Todos los árboles del bosque eran idénticos, poseían una forma rotunda y elegante repleta de hojas de un tono dorado rojizo que tenía el mismo lustre que las florestas de Nueva Inglaterra en otoño. Allí, sin embargo, estaban en pleno verano, con un sol brillante en el cielo y unas ráfagas de aire seco y cálido que cruzaban entre las ramas. Ozzie se había quedado con la camiseta y un par de pantalones cortos muy gastados, aunque tampoco eso le impedía sudar a chorro por el esfuerzo de llevar la mochila. Orion llevaba unos pantalones cortados, se había quitado la camisa, y tenía expresión de mártir mientras continuaba avanzando bajo el calor asfixiante de la tarde. A Tochee no parecía afectarle el clima, sus pintorescas frondas aleteaban un poco con cada impulso que lo hacía avanzar.
Ozzie estaba bastante seguro de saber dónde estaban, aunque su recién hallado sentido de la orientación en los senderos no era tan preciso como una función de navegación por satélite. Había empezado a captar unas cuantas señales en la última media hora. Aquel sendero estaba muy bien cuidado, el tipo de pista con la que te encuentras cuando alguien se preocupa de ella, en lugar de un simple camino por el que pasan personas y animales al azar. No había ramas muertas tiradas en el camino y muy pocas ramitas. Habían llenado varios hoyos con gravilla para que los viajeros no tuvieran que desviarse. Después, incluso vio dónde habían cortado algunas ramas de los árboles que estaban demasiado cerca del sendero; ya hacía mucho tiempo que habían sanado, no eran más que verrugas nudosas en la corteza de color sepia. Todas las cosas que haría un departamento gubernamental de gestión de la tierra para mantener el sendero abierto a los caminantes.
Las funciones de sus implantes iban conectándose poco a poco, lo que le daba muy buena sensación a medida que iba avanzando. Desde que habían dejado el halo de gas, sus matrices bioneuronales y sus implantes habían regresado a la habitual capacidad operativa básica y errática que caracterizaba a los senderos de los silfen. Un día después de hablar con Bailarín de las Nubes, había encontrado un sendero justo en el medio del bosque que cubría el arrecife. Eso había sido cuatro mundos atrás. No era que Ozzie supiera dónde tenía que ir, más bien comenzaba a presentir dónde lo llevarían los senderos. Varias veces había tomado un sendero, sólo para dar la vuelta, descartarlo y buscar otro, uno que lo llevara más cerca de la Federación. No había ningún mapa mental, era más bien que parecía ser consciente de la dirección.
Los gráficos de su visión virtual también se iban reforzando con cada paso que daba. La potencia de procesamiento se incrementaba al mismo tiempo. La fuerza de la señal entre sus implantes y su matriz de mano aumentó de un modo notable. Y entonces la matriz detectó otra señal.
—Hemos llegado —chilló Ozzie y echó a correr.
—¿Adonde? —preguntó Orion—. Ya hace rato que dejamos el final del sendero.
El bosque empezó a aclararse y reveló un paisaje ondulado de praderas de color verde grisáceo. Unos animales bovinos alienígenas de seis gruesas patas y pelo ámbar pastaban con aire perezoso. Varias ovejas pacían entre ellos, impertérritas ante sus extraños compañeros. Ozzie vio unos comederos hexagonales de metal llenos de heno. Unas alambradas dividían la tierra en enormes pastos. Más allá había unos cuantos cultivos, sus verdes brotes de trigo estaban a punto de madurar. Unas colinas se alzaban en la distancia, moteadas con el sombreado castaño dorado de extensos bosques.
Los implantes de Ozzie se comunicaron con la ciberesfera planetaria. En su visión virtual aparecieron varios iconos de la unisfera que reconoció con un suspiro. La conmoción de verlos después de tanto tiempo fue como una ducha helada. Estoy en casa. Se volvió hacia sus compañeros, que acababan de salir del pequeño bosque sin demasiadas prisas.
—Lo hemos conseguido —chilló. Las piernas le fallaron y cayó de rodillas. Una maliciosa visión de las primeras visitas papales a los primeros mundos que habían abierto Nigel y él llenó su mente. Se inclinó y besó el suelo—. Lo hemos conseguido, joder —le gritó al sol ardiente.
—¿Conseguido qué? —preguntó Orion con curiosidad.
—¡Lo hemos hecho, tío! —Ozzie se levantó con cierto esfuerzo y abrazó al sorprendido muchacho—. Mira a tu alrededor, tío. ¿Es que no lo ves? Ovejas, verjas, granjas, creo que eso de ahí es un montón de graneros. Estamos en casa, hemos vuelto a la buena de la Federación Intersolar.
Orion miró a su alrededor con curiosidad mientras una sonrisa vacilante se abría en su rostro lleno de pecas.
—¿Dónde?
—Eh, ah, buena pregunta, espera un momento. —Las manos de Ozzie bailaron sobre los iconos y sacaron información de los sistemas locales—. Bilma. Está en la fase dos. No había estado jamás y está fuera del alcance de mi agujero de gusano. No importa. Estamos en el continente Dolon, al otro lado del planeta con respecto a la capital. La ciudad más cercana, Eansor, población, veintidós mil habitantes. Setenta y dos kilómetros… —Giró en redondo con una enorme sonrisa en la cara, y estiró un brazo para señalar el terreno montañoso—… Por ahí. Y hay una carretera a tres coma cuatro kilómetros… —Giró de nuevo—… Por allí.
—Amigo Ozzie, amigo Orion. Me alegro mucho de que hayáis completado vuestro viaje.
—Eh, tío —Ozzie apoyó un brazo en el lomo de Tochee—. Mi casa es tuya. Y voy a disculparme por adelantado por toda la gente que va a darte la tabarra y en general a comportarse mal. Vas a ser toda una celebridad. El embajador de toda tu especie.
—Creo que el programa de traducción ha cometido un error, pero te agradezco la advertencia. ¿Qué te propones hacer ahora que estás en casa?
—Buena pregunta. ¡Uno: un baño! Dos: comida decente. Quizá cambie el orden. —Le echó un buen vistazo al insulso paisaje agrícola en el que habían aparecido. Había una cosa que le inquietaba de los iconos de la unisfera: la fecha. Según la pantalla, llevaba fuera de la Federación más de tres años mientras que en su escala de tiempo personal había estado recorriendo los senderos silfen dieciocho meses—. Bueno. Necesito un poco de tiempo para ver lo que está pasando. Según Bailarín de las Nubes estamos en plena guerra. También tenemos que encontrar algún tipo de transporte, sobre todo para Tochee. Así que vamos a ver. —Empezó a sacar información de la unisfera, tan despacio como cualquier principiante que está empezando a manejar unos implantes y su visión virtual por primera vez. Se materializó una lista de compañías locales de alquiler de vehículos. Buscó en sus inventarios y se quedó con un Land Rover Aventine que tenía espacio suficiente para dar cabida a Tochee si plegaban diez de los catorce asientos. Lo pagó y cargó las instrucciones en la matriz de conducción del gran cuatro por cuatro—. Vamos a la carretera, tíos. Tendremos aquí el coche dentro de quince minutos.
—Ozzie —preguntó Orion con cautela.
—¿Sí?
—Esa ciudad, Eansor, ¿tiene, bueno, bares y sitios así?
—Pues claro, tío. —Acababa de sacar de la unisfera el registro comercial de la ciudad para encontrar el mejor hotel.
—Entonces esta noche —Orion entrecerró los ojos y miró al sol, que ya estaba en el último cuarto del cielo—, ¿vamos a visitar unos cuantos sitios, ya sabes, sitios con gente, de los que tienen chicas?
—Oh, bueno, no es mala idea. Y nos vamos a recorrer la ciudad durante los próximos días, te lo prometo.
—Bien, porque he recordado todas las formas de entrarle a una chica que me has dado.
—¿Ah, sí?
—Sí, y todavía creo que la del cielo puede salirme bien.
—¿Cuál?
—Cuando le miras el cuello a una chica y le lees la etiqueta, y le dices…
—Que está hecha en el cielo. Ah, ya, ya me acuerdo. Claro. Mira, tío, ese tipo de cosas son sólo el último recurso, de acuerdo. La gran ventaja que vas a tener es que puedes contarles lo que hemos estado haciendo y lo que has visto, no hay chaval que pueda competir con eso, ¿te enteras? Vas a ser el tío más guay del barrio, no va a haber otro que brille como tú. Las tías van a necesitar bronceador sólo para ponerse a tu lado.
—Vale.
—Pero primero necesitas un buen baño y ropa fardona. Eso podemos solucionarlo en cuanto estemos relajándonos en el hotel.
—No entiendo por qué necesitáis artificios verbales para atrapar una pareja temporal —dijo Tochee—. ¿Es que no os atraéis por lo que sois?
Ozzie y Orion intercambiaron una mirada.
—Nuestra especie tiende a exagerar las cosas un poco —dijo Ozzie—. No tiene nada de malo.
—¿Les contáis cosas no reales a vuestras potenciales parejas?
—No, no. No es tan sencillo, es como un ritual.
—Creo que la rutina de traducción es insuficiente una vez más.
—¿Tochee va a venir con nosotros a los bares? —preguntó Orion.
Ozzie lo miró furioso.
—Seguramente será mejor que no venga.
—Me gustaría ver todos los aspectos de la civilización humana. Por lo que me has contado, tiene una textura muy rica y está empapada en cultura artística.
—¡Ay, madre! —murmuró Ozzie.
Se sentaron en la cuneta de la carretera durante diez minutos hasta que el Land Rover Aventine se detuvo delante de ellos. Era un cuatro por cuatro rojo oscuro metalizado con ventanas curvas de cristal espejado en ambos lados. La amplia puerta de malmetal de la parte posterior se abrió con un movimiento fluido y Tochee entró meneándose.
Ozzie se sentó delante y cargó unas cuantas instrucciones nuevas en la matriz de conducción. Era extraño volver a estar dentro de un artefacto tecnológico. Hasta el olor lo sorprendió, el desinfectante con olor a pino y el olor a cuero pulido de un buen servicio de limpieza.
—Es muy rápido —dijo Orion cuando se pusieron en marcha.
—Ajá. —Iba a menos de cien kilómetros por hora. La carretera era una simple franja de cemento amalgamado por enzimas, una ruta secundaria que comunicaba comunidades rurales aisladas. Igual en toda la Federación—. ¿Cuántos años tenías cuando tus padres se trasladaron a Silvergalde?
—No sé. Dos o tres años, creo.
—Así que no recuerdas mucho de la Federación.
—No. Sólo lo que la gente llevaba a Lyddington. Claro que no era mucho lo que funcionaba allí.
Desde que habían dejado la Ciudadela de Hielo, Ozzie, mira por dónde, había olvidado la responsabilidad que tenía con Orion. Iba a tener que cuidar al muchacho tanto como a Tochee. Ambos estaban emocionados por el viaje en coche y hacían preguntas sobre las granjas y los otros vehículos que pasaban. Era como tener que vérselas con un par de críos de cinco años.
Cuando la carretera se convirtió por fin en una autovía de dos carriles que los llevó a la ciudad y el Land Rover Aventine cogió de verdad un poco de velocidad, Orion dio un alarido como si estuviera en una montaña rusa. Tochee preguntó si todos los vehículos humanos eran tan rápidos. Ozzie ya sabía lo suficiente sobre su gran amigo alienígena para notarle por su lenguaje corporal que estaba nervioso. Limitó el coche a ciento ochenta kilómetros por hora.
Eansor era una ciudad bastante agradable, aunque no se podía decir que fuese espectacular. Salvo para Orion y Tochee, que estaban hipnotizados por los edificios, las carreteras y las personas. La autovía de dos carriles serpenteó entre los polígonos industriales de las afueras, atravesó los puentes de las zonas residenciales, donde las mejores casas flanqueaban el río, y por fin se hundió en el suave valle arrugado donde el centro de la ciudad colonizaba las laderas con grandes edificios de piedra y cristal.
Ozzie dirigió el Land Rover a la parte de atrás del hotel Ledbetter y aparcó en una zona de carga.
—Esperad aquí —les dijo a los otros—. En serio, tíos. Necesito un día tranquilo para ponerme al día. No quiero montar ninguna escena, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Orion con tono afable.
Sólo para estar seguro, Ozzie bloqueó las puertas del Land Rover al irse.
El vestíbulo de altos techos del Ledbetter tenía una inmensa exposición central de vegetación exótica alienígena, con las plantas cuidadosamente graduadas para que a medida que las atravesaras, los colores de sus hojas fueran progresando por los del arco iris. Ozzie, que en los senderos ya había soportado suficiente vegetación alienígena maravillosa como para que le durase otras cinco vidas, atravesó las puertas giratorias y se dirigió directamente al mostrador de recepción sin hacer ningún caso de su exuberante entorno. Hubo muchas miradas por parte de los otros clientes del establecimiento, seguidas por lo general por un fruncimiento de nariz y una expresión de desaprobación. Por eso siguió mirando hacia delante, sabía con exactitud el aspecto que tenía y que sus botas iban dejando tierra en la lujosa moqueta de color azul ultramar.
Llegó al mostrador de recepción con su superficie de pizarra y dio una palmada en el bruñido timbre de latón. Dos asistentes bastante altos del mostrador del conserje empezaban a colocarse detrás de él. El recepcionista de turno, un hombre de treinta y muchos años con la americana gris del uniforme del hotel le lanzó a Ozzie una mirada de reproche.
—Sí. —Pausa—. Señor.
Ozzie sonrió desde el interior de su extravagante barba.
—Bueno, tío, dame la mejor suite que tengas.
—Está reservada. De hecho, todas nuestras habitaciones están reservadas. Quizá debería probar con otro establecimiento. —Miró a los dos asistentes y empezó a levantar la mano para hacerles una señal.
—No, gracias, tío. Resulta que éste es el único hotel de cinco estrellas que hay en la ciudad. —Antes de que el recepcionista pudiera detenerlo, estiró el brazo sobre el mostrador y apretó el pulgar contra la almohadilla-i de la matriz de crédito del hotel.
—Oye, mira, chaval —empezó a decir el recepcionista, después parpadeó cuando el sistema del hotel registró el tatuaje bancario de Ozzie y su certificado de identidad—. Oh. —Se tambaleó un poco hacia delante y miró mejor—. ¿Ozzie? Quiero decir, señor Isaacs, señor. Bienvenido al Ledbetter.
Los asistentes se quedaron inmóviles. Uno de ellos, de hecho, sonrió.
—¿Y lo de esa suite? —dijo Ozzie.
—Un error, señor, nuestra suite del ático está disponible. Sería un honor que se quedara con nosotros, señor.
—Me alegro de oírlo, tío. Y ahora, sobre ese ático. Supongo que aquí reciben a mucha gente importante, gente que no quiere que todo lo que haga aparezca en titulares en los programas de cotilleos.
—Creo que verá que somos de lo más discretos, señor.
—Pues muy bien. ¿Hay un ascensor de servicio hasta el ático?
—Sí, señor.
—Incluso mejor. Ahora escúchame bien. Hay un alienígena muy grande sentado en un coche en una de las zonas de carga de la parte de atrás. Lo quiero en el ascensor de servicio y después en la suite, sin follones y sin que nadie lo vea. No quiero mirar por la ventana mañana por la mañana y encontrarme a Alessandra Baron o a cualquier otro tipo de la prensa acampando ahí fuera. —Envió una gran propina a la cuenta general del personal del Ledbetter—. ¿Nos entendemos?
La ceja del recepcionista se alzó un milímetro.
—Transmitiré su petición a los otros miembros del personal de forma bastante clara.
—Así me gusta, tío. Bueno, ¿y qué? ¿El servicio de habitaciones tiene un menú decente?
—Desde luego que sí, señor. Nuestro restaurante tiene el mejor menú de la ciudad. ¿Le gustaría verlo?
—No. Sólo envíe la comida a la suite.
—Sí, señor. Eh, ¿qué platos?
—Todos.
—¿Todos?
—Sí, y sólo para ir sobre seguro: añade también veinticinco lechugas.
—De inmediato, señor.
El baño del dormitorio principal contenía una bañera redonda encastrada de mármol capaz de dar cabida a varias personas. Pero no lo bastante grande para Tochee. El alienígena yacía en un lecho de toallas a su lado y se echaba la cálida agua jabonosa sobre el cuerpo. Su manipulador cogió dos de los peines más grandes que se podían encontrar en Eansor y se los pasó por las coloridas frondas para quitarse las motas de hojas secas y arenilla, las manchas de barro, las briznas de hierba y todos los demás detritos que había ido acumulando en sus plumosos apéndices mientras se movían de mundo en mundo.
Orion, con sólo una enorme toalla de color amarillo canario alrededor de la cintura, iba trabajando alrededor de Tochee con la ducha, aclarando la espuma con la que Ozzie había enjabonado las frondas después de que las peinaran.
—En mi mundo no tenemos «acondicionador» —les dijo Tochee. Varias de sus frondas limpias se estremecían al menor movimiento. Se iban quedando notablemente más suaves y vibraban a medida que se iba secando el agua—. Me convertiría en alguien muy importante si introdujese tal adelanto.
—Lo que cuenta son las pequeñas cosas de la vida, tío —dijo Ozzie. Al igual que Orion, él también llevaba una gran toalla y nada más. Seguramente se tomaría otra ducha una vez que terminaran con la sesión de belleza de Tochee. ¡Tres en un día! El agua que había bajado por el desagüe tras la primera era repugnante.
Habían comido después de la primera ducha, la fundamental, con jabón de verdad. Los tres moviéndose por la fila de carritos cargados con la mejor cocina del restaurante. Ozzie se había zampado el filete con queso azul cocinado a la perfección, y había probado el pescado, la caza, el risotto, el pollo agridulce, los especiados platos tailandeses, la pasta. ¡Patatas fritas! Una montaña entera de patatas. Cerveza, bebida como si la hubieran bajado del mismísimo Olimpo.
Tochee se había limitado a los platos vegetarianos. A Ozzie le parecía incomprensible que alguien, alienígena o no, pudiera comerse dos cuencos de palitos de zanahoria cruda que eran para mojar en las salsas. La lechuga también había sido una buena idea, Tochee se comió la mitad de las que le trajeron.
Tanto Orion como Tochee probaron el helado por primera vez en su vida. Se terminaron cada cucharada de los carritos y después pidieron más. Ozzie se abrió camino por los demás postres, cogiendo un par de cucharadas de cada uno.
Después de tan báquica comida, habían pedido que les llevaran al personal de las tiendas de ropa de la ciudad con grandes cajas con la última moda. Les había llevado una hora escoger un guardarropa para los dos. La peluquería del hotel se ocupó de la barba de Ozzie y le hizo una auténtica manicura. No les dejó que le cortaran mucho el peinado afro, le gustaba así de explosivo. Orion recibió un tratamiento parecido que sólo terminó cuando Ozzie rescató con toda cortesía a la chica que estaba peinando al muchacho.
—Estabas babeando —le dijo a Orion cuando se fue la aturdida joven.
—Era muy guapa —protestó Orion—. Y además, muy cordial.
—Pero tío, si tenía como sesenta años más que tú. Confía en mí, el rejuvenecimiento es fácil de ver si sabes lo que estás buscando; y llevaba todo ese maquillaje porque en realidad no es tan guapa. Y eso no era cordialidad, era cortesía profesional.
—Sólo estás celoso.
Ozzie se apresuró a cancelar el masaje que había reservado para los dos.
Acicalar a Tochee llevó sus buenos noventa minutos. Pero Ozzie tuvo que admitir que había sido un tiempo bien invertido. Una vez que terminaron de secarle las frondas con los secadores, su amigo tenía un aspecto magnífico. Más algodonoso de lo que lo habían visto jamás pero con unos colores magníficos.
—Todo un coro de las Vegas en un solo paquete —afirmó Ozzie.
