Capítulo 10

La plataforma de montaje le trajo recuerdos de la construcción del Segunda Oportunidad sobre Anshun. Para Nigel, todo aquel periodo parecía haber quedado siglos atrás, un momento en el que la vida era mucho más tranquila y relajada. Giselle Swinsol y el hijo de Nigel, Otis, lo guiaban por el laberinto de rejillas de la plataforma hacia el interior de un enorme cilindro de malmetal, donde se estaba construyendo el Verónica. La nave colonial de la dinastía era mucho más grande que el Segunda Oportunidad, un grupo alargado de secciones esféricas que componían el casco e iban dispuestas a lo largo de una columna vertebral central. Nigel había autorizado la construcción de once de esas inmensas naves, con un consentimiento inicial de compra de componentes para otras cuatro. En teoría, una sola nave ya podía transportar el suficiente equipamiento y material genético para establecer con éxito una sociedad humana que, partiendo de cero, contara con un alto nivel de tecnología. Pero Nigel había querido empezar con algo más que lo básico y su dinastía era la más grande de la Federación. Una flota garantizaría el éxito de cualquier civilización humana que fundaran. Pero ya no estaba tan seguro de que la segunda remesa llegara a construirse jamás. Al igual que todos los demás, había contado con que las naves de guerra de la Marina consiguieran algo contra la Puerta del Infierno. El momento en el que la red de detectores de la Marina había visto que los agujeros de gusano de los primos volvían a los 23 Perdidos había sido una sorpresa devastadora para él. Lo cierto era que no estaba preparado para una derrota de esa magnitud.

—Ya hemos puesto cuatro en servicio —decía Otis—. El Eolo y el Saumarez deberían estar preparados para las pruebas preliminares en los próximos diez días.

—No me hagas mucho caso pero quizá no tengamos diez días —dijo Nigel—. Giselle, quiero que revises nuestros protocolos de emergencia para evacuar a todos los miembros de la dinastía que sea posible hacia los botes salvavidas durante una posible invasión. Coordínalo con Campbell. Necesitaremos establecer agujeros de gusano reforzados para conectar con nuestros grupos. Los agujeros de gusano de la división de exploración será nuestro método principal, pero tendremos que tener preparados los procedimientos de emergencia.

—Hecho. —El elegante rostro de la joven se le hinchaba un poco en caída libre pero consiguió adoptar una expresión preocupada que le arrugó la cara—. ¿Qué probabilidades hay?

Nigel consiguió dejar de flotar agarrándose al puntal de carbono que había en la base de un manipulador de masa de alta densidad. Se había asomado a la sección del motor del Verónica, una semiesfera con aspecto de champiñón que se encontraba en la parte delantera de la nave, con unos bordes aflautados que se curvaban hacia atrás como un paraguas protector sobre las secciones de la esfera delantera. La capa exterior era de un acero de boro liso de color verde azulado con un lustre que le daba el mismo aspecto que el caparazón de un escarabajo.

La mayor parte de los sistemas robóticos de la plataforma estaban plegados en la rejilla cilíndrica que revestía la inmensa nave. Ya se habían colocado todas las secciones prefabricadas llegadas de Cressat; las pocas zonas donde todavía se veía actividad tenían que ver con la integración de las esferas en los circuitos medioambientales y de energía de la nave.

—Eso sólo los primos lo saben —dijo—. Pero después de nuestro fracaso en la Puerta del Infierno, no creo que tarden mucho tiempo en responder.

—No saben dónde está este mundo —dijo Otis—. Ni siquiera saben que existe, no está en ninguna base de datos de la Federación. Coño, si lo piensas bien, Cressat no iba a ser nada fácil de encontrar, lo que nos da un pequeño respiro.

—No quiero evacuar —dijo Nigel—. El uso de esta flota sigue siendo el último recurso en lo que a mí se refiere. Y desde este mismo momento estoy preparado para utilizar nuestra arma para defender a la Federación. Para eso he venido, para decíroslo.

Otis esbozó una sonrisa tensa.

—¿Vamos a utilizar las fragatas para lanzarlas?

—Sí, hijo, vas a pilotar misiones de combate.

—Gracias a Dios, creí que iba a terminar perdiéndomelo.

—No te entusiasmes tanto. Estoy intentando evitar un baño de sangre.

—Papá, vas a hacer un genocidio con ellos.

Nigel cerró los ojos. En los últimos tiempos se encontraba pensando con frecuencia que ojalá creyera en Dios, en cualquier dios, en una entidad omnipotente que escuchara con oídos comprensivos alguna que otra plegaria.

—Lo sé.

—Las fragatas no están preparadas ni lo van a estar en mucho tiempo —dijo Giselle—. Y nuestra arma no se ha probado. Sólo acabamos de completar la fabricación de componentes.

—Para eso estoy aquí —dijo Nigel, contento de contar con un problema sólido y práctico en el que concentrarse—. Vamos a tener que acelerar nuestro programa.

—Si tú lo dices, pero no veo cómo.

—Enséñame lo que tenemos hasta ahora.

La zona de montaje de fragatas era una cámara de malmetal independiente pegada al costado de la plataforma principal como un pequeño percebe de metal negro. Nigel se metió flotando a través de un estrecho tubo de comunicación cuyas bandas de electromúsculos fueron tirando de él con la facilidad de un telesilla. Su primera impresión fue que había salido a la sala de máquinas de un vapor colosal del siglo XIX. Hacía calor y estaba lleno de ruido, una reverberación metálica que inundaba de continuo un aire saturado del olor a plástico quemado. Unos grandes caballetes cruzaban los pocos espacios abiertos con un susurro, como los antiguos pistones de un motor. Unos manipuladores robóticos más pequeños rodaban por sus vías, saliendo disparados con una agilidad serpentina para golpear algún trozo de maquinaría compacta. Mirara por donde mirara Nigel, destellaban hologramas circulares de color rojo vivo que advertían a la gente que se apartara de las complejas partes móviles. En el centro de toda aquella conmoción mecánica, la fragata Caribdis era una masa oscura de componentes atestados. Con el tiempo se convertiría en un elipsoide aplastado de cincuenta metros de largo revestida por un compuesto invisible activo, pero en ese momento todavía no se había colocado el casco.

—¿Cuánto falta para completarla? —preguntó Nigel.

—Varios días —dijo Giselle—. Pero para dejarla preparada para el vuelo, todavía tardaremos un tiempo más.

—No podemos permitirnos tanto retraso, ahora no —dijo Nigel. Despegó el puño de una almohadilla adhesiva y se acercó flotando para echarle un vistazo más de cerca—. ¿Cuál es la situación en las otras tres áreas de montaje de las fragatas?

—No tan avanzados como en ésta. Ni siquiera hemos empezado la construcción en ellas todavía. Estábamos esperando hasta que estén solucionados los defectos en la primera. Una vez que nos hayamos puesto en marcha en las cuatro, construiremos una fragata cada tres días.

Nigel se sujetó a la base de una vía manipuladora junto a uno de los círculos holográficos para asomarse al encaje de movimiento perpetuo de los sistemas cibernéticos. Podía distinguir el bulto liso de la cabina de la tripulación a un tercio de la fragata desnuda. Más de veinte sistemas robóticos se ocupaban de encajar los elementos adicionales o de conectar tubos y cables al módulo de presión de cordoncillo.

—¡Eh, usted! —gritó una voz de hombre—. ¿Está ciego? Haga el favor de apartarse de los carteles de advertencia, coño. —Mark Vernon se deslizó por uno de los círculos de color escarlata que había a cinco metros de Nigel como si saliera de un estanque de fluido rojo—. Esto es muy peligroso, demonios, no hemos instalado ninguno de los cortes de seguridad habituales.

—Ah —dijo Nigel—. Gracias por decírmelo.

A su lado, Giselle miraba furiosa a Mark.

Éste parpadeó al reconocer de repente al objeto de sus gritos.

—Ah. Ya. Eh, hola, señor. Giselle.

Nigel vio que la cara del hombre se ponía roja, pero no hubo disculpa. Cosa que él respetaba. Era obvio que Mark era el jefe y aquél su territorio. Después, su mayordomo electrónico abrió el expediente de Mark, junto con una curiosa referencia cruzada. ¡Maldita sea! ¿Hay algo en este universo que no tenga relación con Mellanie?

—Mark Vernon —dijo Giselle con un medio gruñido—. Nuestro jefe de montaje.

—Es un placer conocerlo, Mark —dijo Nigel.

—Ya —dijo Mark de mal humor—. Es que aquí dentro hay que tener mucho cuidado, señor. No estaba bromeando.

—Entiendo. Así que por aquí usted es el que manda, ¿no?

Mark olvidó que estaba en caída libre e intentó encogerse de hombros. Se aferró con más fuerza a un puntal de alulitio para evitar que los pies le dieran la vuelta.

—Es un auténtico desafío integrarlo todo en la zona de montaje. Me gusta.

—Entonces le pido disculpas porque estoy a punto de hacerle la vida imposible.

—Eh… ¿cómo? —Mark le lanzó una mirada a Giselle, que parecía igual de inquieta.

—Necesito una fragata en funcionamiento en el sistema de Wessex antes de treinta horas.

Mark le lanzó una sonrisa disparatada.

—Imposible. Lo siento pero no es posible, punto. —Una mano señaló sin entusiasmo la forma expuesta de la Caribdis—. Ésta es la primera que intentamos construir y nos estamos encontrando con un problema cada diez minutos. No me malinterprete, estoy seguro de que son unas naves sensacionales. Y una vez que el equipo y yo finalicemos la secuencia de montaje, podremos sacar por la vía rápida tantas como quiera, pero todavía no hemos llegado a ese punto. Ni de lejos.

Nigel le devolvió una sonrisa intransigente.

—Desconecte esta área de montaje de la plataforma. Acóplela a uno de los botes salvavidas completados y continúe trabajando en la Caribdis mientras los trasladan a Wessex.

—¿Eh? —Incluso sin gravedad, la mandíbula de Mark quedó abierta de asombro.

—¿Hay alguna razón técnica por la que no pueda hacerse? ¿La que sea?

—Eh, bueno, en realidad no me lo había planteado. Supongo que no. No.

—Bien. La quiero acoplada y preparada para irse en una hora. Llévese con usted a quien necesite, pero deje la Caribdis preparada para el vuelo.

—¿Quiere que vaya yo con ella?

—Usted es el experto.

Hmm. Claro. Ya. Como no. Está bien. Eh, ¿puedo preguntarle por qué quiere una fragata en Wessex?

—Porque estoy seguro de que esa estrella va a encabezar la lista de objetivos de los primos cuando empiecen la invasión.

—Ajá. Ya veo.

—No sea modesto, Mark; hizo un trabajo fantástico cuando ayudó a sacar a la gente de Randtown. Estoy orgulloso de que sea uno de mis descendientes. Sé que no nos va a decepcionar. —Nigel le hizo una seña a Giselle y a Otis, después se alejó de un empujón de la vía manipuladora y se dirigió al tubo de comunicación—. También trasladaremos la sección de armas al bote salvavidas. Me gustaría reunirme con los científicos del proyecto. ¿Qué bote salvavidas sería el mejor?

—El Buscador ya ha hecho dos vuelos de prueba —dijo Otis—. La puesta a punto ya está casi terminada. Debería ser el más fiable.

—Que sea el Buscador, entonces.

Mark se aferró al fino puntal mientras veía alejarse a Nigel Sheldon, que se deslizaba por el tubo de comunicación. Estaba sudando por cada poro del cuerpo, un sudor que se le aferraba a la piel y producía una película fría, pegajosa y horrible de humedad.

—Encabezando la lista de la invasión —susurró Mark con tono melancólico. Después le echó un vistazo a la fragata incompleta—. Joder, otra vez, no.

Eran las cuatro de la mañana en Illuminatus cuando Paula se fue por fin a la estación del TEC. En la torre Greenford, el equipo forense médico había evaluado a todo el mundo. A varios delincuentes que estaban sometiéndose a conexiones armamentísticas se los había llevado la policía. Los hospitales de la ciudad se estaban encargando de las víctimas, tanto de la torre Greenford como del Copas. Un equipo de ingenieros civiles estaba inspeccionando los restos de la clínica Azafrán en busca de daños estructurales. Los forenses estaban extrayendo todas las matrices supervivientes, preparados para realizar una extracción de datos completa.

