero.

Bradley esperó en medio de la más absoluta oscuridad mientras los pensamientos del aviador estelar se sacudían sumidos en la duda y la ira. Esperó a medida que iban pasando los minutos. Los cohetes de fusión mantuvieron la secuencia de ignición.

—¿Me pregunto si podrás despegar? Huir a la seguridad del espacio sabiendo que no puedo sobrevivir mucho tiempo. Esperemos que los sistemas de redundancia sean suficientes después del sabotaje. ¿O te vas a quedar? El daño se puede reparar aquí, en el suelo. Por supuesto, la élite de la Federación ya sabe que existes. Vendrán con sus supernaves. No sobrevivirías a su venganza.

La canción mental se alzó en un aullido de furia.

Bradley bajó la cabeza. A sus pies había un motil en el pasillo, los tallos sensoriales se curvaban hacia arriba para mirarlo. Se puso de repente en movimiento, trepando por las vigas con las garras.

—Demasiado tarde, me temo.

Fuera de la fragata cayó la oscuridad.

Bradley sonrió, la calidez del gesto se derramó como un bálsamo por aquella discordante canción mental.

—Nunca podrás conocernos. Sólo un ser humano puede conocer de verdad a otro ser humano. El resto de la galaxia está condenada a subestimarnos. Como has hecho tú.

Los sensores del casco vieron el muro sólido de la megatormenta que barría el Gran Desierto. Se encumbró durante un instante sobre las montañas antes de envolverlas y caer con un estallido sobre el valle del Instituto. Durante sólo unos segundos, el campo de fuerza que protegía el Marie Celeste resistió el salvaje ataque irradiando una vivida luz de color rubí hasta que el titánico bombardeo sobrecargó su generador. Una ola de arena y piedras de kilómetro y medio de altura desplazándose a cuatrocientos kilómetros por hora se precipitó sobre la nave desnuda.

—Adiós, enemigo mío —dijo Bradley Johansson con tono satisfecho.

Las dos fragatas flotaban una junto a la otra en el espacio, completamente invisibles. A millón y medio de kilómetros de distancia, la Fortaleza Oscura rielaba como un tenue farolillo de Halloween. De repente destelló con una luz blanca azulada que rivalizó con la cercana estrella de Dyson Alfa en magnitud. La luz se desvaneció tan rápido como se había alzado.

—Así que había algún tipo de materia en el núcleo de la bomba de llamarada que se podía convertir —dijo Mark.

—Eso parece —asintió Ozzie.

—No veo la barrera.

—Mark, dale un minuto, estamos. De hecho, dale un mes. Entre todos hemos estado machacando bastante la Fortaleza Oscura.

—Las esferas enrejadas siguen ahí —dijo Nigel en voz baja y admirativa—. Ese maldito cacharro ha sobrevivido a dos sancionadores cuánticos. Los anomina saben construir para que duren las cosas.

—No hay señal de la signatura cuántica de la bomba de llamarada —informó Otis—. Al parecer te las cargado, Ozzie.

Esperaron durante cinco horas mientras el plasma del interior de las esferas enrejadas iba enfriándose y apagándose. Después se desvaneció sin previo aviso.

—Eh, acaba de aparecer una especie de caparazón alrededor de la esfera enrejada exterior —dijo Otis.

—¿No vas a decir eso de ya te lo dije? —preguntó Nigel.

Na —dijo Ozzie—. Me imagino que te debo una.

—Al espacio de ahí fuera le está pasando algo muy raro —dijo Mark—. No entiendo ninguna de estas lecturas.

—Yo tampoco —dijo Ozzie—. ¿Y tú, Nigel?

—Ni idea.

La luz de Dyson Alfa se desvaneció en la nada y con ella se fue la cacofonía radiofónica de las señales de MontañadelaLuzdelaMañana.

—Misión cumplida —dijo Nigel—. Vamos a casa.

—Venga ya, tío, esto no se ha acabado. Para nada. MontañadelaLuzdelaMañana sigue ahí fuera; estará empezando de nuevo en otros cien sistemas estelares.

—Ozzie, por favor, estás estropeando el momento.

—Pero…

—A casa. Pero antes vamos a dar un pequeño rodeo.