La autopista Uno fue el primer proyecto importante de ingeniería civil que se puso en marcha en Tierra Lejana, y el último de esa magnitud. Cuando comenzó su construcción, Ciudad Armstrong era poco más que un campamento de caravanas y edificios prefabricados que ocupaba un gigantesco lago de barro alrededor de la salida recién construida. Se había hablado de trasladar la salida directamente al Marie Celeste, descubierto poco antes, pero, como ya habían hecho en Medio Camino, el Consejo de la Federación exigió una distancia de seguridad. En cualquier caso, durante aquellos primeros años todavía esperaban que se descubriese algún otro artefacto alienígena tan importante como el arca que se había estrellado. La salida permaneció donde estaba, sobre las costas del mar del Norte, y el Consejo envió un par de constructores de carreteras JCB impulsados por micropilas.
Les llevó veintisiete meses abrirse camino hacia el sureste y cruzar el ecuador mientras extruían una amplia cinta de cemento amalgamado por enzimas sobre la franja plana que habían abierto a través del suelo arenoso esterilizado por la llamarada. Se construyeron puentes sobre siete ríos principales y se atravesaron tres amplias llanuras con largos tramos de fuertes altibajos a ambos lados.
Además de llevar a la nave estelar, la autopista Uno pretendía convertirse en un principio en la principal ruta de acceso al hemisferio sur. Al tiempo que dibujaba una curva hacia el oeste para rodear las montañas Dessault y llegar al valle del Marie Celeste, otra carretera se bifurcaba para dirigirse al este en busca de la costa del mar de Roble. Después de eso, la intención era continuar hacia el sur hasta que al final se llegara al Mar Profundo. A esas alturas, los JCB ya necesitaban bastantes reparaciones, reparaciones que no se podían hacer sobre la marcha. El terreno duro y pedregoso y la constante falta de piezas de repuesto se habían cobrado su precio sobre aquellas inmensas máquinas. Una vez que dejaron atrás el Marie Celeste, nunca consiguieron llegar al Mar Profundo. El Desierto Negro resultó ser demasiado inhóspito; el calor fiero y los constantes vientos arenosos erosionaban demasiados de los ya degradados componentes. Cuando todavía quedaban más de cuatrocientos cincuenta kilómetros de desierto por atravesar, el equipo por fin dio la vuelta y regresó por su creación. La embrionaria ingeniería industrial de Tierra Lejana restauró lo mejor que supo los JCB, que se pasaron los años siguientes tendiendo carreteras más pequeñas por la planicie Aldrin y las estepas Iril, donde se estaban estableciendo las granjas, hasta que al fin se estropearon y ya no resultó económico repararlos. No se importó ninguno más.
Una carretera que comenzaba en la capital y se extendía a lo largo de miles de kilómetros, cruzaba el planeta y terminaba de repente en medio de un desierto, nunca iba a dejar de ser una carretera romántica. La gente la recorría sólo porque estaba allí, sobre todo las generaciones más jóvenes de nativos de Tierra Lejana, que partían con sus motos y se pasaban meses enteros yendo de comunidad en comunidad. Como ocurre con todas las carreteras que atraviesan territorios vírgenes, era el punto de partida de los pioneros que querían levantar una granja. Comenzaron a surgir aldeas en sus márgenes, sobre todo a lo largo de los primeros mil quinientos kilómetros, donde el clima templado mimaba las granjas. Cada pequeño asentamiento evolucionaba y se convertía en un cruce para la tierra vacía que había más allá mientras el equipo de revitalización iba expandiendo poco a poco la zona que podía plantarse con éxito. Los agricultores partieron hacia el este y el oeste llevando con ellos su propia vegetación, que plantaron en un suelo arenoso en el que en aquellos momentos maduraban las bacterias. Los barsoomianos viajaron por la autopista Uno hasta el ecuador y después giraron hacia el este para establecerse alrededor de las costas del norte del mar de Roble y las regiones más remotas de las estepas del Gran Iril. Según algunos, su dominio se extendía incluso hasta la costa más occidental del océano Hondu.
Ese gran conducto de humanidad contribuyó a expandir la nueva vegetación por una alargada franja del destrozado planeta más rápido de lo que podrían haberlo hecho los equipos de revitalización con su flota de globos dirigibles robot. Desde el espacio, el progreso de la vida se podía ver como una mancha verde que se iba extendiendo con entusiasmo desde la carretera, cubriendo el suelo yermo de campos y bosques. Con el tiempo, el planeta comenzó a recuperar ese tinte verde global del que había carecido desde que la llamarada lo había saturado de radiación. Incluso entre esa pátina, los límites de la carretera seguían siendo una destacada cuchillada de color esmeralda brillante.
Más allá de la primera extensión de población principal que se desbordaba de Ciudad Armstrong, los viajeros también esparcieron sus propios detritus biológicos. Algunos eran deliberados, como aquel tramo de ciento cincuenta kilómetros que cubría el ecuador y en el que un antiguo emigrado de la Tierra con ínfulas de ermitaño llamado Rob Lacey dedicó treinta años de su vida a plantar a mano secoyas transgénicas gigantes a ambos lados del cemento, convirtiendo aquel espacio en un inmenso parque. También estaba el infame valle Jidule, donde alguien con un pésimo sentido del humor había reprogramado ilícitamente los agrirrobots del proyecto de revitalización para que plantaran robles de seda con la forma de una pareja copulando de cuatro kilómetros y medio de anchura, un bosque cuya forma se podía ver en toda su extensión desde la cima del valle. Y la marisma Doyle era famosa en toda la Federación por su profusión de plantas atrapagatos de Júpiter, que se habían modificado a partir de las atrapamoscas de Venus hasta que fueron lo bastante grandes como para capturar pequeños roedores y eran uno de los primeros ejemplos del trabajo de los barsoomianos. Se convirtió en una especie de ritual para cualquiera que viajara por los amplios carriles de cemento que llevara semillas de sus plantas favoritas y las esparciera al azar, lo que produjo una extraña mezcolanza de vegetación que en esos momentos estaba entre las más establecidas del planeta.
Stig había recorrido la autopista Uno suficientes veces como para estar familiarizado con la mayor parte de sus diversas secciones. Un par de horas después de dejar el punto de encuentro cuatro, los vehículos de los Guardianes llegaron a la primera sección construida. El paisaje que había justo después de dejar Ciudad Armstrong estaba compuesto sobre todo por campos y amplias praderas divididas en fincas propiedad de algunas de las personas más ricas del planeta. Tras las fincas, la tierra se elevaba hacia las colinas Devpile, que era el dominio de los criadores de ovejas y cabras. Sólo después de que la autopista Uno bajara las colinas por el otro lado y cruzara el río Clowine, comenzaban a acumularse a su alrededor las edificaciones. Las casas y los bloques comerciales sólo tenían una profundidad de tres o cuatro edificios pero ese segmento urbano concreto se extendía a lo largo de más de setenta y cinco kilómetros. Y en toda su extensión, unos esbeltos arcos de compuesto dibujaban altas curvas sobre los cuatro carriles de antiguo cemento amalgamado por enzimas, repletos de luces y carteles comerciales. En el borde de la carretera se veían más de aquellos chillones carteles fluorescentes que tentaban a los conductores para que pararan y compraran de todo, desde pertrechos de granja hasta habitaciones de moteles, pasando por operaciones dentales. En algunos sitios, las fachadas de los edificios incluso bordeaban la agrietada carretera de cemento. Los monovolúmenes y las camionetas rodaban entre las calles secundarias y los desvíos e incluso vieron a un par de personas a caballo.
—Otro —comentó Stig cuando frenó un poco el coche blindado. Delante de ellos, alguien había echado un coche de la carretera y lo había empotrado contra la fachada de una tienda de ropa. Unas largas marcas de quemaduras en la pared mostraban dónde se había incendiado. Había dos coches de policía aparcados a su lado, con las luces estroboscópicas de advertencia destellando en rojo y ámbar. Una gran grúa estaba enganchada a los restos, preparada para liberarlo.
Stig rodeó los coches de policía con una mano cerca del panel de control de las armas que llevaba el coche blindado. Aunque no eran más que policía local. Stig seguía sin confiar en ellos. El coche quemado tenía un lado combado, la clase de golpe que dejaría un Land Rover Cruiser.
—Tiene prisa —comentó Bradley desde la fila de delante—. Lo hemos asustado, hasta el punto que se pueda asustar a una criatura así.
Uno de los agentes de policía le hizo gestos coléricos a Stig cuando éste pasó a ciento veinte kilómetros por hora. El resto de los vehículos de los Guardianes lo seguían de cerca.
—Embistió a vehículos de emergencia, incluso derribó a personas heridas cuando estaba saliendo de la ciudad —le dijo Stig—. No se va a andar con contemplaciones con un coche lento que se ponga en medio.
—¿La policía está intentando hacer algo? —le preguntó Bradley a Keely.
—Hay gente de sobra quejándose —dijo la joven—. La red de tráfico está llena. Pero los polis de la Autopista no quieren meterse. Saben que los Cruiser son todos vehículos del Instituto.
—Bien —dijo Bradley—. Los masacrarían sin más si intentaran detenerlos.
—¿Se sabe algo del grupo de Ledro? —preguntó Stig. Ledro lideraba un grupo de demolición que iba a eliminar el puente sobre el río Taran, seiscientos kilómetros más al sur.
—Dice que diez minutos —informó Keely.
—Bien. —Stig soltó un poco el volante y apartó el coche blindado de la barrera del carril central. Después de la alegría de descubrir que Adam había conseguido pasar, volvía a estar tenso. La idea de tener a Bradley Johansson en persona sentado a su lado durante la persecución no era algo para lo que se hubiera preparado. Aquél era el climax de un plan que su líder había empezado a elaborar ciento treinta años antes. Stig apenas podía organizarse con tres días de antelación. No podía desprenderse de la sensación de que, esa noche, todos los ancestros que tenía lo estarían mirando desde los cielos soñadores. No era la clase de responsabilidad que llevaba muy bien.
—Hiciste lo correcto —dijo Bradley en voz baja.
—¿Señor?
—Lanzar la bomba de combustible aéreo y detonarla dentro de la ciudad. Sé que debe de haber sido una decisión muy dura.
—Hubo muchos daños —confesó Stig—. Más de los que yo pensaba.
—En los mundos de la Federación han muerto millones de personas durante las últimas semanas, y millones más durante la primera invasión. La Marina ha desarrollado armas que son lo bastante potentes como para dañar una estrella; ya sólo la emisión de radiación puede exterminar la biosfera de un planeta congruente con la vida humana situado a cientos de millones de kilómetros de distancia. La unisfera está repleta de rumores que dicen que Nigel Sheldon tiene algo incluso más potente; algo que destruyó la Puerta del Infierno, allí donde fracasaron los mejores de la Marina. Si lo juzgamos a esa escala, una simple bomba de combustible aéreo que genere unos cuantos cientos de bajas es insignificante. Y sin embargo, al mismo tiempo, has logrado tantas cosas.
—Yo no lo veo así. Atravesé a pie las ruinas. Había tantas personas con la vida destrozada. Por todos los cielos soñadores, incluso olí carne quemada.
—Detuviste al aviador estelar al otro lado de la salida, eso fue crucial. Vital. Sin esa interrupción en sus planes, yo estaría muriéndome en un mundo a trescientos años luz de aquí, el aviador estelar ya estaría más cerca de su nave y el planeta sería incapaz de conseguir su venganza. Mira la imagen global, Stig: concentrarse en las acciones individuales sólo va a provocarte dudas y recelos. Tus pensamientos deberían abarcar una estrategia colectiva. Los Guardianes del Ser vuelven a tener el objetivo a la vista, y en buena parte es gracias a ti.
—¿Habla en serio?
—Pregúntale al equipo de París o a las Garras de la Gata si no me crees. Éramos nosotros los que casi nos habíamos rendido hasta que tú destrozaste los planes del aviador. Nos permitiste acercarnos tanto, Stig, que, de hecho, pude sentirlo otra vez, toda esa arrogancia y malicia derramándose por el éter. Si hubiéramos tenido unos minutos más, podríamos haberlo exterminado allí mismo. En estas circunstancias, lo hemos obligado a someterse a nuestro programa. Así que no permitas jamás que tu resolución te abandone.
—Gracias, señor. —Stig volvió a concentrarse en la carretera, una sonrisa tensa le curvaba los labios. La antigua superficie de cemento estaba agrietada y gastada, cubierta de un intrincado encaje de brea negra allí donde los robots y los peones habían llenado los agujeros. Las ruedas del coche blindado vibraban sobre los surcos y cruzaba disparado bajo los arcos brillantes; en ese punto estaban tan juntos que habían transformado la autopista Uno en un túnel psicodélico.
—Tenemos comunicación con Adam —informó Keely—. Pregunta por usted, señor. Muchas interferencias, esta noche tenemos una ionosfera muy maleducada.
—Vamos a oírlo —dijo Bradley.
La estática gimió por el bajo interior del coche blindado.
—¿Bradley? —lo llamó Adam.
—Dime, Adam.
—Tengo un problema.
—¿Grave?
—Mucho. Te pierdo…
—¿Cuál. Es. Tu. Problema?
—Encontramos cuatro cajones saboteados. También hemos perdido un Volvo.
Algo parecido a una pequeña carga eléctrica se disparó por la columna de Stig. El problema de Adam sólo podía significar una cosa. Stig comprobó con gesto automático el retrovisor. El camión que llevaba al gran alienígena raiel estaba cinco vehículos más atrás, mientras que el coche blindado que llevaba a las Garras de la Gata y al equipo de París era el segundo. Empezó a preguntarse cuál de los suyos tendría un blanco más fácil.
—¿Estás seguro? —preguntó Bradley. La señal silbó con aspereza—. ¿Estás seguro? —repitió Bradley con urgencia.
—Del todo. Lo hicieron en el Ganso de Carbono… Única oportunidad.
—¿Hay suficiente equipo intacto para completar la venganza del planeta?
—Sí. Si llegamos allí. Paula y yo estamos convencidos de que… uno de los miembros de la Marina que va con nosotros. Tiene que serlo… no hay otro… Cualquier información sobre ellos que tengan los tuyos… para averiguarlo. Paula está muy grave… botiquín debería solucionarlo… no puede ayudarme mucho.
—Por todos los cielos soñadores —murmuró Bradley en voz baja—. Nunca esperé que se acercara tanto a nosotros. Ahora no.
—No podemos volver para ayudarlos —dijo Stig—. No tenemos tiempo. —Golpeó el volante con una mano.
—Adam está pidiendo información —dijo Bradley—. Le daremos tanta como podamos.