—¿Vamos a salir por fin? —preguntó Orion. Se había puesto una camisa negra semiorgánica y encima llevaba una americana blanca y escarlata. Los pantalones eran de un color verde tan intenso que hacía daño a los ojos. Era un conjunto que estaba muy de moda entre los adolescentes, le había prometido el dependiente. Ozzie se sintió muy viejo con sólo mirar al muchacho. Y no pensaba entrar en ningún bar con alguien vestido así.
—Lo siento. Esta noche, no. Ya te he dicho que tengo que ponerme al día con un montón de datos. —El hotel, de hecho, el propio Bilma, no era más que un interludio antes de regresar al asteroide para pensar lo que iba a hacer a continuación.
—Entonces mañana —dijo Orion con voz quejumbrosa—. Prométemelo, mañana. No es justo que volvamos y tenga que quedarme metido en el hotel todo el tiempo. Quiero conocer chicas.
—De acuerdo, mañana —dijo Ozzie, lo que fuera con tal de distraer al chico.
—¿Y qué hago esta noche? —preguntó Orion. Fuera ya era de noche y las luces de los terrenos que rodeaban el hotel brillaban verdes y rojas a través de las ventanas.
—Accede a algo. Te enseñaré cómo. A Tochee quizá también le apetezca ver algo de la Federación. —Los acompañó al salón principal de la suite y accedió a la matriz de gestión de la habitación. El gran portal de hologramas se iluminó con un enorme menú de categorías de la unisfera. Ozzie se apresuró a cargar unas cuantas restricciones que impedirían que el chico se pasara toda la noche mirando porno (por Tochee, como es obvio) y después puso la matriz en modo de activación por la voz. Introdujo una rutina de traducción directa para Tochee y los dejó solos.
Los vehículos de los Guardianes ya casi estaban al fondo de la profunda ensenada donde se encontraba Villa Trabas cuando se desactivó el enlace de banda estrecha de Adam que conectaba con el tren. Le dijo a Rosamund que mandara al dron a inspeccionar la salida. Incluso antes de que el pequeño robot dibujara una pronunciada curva por el despejado cielo rojo de Medio Camino, él ya estaba seguro de lo que iba a encontrar. Vic tenía razón. Y a juzgar por el silencio que reinaba en el coche blindado y el modo en que nadie decía nada por la emisora general, no era el único que lo pensaba.
La imagen de su visión virtual le mostró el sencillo aro de equipamiento que anclaba el extremo de Medio Camino al agujero de gusano. Durante un momento, quedó iluminado por uno de los potentes destellos de color blanco azulado del cielo. La puñalada de luz reveló la maquinaria engranada del interior del arco. No había agujero de gusano.
—Bueno —dijo Morton—. Yo diría que ahora lo vamos a tener un tanto difícil para volver.
—Todavía hay aviones en Villa Trabas —dijo Adam manteniendo la actitud positiva. No quería que nadie empezase a sufrir un ataque de pánico. Todavía no, por lo menos. Si empezaban a pensar en lo aislados que estaban, perderían los papeles muy, pero que muy rápido. En lo único que él podía pensar era en el único agujero de gusano que quedaba en aquel planeta perdido de la mano de Dios y el hecho de que el aviador estelar iba a llegar a él primero. Tenía que admitir que, en lo que a trampas se refería, aquélla era una belleza. Todo lo que el aviador estelar tenía que hacer era atravesar Medio Camino y volar el generador en mil pedazos tras él, dejándolos tirados en un mundo que no estaba conectado a ninguna parte, en un entorno que los iría matando poco a poco. ¿Y quién iría a buscarlos? Sheldon, quizá. Pudiera ser.
El mayordomo electrónico de Adam le dijo que Bradley lo llamaba por un enlace privado.
—Esto no tiene buena pinta. ¿Te planteaste alguna vez este escenario?
—Stig y yo repasamos lo que ocurriría si el aviador estelar volase en mil pedazos el generador del agujero de gusano de Puerto Perenne al volver. Eso fue hace un año. Nos pareció que habría suficientes recursos en Tierra Lejana como para que los clanes llevaran a cabo la venganza del planeta. Pero se suponía que ya teníamos los datos de Marte y que habíamos llegado a pasar más equipo. La división de inspección de mercancías de Tierra Lejana nos jodió el invento, que es una de las razones por las que cambiamos a la operación que montamos para burlar el bloqueo.
—Pero esperábamos hacerla antes de que regresara el aviador estelar —dijo Bradley.
—Exacto. Y después, el ataque primo metió otro palo entre las ruedas. Y desde luego yo no predije nada tan personal.
—¿Y qué opciones tenemos?
—Sólo hay una: llegar a Puerto Perenne antes que él.
—¿Y podemos hacerlo?
—Incluso si no ha saboteado los aviones, nos lleva una ventaja de treinta minutos. No tenemos aerorrobots. Ni siquiera misiles aire-aire.
—Ya veo —dijo Bradley—. ¿Hay alguna manera de que podamos llamarlos e invertir esta trampa para que se vuelva contra el aviador estelar? ¿Hacer que nuestros guerreros pasen por el agujero de gusano del otro extremo y aseguren Puerto Perenne antes de que llegue el aviador estelar? De ese modo quedará atrapado entre los dos.
—Los aviones sólo tienen una radio de onda corta por si hay una emergencia. Aquí no hay satélites, sólo un cable de fibra óptico marino entre Villa Trabas y Puerto Perenne para unir Tierra Lejana a la unisfera.
—Entonces alguien se queda y cuando empiece el próximo ciclo le manda un mensaje a Stig.
—El Instituto está bloqueando todas las comunicaciones, lleva así varios días.
—Entonces no tenemos más alternativa que hacer el vuelo y esperar que Stig pueda ayudarnos de algún modo.
—¿Sin saber lo que está pasando?
—No es idiota. Sabrá que el aviador estelar está a punto de volver y que nosotros también vamos de camino.
—Espero que tengas razón.
Los vehículos llegaron al saliente de rocas donde estaban instaladas las cabañas presurizadas y los inmensos hangares, varios cientos de metros sobre el mar. Dos de las puertas de los hangares estaban abiertas, los destellos regulares de la extraña estrella doble del planeta revelaban sus cavernosos interiores vacíos. Cuando el dron hizo su primera pasada, sus sensores activos revelaron que los siete hangares restantes contenían un Ganso de Carbono.
—Nuestros vehículos cabrán en uno solo —anunció Adam.
—No pretendo entrometerme, pero ¿no es un poco arriesgado? —le preguntó Bradley—. Todos los huevos en una sola cesta con alas.
—Estoy dispuesto a hacer una inspección de los aviones —respondió Adam—. Contábamos con la posibilidad de un sabotaje por parte de los agentes del aviador estelar, por eso me traje los sensorrobots forenses. Hay suficientes para comprobar más de tres aviones. Pero tenemos que despegar y rápido. Poner a todos los sensorrobots en un solo avión acelerará el proceso. No podemos permitirnos el lujo de llevar tres aviones, Bradley, ya no.
—Discúlpame, Adam. Ésta es tu operación, intentaré mantener la boca cerrada durante el resto del viaje.
—No lo hagas, yo todavía puedo cometer errores. Y si ves venir uno, grita alto y claro. —Adam volvió a cambiar al canal general—. Kieran, Ayub, tenéis turno de descontaminación. Quiero que el aparato se compruebe a conciencia, lo último que nos faltaba era recibir una sorpresa en pleno océano. —Hizo que todos los demás esperaran en la relativa seguridad de los vehículos mientras Kieran y Ayub se acercaban al Ganso de Carbono del quinto hangar, que habían dejado en modo de hibernación a una potencia mínima. Un enjambre de sensorrobots forenses estándar serpentearon sobre las rocas con ellos, parecían unas orugas de un brazo de largo. Las máquinas estaban erizadas de moléculas inteligentes, unos filamentos finos como telarañas, como un manto de pelo que les recubriera el vientre. Rodearon el gigantesco aparato y comprobaron la roca en busca de cualquier señal de que alguien hubiera pasado por el hangar poco antes.
—Nadie desde hace más de una semana —informó Ayub—. Alteraciones termales nulas. No hay diseminación química residual.
Adam les dio luz verde para comprobar el avión en sí. Kieran subió a la cabina y cargó un lote de programas de diagnóstico en la aviónica. Ayub supervisó los sensorrobots que treparon por el fuselaje y se metieron por las cámaras de aire. Se introdujeron en la estructura a través de puertos de inspección y rejillas de ventilación, sondearon cada revestimiento de los componentes con sus filamentos, olisquearon el aire en busca de cualquier rastro de sustancias químicas y llevaron a cabo resonancias de toda la estructura. El Guardián dejó caer tres en cada una de las turbinas nucleares para que pudieran abrirse camino entre las paletas de los ventiladores y volvieran después por las bandas compresoras.
—¿Cuándo empieza el ciclo del agujero de gusano? —preguntó Anna.
—Dentro de algo más de seis horas —dijo Adam—. Suponiendo que el aviador estelar tenga un vuelo normal, permanecerá abierto durante una hora y media después de su llegada a Puerto Perenne.
—Lo que nos da tiempo suficiente —dijo Wilson—. Pero andaremos justos.
Después de veinte minutos, Ayub declaró despejada la bodega inferior de carga diciendo que estaba libre de trampas.
—¿Cuánto tiempo lleva esto? —preguntó Oscar.
—El tiempo que sea necesario —dijo Adam con firmeza.
—Les estamos dando demasiada ventaja —dijo Wilson—. A este ritmo es imposible que el aviador estelar deje una salida en funcionamiento al otro lado para cuando lleguemos allí. Tenemos que seguirlo de cerca si queremos contar con alguna posibilidad. Hay que hacer un escáner mínimo y correr el riesgo.
Adam sabía que tenía razón. Si el aviador estelar no hubiera querido que lo siguieran, podría haber destrozado sin problemas los aviones que quedaban antes de irse. Así que o bien los habían saboteado o sencillamente pensaba destruir el generador de Puerto Perenne, dejándolos atrapados allí. Lo más sencillo es siempre lo más eficaz. Y el aviador estelar también debe de estar improvisando, hasta cierto punto.
—De acuerdo —les dijo a los conductores—. Cargadlo todo.
Kieran y Ayub abrieron las rampas de la bodega de carga principal que había en la parte de atrás del Ganso de Carbono. Los Volvos fueron los primeros en subir. Cuando el coche blindado se metió bajo el ala, Adam vio que los sensorrobots empezaban a caer de los tubos de escape de la turbina y se quedaban tirados e inútiles, retorciéndose sobre el suelo de roca, con sus sofisticados sistemas electrónicos víctimas de la radiación de la micropila. Se concentró en ellos durante un buen rato mientras los aparatitos iban ralentizándose y al fin quedaban inertes. En un mundo hostil para los humanos, no era buen presagio que hasta la maquina ria diseñada para funcionar allí resultara mortal para la tecnología normal de la Federación.
Wilson seguía con el traje blindado cuando entró en la cabina. A juego con el resto del Ganso de Carbono, era un gran compartimento con asientos más parecidos a butacas de cuero que los estrechos asientos de los bombarderos de las fuerzas aéreas estadounidenses con los que había tenido que lidiar durante su primera vida. El parabrisas era una transparencia curva de casi dos metros de altura que le daba una vista panorámica por encima del despuntado morro. Kieran estaba sentado en el asiento del piloto, todavía con el traje blindado y tres matrices de alto rendimiento extendidas sobre el panel de control. Estaban conectadas a la aviónica del aparato con un grueso cable de fibra óptica.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Wilson.
—No. Los programas concuerdan. He cargado unos monitores adicionales por si hubiera algo más oculto, pero la verdad es que no tuvieron tiempo de plantar nada demasiado sofisticado. No hay rastro termal que indique que aquí haya entrado alguien antes que nosotros. En mi opinión, si es que sirve de algo, es que esto está limpio. —Se levantó del asiento y se quitó el casco.
Wilson estudió el joven rostro que quedó a la vista. Un cabello muy corto enmarcando unos rasgos delgados, ojos alerta; entusiasta, dedicado, eficiente. Yo, hace trescientos cuarenta años. ¡Dios!
—Cuando estaba en las fuerzas aéreas aprendí a confiar siempre en mis ingenieros. Supongo que tampoco han cambiado tanto las cosas.
En el rostro de Kieran brotó una auténtica sonrisa de agradecimiento.
—Gracias.
—Bueno, vamos a ver si me acuerdo de lo que hay que hacer para volar. —Empezó a quitarse el traje blindado.
—Almirante, me alegro de que esté aquí.
El término sorprendió a Wilson. Treinta horas antes, la Marina que él dirigía estaba persiguiendo a los Guardianes como si fueran un virus pandémico. Hacía que la fe de aquel joven fuera mucho más conmovedora.
—Haré todo lo que pueda —le prometió.
Oscar y Anna llegaron a la cabina cuando Wilson estaba sacando los pies de las botas blindadas. Sólo llevaba una camiseta blanca y unos pantalones cortos y el aire de la cabina estaba casi congelado.
—Aquí tienes —dijo Oscar y dejó caer una bolsa pequeña a los pies de Wilson—. La bolsa de viaje para ejecutivos que entrega el TEC. Esencial para sobrevivir en hoteles y congresos de toda la Federación.
—No te burles —gruñó Wilson mientras abría la bolsa. Encontró un forro polar con el logotipo del TEC en el pecho y se lo puso a toda prisa antes de sentarse en el lujoso asiento del piloto—. Uau, este cuero está frío. —Puso las manos en las almohadillas-i del panel y revisó los menús que rodaron por su visión virtual cuando se estableció el interfaz. Lo primero que hizo fue ubicar los circuitos medioambientales del avión y poner la calefacción a tope.
Las rutinas de activación eran sencillas y podían encargarse de ellas sin mayores dificultades las matrices de aviónica que tenía a bordo el avión. Wilson ordenó que se abrieran las puertas del hangar mientras las turbinas efectuaban las comprobaciones previas al vuelo. Una luz roja brilló por el gran parabrisas. El destello brillante de la estrella binaria lo hizo parpadear y buscar el limitador óptico, que restringía la cantidad de luz que podía pasar por el duro cristal. Permitía que entrara el resplandor normal de la estrella de clase M, pero los destellos que procedían de la materia que caía en su compañera de neutrones entraban con mucha menos fuerza.
—Todo el mundo dentro y con el cinturón puesto —informó Adam—. ¿Podrías encender la calefacción, por favor?
—Ya está —dijo Wilson—. Dale un minuto.
Anna se había quitado el traje blindado y resoplaba de frío mientras se ponía algo de ropa de la bolsa del TEC que tenía ella.
—¿Quieres sentarte en el asiento del copiloto? —preguntó Wilson.
—Claro. —Su mujer le dedicó una sonrisa rápida e íntima.
—De hecho, hay que estar en el aire para que vosotros dos podáis uniros al club de la milla —les dijo Oscar con tono seco.
Wilson esbozó una amplia sonrisa.
—Ésta es la parte que siempre he querido decir —les confesó cuando la aviónica le confirmó que las micropilas estaban preparadas—. ¡Turbinas atómicas, a máxima potencia!
Anna y Oscar intercambiaron una mirada. Oscar se encogió de hombros.
Las turbinas empezaron a girar y Wilson soltó los frenos de las ruedas. El Ganso de Carbono salió rodando del hangar y se dirigió al mar gélido.
—¡Ay, madre! —gruñó Ozzie. Estaba accediendo a los archivos de su asteroide, viendo a los refugiados de Randtown que salían tambaleándose del agujero de gusano—. A la mierda el barrio. —Llevaba dos horas revisando todo lo que había pasado y estaba empezando a desear haberse ido en dirección contraria después de dejar la isla Número Dos.
El último archivo doméstico le mostraba a Nigel vagando por su chalet. Vio su propia proyección y que Nigel maldecía al final de la misma. De vuelta en la acogedora calidez de la suite del ático del Ledbetter, espatarrado en su colchón circular de gel de tamaño emperador, Ozzie hizo una mueca al ver la expresión consternada de su viejo amigo. El bueno de Nigel nunca había aprobado su estilo de vida, sus decisiones y opciones. Eran sus opiniones contrarias lo que los convertían en un equipo tan bueno.
Se terminó el vaso de bourbon y le pidió a la doncella robot que lo volviera a llenar, después continuó examinando los archivos de la última invasión.
—Ay, madre.
El daño que las bombas de llamarada y los sancionadores cuánticos habían infligido a las estrellas era aterrador. Después, algo acabó con la Puerta del Infierno, algo que la dinastía Sheldon había hecho de forma independiente de la Marina, algo más grande que un sancionador cuántico. La mitad de la unisfera estaba repleta desde entonces de especulaciones y rumores sobre si Nigel iba a utilizar la misma ultraarma contra Dyson Alfa, el golpe definitivo que ganaría la guerra.
La otra mitad de la unisfera estaba muy ocupada discutiendo la evacuación de los Segundos 47 hacia el futuro. Ozzie dio otro trago cuando el Gabinete de Guerra hizo su anuncio.
—Hijo de puta, a mí no me metas en esto —le gritó a la imagen de Nigel. La cara de su supuesto amigo se cernía, enorme, sobre la cama, proyectada por el portal que había en la pared contraria. No estaba muy bien enfocada en ese momento. Ozzie intentó hacer unos cálculos para ver si Nigel sabía de qué cojones estaba hablando pero las ecuaciones eran imposibles de formar. Miró el vaso, que volvía a estar vacío—. Trae la botella, anda —le dijo a la doncella robot.
Unas manos virtuales vacilaron por su visión virtual y Ozzie llamó con mucha educación al icono de la IS.
El Gabinete de Guerra se desvaneció y lo sustituyeron unas líneas de color mandarina y turquesa que se entrelazaban y rodeaban unas a otras.
—Hola, Ozzie. Bienvenido a casa.
—Me alegro de haber vuelto. Y lo digo en serio. No tenéis ni idea de lo maravilloso que es el papel higiénico hasta que te lo arrebata un universo insensible. Creo que es una de las características que definen a la civilización humana, la capacidad de fabricar algo decente para limpiarse el culo. Creedme, las hojas del bosque no saben cortar el bacalao. Bueno, en realidad, —lanzó una risita—, cortan otras cosas, y ése es el problema. Y podéis hacer de eso mi epitafio, si queréis.
—Tomamos nota.
—Eh, eh, no os hagáis los listos conmigo. Tenéis mucho que explicar, tíos. —La doncella robot rodó hasta el lado de la cama y le tendió la botella de bourbon. Ozzie la cogió y le guiñó el ojo a la maquinita.
—Te estás refiriendo a la evacuación de emergencia de Randtown —dijo la IS.
—En el puto clavo, tíos.
—Nos tomamos la libertad de salvar miles de vidas humanas. Supusimos que, dadas las circunstancias, no pondrías objeciones.
—Ya, ya, trillones de dólares gastados para construir lo último en vivienda privada y se va todo a la mierda. Se acabó. —La habitación rodó a su alrededor, dejándolo espatarrado en la cama y mirando al techo. Tomó otro trago de bourbon para compensar—. Ahora voy a tener que soñar otra cosa. Quizá vuelva a la Ciudadela de Hielo. ¡No! Joder, ¿qué estoy diciendo? Allí hacía frío. Y, como que a mí no me va mucho el frío. Una cosa que he aprendido sobre mí mismo.
—¿Así que tu empresa tuvo éxito?
—Ay, tíos, no lo sabéis bien. Lo averigüé todo: quién levantó las barreras, por qué lo hicieron y por qué no nos van a ayudar. Y os diré algo más: también tenía razón en lo de los silfen.
—¿Evolucionan hasta llegar a un estado adulto?
—Ajá. —Ozzie señaló con el dedo el lento torbellino de líneas resplandecientes—. Pensé que querríais saberlo. Tíos, deberíais haber visto donde viven. El halo de gas es una auténtica pasada. Quizá debería intentar construir uno. Me encantaría ver la cara de Nigel cuando se lo diga.
—¿Quién construyó las barreras?