Paula se quitó el traje blindado en el centro de control y se lo dio al equipo de apoyo que lo estaba guardando todo. Se puso un traje esqueleto con campo de fuerza y después se vistió con una falda lisa, larga y gris, y un grueso jersey de algodón blanco con cuello de barco. Un cinturón de cuero marrón con su cadena de plata incrustada parecía decorativo, incluso procedía de su propio guardarropa, pero los servicios técnicos de la Seguridad del Senado le habían hecho algunas modificaciones.

—¿Está bien? —preguntó Hoshe.

—No ha ocurrido como yo me esperaba —admitió la investigadora. Su mayordomo electrónico estaba haciendo las comprobaciones de integración en el cinturón y en el esqueleto con campo de fuerza—. Esperemos que no haya terminado todavía. ¿Estamos preparados para el viaje de vuelta?

—El personal está en posición, el equipo preparado… —Bajó la cabeza y le echó un vistazo a las cuatro maletas que contenían el equipo de la jaula—… Y activado.

—Bien. Vamos.

Bajaron al garaje del subsótano, donde se habían montado las zonas de retención. Sólo quedaba una celda de alambre con veinte robots guardianes rodeándola con las armas fuera de sus huecos. Dos agentes locales permanecían a ambos lados de la puerta. Únicamente había una persona dentro.

Mellanie esperaba en medio de la celda, todavía con el uniforme de enfermera, los brazos cruzados con gesto hosco y una expresión encolerizada en la cara.

Paula le dijo a la policía que abriera la puerta. Mellanie siguió en su sitio con ademán firme.

—Pensé que podíamos hablar mientras volvíamos —dijo Paula. Por alguna razón no sentía ningún escrúpulo a la hora de tenderle una trampa a aquella chica. Mellanie, suponía, se habría implicado en una buena cantidad de actividades ilícitas para entrar en la clínica Azafrán.

—¿Sabe cuánto tiempo llevo esperando aquí?

—Hasta el último segundo, de hecho. ¿Por qué?

Mellanie la miró furiosa.

—Si lo prefieres, puedes quedarte aquí —dijo Hoshe con aire generoso—. La policía te procesará en su debido momento. Están un tanto ocupados después de lo de esta noche.

Mellanie emitió un gruñido peligroso.

—No puedo acceder a la unisfera.

—Aquí abajo hemos activado unos sistemas de bloqueo —dijo Hoshe—. Son bastante eficaces, ¿no te parece?

Mellanie miró entonces a Paula.

—¿Adonde?

—¿Adonde qué? —preguntó Paula.

—Dijo que hablaríamos mientras volvíamos. ¿Volver adónde?

—A la Tierra. Tenemos billetes para el siguiente expreso. Primera clase.

—Bien. Qué más da. —Mellanie salió con paso colérico por la puerta abierta—. ¿Dónde está el coche?

Hoshe hizo un gesto cortés para señalar la rampa.

—Fuera.

Mellanie salió haciendo aspavientos disgustados ante tanta incompetencia. Se dirigió a la rampa con zancadas largas e impacientes. Paula y Hoshe intercambiaron una mirada divertida a su espalda y salieron tras ella. Las cuatro maletas negras de Hoshe los siguieron rodando.

La rampa salía directamente a la calle que había tras la plaza de la torre Greenford. Mellanie hizo una pausa, confundida, al ver la escena del exterior. Paula y Hoshe permanecieron a ambos lados de la joven. Los reporteros que quedaban se dirigieron en tropel a la parte más cercana de las barricadas y empezaron a gritarles preguntas.

La visión virtual de Paula le mostró varios mensajes muy cifrados que llegaban a la dirección de Mellanie cuando salieron del bloqueo. La chica envió dos.

La policía de Tridelta todavía tenía la calle Allwyn sellada a lo largo de las seis manzanas que rodeaban el rascacielos. Todas las ambulancias se habían ido, dejando a los bomberos y a los robots para que despejaran los restos de la explosión. Los ocho coches más cercanos al taxi de Renne eran restos quemados, lanzados al otro lado de la calle y estrellados contra los edificios; había veinte vehículos más combados y averiados. Una gran grúa los estaba metiendo en los remolques que los aguardaban. Los robots municipales de limpieza estaban lavando la sangre de la acera. Había habido muchas personas en los bares al aire libre de las cercanías. Los robots PG se movían por las fachadas, barriendo los montones de cristales rotos.

—Oh, Dios —murmuró Mellanie. Se quedó mirando la devastación y después se giró para mirar la torre Greenford.

—Ya le dije que no era un entorno seguro —dijo Paula.

Una gran furgoneta de la policía paró a su lado. La puerta se abrió y se metieron los tres. Las maletas rodaron al compartimento de los equipajes.

—Me recuerda a Randtown —dijo Mellanie en voz baja cuando la furgoneta se puso en marcha—. Esperaba haberlo olvidado, pero eso acaba de hacerlo volver todo. Fue horrible.

Paula decidió que la chica estaba disgustada de verdad.

—La muerte a esta escala nunca es fácil.

Hoshe estaba mirando por la ventanilla sin expresión en la cara.

—¿Resultó herido su personal? —preguntó Mellanie.

—Algunos sí.

—Lo siento.

—Conocían los riesgos, al igual que usted. Se les hará renacer a todos.

—Si es que queda algo en lo que renacer.

—Nos aseguraremos de que así sea.

La furgoneta de la policía los llevó a la estación del TEC con tiempo de sobra antes de la hora de salida del expreso. Pararon delante de la explanada principal y fueron andando hasta el andén. Una brisa fresca procedente del Logrosan soplaba por la cavernosa estructura; el río corría junto al área de clasificación más pequeña que Paula había visto en la Federación. Illuminatus no exportaba ningún producto al por mayor, sólo fabricaba pequeños objetos de alta tecnología. El área de clasificación se había instalado sobre todo para recibir importaciones de alimentos; sin tierras cultivables en el planeta, había que traer todo tipo de productos en los trenes de mercancías. Se preguntó qué pasaría si los primos golpeaban allí. O peor, en Piura, el mundo de los 15 grandes al que estaba conectado. Si Illuminatus quedaba aislado de la Federación, las cosas irían muy mal para la población de la ciudad atrapada.

Cuando miró por el andén, los otros pasajeros que esperaban evitaron de forma escrupulosa el contacto visual. No se podía decir que la estación estuviese atestada, pero había más gente de lo habitual para esa hora de la madrugada. Varias familias permanecían acurrucadas entre sí, con sus niños adormilados y todo. Después de la noticia sobre las naves estelares, era obvio que se habían planteado las consecuencias de un ataque de los primos.

Mellanie se frotó los brazos, el aire frío le estaba poniendo la carne de gallina.

—Me siento estúpida con esto puesto —murmuró. El uniforme de enfermera tenía las mangas cortas.

—Toma. —Hoshe se quitó el jersey y se lo tendió.

La joven le lanzó una mirada agradecida.

—Gracias. —Le quedaba muy suelto, pero dejó de temblar.

El expreso entró en silencio en la estación por la vía de nivel magnético. Esperaron hasta que los pasajeros terminaron de desembarcar antes de meterse en el vagón de primera clase donde habían reservado un compartimento.

—¿A qué estación de la Tierra vamos? —preguntó Mellanie.

—Londres —dijo Hoshe.

—Creí que su base estaba en París.

Paula le lanzó una sonrisa enigmática.

—Depende. —Le dijo a su mayordomo electrónico que abriera uno de los bolsillos de su cinturón. Una mosca huso bratatiana cayó de él y empezó a escabullirse por la pared. Su finísima hebra fue alargándose a su paso al tiempo que Paula recorría el estrecho pasillo del vagón manteniendo la conexión segura. El compartimento contenía gruesos sillones de cuero a ambos lados de una mesa de nogal barnizado. Mellanie se dejó caer en uno de los sillones con un inmenso suspiro, levantó las piernas, las encogió y se cubrió las rodillas con el jersey. Tenía la cara muy cerca de la ventanilla, como una niña asomándose a un escaparate. Paula y Hoshe se sentaron enfrente de ella. Las maletas negras se dispusieron a ambos lados de la puerta.

Después de un par de minutos, el expreso salió con suavidad de la estación y empezó a coger velocidad al dirigirse a la salida.

—¿Qué les pasó a los abogados? —preguntó Mellanie.

—Pérdida de cuerpo —le dijo Paula—. Nuestros equipos forenses intentarán recuperar sus células de memoria, pero dado el nivel de daños, no pinta nada bien. —Comprobó la imagen que recibía de la mosca huso, que le mostró una visión en blanco y negro del pasillo, como la que tomaría el ojo de un pez, pero visto desde el techo. La piel le cosquilleó cuando atravesaron la cortina presurizada. Una luz cálida de color salmón atravesó la ventanilla del compartimento y el expreso aceleró con fuerza para atravesar la inmensa estación de Piura.

—Eran la única pista que me podía llevar hasta la Cox —dijo Mellanie.

—Sí, a mí también.

Mellanie pareció sorprenderse.

—¡Entonces me creyó!

—Ahora sí. Descubrimos a un agente del aviador estelar en mi antigua oficina de París. Llevaba ya un tiempo manipulando la información. El caso Cox fue uno de los manipulados.

—¿Lo han cogido?

—No —dijo Paula. Era una admisión dura, pero había hablado con Alic Hogan antes de que los paramédicos lo sedaran. En las Copas había sido peor que en la torre Greenford.

—Así que seguimos sin tener ninguna prueba de la existencia del aviador estelar —dijo Mellanie.

—El caso contra él sigue cimentándose. —En la visión virtual de Paula destelló un pequeño cuadro de texto. Las rutinas de gestión de las matrices del vagón estaban cerrando todas sus funciones de comunicación. La mosca huso le mostró que la puerta que llevaba al siguiente vagón de primera clase se estaba abriendo. Intercambió una mirada con Hoshe, que asintió de forma casi imperceptible.

—Pero no es concluyente —dijo Mellanie con aire hosco—. Eso es lo que va a decir.

—No. Y se nos está acabando el tiempo.

—¿Y eso cómo lo sabe?

—La guerra no va bien para la Federación. Nuestras naves estelares fueron derrotadas en la Puerta del Infierno. —Una chica caminaba por el pasillo del vagón hacia su compartimento. El corazón de Paula empezó a dispararse. Una cuadrícula táctica apareció en su visión virtual, la investigadora preparó varios iconos para una activación inmediata.

—Sí. Supongo que los ricos se largarán en sus botes salvavidas dentro de poco.

—Supongo que sí. Y lo que es más importante, según los Guardianes, el aviador estelar se irá en cuanto lo haya dispuesto todo para garantizar nuestra destrucción. A menos que podamos movernos pronto contra él, se habrá ido.

—Entonces evite que vuelva a Tierra Lejana —dijo Mellanie—. Ponga una guardia en la salida de Boongate que va a Medio Camino.

—Tendría que convencer a mis aliados políticos de que esa maniobra está justificada. —A través de los sentidos artificiales de la mosca huso, Paula vio que la chica estaba a la puerta de su compartimento.

Mellanie respiró hondo.

—Conozco algunos agentes más del aviador estelar, si quiere creerme esta vez.

—Está muy bien informada.

Un campo de alteración concentrado golpeó la puerta del compartimento, que se hizo pedazos al instante. Mellanie chilló aterrorizada y se tiró al suelo. Paula y Hoshe activaron los campos de fuerza de sus esqueletos. Isabella Halgarth atravesó los fragmentos afilados como dagas del marco de la puerta. Un campo de fuerza chisporroteaba a su alrededor.

—Es ella —chilló Mellanie—. ¡Es Isabella! Es una de ellos.

Isabella levantó el brazo derecho. La carne del antebrazo fluyó y se dividió por varios sitios como bocas sin labios.

Paula disparó la jaula. Unos pétalos curvos de campos de fuerza surgieron de golpe de las maletas que había a ambos lados de Isabella, pétalos que se cerraron a su alrededor y apretaron con fuerza. La joven hizo una mueca, como si estuviera un poco desconcertada. Después intentó moverse y se retorció dentro de los pétalos que la constreñían. Sus movimientos eran mecánicos, cada uno de sus músculos potenciados intentaban liberar su cuerpo. Le aparecieron una serie de aberturas a lo largo de ambos brazos permitiendo que sobresalieran unos cañones oscuros y achaparrados. La chica comenzó a disparar rayos de iones y máser.

Varias serpentinas de energía atravesaron la jaula y tocaron tierra en el suelo del compartimento. El humo comenzó a filtrarse hacia arriba. Los pétalos relucientes fueron adquiriendo poco a poco un tono azul amenazante.