—¿Y si son más de uno? ¿Y si también hay un agente del aviador estelar con nosotros?
—Eso no suena bien —dijo Olwen desde la parte posterior del coche blindado—. Estas máquinas están bien protegidas. Tendríamos que ponerlos delante de nuestras armas de gran calibre. Y después habría que quebrarles los trajes.
—Tendrían que ocuparse de los suyos —dijo Stig—. Cualquier clase de tiroteo a ese nivel destruiría el resto de nuestros vehículos.
—No nos adelantemos —dijo Bradley—. Para que el aviador estelar plante un agente entre nosotros se requeriría un esfuerzo considerable. Las personas que se unieron a nosotros en la estación de Narrabri se juntaron más que nada por accidente. Que el aviador estelar consiga infiltrar dos agentes entre nosotros en esas circunstancias está por encima de cualquier posibilidad.
—¿Cree que está en el equipo de Adam? —preguntó Stig—. Dijo que el sabotaje había ocurrido en el vuelo del Ganso de Carbono.
—Si eso es lo que Adam cree, debemos confiar en él.
—Desde luego. —Stig ni siquiera tenía que planteárselo. Un icono de comunicación apareció en su visión virtual, un enlace grupal de Alic Hogan. Decidió dejar que pasara la llamada.
—Todos hemos recibido esa transmisión —dijo Alic—. Supongo que estaréis debatiendo si podéis confiar en nosotros.
—De hecho, estamos depositando nuestra confianza en Adam —dijo Bradley—. Él cree que el agente del aviador estelar está con él, no aquí.
—Adam se equivoca, maldita sea, estáis hablando del almirante y Paula Myo.
—Ex almirante —dijo Bradley sin alterarse—. La Marina no lo hizo demasiado bien bajo su mando. Y la alternativa es que sea uno de ustedes.
—Maldita sea. Está bien. ¿Pero Paula? ¡Venga ya!
—Lleva ciento treinta años intentando detenerme. Lo que la convierte en una candidata muy plausible.
—No me lo creo.
—Enfréntese a los hechos —dijo Bradley—. Es lo que hace Paula.
—¿Qué hay de Anna? —preguntó Stig.
—¿La mujer del almirante? —dijo Morton—. Si ella lo es, entonces él también tiene que serlo.
—No es imposible, supongo —dijo Bradley y había un fuerte trasfondo de reticencia en su voz.
—Pero sí poco probable —dijo Alic.
—¿Qué hay de Oscar? —preguntó Morton.
—En eso quizá pueda ayudarles yo —dijo Qatux—. La señorita Tigresa Pensamientos estaba presente cuando el capitán Monroe tuvo un acalorado enfrentamiento con Dudley Bose.
—¿De qué se trataba? —preguntó Alic.
—Bose acusó a Monroe de permitir de forma deliberada que él y Emmanuelle Verbeke continuaran explorando la Atalaya después de que ya no fuera seguro hacerlo, asegurándose así de que los capturara MontañadelaLuzdelaMañana. Una alegación que Monroe rechazó. Aunque el Dr. Bose insistió con fuerza.
—Sabemos que había un agente del aviador estelar en el Segunda Oportunidad —se apresuró a decir Stig. Estaba intentando relacionar las cosas. No sé lo suficiente sobre ellos.
—¿Dudley se beneficia de algún modo al hacer ese tipo de alegaciones? —preguntó Rob.
—No —dijo Alic—. Su reputación en la Marina sigue siendo una mierda después de aquella ceremonia de bienvenida. Este tipo de cosas sólo va a ponérselo peor. En cualquier caso, sólo empezó a afirmar que Oscar la había cagado después de recuperar sus recuerdos.
—Si creemos a la fuente de esos recuerdos —dijo Bradley.
—Pasamos semanas con el motil Bose —dijo Morton—. Y si sirve de algo, creo que es una copia auténtica de los recuerdos y personalidad de Dudley Bose.
—Pero no lo sabe con seguridad.
—Y si no es una copia de Bose, ¿qué coño es?
—Chicos, chicos —dijo la Gata—. Por favor. El olor a testosterona está empezando a viciar el aire aquí atrás. A mí todo esto me parece una conferencia muy aburrida sobre la teoría de la complejidad. No tenéis nada parecido a una prueba real para señalar con el dedo a nadie. Si fuera obvio quién es el agente del aviador estelar, a estas alturas ya nos habríamos dado cuenta.
A pesar de la irritación que le provocaba su tono, Stig tuvo que admitir que la chica tenía razón. Había algún recuerdo sobre la Gata al que no dejaba de darle vueltas en el fondo, algo que había oído en la Federación. Se le había dado una gran notoriedad a sus crímenes, los había cometido mucho tiempo atrás, el suficiente para que se hubieran convertido en una especie de leyenda urbana. Entonces lo recordó. Por todos los cielos soñadores, ¿y se supone que está de nuestro lado? ¿Y con un traje blindado de última gama?
—Adam nos ha pedido nuestra ayuda —dijo, decidido a no dejarse acobardar por la reputación de aquella mujer—. Vamos a hacer todo lo que podamos por él.
La carcajada con la que le respondió la Gata lo hizo estremecerse.
—Pobrecito Adam —se rió muy contenta—. Será mejor que conecte mi equipo de onda corta. ¡Corre Adam! Huye a las colinas y no vuelvas a mirar atrás.
—No lo ha hecho, ¿verdad? —le preguntó un alarmado Stig a Keely.
—No.
—¿Y cuál es su solución, señorita Stewart? —preguntó un impertérrito Bradley.
—Caray, el gran jefe. Es muy sencillo. Adam ha pedido información. Todo lo que podemos hacer por él, como dice Stig, es decirle que sospechamos de Monroe y Myo. Después de eso, es cosa suya como use esa información. Es un hombre crecidito.
—Muy bien. A menos que alguien más tenga alguna información relevante sobre las personas que viajan con Adam, le transmitiremos nuestras sospechas.
Stig ansió que alguien dijera algo, que recordara aunque sólo fuera un hecho más, pero sólo se oyó el silencio.
—Se lo diré, entonces —dijo Bradley.
A media mañana los Volvos habían llegado al final de los terrenos de cultivo e iban desapareciendo entre insípidas ringleras de prados húmedos y un vigoroso monte bajo que poco a poco iban envolviendo las praderas ecuatoriales. Una hierba anguilla sembrada por los globos dirigibles robot por toda zona meridional de la planicie Aldrin había florecido y producido un diluvio de vegetación uniforme de color verde claro parecido a un mar tranquilo que iba progresando poco a poco hacia el norte. Por allí no había asentamientos, ni árboles ni arbustos, y pocas veces se veían animales.
Para entonces ya tenían los depósitos medio vacíos así que Adam quiso llenarlos antes de recorrer la última sección. Pararon en un pueblo llamado Cola de Lobo, que comprendía unos veinte edificios de una sola planta agrupados alrededor de un cruce con forma de «T». Había más gatos que seres humanos, y la mayor parte salvajes. Dada su posición, justo en la frontera de las praderas que avanzaban sobre ellos, se respiraba la misma sensación que hay en una ciudad costera fuera de temporada. La carretera que los había llevado allí desde Ciudad Armstrong era el tallo largo del cruce, con los dos ramales que se dirigían al este y el oeste recorriendo el terreno en paralelo a las montañas Dessault, que estaban ocultas a cientos de kilómetros de distancia, al otro lado del horizonte meridional.
Adam se bajó de la cabina y se estiró con movimientos elaborados, sin disfrutar mucho de los sonidos que hacía su viejo cuerpo después de estar encogido en su asiento durante siete horas seguidas. Daba igual lo adaptable que fuera la tapicería de plástico corrugado, tenía los miembros entumecidos y le dolían las articulaciones por culpa de la inactividad. Fuera del aire acondicionado de la cabina, el calor era opresivo. Empezó a sudar de inmediato y se puso a toda prisa las gafas de sol envolventes.
Una niña de diez años con un peto vaquero y una mugrienta gorra del Manchester United salió del garaje para llenar los Volvos en la única bomba diésel que había.
—Lo más rápido que puedas, por favor —le dijo a la pequeña mientras le enseñaba un billete de diez dólares de la Tierra. La niña esbozó una sonrisa brillante a la que le faltaba un diente y se apresuró a coger la manguera.
Todo el mundo salvo Paula se había bajado de las cabinas. Los Guardianes le lanzaban al personal de la Marina miradas desconfiadas. Adam suspiró pero estaba demasiado cansado para jugar a los diplomáticos a aquellas alturas.
—Necesito comprar unas cosas —le dijo a los demás y señaló con un gesto la tienda que había enfrente del garaje—. Oscar, conmigo. Kieran, te toca con la investigadora. Y el resto —se encogió de hombros—, nos vamos en cuanto estén llenos los depósitos.
—¿Necesitas algo en concreto? —preguntó Oscar cuando cruzaron la carretera polvorienta.
—Unos suministros médicos para la investigadora. La matriz de diagnósticos no hace más que decirme que use medicamentos y biogénica que no tenemos en el botiquín.
Oscar miró al desvencijado edificio de paneles compuestos con su curtido techo solar y grandes hojas de precipitación de color esmeralda y forma de corazón que aleteaban con pereza en las vigas. Las ventanas estaban llenas de suciedad y la unidad de aire acondicionado era una caja sin cubierta de chatarra oxidada.
—¿Estás seguro de que lo van a tener aquí?
—Lo que no van a tener aquí es ningún suministro saboteado.
—Cristo, estás paranoico de verdad.
Oscar abrió de un empujón la única puerta. La habitación apenas iluminada que había dentro era como el salón de alguien, con alfombras raídas encima del suelo de tablones de carbono y altos estantes de metal en lugar de muebles. La mitad de los estantes estaban vacíos y los demás contenían la mercancía habitual esencial para cualquier comunidad pequeña, sobre todo productos domésticos y comida envasada suministrada por compañías de Ciudad Armstrong. Una buena provisión de alcohol ocupaba un estante completo.
—¿Puedo ayudaros en algo, chicos? —preguntó una mujer anciana. Estaba sentada en una mecedora del otro extremo, tejiendo bajo el fulgor amarillento de una esfera polifotónica que colgaba de las vigas.
—Estoy buscando productos de primeros auxilios —dijo Adam.
—Hay alguna venda y aspirinas en el tercer estante, junto a la puerta —le dijo la mujer—. Y unas cuantas cosas más. Pero mira las fechas de caducidad. Ya llevan tiempo ahí.
—Gracias. —Adam se llevó a Oscar con él—. Anoche oíste la respuesta de Johansson. —No era una pregunta.
—Sí, junto con la mitad de este mundo que está escuchando la persecución de la autopista Uno por la radio. Muchas gracias, por cierto. Me pareció que a la que mejor le cayó el tema fue a Rosamund. Créeme si te digo que después le dio una buena limpieza a sus armas. Sabes que sólo va a ser cuestión de tiempo que uno de tus matones callejeros decida que como mejor puede servir a la causa de los Guardianes es rebanándonos la garganta a todos.
—No son matones callejeros, los adiestré yo.
—¿Igual que nos adiestró Grayva a nosotros?
Adam emitió un gruñido de desdén y revolvió por la sección que, con cierta audacia, habían bautizado con el nombre de Provisiones Médicas. La dependienta no bromeaba al hablar de la falta de variedad.
—No te preocupes por mi equipo, están bien estructurados y son disciplinados.
—Lo que tú digas, Adam.
—Bueno, ¿y cómo explicas la reivindicación de Dudley de que le ordenaste de forma deliberada que continuara explorando la Atalaya para dejarlo allí? —A Adam le sorprendió el espasmo involuntario de cólera que vio en el rostro de Oscar cuando mencionó el nombre de Dudley.
—¡Es un mierda!
Los dos le lanzaron una mirada de culpabilidad a la mujer.
—Perdona, pero es que Dudley siempre consigue ponerme del hígado.
—¿Y bien? —lo invitó Adam.
—Tiene que haber sido el agente del aviador estelar. Fuera quién fuera, pirateó los sistemas de comunicación del Segunda Oportunidad.
—Eso me imaginaba yo también.
—¿Ah, sí?
—Pues sí.
—¿Me estás haciendo la cama?
—Sé que no eres tú. —Adam sonrió al ver el asombro de Oscar, la gruesa y rígida piel de sus mejillas se arrugó un poco.
—¿Lo sabes?
—Digamos que después de nuestra larga asociación, estoy dispuesto a darte el beneficio de la duda.
Oscar puso los ojos en blanco.
—Si es así como has adiestrado a tus chavales, estamos metidos en un follón más grande de lo que creía. Pero gracias, de todos modos.
—No hay de qué. Tu inocencia reduce mi problema un tanto.
—Ya. —Oscar se rascó la nuca—. Y entonces quedaron sólo tres.
—Dos de ellos estaban en el Segunda Oportunidad y Myo lleva persiguiendo a los Guardianes desde el principio.
—No pueden ser Wilson ni Anna.
—¿Es la emoción o la lógica lo que me habla?
—La emoción, supongo. ¡Joder! Hace años que formo parte de sus vidas, prácticamente vivimos unos encima de otros. Son amigos míos. Amigos de verdad. Si es uno de ellos, entonces es que me dan mil vueltas.
—Ya te lo he dicho antes, te las has arreglado para cubrir tus primeras actividades con una coraza perfecta de respetabilidad. Si he de serte sincero, no me esperaba que tuvieras tanto éxito en tu vida actual.
—Pues muchas gracias, hombre. Pero mi delito quedó en el pasado. El aviador estelar está activo ahora, ya ves tú.
—De acuerdo. ¿Hay alguna pista, la que sea, que pueda indicarte que uno de ellos quizá no sea lo que parece?
—No lo sé. —Oscar cogió sin mirar un tubo de crema biogénica dental diseñada para tratar abscesos.
—¿Qué? —insistió Adam—. Vamos. Seguimos luchando para detener esta guerra y lo que es más, para evitar que vuelva a ocurrir.
—Alguien manipuló los diarios oficiales almacenados en el Pentágono II después de que yo encontrara la prueba de que el agente del aviador estelar estaba a bordo del Segunda Oportunidad. Ese pequeño encubrimiento nos impidió que lo utilizáramos para exponer al aviador estelar. Sólo lo sabíamos Wilson y yo.
—¿Estás seguro?
Oscar cerró los ojos.
—No —dijo con un suspiro dolorido—. Muchas personas sabían que teníamos una reunión privada, cosa que no es muy habitual, sobre todo porque no hubo ningún acta oficial. Y después invitamos a Myo a una conferencia igual de secreta. Pero te juro que la oficina está sellada y más protegida que el harén de Sheldon.
