Capítulo 8

Paula había utilizado prácticamente todos los sistemas de transporte que había inventado la raza humana, pero las cápsulas de viaje del Ángel Supremo siempre la ponían nerviosa. El modo que tenían de volverse translúcidas por dentro, la velocidad, el campo de gravedad mantenido a la perfección, todo ello se combinaba para provocar una desorientación insidiosa, como si estuviera en una montaña rusa. Pero a esas alturas sabía que tenía que mantener los ojos bien cerrados desde el momento en que entraba hasta que un discreto ping le anunciaba que habían llegado a su destino.

Dos guardias de seguridad armados de la Marina la aguardaban fuera de la cápsula cuando se bajó. Los dos se cuadraron con presteza.

—El almirante la está esperando, investigadora —dijo uno.

Paula asintió y levantó la cabeza. Se encontraba en la base del Pentágono II. Por encima de su cabeza, la cúpula estaba opaca, difuminada por una luz cremosa. El Ángel Supremo estaba en conjunción absoluta sobre Icalanise, con el atolón Babuyano señalando directamente a la estrella local. Paula no veía nada del exterior.

Los guardias de seguridad la escoltaron hasta el ascensor. Anna la estaba esperando fuera cuando llegó al último piso.

—Me alegro de verla de nuevo —dijo.

—Gracias. ¿Qué tal la vida de casada?

—Atareada. —Anna estiró la mano para lucir los anillos.

—Preciosos —admitió Paula.

—La está esperando. Oscar está dentro con él.

Eso sí que no se lo esperaba Paula.

—De acuerdo.

Con la luz blanca y uniforme de la cúpula exterior, era difícil saber si las ventanas del despacho de Wilson eran transparentes o no. Dado que se suponía que aquélla era una reunión de alto secreto, Paula supuso que estaban selladas. Tampoco pensaba preguntar, era bastante obvio que había entrado en plena discusión de los otros dos.

Wilson se encontraba detrás de su escritorio, con los largos rasgos tensos por el antagonismo. Oscar se alzaba enfrente con las manos en las caderas y sin apartar la vista.

—¿Algún problema? —preguntó Paula.

—Uno enorme, en realidad —dijo Oscar. Lo abandonó la ira y se dejó caer en el sillón más cercano—. ¡Hostia puta!

—¿Qué pasa? —preguntó Paula.

—Le pedí que viniera porque teníamos pruebas de una traición muy grave durante el vuelo del Segunda Oportunidad —dijo Wilson. Todavía parecía furioso y tamborileaba con los dedos en el escritorio—. Necesitaba su consejo sobre los Guardianes. Jesús, si tienen razón…

—¿Tenían pruebas? —preguntó Paula. No le gustó el modo en que Wilson había enfatizado el pasado.

—Déjeme enseñárselo —dijo Oscar.

Una amplia sección de la pared del despacho comenzó a proyectar el vuelo de la lanzadera entre la nave estelar y la Atalaya. Oscar fue haciendo los comentarios pertinentes a medida que la pequeña nave dejaba su hangar, explicó el despliegue de la antena y el lugar al que señalaba. Paula lo observó todo, fascinada. Eran una prueba concreta y real, no circunstancial, alguien estaba trabajando de forma activa contra los intereses de la especie humana. Uno de los agentes del aviador estelar había tenido que estar a bordo del Segunda Oportunidad.

—Gracias —dijo Paula con queda sinceridad—. Esto es exactamente lo que necesitaba. —La reacción emocional provocada por aquella revelación era más fuerte de lo que esperaba la investigadora, era casi como estar un poco ebria.

—No, no lo es —dijo Wilson con aspereza—. Y ése es el puto problema. Esto es una grabación que hizo Oscar de nuestros archivos principales.

—Revisé los datos del Segunda Oportunidad mientras estaba a bordo de la Defensora —explicó Oscar—. Un miembro de los Guardianes se puso en contacto conmigo y me dijo lo suficiente como para suscitar unas cuantas dudas en mi mente. Empecé a revisar los viejos archivos y encontré eso.

—¿Usted conoce a un Guardián? —preguntó Paula.