—Bailarín de las Nubes dijo que era una raza llamada los anomina. Pero eso fue en un sueño, creo. En cualquier caso, ya no andan por ahí. De hecho, no, borra eso, sí que andan pero ya no son lo mismo. Creo que evolucionaron más que los silfen, algunos por lo menos. Todos los demás volvieron a casa y se unieron a Greenpeace. —Ozzie sonrió con pereza. La cama era maravillosamente suave y él empezaba a sentirse muy cansado—. No van a ayudarnos, sabéis. Son de los vuestros, tíos. No se puede decir que hayáis ayudado mucho por aquí, ¿no? Aparte de reclutar a esa tal Mellanie. Oye, qué buena está. ¿Sabéis si está saliendo con alguien? —Bostezó. Esperó una respuesta—. Oh, venga, tíos, no estaréis cabreados conmigo, ¿no? Qué son unas cuantas verdades entre amigos. A ver si criáis un poco de callo.
Siguió sin haber respuesta. La luz de la habitación cambió.
—Señor Isaacs.
—¿Eh? —Ésa no era la IS. Ozzie abrió los ojos. Las líneas de color mandarina y turquesa se habían desvanecido. Se dio la vuelta hacia el sonido de la nueva voz, o al menos lo intentó, la cama no hacía más que meterse en medio. En su campo visual apareció la cabeza de un hombre. Al revés y con el ceño fruncido—. ¡Eh! —exclamó Ozzie muy contento—. Nelson, cuánto tiempo, tío. ¿Cómo va?
—Me alegro de ver que se encuentra bien.
—Nunca he estado mejor…
—Ya. A Nigel le gustaría hablar con usted.
—Pues que pase.
—Es más fácil si lo llevamos a usted a verlo.
—Claro. Déjame buscar los zapatos. —Ozzie por fin consiguió moverse y se deslizó por el borde de la cama hasta aterrizar en un fardo en el suelo. Había algo que dolía. Seguramente le pertenecía a él—. ¿Tú los ves? —le preguntó a Nelson con impaciencia.
Nelson esbozó una sonrisa vacía e hizo un gesto. A Ozzie lo levantaron dos fuertes jóvenes con trajes grises. Tenían unos tatuajes CO rojos y verdes en las mejillas, un montón de líneas de varios centímetros que parecían patillas de neón.
—Eh, tíos. Me alegro de conoceros.
Lo sacaron del dormitorio. Orion estaba en el salón, con su extravagante americana blanca y roja todavía puesta. El muchacho parecía muy asustado. Había un montón de personas en el salón con él, igualitos a los que llevaban a Ozzie: hombres y mujeres educados y fornidos sin ningún sentido del humor.
—¿Ozzie? —dijo Orion. Se mordió el labio y miró con miedo a Nelson.
—Aguanta, chavalín. Todo está perfectamente bajo control. ¿Dónde está Tochee?
—Estoy aquí, amigo Ozzie.
—Haz lo que te digan. —La posición vertical no le sentaba bien. A su estómago no le gustaba. Vomitó.
Lo metieron en el ascensor de servicio. Había un convoy de grandes coches oscuros fuera del hotel. A él lo metieron en el primero. El corto trayecto terminó con él viéndose metido en un avión hipersónico lo bastante grande como para acomodar a Tochee en la parte de atrás, donde habían quitado una docena de asientos.
Nelson se sentó enfrente de Ozzie y sacó una gran tableta roja.
—Tome esto.
—¿Qué es?
—Algo que le va a ayudar.
—No estoy enfermo.
Unos dedos le apretaron la nariz y Ozzie abrió la boca por instinto. Le metieron la tableta seguida por un trago de agua. Ozzie medio tragó, medio se ahogó.
—Ay, madre.
Nelson se recostó en su asiento.
—Ponedle el cinturón. Va a necesitarlo.
El vuelo fue horrible. Ozzie se estremeció con violencia en su asiento, con la piel enfebrecida. Tenía unas ganas desesperadas de volver a vomitar, pero era como si a su estómago le hubiera salido otra membrana para evitarlo. El ardor ácido que sentía en el esófago se extendió por todas sus tripas. El dolor de cabeza parecía estar abriéndose paso entre sudores por su cráneo.
Una hora después, los dientes habían dejado de castañetearle. Los dolores y la incomodidad se iban desvaneciendo y lo dejaban con la ropa empapada en un sudor frío.
—Odio que me quiten la borrachera con esas tabletas, joder —le gruñó Ozzie a Nelson—. No es natural. Hijo de puta, mira cómo tengo la ropa. —Se tiró de la camiseta húmeda con gesto de asco.
—Hemos traído sus maletas —dijo Nelson—. Puede asearse en el tren. Vamos a aterrizar en unos minutos.
—¿Aterrizar dónde?
—La estación planetaria.
—Genial. Tengo que mear.
Nelson hizo un gesto para indicar pasillo abajo.
Ozzie se quitó poco a poco las correas que lo sujetaban y se levantó con aire vacilante. Orion estaba sentado detrás de él.
—¿Todo bien, chaval?
El muchacho asintió.
—Creo que Tochee estaba preocupado, pero le dije que estaríamos bien. No entiende lo importante que eres.
—Intentaré explicárselo más tarde.
—Ozzie —dijo el chico en voz baja—. Es muy agradable. Hemos hablado mucho. Se llama Lauren. Y le interesaban mucho los senderos de los silfen y todos los sitios donde hemos estado.
Ozzie echó un vistazo subrepticio al miembro del equipo de seguridad que indicaba Orion.
—Ah, ya. Bueno, la chica es educada en ese plan asesino en serie porque para eso le pagan. No le pidas que se case contigo ni nada de eso, ¿eh?
—Está bien, Ozzie —dijo el chico haciendo un puchero.
El avión hipersónico bajó en un campo de aterrizaje que había situado tras el grupo de edificios administrativos que había en la estación. No había nadie para verlos desembarcar y apresurarse hacia el lustroso expreso privado de nivel magnético con sus dos vagones.
—¿Sólo nosotros? —preguntó Ozzie cuando miró el desierto vagón delantero. Había unos grandes sillones esféricos colocados por todo el vagón, con una barra de bar en el otro extremo.
—Sólo ustedes —confirmó Nelson.
Ozzie entró con una de sus nuevas maletas en el aseo para cambiarse. Su intento de comunicarse con la unisfera fue inútil, sus implantes le informaron que el tren tenía un eficaz sistema de escudo electrónico.
Cuando salió de nuevo al vagón, Ozzie hizo una incursión al bar en busca de unos sandwiches y después fue a sentarse junto a Tochee y Orion. Hizo de guía turístico cuando el expreso se lanzó a toda velocidad y fue señalando los mundos por los que pasaban. Primero Shayoni, el gran planeta de los 15 grandes que llevaba a Beijing, seguido por un viaje rápido por la vía circular transterráquea hasta Nueva York y por fin Augusta.
—Vuestro transporte es mucho más eficaz que el método de los silfen —dijo Tochee—. Y vuestros mundos son tan ordenados. ¿Es que desaprobáis el desorden?
—No nos juzgues por lo que has visto hasta ahora —le dijo Ozzie.
En la estación de Nueva Costa su tren se apartó de la zona principal de la estación para deslizarse por una salida solitaria.
—Y esto tiene que ser Cressat —dijo Ozzie—. Hace ya tiempo que no vengo por aquí.
—Setenta y tres años —dijo Nelson cuando el expreso de nivel magnético se deslizó por la estación de Illanum. Les esperaban más coches oscuros.
—¿Y ahora, a dónde? —preguntó Ozzie.
—Una de las residencias de Nigel, justo a las afueras de la ciudad.
—¿Todos?
—Sí, todos. Hemos preparado habitaciones adecuadas.
—Está bien, entonces. —Ozzie le estaba lanzando al sector de mercancías de la estación una mirada suspicaz. Su capacidad había aumentado un orden entero de magnitud desde la última vez que había pasado por allí.
La «residencia» era una gran mansión de piedra clara que seguía el modelo de las casas solariegas de la Europa del siglo XVIII. Estaba a varios kilómetros de la ciudad, rodeada por unos árboles imponentes que resultaban opresivos y oscuros bajo el creciente crepúsculo.
—Todo irá bien —les dijo Ozzie a sus compañeros cuando entraron en el gran vestíbulo. La expresión de Orion se estaba haciendo hosca, un gesto que Ozzie conocía demasiado bien—. Dormid un poco, hablaremos por la mañana.
Nelson lo llevó por la mansión hasta un estudio con vistas al jardín delantero. Fuera había un parque, apenas visible una vez que el sol se había puesto. Ozzie no estaba seguro de si lo recordaba o no, pero sí que le parecía un tanto familiar. Le molestaba no tener acceso a la unisfera después de haber recuperado el contacto hacía tan poco.
Nigel lo estaba esperando en un gran sillón de cuero.
—Gracias, Nelson.
Éste esbozó una sonrisa tensa y se fue después de cerrar la puerta tras él. Los implantes de Ozzie le dijeron que se había activado un fuerte sello electrónico alrededor de la habitación.
—Así que sólo nosotros, ¿eh?
—Sólo nosotros. —Nigel señaló con un gesto un sillón idéntico al suyo.
—¿Y no tendría que haber un gran fuego encendido? —dijo Ozzie al sentarse—. Con, no sé, uno de esos grandes perros peludos estirado delante de la chimenea.
—Un lebrel irlandés.
—Y tú y yo de palique con un coñac en la mano.
—Ya has bebido bastante por hoy.
—Vale, Nigel, ¿de qué va esto, ahora nos andamos con espías como si fuéramos la CIA? Mi dirección de la unisfera está abierta. Podrías haber llamado.
—Es mejor así. El crío con el que has aparecido cuenta una historia muy interesante. Y el alienígena; nadie ha visto jamás nada parecido. Comunicación por señales visuales fotoluminiscentes en el espectro ultravioleta. A los xenobiólogos les va a encantar.
—Tochee es un buen tío, hombre.
—¿Así que has recorrido los senderos de los silfen?
—Sí, tío. Son la red de agujeros de gusano más increíble que puedas imaginarte. Creo que también son inteligentes. Por eso nunca llegamos a rastrearlos del todo. Se mueven todo el tiempo, se abren y cierran, y también alteran el tiempo.
—Era de esperar. Incorporar rutinas de control de un agujero de gusano en una matriz de energía exótica capaz de sostenerse de forma independiente es uno de nuestros proyectos de investigación.
—Tosco, tío, muy tosco comparado con esto.
—Bueno, ¿y qué has encontrado? ¿Tienen un equivalente a la IS?
—Sí, algo así. Tiene la hostia de datos, como una biblioteca galáctica. Sé quién puso las barreras alrededor del Par Dyson.
Nigel escuchó en silencio mientras Ozzie le contaba que había encontrado la Ciudadela de Hielo, a Tochee, que había visto la historia del planeta fantasma y al fin había terminado en el halo de gas.
—¿Así que esa tal especie anomina no va a ayudarnos? —preguntó.
—No —dijo Ozzie—. Lo siento, tío.
—Tres años bien invertidos. ¿Qué, contento?
—¡Eh, que te follen!
—¿Por qué le ordenaste a la oficina política de la dinastía que evitara que se examinara la mercancía enviada a Tierra Lejana?
—¡Ah! —Ozzie esbozó una sonrisa enfermiza. No se podía decir que esperara tener que hablar de eso—. Bueno, tío, ya sabes, como que eso era opresión. Y yo paso de eso.
—Ozzie, dale un descanso a las gilipolleces, quieres. Nos jugamos demasiado. Por si no lo habías entendido todavía, estoy intentando decidir de qué lado estás.
—¿Lado?
—¿Eres un agente del aviador estelar, Ozzie? —preguntó Nigel en voz baja. Había un brillo húmedo en sus ojos—. Maldita sea, ¿tienes idea de lo mucho que me duele tener que preguntarte esto?
—¿Sabes que el aviador estelar es real? —soltó un Ozzie igual de asombrado.
—Sí, sabemos que es real, acabamos de averiguarlo. Bueno, ¿y a qué venía la restricción política?
—No sabía si era real.
—¿Y qué te hizo sospechar siquiera?
—Conocí a un tipo, Bradley Johansson. Tío, ése sí que sabía contar una historia. Afirmaba que había estado en el halo de gas, que los silfen le habían quitado el condicionamiento impuesto por el aviador estelar. Yo jamás había oído nada parecido. Casi tenía sentido lo que decía. Así que me pregunté, ¿y si tenía razón? Ya sabes. A ver, ahí fuera hay un universo muy grande, Nigel, cualquier cosa es posible.
—Así que te arriesgaste y te tiraste a la piscina. Fue muy divertido, ¿no, Ozzie? Qué divertido estar al otro lado, metiéndosela doblada al Gran Hombre.
—No soy tan superficial.
—Sí que lo eres. —Nigel entrecerró los ojos—. ¿Cuándo lo conociste?
—Dios, tío, yo que sé, hace más de un siglo o así.
—¿Antes o después de que fundara a los Guardianes?
—Al mismo tiempo, estaba organizándose.
Nigel unió los dedos en una pirámide delante de la cara y miró con atención a Ozzie. De repente abrió mucho los ojos, conmocionado.
—¡Oh, Dios mío, pero qué estúpido hijo de puta! No me lo puedo creer.
—¿Qué? —preguntó Ozzie, inquieto por el comportamiento de su amigo.
—El Gran Atraco del Agujero de Gusano.
—Ah. —Ozzie no pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa de satisfacción—. Eso.
—Lo ayudaste tú. Siempre me pregunté cómo coño entraron en las rutinas superinformáticas que habíamos escrito. Los códigos de acceso eran parte de nuestro cifrado personal. Les diste los códigos, ¿no?
—Mejor que eso —dijo Ozzie con malicia.
—¿Cómo que mejor?
—Yo era uno de ellos.
—Uno de… oh, joder, Ozzie. ¿Formaste parte del Gran Atraco del Agujero de Gusano?
—Claro, tío, fue una pasada.
—¿Una pasada? Por Dios, Ozzie, era el caso de Paula Myo. Imagínate que hubiera cogido a Johansson. Su lectura de memoria te habría mostrado a ti tomando parte.
—Mereció la pena. No tienes ni idea del subidón que me dio cuando me deslizaba por el museo, y cuando les hice un corte de manga a los guardias cuando se activó el campo de fuerza a nuestro alrededor. Después entramos como si nada en la caja fuerte de las Vegas. Mierda, Nigel, ni siquiera nosotros tenemos tanto dinero. Estaba amontonado hasta el puto techo, como la cama de oro de un dragón.
—Eso es menos de los ingresos que consigue el TEC en una hora, zopenco; y, de todos modos, somos los dueños de medio las Vegas. ¿Por qué no te limitaste a hacerle a Johansson una transferencia con crédito abierto?
—Sabía que no lo entenderías. Nigel, tío, construimos esa máquina con nuestras propias manos. Sigue siendo lo mejor que hicimos, no el TEC. En aquel entonces éramos los dos contra el mundo. Ese generador se construyó con amor, forma parte de nosotros, es el niño que había en nuestras almas. No era justo dejarlo allí para que lo miraran con la boca abierta un puñado de colegiales, como si fuera un espectáculo de feria. Le proporcioné su canto del cisne, uno que no se olvidará jamás.
—No corría peligro de pasar desapercibido, son los cimientos de toda nuestra sociedad. —Nigel gruñó en voz alta y apeló en silencio a los hados—. ¿Por qué no viniste a contarme lo del aviador estelar?
—¿Y me habrías escuchado y te lo habrías tomado en serio? Venga ya, Nigel, tú eres el Gran Hombre. Nos habrías dicho a mí y a Johansson que nos dieran mucho por ahí, y luego habrías vuelto a sermonearme sobre mi afición a los colocones. —Le dedicó a su amigo una sonrisa afable—. ¿Cuánto tiempo hace que sabes que el aviador estelar es real, Nigel, y me refiero a aceptar de verdad que el tipo es un auténtico grano de veinticuatro quilates en el culo de la humanidad? Di la verdad.
—Ya llevamos un tiempo sospechando que algo muy raro está pasando entre bambalinas. No estaba seguro de si era la IS. Una de sus agentes estaba implicada.
—¿Cuánto tiempo? —canturreó Ozzie. No pensaba dejar que Nigel se fuera de rositas.
—Un par de días.
—No está mal. Más de lo que yo te habría supuesto.
—Ya, como si tú estuvieras seguro —le soltó Nigel a su vez—. Tú, que estabas tan seguro que utilizaste a Johansson como excusa para jugar a los superladrones sólo para divertirte. Sabes, apuesto a que en el fondo te cabrea que no hayan pillado a Johansson. Llevas ciento treinta años esperando a que ese numerito se añada al catálogo de las leyendas de Ozzie, ¿no?
Ozzie adoptó una expresión hosca al estilo de las de Orion en su peor momento.
—Estaba apostando fuerte, eso es todo. Ya te lo he dicho, Johansson fue muy convincente. Alguien debería haber mirado bien. Y no te quedes ahí sentado diciéndome que no debería haber hecho nada. Mira ahí fuera y verás en qué supermierda estamos metidos ahora mismo.
—Estábamos.
—¿Qué?
—Estábamos metidos en la mierda. He conseguido sacarnos. Ya no va a haber más MontañadelaLuzdelaMañana, ni más aviador estelar.
Ese pequeño matiz de engreimiento era algo de Nigel que siempre molestaba a Ozzie.
—¿Qué has hecho, Nigel?
—Voy a enviar una nave a Dyson Alfa, una bomba nova va a ocuparse de MontañadelaLuzdelaMañana de una vez por todas. Todo este asunto va a estar solucionado en menos de una semana.
—¿Una bomba nova? ¿Ésa es tu arma secreta? En la unisfera no lo sabe nadie. ¿Qué coño es?
—El mismo principio que el de una bomba nuclear de energía desviada, pero aumentado hasta un punto que no te creerías. El equipo de investigación armamentística de nuestra dinastía cogió el principio de la energía desviada y lo aplicó a un sancionador cuántico. Es muy sencillo, en realidad. El campo de efecto del sancionador cuántico convierte cualquier materia que haya dentro de su radio directamente en energía, sólo que ahora esa energía se desvía para expandir el campo de efecto todavía más. Y eso es un montón de energía. El campo aumenta lo suficiente como para convertir un porcentaje bastante apreciable de una estrella, lo que nos proporciona una explosión de la misma escala que una nova. Aniquila la estrella y cualquier planeta que orbite a menos de cien UA. La radiación es letal para cualquier planeta habitable que se encuentre a menos de treinta años luz o así.
Ozzie frunció el ceño, estaba muy intrigado a pesar de toda su ética liberal.
—Ésa es una reacción imposible.
—No del todo. Sólo tiene que aguantar una fracción de segundo. La conversión es casi instantánea. Lo que nos da un resquicio.
—No. —Ozzie se llevó las manos a las sienes y sacudió la cabeza con la fuerza suficiente para hacer que el pelo se le agitase de un lado a otro. Darse cuenta de lo que estaba a punto de pasar estaba afectando a su cuerpo mucho más que cualquier pequeña tableta que le obligaran a tomar para quitarle la borrachera. Tenía la sensación de que iba a vomitar de verdad—. No, no, me importa una mierda la mecánica. Nigel, no puedes hacer eso, tío. No puedes matar a MontañadelaLuzdelaMañana. Ahora él es los primos, su especie entera.
—Ya hemos pasado por esto, Ozzie; el Gabinete de Guerra, los líderes dinásticos, el equipo de SanPetersburgo. Hemos examinado todos los escenarios tácticos, todas las opciones. No hay nada más que podamos hacer. MontañadelaLuzdelaMañana está intentando exterminarnos, como planeó el aviador estelar. Quizá deberías haberte esforzado más en conseguir que le hiciera caso a Johansson en lugar de jugar a los desamparados románticos. Y no es que tú lo hayas sido jamás, Ozzie, sólo te conviene fingirlo para echar más polvos. Bueno, pues empieza a espabilar, ya no estamos en la facultad, Ozzie, hace tres siglos y medio que dejamos California. Crece de una vez, yo he tenido que hacerlo… y por eso folio más que tú. ¿Por qué crees que usé tu nombre en el anuncio del Gabinete de Guerra? La gente confía en ti, Ozzie, les caes bien. Si hubieras montado un pollo cuando conociste a Johansson, te habrían escuchado. Heather se habría cargado la corrupción del aviador estelar como una taladradora el cristal. No empieces a echarme la culpa a mí llamándome belicista. Lo sabías, Ozzie, coño, sabías que algo amenazaba a toda la raza humana y no se lo dijiste a nadie, joder. ¿Quién tiene la culpa? ¿Quién nos metió en este fregado, eh? ¿Quién nos quitó todas las opciones?