—Estás buscando una salida y a mí me parece una habitación hermética.
—No puede ser Wilson —Oscar parecía francamente desazonado.
—¿Qué hay de su mujer?
—¿Anna? Imposible. Nadie ha trabajado más para derrotar ambas invasiones primas. Ella era el enlace entre el personal táctico y el Mando de la Flota. Si fuera ella el agente, ése hubiera sido el momento de asegurarse que termináramos totalmente jodidos.
—Salvo que el aviador estelar quería la Federación intacta para que contraatacara a MontañadelaLuzdelaMañana. Según Bradley, nos ve como un par de viejos boxeadores profesionales que se están dando una paliza de muerte hasta que acaban muertos los dos.
—Dios bendito, no lo sé.
—Entonces dime qué piensas de Myo.
—Una candidata definitiva. —Por una vez Oscar parecía seguro de sí mismo—. ¿Y además qué le pasa? ¿Tan enferma está?
—Afirma que su cuerpo está reaccionando contra la decisión que tomó de dejarme ir. Piensa en ello como un choque neurotóxico y no te equivocarás mucho.
—Jesús. Qué tía más rara. ¡Esa maldita Colmena!
—Es una enfermedad que habla en su favor. Si está sufriendo esa reacción, entonces su auténtica personalidad sigue intacta.
Oscar volvió a dejar el tubo en el estante.
—Venga ya. Como si no pudiera fingir los tembleques.
—La matriz de diagnósticos lo confirma. Está muy enferma, Oscar. No estoy muy seguro… —Adam miró el escaso surtido de medicinas y sacudió la cabeza con tristeza.
—O bien se ha tomado un compuesto para producir ese efecto.
—¿Creo que fuiste tú el que mencionaste una cosa llamada paranoia?
—Reconócelo —dijo Oscar—. No tienes ni idea de quién podría ser.
—Todavía no. Me temo que debo despertar a Paula para que lo averigüe por mí. Éste es el campo en el que destaca. El único campo, si a eso vamos. La necesitamos… si es que no es ella. —Cogió a toda prisa unos cuantos paquetes de la estantería, unos sedantes suaves y algún biogénico diseñado para contrarrestar infecciones virales. Quizá ayudaran en algo. Seguramente no.
—¿En el estado en el que está? —dijo Oscar mientras volvían con la dependiente—. De eso nada. Apenas es capaz de razonar.
—Soy consciente de ello. Si es que es de verdad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Oscar con un sentido del humor enfermizo—. ¿Te vas a tirar sobre tu espada? Si es una enfermedad auténtica, es la única forma de curarla.
—¿Y eso sería tan deshonroso?
—Eh, venga, no bromees con eso.
—Cuando ganen los Guardianes, ¿a dónde voy a ir? ¿Qué voy a hacer? Ya no queda nadie que pueda darme refugio. Al menos nadie de quien yo aceptase ayuda.
—No puedes hablar en serio.
—No, no hablo en serio. —Pero no le hacía gracia haber llegado a pensar de verdad en ello. Auténtica desesperación.
—¡Bien! Lo solucionaremos, tú y yo, el equipo de siempre. Maldita sea, sólo hay tres posibilidades. No puede ser tan difícil.
Adam lo pensó mucho a medida que iba avanzando aquella tarde interminable. Habían dejado la poco poblada carretera en Cola del Diablo y en el cruce del pueblo habían girado para dirigirse directamente hacia el sur por una pista agrícola de piedra que se desvanecía un par de kilómetros después bajo los avances de la hierba anguilla. Una vez que alcanzaron los límites periféricos, la hierba se hizo de inmediato más alta y espesa, reforzando la anterior comparación de Adam, al que aquello le parecía un mar. La anguilla era una variedad muy modificada de hierba bermuda terrestre, sus tallos eran tan gruesos como el trigo y se agrupaban en manojos tan densos que la masa entera se sujetaba sola y se mecía en gigantescas y lentas olas cuando las ráfagas de viento cruzaban su superficie. Ninguna otra planta podría hacerse un hueco entre su indómita mata de raíces omnipresentes. La oficina del proyecto de revitalización la había adaptado para que prosperara bajo el calor y la humedad que prevalecía en la zona y habían tenido un éxito que ni sus creadores se esperaban.
Las puntas plumosas llegaban hasta las ventanillas de los Volvos. Kieran, que volvía a conducir, tenía que utilizar el radar del camión para ver la forma de la tierra bajo la marea de hierba. Décadas antes por allí cruzaba una carretera, cuando Cola de Diablo se había construido alrededor de un cruce para unir las montañas Dessault con las tierras habitadas del norte. Una carretera que había quedado asfixiada por completo bajo la hierba anguilla y cuya superficie se había ido desintegrando desde hacía ya mucho tiempo, sellada por la mata de raíces. Los Guardianes todavía utilizaban esa ruta. Sobre todo los McMixon y los McKratz; bajaban en coche o a caballo de las montañas para comerciar con la población normal de Tierra Lejana y para regresar con la tecnología armamentística ilegal que Adam y sus predecesores habían conseguido meter por la salida de la plaza de la Primera Pisada. Habían colocado marcadores de trisilicio sintonizados por toda la carretera oculta, unas varas rígidas de un metro de alto, invisibles entre la hierba pero que brillaban como balizas si las iluminaba una pulsación de radar con el código correcto. Los inconfundibles puntos resplandecientes que marchaban por la pantalla y un sistema de navegación inercial preciso permitía que los Volvos avanzaran a casi cien kilómetros por hora. Una velocidad imposible en las praderas sin la certeza de que había una superficie sólida bajo la mata de raíces. Adam lo comparaba con una carrera por un precipicio. Que Dios los ayudase si se desviaban de la línea exacta trazada por la guía inercial. Él hubiera preferido que el control de los camiones se entregara a las matrices de conducción pero sus programas habrían tomado en cuenta las horribles condiciones locales y habrían avanzado arrastrándose. Además, los Guardianes tenían un modo perverso de disfrutar demostrando las agallas que tenían, todos ellos afirmaban haber conducido por esa ruta muchas veces. Adam no se creía ni una sola palabra.
Se ocupó de Paula mientras continuaban avanzando con pesadez por la hierba. La investigadora estaba en muy mal estado, perdía y recuperaba la conciencia a ratos y tenía la ropa y las mantas húmedas de sudar por la fiebre. Cuando estaba alerta, el dolor que sufría era intenso. Los sedantes y los biogénicos que le había administrado parecían haber mejorado un poco su tensión y el ritmo cardíaco había caído un poco, aunque todavía seguía demasiado alto para su gusto.
—No puede estar fingiéndolo de ninguna de las maneras —murmuró Adam mientras volvía a meter en la mochila la matriz de diagnósticos. Paula temblaba bajo la manta, su respiración era superficial y fruncía el ceño sumida en un sueño REM en el que gemía como si algo horrible se cerniera sobre ella. Que fuera con él con quien seguramente estaba soñando no contribuía a calmar los nervios de Adam. Pero no me siento culpable, esto no es culpa mía.
En el agradable ambiente de la cabina, todo lo que hacían los demás era seguir la persecución por la autopista Uno. Habían salido del alcance de la pequeña red de tráfico un cuarto de hora después de dejar la autopista Uno la noche anterior. Dado que Tierra Lejana no tenía satélites, lo único que mantenía comunicadas a las comunidades del campo era la radio y su alcance era limitado. Las anticuadas unidades analógicas de onda corta que llevaban podían emitir a suficiente distancia como para alcanzar a Johansson. Pero como habían descubierto la noche anterior, en el mejor de los casos eran bastante erráticas. No pidió una actualización directa, dado que su transmisión le señalaría su posición con exactitud al aviador estelar. La solicitud de la noche anterior de cualquier información sobre un posible traidor había sido un riesgo calculado. En lugar de hacer una conexión directa, siguieron las noticias que se transmitían de casa en casa e intentaron decidir qué eran exageraciones y qué simple ficción.
La persecución se había convertido en un espectáculo, la gente se alineaba a lo largo de la autopista Uno para ver pasar a toda velocidad a los dos convoyes. Al principio se habían producido algunos intentos espontáneos de detener a los vehículos del aviador estelar. Los jóvenes les tiraban molotovs. Disparaban rifles de caza contra los Cruiser. Todo ello sin ningún resultado. Las tropas del Instituto respondieron con una potencia de fuego abrumadora y aplastaron hileras completas de edificios al pasar como rayos. Después de las primeras veces, las noticias de las represalias se extendieron por la autopista Uno y nadie volvió a intentar interferir. El camión MANN del aviador estelar se observaba desde ventanas oscurecidas o tras los muros, a una distancia segura de la carretera.
La persecución de Bradley Johansson recibía los ánimos de unas cuantas almas endurecidas que se aventuraban a salir para ver al hombre que durante toda su vida había sido más un mito que un hombre real.
Los cotilleos transmitidos por el aire permitieron que en el Volvo todo el mundo se mantuviera al tanto de los acontecimientos. Para empezar, supieron que la distancia entre Bradley y el aviador estelar se había estabilizado en algo más de quinientos veinticinco kilómetros. Los dos viajaban a la máxima velocidad que permitía la autopista Uno, con los vehículos más pequeños de los Guardianes disfrutando de una pequeña ventaja y recortando la diferencia en casi quince kilómetros por hora. Serían los puentes los que marcarían la diferencia. Se oían vítores en la cabina cada vez que estallaban gritos emocionados en la radio proclamando que se había derribado un puente más.
Al amanecer se había confirmado, los Guardianes habían volado los cinco puentes principales de la autopista Uno. A Adam no le sorprendió del todo cuando la gente que se había reunido alrededor de los escombros del puente Taran, el cruce más septentrional, comenzó a contar que el convoy del aviador estelar tenía una especie de destreza anfibia. El camión MANN y su escolta de vehículos Cruiser se desviaron de la autopista Uno, bajaron hasta el río y lo cruzaron directamente. No había sido fácil, habían tenido que recorrer varios kilómetros de pistas de tierra antes de encontrar un sitio por el que bajar hasta el agua. Cuando lo hicieron, cayó sobre ellos el equipo de emboscadas de los Guardianes. Según las descripciones entrecortadas que se fueron filtrando por la planicie Aldrin, los tiroteos fueron feroces. Fue una historia que se repitió en cada uno de los puentes volados. Los Guardianes no consiguieron destruir el camión MANN, pero los Cruiser sufrieron grandes bajas en cada uno de los ataques.
Adam empezó a prestar mucha atención a los retrasos. En un momento dado, justo después de dejar Cola del Lobo, Bradley estaba a apenas ciento diez minutos del aviador estelar. Pero entonces el Instituto al fin comenzó a responder a la situación. Por toda la autopista Uno se vieron varios grupos de tres o cuatro Land Rover Cruiser que se dirigían al norte. Bradley y Stig se enteraron, pero no había nada que pudieran hacer para evitar un choque. Sencillamente no había ninguna ruta alternativa. Les tocaba a ellos recibir los disparos.
En la cabina del Volvo incluso sabían el punto de la primera colisión, un pequeño pueblo de la autopista Uno que se hacía llamar Filadelfia F. A. La espera fue tensa a medida que radio macuto iba escupiendo algún que otro testimonio y respuesta. Mientras escuchaban los crujidos de la energía estática, unas nubes espesas y grises cruzaron a toda prisa el deslumbrante cielo de color azul zafiro y corrieron bajo ellas un velo de llovizna. El agua convirtió la hierba anguilla en un terreno resbaladizo y traicionero. Hasta los entusiastas Guardianes tuvieron que ralentizar la marcha cuando las ruedas del Volvo empezaron a resbalar por los tallos de la hierba que aplastaban. Hasta hora y media después de que hubiera debido de ocurrir el incidente de Filadelfia no tuvieron la certeza de que un convoy de coches blindados y todoterrenos Mazda, junto con sus vehículos acompañantes, seguían persiguiendo a toda velocidad al aviador estelar. Al comprobar las emisoras lo mejor que pudo, Adam supuso que habían perdido sus buenos cuarenta minutos de ventaja. Por alguna oscura razón sentimental se alegró de que el grupo de Bradley todavía pareciera contar con el camión en el que viajaba Qatux.
—Lo compensarán mañana otra vez, después del Anculan —dijo Rosamund con convicción.
El río Anculan era donde se había planeado la mayor emboscada. Si el aviador estelar mantenía la velocidad, debería alcanzarlo al mediodía del día siguiente. Adam esperaba que la joven tuviera razón. Estaban llegando informes sobre la existencia de más vehículos Cruiser del Instituto en la carretera al sur del ecuador. Refuerzos. Ya no había secretos. Las nuevas tropas ya sabían que había Guardianes emboscados en cada río. Podían entablar batalla con ellos antes de que llegara el aviador estelar y despejar el camino de cualquier amenaza. Bradley y Stig también iban a tener que enfrentarse al menos a dos patrullas de vehículos Cruiser más antes de llegar al Anculan.
Adam sólo esperaba que los preparativos para el asalto final hubieran pasado desapercibidos. En las provincias orientales de las montañas Dessault, los clanes estaban reuniendo a todos los guerreros restantes para convertirlos en un ejército que iba a caer sobre el aviador estelar, el Instituto de investigación y el arca. No había civiles viviendo cerca de los profundos fuertes de los clanes, ni granjas remotas ni prospectores vagabundos que gritaran afirmaciones emocionadas sobre un ejército que se hubiera puesto en camino.
Los Guardianes con los que se había encontrado en aquel breve encuentro del punto de reunión cuatro también habían hablado sin aliento sobre los barsoomianos, que se suponía que se estaban trasladando desde su territorio al otro lado del mar de Roble para ayudar con el asalto final. Juntos destruirían al aviador estelar antes de que llegara siquiera a su nave estelar.
Aunque nunca lo dijo en voz alta, Adam esperaba que ésa fuera una batalla que nunca se diera. El Instituto en sí tendría armamento pesado para defender su valle. La pérdida de vidas sería tremenda. Ya estaba en Tierra Lejana y podía revisar las cosas sobre el terreno, y su confianza había caído en picado de repente. El planeta estaba muy atrasado. Él siempre había pensado que sus envíos los recibían unas unidades de lucha bien organizadas. En realidad, los clanes no estaban mucho más avanzados que las guerrillas de la Tierra antes de la Federación, cuando se enfrentaban a Gobiernos opresores desde sus campamentos ocultos en las montañas. Los clanes, la verdad, estaban resultando ser una seria desilusión.