—¿Preparado? —gritó Paula por encima del chirrido de las descargas salvajes. Levantó una membrana de volcado y cuando Hoshe asintió, la pegó en la espalda de Isabella con una palmada. Los pétalos de la jaula cambiaron de sitio para dejarla pasar. La cara de Paula estaba a pocos centímetros de la de la chica y fue entonces cuando supo con absoluta certeza que se estaban enfrentando a algún tipo de alienígena. Los ojos de Isabella la miraron con una furia maligna. Fuera cual fuera la inteligencia que miraba a través de ellos, la estaba estudiando, y juzgando.

El campo de fuerza de Isabella empezó a fallar.

Hoshe le clavó una vara de bloqueadores nerviosos. La vara se deslizó con facilidad por los pétalos de la jaula para clavársele en el pecho. El cuerpo de la prisionera empezó a agitarse con violencia. La joven echó los labios hacia atrás poco a poco para revelar un gruñido furioso. Todas las armas que llevaba incrustadas se dispararon a la vez. Unas chispas salieron con un estallido de los resplandecientes pétalos de la jaula que empezaron a vacilar de un modo peligroso.

—¡Jesús! —exclamó Hoshe. Giró el gatillo de la vara del bloqueador nervioso para inyectarle la sustancia a toda potencia.

De repente, Isabella los miró sorprendida y abrió mucho los ojos. Sus armas dejaron de disparar.

Los pétalos de la jaula la mantuvieron inmóvil, ciñéndole la piel con fuerza, congelando su postura y su expresión. Paula miró los pies de la chica. Estaban suspendidos a un par de centímetros de la chamuscada moqueta.

—¿Está inconsciente?

—No lo sé —dijo un sudoroso Hoshe—. Pero no pienso arriesgarme. —Continuó clavándole con fuerza la vara del bloqueador nervioso.

—Bien. —Paula llamó al resto del equipo. Vic Russell, con armadura completa, llegó pisando con fuerza por el pasillo, a la cabeza de Matthew y John King.

—Siempre os divertís vosotros —se quejó Vic.

—La próxima vez es toda tuya —dijo Hoshe con tono sincero cuando Vic se hizo cargo de la vara del bloqueador nervioso.

Con Isabella rodeada por los tres trajes blindados, Hoshe desconectó los pétalos de la jaula. La chica se derrumbó en los brazos de John.

—¿Está viva? —preguntó Paula.

—El ritmo del corazón es un poco errático, pero se está calmando —le aseguró John—. Y respira sin ayuda.

—Bien, metedla en la concha de suspensión. —Paula desconectó el campo de fuerza de su esqueleto y se pasó una mano por la frente. No le sorprendió encontrarse con los dedos mojados de sudor.

—¿Pero qué cojones está pasando? —chilló Mellanie.

Paula se volvió para mirar a la furiosa y asustada muchacha y parpadeó sorprendida. La piel de Mellanie se había quedado plateada casi por completo.

—Era una trampa —dijo Paula intentando no perder la calma. No tenía ni idea de cuál era la capacidad de los implantes de Mellanie. Lo único que la tranquilizaba era que si Mellanie hubiera estado trabajando para el aviador estelar, le habría echado una mano a Isabella—. Usted y yo le hemos estado causando al aviador estelar una cantidad considerable de problemas. Juntas presentábamos lo que yo esperaba que fuera un objetivo irresistible. Y tenía razón. Aunque esperaba que fuera Tarlo al que enviaran.

—¡Usted! —Mellanie lanzó la palabra con un grito ahogado y señaló a Paula con un dedo tembloroso—. Usted. Nosotras. Yo. La furgoneta de la policía. Todo el mundo lo vio.

—Eso es. Todo el mundo nos vio dejar la torre Greenford juntas, y el acontecimiento se emitió por la unisfera. Este compartimento estaba reservado a mi nombre. Les dio una oportunidad perfecta para asesinarnos.

—Yo no tengo un traje con campo de fuerza —gimoteó Mellanie. El color plateado se desvanecía de su piel, retirándose en complejos patrones rizados.

—Estaba relativamente a salvo. La jaula es capaz de absorber el fuego de armas de alto nivel que pueda tener su cautivo.

Mellanie se dejó caer con aire pesado y se quedó mirando a la nada.

—Pedazo de mierda. Podría habérmelo dicho.

—No estaba del todo segura de su lealtad. Y quería que se comportara de forma natural. Le pido disculpas si la he alarmado.

—¡Alarmado! —Mellanie apeló a Hoshe, que le dedicó una sonrisita apesadumbrada.

—Y ahora —dijo Paula—. ¿Podría por favor explicarme cómo sabía que Isabella era una agente del aviador estelar?

Justine llegó a Nueva York justo después de medianoche, hora de la costa este. Era más tarde de lo que esperaba. La sesión del Gabinete de Guerra se había prolongado una hora más de lo previsto mientras discutían el informe de Wilson Kime. Los sancionadores cuánticos del proyecto Seattle se transportaban ya en veintisiete naves estelares de la clase Moscú. Las veinte naves de la flota de la Puerta del Infierno regresaban al Ángel Supremo, donde también se las equiparía con sancionadores cuánticos una vez que estuvieran recargadas.

Nadie sabía si con eso sería suficiente para protegerse de cualquier otro ataque de los primos, hasta Dimitri Leopoldvich se mostraba cauto con su evaluación.

El Gabinete de Guerra tampoco terminaba de decidir si debían llevar la lucha al mundo de los primos. Sheldon, Hutchinson y Columbia querían despachar varias naves a Dyson Alfa mientras los primos siguieran desconociendo la existencia de los sancionadores cuánticos. Columbia creía que podían infligir una cantidad de daños increíbles en el sistema estelar alienígena, lo que con un poco de suerte debilitaría la civilización prima de un modo catastrófico. «Una segunda oleada de naves podía entrar después y terminar el trabajo», dijo.

De nuevo la opción del genocidio. Justine se había puesto de su lado, cosa que era obvio que había sorprendido al resto del gabinete, incluyendo a Toniea Gall, su miembro más reciente. Lo había hecho por culpa del aviador estelar. Bradley Johansson le había dicho que la criatura quería destruir a ambas especies y que las estaba enfrentando con todo cuidado para poder alzarse él victorioso entre las ruinas. El genocidio era la única forma que Justine veía de que sobreviviera la Federación.

Al contrario que ellos, Wilson no se había mostrado muy entusiasmado, había señalado el inmenso tamaño de la civilización de Dyson Alfa, el hecho indudable de que a aquellas alturas ya se habría extendido por otros sistemas estelares además de los 23 Perdidos y la Puerta del Infierno. Los restantes podrían golpear la Federación con igual fuerza, afirmó, podrían provocar un doble genocidio.

—De todos modos están intentando exterminarnos —había sido la respuesta de Columbia.

Si la opción del genocidio estaba descartada para el futuro inmediato, dijo Alan Hutchinson, por qué no lanzar una segunda incursión contra la Puerta del Infierno, en esa ocasión utilizando sancionadores cuánticos.

—Eso revelará la ventaja que tenemos —respondió Kime—. Los sancionadores cuánticos son la única arma que tenemos de la que no saben nada.

—Pero si funcionan, pueden detener el avance de los primos en seco, y podrían sacarlos de los 23 Perdidos —dijo el franco líder dinástico—. No pueden lanzar una segunda oleada contra nosotros sin la Puerta del Infierno. Con ella fuera de combate, podemos seguir adelante y acabar con su sistema natal.

—Ahora mismo no creo que podamos permitirnos quitar naves estelares de los puestos de defensa —dijo Kime—. Cuando hayamos puesto más en servicio, será una medida más viable.

Era obvio que Hutchinson no estaba muy contento. El resto del Gabinete de Guerra era consciente del creciente abismo que se abría entre Kime y Columbia. La presidenta Doi puso fin a la reunión instituyendo una revisión continua. Volverían a reunirse en cualquier momento en que cambiara la situación estratégica.

En cuanto se levantaron, Justine había cogido un expreso que la llevó directamente a Nueva York junto con tres ayudantes y su equipo de guardaespaldas de la Seguridad del Senado. A la mañana siguiente tenía programado reunirse con un grupo informal de ejecutivos de Wall Street para comentar el empeoramiento de las condiciones financieras provocado por el aumento de los impuestos, el éxodo y el último fracaso de la Marina. Los mercados estaban en caída libre y necesitaban que los tranquilizaran, que les aseguraran que el Ejecutivo controlaba la situación con medidas políticas que en último caso resolverían el problema. Como si yo pudiera convencerlos de eso. Al menos Crispin estaría con ella en ese desayuno de trabajo y podía confiar en que él la apoyaría.

Cuando el expreso entró en la estación Grand Central, sus ayudantes cogieron un taxi para ir a su hotel mientras que a Justine la trasladó a su apartamento de Park Avenue una limusina de la familia. Cuando entró en el gran coche, su mayordomo electrónico estaba marcando informes procedentes de Illuminatus para que ella los mirara. La senadora dejó pasar algunos por los filtros y de inmediato se sentó muy erguida en los profundos asientos de cuero de la limusina. Las imágenes de la torre Greenford llenaron su visión virtual, los periodistas cubrían los esfuerzos del departamento de bomberos de Tridelta por apagar el taxi que acababa de explotar en la calle. Las bajas civiles eran aterradoras.

—Llama a Paula Myo —le dijo a su mayordomo electrónico.

—¿Senadora? —dijo Paula.

—¿Se encuentra bien?

—Hasta ahora, sí.

—¿Qué significa eso?

—No hemos conseguido capturar a ninguno de los agentes del aviador estelar que descubrimos en Tridelta. Sin embargo, hemos descubierto a uno de los agentes que tenía trabajando en la oficina de París de Inteligencia Naval. Le proporcionará cierto peso, sin duda valioso, que puede utilizar con el almirante Columbia y los Halgarth.

—Ésa es una noticia excelente.

—Sí. Ahora estoy iniciando una nueva operación, una trampa en la que estamos implicadas Mellanie Rescorai y yo, durante el viaje de vuelta a la Tierra. Espero que tengamos más suerte con eso.

—¿Mellanie está con usted?

—Sí. Se está involucrando mucho en el movimiento antiaviador estelar. Sospecho que está relacionada de algún modo con los Guardianes.

Justine estuvo a punto de decirle que Mellanie estaba en contacto con Adam Elvin, pero eso significaría explicarle que ella hablaba con Johansson, y aún no estaba preparada para confesarle eso a la formidable investigadora, todavía no.

—Quizá deberíamos intentar convocar una reunión, juntar nuestros recursos.

—Muy bien, pero antes me gustaría establecer las auténticas simpatías de Mellanie. Podría ser una trampa muy elaborada montada por el aviador estelar para que cayéramos en ella.

—Como quiera. Avíseme una vez que esté satisfecha con lo que le cuente. Buena suerte y tenga cuidado.

—Gracias, senadora.

La limusina bajó al garaje subterráneo del bloque de apartamentos. Justine y sus tres guardaespaldas cogieron el ascensor hasta el piso cuarenta.

A pesar del sistema de seguridad recién reforzado del apartamento, los guardaespaldas insistieron en hacer una evaluación física de todas las habitaciones además de revisar los diarios de las matrices. Justine permaneció en el gran salón, esperando a que terminaran con un alarde de paciencia. Hacía siglos que había aprendido a fingir, pero, de todos modos, esa noche le suponía un gran esfuerzo. Le dolían los pies por culpa de los tobillos hinchados, tenía un ardor de estómago que cada vez era más frecuente, las náuseas matinales le duraban quince horas al día, y encima le dolía la cabeza. Daos un poco de prisa, pensó con aire lúgubre mientras sus guardaespaldas se movían de habitación en habitación, tomándose su tiempo, siendo profesionales y meticulosos.

—El apartamento está despejado, senadora —le dijo Héctor Del, el comandante del equipo.

—Gracias.

—Me quedaré yo con usted esta noche.

—Ya, como quiera, sí. —Justine entró en su habitación y cerró la puerta justo cuando los otros dos guardaespaldas se iban. La matriz doméstica del apartamento había empezando a llenar su gran bañera hundida en cuanto había aparcado la limusina. En ese momento ya estaba llena hasta el borde con agua aromatizada y una espuma suntuosa. Justine la miró exasperada y gruñó. Un baño largo y decente era lo único en lo que había pensado durante el largo viaje a casa. Se le había olvidado por completo que no se deberían tomar largos baños calientes cuando se está embarazada.