Ozzie se había ido hundiendo en el sillón a medida que Nigel iba gritando cada vez más. Nigel, el auténtico hombre de hielo, el calculador, no perdía los nervios con frecuencia, pero cuando lo hacía era mejor no interrumpirlo, había personas que habían terminado arruinadas, o algo peor, por cometer ese error. Además, había un desagradable toque de culpabilidad extendiéndose por el cerebro de Ozzie como un veneno de acción rápida.
—Eso es genocidio, tío —dijo sólo en voz baja. No se le ocurría ningún argumento lógico para contrarrestar aquella diatriba—. Eso no es lo que somos.
—¿Te crees que no lo sé, cojones? —bramó Nigel—. Me puse las mismas camisetas que tú, fui a las mismas manifestaciones. Odiaba el imperialismo industrial militar que regía el mundo por aquel entonces. ¡Y ahora mira en qué situación me has puesto!
—Está bien. —Ozzie levantó las manos—. Pero cálmate, tío.
—Estoy muy tranquilo, joder. Cualquier otra persona, Ozzie, y me refiero a cualquiera, y a estas alturas ya los habrían borrado de la historia. Nadie cuestionaría que te pasó porque nunca habrías existido.
—Lo he visto, tío —susurró Ozzie—. Recorrí uno de los planetas fantasma, presencié su historia, los sentí morir, Nigel, a todos y cada uno de ellos. No puedes dejar que pase. No puedes, te lo ruego, tío. Estoy de rodillas, colega. No nos hagas esto.
—No hay otro modo.
—Siempre hay otro modo. Mira, Bailarín de las Nubes dijo que el generador sólo estaba inutilizado, no destruido.
Nigel le lanzó una mirada sorprendida.
—Era una variante de la bomba de llamarada, creemos que alteró la estructura cuántica del generador.
—¡Lo ves! El generador sigue ahí. Sólo tenemos que repararlo para que vuelva a funcionar.
—¡Ozzie! —Nigel le lanzó a su amigo una mirada agotada, desesperada—. Te estás agarrando a un clavo ardiendo. No es propio de ti.
—Tenemos que intentarlo.
—Ozzie, piénsalo bien. El generador de la barrera es del tamaño de un planeta y sólo tenemos días, quizá nada más que horas antes de que MontañadelaLuzdelaMañana vuelva a atacar la Federación. Y si lo hace, nos matará, hará un genocidio con la especie humana. ¿Lo entiendes?
—Déjame intentarlo —imploró Ozzie—. ¿Vas a enviar una nave, no, la de la bomba nova?
—Sí. Hemos desarrollado algo nuevo, Ozzie, este motor es tremendo. No utiliza nada de nuestra antigua tecnología de agujeros de gusano; en realidad, lo único que hace es saltar al hiperespacio. MontañadelaLuzdelaMañana no puede detectarlo.
—¡Perfecto! Déjame ir en ella. Puedo echarle un vistazo al generador. Sabes que si hay alguien que pueda solucionarlo, soy yo.
—Ozzie…
—MontañadelaLuzdelaMañana no sabrá que estoy allí. Si se pone a atacar a la Federación, yo mismo le lanzo una bomba nova a su estrella. Pero tenemos que intentarlo. Déjame ir, Nigel. Es una oportunidad. Te conozco, tío, no podrás vivir contigo mismo si no lo consideras al menos.
—Ozzie, todos los físicos de la Federación han estado estudiando los datos que el Segunda Oportunidad reunió sobre el generador. Ni siquiera sabemos qué son algunas de esas conchas, por no hablar ya de lo que hacen. Y desde luego, no sabemos cómo construir secciones de ellas. No en menos de una semana. Baja de las nubes.
—Puedo hacerlo, sé que puedo. Tiene que haber una función de autorreparación, algo que pueda deshacer el daño. ¡Sí! Pero si hasta Bailarín de las Nubes dijo que debería durar más que la propia estrella. Si el aviador estelar pudiera haber destruido el generador, ya lo habría hecho. Eso nos da una oportunidad.
—No vas a ir a ninguna parte, Ozzie.
—Dame una buena razón.
—No confío en ti.
Por un momento Ozzie pensó que Nigel lo había golpeado, la piel por lo menos le quedó entumecida, como después de un fuerte golpe. Tampoco oía nada más, el aire del gran salón se había marchitado.
—¿Qué? —Su voz era un graznido lastimero.
—No sé si eres un agente del aviador estelar o no. Si va a lanzarnos un último golpe para derrotarnos, esto sería perfecto. Así que léeme los labios: no vas a llevar nuestras dos armas más secretas al sistema estelar de MontañadelaLuzdelaMañana tú solo. Son la única garantía de la supervivencia de la especie que tenemos.
—No soy ningún agente del aviador estelar —dijo Ozzie con suavidad—. Es imposible que creas eso.
—O bien eres amigo de Johansson, como has dicho, o eres un agente del aviador estelar. Ésas son las dos únicas razones para impedir las inspecciones de mercancías de Tierra Lejana. Ahora mismo, no podemos ponernos en contacto con Johansson, que va de camino a Tierra Lejana, así que no puedo confirmar tu historia, aparte de hacerte una lectura de memoria. Y eso no quiero hacerlo, aunque tuviéramos tiempo, que no lo tenemos. Así que por ahora, voy a hacer lo que haría cualquier buen amigo, voy a ponerte en cuarentena. Cuando Johansson vuelva, podrá responder por ti. Lo siento, Ozzie, pero hemos aprendido por las malas hasta qué punto ha penetrado el aviador estelar en nuestra sociedad. Y en parte yo también tengo la culpa. Dejé que ese hijo de puta de Alster me engañara, para recuperarme de lo cual me va a hacer falta una buena ración de piedad, y los dos sabemos lo difícil que será eso.
—Hablas en serio, ¿verdad, Nigel? No vas a dejarme ir.
—No puedo. Si fuera al revés, tú tampoco me dejarías.
—Oh, tío. Ésta es la única oportunidad que tenemos de salvar nuestras almas. No podemos cometer un genocidio.
—No nos queda más remedio.
—Mira, ¿quieres decirle al menos al capitán que haga una pasada por el generador?
—Claro, Ozzie. Eso haremos.
Ozzie conocía bien ese tono, Nigel sólo le estaba siguiendo la corriente.
—Hijo de puta.
Nigel se levantó.
—Tus amigos y tú os quedaréis aquí hasta que esto se solucione. No puedo darte acceso a la unisfera, pero si hay algo más que necesites, sólo tienes que pedirlo.
Ozzie estuvo a punto de decirle dónde se podía meter su hospitalidad.
—Todos los datos sobre el generador. Voy a echarle un vistazo de todos modos.
—Me parece bien, Ozzie.
—Y si encuentro un modo de arreglarlo,…
—Me agacho y me puedes poner en órbita de una patada en el culo…
—Cómo lo sabes. Ah, y Nigel, consíguele al muchacho una chica, quieres. Una chica dulce, no una tía en su quinta vida.
Nigel le lanzó una mirada irritada.
—¿Acaso tengo pinta de chulo?
Ozzie sonrió.
—Esto sólo va a llevar una semana —dijo Nigel—. Puede esperar.
—Eh, venga, tío, podríamos estar todos muertos para entonces. Ese chaval nunca ha echado un polvo. Y ahora vas tú y lo metes en la cárcel. De cinco estrellas, ya lo sé, pero sigue siendo el trullo. Dale un respiro.
—Ozzie…
—Si no puedes llamar a una puta, manda a una de tus esposas. De todos modos, deben de ser de su edad.
—No puedes picarme para que lo haga.
—Hazlo, Nigel, muestra un poco de humanidad al menos en esto. Ya pago yo si a ti te molesta tanto.
—Tú verás. —Nigel salió por la puerta con un ligero movimiento de la mano.
—Joder, pues muchas gracias —le gritó Ozzie.
Ocho horas después de despegar hacia Puerto Perenne, los pasajeros del Ganso de Carbono empezaban al fin a relajarse. Había una sensación general entre ellos de que quizá, después de todo, consiguieran llegar al generador del agujero de gusano. Los vientos de cola habían cobrado velocidad al cruzar el océano y Wilson había anunciado que su tiempo de vuelo previsto era de otra hora y cuarto como mucho.
Paula no era en absoluto tan optimista como los otros. El aviador estelar sólo necesitaba una ventaja de cinco minutos para pasar por el agujero de gusano. Incluso a pesar de haber reducido el tiempo de vuelo, el otro iba a tener casi cuarenta minutos. Aparte de un par de horas sumida en un sueño inquieto, la investigadora se había pasado el tiempo revisando planes de supervivencia de emergencia. Había muchos escenarios posibles cargados en la aviónica, la mayor parte relacionados con la posibilidad de que el avión se viese obligado a caer al océano. Dado que cada Ganso de Carbono llevaba paquetes de alimentos de emergencia y había más reservas en Villa Trabas y Puerto Perenne, Paula calculaba que tendrían suficientes alimentos para sobrevivir entre diecisiete y veinte meses. Significaría regresar a Villa Trabas, donde estaban aparcados los otros aviones, pero no se enfrentaban a una perdición inmediata. La electricidad y la calefacción eran bastante fáciles, la verdad. Las micropilas podían proporcionales electricidad durante décadas enteras.
Regresó a la cubierta de pasajeros superior, en la que se había acomodado todo el mundo. Los Guardianes la miraron con expresiones suspicaces y hostiles. No era que eso la molestara, la animosidad abierta era casi una compañera constante en su trabajo. Las Garras de la Gata se limitaron a hacer caso omiso de ella mientras que los tres miembros restantes del equipo de París le sonrieron con calidez cuando pasó. Las escaleras de la parte posterior de la cabina la llevaron a la siguiente cubierta, que tenía las luces amortiguadas. Paula podía ver el horizonte a través de las ventanitas circulares, una línea rosada borrosa que separaba el océano negro de un cielo lleno de estrellas. Los destellos de la estrella de neutrones enviaban una amplia luz trémula de un color azul amoratado por todo el océano que dejaba en su retina una imagen violeta. Se mantenían por delante del amanecer, que estaba previsto que los alcanzara veinte minutos después de que llegaran a Puerto Perenne.
Cuatro tramos más de escaleras y dos escotillas presurizadas la llevaron a la bodega de carga inferior, donde habían guardado todos sus vehículos. El ruido de las turbinas allí era más alto, casi como si hubiera algún tipo de motor de combustión operando cerca. Y aunque Wilson había puesto la calefacción a máxima potencia, hacía frío en el gran compartimento. Se subió la cremallera del forro polar negro y lavanda que se había encontrado en su maletín de ejecutivo del TEC y se dirigió al centro, donde Qatux pasaba el viaje. Se las habían arreglado para encontrar media docena de radiadores, que en ese momento rodeaban al gran alienígena soplando aire caliente sobre su pelo gris oscuro.
Nadie sabía nada de la fisiología de los raiel, así que Paula no sabía si sus estremecimientos ocasionales eran la misma reacción que tenían los humanos al frío o una manifestación de su pequeño problema de dependencia. Dos de los tentáculos más pequeños temblaron cuando se acercó Paula.
—Paula, es un placer verte —suspiró la criatura con voz ronca.
—Gracias.
Tigresa Pensamientos estaba sentada en un cajón junto a Qatux y llevaba el contenido de dos maletines de viaje sobre la falda y la blusa. Por una vez había abandonado los tacones para usar un par de botas y después se había puesto encima unas zapatillas de viaje forradas de piel. Todavía parecía desdichada y muerta de frío y rodeaba con las manos enguantadas un tazón de sopa de tomate.
Adam y Bradley también habían acercado unos cajones. Sus expresiones permanecieron neutrales cuando Paula se sentó en la esquina del cajón que estaba usando Tigresa Pensamientos. Por la razón que fuese, Bradley jamás se había sometido a un perfilamiento ni a ninguna modificación genética y seguía manteniendo su edad de treinta y tantos años, aunque la investigadora nunca había sido capaz de rastrear qué clínica de rejuvenecimiento utilizaba. Era un hombre alto, sobre todo comparado con ella, con el cabello claro de un tono casi rubio platino que contrastaba con los ojos más oscuros que ella había visto jamás. Sus atractivos rasgos se alzaron en una sonrisa de bienvenida, en absoluto triunfante, sólo cortés. Bradley se alegraba de verdad de tenerla entre ellos, aunque Paula no perdonaría ni olvidaría los términos que la habían llevado a bordo.
Adam no podía ser más diferente del fundador de los Guardianes; mucho más achaparrado que la constitución atlética y larguirucha de Bradley, con una musculatura que se había añadido desde la última imagen confirmada que tenían de él en Velaines. La mayor parte de la oficina de París habría pasado a su lado sin reconocerlo, pero después de tanto tiempo, Paula podía identificar su rostro en cualquier parte, fuera cual fuera el perfilamiento al que se sometiera. De hecho, después de tantos cambios, las nuevas alteraciones que quisiera hacerse tenían un límite muy marcado. Su nuevo rostro redondeado, que aludía a una juvenil mediana edad, era una clara advertencia contra el uso de tanto perfilamiento celular barato autoaplicable. Sus mejillas y barbilla tenían una consistencia correosa y estaban afligidas por lo que parecía una forma suave de eccema. El cuello de su abrigo semiorgánico estaba plagado de pelos oscuros, que se estaban cayendo como si fuera una víctima de radiaciones.
—Debe de dolerle cuando se afeita —dijo Paula.
Adam se llevó la mano a la cara antes de que fuera siquiera consciente de ello.
—Hay cremas apropiadas, gracias por su interés. Usted tampoco tiene muy buen aspecto ahora mismo. ¿Se marea, investigadora?
—Sólo estoy cansada.
—Por favor —les rogó Bradley.
—He estado calculando las reservas de comida, por si nos quedamos atrapados aquí —dijo Paula—. No deberíamos tener ningún problema durante un tiempo, pero he venido a preguntar qué come Qatux.
Los cinco tallos oculares del raiel giraron en redondo al unísono para concentrarse en ella.
—Tu preocupación es conmovedora, Paula. No hay necesidad de alarmarse, podré digerir comida humana. Calculo que consumiré tanto como cinco humanos adultos al día. Con la excepción del curri. No le sienta bien a mi proceso digestivo.
—Eh, al mío tampoco —trinó Tigresa Pensamientos.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Paula—. Puedo sustituirla si quiere dormir un poco.
—Qué amable, pero estoy bien. Me eché unas horas aquí dentro hace un rato.
—¿El señor Elvin y tú vais a discutir? —preguntó Qatux—. Habéis sido adversarios durante muchos años. Encontraría ese discurso emocional y contrario de lo más apasionante.
—No estoy buscando pelea —dijo Paula con tono rígido—. Esta situación es nueva, para los dos.
Adam alzó la cabeza y miró al raiel.
—El enemigo de mi enemigo es mi amigo. Un viejo dicho humano.
—¿De veras dejan a un lado los viejos rencores con tanta facilidad?
—Compáralo con la amenaza de exterminación de la humanidad y lo entenderás —dijo Paula.
—Qué bonito —dijo Tigresa Pensamientos—. Que todos podamos llevarnos bien, ya saben.
—Gracias, querida —dijo Qatux—. Ése ha sido un sentimiento impresionante de empatía y, creo, camaradería.
—Por eso me pagan una pasta —rió la actriz—. ¡O no!
Paula se volvió hacia Bradley.
—La buena noticia es que si el aviador estelar consigue cerrar el agujero de gusano a su paso, podremos sobrevivir.
—Quizá usted, querida, pero para mí ese fracaso será peor que la muerte.
—Entiendo. Me gustaría saber ahora cuáles son sus planes, con exactitud. Quizá pueda ayudarle.
—Planes —murmuró Bradley con tristeza—. Tenía grandes planes, investigadora. En otro tiempo. Hoy en día, las cosas se han hecho un tanto más flexibles, por así decirlo. Lo único que podemos hacer es esperar que nuestros amigos de Tierra Lejana encuentren algún modo de evitar que el aviador estelar atraviese el agujero de gusano hasta que nosotros lleguemos a Puerto Perenne. De ese modo quizá todavía consigamos acorralarlo y matarlo. Por todos los cielos soñadores, no puedo creer que hayamos llegado a esto.
Paula miró los Volvos que acechaban en la oscuridad, a su alrededor, las cabinas casi tocaban el techo de la bodega de carga.
—¿Y qué llevan los camiones? ¿Qué han estado metiendo de contrabando en Tierra Lejana durante tantos años?
—A mí no me mire —gruñó Adam—. Yo sólo soy la mano de obra que organiza el envío.
—¿Bradley? —preguntó Paula.
—Había elaborado un plan para proporcionarle al planeta su venganza. Para llevarlo a cabo se requiere una gran cantidad de sofisticada tecnología de campos de fuerza.
—¿Cómo mata la tecnología de campos de fuerza al aviador estelar? ¿Lo atrapa dentro de uno?
—Oh, no, la venganza del planeta está diseñada para destruir al Marie Celeste. Tenía intención de ponerla en práctica cuando supimos que el aviador estelar iba a volver. Sin su nave, estará atrapado de verdad en Tierra Lejana. No puede volver a casa y no puede regresar a la Federación, podemos cazarlo y darle muerte.
—Y si consigue atravesar el agujero de gusano de Tierra Lejana antes que nosotros, ¿los Guardianes podrán poner en práctica ese plan de venganza?
—Es posible, aunque sin el equipo que llevamos nosotros, será más débil de lo que yo preferiría. Y por supuesto, los datos que usted y la senadora Burnelli le quitaron a Kazimir son extremadamente importantes.
—Que nosotras pudiéramos determinar, no era más que información meteorológica de Marte.
—Y lo determinaron bien, querida. Tenemos intención de canalizar el tiempo de Tierra Lejana contra el Marie Celeste. Además de ser extremadamente eficaz contra esa máquina brutal, lo más apropiado es darle a Tierra Lejana la oportunidad de llevar a cabo un castigo justo. Fue la bomba de llamarada liberada por el Marie Celeste lo que estuvo a punto de aniquilar la biosfera de todo el planeta.
—¿El tiempo? —Paula frunció el ceño. Ni siquiera ella podía resolver las variables de aquel rompecabezas—. ¿Va a utilizar el tiempo contra una nave estelar?
—Sí. ¿Sabía que la dinastía Halgarth domina la parte del león de las ventas de campos de fuerza de la Federación gracias a los sistemas que les proporcionó el aviador estelar con el pretexto de las investigaciones del Instituto?
—Sé que son los líderes del mercado, sí.
—En realidad no podía ser de otro modo. El Marie Celeste viajó por el espacio a una velocidad casi relativista durante cientos de años. Tenía que tener unos campos de fuerza magníficos para sobrevivir a un entorno tan duro. Lo que lo convierte en un objetivo muy difícil para nuestros ataques. Desde luego, sería inmune a las bombas de fusión, incluso aunque quisiéramos hacerlas detonar en Tierra Lejana. La clase de armas modernas y sofisticadas, y lo bastante potentes como para romper el campo de fuerza del Marie Celeste son, en esencia, imposibles de obtener. No están disponibles en el mercado negro. Su fabricación sería incluso más difícil. La Federación tiene una red de vigilancia tan eficaz para los sistemas de fabricación de uso dual que hasta Adam tendría problemas para burlarlo.
—¿Entonces cómo usa el tiempo cuando nuestras mejores armas son ineficaces?