Su principal esperanza era que consiguieran llegar a tiempo para entregar los componentes que llevaban los Volvos. Si se podía conseguir que funcionase la venganza del planeta y pudieran destrozar el Marie Celeste antes de que el aviador estelar llegara a él, tendrían un poco de margen. Bradley no tendría que lanzar el Asalto Final. Sheldon había prometido enviar una nave estelar, tendría las armas necesarias para exterminar al alienígena desde la órbita. Un disparo limpio y preciso de energía que erradicaría el problema de una vez para siempre.
Así que Adam Elvin, antiguo activista socialista, no dijo nada mientras el Volvo continuaba avanzando sin pausa por las interminables praderas y rezó para que el mayor capitalista que hubiera producido jamás la raza humana mantuviera su palabra. Si no hubiera requerido unas cuantas explicaciones, se habría reído a carcajadas de aquella monstruosa ironía.
—Hay algo ahí delante —exclamó Rosamund.
Adam interrumpió su ensueño para mirar la imagen del radar. Había un río poco profundo y muy ancho a un kilómetro de distancia. El radar mostraba un caballo al otro lado, con alguien de pie a su lado. Dados sus tamaños relativos, le pareció que tenía que ser un niño.
—Tiene que ser alguien del equipo de Samantha —dijo Kieran—. Apuesto a que es Judson McKratz.
—¿Qué te hace decir eso? —preguntó Adam.
—Lo conozco. Querrán confirmar que somos quienes decimos y Judson conoce esta carretera mejor que nadie.
—Buen razonamiento. —Adam se frotó las sienes. Había sido un viaje muy largo y él no había dormido mucho desde… seguramente desde el Ganso de Carbono. Estaba seguro de que había dormido una hora en el vuelo—. Aun así… Campos de fuerza activados, chicos.
El río era más ancho de lo que Adam había visto en el radar. La hierba lo ocultaba hasta que estuvieron a sólo un par de cientos de metros de la orilla. Bajaron por una corta pendiente y al fin pudo ver que tenía casi cuatrocientos metros de ancho. Silbó en voz baja. Incluso con una profundidad que nunca superaba el medio metro, era una buena cantidad de agua. El suave curso con forma de «U» que se había tallado hablaba de niveles mucho más altos que se precipitaban desde las montañas. En su mapa, el río se extendía hasta la cordillera Dessault, y a él contribuían docenas de afluentes que serpenteaban a través de las estribaciones.
—De uno en uno —ordenó—. Ayub, quédate aquí y prepárate para cubrirnos con fuego si hace falta.
—Sí, señor.
Rosamund fue bajando poco a poco el Volvo al lecho pedregoso del río. La suspensión del vehículo bajó las ruedas por debajo del chasis y avanzaron con una serie de sacudidas que sacudieron la cabina. Incluso con la baja gravedad de Tierra Lejana, Adam tuvo que apretarse el cinturón.
El jinete que esperaba junto al caballo de color gris oscuro era un varón humano adulto que llevaba un gabán largo de hule encerado de color castaño y un sombrero de ala ancha que desviaba la llovizna como un campo de fuerza. Al acercarse a la orilla, Adam abrió la boca de asombro. Los Guardianes que había conocido siempre hablaban de sus carlomagnos con orgullo. Al fin sabía por qué. Aquella bestia era grande, infernal e intimidante. Le echó un vistazo al corto cuerno con punta de metal y se juró no aventurarse a menos de veinte metros de aquel bruto.
El Volvo salió del río tambaleándose.
—Es Judson, claro —dijo Kieran con una gran sonrisa. Salió de un salto de la cabina para saludar a su viejo amigo. Los dos se abrazaron con calor y Kieran lo llevó hasta el camión. Adam se bajó. Vio que el carlomagno tenía colmillos. Aquello no podía ser herbívoro.
—Señor Elvin —dijo Judson—. Bienvenido. He oído su nombre muchas veces. Los que vuelven de la Federación hablan bien de usted.
—Gracias. —Adam le hizo un gesto al otro camión para que pasara—. Les hemos traído el resto del equipo que necesitan.
—Y justo a tiempo otra vez, ¿eh? —Judson rodeó con un brazo el hombro de Kieran y lo sacudió con cariño.
—Estamos aquí —dijo Kieran—. No te quejes.
—¿Yo? —El joven lanzó una carcajada sonora y profunda—. Hablando en serio, deberíais encontraros con Samantha antes del anochecer. Está esperándoos en el valle Reithstone con más transportes preparados para trasladar los componentes a las estaciones restantes. ¡Y después! Tenéis suerte de que conozca las cuevas más profundas de esta región. —Sacó una matriz del bolsillo de su gabán—. Les avisaré de que estáis aquí.
La matriz de Adam captó una canción que comenzó a sonar en la frecuencia de onda corta que les habían dado. Sospechaba que no mucha gente la conocería sin que un mayordomo electrónico la buscara en los archivos de una biblioteca. Por allí alguien tenía un sentido del humor muy extraño. El sonido de Hey Jude bañó las eternas praderas.
Unos minutos después, su matriz encontró el gran éxito de salsa Morgan, la canción entraba y salía de la recepción al ondularse la ionosfera por encima de ellos. Recordó que, en su juventud, él había bailado al ritmo de aquella canción.
—Ése es el acuse de recibo —dijo Judson.
—Siento curiosidad —dijo Adam—. ¿Y si no hubiéramos sido nosotros?
Judson le dedicó una amplia sonrisa.
—Sympathy for the Devil.
Encontrar a Judson les había subido a todos la moral. Después de la conmoción que había supuesto descubrir el sabotaje, necesitaban saber que no estaban solos, una sensación que las praderas habían enfatizado hora tras hora.
Los Volvos volvieron a partir por la carretera enterrada y dejaron atrás a Judson. A pesar del tamaño y la potencia del carlomagno, el animal no podía mantener el ritmo incesante de los camiones. Las nubes oscuras comenzaron a dispersarse al final de la tarde, permitiendo que unos gigantescos rayos de sol jugaran con sus bordes deshilachados, como reflectores que ametrallaran las praderas. Cuando los rayos fueron subiendo el ángulo poco a poco hacia el plano horizontal, al fin hubo un respiro en aquel paisaje tedioso y adormecedor. Delante de ellos las estribaciones de las montañas Dessault comenzaban a elevarse sobre las briznas relucientes de la hierba anguilla.
Una hora después comenzaban a subir las estribaciones. La hierba al fin comenzaba a quedar atrás, incapaz de subir las pendientes donde el aire se enfriaba con rapidez. La hierba normal se reafirmó, junto con árboles y arbustos. Su carretera volvió a despejarse, dos líneas de piedra apretada que subían serpenteando entre las orillas y seguía los contornos cortados en las paredes del valle. No tardaron mucho en encontrarse al mismo nivel que las primeras montañas de verdad. A ambos lados, unos marcados picos rocosos manchados de nieve sobresalían en el cielo despejado del color del zafiro, arrojando enormes sombras sobre el valle a medida que caía el sol.
Adam vio por dos veces a jinetes sobre carlomagnos, muy por encima de la carretera, observándolos mientras ellos se arrastraban hacia el valle Reithstone. Cada vez era más difícil recibir transmisiones de radio entre las montañas. Lo último que supieron de la autopista Uno fue que un equipo de emboscada de los Guardianes se había enfrentado a una patrulla de vehículos Cruiser en el puente Kantrian, un par de horas antes de que el aviador estelar llegara allí. Después de un par de enfrentamientos más con las tropas del Instituto, Bradley había vuelto a perder terreno y en ese momento el aviador estelar le llevaba una ventaja de casi cuatro horas.
El crepúsculo los vio entrar en otro alto valle más donde la hierba alpina seguía luchando por establecerse. Los árboles y los arbustos estaban confinados a matorrales que flanqueaban la orilla del rápido arroyo que cortaba el fondo. Kieran estaba sustituyendo a Rosamund al volante. Cuando comenzaron a subir otra vez, encendió los faros. Largos haces de luz teñida de azul que exponían el saliente en el que se había convertido su carretera. Allí no había piedra compacta, el suelo era una grava dura amalgamada por una hierba corta y tosca, y musgo irregular. Décadas atrás, unas máquinas habían tallado algún que otro montículo de roca, pero aparte de eso la pista parecía ser natural. Adam se preguntó si en un principio la había abierto el equivalente local de cabras de montaña, en los milenios transcurridos antes de la llamarada. Parecía demasiado conveniente para ser del todo geológico. También lo desconcertaba un poco lo estrecha que era en algunas secciones. La anchura fluctuaba de forma constante. No había quitamiedos y la pendiente que había debajo era tan escarpada que aspiraba a la verticalidad. Por suerte, cada vez era más difícil ver el fondo del valle a medida que la luz se iba retirando del cielo. Las estrellas comenzaron a aparecer sobre sus cabezas.
Adam fue a ver cómo seguía Paula. El aire acondicionado de la cabina enviaba aire caliente por las rejillas para compensar el frío de la altitud. La investigadora gimió cuando él abrió la puerta de compuesto y le dio la espalda por instinto a la luz rosada del crepúsculo que entraba por el parabrisas.
—¿Cómo le va? —preguntó Adam.
Un rostro esquelético lo miró desde el nido de mantas.
Adam olisqueó el aire e intentó no hacer una mueca de asco. Paula había vomitado, un fluido marrón y pegajoso manchaba las mantas a las que se aferraba. A Adam le pareció que podría haber motas de sangre.
—Tome. —Le pasó una botella de agua—. Tiene que beber más.
Sólo con mirarla, la investigadora se estremeció.
—No puedo.
—Se está deshidratando, lo que sólo empeora las cosas. —Adam empezó a quitarse el jersey rojo oscuro por la cabeza—. Déme la manta de arriba y póngase esto.
Paula no dijo nada, pero soltó la manta. Adam la enrolló y la metió en una bolsa de polietileno, después ajustó los controles de las rejillas para que una ráfaga rápida de aire limpio despejara el pequeño compartimento de aquel olor acre. A Paula le llevó un buen rato ponerse el jersey. La única vez que intentó ayudarla, la investigadora le apartó las manos, decidida a hacerlo sola. Adam no se ofreció otra vez. Si aún le quedaba orgullo, todavía había esperanza para su personalidad.
—Me quedan unos sedantes —dijo cuando la mujer volvió a echarse en el catre, totalmente exhausta.
—No. —Paula señaló con un gesto la botella que sujetaba Adam—. Intentaré beber un poco.
—Necesita algo más que eso.
—Intentaré recordarlo.
—Los Guardianes tendrán un médico.
—Nos ceñiremos a la matriz de diagnósticos, muchas gracias. Confío más en eso que en cualquier médico de este mundo.
—Eso son prejuicios.
—Es mi vida.
—Mire, los dos sabemos…
—Tenemos compañía —canturreó Rosamund—. Camiones ahí delante y vienen hacia nosotros.
Adam le dedicó a Paula una larga mirada.
—Hablaremos después.
—No me resulta fácil esquivarlo.
Adam regresó a la cabina y le echó un vistazo al radar.
—¿Qué tienes?
Kieran señaló por el parabrisas. Varios puntos de luz se movían por el costado de las montañas, delante de ellos, resplandeciendo con fuerza entre las profundas sombras.
—Mira a ver si puedes ponerte en contacto con ellos —le dijo Adam a Rosamund. No estaba demasiado preocupado. Si el Instituto los hubiera rastreado por algún milagro, no serían tan descarados.
—Señal de respuesta —dijo Rosamund—. Es Samantha, seguro. Dice que necesitan empezar con el equipo de inmediato.
Siguieron adelante un kilómetro más antes de encontrar una amplia sección de la carretera donde podían aparcar todos. Los vehículos de Samantha llegaron rugiendo diez minutos más tarde, cuando el cielo de color zafiro al fin se tornó negro y las estrellas brillaron con una intensidad que Adam pocas veces llegaba a ver en cualquier otro mundo de la Federación. Siete camiones de tamaño medio y cinco viejos todoterrenos Vauxhall aparcaron alrededor de los Volvos. Todos tenían resistentes suspensiones AS de aspecto primitivo y los motores tronaban en el aire enrarecido mientras los tubos de escape expulsaban un vapor sucio. Se bajaron veinte Guardianes que examinaron a los Volvos nuevos con curiosidad.
Samantha era más joven de lo que Adam se esperaba, desde luego no había pasado de los veintitantos, con una enorme nube de cabello rojo oscuro que llevaba atado en una alborotada cola de caballo que le caía por la amplia espalda. Un rostro que era pecas en un ochenta por ciento le sonrió con curiosidad cuando se encontraron delante de los Volvos, iluminados por la luz brillante y azulada de los faros.
Adam sacó el cristal que contenía los datos de Marte y se lo tendió con un floreo.
—Adam Elvin. —Samantha le estrechó la mano—. Es un placer conocerlo. He oído su nombre muchas veces a la gente que vuelve.
Hubo algo en el modo que tuvo de decirlo, casi como una acusación.
—Gracias. No esperábamos verles hasta dentro de un rato.
—Sí, lo sé. Cambio de planes. ¿Han estado siguiendo los informes de la autopista Uno?
—Sí.
—El aviador estelar está avanzando más de lo que esperábamos. Necesitamos poner en marcha esas últimas estaciones de manipulación. Supuse que sería más rápido pasarle el equipo a mi gente ahora y que se dispersaran desde aquí.
—Claro, éste es su terreno. Nosotros sólo hacemos la entrega.
—Han hecho un buen trabajo. Con esto.
Otra vez ese tono.
—¿Ocurre algo?
—Eh, perdone, tío. —La joven le sujetó el brazo con fuerza—. No se ofenda pero soy la madre de Lennox. Y también era una buena amiga de Kazimir. Eramos muy buenos amigos.
Adam no entendió la referencia a Lennox.
—Oh, no lo sabía. Lo siento. Kazimir era un buen hombre, uno de los mejores.
Rosamund tosió con delicadeza detrás de él.
—Bruce es el padre de Lennox.
Adam miró a Rosamund y después a Samantha, totalmente desconcertado.
—Cristo. Eh, ¿sabía que también está muerto?
—Lleva muerto mucho tiempo, colega. Era sólo su cuerpo el que andaba por ahí. —Otro firme apretón al brazo de Adam—. Después de esto, si tiene tiempo, me gustaría hablar de eso. Estará bien saber las cosas de buena tinta.
—Por supuesto.
—De momento tenemos que empezar a mover el culo de una vez, y rapidito. ¿Cuánto han traído?
—Pues casi todo lo que dijimos que traeríamos. Hay veinticinco toneladas en cada camión. Hay algo que se dañó por el camino, pero no mucho.
—Sí, he oído que han tenido algunos problemas. —Samantha le echó un vistazo a los componentes de la Marina—. ¿Cómo va eso?