Oscar le lanzó a Wilson una mirada cautelosa. El almirante se quedó mirando la pared, sin responder.

—Afirmaron que representaban a los Guardianes —dijo Oscar—. A ver, no es que lleven insignias que los identifiquen como si pertenecieran a un club. De hecho, no tengo forma de saberlo.

—Ya veo. Continúe.

—Lo que dice el almirante es que esto… —y Oscar señaló la imagen proyectada que se había congelado para mostrar la antena—… es una copia no oficial de los archivos secretos de la Marina.

—¿Y? —preguntó Paula.

—Déjeme ponerle la grabación oficial del mismo sensor —dijo Wilson. La imagen congelada parpadeó y se desvaneció. Después, la grabación empezó otra vez y mostró la superestructura del Segunda Oportunidad alzándose cuando la lanzadera dejaba su hangar. Los propulsores de control a reacción soltaron un chorro de vapor sulfúrico e hicieron rotar la nave, que comenzó a dirigirse hacia la Atalaya y fue dejando atrás la gigantesca nave estelar. La imagen se congeló.

—Oh, mierda —dijo Paula.

—Hace dos días estábamos sentados aquí viendo esta misma grabación oficial de las narices —dijo Oscar—. Mostraba la antena desplegándose exactamente como lo hace en mi copia. Cuando lo revisamos hoy… —Bajó con fuerza el puño sobre el brazo de la silla. La antena principal de comunicaciones del Segunda Enseñanza seguía plegada en su nicho.

Paula miró a un hombre y luego al otro.

—¿Quién más lo sabía?

Wilson carraspeó con aire incómodo.

—Sólo nosotros dos.

—Oscar, ¿les ha dicho a los Guardianes lo que había averiguado? —preguntó la detective.

—No. No ha habido más contactos desde que regresé de mi misión de exploración.

—¿Hay un diario de acceso para los archivos oficiales de la Marina?

—Sí —dijo Wilson con cautela—. Eso fue lo primero que comprobamos, por supuesto. Nadie ha tenido acceso a esta grabación desde que entramos nosotros hace dos días. Claro que…

—No hay ninguna entrada en el diario que refleje la copia que hizo Oscar de los archivos —supuso Paula.

Oscar dejó caer la cabeza entre las manos.

—Los Guardianes se habían puesto en contacto conmigo. ¡Los Guardianes! Y yo estaba haciendo copias ilegales de datos confidenciales de la Marina en pleno Pentágono II, por el amor de Dios.

—Borró el diario de accesos.

—Sí, con mi código de autoridad no es difícil. Conozco unos cuantos parches informáticos.

—Como todos —admitió Paula—. Creo que yo podría hacerlo incluso mejor que usted. Pero al menos demuestra que alguien puede entrar y salir de sus archivos secretos sin dejar rastro.

—¿Pero quién? —la desafió Wilson—. Sólo lo sabemos nosotros dos.

—Tres —lo corrigió Paula—. El Ángel Supremo ve todo lo que ocurre en su interior. —Miró el borroso techo blanco y arqueó una ceja—. ¿Tiene inconveniente en comentar algo?

El pintoresco icono del Ángel Supremo apareció en su visión virtual.

—Buenos días, Paula —dijo.

Wilson se estremeció. Era obvio que había olvidado lo penetrante que era la atención de la nave alienígena. La cara de Oscar estaba roja por la culpa.

—¿Sabe quién alteró la grabación oficial? —preguntó Paula.

—No lo sé. Veo lo que ocurre en mi interior, pero sus sistemas electrónicos son independientes y están muy codificados, sobre todo la red de la Marina. No tengo forma de saber quién accedió a las grabaciones oficiales.

—¿Vio las grabaciones oficiales que Oscar y el almirante pusieron aquí hace dos días?

—Vi las imágenes producidas por su proyector holográfico. No puedo garantizar que se originaran dentro de su red.

Una respuesta muy legalista, pensó Paula, pero la gigantesca nave alienígena tenía razón. No podía demostrar el origen de las imágenes.

—Gracias.

—¿Y qué nos dice eso? —preguntó Oscar de muy mal humor—. Estamos jodidos, bien jodidos.