—Generamos una supertormenta y utilizamos mecanismos derivados de los campos de fuerza para guiarla. Tierra Lejana disfruta de un sistema meteorológico casi único, en parte debido a su tamaño y en parte a su geografía. Cada noche se produce una gran tormenta sobre el océano Hondu, una tormenta que atraviesa la Gran Tríada. Eso se convertirá en nuestra central eléctrica; hemos desarrollado un mecanismo para amplificarla y dirigirla contra el Marie Celeste. En teoría, debería añadir. Nadie ha puesto en práctica esa idea jamás.
—Marte tiene tormentas —dijo Paula de repente—. Grandes tormentas.
—Muy bien, investigadora. Marte está sometido a tormentas planetarias que duran meses, a veces años. También comparte la gravedad baja de Tierra Lejana, lo que lo convierte en el planeta más parecido de la Federación. Los datos que recogimos allí no tendrán precio para nuestras rutinas de control.
—¿De verdad cree que puede controlar el tiempo?
—Una mejor descripción sería decir que lo agravamos y dirigimos. Y sí, creemos que es posible; durante un corto espacio de tiempo, al menos, y eso es todo lo que pedimos.
—Requerirá una cantidad fenomenal de energía. Hasta yo me doy cuenta de eso.
—Sí. De eso ya nos hemos ocupado.
Paula quería señalar los fallos, (parecía una noción tan extraña, nada de lo que debieras depender para llevar una cruzada de ciento treinta años a su punto culminante), pero no sabía lo suficiente sobre los procedimientos que había elaborado Johansson. Había que tener fe.
—Suponiendo que pueda dirigir una supertormenta, y todavía soy escéptica en cuanto a eso, ¿qué utilidad tendrá contra una nave estelar cuyos campos de fuerza pueden protegerla contra armas nucleares?
—Su tamaño es su perdición —dijo Bradley con tono resuelto—. Pretendemos iniciar la venganza del planeta mientras el Marie Celeste permanece en el suelo, donde es más vulnerable. La supertormenta será lo bastante potente como para levantar la nave y lanzarla a su destrucción y lo mejor es que, si sus campos de fuerza están activados, la superficie que le presentará a la tormenta será más grande todavía, mientras que la masa global seguirá siendo la misma, lo que hace que a los vientos les sea más fácil levantarla y destrozarla.
—Veo la lógica —dijo Paula—. Pero todavía no estoy convencida de que sea lo más práctico.
Johansson se desplomó en su asiento.
—Es probable que ya nunca lo sepamos.
—He estado pensando en nuestra llegada a Puerto Perenne —dijo Paula—. ¿Tienen alguno más de esos drones de reconocimiento?
—Dos en cada coche blindado —le dijo Adam.
—Tenemos que intentar lanzarlos cuando nos acerquemos a Puerto Perenne y estemos dentro de su margen de vuelo.
Adam recorrió con la mirada toda la bodega de carga.
—Podría ser divertido.
Estaban a cuatrocientos kilómetros de Puerto Perenne cuando Wilson hizo bajar al Ganso de Carbono a un kilómetro por encima del agua.
—¿Estás preparado? —le preguntó a Adam, que se encontraba en el coche blindado que estaba más cerca de la rampa de carga posterior.
—Sistemas conectados. Los drones están preparados para volar.
—Preparado. Despresurizando. —Las manos virtuales de color verde lima de Wilson barrieron los símbolos de control.
—No hay efectos sobre la estabilidad —informó Oscar desde el asiento del copiloto.
—¿Hay algo en el radar? —Habían desconectado su propio radar al acercarse a su destino. Si los dos Gansos de Carbono que se había llevado el aviador estelar seguían utilizando sus radares, las señales deberían ser detectables.
—Nada —dijo Oscar—. Supongo que los aviones del aviador estelar ya están en tierra.
—Maldita sea, casi me apetece hacer una pasada sólo para averiguarlo.
—Ésta es la única ventaja que tenemos —dijo Oscar—. No sabe que venimos.
—Pues menuda ventaja.
—Es la única que tenemos —señaló Anna.
—De acuerdo, atengámonos al plan —dijo Wilson. Sus pantallas le mostraban que la presión de la bodega de carga inferior estaba igualada—. Abriendo puertas de la bodega —le dijo a Adam.
Todos se prepararon para la sacudida del gigantesco avión. Sacudida que no se produjo. El único modo que tuvo Wilson de saber que las puertas se estaban abriendo fue a través de la pantalla de su visión virtual.
—Lanzando —dijo Adam—. Uno fuera. Uau, menuda caída. Tiene buena pinta, la matriz lo está sacando del picado. Se nivela. Bien, lanzando el dos.
Wilson cerró las puertas y después llevó al Ganso de Carbono a los trescientos metros. No se atrevía a ir más bajo sin disponer de un radar para comprobar a qué altura del mar estaban en realidad. La altitud debería ayudarlos a acercarse más a Puerto Perenne antes de que los detectaran.
A bordo, todo el mundo accedió a la señal protegida que enviaron los drones en cuanto se adelantaron a toda velocidad. Los infrarrojos mostraron un leve esbozo de la isla de roca pura cuando se acercaron a Puerto Perenne. Unos trozos más brillantes de color salmón resplandecieron sobre la costa, acurrucados en la amplia hondonada del acantilado.
—Están en tierra —dijo Adam.
—Ahí abajo hay mucha actividad —dijo Morton—. Veo movimiento.
—Vehículos, creo —dijo Paula—. El calor lo emiten sus motores.
La resolución de la imagen fue mejorando a toda prisa a medida que se acercaron los drones. Ambos Gansos de Carbono eran fáciles de distinguir, aparcados justo encima del mar, sus turbinas brillaban como soles pequeños. A cierta distancia del agua, las seis cabañas y el largo edificio de alojamiento temporal registraban unos cuantos grados por encima de la temperatura ambiente, mientras que el hangar solitario sólo aparecía en el granuloso escáner de amplificación de luz. El edificio curvo del generador era de un tono rojo general, con un brillo de luz plateada filtrándose por la cortina presurizada. En tierra había ocho grandes camiones, justo delante del agujero de gusano, con los motores de combustión encendidos. Los drones podían incluso captar el humo del monóxido de carbono que salía por los tubos de escape. Tres de ellos tenían remolques calentados, grandes cajas oblongas protegidas por campos de fuerza.
—Todavía no han pasado —dijo Adam, asombrado—. ¿A qué coño están esperando? Sólo les quedan cuarenta minutos antes de que se cierre el ciclo del agujero de gusano.
—Stig —dijo Bradley—. Tiene que ser él. Los ha entretenido de algún modo.
Los drones ya estaban lo bastante cerca como para captar a los humanos que estaban en el suelo. Había cinco personas con trajes de presión compensada agrupadas justo delante del campo de fuerza. Había mucho tráfico de señales cifradas entre ellos y los camiones.
—Tenemos una oportunidad —dijo Adam—. Wilson, danos una vuelta. Todo el mundo del equipo de combate, preparados para saltar.
Wilson estuvo seguro de haber oído vítores en la cubierta superior cuando alteró la trayectoria de vuelo del Ganso de Carbono un par de grados. Le apeteció unirse a los gritos. Oscar estaba sonriendo de un modo pecaminoso a su lado. Anna le rodeó los hombros con los brazos y le dio un beso de felicidad.
Una cámara de la bodega de carga inferior le mostró diez figuras blindadas que se dirigían poco a poco hacia la puerta de atrás cuando se abrió otra vez. Las Garras de la Gata y el equipo de París llevaban el mismo tipo de traje, mientras que los cuatro Guardianes que se habían unido a ellos llevaban trajes agresores de la mejor marca disponible en el mercado negro.
—Mejor ellos que yo —dijo Oscar—. ¿Accediste al pequeño salto que hizo Gore Burnelli en Park Avenue? Ese asesino no quedó en muy buena forma cuando aterrizó.
—Los trajes de la Marina están a la altura —dijo Wilson—. Recuerdo las especificaciones que elaboramos. Y Adam no dejaría que su gente tomara parte a no ser que estuviera seguro.
—Esperemos.
Wilson elevó su altitud otros ciento cincuenta metros. El acantilado que rodeaba la inmensa isla tenía más de cien metros de altura en algunos lugares. No era la primera vez que pilotaba a ciegas, (ya, bueno, hace trescientos cincuenta años), y la regla de oro era darte siempre suficiente margen en territorio enemigo. La aviónica del Ganso de Carbono tenía un excelente sistema de navegación inercial, pero no se podía decir que estuviera diseñado con ese tipo de hazaña en mente.
Apagó todas las luces internas, incluyendo las de la cabina.
—Un minuto para que alcancemos la costa —les dijo a todos.
Oscar quitó el limite óptico del parabrisas y Wilson puso sus implantes de retina en modo de máxima amplificación luminosa.
—Creo que veo el acantilado.
Unos iconos rojos de advertencia aparecieron en la función de navegación del avión.
—Al avión no le gusta donde estamos —gruñó Oscar—. Y ya somos dos.
Las manos virtuales de Wilson se movieron para desconectar las advertencias. Había eliminado ya tres cuando se conectó el radar del Ganso de Carbono.
—¡Mierda! —La imagen del dispositivo atravesó la mitad de su visión virtual y la salpicó con un retrato verde y morado del mar y el frente del acantilado que tenían delante—. Anna, desconecta el puto radar. Dispárale si no te queda más remedio.
A su mujer le llevó varios segundos desconectar la energía y después cargar una serie de restricciones en los programas de seguridad contra colisiones contra el suelo que estaban monitorizando el vuelo.
—Maldita sea —escupió Wilson cuando pasaron por encima de la roca deformada—. Adam, saben que estamos aquí, el cabrón del piloto automático conectó el radar. Lo siento. ¿Quieres abortar la operación?
—No es opción —dijo Morton—. Mantenlo estable, Wilson, vamos a saltar.
Wilson apretó los paneles con fuerza e hizo presión en los puntos-i, como si sólo con eso pudiera mantener el rumbo del inmenso avión.
—Han saltado —dijo Adam—. Sácanos de aquí de una vez.
Wilson viró de repente el Ganso de Carbono a estribor y los hizo dibujar una curva para regresar de nuevo al mar. Tras ellos, diez trajes blindados se precipitaron por el gélido aire nocturno a velocidad terminal.
El pequeño robot chivato que se abría camino sin que nadie lo detectara por el parapeto de la muralla del Mercado estaba diseñado para parecer una cucaracha. Trabajaba con cinco hermanos que coordinaban sus respectivos tipos de sensores y transmitían los resultados a una masa de reguladores disfrazada de rata, que a su vez transmitía los datos al operador que se encontraba a una distancia segura. Los construía el clan McSobel, que envolvían una matriz bioneuronal que suministraban los barsoomianos con un cuerpo de plástico corrugado. Tenían más de ochenta escaneando la plaza de la Primera Pisada, lo que les proporcionaba una imagen bastante exhaustiva de lo que estaba tramando el Instituto.
A medida que iba pasando la cálida tarde, los Guardianes vigilaban la fila curva de Range Rover Cruiser aparcados delante de la salida. No había ningún otro vehículo en la plaza 3P. Varios escuadrones de tropas del Instituto holgazaneaban a la sombra de los toldos instalados junto a la base de la muralla, sirviéndose los contenidos de los cafés abandonados. Justo después de las dos se abrió la salida y su campo de fuerza nacarado se volvió de un color más funerario al exponer la noche de Medio Camino. Lo atravesaron un par de personas con trajes presurizados.
—Por ahí no se mueve nadie más —dijo Stig cuando revisó las imágenes. Olwen y él habían instalado un puesto de mando temporal en el teatro Ballard, a tres kilómetros al este de la plaza 3P. Lo habían elegido porque tenía un restaurante en el último piso con las paredes de cristal, lo que les proporcionaba una magnífica atalaya que les permitía contemplar toda la ciudad. También le daba motivos a Stig para sentirse expuesto. Iba alternando entre los robots chivatos y la observación a simple vista, buscando los dirigibles robot que dibujaban círculos sobre la ciudad como unos tiburones gordos e impacientes.
Cualquier día normal, alguien habría observado las veintidós formas oscuras que mantenían las distancias mientras daban vueltas y más vueltas en un tranquilo desfile a una altitud escasa muy poco habitual en ellos. Hasta el momento nadie había llamado al aeródromo para preguntar qué estaba pasando. Todo el mundo estaba muy ocupado, o bien ocultándose en sus casas, intimidado por las patrullas de la policía escoltadas por los Range Rover Cruiser del Instituto, o buscándoles líos a esas mismas patrullas. En las calles más grandes se habían reunido varias multitudes para tirar botellas y piedras cada vez que veían un coche de la policía.
Al Instituto no parecía importarle mucho, a menos que alguien empezara a protestar por la ruta despejada que salía de la ciudad y conducía a la autopista Uno. En ese caso, las tropas caían sobre los alborotadores sin miramientos y sin fingir siquiera que pretendían implicar a la policía. Lo que hacía más difícil que los francotiradores de los Guardianes se pusieran en posición. Stig todavía estaba intentando infiltrar tres equipos para colocar trampas explosivas en la carretera. La ruta que había despejado el Instituto utilizaba el puente Tangeat sobre el río Belvoir. Ésa era la máxima prioridad para las bombas. Y era obvio que también era una de las mayores preocupaciones de quienquiera que comandara las tropas del Instituto; había nueve Range Rover Cruiser aparcados en el puente y sus sensores escaneaban sin parar el agua que corría por debajo.
—Tiene que ser en este ciclo —dijo Olwen—. No invertirían tantos esfuerzos de otro modo.
—Ya. —Stig volvió a mirar por encima de los tejados. A lo lejos, al sur, otro globo dirigible robot se deslizaba con suavidad sobre la autopista Uno. El leve revestimiento rosa del gráfico que le proporcionaba su visión virtual demostraba que se trataba de uno de los seis bombarderos—. Tengo que cambiar esa pauta de espera. El Instituto va a terminar por notar su presencia si siguen sobrevolando así la autopista Uno.
—De acuerdo —dijo Olwen. Sabía que no tenía sentido discutir cuando los nervios de Stig provocaban aquella determinación en su voz.
Stig se sentó en una de las mesas y encendió un cigarrillo. Exhaló unas cuantas bocanadas de humo y después empezó a manipular enlaces protegidos para comunicarse con los dirigibles robot. En lugar de dibujar un gran círculo alrededor de Ciudad Armstrong, los dividió en dos grupos e hizo que uno formara un círculo hacia el este y el otro hacia el oeste. Al norte, por supuesto, estaba el mar. Si se acumulaban todos allí, no cabía duda de que iban a notar su presencia y cuestionarla.
Necesitó casi dos horas y once cigarrillos antes de darse por satisfecho y ver que todos habían adoptado sus nuevas posiciones de espera. El viento estaba empezando a soplar del mar del Norte, lo que hacía que a las aspas de los dirigibles robot les costara un poco más mantener el rumbo. A Stig no le gustaba el aspecto de las nubes que estaban deslizándose por el horizonte; se estaban haciendo cada vez más oscuras. A aquellas alturas ya conocía bastante bien el tiempo de Ciudad Armstrong y sabía reconocer cuándo iba a llover.
Una hora después, las primeras gotas de agua comenzaban a golpear el cristal tintado de verde del restaurante. Mantuvieron las luces apagadas mientras el cielo se iba oscureciendo fuera cada vez más.
—Esto podría complicar las cosas —dijo Stig—. El agua añade mucho peso a los dirigibles robot, no deberían volar a baja altitud bajo la lluvia.
—Keely dice que hay mucho movimiento por la avenida Mantana —dijo Olwen.
La mano virtual de Stig sacó las imágenes de los robots chivatos de la red. Le dieron una visión a ras del suelo de grandes ruedas que pasaban a su lado, levantando una fina rociada del cemento amalgamado por enzimas. Después, sacó una imagen transmitida por un robot chivato desde uno de los viejos álamos arce peludos. Dos camiones pasaron rugiendo por debajo, flanqueados por varios Range Rover Cruiser; los seguía un gran camión MANN cuyo remolque transportaba una gran cápsula de aluminio reforzado con un grupo de sofisticadas unidades de aire acondicionado en un extremo. Lo seguían más Cruiser, las armas que llevaban montadas iban girando de un lado a otro.
—¿De dónde ha salido eso? —preguntó Stig.
—No lo sabemos —dijo Keely—. Debían de tenerlo aparcado en un polígono industrial cerca de aquí.
—Y lo que es más importante, ¿qué es? —dijo Olwen—. ¿Una cabina de soporte vital para el aviador estelar?
—Bien podría serlo —dijo Stig. Estaba rastreando el camión MANN con los sensores del robot chivato. Las paredes curvas de metal de la cápsula estaban reforzadas por una especie de campo adherente, lo que lo convertía en prácticamente inexpugnable para cualquiera de las armas portátiles que tenían los Guardianes. No tenía ninguna ventanilla. De las aletas de las unidades de aire acondicionado se alzaban volutas de vapor cuando la lluvia las salpicaba.
—Movimiento en 3P —advirtió Keely.
Stig se apresuró a sacar más imágenes de la red. Ocho personas con voluminosos trajes presurizados y casco salían del edificio de gestión del TEC que había junto a la salida. Atravesaron directamente la cortina presurizada.
—Es hoy —anunció Stig—. Tiene que serlo, sólo queda hora y media en este ciclo. —Por asombroso que pareciera, no sintió casi nada, ni emoción ni miedo. El enemigo más artero de la humanidad estaba a punto de llegar a ese planeta y allí estaba él, contemplando el momento con una anticipación más bien fría. Su mano virtual tocó el icono general de comunicación—. A todos, situación uno. Creemos que ya viene. Id a vuestros refugios y preparaos para trasladaros al punto de combate después del ataque contra la plaza 3P. —Apagó el cigarrillo y se acomodó en la silla, después cerró los ojos para estar rodeado por completo por su visión virtual. Sus manos virtuales de color azul y cromo bailaron por los iconos de mando de vuelo de los dirigibles robot para organizarlos en sus formaciones de ataque. Tenía razón en lo de la lluvia, degradaba su rendimiento, haciéndolos incluso más lentos de lo habitual. Peligroso en aquella tormenta que llegaba a ráfagas. Si una ráfaga sacaba a alguno de su rumbo, le llevaba más tiempo de lo habitual responder y corregirse.
—La gente está volviendo a casa —dijo Olwen—. La lluvia no es un buen sitio para protestar.
Stig se apretó contra el cristal y miró hacia la plaza de la Primera Pisada, que se elevaba sobre los edificios que la rodeaban.
—Eso quizá nos ayude. Estarán más seguros dentro.
—¿Sí?
—Quizá. No lo sé. Es un consuelo creerlo. —Su mano dio unos golpecitos en la plancha fría y gruesa de cristal—. Será mejor que salgamos de aquí.
Justo antes de que llegaran a las escaleras, un relámpago estalló cerca de la costa. Stig vio los dirigibles robot atravesando los límites de la ciudad. Vistos de frente, eran grandes círculos negros posados sobre los edificios, aparentemente inmóviles. Se desplazaban sin luces, con las estroboscópicas de navegación apagadas. Cosa que los había transformado, ya no eran antiguallas torpes y obsoletas que provocaban una sonrisa cuando su pintoresco contorno se deslizaba por el cielo; habían obtenido una apariencia extraña, como de otro mundo, al acercarse a la encapotada ciudad humana para repartir su carga letal.
—¿Y si Adam atraviesa la salida? —preguntó Olwen.
—Tengo que actuar con la información que tenemos, por limitada que sea. Y ese camión no transportaba un arma. Es el aviador estelar.
—Si lo es, hará volar el generador del agujero de gusano en cuanto haya pasado. Nos quedaremos aislados.
—Lo sé —dijo Stig pensando que ojalá pudiera responder de otro modo.
—¿Lo seguirá Adam?
—No lo sé. ¡Por todos los cielos soñadores! Se suponía que ya tenía que estar aquí, esa operación para burlar el bloqueo que organizó debería haber funcionado.
—¿Entonces qué vas a hacer?
—Continuar con el ataque, no hay nada más que podamos hacer. Si es Adam el que está en Medio Camino, supondrá lo que vamos a hacer.