—Está bajo control.
Samantha lo meditó un momento.
—Usted es nuestro mejor hombre en la Federación, Bradley Johansson confía en usted así que yo también lo haré. Pero lo último que me hace falta es una sorpresa. Por aquí tenemos una solución muy sencilla para los agentes del aviador estelar.
—Comprendido. No habrá ninguna sorpresa.
Samantha sacó una matriz de mano que era lo bastante antigua como para haber estado en Tierra Lejana desde el principio.
—Voy a necesitar el inventario, ¡pero tantas toneladas! Por todos los cielos soñadores, parece que tenemos más que suficiente. Gracias otra vez, puede que este planeta consiga vengarse después de todo. Debe de haber sido todo un viaje para llegar aquí.
—Ha tenido sus momentos.
—Esperemos que no fuera en vano. Ahora mismo lo que nos está jodiendo es el tiempo. ¿Podemos empezar a descargar?
—Claro. —Hizo que Rosamund y Jamas abrieran los remolques mientras él le daba a Samantha una matriz de mano que tenía de sobra y le ensañaba a usarla. La joven lanzó un silbido de elogio al ver el reconocimiento de voz de lógica flexible y empezó a buscar el inventario. Un minuto después le estaba bramando instrucciones a su equipo. Los guardianes y los carritos robot no tardaron en ponerse a trabajar con empeño para descargar los cajones.
—¿Y hasta qué punto es crítica la cuestión del tiempo? —preguntó Adam. Estaba empezando a tener la sensación de que estaba de más allí, de pie con la gente de la Marina en un pequeño grupo mientras Jamas y los otros se deshacían en sonrisas al saludar a amigos que llevaban años sin ver.
Samantha se mordió el labio inferior y bajó la voz.
—Mis equipos no deberían tener problemas. Los conductores se atiborrarán de BZ y atravesarán las montañas como un murciélago recién salido del infierno esta misma noche, cada una de las estaciones recibirá su carga mañana; la del monte Zuggenhim es la que está más lejos y deberíamos estar allí para el mediodía, lo que es muy justo por lo que respecta al montaje pero de ésa me encargaré yo en persona. Vamos a comenzar la venganza del planeta pasado mañana, da igual las estaciones que estén preparadas o no. No hay alternativa, tío.
Adam hizo unas cuantas cuentas mentales.
—Vais a andar muy justos de tiempo. —Calculaba que el aviador estelar llegaría al Instituto algo después del mediodía.
—Mucho —dijo la joven—. Pero el problema no es ése.
—¿Y cuál es?
—Nuestro equipo de observación va muy retrasado. En cuanto nos enteramos de que el aviador estelar había atravesado la salida intentamos decirles que se pusieran en marcha. Estaban acampados en el valle Nalosyle y por allí había mal tiempo. No pudimos ponernos en contacto hasta esta mañana temprano, esa puta onda corta no vale una mierda. Con mucha suerte les llevará tres días subir a la Silla de Afrodita.
—¿Qué hace el equipo de observación? —preguntó Wilson.
—Tenemos que conocer la topología de las pautas climáticas —dijo Samantha—. Tenemos que trazar los frentes tormentosos matinales en el momento exacto en que rodeen el monte Herculano, después necesitamos ver qué efecto están teniendo nuestros manipuladores para poder dirigir bien el puñetero asunto. Ya va a ser bastante complicado para el grupo de control sin tener encima que trabajar medio a ciegas.
—¿Imágenes por satélite? —dijo Anna.
—Por aquí no hay satélites —dijo Wilson—. Recuerdo que hablé con el director del Instituto hace un tiempo. Resulta que tengo una actualización personal sobre la infraestructura disponible. —El antiguo almirante esbozó una sonrisa distante.
Samantha le lanzó una mirada de interés.
—Exacto. Que es por lo que necesitamos a alguien en la Silla de Afrodita. Desde allí se puede ver hasta el extremo oriental de las montañas Dessault. También es un punto perfecto de transmisión, se acabó esa mierda de la onda corta.
—Pero no van a llegar allí a tiempo —dijo Adam. No era difícil sacar las cuentas.
—Créame, les estamos metiendo tanta caña como podemos por la radio. Tampoco es que podamos decir mucho sin llamar demasiado la atención. Si alguien puede hacerlo, esos son ellos.
—¿No hay otra forma de subir ahí? —preguntó Wilson—. ¿Qué hay de ir por el aire? Tiene que haber algún avión en Tierra Lejana.
—La Silla de Afrodita está por encima de la atmósfera. En cualquier caso, nadie se pone a pilotar aviones por la Gran Tríada, no con los vientos que golpean la zona desde el océano.
—Creí que había turistas que lo sobrevolaban —dijo Oscar.
—Pues claro —dijo Samantha—. Imbéciles ricos que intentan coger los vientos para poder planear por encima. Los que tienen suerte consiguen llegar al otro lado. No aterrizan en la cumbre.
—La parábola adecuada podría dejarte allí —dijo Wilson con aire pensativo.
—¿Y usted sabe hacer eso? —preguntó Samantha con desdén.
Wilson se inclinó hacia delante con una sonrisa amenazadora que la hizo callar de repente. Adam se dio cuenta de hasta qué punto era una contienda injusta: una joven Samantha que dominaba alegremente a un grupo de luchadores por la libertad y el almirante, un ex piloto de combate que había capitaneado el Segunda Oportunidad y después se había encargado de comandar la Marina.
—Soy el único ser humano que ha sobrevolado Marte —le dijo sin alterarse—. Bajé frenando con un avión espacial desde una órbita situada a doscientos kilómetros y aterricé en el sitio designado, que, por cierto tenía el tamaño de una cancha de tenis. ¿Y usted?
—¡Mierda! Se está quedando conmigo, tío.
—Wilson —Oscar le tiraba del brazo—. Venga, hombre, eso fue hace más de trescientos años y ese avión tenía motores a propulsión para ayudarte a dirigirlo, estos planeadores no.
—Esa clase de pilotaje no es algo que se olvide o se borre —dijo Wilson—. Además, los turoperadores de por aquí deben de tener implantes de memoria con las habilidades necesarias.
—Bueno, sí —dijo una asombrada Samantha—. ¡Pero venga ya! ¿Aterrizar en la cumbre del monte Herculano? ¿Está hablando en serio?
—Sí, ¿y usted? —preguntó Adam. En cuanto Wilson lo había sugerido, Adam había empezado a bosquejar las consecuencias y las oportunidades. Incluso si sólo había una oportunidad mínima de éxito, tenían que hacer el esfuerzo. Las cosas no iban bien en la autopista Uno y la supertormenta no se produciría a menos que el grupo de control estuviera operativo al cien por cien. Después de todo lo que habían soportado, los sacrificios que habían hecho para llevar los datos marcianos hasta allí, no soportaba la idea de que no tuviera su oportunidad.
—Van a necesitar un montón de equipo eléctrico —dijo Samantha—. Necesitamos una visión panorámica de alta resolución y canales de transmisión despejados. Yo no tengo nada parecido por aquí.
Wilson dio unos golpecitos en la antigua matriz de la joven.
—Los equipos electrónicos que llevamos nosotros son mucho mejores que cualquiera de los equipos que les haya visto por aquí, no se ofenda.
—Lo primero es lo primero —dijo Adam—. ¿Podemos llegar a los planeadores que usan los turistas a tiempo de subir ahí arriba antes de que el aviador estelar llegue al Instituto?
Samantha tomó una buena bocanada de aire.
—Andaremos justos, tío. Tendrán que atar el hiperdeslizador en el cañón Vigilancia mañana por la noche para coger la tormenta de la mañana. Las compañías de viaje tienen los hangares en Ola de Piedra, que está en el desierto húmedo, al oeste de la planicie Aldrin. Tendrán que quemar rueda para llegar a tiempo, mañana por la tarde como mucho.
Adam sacó el mapa de su visión virtual y trazó el borde septentrional de las montañas Dessault hacia el oeste hasta que encontró el pueblo. Samantha tenía razón, estaba muy lejos, mucho más que Cola de Lobo.
—¿Se puede hacer? —preguntó.
—Sí, quizá. Hay una pista incrustada entre las estribaciones y la parte superior de las praderas. Si se va por ahí no hay que atravesar esa puñetera hierba anguilla. Por ahí se rodea Herculano y se sale por el lado norte del monte Zeus. Ola de Piedra está en línea recta, al norte de ahí.
Adam volvió a mirar los camiones.
—Desengancharemos los remolques de las cabinas. Iremos mucho más rápido sin ellos.
—Más les vale, colega. Créame cuando les digo que no quieren que los pillen cerca del Herculano mañana por la mañana después de que llegue la tormenta del océano. Si quieren sobrevivir, por no hablar ya de volar, tienen que estar al amparo del Zeus antes de que amanezca.
—Gracias.
La joven miró a Wilson.
—¿De verdad va a hacer esto?
—Pues sí, lo vamos a hacer —dijo Oscar enfatizando el plural.
—¿Eh? —Wilson le lanzó una mirada sorprendida.
—Ya lo has oído —dijo Anna—. Todos sabemos pilotar. En eso les llevamos ventaja a la mayor parte de los turistas lo bastante chiflados como para intentarlo. Y si volamos los tres, habrá más posibilidades de que alguno sobreviva para estrellarse en la cima de la montaña.
—Querrás decir bajar planeando con suavidad para detenerse sin sobresaltos —dijo Oscar.
—Sé lo que quiero decir.
Wilson la rodeó con un brazo.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. —Anna le acarició la mejilla con ternura—. Todavía me debes una luna de miel.
—¿No te basta con este viaje?
Su mujer lo besó con los ojos brillantes.
—Todavía no.
—Por todos los cielos soñadores —dijo Samantha—. Desde luego, son la pera. Pero… gracias.
Wilson asintió con aspereza, todavía al mando.
—Necesitaremos los requisitos exactos de observación que precisan, y las especificaciones de las transmisiones para que podamos modificar nuestros equipos. ¿Rosamund y el resto saben el camino hasta Ola de Piedra?
—Lo conocen bien. Las compañías turísticas utilizan la ruta que sigue el costado de las estribaciones para perseguir a los hiperdeslizadores, así que el camino está bastante bien señalizado.
Adam alcanzó a Oscar cuando estaban desenganchando los remolques de las cabinas de los Volvos. Ya se habían descargado casi todas las cajas. El camión que debía salir rumbo al monte Zuggenhim ya había salido. Samantha iba a coger un todoterreno para seguirlo una vez que ella y otro Guardián llamado Valentine hubieran terminado de informar a Wilson y Jamas de los detalles técnicos de la observación. Iban a pasar el viaje hasta Ola de Piedra modificando sus matrices para duplicar la función del equipo que llevaba el equipo de observación original.
—Me alegro de que te hayas ofrecido —dijo Adam.
—No iba a dejar que fuera Wilson y… —Después entrecerró los ojos con suspicacia—. ¿Por qué?
—Porque sólo voy a permitir que vueles tú.
—¡Qué! —Oscar se encorvó casi por instinto al tiempo que comprobaba si había alguien mirándolos—. ¿De qué estás hablando? —preguntó en voz baja.
—¿Crees que Wilson y Anna están de repente libres de toda sospecha sólo porque se hayan ofrecido a hacer esto?
—Bueno… —Oscar se frotó la frente con fuerza—. Oh, Dios.
—Supongamos que uno de ellos es el traidor y llega a la cima. Todo el proyecto de la venganza del planeta depende de esa observación. —Adam dio una fuerte palmada—. Nos han jodido. Bang, se acabó. El aviador estelar consigue llegar al Marie Celeste y despega.
—¿Cuándo vas a decírselo?
—Después de llegar a Ola de Piedra y preparar los hiperdeslizadores. Y ésa es otra, este viaje nos alejará a todos de esas estaciones de manipulación que está montando Samantha: no quiero que les pase ningún accidente raro a esos puestos. Una vez que hayamos encontrado un hiperdeslizador que funcione y lo hayamos dejado preparado para el vuelo, les diré que se quedan en tierra. Mi equipo de Guardianes me respaldará.
—Adam, por favor, yo no soy tan buen piloto. Joder, pero si la última vez que he pilotado de verdad en los últimos diez años fue en el Ganso de Carbono.
—Los recuerdos de los implantes te ayudarán. Lo conseguirás, Oscar, como siempre.
Había cuatro Land Rover Cruiser atravesados en la autopista Uno. Los disparos de iones barrían el cielo sobre ellos y perforaban los edificios desde los que los soldados del Instituto estaban disparándole a la fila de vehículos de los Guardianes que se aproximaba. La ametralladora cinética montada en el capó del Cruiser que bloqueaba el carril de la derecha empezó a disparar contra la cabina del gran camión Loko de dieciocho ruedas que se precipitaba sobre él a cien kilómetros por hora. El disparo de respuesta de un hiperrifle de la cabina del camión golpeó al Cruiser de frente y atravesó con limpieza su campo de fuerza. El vehículo estalló de repente y levantó el chasis roto del suelo antes de dar una voltereta por el aire.
—Remontando el vuelo —exclamó la voz de la Gata con tono alegre por el canal general. Su figura blindada saltó de la cabina del Loko rodeada por un chispeante campo de fuerza de color naranja. Chocó contra el gastado cemento amalgamado por enzimas y rebotó, después se estrelló contra la pared de una tienda de piensos en medio de una aurora resplandeciente de color escarlata. La pared se hizo pedazos y el tejado se combó de un modo alarmante.
El cadáver en llamas del Cruiser aterrizó al revés, con las ruedas hacia arriba, y se derrumbó bajo el impacto. Un segundo después, el camión Loko chocó contra él de frente y lo desvió estrellándolo contra el resto del bloqueo.
Doscientos metros más atrás, al volante del coche blindado, Stig hizo una mueca al sentir el impacto. El camión Loko continuó desbocado. Otros dos Cruiser deformados se precipitaron por el aire cuando los golpeó el camión y sus campos de fuerza destellaron con un peligroso color escarlata. Los trozos de chatarra llovieron de inmediato por toda la autopista Uno bajo una gigantesca bola de fuego que inundó el color zafiro del cielo vacío. Tigresa Pensamientos lanzó un chillido al oído de Stig. Era como el chirrido de una uña conectado al amplificador de una banda de rock.
—La hostia —suspiró Tigresa, encantada—. ¿No vas a…?