Siseó enfadada y le dijo a su mayordomo electrónico que abriera la ducha. Cuando se vació la bañera, Justine se quitó la ropa y la dejó en el suelo para que la recogiera una doncella robot. Es cierto, el cerebro hace las maletas y se va de vacaciones cuando te quedas embarazada.

Los chorros de agua (moderadamente) caliente jugaron sobre su piel. Estaba bien, pero no tan bien como un buen baño. Su mayordomo electrónico sacó de la memoria del apartamento un jazz orgánico sintetizado del siglo XX y lo puso a todo volumen cuando el jabón empezó a mezclarse con el agua.

El comportamiento de Sheldon durante la reunión del Gabinete de Guerra la había molestado. No entendía por qué le entusiasmaba tanto la idea del genocidio. A menos que supiera que iba a provocar una reacción equivalente en los primos. Que era lo que quería el aviador estelar. ¿O me estoy poniendo muy paranoica? La única prueba que había contra él era a Thompson diciendo que su despacho había bloqueado de forma continuada el examen de las mercancías enviadas a Tierra Lejana, algo que Justine todavía no había podido confirmar.

Se pasó una esponja exfoliadora por las piernas y el estómago mientras el agua espumosa se derramaba sobre ella. En su visión virtual destellaron unos iconos rojos.

«Alerta, intruso.» El recién instalado sistema de alarma le mostró la imagen oscura de una persona no identificaba que caminaba por la cocina.

¿Cómo demonios han entrado aquí sin disparar ninguna alarma por el perímetro?

Se limpió el agua de la cara con gestos frenéticos y estiró la mano para coger una toalla.

«Senadora,» le envió Héctor Del, «por favor, no se exponga. Estoy investigándolo. El resto del equipo está ya de regreso.»

El corazón de Justine palpitaba a lo loco, lo que estaba exacerbando su dolor de cabeza. Se envolvió la cintura con la toalla y salió a toda prisa al dormitorio, chorreando por toda la alfombra. Al otro lado de la puerta oyó gritar a Héctor Del.

—Usted. Alto. ¡Ahora!

Se oyó el crujido agudo de la descarga de un arma, lo que la hizo sobresaltarse de repente. A continuación se produjeron dos estallidos más ruidosos. Un hombre chilló. Se oyó un golpe y algo pesado cayó en el suelo al tiempo que una luz blanca destellaba por la brecha que quedaba bajo la puerta.

«¿Héctor?» —envió Justine—. «¿Qué ha pasado?»

Su visión virtual mostró que los implantes de su guardaespaldas se habían desconectado de la matriz del apartamento. Justine puso la mano en la manija de la puerta y dudó. En el exterior no se oía nada. Cuando intentó acceder a la red de seguridad del apartamento, ésta le informó que una señal bloqueadora muy potente estaba interfiriendo con los sensores. Su mayordomo electrónico le dijo que el equipo de guardaespaldas estaba en el ascensor, subiendo.

Justine abrió la puerta, sólo una ranura y se asomó al pasillo central de apartamento. Estaba a oscuras y la única luz que brillaba procedía del vestíbulo del otro extremo. Unas finas briznas de humo recubrían el aire y algunas llamas lamían los restos destrozados de una mesa antigua. Héctor Del estaba tirado contra la pared, la ropa le ardía sin llama. Tenía la piel roja e hinchada. Por el ángulo del cuello, Justine supo que estaba muerto.

Alguien entró por el arco del pasillo.

—¡Bruce! —jadeó Justine.

El asesino del aviador estelar levantó el brazo.

Justine gimió aterrorizada, sus manos se aferraron por instinto al vientre para proteger al no nacido.

El techo del pasillo se perforó en medio de una nube de polvo y fragmentos de cemento cuando lo golpeó un potente campo de alteración concentrado. Gore Burnelli se dejó caer por la grieta y aterrizó con ligereza entre Justine y Bruce. Iba impecable con un esmoquin hecho a medida.

—Eh, tío —le dijo a Bruce—. ¿Te apetece meterte con alguien de tu tamaño, para variar?

Bruce alzó los dos brazos. Un torrente casi sólido de rayos de plasma golpeó a Gore y lo envolvió en un nimbo incandescente. Su esmoquin estalló en llamas. El suelo y las paredes que lo rodeaban comenzaron a ennegrecerse. Justine se protegió la cara de aquella luz aterradora.

Bruce bajó los brazos. Gore se encontraba en medio de un círculo de cemento carbonizado rodeado de llamas, las últimas cenizas de su ropa destrozada se desprendieron de su cuerpo. Su cuerpo desnudo era completamente dorado y reflejaba las llamas en pequeñas ondas de color naranja. Esbozó una sonrisa mordaz.

—Me toca. —Empezó a caminar hacia Bruce. Una pulsación de alteración concentrada brotó de golpe de su cuerpo y llenó el aire ahumado del pasillo con una fosforescencia verdosa y fantasmal. El campo de fuerza de Bruce destelló con un tono violeta cuando se tambaleó por culpa del golpe y después luchó por erguirse. Gore disparó otro impulso que derribó al asesino y lo mandó resbalando por el parqué pulido del pasillo, agitando los brazos y las piernas como una tortuga boca arriba. Rodó para darse la vuelta y se escabulló a toda prisa.

—Vuelve a jugar, cabrón —exclamó Gore. Salió a toda velocidad por el pasillo y entró en el salón tras Bruce. Rayos de plasma, haces máser y rayos de iones lo alcanzaron en cuanto cruzó la puerta abierta. Varias cintas salvajes de energía estallaron a su alrededor cuando su campo de fuerza integral desvió el asalto y las envió a castigar la estructura del edificio. La fuerza del ataque empezó a repelerlo como si un cañón de agua lo estuviera golpeando de frente. Expandió el campo de fuerza tras él, presionándolo contra la pared para enfrentarse a la potencia de las armas del asesino. Sus pies detuvieron el movimiento que lo impelía hacia atrás al tiempo que la pared se agrietaba y se combaba hacia dentro. Otro alterador concentrado les disparó a las piernas de Bruce y volvió a enviar al asesino dando volteretas por el salón. El asesino se golpeó contra la pared que había junto a las puertas del balcón y los cristales se hicieron pedazos sobre él. Rebotó y adoptó la postura del luchador. Gore saltó.

Los dos chocaron en medio de un torbellino de remolinos de energía y de mobiliario que se desintegraba. Los nervios de Gore estaban saturados de acelerantes que precipitaban sus reflejos mientras castigaba al asesino con una serie de golpes de kárate que habrían partido en pedazos un cuerpo desprotegido. Los impactos no conseguían atravesar del todo el campo de fuerza de Bruce aunque Gore vio el revelador destello escarlata de una sobrecarga venidera cada vez que le alcanzaba. Estaba consiguiendo infligir cierto nivel de daño en el cuerpo que envolvía el campo, aunque no se podía decir que eso lo debilitara. La cara de Bruce hacía muecas silenciosas entre los estallidos de luz roja. Su propio sistema nervioso también estaba acelerado, pero no tanto como el de Gore. Y no conseguía bloquear los golpes del todo. Cuando el campo de fuerza se debilitó, dejó sus ropas al descubierto. La tela o bien se rasgaba cuando la mano de Gore la desgarraba o se chamuscaba por los residuos del fuego de las armas. Después, Bruce se giró en redondo y consiguió darle una patada a las piernas de Gore con una embestida salvaje de judo.

Gore dejó que el impulso lo llevara y luego amplificó el movimiento dando una voltereta hacia atrás para aterrizar de pie, como un gimnasta al saltar de las barras fijas. Avanzó de inmediato otra vez y desató una andanada de disparos de alteración concentrados.

Bruce había saltado hacia el otro lado y se había recuperado con elegancia. Al erguirse, con las ropas raídas aleteando contra él, se encontró justo delante de la ventana destrozada del balcón. El campo de alteración lo empujó hacia atrás de un golpe. El asesino extendió todavía más su campo de fuerza para producir la configuración de un ala de ángel e intentar sujetarse a las paredes que enmarcaban la puerta del balcón. Gore disparó rayos de plasma contra el yeso y el cemento carbonizados y reventó el sólido material que tenía a ambos lados el asesino. Bruce respondió con su propio campo de distorsión concentrado. Se inclinaron los dos, el uno hacia el otro, como si se abrieran paso a través de un huracán. El apartamento comenzó a derrumbarse a su alrededor cuando los campos de alteración concentrada chocaron. En las paredes se abrieron unas profundas fisuras. Secciones enteras del suelo se movieron como fallas tectónicas. Yeso, cemento, madera y hebras de refuerzo de acero envuelto en carbono comenzaron a caer del techo.

Gore se agachó y saltó con toda la potencia de sus músculos reforzados, amplificada por una expansión perfectamente cronometrada de su campo de fuerza. Voló por el aire como un misil dorado y los puños estirados clavándose en el pecho de Bruce. El asesino dejó el suelo agitando los miembros hacia atrás. Chocó de espaldas contra la barandilla de piedra del balcón, que se combó de mala manera. Las cabezas de las gárgolas se giraron cuando la cantería vibró.

Bruce miró a Gore por un momento y después saltó por encima de la barandilla. Gore no lo dudó ni un instante y se arrojó tras su oponente.

En el aire, cuarenta pisos por encima de Park Avenue, todo estaba en absoluto silencio. Gore no oyó nada al caer. Sus sentidos abarcaban el espectro completo y se centraron en el cuerpo de Bruce, que se precipitaba por debajo de él. Envuelto en su manto de energía, brillaba como una estrella en la diana de su visión virtual. Le disparó varios rayos de plasma, pero su propia caída era demasiado inestable para proporcionarle una puntería razonable. Empezaron a producirse explosiones en la calle, llamas naranjas y violetas que florecían para darles la bienvenida a los dos.

Los pocos coches y taxis que utilizaban la calle accionaron el freno de emergencia y sus faros barrieron la calle cuando se detuvieron de golpe. Los pasajeros apretaron las caras contra las ventanillas para ver qué estaba pasando.

Gore extendió los brazos y las piernas como si fuera un paracaidista acrobático y después expandió su campo de fuerza convirtiéndolo en una amplia burbuja con forma de lente. El aire se precipitaba contra la burbuja, frenando bastante su velocidad. Cuando alcanzó los veinte metros de diámetro, apenas se movía. Rotó para colocarse en posición vertical. La parte inferior del campo de fuerza tocó la acera y se plegó con cuidado contra él hasta depositarlo en el suelo. Gore se quedó inmóvil durante un segundo, con las manos en las caderas mientras contemplaba a Bruce.

El choque del asesino había dejado una muesca con forma humana en el asfalto de Park Avenue, cerca de los cráteres ardientes de los rayos de plasma. Había un montón de sangre dentro y alrededor. Bruce se alejaba tambaleándose por la carretera, sorteando sin demasiada firmeza los coches aparcados. La sangre le empapaba los jirones de ropa rasgados y chamuscados que llevaba e iba dejando tras él un amplio rastro de salpicaduras. Cada paso producía una extraña crepitación. Procedía de las puntas de hueso que le sobresalían por las espinillas y que se iban frotando con cada movimiento. El campo de fuerza integral era lo que mantenía aquellas piernas unidas, que era la única razón para que el asesino siguiera avanzando, aunque aquel movimiento entrecortado era más propio de un borracho de madrugada.

Gore sonrió satisfecho y saltó. Se elevó sin esfuerzo por encima de los coches y cayó delante de Bruce. Al aterrizar, se inclinó hacia delante y lanzó una patada hacia atrás con un ágil movimiento, el talón se estrelló contra el pecho de Bruce. El asesino se vio lanzado hacia atrás al tiempo que su campo de fuerza lo envolvía en una luz de color carmesí pálido; rodó una y otra vez hasta que se golpeó contra el guardabarros delantero de un taxi amarillo, abollando la chapa. Tenía una espinilla doblada en ángulo recto. El campo de fuerza se reforzó a su alrededor e intentó enderezarla. Se oyó un ruidoso chapoteo cuando la mutilada carne sufrió un nuevo maltrato.

A Bruce le tembló la cabeza cuando intentó girarla para mirar a Gore, una burbuja de sangre negra le salió borboteando de la boca. Levantó un brazo y le disparó un rayo de plasma al humano desnudo y dorado. La intensa esfera de átomos activados se limitaron a estrellarse contra la piel metálica de Gore sin forzar siquiera su campo de fuerza. Los aterrados pasajeros del taxi chillaban frenéticos y se agacharon por debajo de las ventanillas.

—No tienes un buen día, ¿eh? —se burló Gore—. Primero Illuminatus y ahora esto. ¿Me preguntó cuántos de estos humanos corrompidos te quedan?