—Adam no sabe lo que tenemos aquí, ni cuáles son nuestros planes para casos de emergencia.
—Johansson sí. Iba a unirse a la operación para burlar el bloqueo.
—Stig, tenemos que mantener la salida abierta. Los dos quedarán atrapados en Medio Camino, y el equipo que necesitamos también.
—Puede que tengamos equipo suficiente para la venganza del planeta. Tampoco es que lo vayamos a necesitar si podemos matar al aviador estelar hoy.
—Dudo que lo consigamos —exclamó la joven con amargura—. Lo dudo mucho.
Salieron a la calle y Stig activó su traje esqueleto de campo de fuerza, que puso en nivel uno, con lo que estableció un campo mínimo, después, para defenderse de la lluvia, se subió la cremallera de la cazadora de cuero que había comprado SanPetersburgo. Unas nubes oscuras cargadas de lluvia ocultaban el sol y hacían caer un crepúsculo prematuro sobre Ciudad Armstrong.
Bajaron a toda prisa por la calle desierta y después cogieron una ruta por varios callejones sin iluminar hasta que salieron a la avenida Mantana, justo sobre el distrito gubernamental. Allí al menos funcionaban las farolas, que arrojaban largos reflejos amarillentos sobre el pavimento empapado. La luz de los antiguos y desvencijados edificios que había tras los álamos arce peludos era intermitente, las ventanas de las oficinas brillaban con un lustre nacarado cuando sus bandas polifotónicas permanecían encendidas, iluminando escritorios vacíos y salas de reuniones. Las tiendas de los pisos bajos estaban cerradas, con las verjas de rejilla de carbono bajadas y cerradas, oscuras y sin vida en el interior. En la calzada no había tráfico. Los robots municipales pasaban con estruendo por las alcantarillas, sus luces estroboscópicas de color ámbar destellaban cuando sus cepillos giratorios quitaban la basura y las hojas para mantener los desagües despejados.
Stig aceleró cuando se intensificó la lluvia y casi echó a correr. Las ramas de los álamos arce peludos descendían sobre sus cabezas cuando las hojas lanudas se empapaban de agua. Unas gotas gruesas lo salpicaban todo. Un rayo destelló en algún lugar cercano a los muelles.
—Allá vamos —dijo Stig cuando llegaron a la bocacalle de la calle Arischal. Llevaba a la plaza Bazely, que en días normales era un cruce muy concurrido, con una gran rotonda plantada de césped en el medio. Tenía amplios pasos de peatones subterráneos por debajo, el refugio que ellos tenían designado durante el bombardeo.
Stig giró para ir y después se detuvo. Destelló otro rayo. Uno de los dirigibles robot se deslizaba sobre el distrito gubernamental en el extremo opuesto de la avenida Mantana, su gran volumen negro se materializó sin ruido entre la lluvia gris y se dirigió hacia ellos. Olwen siguió la mirada de su compañero.
—Por todos los cielos soñadores, vuela muy bajo —dijo ahogando un grito. La quilla estaba a apenas diez metros de los tejados de los edificios de oficinas gubernamentales. Dado el tamaño del dirigible robot, semejante separación era insignificante. El agua rodaba por sus flancos y empapaba los tejados romanos rojos y los paneles solares.
Stig lo vio virar un poco y empezar a volar por la amplia avenida. En su aproximación final, los ventiladores acanalados principales que iban de proa a popa comenzaron a girar a toda potencia. Se movía rápido, mucho más rápido de lo que Stig había anticipado. Las copas de los altos y antiguos álamos arce peludos rozaron el fuselaje del dirigible robot. Las puertas de carga se abrieron por todo el vientre del aparato.
—Muévete —gritó Stig. Los gráficos superpuestos le indicaron que no llevaba ninguna bomba, pero iba a llamar la atención del Instituto en cuestión de segundos. Pero cómo podía ser tan idiota, cómo se le ocurría pararse y quedarse mirando con la boca abierta como un simple turista. Adam lo estaría maldiciendo.
Bajaron corriendo por la calle Arischal mientras el globo dirigible robot se deslizaba con elegancia por la avenida tras ellos. Ya era audible, los ventiladores acanalados zumbaban con urgencia y su tono iba cambiando al girar para mantener el rumbo del aparato a pesar del viento y la lluvia que se estrellaba contra él. El sonido del motor iba acompañado del ruido áspero de los desgarrones provocados por los árboles empapados de la avenida que iban arañando el fuselaje.
Eclipsó la entrada de la calle Arischal, una presencia oscura e inquietante que dominaba el cielo. En la visión virtual de Stig, era uno de los nueve que componían la primera oleada de ataques. Se aproximaban a la plaza 3P en un amplio círculo, programados para llegar con un margen de cuatro minutos entre uno y otro. En tres de ellos ya destellaban los símbolos de advertencia de daños de color rojo cereza. Todos habían chocado contra algo en su vuelo sobre la ciudad: chimeneas, esquinas, árboles y torres que habían rasgado la tela del fuselaje para combar y partir la estructura de carga geodésica. Los agujeros no influían mucho en su aerodinámica o velocidad y continuaban avanzando de forma implacable.
La matriz de comunicaciones del aeródromo informó sobre una serie de llamadas repentinas procedentes del distrito gubernamental y la Casa del Gobernador. Respondió con la respuesta estándar, «estamos remitiendo su mensaje para tomar las medidas necesarias». Unos programas más avanzados comenzaron a sondear la red del aeródromo en busca de los archivos de vuelo actualizados. Las rutinas que habían instalado los Guardianes los estaban desviando e intentando introducir sus propios virus troyanos alteradores en los sistemas del Instituto.
Stig llegó al final de la calle Arischal, donde había una entrada subterránea en la esquina. Bajó los escalones de piedra de tres en tres antes de saltar al fondo. Olwen lo siguió con un salto más ágil. Los dos echaron a correr por el pasaje de cemento iluminado hasta el cruce central que había en medio de la rotonda. Era como un pequeño cráter de cemento, con bandas polifotónicas en lo alto de las paredes. La lluvia caía del cielo sombrío para desaparecer poco a poco con un borboteo por las alcantarillas en parte bloqueadas por la suciedad y la tierra.
Las imágenes de los robots chivatos le mostraron a Stig que a las tropas del Instituto de la plaza 3P por fin los habían alertado de los inmensos invasores aéreos que se dirigían hacia ellos. Cuatro Land Rover Cruiser rodearon el camión MANN para proteger su valiosa carga, con las armas de medio calibre montadas y preparadas, y los pequeños tallos sensoriales barriendo la plaza. Los Cruiser restantes se desplegaron por la plaza 3P, con las armas girando y apuntando a las gruesas nubes de lluvia, rastreando el cielo en busca de un objetivo. Varias tropas con flexoarmaduras subían saltando los escalones del interior de la muralla del Mercado; sus movimientos largos, como los de los corredores de vallas, resultaban ágiles en aquella gravedad tan baja. Los robots chivatos informaron de un éter repleto de tráfico cifrado. Los sistemas láser con dispositivos buscadores de objetivos de color escarlata rasgaban el aire, escorzados bajo la lluvia.
—Están reforzando el campo de fuerza sobre la salida —informó Keely.
—Bien. Lo quiero intacto. Adam quizá todavía pueda pasar. —Stig se sentó con la espalda apoyada en la pared y los pantalones metidos en el agua que se deslizaba por el suelo. Olwen se arrodilló a su lado y lo cogió de la mano. Stig se alegró de contar con aquel contacto. Todo a lo que se estaban enfrentando le parecía tan lejano, la pantalla de su visión virtual lo reducía al nivel de un ejercicio de entrenamiento—. Está a punto de empezar —les dijo a todos por la banda general.
El globo dirigible robot que bajaba por la avenida Mantana fue el primero en llegar a la plaza 3P. Era también el más visible al empezar a elevarse justo antes de llegar a la muralla del Mercado. Las tropas del Instituto que lo tenían en sus sensores trazadores abrieron fuego de inmediato. Los impulsos de iones y las balas cinéticas atravesaron directamente la tela del fuselaje y perforaron la mata delantera de células de helio antes de salir por el fuselaje superior. De vez en cuando, una alcanzaba una viga de titanio de carbono de la estructura de carga e infligía algún daño. Pero la geodésica estaba diseñada para mantener la integridad global en condiciones de impactos importantes y los factores de carga se limitaban a girar. En general, era como dispararle a un denso trozo de aire.
La enorme curva roma del morro se alzó sobre la entrada de Enfield. Los dispensadores acoplados a sus bodegas de carga comenzaron a disparar andanada tras andanada de virutas, bengalas y pequeños drones de guerra electrónica. Durante un glorioso minuto, la oscuridad quedó desterrada por completo cuando unas deslumbrantes estrellas rojas y blancas se arremolinaron por toda la plaza 3P, dejando a su paso finos jirones de humo. Destellaron varias detonaciones secundarias y unas virutas plateadas chispearon en el cielo antes de caer como aguanieve. Unos drones más silenciosos de color azul grisáceo salieron disparados como colibríes, imposibles de ver, enviando potentes y perjudiciales impulsos electromagnéticos.
Las tropas de la muralla disparaban sin parar contra el dirigible robot a medida que éste se iba introduciendo cada vez más en la plaza 3P. Después, fueron los Cruiser del suelo los que abrieron fuego. Era obvio que alguien había tomado el mando entre los oficiales del Instituto. Las armas máser y cinéticas de más calibre se dirigieron primero a los ventiladores acanalados que sobresalían del fuselaje; después, las armas se abrieron camino por la quilla, donde estaban situadas las bodegas de carga. Empezaron a aparecer arrugas en el fuselaje y la estructura geodésica sucumbió al fin a la violencia. Los desgarros empezaron a multiplicarse y dejaron a la vista los grupos de células de helio que salpicaban el interior, esferas blancas traslúcidas como burbujas de cera.
El segundo dirigible robot llegó a la plaza 3P justo cuando las bengalas del primero empezaban a apagarse. Varias tropas cambiaron de objetivo al comenzar a entender sus prioridades. Los Land Rover Cruiser estaban disparando contra las bodegas de carga al tiempo que los dispensadores comenzaban con su rutina de estallidos.
Los dirigibles robot tres y cuatro llegaron a la vez. Para entonces, el número uno se estaba hundiendo a toda prisa, el tercio posterior de su fuselaje se retorcía de un modo salvaje y caía hacia la entrada de Enfield. Sólo la inercia lo hacía seguir avanzando mientras la dañada tela del fuselaje se rasgaba en gallardetes que aleteaban imitando a una llama negra. El morro se hundió y cayó sobre una de las grandes fuentes ornamentales de la plaza. Las tropas de la muralla del Mercado que todavía estaban bajo la cola saltaron y se quitaron de en medio a toda prisa cuando se aceleró el descenso del aparato. El dirigible se estrelló sobre la entrada con un elegante movimiento a cámara lenta entre una cacofonía de crujidos y ruidos de astillas rotas que hacían las vigas geodésicas al partirse. Los Cruiser y los camiones se apartaron a toda velocidad y cruzaron la plaza como si se acabara de dar la salida a una carrera mientras el fuselaje seguía derrumbándose, plegándose sobre sí mismo como si alguna terrible fuerza invisible estuviera decidida a aplastar por completo el aparato roto. Sobre él, unas bengalas blancas y rojas se mezclaban con la lluvia y envolvían la resbaladiza tela del fuselaje con dibujos resplandecientes.
Para entonces, los dirigibles robot dos y cuatro también estaban gravemente dañados y comenzaban su descenso incontrolable sobre la plaza. El dos giraba sin parar al desintegrarse su cola, haciendo estallar las células de helio como los globos de una fiesta, lo que llevaba a una brusca pérdida de flotabilidad que empujaba la parte posterior hacia el suelo a una velocidad alarmante. El morro se estrelló contra el medio del tres, un impacto que dobló toda la estructura de carga.
A pesar del tamaño y la sorpresa del ataque, ni las tropas ni el equipo del Instituto habían sufrido baja alguna. Sus vehículos seguían atravesando la plaza a toda velocidad, esquivando los escombros que caían del cielo y apartándose a toda prisa de los lugares de los impactos. Las tropas individuales eran más vulnerables puesto que tenían que correr y saltar sin más guía que la de mirar hacia arriba, y eso mientras mantenían el fuego agresivo. De momento, ninguno de los dirigibles robot se había acercado a la salida. Un anillo protector de varios Cruiser se había dispuesto a su alrededor y había más situándose con varios frenazos. Los camiones se estaban refugiando en los almacenes más grandes y en los arcos que había en la base de la muralla del Mercado.
La potencia de fuego que salía del suelo era intensa e igualaba el diluvio de bengalas en cuestión de destellos. Para cualquiera que estuviera en medio de la plaza, las nubes de lluvia quedaban casi borradas detrás de los torbellinos de luz y los coágulos de oscuridad. Y a este cementerio de gigantescos aparatos bailarines llegó a gran velocidad el globo dirigible robot número cinco, que se precipitó sobre la muralla del Mercado. El siete, el ocho y el nueve se acercaban a gran velocidad y todavía atraían el fuego desde la parte superior de la muralla.
—Hay bombas en el cinco y el ocho —dijo Stig. Infló su campo de fuerza a toda potencia y se cubrió la cabeza con los brazos—. Keely, haz caer la red urbana.
El dirigible robot número cinco había metido dos tercios de su fuselaje en la plaza cuando el gran cilindro cayó de su bodega de carga frontal, pasando casi desapercibido entre el antagónico entorno que habían creado los dispensadores señuelo. Se desplomó durante un par de segundos hasta que estuvo por debajo del borde de la muralla del Mercado y entonces detonó una carga explosiva de su interior. El cilindro desapareció dentro de un estallido de vapor denso de óxido de etileno que parecía una nube de humo hinchada. La matriz de control de la bomba provocó una segunda explosión, mayor, que prendió la nube.
La bola de fuego del combustible aéreo produjo un estallido en la presión excesiva, sólo un poco menor que el que produciría una bomba nuclear.
Stig lo vio. Tenía los ojos cerrados y la visión virtual en potencia media, pero el destello le atravesó los párpados de todos modos. Se correspondió con la desaparición de todas las imágenes de los robots chivatos. Varios segundos más tarde, la onda de sonido estalló sobre él. Apretó más los brazos cuando el muro de cemento se sacudió.
Cuando levantó la cabeza, el cielo había vuelto a oscurecerse aunque la lluvia había desaparecido. Vio unas manchas curiosas en las alturas. Pequeñas formas veladas que atravesaban la noche, como si una bandada de murciélagos huyera de la escena. No había murciélagos en Tierra Lejana. Cuando se levantó, vio una columna hirviente de aire luminoso que se alzaba de la plaza de la Primera Pisada. Se dio cuenta de que había perdido el contacto con la mitad de los globos dirigibles robot de la segunda oleada. Un par que sí respondieron registraban altitud cero y sus células de helio tenían unas filtraciones prodigiosas.
—Vamos —le gritó a Olwen. Se dirigieron corriendo a una salida—. Keely, necesito una vista de un robot chivato de la 3P.
—Hago lo que puedo. Por todos los cielos soñadores, yo diría que funcionó mejor de lo que esperábamos.
Stig llegó a las escaleras que llevaban al nivel de la calle. Salió en la esquina de Nottingham justo cuando la lluvia empezaba a barrer el terreno otra vez. Su visión periférica percibió algo que caía sobre la cercana terraza de casas, algo de un tamaño imposible.
—¡La hostia! —Lanzó el brazo por encima de Olwen y la tiró al suelo.
El mutilado tercio posterior de un dirigible robot salió hundiéndose en el silencio de la noche y se estrelló contra las casas, pulverizando las tres que tenía justo debajo. ¿Y dónde está el resto? Paneles solares fragmentados, maderas destrozadas, tejas y largas astillas de cristal, todo cayó tambaleándose de los escombros que se derrumbaban y se repartían por la carretera.
—¿Estás bien? —le preguntó a la joven.
—Claro, todavía tenía el campo de fuerza activado.
Miró los trozos como puños de piedra y vigas dentadas de la estructura geodésica del globo dirigible robot que había esparcidos a su alrededor. Habían tenido suerte de que no hubiera aterrizado nada más grande allí cerca. Podía oír los chillidos, los gritos que pedían auxilio alzándose en el fondo.
—No podemos parar a ayudarlos —dijo.
Olwen asintió temblorosa.
—Está bien.
Se pusieron en marcha por Nottingham. Las imágenes volvían a surgir en la red de su visión virtual a medida que Keely activaba la segunda oleada de robots chivatos que había ocultado alrededor de la plaza 3P. Daba igual los que sacara de la red, lo único que veía eran los escombros sobre los que se arrastraban.
Habían sobrevivido seis globos dirigibles robot. Los informes de su estatus se estaban organizando dentro de su visión virtual. Uno estaba prácticamente muerto en el aire, incapaz de moverse, salvo allí donde lo llevara el viento. Los cinco restantes habían sufrido grandes daños pero podían moverse y uno de ellos era un bombardero.
—Bingo —murmuró—. Puede que podamos volver a hacerlo.
Llegaron a un cruce y miraron por el paseo Levana, desde donde tenían una vista clara de la plaza de la Primera Pisada, a medio kilómetro de distancia. Como Stig pretendía, la muralla del Mercado había desviado la onda de choque principal hacia arriba, alejándola de los edificios más cercanos. No había sido suficiente para salvar las casas más pequeñas de las calles circundantes, que se habían derrumbado. Incluso los bloques más grandes y sólidos que estaban justo fuera de la plaza habían sufrido daños considerables. Los incendios estaban empezando a extenderse y ardían con fuerza entre los restos. La propia muralla del Mercado ya no era más que un grueso círculo de piedras convertida en escombros, con sólo dos tercios de su imponente altura original.
Stig contuvo el aliento al verla.
—Ha aguantado —murmuró—. Gracias a los cielos soñadores, ha aguantado. —Había preferido no plantearse la devastación que provocaría una bomba de combustible aéreo si su onda de choque hubiera podido extenderse horizontalmente.
—No puedes soltar otra —dijo Olwen. La joven se encontraba en el centro del cruce, mirando de forma alternativa a cada calle.
—¿Eh?
—Mira. Pero mira bien.
Stig siguió su mirada. Había gente por todas partes. Personas aturdidas, llorando, ensangrentadas, vagando impotentes entre los montones de escombros, arrodillándose junto a amigos o familiares malheridos a los que habían sacado de los edificios derrumbados. Había coches y furgonetas esparcidos por la carretera, a ninguno le quedaba un solo cristal intacto, todas sus alarmas graznaban con un sonido furioso y las luces destellaban en busca de atención, incluso en aquéllos que habían quedado volcados. La lluvia y los trozos fundidos de la tela del fuselaje del dirigible robot se habían combinado en una extraña aguanieve que iba asfixiando lenta y metódicamente el afligido paisaje bajo un manto negro impenetrable.
Stig empezó a procesar las expresiones que lo rodeaban mientras la ceniza húmeda le iba cayendo en la cazadora. Las lágrimas, la rabia silenciosa y la terrible angustia a medida que la gente hacía inventario de una vida que había quedado destrozada de modo irrecuperable. Había cientos sólo en las secciones de la carretera que él podía ver.
Necesitó hasta el último jirón de toda la autodisciplina que poseía para contener la sensación de culpa.
—Tenemos que hacerlo —le dijo a la joven entre dientes—. Pasará a menos que lo detengamos. No nos queda nada más para evitar que pase.
—Entonces encuentra algo. Úsanos a nosotros, tenemos armas.
Stig miró la pistola de iones que llevaba Olwen a la vista y resistió el impulso de lanzar una carcajada de desdén.
—Vamos a echarle un vistazo primero a la 3P, ¿de acuerdo?