Stig siguió pisando el acelerador mientras el chasis en llamas del camión realizaba un lento salto de la carpa por los dos carriles del sur. Los edificios de los márgenes de la carretera se estaban acercando de un modo peligroso y bloqueaban la estrella ranura de las ventanillas lateral con una mancha de alta velocidad de pintura de caprichosos colores. Delante de él, el chasis del Loko iba deteniéndose poco a poco, dejando una brecha muy pequeña que continuaba encogiéndose. Los brazos de Stig se aferraron con fuerza al volante como si fueran bandas de acero. Se negó a frenar. Las llamas se extendieron por el cemento amalgamado con enzimas cuando estalló el depósito del cuarto Cruiser y derramó una marea de combustible que ya se había prendido.
—Por todos los cielos soñadores —jadeó Bradley desde el asiento delantero, tenía las manos clavadas en la tapicería. Una espléndida cortina de llamas se disparaba hacia arriba cubriendo ambos carriles.
Atravesaron disparados la brecha, y su estela arrastró parte de las llamas con ellos. Por encima de ellos, en el aire, el fuego y el humo dibujaban microciclones.
—De puta madre —asintió Tigresa Pensamientos en voz muy alta.
La carretera que tenían delante estaba despejada. Stig volvió a llevarlos al carril exterior. Los todoterrenos Mazda y el resto de los coches blindados que los seguían atravesaron la brecha tras ellos, manteniendo la distancia establecida de separación de cincuenta metros. Después pasaron los tres últimos camiones Loko.
—¿Gata? —la llamó Stig—. Gata, ¿estás bien?
Bradley se apretó contra la estrecha ventanilla y se quedó mirando la carretera.
—No veo a nadie. Todavía hay muchas llamas.
—¿Gata? —preguntó Morton. Por una vez parecía preocupado.
—Chicos. Estabais preocupados. Qué ricos.
Los vítores resonaron en todos los vehículos.
Por el retrovisor Stig vio la figura blindada de la Gata que salía de entre las ruinas de la tienda de piensos. Un todoterreno Mazda frenó de repente, las llantas dejaron marcas negras de goma en el cemento amalgamado por enzimas. Se abrió la puerta de delante y la Gata se subió como si hubiera estado haciendo dedo.
—¿Ha sobrevivido alguno de los malos? —preguntó Alic.
—Estoy vigilando el tráfico de la red local —dijo Keely—. Los residentes todavía no han visto a nadie. Claro que tampoco han levantado la cabeza todavía.
—Diles que no se acerquen a ningún superviviente —le dijo Bradley.
—Sí, señor.
—Oye, qué divertido —dijo la Gata—. ¿Cuánto falta para el próximo?
—Media hora —murmuró Olwen con tono picado.
Al igual que todos, Olwen estaba impaciente por unirse a la batalla cuando al fin alcanzaran al aviador estelar. Un acontecimiento que Stig y Bradley no habían tardado en comprender que nunca se daría si las patrullas del Instituto seguían retrasándolos. Bradley había tomado la decisión de optar por la táctica de la colisión frontal. Sólo los trajes blindados más modernos que llevaban el equipo de París y las Garras de la Gata podían llevar a cabo esa tarea, lo que dejaba al resto de los Guardianes sintiendo algo más que simple envidia.
Otro de los grandes camiones Loko que habían liberado de la cochera adelantó al coche blindado de Stig con un rugido. Lo conducía Jim Nwan. Los saludó con el guantelete mientras maniobraba con el camión para ponerlo por delante.
El BZ que se había tomado Stig para mantenerse alerta durante el segundo día completo de viaje hacía que no le resultara fácil aflojar la presa sobre el volante. La droga concentraba todo el cerebro en una sola tarea y mantenía las neuronas silbando con la precisión de un procesador. Había personas que se habían colocado y habían seguido haciendo lo mismo durante una semana entera. No hacía falta dormir, pero a la mente le resultaba difícil salir del bucle de pensamientos que exigía tanta atención.
—¿Hay alguien más entre nosotros y el Anculan? —preguntó.
—No se ha informado de nada —dijo Keely—. Sigo sin recibir nada cerca del puente. La red de la carretera termina ciento cincuenta kilómetros antes de llegar. Después, hasta los sistemas redundantes han fallado. Y tampoco hay nadie que reciba ninguna señal de radio del sur. Todavía recibo señales de comprobación de Roca Dee por la onda corta, pero eso es todo.
—Bien.
A la velocidad que iban y suponiendo que no hubiera más choques con el Instituto, llegarían al puente Anculan en unas dos horas y media. Los mejores cálculos ubicaban al aviador estelar allí una hora antes. No lo sabían con exactitud, las comunicaciones se habían caído casi por completo cuando el convoy del aviador estelar había pasado por esa marca mágica de los ciento cincuenta kilómetros. Lo que había hecho el Instituto para acabar con la red de la carretera era tema de acalorados debates entre los Guardianes.
Stig estaba desesperado por conseguir alguna noticia. Anculan era donde los clanes estaban haciendo el mayor esfuerzo por interceptar al aviador estelar en la autopista Uno. Si eso no lo frenaba, la persecución entera no habría servido de nada y tendrían que depender de la venganza del planeta y el asalto final. No era que se le fuera a ocurrir criticar a Bradley Johansson, pero para ser unos planes que llevaban preparándose cien años, el margen de tiempo estaba empezando a parecerle una mierda. Además, el bombardeo de la plaza 3P lo convertía en algo personal. Quería acabar con el aviador estelar en persona. El BZ era lo bastante suave como para permitirle concentrarse en ese segundo pensamiento.
Bradley se inclinó hacia delante y miró con dureza la matriz de onda corta.
—Ésa parece Samantha.
Los ojos de Stig no dejaron la carretera en ningún momento. Había aislado sus implantes de cualquier comunicación externa para poder concentrarse mejor. Delante de él, el camión de Jim Nwan escupía un montón de humo por el tubo de escape. El azul duro del cielo salpicaba de fuertes oleadas su recargado acabado cromado. Intentó fijar alguna pauta de repetición en los reflejos.
—¿Qué dice?
—Están en la última estación manipuladora. Supongo que eso significa que Adam consiguió llegar con su equipo.
—Un buen hombre, Adam. Ningún traidor lo va a hacer descarrilar.
—Un momento… —Una amplia sonrisa le cruzó los labios—. No hace más que decir que está preparada para surfear con la próxima ola. —Cambió la matriz de onda corta al modo de transmisión—. Mensaje recibido. Que tengáis un buen día en la playa. —Su respuesta fue repetida de modo automático diez veces.
Olwen dejó caer los brazos sobre el respaldo del asiento de Bradley y posó la cabeza entre las manos mientras sonreía satisfecha.
—¡Mañana! Por todos los cielos soñadores, podéis creerlo. ¡Va a pasar mañana!
—No si yo puedo atraparlo antes —gruñó Stig.
Olwen y Bradley intercambiaron una mirada.
—Bueno, Bradley, ¿y cómo se siente con todo esto? —preguntó Tigresa Pensamientos. No se dio cuenta del modo en que se crispó la boca de Olwen con una mueca de desaprobación—. Ha esperado mucho tiempo para esto.
—No estoy seguro de sentir nada —dijo Bradley—. Sólo me concentro en lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Sé que fui yo el que lo puso todo en marcha, pero creo que, en realidad, nunca había intentado visualizarlos. Es increíble, como contemplar una avalancha que se abalanza por una montaña y saber que fuiste tú el que lanzó el primer guijarro.
—Pero es una avalancha que va a enterrar a ese cabrón de aviador estelar —dijo Olwen—. Todos nos ocuparemos de eso.
—Gracias, querida. Son vuestros clanes los que me han regalado buena parte de su fuerza a lo largo de las décadas. No tenéis ni idea de lo que es que te rodee el desdén y el odio, y, sin embargo, seguir teniendo a alguien que cree en ti.
—La Federación va a debernos una, ¿eh?
—Siempre os la ha debido, sólo que no lo sabían. Bueno, ¿y ya sabes, mi querida Olwen, lo que vas a hacer después?
—No. Ni siquiera he pensado en eso. Sigue resultando difícil aceptar que está pasando. Siempre esperé que fuera la siguiente generación la que ayudara al planeta a conseguir su venganza, o la siguiente. Nunca la mía.
—Ah, bueno, pues pasado mañana vamos a tener que sentarnos todos y pensar en lo que va a ser de nosotros. Los clanes tendrán que transformarse. En qué, ¿quién sabe?
—Si sigo viva pasado mañana, estaré en la mayor fiesta que Tierra Lejana ha hecho jamás.
—Me parece bien, querida. Esperaremos a que pase la resaca antes de tomar cualquier decisión importante.
Vieron el humo a casi tres kilómetros de distancia. Finas manchas de vapor gris que subían flotando por el calinoso cielo ecuatorial, el tipo de humo que sólo provocan las brasas.
Haville no era un pueblo grande, discurría por un par de kilómetros junto a la carretera antes de ir perdiéndose por los naranjales. El convoy del aviador estelar había provocado una tormenta de fuego en uno de los extremos y había arrastrado todo el pueblo. Las cabañas montadas con paneles de carbono habían quedado reducidas a montones de escoria que se esparcían por los cimientos de cemento. En todas las paredes supervivientes de bloques de cemento eran visibles las marcas negras de quemaduras horizontales producidas por los láseres y máseres, marcas que atravesaban los edificios destripados. Se veían algunas personas entre los escombros, desoladas y vagando sin rumbo, sus miradas conmocionadas siguieron al convoy de los Guardianes cuando pasó a toda velocidad. Un gran patio abierto tenía una hilera de cadáveres, envueltos en telas.
—Golpearon cada cruce de nodos —les informó Keely—. Tampoco era que la red estuviera blindada ni nada parecido.
—No creo que fueran tan precisos —dijo Bradley cuando alcanzaron el extremo de Haville. Los árboles que bordeaban el naranjal seguían ardiendo—. Esto es una operación deliberada de tierra quemada para eliminar cualquier tipo de comunicación de largo alcance que haya por la carretera.
—¿Crees que han hecho esto en cada pueblo? —preguntó Olwen.
—Sin duda.
Nada más se movía por la autopista Uno. Al sur de la gran avenida de secuoyas de Rob Lacey, la tierra se iba alzando poco a poco para acabar coronada por colinas bajas cuyos valles se entrelazaban formando curvas suaves. Bradley todavía recordaba haber viajado por una autopista Uno recién tendida, cuando aquella meseta era territorio yermo. Y casi dos siglos después, las ondulaciones estaban recubiertas de una suntuosa vegetación de color esmeralda, hierba tupida y pequeños árboles verdes. El sol de mediodía convertía la corona del cielo de color zafiro en una llamarada blanca demasiado brillante para que pudiera mirarse directamente. La visibilidad era perfecta. Al mirar por encima del hombro de Stig a través del grueso cristal del parabrisas del coche blindado, Bradley podía ver la franja gris lodosa de cemento amalgamado por enzimas que se adelantaba serpenteando por los sinuosos valles durante kilómetros y kilómetros. No había ningún sitio en el que pudiera ocultarse una patrulla de vehículos Cruiser. Stig y los otros conductores estaban acelerando.
Después de Haville habían pasado por cuatro pequeños pueblos más que el aviador estelar había asolado, terminando por Zeefield, el asentamiento más meridional de la autopista Uno. Era obvio que se había corrido la voz por el sur a tiempo. Los últimos tres pueblos ya se habían quedado desiertos, no habían visto ninguna víctima afligida ni hileras de cadáveres entre las ruinas humeantes. No sabían a dónde habían huido los residentes, pero ninguno decía nada. Keely había sido incapaz de encontrar a nadie en las emisoras locales.
Por todas las ondulantes mesetas, el cable de fibra óptica que unía al Instituto con Ciudad Armstrong sostenía una serie de nodos que proporcionaban comunicaciones a cualquiera que utilizara la carretera. Estaban separados entre sí por cinco kilómetros y protegidos de los elementos en el interior de cúpulas de un metro de anchura que brotaban del suelo junto a la carretera como champiñones de compuesto. Todos y cada uno habían sufrido los efectos del máser y el carbono de alta densidad se había convertido en un fango de color gris pizarra rodeado de hierba chamuscada.
—Subí hasta aquí para mi primera acción contra el aviador estelar —dijo Stig cuando la autopista Uno comenzó a hundirse en uno de los valles más profundos, hacia el final de las mesetas—. Siempre estábamos cortando el cable de aquí arriba. Era fácil.
—Ahora están usando ese mismo aislamiento contra nosotros —dijo Bradley—. Aunque los ataques contra todos los nodos indica una profunda inseguridad. Un par de simples cortes hubiera sido suficiente.
—¿Para qué molestarse? —preguntó Olwen—. Sabe que estamos utilizando la onda corta, no puede bloquear nuestras comunicaciones más críticas.
—En algunos aspectos su falta de imaginación es notable —dijo Bradley—. Si la destrucción de la red de la carretera nos ha provocado ya alguna dificultad, se limita a continuar con la alteración.
—Eso se parece más al programa de una matriz que a una criatura inteligente.
—En algunos sentidos sus funciones neurológicas son sorprendentemente parecidas a las de un procesador. Las tácticas que posee vienen determinadas o bien por lo que va probando, o por lo que absorbe de otras fuentes más intuitivas. Una situación tan rápida y cambiante como esta persecución le planteará muchas dificultades. No tiene tiempo para examinar las opciones y ver cuál es la más eficaz.
—¿Quiere decir que saca sus ideas de los seres humanos?
—Sí, muchas de las veces; aunque cuanto más tiempo pasan bajo su control, más se reduce su capacidad para pensar de un modo original o ingenioso.
—No me extraña que quiera deshacerse de nosotros. No puede competir.
—No en nuestros términos, no. No obstante, nos ha llevado al borde de la destrucción. No hay que subestimarlo.
—Sí, señor.
A Bradley lo conmovió el nivel de determinación de la voz de la joven. Al volver a Tierra Lejana después de tanto tiempo le había afectado un tanto el incuestionable respeto que despertaba entre los clanes. Era casi como si las autoridades de la Federación tuvieran razón al tildarlo de líder de culto.
La autopista Uno comenzó su largo descenso por las mesetas rodeando los cañones más escarpados y después girando por grandes desniveles para salvar la última escarpa que los llevaría a la sofocante meseta esteparia. Allí era donde la primera selva tropical auténtica de Tierra Lejana estaba muy ocupada estableciéndose; bajaba desde el monte StOmer, en la esquina noroeste de las montañas Dessault hasta la costa meridional del mar de Roble. La hierba había sido la primera en llegar, plantada por los globos dirigibles robot, que refrescó el suelo antes de que se introdujeran los árboles y las enredaderas a lo largo de un periodo de cincuenta años. El núcleo central de la selva tropical florecía ya sin trabas y se expandía sin necesidad de más estímulo humano.