Bruce rodó hacia delante y empezó a arrastrarse. Gore se movió con rapidez y le clavó una mano en el cuello. Los campos de fuerza zumbaron al chocar como un cable de alto voltaje al sufrir un cortocircuito.

Gore levantó a Bruce del suelo y lo giró para poder estudiarlo de perfil.

—Tú no te vas a ninguna parte —le dijo al asesino—. Desde un punto de vista táctico, debería meterte ahí e intentar quebrar tu condicionamiento. Seguramente aprenderíamos mucho de ti, Bruce.

El ojo de Bruce McFoster sufrió un espasmo.

»Pero has intentado matar a mi hija y a mi nieto. Así que, que te jodan.

La mandíbula de Bruce se abrió y lanzó un chorro de sangre, como si intentara decir algo. Después, su rostro crispado se calmó.

—Hazlo. Mata al alienígena. —Su campo de fuerza se desactivó.

—Bien dicho, hijo —lo bendijo Gore. Cerró la mano alrededor del cuello del hombre y le partió la columna.

La última vez que Hoshe había visitado el Ángel Supremo, había un par de miembros aburridos de la Policía Diplomática revisando las identificaciones de todos los que entraban en la estación de tránsito y escaneando su equipaje. Ese día era un poco diferente. De hecho, había ocho estaciones de tránsito, todas ellas mucho más grandes que la original. Y todas ellas vigiladas por un escuadrón de soldados de la Marina con armaduras completas.

Hoshe, que había visto más que suficientes trajes blindados en las últimas veinticuatro horas, los miró con cansancio cuando se acercó a la entrada de una estación de tránsito marcada con el cartel de «Personal civil». El gran carrito robot que llevaba la concha de suspensión de Isabella rodaba sin ruido tras él, protegido de cualquier escáner por un escudo electrónico. Hoshe llamó a Paula cuando todavía estaba a cincuenta metros de distancia, en la blanca explanada.

—Soy un gallina. Creo que necesito ayuda ya.

—De acuerdo, Hoshe —le dijo su jefa—. Ya llamo al Ángel Supremo.

Los soldados de la Marina lo vieron acercarse y se movieron para formar un cordón protector alrededor de la entrada. Dos de ellos salieron para recibirlo.

Uno de ellos tenía una estrella de capitán y el nombre Turvill impreso en el pecho. Estiró una mano para detener a Hoshe.

—¿Qué coño hay ahí dentro?

Hoshe se quedó mirando el casco del capitán y vio un reflejo curvo de sí mismo en la dorada cúpula espejada.

—Equipaje.

—¿Y en el interior?

—No le incumbe, oficial.

El escuadrón que rodeaba la entrada levantó los rifles de plasma.

—Oh, sí que me incumbe. Ábralo.

Hoshe le dedicó una sonrisa cordial.

—No.

—Lo vamos a poner bajo custodia. Sargento, pida un equipo para escanear la caja.

Hoshe se mantuvo firme, sonriendo con lo que esperaba que fuera naturalidad mientras rezaba para no estar sudando demasiado. El escuadrón empezó a avanzar con los rifles todavía levantados. Algunos cubrían el carrito robot y su larga concha oblonga.

El capitán Turvill se quedó muy quieto de repente. El escuadrón se detuvo y bajó los rifles. El capitán le hizo un saludo militar.

—Lo siento, señor. Ha sido un malentendido. Por favor, pase. Su lanzadera lo está esperando. ¿Pueden ayudarle mis hombres en algo?

—No. Gracias —dijo Hoshe—. Sólo voy a… —Señaló con un ademán la entrada de la estación de tránsito civil. Le apetecía pasar de puntillas junto al escuadrón. Una sonrisa engreída de colegial intentaba hacerse un hueco en su cara, resultaba difícil no echarse a reír.

El pobre capitán Turvill nunca sabría lo que había pasado, pero Paula había hablado con el Ángel Supremo, que a su vez había llamado a Toniea Gall y le había dicho sin ningún tipo de rodeos que un envío preacordado a los raiel no debía someterse a interrupciones ni exámenes. La nave alienígena jamás se había mostrado tan franca con ella. Una Toniea Gall furiosa, y francamente preocupada, había llamado de inmediato al almirante Columbia, que, a su vez, le había dicho al capitán que se retirara. Ya.

Hoshe era el único pasajero de la lanzadera. Los auxiliares de vuelo lo ayudaron a llevar flotando la concha de suspensión por el tubo de conexión y después, para el vuelo, la ataron con correas a unos asientos. Atracaron en la base del tallo de Nueva Glasgow, donde todas las cámaras estancas eran compatibles con las naves humanas. Una vez dentro, el mayordomo electrónico de Hoshe lo puso en contacto con la red de información interna del Ángel Supremo. Su visión virtual se llenó de extraños gráficos fluidos de colores oscuros. Le pareció una guía de algún tipo. Las almohadillas adhesivas de los puños lo sujetaron a la pared y miró por el pasillo. Las cintas ahusadas de luz de su visión virtual dibujaban nuevos patrones cada vez que movía la cabeza.

—¿Y se puede saber qué es esto? —preguntó.

—Detective Finn, bienvenido otra vez —dijo el Ángel Supremo—. Le estoy mostrando qué dirección debe tomar.

Las cintas volvieron a ondular, indicándole que bajara por un pequeño pasillo. Hoshe le hizo un gesto a los auxiliares, que tiraron de la concha de suspensión por él. Se abrió una puerta que le mostró un pequeño ascensor capsular. Hoshe flotó al interior con su carga. Utilizó los adhesivos de las suelas para mantener los pies en el suelo cuando el ascensor empezó a moverse.

Varios minutos después el ascensor subió por el tallo y entró en la cúpula de los raiel.

—¿Puede enviarme algo parecido a un carrito robot, por favor? —preguntó Hoshe. La gravedad de la cúpula era de un ochenta por ciento de la de la Tierra, así que era imposible que él pudiera levantar la concha de suspensión, por no hablar ya de arrastrarla por las calles.

—No será necesario —dijo el Ángel Supremo—. Su carga lo acompañará.

—Bien. Gracias. —Se abrieron las puertas del ascensor. Hoshe miró la ciudad de los raiel, si es que eso era lo que era. La luz era el mismo gris lúgubre que recordaba de su anterior visita. Delante de él había una calle hecha de paredes de un metal continuo de color negro mate. Unas líneas de diminutas luces rojas resplandecían en la base de cada edificio.

Las cintas de su visión virtual se agitaban como frondas de algas, alineándose con la calle. El detective respiró hondo y salió. La concha oblonga que contenía a Isabella Halgarth se deslizó tras él, su base flotaba a medio metro del suelo.

—Ah, qué chulo —murmuró. No era especialmente impresionante, aunque semejante hazaña todavía estaba muy por encima del poder de la tecnología humana. Claro que, todas las cúpulas del Ángel Supremo tenían una gravedad artificial, y si podías generarla, no cabía duda de que podías manipularla.

Con la pantalla de su visión virtual como guía, Hoshe Finn recorrió las calles alienígenas mal iluminadas. En esa ocasión había más curvas, pensó, y los cruces no estaban en ángulo recto. Aparte de eso, era la misma metrópolis anodina e interminable, iluminada por fila tras fila de pequeñas luces de colores dispuestas en la parte inferior de las paredes.

Terminó enfrentándose a un auténtico acantilado de metal, idéntico a todos los demás. Las luces de los cimientos eran moradas, como antes. Delante de él se abrió una ranura vertical que se amplió para permitirle pasar. Dentro había el mismo espacio circular, con un suelo de color esmeralda resplandeciente y un techo perdido entre las sombras de las alturas.

Era Qatux el que lo esperaba, de eso no cabía duda. La salud del raiel no había mejorado desde la última vez que se habían visto. Varios de los tentáculos medianos estaban enrollados con fuerza mientras que el par grande que tenía en la parte inferior del cuello descansaba en el suelo, como si contribuyeran a sostener a la criatura. Dado el modo en que su gran cuerpo se encorvaba sobre sus ocho patas achaparradas, Hoshe pensó que quizá fuera eso. Tampoco era que debiera tener ningún problema para soportar su propio peso. A juzgar por el modo que tenía de tensarse la piel marrón sobre las plaquetas del esqueleto, Qatux sufría el equivalente raiel de la anorexia. Tenía uno de los cinco ojos permanentemente cerrado, y un líquido legañoso azul se le filtraba por el párpado apretado; los cuatro ojos restantes daban vueltas de forma independiente.

Hoshe se inclinó ante la criatura, lo compadecía muchísimo. Si tenías que hacerte adicto a algo, nunca debería haber sido a los humanos, no merecemos la pena.

—Hola, Qatux, gracias por recibirme —le dijo con tono formal.

Qatux levantó la cabeza.

—Hoshe Finn —suspiró cuando el aire pasó como una ráfaga por las pálidas arrugas de piel que componían la región de la boca—. Gracias por volver. —Dos de sus ojos se volvieron uno tras otro para mirar la concha—. ¿Es ella?

—Sí. —El mayordomo electrónico de Hoshe envió un código a la matriz de la concha y la tapa se dilató. Isabella estaba flotando en un gel claro, con los ojos cerrados y unos tubos finos metidos por los orificios de la nariz. Le habían insertado cientos de hebras de fibra óptica en el cráneo afeitado, formando una corona blanca y fina como una gasa. Las largas incisiones que tenía en los brazos, las piernas y el torso estaban cubiertas con franjas de piel curativa que eran incluso más pálidas que su piel nórdica. Parecía tan pacífica que resultaba casi angelical. Un contraste cruel con la persona que había sido la última vez que había estado consciente.

—Se le han extraído las baterías —dijo Hoshe—. Y se han neutralizado las armas. Ahora mismo es totalmente inofensiva.

—Entiendo.

—La matriz de la concha de suspensión puede incrementar su nivel de conciencia todo lo que usted quiera. Si necesita que esté despierta, unos bloqueadores nerviosos pueden evitar que se mueva. —Por alguna razón se sentía como si estuviera traicionando a la chica humana al entregarla al alienígena en un estado tan indefenso.

—Eso no será necesario. Un ciclo neuronal parecido al sueño profundo es todo lo que necesito.

—Muy bien. Necesitamos saber lo que hay en su cerebro, por qué hizo lo que hizo. Paula sospecha que hay algún tipo de presencia alienígena, o condicionamiento.

—Algo muy valioso que aprender. Jamás he probado los recuerdos de un cerebro humano vivo. Le agradezco este regalo.

—No es un regalo —dijo Hoshe con tono firme, maravillándose de haber encontrado el valor para ser tan franco—. Éste es un servicio que le pedimos que nos proporcione y del que usted se beneficia en especie. Aún así, en este caso necesitamos una fiabilidad absoluta por su parte.

—Y la tendrá, Hoshe —resolló la suave voz.

—¿Cuánto tiempo cree que llevará?

—Eso no puede responderse con precisión hasta que haya comenzado mi examen. Por lo que me ha dicho Paula, el método de subordinación no parece ser muy sutil.

—¿Hay algún peligro… —Hoshe se rascó la nuca, le daba vergüenza preguntar— de que pueda invadirlo a usted?

—¿Un virus mental? ¿Algo que se pase de anfitrión a anfitrión replicándose y extendiéndose? No, Hoshe, no tiene que preocuparse. No es la primera vez que los raiel nos enfrentamos a ese tipo de entidades incorpóreas. Nuestras mentalidades no son susceptibles de caer bajo ese tipo de asaltos. Aun así, tendré cuidado.

—Gracias. —Hoshe se inclinó otra vez, de repente estaba desesperado por preguntar cuándo y dónde se habían encontrado los raiel con semejantes criaturas. La pared que tenía detrás se partió para dejarlo salir a aquella calle funeraria. Y ya estaba. Pero pensaba que ojalá pudiera tener más fe en aquel yonqui alienígena.

Había amanecido en la Mansión del Tulipán. Justine estaba sentada en el gran invernadero octogonal, con una sudadera malva y unos vaqueros sueltos, acurrucada en su estropeado sofá de cuero como una niña necesitada de consuelo. No podía dejar de acariciarse el vientre con las manos, tranquilizándose. Tranquilizándose ella o al niño, todavía no estaba muy segura.

Gore entró vestido con una sencilla camisa blanca y pantalones de color marrón oscuro. Se inclinó sobre el sofá y le dio a Justine un beso ligero. Su hija se aferró a su antebrazo.

—Gracias, papá.