Los robots chivatos se iban abriendo camino a toda prisa hasta la cima del montículo envolvente que había sido la muralla del Mercado. A Stig le costó un momento encontrarle sentido a las primeras imágenes que le proporcionaron. No había nada que él reconociera, ni rasgos ni líneas. La plaza de la Primera Pisada era un auténtico cráter y estaba completamente negra por dentro, la bomba de combustible aéreo la había abrasado. El campo de fuerza que cubría la salida había soportado el estallido, pero estaba casi enterrado bajo fragmentos de piedra achicharrada, con sólo una medialuna expuesta que le pareció cristal lechoso cuando la lluvia lavó el polvo de carbono. No había sobrevivido ninguna de las tropas del Instituto. Ni siquiera era capaz de ver ningún cuerpo. Los vehículos también se habían desvanecido, incluyendo el camión MANN. Esperaba ver la cápsula metálica tirada por alguna parte, magullada y volcada, pero los robots chivatos no detectaron ningún tipo de actividad eléctrica ni magnética salvo por el propio campo de fuerza de la salida. La plaza de la Primera Pisada era una zona muerta confirmada.
—No va a pasar para meterse en eso —dijo Olwen—. Tenemos una oportunidad.
—Seguramente tienes razón. —Stig comprobó la hora en su visión virtual—. Nos quedan cincuenta y cinco minutos en este ciclo —les dijo a todos por el canal general—. Nuestro trabajo es que al aviador estelar le cueste entrar tanto como sea posible. No va a arriesgarse sin contar con una escolta en este lado así que quiero que los equipos de Murdo y Hanna se metan en la muralla del Mercado. Si atraviesa algo la salida, le disparáis con los rifles de plasma. El resto nos vamos a dividir en unidades móviles. Tenemos que evitar que el Instituto se acerque a la plaza 3P. Keely nos mantendrá informados de la ubicación de los vehículos. Si da la sensación de que están reuniendo un convoy, los golpeamos con todas nuestras fuerzas.
No era un buen presagio. Wilson Kime diciendo por el canal general que el radar había traicionado su presencia y dos segundos después tener que saltar de la rampa de carga del Ganso de Carbono a una oscuridad negra como la boca del lobo. Morton sabía que no tenían alternativa. Las opciones de ese viaje se habían desvanecido cuando el agujero de gusano de Boongate se había cerrado de golpe tras ellos. Así que había gritado lo obvio y se había tirado. No se molestó en comprobar si alguien estaba de acuerdo. Se suponía que dar ejemplo era lo que hacía un buen líder, salvo que nadie había dicho que esa persona fuera él.
El enorme avión se alejó disparado por encima de su cabeza y Morton expandió el campo de fuerza de su traje a cincuenta metros. Su velocidad se redujo de repente gracias a la resistencia del aire, así que incrementó el perímetro todavía más y le dio el perfil de una gota de agua. Los sensores le mostraron que la fría roca estaba a menos de doscientos metros y se aproximaba a toda prisa. También revelaron otros nueve trajes blindados cayendo a su alrededor.
Gracias a Dios.
Morton había pensado (más o menos) que podía confiar en que Rob y la Gata saltaran, pero los otros eran incógnitas. No dejaba de ser tranquilizador que estuvieran tan comprometidos, o al menos que fueran tan irreflexivos, como él.
La base del campo de fuerza tocó la roca y se combó como una esponja para absorber el impacto, después se volvió a plegar con cuidado alrededor del traje.
—¿Pensabas ofrecernos un bis? —preguntó la Gata.
—No sé lo que es, pero lo va a hacer él sólito —dijo Rob.
—Gracias, tíos.
—¿Todo el mundo bien? —preguntó Alic.
Recibió un coro de asentimientos. Todos habían llegado a tierra intactos. El blindaje que llevaban los cuatro Guardianes era casi tan bueno como la marca que entregaba la Marina.
—A cuatro kilómetros por allí —dijo Morton cuando se reunieron—. Y quedan treinta y dos minutos para que se cierre el agujero de gusano. ¿Cómo queréis hacerlo? —El plan original y bastante precipitado que habían discutido en el Ganso de Carbono mientras se ponían los trajes era acercarse con sigilo a Puerto Perenne y dispararle a cualquier agente del aviador estelar a la vista que encontraran, y después, con un poco de suerte, inutilizar los vehículos que estaba utilizando el alienígena antes de que atravesaran el agujero de gusano.
—Entrar sin que nos vean —dijo Alic—. Eliminar esos vehículos antes de que sepan lo que está pasando. Tiene que estar en uno de ellos.
—De eso nada, cariño —dijo la Gata—. Estamos trabajando con un margen de tiempo que es una mierda. Saben que estamos aquí, sabemos que lo saben, así que entramos a toda mecha y nos cargamos a los muy cabrones.
—Pues adelante —dijo Morton. Una vez más se limitó a ponerse en marcha, utilizando los electromúsculos del traje para echar a correr por el terreno.
—Uno de estos días, Morty —dijo la Gata por un canal seguro—, vamos a tener que solucionar ese pequeño problema de ego que tienes.
Se puso a la misma altura que él y después fue adelantándose poco a poco. Morton se conformó con quedarse a cinco metros de ella y mantener el ritmo.
Así fue como aparecieron los diez en la cima de la colina que llevaba a Puerto Perenne. Una línea de potentes puntos electromagnéticos y termales que se deslizaban por el horizonte rocoso, inconfundibles y sin hacer ningún intento por ocultarse. Hicieron una pausa para evaluar la situación de abajo, activaron las armas y después comenzaron el avance final por la cuesta.
—¿Qué es esto? —se burló la Gata—. ¿La noche de los putos aficionados? Mira esas posiciones.
Había diecisiete agentes del aviador estelar dispersos por un piquete de un kilómetro de anchura alrededor del edificio del generador. En cuanto percibieron la llegada de los invasores, comenzaron a moverse como hormigas que corren a proteger su nido. Una docena más salió a toda prisa de los vehículos que esperaban enfrente del agujero de gusano para reforzar la línea. Cuando los dos bandos estuvieron a quinientos metros de distancia, abrieron fuego.
Los rayos de plasma y las pulsaciones de iones se estrellaron contra el campo de fuerza de Morton, rebotando en él sin ni siquiera forzarlo; sus luces estroboscópicos eran más brillantes que los destellos producidos por la estrella de neutrones del planeta. Los disparos arrojaban sombras marcadas y largas a su alrededor, oscilando de un modo mareante por la roca al chocar y cruzarse.
—Empezaré por la derecha —dijo Rob—. Vosotros seguid. —Se arrodilló. Los agentes del aviador estelar se estaban congregando justo delante de ellos y estaban saliendo todavía más de Puerto Perenne para concentrar su potencia de fuego. El hiperrifle de Rob salió con un movimiento fluido de la funda de su antebrazo. El primer disparo atravesó con limpieza el campo de fuerza del agente del aviador estelar, blindaje y cuerpo. Varios jirones ensangrentados crearon una salpicadura larga sobre la roca.
La facilidad y la violencia de aquella muerte conmocionaron a los otros agentes del aviador estelar. Sus andanadas vacilaron un momento y después giraron para concentrarse en Rob.
—Un poco de ayuda por aquí —dijo Rob. La energía que se estrellaba contra su campo de fuerza lo zarandeaba por la roca—. No consigo fijar la mira bien.
—Nunca envíes a un niño… —suspiró la Gata. Desplegó su hiperrifle y eliminó a dos agentes del aviador estelar. El resto del grupo se dividió de inmediato con la maestría de la maniobra de un grupo de baile. Fueron a refugiarse tras unas formaciones rocosas o se arrastraron por hendiduras estrechas. Dos se escabulleron en el interior de una cabaña presurizada y continuaron disparando con un rifle de plasma de gran calibre. Derribaron a uno de los guardianes, cuyo campo de fuerza cobró vida con destellos de color rubí.
La lanza de partículas de Alic se alzó y se alineó con la cabaña. El policía disparó. La cabaña estalló con una explosión de astillas plateadas y una voraz llama blanca. Un hongo de humo negro hirvió en el cielo oscuro.
—Uau, ésa sí que es grande —dijo la Gata. Su hiperrifle voló una mata de peñascos y dejó a la vista a los agentes del aviador estelar que los utilizaban como refugio. La joven volvió a disparar—. ¿Puedes alcanzar los camiones con eso?
—Con este ángulo está muy cerca del generador —dijo Alic—. Espera, voy a dar la vuelta.
—Ayub, Matthew, desplegaos alrededor del generador —dijo Morton—. Sacad a los hostiles de ahí, no podemos permitirnos que lo conserven.
—Estoy en ello —confirmó Ayub.
Dos potentes disparos de plasma alcanzaron a Jim Nwan desde otra dirección y lo derribaron.
—Uno de esos mierdas está en un Ganso de Carbono —dijo y rodó para después agacharse. El lanzamisiles giratorio de su brazo emitió un zumbido agudo cuando el tubo de alimentación se agitó. Unos morteros con explosivos optimizados desgarraron el fuselaje del Ganso de Carbono y después detonaron. El gigantesco avión se desintegró dentro de una enorme gota de luz cegadora de color azul electrón.
—Los vehículos se mueven —advirtió Matthew. Los ocho camiones avanzaban arrastrándose, apelotonándose para combinar sus campos de fuerza. Los sensores del guardián rastrearon un par de figuras humanas que corrían delante de ellos y atravesaban la cortina presurizada del agujero de gusano.
La lanza de partículas de Alic golpeó el último camión, pero su campo de fuerza aguantó.
—Alic, aplasta el resto de este sitio —dijo Morton.
Otra lanza de partículas salió despedida contra el camión, pero en vano.
—El aviador estelar está en uno de esos camiones —dijo Alic—. Tiene que estarlo. Nosotros no tenemos campos de fuerza tan fuertes.
—Van a pasar —dijo Morton—. Cuando lo hagan, los que queden aquí van a intentar cargarse el generador. Elimina las cabañas y todo lo demás que pueda servirles de refugio. Jim, tú también. Hay que negarles cualquier tipo de escondite.
—De acuerdo.
El primer camión estaba a sólo un par de metros del agujero de gusano, su motor se aceleraba con estrépito. Alic empezó a dispararles a las cabañas que quedaban y las hizo estallar por los aires. Ayub y Matthew alcanzaron el edificio del generador. Hubo un rápido intercambio de fuego. Matthew liberó un enjambre de robots chivatos. Los morteros silbaban por el aire sobre Puerto Perenne. El segundo Ganso de Carbono explotó.
Un largo cilindro sobresalió como un telescopio de un camión que había cerca del final de la fila.
—Eso no tiene buena pinta —advirtió la Gata. Hizo cinco disparos con su hiperrifle, pero cada uno fue derrotado por el campo de fuerza del camión al tiempo que el cilindro iba girando con calma dentro de la cúpula protectora—. Rob, sincronízate —chilló.
El cilindro viraba hacia la Gata. Ésta saltó y los electromúsculos del traje la elevaron diez metros por el aire nocturno. Una vivida línea blanca marcó el aire bajo las patadas de la guerrera y golpeó la roca a cincuenta metros de distancia. La inmensa explosión levantó una fuente de lava que se precipitó por una zona enorme.
—Oh, mierda —gruñó Jim—. Allá vamos. Tienen artillería de verdad.
A Morton le estaba costando mantener el ritmo, los acontecimientos se estaban produciendo demasiado deprisa. El arma del camión estaba virando otra vez, en busca de un nuevo objetivo. En la puerta del edificio del generador había tres agentes del aviador estelar intercambiando disparos con Matthew. Alguien atravesó el agujero de gusano con un simple traje presurizado. Rob le disparó con su hiperrifle, varias partes del cuerpo se estrellaron con un chapoteo contra la cortina presurizada. La sangre se congelaba rápido en la atmósfera de Medio Camino y caía al suelo convertida en una lluvia de cristales de color borgoña. El camión de delante aceleró con fuerza y se precipitó hacia la salida. Rob y la Gata habían hecho un interfaz con sus hiperrifles y le dispararon al camión a la vez. El campo de fuerza destelló con un peligroso color carmesí cuando lo golpearon los dos haces de energía, después se desvaneció por el agujero de gusano.
—Cabrón —chilló la Gata—. Morty, sincronízate. Disparo triple.
El arma pesada del camión volvió a disparar mientras las manos de Morton volaban sobre los iconos. La lava estalló donde antes se encontraba Jim. Su traje blindado dibujó una elegante curva por el aire. Los impulsos de plasma lo golpearon en la cima del arco y lo mandaron agitando brazos y piernas a través del perezoso chorro de resplandeciente roca fundida.
La matriz del traje de Morton hizo interfaz con Rob y la Gata y puso su hiperrifle bajo el control de la Gata. Otros dos camiones se habían deslizado por el agujero de gusano, los otros se empujaban en busca de una posición e intentaban avanzar como fuera.
—¿Cuál? —preguntó la Gata.
—Elige rápido —respondió Rob—. Pero no el camión de las armas.
Morton observó que el gráfico de objetivos se fijaba en el quinto camión. Personalmente, él se habría decantado por el que iba delante. Los tres hiperrifles dispararon al unísono. Una corona escarlata atravesó el campo de fuerza del camión. Una lanza de partículas se metió en él a toda velocidad y por un instante el camión quedó perfilado con toda claridad. Se vaporizó en medio de un impresionante penacho de gas muy caliente y escombros que se elevaron por encima de la ensenada rocosa. Los restantes camiones se balancearon con fuerza cuando el impulso apaleó sus campos de fuerza. Otro pasó disparado por el agujero de gusano.
El camión de las armas frenó de repente. Su cilindro letal giró para apuntar al edificio del generador.
—¡Dispárale al cabrón, Gata! —chilló Morton.
Tres disparos coincidentes del hiperrifle perforaron el campo de fuerza y prendieron las baterías del camión. La explosión mandó trajes blindados tropezando por la roca y su ferocidad anuló todos los demás tiroteos.
Morton se levantó. Puerto Perenne había desaparecido. La única estructura que quedaba en pie era el generador del agujero de gusano. Allí donde antes se levantaban las cabañas, unas llamas exiguas se iban consumiendo entre los cimientos perforados. Los montículos de restos que habían sido los Gansos de Carbono resplandecían como trozos de color bermellón a medida que se iban enfriando a toda prisa bajo el aire gélido. Unos riachuelos de lava bajaban por la pendiente hasta el mar allí donde el arma del aviador estelar había alcanzado la roca.
El impulso de una pistola de iones golpeó el edificio del generador. Cuatro trajes blindados le dispararon de inmediato al agente del aviador estelar. Morton se concentró a toda prisa en la entrada del edificio. Lo último que recordaba era a dos agentes del aviador estelar en la puerta conteniendo a Matthew. En el interior destelló una luz blanca azulada, una sección de la pared se vino abajo y por la brecha salió volando un traje blindado roto.
—El último, creo —dijo Ayub.
Morton contuvo el aliento y enfocó los sensores hacia el agujero de gusano. Seguía abierto. No soportaba la tensión. Si quedaba algún agente del aviador estelar a ese lado, destruirían el generador. Si habían plantado una carga de demolición, estallaría en cualquier momento.
La Gata se acercó y se colocó a su lado.
—Quedan once minutos para que termine el ciclo. ¿Pasamos?
—No sé. ¿Alic?
—No sabemos lo que hay. Matthew, manda algo, consíguenos algún dato.
—Ya voy por delante, jefe.
—De acuerdo, a ver, todo el mundo, barrido de corto alcance. Tenemos que asegurar la zona.
Morton estuvo de acuerdo con el comandante de la Marina, aunque de mala gana, y empezó a examinar el terreno donde la matriz de su traje había ubicado al último agente del aviador estelar.
Cinco robots chivatos corrían a toda velocidad por el suelo quemado que había delante del edificio del generador. No redujeron la velocidad cuando llegaron a la cortina presurizada. Morton accedió a los datos de sus sensores al tiempo que continuaba su propia búsqueda entre varios grupos de escombros. Hubo un momento de oscuridad borrosa y después salieron a un extraño universo negro. El suelo estaba cubierto de una ceniza empapada. Los infrarrojos mostraron algo grande justo delante de ellos. Un destello de luz…
—Nos están esperando —dijo Jim.
—Cristo, necesitamos coches blindados para esto. —Morton tocó el icono del Ganso de Carbono—. Wilson, baja y rápido.
—Voy de camino. ¿Qué está pasando?
—Hemos asegurado el agujero de gusano, pero el muy cabrón ha pasado. Están esperando al otro lado y disparándole a todo lo que asoma la cabeza. Los coches blindados deberían darnos cierta ventaja.
—El margen de tiempo no es bueno —dijo Wilson.
—Morton —lo llamó Adam—. Incluso si pasamos con los coches blindados, que ya será cuestión de suerte, nos estaremos metiendo en algún tiroteo para despejar la zona. No sabemos cuánto tiempo va a llevar eso y es lo que transportan los Volvos lo que importa de verdad. Hay que protegerlos y, sencillamente, no van a poder pasar en los diez minutos que nos quedan.
—Si no pasáis, le vais a dar una ventaja de quince horas. ¿Cuánto tiempo va a llevar llegar a su nave?
—Entre dos y tres días, dependiendo de los desperfectos que puedan causar en la autopista Uno los guerreros de los clanes.
—Entonces no te puedes permitir quince horas.
—Lo sé.
Los sensores del traje de Morton le mostraron un trozo caliente e inmóvil en una ligera depresión. Cuando lo inspeccionó, encontró medio traje blindado y un gran esquisto de cristales de sangre que se iban enfriando a toda prisa.
—Enviando otro robot chivato —anunció Matthew.
El Ganso de Carbono era un punto rosado justo por encima del horizonte invisible, todavía a dos minutos de distancia. Morton maldijo la poca velocidad del gran avión. Sabía que no iban a poder bajar a tiempo. El cronómetro de su visión virtual estaba descontando los segundos. Ya sólo quedaban ocho minutos y medio. Sacó la última imagen del robot chivato de su red. Duró menos de un segundo.
—¿Qué coño es esa cosa negra? —preguntó Rob—. Está por todas partes en el otro lado.
—A mí me parece ceniza —dijo Matthew—. Ahí ha pasado algo grave, muy grave.
Morton terminó su barrido. Observó el Ganso de Carbono que descendía sobre el agua. Levantó el morro y la cola tocó la superficie. Unos enormes abanicos de espuma se levantaron a ambos lados y el aparato se fue nivelando de nuevo poco a poco, haciendo descender la barriga cada vez más sobre el agua. Le sorprendió lo corto que fue el aterrizaje.
—Morton —lo llamó Adam—. No vamos a enviar los coches blindados.
—Maldita sea. —Miró otra vez el agujero de gusano. Sintió un fuerte impulso de atravesarlo de una carrera. Me pregunto si es así como me sentí al matar a Tara. La acción siempre es la solución, enlaza los acontecimientos y te impulsa hacia delante.
—Quizá haya otro modo —dijo Adam.
Morton desconectó el enlace de comunicaciones.
—Pues más vale que sea bueno —le murmuró al silencio amortiguado de su casco.
Mientras el Ganso de Carbono navegaba con calma hacia el saliente de roca que formaba la costa de Puerto Perenne, Morton fue a colocarse delante del embotado semicírculo gris. El cronómetro continuó descontando los segundos. Fue como ver que se le iba escapando la vida. Fue consciente de que otros tres trajes blindados se acercaban y se colocaban junto a él. Todos esperaron en silencio.
Deberíamos habernos cargado nosotros el generador, habernos sacrificado. Eso habría dejado al aviador estelar aquí tirado. Podríamos haberlo matado entonces. Si estaba en uno de los camiones.
Había tantas incógnitas y variables. Cosa que Morton odiaba.
En su cronómetro sólo quedaban diecisiete segundos. El agujero de gusano se cerró antes de lo que esperaba, el ligero brillo que había tras la cortina presurizada se fue encogiendo inesperadamente pronto.
—De acuerdo —le dijo a Adam—. Vamos a oírlo.
Al Instituto le llevó treinta y dos minutos derribar cinco de los globos dirigibles robot que quedaban después de que estallara la bomba de combustible aéreo. Los Land Rover Cruiser atravesaban a toda velocidad las calles de Ciudad Armstrong de dos en dos y de tres en tres, sin llegar a constituir un objetivo decente. Los equipos se reunían en un lugar abierto donde concentraban toda su potencia de fuego y la estrellaban contra los gigantescos y envejecidos aparatos que avanzaban sobre los tejados.