Bradley vio el valle de Anculan a lo lejos, un surco indiscreto que corría de oeste a este por la meseta esteparia y se vaciaba en el mar del Norte. Su vegetación era mucho más oscura que el exuberante jade de la selva tropical e iba cayendo hacia un verde aceituna como si el barranco estuviera siempre en sombras. El río estaba alimentado por docenas de afluentes que surgían de las montañas Dessault y le daban una corriente abundante y enérgica que había labrado un profundo surco en el paisaje, creando una hondonada de más de doscientos metros de anchura y hasta treinta de profundidad con unos laterales casi escarpados. Unos densos arbustos llenaban la base de la hondonada a ambos lados del agua, sus raíces redondas medio expuestas luchaban por aferrarse al barro glutinoso. Las calabazas de agua habían colonizado los bajíos y su fruta del color del azufre se mecía con tamaños que iban desde brotes no más grandes que naranjas hasta las esferas del tamaño de balones de fútbol con su piel pulposa y arrugada. Sus guirnaldas de zarcillos finos y negros silbaban a su alrededor en la corriente, como si hubiera un nido de anguilas en los tallos. Tan cerca de las montañas, el agua del Anculan estaba cargada de tantos sedimentos que tenía el color del café con leche.
Dada la dificultad y el coste de trasladar vigas de acero a Tierra Lejana, el modo más rentable de salvar un abismo de ese tamaño era con un solo arco de cemento que sostuviera la carretera que pasaba por encima, lo que reducía los habituales cuatro carriles a sólo dos.
El equipo de demolición de los Guardianes había hecho un buen trabajo al derribarlo. Lo único que quedaba del arco eran unos gruesos colmillos de cemento que se curvaban a ambos lados del río. La sección central de cien metros de la carretera había desaparecido y sus restos eran un puñado de cascotes sumergidos que creaban un oleaje furioso de aguas rápidas.
Alic y Morton se plantaron al borde de la carretera interrumpida y utilizaron sus sensores activos para examinar el grueso muro de selva tropical del otro lado. No había ninguna señal de hostiles ocultos entre los muros de vegetación.
—Parece despejado —informó Alic.
Stig y los demás se encontraban al borde del barranco, junto a la carretera, contemplando los rápidos que había veinte metros más abajo. Los cuerpos estaban enganchados en los nuevos cascotes, tres de ellos vestían la armadura oscura antichoque de las tropas del Instituto y había un par en traje de camuflaje. Todos tenían heridas terribles. Un carlomagno había quedado enganchado en los arbustos justo por debajo del río y su cuerpo comenzaba a hincharse. Cuando Stig comenzó a examinar el terreno corriente arriba, vio más cuerpos encajados entre el barro y la vegetación.
—Está bastante claro por dónde fueron —dijo Bradley. Una extensión de terreno abierto bordeaba la cima de la hondonada, donde las enredaderas de hierba y los arbustos formaban un tope entre la selva tropical y el precipicio. Las ruedas del convoy del aviador estelar había levantado el suelo húmedo.
—Comandante Hogan, Morton, ¿su gente podría tomar posiciones por aquí, por favor? —dijo Bradley—. Necesitamos averiguar por dónde vadearon el río.
—Desde luego —dijo Alic. Morton y él abandonaron el puente.
Las Garras de la Gata y el equipo de París empezaron a correr por la pista seguidos por los coches blindados y los todoterrenos. Condujeron por la cima de la hondonada a lo largo de otros dos kilómetros. En algunos sitios, las paredes se alzaban hasta cuarenta metros. Bajo ellos, tirados por el río, los cuerpos muertos yacían en el barro con el agua fluyendo a su alrededor y por encima de ellos. Después de los primeros treinta, todo el mundo dejó de contar.
El convoy del aviador estelar había cruzado el río a dos kilómetros y cuarto del puente, río arriba. Una inclinación en la pared de la hondonada a ambos lados reducía la altura a poco más de diez metros. Habían utilizado explosivos para arrancar el fondo de la pendiente y pulverizar lo que restaba de las paredes, creando así un montón de escombros por los que podían bajar los vehículos. Era una rampa tosca que tenía su reflejo al otro lado del Anculan.
Tres Cruiser destrozados quedaban a la vista en medio del río, con el agua agitándose sobre ellos; había otros dos quemados en la rampa septentrional. A uno lo había sorprendido el fuego cinético y los disparos de iones al otro lado y después lo había apartado del camino un vehículo más pesado. Había grandes trozos de vegetación ennegrecidos y humeando. Veinte carlomagnos muertos yacían entre los arbustos empapados, algunos todavía tenían a sus jinetes atados a las sillas. Había más cuerpos en los bordes de la selva tropical.
Bradley contempló el campo de batalla y bajó la cabeza con pesar.
—Por todos los cielos soñadores, por favor, que esto termine rápido.
—¡Uno de ellos se mueve! —exclamó Morton—. Cubridme, por favor. —Empezó a bajar por la tosca pendiente, las botas le resbalaban y se le deslizaban por el esquisto embarrado. Rob y la Gata lo siguieron más despacio.
—Comandante, ¿puede pasar al otro lado, por favor? —dijo Bradley—. Asegúrese de que no nos espera ninguna sorpresa por allí.
—Hecho —respondió Alic.
El equipo de París empezó a bajar la rampa.
—Stig, vamos a pasar en cuanto nos den luz verde.
—Sí, señor. —Stig le echó un vistazo al turbulento río—. Eh, nuestros todoterrenos no tendrán problemas para cruzar esa corriente. Pero no estoy tan seguro con algunos de los camiones en una corriente tan rápida. Podríamos montar unos cabestrantes, quizá.
—No. Tenemos que seguir moviéndonos. Lo que no pueda pasar solo, lo dejamos aquí.
—Bradley —exclamó Morton—. Es uno de los suyos. No hace más que preguntar por usted.
Bradley bajó la rampa por una de las huellas de las ruedas pensando que el suelo y la gravilla sería más firme por allí; pero incluso por allí resbaló varias veces en los trozos sueltos. Stig lo siguió un par de pasos por detrás con el botiquín más grande que tenían colgado del hombro.
Las Garras de la Gata se encontraban a cierta distancia del final de la rampa, en medio de los arbustos. Uno de los carlomagnos había caído cerca, su gran volumen se había deslizado varios metros por la maleza antes de parar por fin. Justo detrás, echado en la estela embarrada de la vegetación aplastada, su jinete había terminado en un hoyo que poco a poco se iba llenando de agua. El pañuelo que llevaba era el estampado a cuadros de color esmeralda y cobre del clan McFoster, aunque los orgullosos colores ya no eran fáciles de distinguir bajo toda la sangre que había empapado la tela. Un esqueleto de campo de fuerza muy anticuado que cubría un traje de camuflaje oscuro había ardido por varios sitios. Con mucho, la peor herida era un desgarro en un lado del torso, que estaba cubierto de barro ensangrentado.
Bradley entrecerró los ojos al ver la piel rubicunda y gruesa del hombre, con su encaje enterrado de venas rotas.
—¿Harvey? Harvey, ¿eres tú?
—Por todos los cielos soñadores, eres tú —carraspeó sin fuerzas la voz destrozada de Harvey—. Dijeron que estabas aquí. No me lo creí, no del todo. Lo siento. En el fondo sabía que no dejarías que nos enfrentáramos solos al monstruo.
Bradley cayó de rodillas en los charcos de sangre, al lado del viejo guerrero.
—¿Qué estás haciendo aquí? Se suponía que no ibas a luchar más.
—Una última batalla, Bradley. Eso es todo. Me cansé de adiestrar a los jóvenes, de enviarlos a la guerra mientras yo esperaba en casa. Necesitaba una última batalla. Y gracias a los cielos soñadores fue un combate glorioso. Nuestros ancestros están orgullosos de nosotros en este día.
—Yo estoy orgulloso de vosotros, Harvey, siempre lo he estado. Ahora échate. Stig tiene un botiquín y va a estabilizarte.
—Bradley. —Harvey levantó la mano y se aferró a la pechera de la camisa de Bradley.
—¿Sí?
—Bradley… deberías ver al otro tío. —El aire brotó con un resuello de su boca con la mejor carcajada que pudo producir.
Bradley cerró la mano sobre la de Harvey.
—No hables.
Stig estuvo a punto de caer al suelo al mirar espantado a su viejo instructor de combate.
—Te pondrás bien, Harvey. Tengo un botiquín llegado directamente de la Federación. Tiene piel curativa, y biogénicos, la pera en bote.
—Ahórratelo, chaval —susurró Harvey—. Lo vais a necesitar de verdad después de la venganza del planeta.
Stig inclinó la cabeza y las lágrimas le corrieron sin trabas por las mejillas.
—¿Harvey? —preguntó Bradley—. ¿Hace cuánto tiempo que ocurrió esto? ¿Te acuerdas?
—Lo tengo todo —dijo Harvey—. Miré mientras el camión del monstruo subía la pendiente y anoté la hora. Sabía que la necesitarías. Los demás, son todos unos críos, nunca me escuchan cuando les digo lo que es importante. —Le echó un vistazo al antiguo reloj digital de cromo negro que llevaba en la muñeca—. Ochenta y siete minutos, Bradley. Ésa es toda la ventaja que te lleva. Te dije que entablaríamos un buen combate.
—Y lo hicisteis. Y nosotros vamos a terminar el trabajo, te lo prometo.
Los ojos de Harvey se cerraron y dejó escapar un resuello.
—Dale algo para el dolor —le dijo Bradley a Stig—. Después mételo en uno de nuestros todoterrenos. —Desprendió con suavidad la mano de Harvey de su camisa y miró la mancha embarrada y roja que había dejado como si le costara recordar cómo había llegado allí.
—Señor —dijo Stig con voz crispada—. No podemos moverlo. Esas heridas…
—Harvey se va a los cielos soñadores y nada de lo que lleves en esa bolsa va a evitarlo —dijo Bradley—. No podemos esperar aquí a que ocurra y no permitiré que se le deje aquí solo, muriéndose. Incluso si sólo dura unos minutos, estará con nosotros, sus camaradas, mientras perseguimos a nuestros enemigos hasta la muerte. ¿Serías capaz de negarle eso?
Harvey se rió otra vez, un sonido que no era más que un débil borboteo. Seguía con los ojos cerrados.
—Díselo, Bradley. Los chavales de hoy. Que los cielos soñadores nos protejan de ellos.
Stig asintió con humildad y abrió el botiquín.
Bradley se puso en pie.
—Ochenta y siete minutos —les dijo a las Garras de la Gata—. Podemos alcanzarlo.
Adam siempre había pensado que el nombre «desierto húmedo» era un oxímoron casi perfecto, justo hasta el momento en que empezaron a atravesarlo. Todos los días, la tormenta que llegaba del océano Hondu al amanecer llevaba consigo nubes que soltaban entre cuatro y cinco centímetros de lluvias en la región antes de que el viento se las llevara por fin al final de la mañana. El desierto húmedo era un amplio saliente de tierra que iba bajando poco a poco, a lo largo de cientos de kilómetros, de la planicie Aldrin hasta la orilla del océano, una extensión plana compuesta de arena y gravilla. En esencia, era la playa más grande de la galaxia conocida, aunque la última marea se había retirado como un cuarto de millón de años antes. Los geólogos de las primeras expediciones de reconocimiento determinaron que antes la cubría el océano Hondu, lo que habría colocado a la Gran Tríada justo a la orilla del mar. Debía de haber sido impresionante ver la lava de semejantes volcanes vertiéndose sobre el océano.
Cuando las lluvias caían en el desierto húmedo, fluían por la superficie saturada y se colaban por cientos de canales poco profundos y de varios kilómetros de anchura que volvían a drenarse en el océano. Una hora después de que las nubes se desvanecieran por el este, el suelo volvía a quedar a la vista, así de rápida era la escorrentía. La luz del mediodía ecuatorial resplandecía por los cielos vacíos y cocía la superficie encharcada, produciendo una capa de niebla cálida y viscosa que se aferraba al suelo la mayor parte del resto del día.
Durante los primeros tiempos del asentamiento humano del planeta, el equipo de revitalización esparció esporas de líquenes por todo el desierto húmedo y después sus miembros se alejaron rascándose la cabeza, no muy seguros de qué debían hacer a continuación. Eso había sido ciento cincuenta años atrás. Y no habían vuelto todavía.
No se veían señales de líquenes desde la cabina del primer Volvo. No había señal alguna de vida. Ningún organismo superior podría sobrevivir al extraño ciclo de agua, calor, vapor y vientos abrasivos.
El propio Adam había cogido el volante. Había sido viaje agotador, sobre todo para los Guardianes que se habían turnado al volante para que los tres miembros de la Marina pudieran descansar antes del vuelo. De madrugada pasaron junto al monte Herculano y después de eso estaban rodeando la base rocosa del monte Zeus cuando salió el sol y se levantó el viento, lo que los obligó a aparcar tras un saliente de rocas y asegurar las cabinas de los Volvos con cuerdas de carbicón. Incluso entonces a Adam le había preocupado que los pesados vehículos salieran volando. Samantha tenía razón, si los hubiera sorprendido en la base del Herculano el estallido de la tormenta al girar por los flancos de la gigantesca montaña, jamás habrían sobrevivido.
Una vez que los vientos amainaron lo suficiente para que pudieran rodear los vehículos sin que se los llevara el aire, desataron las cuerdas y se pusieron otra vez en marcha. Un par de horas después, llegaron al límite más septentrional de la base del Zeus y se metieron en el desierto húmedo. Casi de inmediato los envolvió la niebla.
El radar estaba conectado, barriendo el terreno en busca de obstáculos o barrancos. De momento no habían encontrado ninguno. Adam no había encendido los faros, no tenía sentido. El sol hacía resplandecer la niebla con un fulgor blanco y uniforme que rodeaba a la cabina mientras avanzaba a toda velocidad y la visibilidad pocas veces superaba los quince metros. Incluso así, podía llegar a una velocidad de más de ciento treinta kilómetros por hora.
No había problema de erosión en el desierto húmedo, la saturación total le confería a la arena un nivel fantástico de cohesión, inmovilizando cada grano y partícula de grava en su sitio como una resina. Proporcionaba una base más que estable para conducir, salvo que era una base con una tracción muy pobre si hubieran tenido que frenar de repente. Los amplios canales de drenaje tenían casi quince centímetros de profundidad, lo que les permitía cruzarlos a toda velocidad sin estorbos. Unos enormes abanicos de espuma se desplegaban tras las ruedas de los Volvos como si les hubieran salido alas.