El hombre se encogió de hombros, más cerca de la vergüenza de lo que ella lo había visto jamás en los últimos doscientos años.

—No tiene importancia, las armas que llevaba conectadas eran una mierda barata del mercado negro. Podrías haberlo derrotado tranquilamente con una toalla mojada.

—Que era lo que llevaba, una toalla mojada —dijo su hija con tono mordaz.

—Pues ya ves, ni siquiera me necesitabas.

Se oyó un pequeño carraspeo, Justine levantó la cabeza y vio a Paula de pie en la entrada.

—Senadora, me alegro de ver que se encuentra bien.

—No gracias a tu pandilla de gilipollas incompetentes —le soltó Gore—. ¿Qué clase de operación patética estás dirigiendo? No me sorprende que Columbia te echara de la Marina si esto es un ejemplo de los resultados que consigues.

—Papá —lo riñó Justine.

—Su padre tiene razón —dijo Paula—. El fallo de seguridad es totalmente inaceptable. Al parecer, el agente del aviador estelar estaba esperando dentro de su nevera, la mayor parte de la comida del interior se había consumido. Debía de estar allí dentro cuando el equipo de la Seguridad del Senado instaló la actualización. Se les suspenderá y quedarán pendientes de una vista disciplinaria.

—¿Y eso nos va a ayudar cómo, para ser precisos?

—Papá, déjalo ya, anda.

—Ja —Gore agitó una mano con asco—. Gracias a la cagada de la investigadora, ahora tengo que soportar que todos los programas de noticias de la unisfera pongan las grabaciones que tienen de tu padre caminando por Park Avenue con el pito colgando.

—Y ejecutando al asesino —dijo Paula.

Justine le dio a la matriz de la mansión una orden y las paredes de cristal de la sala octogonal se desvanecieron tras una bruma gris.

—Ese cabrón estaba intentando matar a mi hija, ya ha matado a mi hijo y a infinidad de personas más. ¿Crees que me disgusta haberlo matado?

—No. Pero el Departamento de Policía de Nueva York debe realizar el proceso correspondiente.

—Ya hablé con los detectives en la escena del incidente. Si quieren saber algo más, tienen la dirección de unisfera de mi abogado.

—Se acabó —soltó Justine de repente—. Los dos. Ya estoy bastante nerviosa sin que vosotros dos os pongáis a gritaros delante de mí. La gran pregunta es, ¿tenemos ya suficientes pruebas como para obligar al Senado a prestar atención al aviador estelar?

—Las pruebas son cada vez más, no cabe duda —dijo Paula—. Hemos desenmascarado a Tarlo, lo que contribuirá a convencer a los Halgarth que esto no es una lucha personal por el poder. Y la gente sentirá curiosidad por saber quién envió al asesino contra usted, senadora.

—Desde luego, demonios —dijo Justine. Ya había recibido varias llamadas de sus compañeros del Senado y una de Patricia Kantil, que le había expresado la preocupación de la presidenta por el incidente—. Están esperando un informe de la Seguridad del Senado.

—¿Y qué es lo que vas a decir? —preguntó Gore.

—Sigue dependiendo de Nigel Sheldon —dijo Paula. Se asomó al acuario con forma de media luna y contempló los peces que se deslizaban por su interior—. Si anunciamos la existencia del aviador estelar basándonos en las pruebas que tenemos, tenemos que tener al menos una dinastía apoyándonos. Si la dinastía Sheldon va contra nosotros, habremos perdido toda la ventaja que tenemos. Sé que el almirante Kime cree que es real, pero tiene las manos atadas por pruebas adulteradas.

—¿Wilson sabe que es real? —preguntó Gore—. Eso tiene que ser una gran ventaja.

—Pero no entiendo la posición de Sheldon —dijo Paula—. Todo lo que ha hecho indica que está preocupado por la Federación. Sin embargo, Thompson estaba convencido de que era su oficina la que bloqueaba las inspecciones de las mercancías enviadas a Tierra Lejana que yo llevaba tiempo solicitando.

—Lo siento —dijo Justine—. Pero sigo sin poder descifrar esa incógnita.

—Pues enfréntate a él —dijo Gore—. Ponle en una posición en la que tenga que elegir. Así sabríamos para quién juega.

—Eso parece razonable —dijo Paula—. Seguimos sin saber con exactitud cómo controla el aviador estelar a los humanos. Espero una respuesta a eso en breve.

—Espero que no estés confiando en la Seguridad del Senado para que te la dé —dijo Gore.

Justine le lanzó una mirada indignada.

—No. Arrestamos a Isabella Halgarth. Los raiel están examinando por mí su mente.

—Oh —dijo Gore un tanto desconcertado—. De acuerdo, como pedigrí, no está mal.

—¿Tiene alguna idea de cómo podemos abordar a Sheldon? —preguntó Paula.

Gore le lanzó a Justine una mirada llena de intención.

—¿Yo? —preguntó su hija.

—Sí, tú. En estos momentos, en la Federación no hay nadie que vaya a negarte una reunión.

—No estoy segura de que debiéramos exponer a la senadora a otra posible confrontación con agentes del aviador estelar —dijo Paula.

—Eso, eso —murmuró Justine.

—Campbell —dijo Gore a toda prisa—. Utilízalo. Es lo bastante importante dentro de la dinastía como para tener línea directa con Nigel.

—De acuerdo —dijo Justine—. Es probable que eso sí pueda solucionarlo.

—¿Tienes alguna idea de cuál será el próximo movimiento del aviador estelar? —preguntó Gore.

—Nada concreto —dijo Paula—. Sólo puedo guiarme por las antiguas emisiones de los Guardianes. Si tienen razón, regresará a Tierra Lejana. Ya tengo un equipo encubierto de observación de la Seguridad del Senado en Boongate, vigilando por si se produce algún intento.

—Lo reforzaré con nuestra gente —dijo Gore—. Si no reunimos suficiente apoyo político para obligar a Doi a reconocer la amenaza, puede que tengamos que cerrar el agujero de gusano nosotros mismos para evitar que pase.

—Eso es muy arriesgado —dijo Justine.

—Mejor que estar muerto, muchacha.

—¿Dónde está Mellanie ahora mismo? —preguntó Justine.

—Ha ido a Los Angeles con una escolta de la Seguridad del Senado —dijo Paula—. Dijo que tenía que recoger a Dudley Bose, estaba preocupada por él.

—¿Esa puta de reportera le ha clavado las garras a Bose? —dijo Gore—. ¡Cristo!

—Creo que deberíamos traerla —dijo Justine—. Investigadora, si por fin está convencida de que no está trabajando para el aviador estelar, nos podría ser muy útil. Es obvio que tiene contactos propios. Necesitamos información tanto como necesitamos aliados, por poco probables que sean.

—No le quepa duda de que se lo sugeriré —dijo Paula.

—Y yo llamaré a Campbell —dijo Justine.

Stig salió de la cama justo antes del amanecer. La habitación estaba protegida por un escudo electrónico, estaba en el último piso de la casa de alquiler y la tenía casi vacía; paredes encaladas, paneles de carbono desnudos en el suelo, una tosca cómoda con un gran cuenco de porcelana y una jarra de agua encima. Unas puertas con contraventanas daban a un balcón diminuto que le ofrecía una vista de los tejados romanos rojos del distrito escocés de Ciudad Armstrong. Unas esferas de carga solar repletas de mugre descansaban en una serie de nichos que había a la altura del hombro por todas las paredes, su fulgor se reducía a un destello de luz de luna después de ocho horas de oscuridad. Como siempre dejaba las puertas del balcón cerradas durante el día, nunca había suficiente luz para recargarlas del todo.

Cruzó la habitación y apartó la gruesa cortina de color borgoña del arco que llevaba al diminuto baño. Un par de bombillas polifotónicas se encendieron cuando entró y llenaron la habitación de una luz teñida de verde. Dada la carencia de infraestructura básica que había en la ciudad, el váter era una unidad autónoma, un reactor de algas hecho por la empresa EcoVerde en la Tierra más de un siglo antes. Fueran cuales fueran los procesos biológicos que se daban en la cámara de abonos que había tras la pared, de lo que no cabía duda era de que había que renovar las algas y las bacterias. El olor que iba subiendo hacía que a Stig se le llenaran los ojos de lágrimas cada mañana. Se miró en el espejo y no le gustó la cara que vio. Se había sometido a un perfilamiento después de la misión entre Oaktier y Los Ángeles y había terminado con unas orejas pequeñas y planas, y una nariz aplastada, además de una piel que era un par de tonos más oscura que su color original. La gruesa barba incipiente que le había salido era del color del ébano mientras que su cabello, cortado al cero, seguía siendo de un color castaño ratón. Ni siquiera su propia madre lo había reconocido al volver.

La casa de alquiler sacaba el agua de grandes hojas semiorgánicas de precipitación que colgaban de las vigas y que calentaba una fila de paneles solares que había en el tejado plano. La mitad del tanque de agua caliente lo habían vaciado sus compañeros la noche anterior, pero Stig siempre era de los primeros en levantarse por la mañana, así que el agua que brotó de la ducha estaba razonablemente tibia.

Se colocó debajo del chorro y empezó a lavarse. El agua de la Tierra siempre lo había fascinado, la velocidad a la que caía, el golpeteo duro de las gotas en la piel. En Tierra Lejana el agua era una sustancia mucho más suave.

Olwen McOnna se encogió y se metió en el estrecho cubículo. Sólo era unos centímetros más baja que él, con un cuerpo esbelto y enjuto que hacía que sus pesados pechos destacaran todavía más. Unos tatuajes CO con forma de estrella roja refulgían en sus mejillas redondas, enviando tentáculos que le bajaban por el cuello, lo que hacía que su rostro flaco pareciera más duro todavía. Se apretó contra él y Stig sintió el áspero tejido cicatrizal del vientre de la joven, de donde se le había caído poco antes la piel curativa que le había cubierto la quemadura que se había hecho cuando un disparo de plasma había sobrecargado el campo de fuerza de su esqueleto. Había otras cicatrices que él conocía bien en su cuerpo, adquiridas todas durante las últimas semanas. Stig también tenía sus propios recordatorios personales de la creciente violencia que reinaba en Ciudad Armstrong, todavía le costaba mover el brazo izquierdo, por ejemplo.

—La mañana —dijo Olwen—, el único momento en el que se puede contar con un hombre. —Deslizó la mano por la erección de su compañero y guió la punta del miembro entre sus piernas. Stig la sujetó por las nalgas y la levantó del suelo de la ducha empujándola contra la pared azulejada al tiempo que la penetraba. La joven gruñó con un placer tosco y le rodeó el cuello con los brazos para sujetarse mientras él empujaba de forma repetida.

Se quedaron aferrados el uno al otro durante un momento tras el clímax. El agua chapoteaba sobre los dos al tiempo que el cosquilleo de los nervios recuperaba la normalidad.

—¿Crees que por fin me he quedado embarazada? —murmuró Olwen mientras bajaba los pies—. La verdad es que ha estado muy bien.

—Bueno, pues gracias a los cielos soñadores por eso.

—Si estuviera embarazada, tendrías que sacarme del servicio activo.

—¿Por eso follas conmigo?

La joven sonrió.

—¿Tienes alguna razón mejor?

La verdad era que no la tenía, pero tampoco podía decirlo. Habían empezado a acostarse unas semanas antes. El peligro constante, el zumbido de la adrenalina, el miedo; todo había puesto en marcha los instintos más primitivos. Y él sabía muy bien que aquella chica no quería dejar el servicio activo.

Olwen se dio la vuelta y dejó que el chorro le corriera por la espalda. Stig terminó de enjabonarse y salió. La chica se reunión con él un minuto después, cuando él ya casi había terminado de secarse.

Le había llegado una larga lista de mensajes al buzón durante la noche. Stig empezó a revisarlos y a elaborar un resumen de los acontecimientos. El Instituto había atacado otras dos aldeas de los clanes en las montañas Dessault, por fortuna había habido pocas bajas. Los clanes habían empezado a vigilar de cerca los movimientos de las tropas del Instituto; los habían cogido desprevenidos demasiadas veces al comenzar las incursiones y habían sufrido un número horrendo de víctimas. Las emboscadas por sorpresa comenzaban a escasear aunque para combatir las incursiones del Instituto tenían que utilizar a muchos de los miembros de los clanes. Miembros que deberían estar contribuyendo a preparar la venganza del planeta en esos mismos instantes. Stig no tenía a tantas personas trabajando en sus equipos como le hubiera gustado.