A Keely no le costó demasiado rastrearlos. Había conseguido hacer caer la red urbana, lo que había obligado al Instituto a utilizar señales cifradas de radio. Los puntos de transmisión eran fáciles de rastrear. Seguirlos físicamente era más difícil. Las calles estaban repletas de personas y vehículos que intentaban llevar a los heridos a los hospitales y formaban grupos de rescate para buscar entre los edificios derrumbados. La falta de comunicaciones era un gran inconveniente. Los servicios de emergencia tenían radios a las que recurrir, pero no sabían dónde estaban las peores zonas. No era sólo el distrito que rodeaba la 3P, los globos dirigibles robot a los que habían derribado del cielo habían provocado daños tremendos allí donde se habían estrellado. Tres de ellos habían causado incendios en las calles.
A las tropas del Instituto les daban igual los problemas humanos. Sus Cruiser pasaban entre las multitudes y obligaban a las ambulancias a apartarse de las calzadas y cualquiera que se pusiera en medio recibía un disparo. Cuando al fin conseguían atacar un globo dirigible robot, éste caía al suelo provocando más muertos y daños.
Stig y los guerreros disponibles de los clanes perseguían a los Cruiser con motos por donde podían. No era fácil, ellos no podían entrometerse entre las multitudes. Habían conseguido destruir seis Cruiser en total, pero con un coste de nueve guardianes. No le gustaba la proporción.
—Se está formando un convoy por la avenida Mantana —advirtió Keely.
Stig comprobó su cronómetro. Quedaban dieciocho minutos para que se cerrara el agujero de gusano; sobre él, las estrellas brillaban entre las mermadas nubes de lluvia.
—De acuerdo, a todas las unidades móviles, nos reagruparemos en el extremo de la 3P, en el paseo Levana. Murdo, Hanna, frenadlos como podáis. Os enviaremos refuerzos de inmediato. —Frenó la moto que había requisado, una Triumph Urban retro del 45 y la hizo girar en redondo de repente para regresar por la calle Crown. Olwen, que montaba tras él, volvió a meterse las pistolas de iones en las pistoleras.
—¿Alcanzaron al bombardero?
—Sí. —Stig estaba muy ocupado concentrándose en la carretera, que estaba salpicada de escombros. Todos los demás vehículos que se movían esa noche conducían rápido y haciendo giros bruscos para evitar los trozos más grandes y las ramas. Lo que añadía un porcentaje considerable a las bajas.
La cobertura de sensores de los robots chivatos era esporádica. Keely había dejado rutas seguras por toda la red de la ciudad a la que podían acceder los Guardianes pero se habían producido un montón de daños físicos, sobre todo alrededor de la 3P. A Stig le suministraban imágenes intermitentes de los vehículos que se precipitaban por la avenida Mantana. Había unos cuantos buldóceres cerca de la parte delantera y un par de grandes grúas.
—¿No es eso otra de esas cápsulas de soporte vital? —preguntó Olwen.
Stig se arriesgó a dejar de mirar la carretera para concentrarse en la red de su visión virtual y vio un camión MANN idéntico al primero.
—¿Pero qué hacen, es que clonan a esos cabrones? —Un minibús lleno de heridos que se dirigía en dirección contraria le tocó el claxon, Stig frenó un poco y osciló cerca de la acera. El conductor le agitó el puño al pasar.
«Maldita sea, no vamos a llegar a tiempo. —Observó que los primeros Cruiser llegaban al fondo de la escarpada ladera de escombros que había sido la muralla del Mercado. Habían bajado la suspensión y habían levantado la carrocería principal un par de metros por encima del suelo. Ni siquiera pareció que frenaran cuando se alzaron un poco y empezaron a trepar por la pila de desechos.
El equipo de Hanna abrió fuego en cuanto los vehículos llegaron a la cima. Les respondieron cañones de repetición y sistemas máser. Los faros y los sistemas láser que buscaban los objetivos atravesaban la destrozada superficie interna.
Los buldóceres subían en formación, allanando una tosca carretera y desviando toneladas de escombros a una velocidad que Stig casi no podía creer. Sus brillantes faros atravesaban el tardío crepúsculo e iluminaban las gruesas nubes de polvo que levantaban. Más Range Rover Cruiser subían a toda velocidad por la piedra rota y se internaban en el corazón oscuro de la zona de la explosión. Comenzaron a disparar al azar al salir del pegajoso polvo y ametrallaron las pendientes ennegrecidas.
—Retirada —ordenó Stig cuando el décimo Cruiser coronó el montículo—. Retroceded. Por todos los cielos soñadores, no podéis contener a tantos. —Estaban incluso perdiendo robots chivatos cuando la potencia de fuego aleatoria del Instituto barría la destrozada plaza.
Los buldóceres habían tallado un sendero más o menos nivelado que subía hasta la cima de la pendiente y en ese momento se abrían camino por el otro lado. Densas serpentinas de polvo congestionaban el aire que los rodeaba, desdibujando los haces de luz. Cinco Cruiser más subieron a toda velocidad tras ellos y saltaron la cumbre para bajar rebotando por la rampa recién abierta. En ese momento había más de veinte vehículos del Instituto dentro de la plaza, todos ellos disparando como locos. Ninguno de los Guardianes estaba devolviendo el fuego, todos estaban buscando refugio como podían, con desesperación. El camión MANN llegó al fondo de la pendiente y comenzó a subir machacando el camino, sus ocho faros apuñalaban la noche cerrada.
—Deberíamos habernos quedado —dijo Stig—. Haber resistido alrededor de la 3P.
—Nos habrían masacrado —dijo Olwen—. Esto es desesperación absoluta por su parte. Harán cualquier cosa para despejarle el camino al aviador estelar.
Stig giró por Nottingham y volvió a frenar. Por delante de él reinaba el caos, con coches y furgonetas encajados unos en otros, los faros brillando sobre los edificios parcialmente derribados. La gente estaba trabajando en las ruinas, retiraban las piedras y los ladrillos de uno en uno. Una dotación municipal de bomberos se había desplegado a medio camino y sus robots trepaban por una casa de cuatro plantas que de algún modo se había retorcido sobre sí misma veinte grados.
—Corre —dijo sin más.
Los Cruiser del Instituto dejaron de disparar. En la plaza 3P sólo quedaban cinco robots chivatos en funcionamiento. Mostraron al camión MANN abriéndose camino a toda velocidad por la pendiente interna, a sacudidas. Cinco Cruiser iluminaban con los faros la cortina presurizada de la salida. Un grupo de figuras con flexoarmadura la estaban despejando, apartando a tirones trozos de escombros.
El cronómetro de Stig le dijo que quedaban trece minutos para el final del ciclo. El Guardián habría dado su alma por otra bomba de combustible aéreo.
Uno de los miembros del Instituto atravesó la salida. Se vieron destellos de luz al otro lado, difuminados por la cortina presurizada.
Una especie de camión atravesó con estrépito la cortina entre un estallido de ruido y luz. Su campo de fuerza irradiaba un tono rojo brillante y peligroso. Los frenos chillaron y sisearon, las llantas resbalaron por la ceniza resbaladiza. Las armas montadas de todos los Cruiser rastrearon el errático viaje del camión hasta que se detuvo a cincuenta metros de la salida. El motor seguía acelerando, bufando como un animal enloquecido al tiempo que el tono rojo se iba desvaneciendo. En la carrocería comenzó a formarse un poco de escarcha.
Otros dos camiones idénticos atravesaron la salida a toda velocidad. Después, una luz de color escarlata brillante atravesó la cortina presurizada e iluminó la mitad de la plaza.
—Son los nuestros —dijo Stig—. Tienen que serlo. Adam está al otro lado. Al aviador estelar no le está saliendo todo bien.
Entraron más camiones escabulléndose del tiroteo, tan juntos que podrían haber sido un tren. Los Cruiser estaban formando un amplio semicírculo alrededor de la salida, con todas las armas apuntando hacia allí. Stig contó ocho camiones en total tras ellos. Uno se estaba adelantando muy despacio para ponerse a la altura del camión MANN.
—Keely, necesitamos un ángulo mejor de ese camión —dijo.
—Lo intentaré.
Un par de robots chivatos empezaron a moverse. La imagen era malísima, se sacudía, y el polvo y la llovizna harían que el zum fuese difícil de manejar. Se abrió una puerta en un lado de la cápsula. Uno de los robots chivatos se hundió tras unos escombros. Lo que dejaba sólo otro. Su cámara intentó enfocar cuando la parte trasera del camión bajó sobre unos goznes y un vapor pálido salió flotando y se desvaneció entre el torbellino de polvo.
—Por los putos cielos soñadores —dijo Stig con la voz ronca. ¡El aviador estelar!
Se detuvo por completo, sin ser consciente de la confusión que lo rodeaba y concentrándose sólo en aquella imagen insuficiente. Todos los faros de la plaza se apagaron de repente. El robot chivato contrarrestó la oscuridad activando su modo de amplificación de la imagen. Algo salió del interior protegido del camión, rodeado por figuras humanas más pequeñas. Se desvaneció en el interior de la cápsula y la puerta se contrajo.
Volvieron a conectarse los faros, que inundaron las imágenes del robot chivato.
—¿Puedes aumentar eso? —preguntó Stig sin aliento. Cuando volvió a poner la imagen, no estaba en absoluto clara, un simple trozo de píxeles ensombrecidos. Aunque era un trozo móvil. Le pareció que se mecía al moverse.
—No sé —dijo Keely—. Lo pasaré por los programas.
Varios Cruiser volvían a subir a toda velocidad por el camino que habían abierto los buldóceres a través de la muralla del Mercado. Cuando llegaron a la cima, abrieron fuego de forma indiscriminada sobre la calle que había más abajo.
—¡Cabrones! —exclamó Olwen con amargura. El tiroteo era audible desde donde ellos estaban, cerca del extremo de la calle Nottingham.
El camión MANN empezó a moverse, subiendo a toda potencia por la rampa mientras las gruesas llantas aplastaban los escombros. Los Cruiser se pusieron en formación por delante y por detrás. Todos empezaron a bajar por la avenida Mantana.
—Francotiradores, preparados —dijo Stig—. El aviador estelar va a salir de la ciudad. Keely, alerta a los equipos de la autopista Uno, que empiecen a destrozar la carretera. ¿Hemos conseguido poner a alguien en el puente Tangeat?
—No.
Stig maldijo por lo bajo, pero teniendo buen cuidado de no permitir que ni un toque de desaprobación se colara en el canal general.
—No importa, hay muchos otros puentes entre la ciudad y el Marie Celeste.
Stig sacó varias imágenes de los robots chivatos de su red, ansioso por ver lo que estaba pasando en la plaza 3P. El Instituto había dejado dos de los camiones y siete Range Rover Cruiser. Todos ellos tenían armas montadas que apuntaban a la salida. Incluso mientras miraba, dos láseres de color violeta dispararon hacia un punto del suelo a sólo unos centímetros de la cortina presurizada.
—Están esperando para tenderle una emboscada a Adam —dijo—. Por todos los cielos soñadores, tendremos que eliminarlos. Adam se quedará aislado en Medio Camino si no lo hacemos.
—No tenemos tiempo, Stig —dijo Olwen—. Tenemos que seguir al aviador estelar. No podemos reunir un equipo para deshacernos de esos Cruiser antes del final del ciclo. Ni siquiera podemos llegar a la 3P para entonces.
Stig comprobó otra vez su cronómetro. Siete minutos. La operación se había jodido, total y absolutamente jodida. No habían detenido al aviador estelar. Habían matado a cientos de ciudadanos inocentes y habían destrozado buena parte de Ciudad Armstrong. Y ni siquiera podían ayudar a sus camaradas a atravesar el agujero de gusano. No soportaba la idea de tener que decirle a Harvey que el equipo vital que necesitaban para completar la venganza del planeta no llegaría jamás, que Johansson se había quedado varado en Medio Camino y que el responsable de todo eso era él. Prefería enfrentarse él solo a los Cruiser de la emboscada.
Se dio cuenta de que había levantado los puños apretados sin querer. Una respuesta a la absoluta impotencia que sentía.
—Me quedo —dijo, y se obligó a bajarlas manos con un esfuerzo consciente—. Esto es culpa mía. Reuniré un equipo y eliminaré la emboscada del Instituto antes de que se vuelva a abrir el agujero de gusano. Todos los demás pueden reanudar las operaciones de acoso por la autopista Uno.
—No, de eso nada —le dijo Olwen—. Escúchame y escúchame bien, no vas a ponerte ahora a autocompadecerte. No podemos permitirnos ese lujo. Incluso si conseguimos eliminar la emboscada, el agujero de gusano todavía va a tardar otras quince horas en abrirse. El aviador estelar tendrá una ventaja imbatible para entonces. Hemos perdido el equipo que trae Adam. Olvídalo, Stig. Si consigue pasar dentro de quince horas, ya no tendrá ninguna importancia porque será demasiado tarde. Tenemos que salir detrás del aviador estelar con todas las armas que tenemos y localizar a ese cabronazo. Tenemos que hacerlo y hacerlo ya. Y lo sabes.
—Sí —dijo él con la voz entrecortada—. Lo sé.
A cien metros de la costa rocosa, el Ganso de Carbono extendió el tren de aterrizaje. Wilson moderó las turbinas y dejó que el gigantesco avión se deslizara sin prisas por el agua hasta que las ruedas del morro tocaron la suave pendiente del saliente de granito. Se alzaron del mar helado con esa ondulación lenta propia del aterrizaje de los aviones de toda la galaxia.
Las llamas parpadeaban entre los escombros que en otro tiempo habían sido Puerto Perenne. Wilson tuvo que hacer un giro brusco a estribor para esquivar los restos destrozados de otro Ganso de Carbono. Vio que algunos de los trajes blindados se movían por tierra, comprobando todavía si había algún agente del aviador estelar operativo. El edificio del generador del agujero de gusano parecía intacto, cosa que se tomó como una buena señal. Adam y Paula habían estado trabajando en algo en la cubierta principal. Parecían llenos de confianza cuando habló con ellos justo antes del aterrizaje. No era una combinación en la que hubiera puesto mucha fe en condiciones normales, pero en esos momentos estaba dispuesto a aceptar ayuda de cualquier parte.
Anna y él empezaron a desconectar los sistemas de vuelo y después bajaron a reunirse con todos los demás en la cubierta principal. Morton y Alic habían vuelto a subir y sus trajes estaban erizados de escarcha. Hasta Tigresa Pensamientos había subido desde la bodega de carga principal para presenciar la reunión. Wilson se preguntó cuántos nervios y preocupación, los nervios y preocupación de todos, estaba absorbiendo para Qatux. No sería una tarea difícil, en la cubierta superior se podían cortar.
El propio Johansson les sirvió un poco de café a Alic y Morton. No pudieron sentarse, los asientos eran demasiado pequeños para sus armaduras.
—Podemos pasar cuando queramos —dijo Adam—. Elegimos el momento y entramos en tromba con los coches blindados. Lo más probable es que ni siquiera tengan las armas activadas ahora mismo. El elemento sorpresa está de nuestro lado.
Morton le lanzó una mirada muy escéptica.
—Continúa.
—El jinete de la tormenta dibuja una elipse de veinte horas que atraviesa y rodea el punto Lagrange. Pasa cinco horas alimentando el agujero de gusano mientras la corriente de plasma lo empuja hacia la estrella de neutrones, después necesita quince horas para regresar a su posición original. En estos momentos está comenzando su vuelo de vuelta. Todo lo que tenemos que hacer es tomar el control de su sistema de dirección y de sus motores y volver a meterlo en plena corriente de plasma. Puede generar suficiente corriente para que nosotros abramos el agujero de gusano.
—Pero es probable que no pueda regresar de nuevo al punto Lagrange —dijo Bradley—. Esto va a ser un intento único. Vamos a cerrar la puerta de Tierra Lejana hasta que se pueda construir aquí una fuente de energía para sustituirlo.
—Dado lo que ha pasado en Boongate, no creo que eso sea un factor que deba importarnos —dijo Adam—. Debemos concentrarnos en la única oportunidad que tenemos para llegar a Tierra Lejana. Y es ésta.
—Buena idea —dijo Wilson—. Vamos allá.
—Espera un momento —dijo Morton—. Incluso si podéis piratear el sistema de dirección, todavía tenemos que enfrentarnos a las armas que hay al otro lado. Yo no me creo esas chorradas de que las vayan a desconectar hasta el comienzo del próximo ciclo. Para empezar, si tienen un ojo abierto, verán que el agujero de gusano se abre otra vez. Van a saber que nos vamos a romper los huevos para encontrar un modo de abrirlo. Todo lo que tienen que hacer es conectar las armas a un único sensor. Como alguien asome la cabeza por la cortina presurizada, ¡zas! La matriz de mi traje ha identificado con qué estaban cargados esos camiones, ya sabéis: sistemas láser de átomos inyectados de neutrones. ¿Estáis seguros de que nuestros coches blindados pueden soportar esa clase de castigo? Un disparo, puede, quizá dos. Os creo incluso si decís cinco. Pero no sabemos qué cojones nos está esperando al otro lado. Pueden alcanzarnos con veinticinco sistemas láser de átomos a la vez. Hasta pueden lanzarnos una bomba atómica. Si abrimos el agujero de gusano, ¿qué les va a impedir lanzarnos una bomba de fusión desde allí? ¿Es que se van a poner sentimentales y dejarnos en paz? Venga ya, bajad de las nubes. Se acabó.
—Si eso es lo que crees, entonces puedes llevarte el Ganso de Carbono a Villa Trabas otra vez —dijo Bradley—. Estarás a salvo sobre el océano cuando abramos el agujero de gusano, pase lo que pase. Pero yo voy a pasar.
—Todos los Guardianes van a pasar —dijo Adam.
—¡Es un suicidio!
—Puede que sea un suicidio. Y ese gramo de duda es toda la esperanza que necesitamos.
—Le rodea una desesperación muy hermosa, Bradley Johansson —dijo Qatux por el canal general—. Puede ser tan potente como las emociones básicas en alguien tan convencido como usted. No me había dado cuenta antes.
Wilson no pudo evitar lanzarle a Tigresa Pensamientos una mirada de desaprobación. Cosa infantil, ya lo sabía. Nada de aquello era cosa de ella. Aquella mujer se limitaba a mascar chicle tan contenta, sin parecer demasiado consciente de lo que se estaba discutiendo a su alrededor. A Wilson le intrigó aquello. ¿Hasta qué punto podía ser ingenua una estrella del porno?
—Lo que resume bastante bien los sentimientos de la mayor parte de las personas que están en esta cubierta de pasajeros —dijo Bradley con una sonrisa forzada.
—¿Me permiten preguntar por qué no mueven el otro extremo del agujero de gusano a una ubicación de Tierra Lejana que no tenga a sus enemigos esperando fuera?
La expresión de Tigresa Pensamientos cambió y se transformó en una de ligera sorpresa. Se levantó de su asiento, como si la estuviera empujando alguien indeseable.
Bradley le lanzó a la joven una mirada desconcertada cuando se colocó delante de él y lo contempló con una curiosidad intensa.
—La salida —dijo Bradley con tono dubitativo—, bueno, ayuda a anclar el extremo del agujero de gusano. Es muy difícil, esto, mantener el extremo abierto y estable, sobre todo dada la distancia que hay implicada en este caso. La potencia de procesamiento necesaria para alterar las coordinadas del agujero de gusano no está disponible en Puerto Perenne, es así de simple.
Los ojos demasiado maquillados de Tigresa Pensamientos parpadearon con aire incierto; después levantó la mano y rozó con las puntas de los dedos la cara de Bradley, como si estuviera consolando a un amante. La visión de aquellos gestos hizo que a Wilson se le revolviera el estómago, había algo inquietantemente parasitario en todo aquello. Bradley ni se inmutó.
—Yo puedo llevar a cabo los cálculos por ustedes —dijo Qatux.