—Creo que estamos acercándonos al pueblo —anunció Adam. El radar estaba mostrando una protuberancia que se alzaba del suelo plano a siete kilómetros y medio de ellos, la primera interrupción real en la monotonía del desierto húmedo.
Rosamund se asomó por encima de su hombro y clavó los ojos en la pantalla.
—Sí, tiene que ser eso. Las coordenadas encajan.
Adam entrecerró los ojos y puso sus implantes de retina en máxima resolución. Tras el monótono barrido de los limpiaparabrisas, la niebla radiante seguía siendo impenetrable. Volvió a comprobar el radar.
—¿El tamaño es ése? —Soltó un poco el acelerador por instinto.
—Supongo. —Rosamund parecía inquieta.
Que hubieran llamado a esa región desierto húmedo ya debería haber advertido a Adam, los habitantes de Tierra Lejana eran una pandilla de lo más literal. La Ola de Piedra era un risco de roca sedimentaria roja de casi dos kilómetros de longitud y se elevaba a trescientos metros por su lisa cresta. La erosión había eviscerado uno de los lados y había esculpido una gigantesca cavidad que sobresalía, recorría dos tercios de la longitud total y se extendía a trescientos metros de profundidad. Al mirarla cuando se acercaron desde el sur, Adam vio que de verdad tenía la forma de una ola gigantesca, congelada al comenzar a curvarse. Según sus archivos, los geólogos seguían discutiendo si se había erosionado antes o después de que se retirara el océano.
Los edificios de Ola de Piedra se encontraban en el centro del gigantesco saliente, donde el arco estaba en su punto más alto, a ciento cincuenta metros de la cresta. Aunque variaban en tamaño, todas las construcciones seguían el mismo diseño, una sencilla caja oblonga que se alzaba sobre unos cortos pilares para mantenerlos al mismo nivel. Las paredes, suelos y tejados estaban hechos de cuadrados idénticos de carbono liso clavados a una estructura sólida. Metidos en el hueco de la ola, estaban protegidos de los elementos, la lluvia no los tocaba aunque los vientos matinales eran formidables al arremolinarse sobre la roca que los protegía.
El pueblecito existía con la única función de mantener a los hiperdeslizadores. Dos de los edificios estaban equipados como hoteles de lujo con quince camas cada uno para los turistas ultrarricos que iban allí a poner a prueba su suerte y sus nervios con las tormentas matinales. El personal de la empresa turística compartía tres barracones; había un generador diésel, una planta de reciclaje de desechos, garajes y hangares.
Adam condujo la cabina hasta el suelo de roca y frenó fuera de uno de los hangares que tenía un cartel encima de las puertas corredizas que decía Aventuras en la Gran Tríada. Su mayordomo electrónico había estado intentando establecer un enlace con las matrices de gestión del edificio sin mucho éxito. Cuando examinó el entorno con los implantes de retina en modo infrarrojo, los edificios geométricos tenían una temperatura uniforme.
—Parece que está desierto —dijo.
—Las compañías lo habrán cerrado una vez que los turistas dejaron de venir —dijo Rosamund.
—Cristo, espero que dejaran los hiperdeslizadores.
—No hay razón para que no lo hicieran.
Adam regresó a ver cómo estaba Paula. La investigadora estaba dormida en su pequeño catre, con las rodillas encogidas sobre el pecho. Tenía la frente húmeda de sudor y respiraba de forma muy superficial. De vez en cuando emitía un sonido húmedo, como si se estuviera ahogando. Adam se la quedó mirando consternado. Ya no sabía qué hacer con ella. Los sedantes tenían sus límites y ninguno de los medicamentos o los biogénicos habían supuesto la menor diferencia en su estado global. Adam tenía miedo de ponerle la matriz de diagnósticos por temor a lo que podría decirle.
—Quédate aquí y vigílala —le dijo a Rosamund.
La joven empezó a protestar, pero él la acalló con un gesto.
—No sabemos si esta enfermedad es real —dijo Adam sintiéndose como un auténtico hipócrita—. Y si despierta, debes hacer que beba. Oblígala si hace falta. —Además de todas sus demás preocupaciones estaba el tiempo que había pasado desde la última vez que Paula había comido algo. El botiquín contenía equipo para alimentarla por vía intravenosa, pero no quería ir por ese camino a menos que no le quedase más remedio.
Dejó la cabina a toda prisa, avergonzado por el alivio que sentía al dejar el problema atrás. La cabina del otro Volvo había aparcado justo detrás de la suya. Wilson ya se estaba bajando cuando Kieran apagó el motor. Era como si algo hubiera absorbido el sonido. Entre la piedra y la niebla ocurrían cosas muy raras con la acústica. Adam levantó la cabeza y miró el saliente curvado, se sintió inquieto sin ninguna razón concreta.
—¿Cómo está Paula? —preguntó Wilson.
—Sin cambios —respondió Adam con sequedad—. ¿Habéis modificado las matrices para que puedan encargarse de la función de transmisión que necesita Samantha?
—Eso creemos, sí; el alcance es el problema. Desmontamos algunos de los módulos del Volvo y los realineamos. La nueva unidad debería servir, pero sólo tenemos una. Quiero coger los módulos de tu cabina y espero que los vehículos de aquí tengan sistemas electrónicos parecidos.
—Deberían —dijo Jamas. Se había bajado de la cabina junto con Anna y Oscar—. Los vehículos que utilizan las compañías turísticas tienen que mantenerse en contacto a grandes distancias. Es probable que tengan mejores transmisores que los Volvos.
—De acuerdo, Kieran y tú podéis ir a buscarlos. De todos modos los vamos a necesitar para remolcar los hiperdeslizadores. Y tened cuidado, no sabemos si este sitio está desierto. Nosotros cuatro nos ocuparemos de los hangares.
Había una puerta pequeña en un costado del hangar de Aventuras en la Gran Tríada. Adam tuvo que reventar la cerradura con una pulsación de iones de baja potencia. Dentro estaba tan oscuro que hasta a sus implantes de retina les costó producir una imagen. Tanteó por la pared y encontró el interruptor de la luz. Debía de haber algún tipo de suministro eléctrico de reserva porque se encendieron unas largas bandas polifotónicas, extrañamente amarillas después del interminable fulgor monocromo de la niebla. Había ocho hiperdeslizadores en sus soportes de transporte. Se encontraban en su configuración primaria, la forma de un grueso cigarro con las alas y el plano de cola retraídos en triángulos planos contra el fuselaje.
Oscar lanzó un silbido de admiración.
—Bonitas máquinas.
—Chicos, será mejor que les echéis un vistazo —dijo Adam—. Esto es lo vuestro.
—Claro —dijo Wilson—. A ver si puedes encontrar las matrices del hangar, por favor; vamos a necesitar los archivos de mantenimiento.
—Y las especificaciones de rendimiento —añadió Anna. Sus extensos tatuajes CO comenzaban a surgir para resplandecer con un lustre dorado bajo las luces del hangar—. Es una trayectoria muy difícil la que vamos a tener que hacer. El arco tiene que terminar en el sitio justo.
—Para empezar, tendremos que llevar a cabo una trayectoria de sobrevuelo normal —dijo Wilson—. Una vez que estés fuera del huracán, podrás adaptar el perfil de vuelo, reducir la velocidad y alterar el ángulo para poder posarte detrás de la Silla de Afrodita. Siempre se puede perder velocidad, pero no podrás recuperarla. Será complicado, pero uno de nosotros debería arreglárselas para acercarse lo suficiente.
Oscar le lanzó a Adam una rápida mirada de acusación.
—Tienen que tener incorporada algún tipo de capacidad de aterrizaje en la cima —decía Anna—. No todos podrán saltar por encima.
—Si no tienes la suficiente velocidad, se supone que debes virar y rodear —dijo Wilson. Encontró la palanca manual de la cubierta de la cabina del primer hiperdeslizador y la giró. La burbuja transparente se alzó sobre los goznes con suavidad. Wilson se inclinó sobre el borde—. Allá vamos.
El mayordomo electrónico de Adam le informó de que la matriz de pilotaje del hiperdeslizador acababa de conectarse. Sostuvo la mirada de Oscar con expresión inflexible durante un momento y después se metió en la oficina que había en la parte de atrás del hangar. En el interior olía a cerrado después de llevar sellado tanto tiempo y todas las superficies tenían un tacto frío y húmedo. Algunos de los objetos de metal incluso tenían una ligera capa de condensación.
La matriz del escritorio se activó en cuanto tocó el botón de encendido. Y lo que era incluso mejor, los programas y los archivos no tenían acceso codificado así que empezó a sacar la información.
—Adam —lo llamó Kieran por un enlace cifrado—, hemos encontrado los todoterrenos que utilizan para remolcar los hiperdeslizadores al cañón Vigilancia. Hablando de resistencia al viento, parecen burbujas. Y creo que también tienen anclas.
—Bien. Mira a ver si tienen un archivo de mantenimiento. Nos llevaremos los dos con el mejor historial.
—De acuerdo. Esto, ¿no nos vamos a llevar tres hiperdeslizadores?
—Hablaré con vosotros sobre eso dentro de un minuto.
—De acuerdo. De todos modos hay que llenar el depósito de todos. Jamas va a buscar el tanque de diésel principal.
Adam encontró un archivo que contenía la introducción de Aventuras en la Gran Tríada al vuelo con hiperdeslizador y le dio a su mayordomo electrónico una lista de la información específica que quería que extrajera.
—¿Qué hay del equipo de perforación que utilizan para atar a los hiperdeslizadores? —le preguntó a Kieran.
—No está por aquí. Echaré un vistazo cuando haya terminado con los todoterrenos.
—Bien. —Un itinerario estándar apareció en la visión virtual de Adam—. Maldita sea, vamos a tener que ser rápidos. Por lo general salen para el cañón Vigilancia al mediodía. Eso le da al personal tiempo suficiente para colocar los hiperdeslizadores por la tarde y salir de allí cuando todavía es de día.
—Lo conseguiremos.
El mayordomo electrónico ya había sacado varias secciones de la introducción.
Adam las hojeó hasta que encontró los archivos sobre la memoria de vuelo. El implante se hacía en una sala que había junto a la oficina. Abrió la puerta y encontró lo que parecía la sala de espera de un bufete medianamente próspero. La excepción eran los cinco cómodos sillones de cuero colocados a lo largo de la pared posterior, cada uno con su propia y sofisticada matriz. Un moho oscuro comenzaba a extenderse por los bordes del aquel cuero un poco húmedo, el primer organismo vivo desde que habían llegado al desierto húmedo. Adam comprobó las reservas de energía de las matrices.
—He encontrado los implantadores de memoria de vuelo —les dijo a los otros cuando regresó al hangar.
Habían abierto cinco de los hiperdeslizadores. Wilson estaba sentado en la cabina de uno con las manos puestas en los puntos-i del panel. Por debajo y detrás de él, las alitas se flexionaban como si en su interior quisiera nacer algo.
—Bien hecho —dijo Wilson.
—No del todo. Hay un pequeño problema. Ahí detrás la humedad es incluso peor que aquí dentro y se ha cargado algunas de las conexiones de la matriz. Sólo me fío de uno de los sistemas. Tendréis que ir de uno en uno. Voy a meter a Oscar primero.
—De acuerdo —dijo Wilson.
La expresión pétrea de Oscar era ilegible.
—¿Cómo van las cosas por aquí fuera? —preguntó Adam.
—Estamos revisando las listas de control previas al despegue —le dijo Oscar a Adam en voz baja—. Hasta ahora los cinco parecen operativos.
Anna pasó a su lado tirando de un grueso cable superconductor que acopló a un enchufe del segundo hiperdeslizador.
—Va a haber que cargarlos antes de sacarlos. El suministro eléctrico secundario está bien, pero no pueden volar sólo con eso. Necesitamos tener cargadas las baterías principales, el electromúsculo y el plástico corrugado tienen mucho que hacer.
—Creo que el generador del pueblo estaba en el primer edificio junto al que pasamos —dijo Adam—. Ah, y tenemos que irnos cuanto antes. El trayecto desde aquí hasta el cañón Vigilancia lleva por lo general unas seis horas. Después tenemos que plantar las anclas para las sogas.
Wilson se levantó en la cabina.
—Pues hay que ponerse en marcha.
—También necesitamos las sogas para los hiperdeslizadores —dijo Anna—. Tienen que estar por aquí, en alguna parte.
—Vosotros dos encargaos de eso —dijo Adam—. Yo voy a poner a Oscar al día sobre los placeres del vuelo en hiperdeslizador.
—Hay de sobra para todos —dijo Anna. Sonreía mientras señalaba con un gesto el hangar—. ¿Te apetece unirte a nosotros?
—A mi edad y con lo que peso, no gracias.
Wilson se bajó de la cabina y se subió la cremallera del forro polar.
—Échales un ojo a las listas de control por mí, por favor.
—Claro —le prometió Adam.
Oscar le echó un vistazo a la hilera de sillones de la habitación de atrás. Uno de ellos tenía la matriz activada, las DEL verdes brillaban en la parte frontal de la unidad. Lanzó un gruñido de disgusto.
—Daños por el agua, ¡y una mierda!
—Seguimos necesitando que te preparen el hiperdeslizador.
—Esto es un error. Lo tengo todo en contra para llegar ahí arriba de una pieza.
—Entonces dime cuál de los dos es el agente del aviador estelar.
—Oh, joder.
—Exacto. Recuéstate en el sillón.
Oscar hizo lo que le decían y posó las muñecas en los puntos-i.
—Hecho el interfaz —dijo.
La visión virtual de Adam confirmó la conexión. Le dijo a su mayordomo electrónico que iniciara el programa. Unas almohadillas de plástico corrugado envolvieron las muñecas de Oscar.
—La fase de preparación de la introducción durará más o menos un minuto —dijo Adam mientras leía el menú—. La implantación unos ocho minutos.
—Y el examen de integridad lleva otro minuto —dijo Oscar—. Sí, gracias. Pasé por esto suficientes veces cuando estaba con la división de exploración del TEC. Las chorradas que tenemos que saber para…
—Relájate, por favor —dijo Adam con tono seco. Movió las manos virtuales por los iconos e inició la fase de preparación para la inducción.
Los ojos de Oscar ya estaban cerrados. Después, su rostro comenzó a sufrir una serie de diminutos espasmos que acompañaban al sueño REM.
Adam regresó al hangar. Dos de los hiperdeslizadores seguían ejecutando las listas de control. No se había señalado ningún problema.
Se estaba asomando a la cabina de uno cuando oyó un ruido tras él. Levantó la cabeza para ver quién era.
—Ah. Podrías…
La fina hoja armónica penetró de un golpe en su cráneo con el ángulo perfecto para rebanarle el cerebro.