Había habido un par de altercados en la ciudad durante la noche, nada lo bastante grande como para recibir el nombre de motín, pero las noticias que habían llegado de las naves de la Marina habían hecho aumentar el nivel general de nerviosismo. Se habían saqueado tiendas, se habían provocado incendios, se habían robado algunos coches que luego habían utilizado como barricadas. Residentes con mucha marcha que les habían lanzado objetos a la policía y a las tropas del Instituto.

Los equipos que Stig había tenido de servicio durante la noche habían estado muy ocupados rastreando los movimientos de las tropas del Instituto. En el mapa de su visión virtual estaba claro lo que estaban haciendo: consolidando sus posiciones por un amplio corredor que llevaba de la plaza de la Primera Pisada al comienzo de la autopista Uno, a las afueras de la ciudad.

Un equipo de la policía ayudado por el Instituto había registrado un almacén de los muelles. Stig lo reconoció, era uno que había estado usando él para almacenar equipo hasta tres días antes. No cabía duda de que el Instituto estaba incrementando sus operaciones de inteligencia.

También se habían producido arrestos en el distrito chino por motivos varios. Tres de los que habían quedado bajo custodia trabajaban para la residencia barsoomiana. El Instituto todavía no desafiaba a los barsoomianos de forma abierta, pero estaba claro que empezaban a desportillar las paredes.

El gobernador había firmado con el Instituto otros tres contratos de ayuda en comisarías.

—Mierda.

—¿Qué pasa? —preguntó Olwen.

—El gobernador ha entregado la plaza 3P.

—¿Al Instituto? ¡Joder!

—Sí. —Stig sacó un juego limpio de calzoncillos y camiseta de su pequeña mochila, después se puso encima el esqueleto con el campo de fuerza y lo cubrió con una camisa de cuadros y unos vaqueros sueltos. La larga cazadora de cuero que se había comprado en SanPetersburgo, en la Tierra, terminó encima. Deslizó una fina hoja armónica en la parte superior de las botas de montaña. Las pistolas de iones y las carabinas de alta velocidad se encajaron en sus pistoleras, que quedaron cubiertas por la cazadora abrochada. Después se colgó varias granadas del cinturón. Las matrices, con sus sofisticados sensores, se las metió en los bolsillos del pecho. Unas gafas de sol de acero con funciones de pantalla optimizada le colgaban de un pañuelo de surfista de color morado que le rodeaba el cuello.

Olwen terminó de vestirse de un modo parecido, con unos pantalones sueltos de color amarillo sulfuro y una cazadora impermeable verde con Surferos Electrónicos del mar del Norte impreso en la pechera.

Salieron juntos del bloque de apartamentos, las calles estaban prácticamente desiertas, con los escaparates de las tiendas todavía cubiertos por finas rejillas de carbono. Unos robots municipales bastante viejos rodaban sin prisas por la acera recogiendo basura y lavando la suciedad del día anterior. Unas cuantas furgonetas de reparto madrugadoras pasaban a toda velocidad por las calles vacías. Los autobuses con los trabajadores del primer turno derrumbados sobre sus asientos pasaron retumbando, envueltos en nubes de vapores diésel.

Cuando Stig miró hacia el este, el sol de Tierra Lejana se alzaba sobre el horizonte, enviando un fulgor rosado que empapaba la ciudad. Se detuvo junto a un puesto móvil que se estaba instalando en una esquina a unos trescientos metros de la casa de alquiler, en la misma calle. El propietario les sonrió muy contento cuando Stig pidió unos sandwiches de beicon y unos cafés para desayunar. Bebieron un poco de zumo de naranja recién exprimido mientras el hombre salteaba las lonchas de beicon en la parrilla.

Stig llamó a Keely McSobel, que estaba de servicio en la habitación que había sobre Quincalla Halkin.

—¿Algo por aquí cerca? —preguntó.

—No, estáis de vicio, el barrio escocés está bastante tranquilo. Pero están metiendo un montón de gente en la plaza 3P. Y tampoco son sólo tropas. Hay unos cuantos técnicos de esos en el edificio de control de la salida.

—Mierda, eso no pinta bien. ¿Puedes fisgar un poco por dentro?

—Ése es el segundo problema. Están eliminando los enlaces que conectan la red urbana con el centro del TEC. Creo que están cortando los cables físicos.

—Por todos los cielos soñadores, ¿van a poder pasar nuestras llamadas?

—No estoy seguro. Conseguí meter un programa de escrutinio dentro de las matrices del TEC. No puede devolverme mucho sin que lo detecten ahora que han cortado el ancho de banda, pero por lo que veo, el Instituto está instalando programas de censura en todos los canales de Medio Camino. Examinarán cualquier llamada que salga por el enlace que comunica con la unisfera de la Federación, y lo mismo para cualquier cosa que entre.

—Hostia puta. —Stig se terminó el zumo de naranja y sacó un cigarrillo de nicotina pura—. Buen trabajo, Keely. Vamos a echar un vistazo por la plaza 3P.

—Ten cuidado.

Recogieron los sandwiches y el café; Stig empezó a contarle a Olwen los últimos logros del Instituto mientras caminaban hacia la avenida Mantana, que era el camino más rápido para llegar a la plaza 3P.

—Eso es una provocación —dijo la joven con cuidado—. Sobre todo teniendo en cuenta todo lo demás que está teniendo que soportar la ciudad.

—Sí. —Su compañero encendió el cigarrillo—. Ya han blindado la ruta que va desde la salida a la autopista Uno. Ahora esto. Sólo puede significar una cosa.

—Viene el aviador estelar. —Lo dijo con un brillo cómplice en los ojos. Era el momento con el que soñaban todos los Guardianes. El enfrentamiento definitivo con su enemigo. La venganza del planeta.

—Sí.

Se les veía bien al bajar por la avenida Mantana, la amplia vía pública que unía la plaza de la Primera Pisada con el distrito gubernamental principal. En un alarde de ambición muy poco propio de ellos, los urbanistas habían trazado una carretera de tres carriles como red de transporte principal entre el mercado más grande de la ciudad, la zona de almacenaje y los funcionarios que intentaban regularlo. Tiempo después, un acaudalado emigrante ruso le había regalado a la ciudad mil ejemplares jóvenes de álamos arces peludos transgénicos recién secuenciados. Todos los árboles se plantaron a lo largo de Mantana y llegaron a alcanzar una altura de cincuenta metros, con hojas que parecían candelillas lanudas de color magenta. Durante casi un siglo, aquella avenida arbórea fue una de las mejores vistas de la ciudad, con aquellos árboles altos y gruesos que protegían la calzada de la acera.

Con el tiempo, más de la mitad de los árboles se habían marchitado y muerto a causa de un virus micótico nativo que se había vuelto a establecer en el hemisferio meridional y que había barrido la ciudad un par de décadas antes, estropeando el hermoso muro de hojas lánguidas que separaban el tráfico de los peatones. Los barsoomianos habían proporcionado ejemplares jóvenes y resistentes para sustituir a los otros, pero la uniformidad de la avenida ya jamás podría recuperarse y además se habían destrozado muchos de los ejemplares jóvenes en actos vandálicos, lo que dejaba a la vista largos segmentos de la acera.

Stig les echó un vistazo a los edificios más apartados de la avenida con una expresión absorta e inocente cuando otro convoy más de varios Land Rover Cruiser de seis ruedas pasó rugiendo por la carretera rumbo a la plaza 3P, pitándole con mal humor a cualquier otro vehículo lo bastante impertinente como para seguir la misma ruta. Los edificios tenían tres o cuatro pisos de altura y se encontraban entre los más hermosos de Ciudad Armstrong, con sus elaboradas fachadas de falso estilo napoleónico.

El guardián estudió las grietas que se abrían en las tablas de carbono moldeado. El carbono moldeado era uno de los materiales de construcción más populares de Tierra Lejana gracias a los campos de petróleo que había no lejos de los barrios occidentales de las afueras de la ciudad. Unas simples refinerías automatizadas producían un suministro interminable de esos paneles baratos de alta densidad. En la Federación, ese carbono se utilizaba para revestir almacenes, graneros o garajes, algo que podía arrancarse y sustituirse después de unas décadas. El tiempo y la exposición a los elementos siempre les jugaban malas pasadas a los paneles, no estaban pensados para durar mucho. La industria de la construcción de Tierra Lejana nunca había llegado a entender ese concepto. Buena parte de Ciudad Armstrong parecía lucir esos bordes desmigajados y paredes quebradas que pertenecían a los edificios clásicos más reverenciados de las antiguas capitales europeas.

A lo largo de las fachadas envejecidas de la avenida Mantana, los pisos bajos eran tiendas individuales, tan exclusivas como podían serlo en Tierra Lejana, mientras que las oficinas de arriba estaban en su mayor parte ocupadas por abogados y los cuarteles generales locales de las grandes corporaciones de la Federación, las únicas organizaciones que podían permitirse pagar aquellos alquileres.

—¿Dónde están todos los demás, por todos los cielos soñadores? —se quejó Olwen cuando los Cruiser desaparecieron por la avenida. Incluso para lo temprano que era, era notable el escaso número de peatones que había en la calle, y el tráfico también se había reducido. Por lo general habría un raudal de furgonetas, camiones y carros entrando y saliendo de la plaza 3P para preparar el comercio del día.

—Las malas noticias vuelan —le dijo Stig.

A medio kilómetro de la entrada a la plaza 3P, por Enfield, cogieron una calle secundaria que salía de la avenida y se abrieron paso por el laberinto de callejones hasta la muralla del Mercado.

—Stig —lo llamó Keely—. Martin dice que ha visto a un par de tíos perdiendo el tiempo por el extremo de la calle Gallstal. Es la tercera vez que pasan por allí.

—Maldita sea —exclamó Stig. La calle Gallstal sólo estaba a unos cuantos metros de Quincalla Halkin. Olwen y él estaban en ese momento a cincuenta metros de la base de la muralla del Mercado. Los comerciantes de los arcos estaban empezando a abrir sus establecimientos. Todo el mundo parecía mucho más sumiso y cohibido que de costumbre—. Dile que siga vigilándolos; quiero saber qué hacen después, si sólo están dando una vuelta. Y dile a los otros centinelas que echen un vistazo.

—Bien, hecho.

—Y, Keely, preparaos para una evacuación de emergencia.

—¿Te parece?

—Sí, hazlo.

—¿Qué pasa? —preguntó Olwen cuando Stig frunció el ceño.

—Posible reconocimiento de la tienda. —Le ponía de mal humor no estar allí para hacer una evaluación adecuada. Pero a estas alturas ya debería confiar en los otros.

—Sólo era cuestión de tiempo —dijo la joven.

—Ya.

Llegaron al fondo de la muralla del Mercado y empezaron a subir por una de las amplias escaleras de piedra que llevaban al zoco superior. En la cima, los puestos, con sus doseles de tela solar y las lonas gastadas, compartían el ambiente sometido que infectaba a los vendedores de la base. Stig y Olwen hicieron lo que pudieron por fundirse con el ambiente pero esa hora siempre estaba dedicada a los cocineros y a los propietarios de cafés y restaurantes que compraban comida fresca a los vendedores al por mayor. Era como una inmensa familia extendida en la que todos se conocían. Así que ellos sortearon el trazado destartalado de mesas y mostradores sin hacer caso de las sonrisas de bienvenida y las gangas prometidas e intentando no hacerse notar mucho. Cuando llegaron al grueso parapeto de piedra, éste estaba repleto de personas cautas y curiosas que contemplaban los acontecimientos que se desarrollaban abajo. Stig se abrió un hueco y miró.

—Hostia puta.

Era como si un ejército de ocupación hubiera aterrizado en medio de Ciudad Armstrong. Había varios Range Rover Cruiser aparcados formando una curva delante de la salida, tenían las armas cinéticas desplegadas y barrían la plaza de un lado a otro para proteger el resplandeciente campo de fuerza. Había más Cruiser aparcados bloqueando cada entrada salvo la de Enfield, donde las barreras y los cubos de cemento impedían el paso del tráfico civil. La amplia extensión de la plaza estaba vacía, algo que Stig no había visto en su vida. De hecho, se podían oír las tres grandes fuentes desde la parte superior de la muralla del Mercado cuando lanzaban sus blancos penachos al aire. Varios escuadrones de tropas del Instituto con flexoarmaduras recorrían la base de la muralla ordenándoles a los dueños de los puestos de los arcos que cerraran y se fueran a casa. Se produjeron unas cuantas protestas ruidosas, seguidas de inmediato por los sonidos de brutales palizas, gritos y sollozos. El Instituto se había hecho con el control absoluto de esa parte de la ciudad.

—Keely, dame el estatus del enlace con Medio Camino, por favor —le pidió Stig.

—No hay ningún enlace. Han cortado todos los cables del centro de control del TEC salvo dos, y los dos tienen programas de monitorización que yo no sabría burlar. Lo siento, Stig, ya no queda ninguna línea directa con la Federación.

Stig apretó la mandíbula y se quedó mirando las figuras oscuras y blindadas que se pavoneaban por la polvorienta plaza.

—¿Qué hay de Martin?

—Sus dos observadores se han ido, pero Félix informa de que hay otro posible en su zona.

—Genial, salid de ahí ahora mismo, es una orden. Reagruparemos el cuartel general en la posición de repliegue tres. ¿Entendido?

—Sí, señor.

La conexión terminó. Stig esperó unos minutos y le dijo a su mayordomo electrónico que lo pusiera en contacto con Quincalla Halkin. La dirección no estaba operativa. Sonrió con aire lúgubre y satisfecho. Keely y los demás estaban actuando como profesionales.

—Vamos —le dijo a Olwen.

Volvieron sobre sus pasos entre los puestos y empezaron a bajar las anchas escaleras.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Olwen.

—No lo sé. Y eso no se lo digas a los demás.

—Claro.

—Maldita sea, debería haberlo previsto. La he jodido, por completo. Si Adam intenta burlar el bloqueo ahora, se encontrará con la mayor concentración de potencia de fuego del aviador estelar del planeta. Y ni siquiera podemos advertirle.

—Encontrarás algún modo.

—No digas eso, no pienses que todo va a ir bien y ya está. El aviador estelar acaba de hacerse con la única ruta para entrar en el planeta.

—Johansson verá que han desaparecido las comunicaciones y sabrá que el aviador estelar está a punto de regresar.

—Hay una diferencia entre saber y poder hacer algo. —El joven le echó un vistazo al sólido edificio de piedra y cemento de la muralla—. Quizá tengamos que atacar nosotros al aviador estelar cuando entre.

—Pero… la venganza del planeta —dijo su compañera con un tono casi reverencial.

—El planeta quedará vengado si muere el aviador estelar. Tengo que preparar nuestro armamento pesado. Sólo por si acaso.

Al igual que la mayor parte de los miembros más destacados de todas las dinastías, Campbell Sheldon tenía una residencia privada en la Tierra. La suya estaba en una isla artificial, Nitachie, que se había hecho construir en las Seychelles varios cientos de años antes, cuando los niveles crecientes del mar amenazaban el archipiélago natural. El efecto invernadero nunca logró hacer realidad las peores predicciones que anunciaban los ecologistas más evangélicos. Unas mareas excepcionalmente altas inundaron algunas de las islas más pequeñas, pero el traslado de la población a terrenos más protegidos nunca tuvo lugar. Una vez que las peores compañías contaminantes se trasladaron a los 15 grandes y los Comisionados de Medioambiente de la NFU introdujeron su agresiva serie de regulaciones, el clima comenzó su giro radical hacia el benigno ideal del siglo XIX que era el objetivo al que habían dedicado sus esfuerzos los partidarios de Eco Verde. El peor daño que sufrieron las Seychelles en términos ecológicos fue la decoloración de los corales, que mató miles de arrecifes. E incluso a eso se estaba respondiendo con la plantación de nuevos pólipos, lo que permitió que el magnífico coral volviera a extenderse.

Desde su avión hipersónico privado, Justine podía ver el extraño reflejo de luz que indicaba la presencia de una isla. El resto del mar estaba negro como la boca de un lobo. No había luna que se reflejara en el agua y muy pocas estrellas.

Comenzaron a decelerar con fuerza y el ala delta alzó el morro al tiempo que comenzaba a dibujar la larga curva de descenso hacia el océano, veinte kilómetros más abajo. Justine accedió a los sensores del morro con forma de aguja mientras descendían. Nitachie era apenas visible contra el agua oscura, un trozo cálido sobre el mar más fresco. La isla era cuadrada, tenía cuatro kilómetros y medio de lado y largos rompeolas sobresaliendo de los escarpados muros de cemento donde la arena blanca se iba convirtiendo en profundas playas curvadas. Había varias luces que parpadeaban alrededor de la casa solitaria, situada sobre el lado septentrional. Al ir bajando, la senadora vio el trozo verde azulado y resplandeciente de una gran piscina ovalada.

Unas luces estroboscópicas rojas y verdes destellaban en la pista de aterrizaje, una rejilla de metal que se abría a un par de cientos de metros de la costa. El pequeño avión hipersónico se posó con sólo un pequeño rebote.

Dos de los guardaespaldas de Justine que pertenecían a la Seguridad del Senado bajaron por la escalerilla. Sólo cuando ellos dieron luz verde, Paula y ella salieron al exterior. Hacía calor, incluso para estar en plena noche. Justine respiró el aire limpio y salado y se sintió bastante vigorizada después de la pureza del aire acondicionado de la cabina.

Campbell Sheldon se encontraba junto a la pista, flanqueado por su propio personal de seguridad, vestido con un albornoz blanco y dorado. Bostezó e intentó cubrirse la boca con la mano.

—Me alegro de verte —dijo y le dio a Justine un pequeño beso en la mejilla—. ¿Te encuentras bien? Accedí a los informes de Nueva York antes de irme a la cama.

—Estoy bien. —A la senadora le divirtió ver las zapatillas deshilachadas que llevaba su amigo.

—Claro. —Campbell miraba a Paula con curiosidad—. Investigadora. Siempre es un placer.

—Señor Sheldon.

—¿Os importa si entramos en la cabaña? —preguntó Campbell—. Ni siquiera me he adaptado a la hora de la Seychelles.

—Estaría bien —dijo Justine.

Había un par de carritos aparcados al borde de la plataforma de aterrizaje que llevaron al pequeño grupo por la pasarela elevada y hasta la casa. Arquitectónicamente hablando, la cabaña que tenía Campbell en la playa era todo arcos curvados y burbujas de cristal. Aunque los arcos exteriores más grandes parecían estar abiertos, en realidad enmarcaban cortinas presurizadas; un sutil sistema de aire acondicionado enfriaba el interior y extraía lo peor de la humedad. Campbell las llevó a un gran salón lleno de cómodos sillones. Justine se hundió en los blandos cojines de cuero blanco y despidió con un gesto de la cabeza a los guardaespaldas. El equipo de seguridad de Campbell también se retiró. Un escudo electrónico rodeó la habitación.

—Bien —dijo Campbell mientras se pasaba una mano por el pelo rubio oscuro—. Cuentas con toda mi atención. Te dispara el asesino más letal que existe y lo primero que haces es venir a verme. ¿Por qué?

—He venido en persona para hacer hincapié en lo importante que es esto para nosotros. Necesitamos saber dónde están los Sheldon en ciertos puntos y no tengo tiempo para las habituales chorradas del Senado. Sólo soy senadora por defecto.

—Y yo diría que de las buenas. Tengo acceso al boletín de la oficina política de nuestra dinastía.

—Gracias.

—Bueno, pregunta. Te contestaré lo que pueda y si no puedo, te lo diré. Nos conocemos demasiado bien para hacer otra cosa.

—Muy bien. —Justine se inclinó un poco hacia él—. Va a haber una votación en el Comité de Supervisión de la Seguridad, una votación organizada por Valetta, para echar a Paula de la Seguridad del Senado. Necesito saber qué van a votar los Sheldon.

Campbell le lanzó una extraña mirada. Era obvio que no era la petición que se esperaba. Miró a Paula y después volvió a mirar a Justine.

—¿Y has venido hasta aquí sólo para eso?

—Es la estrategia que hay detrás lo que es crucial —dijo Justine—. Y, Campbell, la respuesta debe darla el propio Nigel. No quiero que un ayudante del despacho de Jessica eche mano de una respuesta estándar.

Campbell volvió a mirar a Paula, era obvio que estaba confuso.

—No lo entiendo. ¿Sabe la senadora lo de Merioneth?

—No —dijo Paula.

Justine se volvió hacia la investigadora. Sabía que acababa de perder una cantidad considerable de impulso.

—¿Qué es Merioneth? —preguntó con tono molesto. Su mayordomo electrónico abrió un archivo en su visión virtual que le dijo que Merioneth era un mundo independiente que había abandonado la Federación más de un siglo antes.

—Un viejo caso —dijo Paula.

—Por el cual nuestra dinastía estaba, y permanece, profundamente agradecida a la investigadora —dijo Campbell.

—Ése es el problema —dijo Paula—. Y por eso estoy aquí para respaldar a la senadora. Necesito saber la política que siguen en la actualidad sobre mí.

Campbell se quedó callado un momento mientras sus ojos estudiaban los datos de su visión virtual.

—Esto está relacionado con Illuminatus, no con el intento de asesinato, ¿verdad? Un miembro de su antiguo equipo era una especie de infiltrado.

—Tarlo, sí. Pero esto está relacionado también con el atentado y con la estrategia política de su dinastía. La pregunta sobre mi futuro es la clave de todo.

—Por cosas así elegí el departamento de desarrollo del TEC, no la política —dijo Campbell—. La intriga y las puñaladas por la espalda que dais… —Se estremeció.

—¿Puedes conseguirnos una respuesta? —inquirió Justine.

—¿Quieres que le pregunte a Nigel en persona si la dinastía está intentando despedir a Paula?

—Sí, por favor.

—Bien —dijo el otro con viveza—. Si eso es lo que quieres, es lo que tendrás. Espera un momento. —Cerró los ojos y se hundió en los gruesos cojines de su propio sillón.

Justine se volvió hacia Paula.

—¿Merioneth?

—Una larga historia de hace mucho tiempo. Me tomé unas vacaciones en la Junta Directiva para terminar un caso en el planeta después de que éste se hiciera independiente.

—¿Después? —Justine no pudo evitar el matiz de sorpresa que tiñó su voz.

—Sí.

—¡Oh! —No era la primera vez que Justine se planteaba lo aburridísima que había sido su vida en comparación con la de la investigadora. Hasta hace poco.

Campbell abrió los ojos. Había una sonrisa de chico malo en su rostro.

—Bueno, con eso he caído en desgracia durante una semana. He interrumpido a Nigel mientras estaba, eh, ocupado.

—¿Qué dijo? —preguntó Justine. Le salió con un tono necesitado muy poco propio de ella. La senadora intentaba mantener la calma, aunque notaba que le temblaban las manos.

—La dinastía Sheldon confía plenamente en la investigadora Myo y para ella será un placer que continúe haciendo su trabajo en la Seguridad del Senado sin estorbos. La senadora por Augusta se lo dejará muy claro a los Halgarth. Nos opondremos a cualquier proposición de despido.

Justine dejó escapar un largo suspiro que era casi un sollozo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Sabía que eran las hormonas y le daba igual que Campbell la viera así. Pero el alivio era increíble. La había aterrado demasiado plantearse lo que habría ocurrido si Nigel hubiera estado confabulado con el aviador estelar.

—Jesús —dijo Campbell cuando se quedó mirando a Justine—. ¿Qué demonios está pasando aquí? —Se levantó de su sillón y le cogió la mano. La senadora sorbió por la nariz y se secó unas lágrimas.

—Lo siento —dijo—. Ahora mismo soy un desastre.

—Ésta no es la maravillosa Justine que yo recuerdo —dijo Campbell en voz baja—. Quizá deberías quedarte y descansar un poco, para recuperarte de una experiencia tan traumática. No se me ocurre un lugar más relajante que Nitachie. Hay una cama de sobra. Y también está mi cama.

Justine esbozó una sonrisa débil al oír la guasa de su amigo.

—Necesitamos ver a Nigel Sheldon —dijo Paula—. ¿Podría por favor programar una reunión con él para mí y la senadora?

La expresión de Campbell estaba a punto de convertirse en indignada ante la falta de tacto de la investigadora. La sonrisa de Justine se ensanchó.

—Me temo que la investigadora tiene razón. Necesitamos ver a Nigel. Es muy urgente.

—Muy bien —dijo Sheldon con una dignidad más que notable—. Lo llamaré otra vez y… —Se interrumpió y abrió mucho los ojos, sorprendido por los datos urgentes que se deslizaban por su visión virtual.

Justine estaba viendo lo mismo. Una alerta ultrasegura de la Marina estaba emitiendo los datos sobre los cientos de nuevos agujeros de gusano alienígenas que se acababan de empezar a abrir en los sistemas estelares de la Federación.