Paula se tomó un momento para serenarse.

—Primera opción, y la más sencilla: que este despacho no está protegido del todo y un agente del aviador estelar averiguó lo que habían descubierto. En consecuencia, alteraron los archivos para eliminar el despliegue de la antena. Segunda opción: uno de ustedes dos, caballeros, es un agente del aviador estelar y alteró las grabaciones oficiales. Esa opción en realidad se refiere a usted, almirante.

—Espere un momento, carajo…

—Tercera opción —dijo la detective con tono enérgico—. Que los dos hayan conspirado para producir una grabación falsa para desacreditarme a mí y a cualquiera que se oponga al aviador estelar.

—Si eso es verdad, ¿por qué le estamos diciendo que alteraron lo que vimos en la grabación oficial? —dijo Oscar.

Paula asintió con gesto razonable.

—Buen argumento. Fui comentando las opciones por orden de probabilidad.

—Bueno, pues yo tengo otra para usted —dijo Oscar—. Que los primos, el aviador estelar y el Ángel Supremo, están conspirando todos contra la raza humana.

—Sí —dijo Paula con tono razonable—. Y si eso es así, entonces tenemos más problemas de los que yo pensaba. Muchos más problemas.

Todos se quedaron en silencio a la espera de ver si el Ángel Supremo rebatía la afirmación. Pero no dijo nada.

—Tiene que ser la primera opción —dijo Oscar—. Sabemos que el aviador estelar se infiltró en la Marina desde el primer momento. Hijo de puta, cualquiera de nosotros podría ser agente suyo.

—Pero nosotros no lo somos —dijo Paula—. No deje que la paranoia se apodere de usted. Mírelo de este modo, usted sabe que no es un agente del aviador estelar.

—¿Y en qué nos ayuda eso?

—Es un comienzo. Tiene que trabajar sobre la suposición de que no todo lo que puede hacer usted puede sabotearse. Planee sus acciones con mucho cuidado.

—De acuerdo, así que reparamos la grabación oficial. —Oscar le lanzó a Wilson una mirada de desafío.

—No puedo permitirlo —dijo el almirante—. Compromete toda la alegación.

—Tiene razón —dijo Paula.

—Pero tenemos que hacerlo —dijo Oscar—. Es la única prueba que tenemos. Mi copia es el auténtico archivo. No puede dejar escapar al aviador estelar basándose en el tecnicismo de algún abogado sabelotodo. No me jodan, que estamos hablando de nuestro futuro como especie.

—Usted sabe con certeza que esa copia es real —dijo Paula—. Al igual que el almirante porque vio la grabación oficial antes de que la manipularan. Yo, sin embargo, no lo sé con seguridad. Sospecho que podría ser real, pero con eso no basta.

—¡No me lo puedo creer! ¿Tengo pruebas auténticas de que había un cabrón que nos traicionó a bordo del Segunda Oportunidad y no puedo utilizarlas? Han alterado la grabación original. —Le lanzó a Wilson una mirada suplicante—. Y tú lo sabes. Lo único que estaríamos haciendo sería reparar el sabotaje del aviador estelar.

—Si la procedencia es falsa, la prueba es inútil —dijo Paula.

—Hostia puta, no puede hablar en serio. Con esto podemos reventar al aviador estelar. Todo el mundo sabría que existe.

—Yo no aceptaría una grabación que hubiese sido sustituida, por muy nobles que sean sus intenciones —dijo Paula—. Tendría que informar a cualquier autoridad a la que acudiese de que no es auténtica.

—¡Se ponen en mi contra los dos! —gruñó Oscar con expresión hosca.

A Paula no le costó mucho suponer lo que estaba pensando. Opción cinco: él era el único inocente.

—El aviador estelar no ha triunfado del todo en esta empresa —dijo Paula—. Es posible que haya evitado que lo desenmascararan, pero ahora tenemos una prueba más de que es un ente real.

—¿Y de qué coño sirve eso? —quiso saber Oscar—. Acaba de decir que no podemos usarlo.

—De forma pública, no.

—¿Una prueba más? —preguntó Wilson con aspereza—. ¿Usted ya lo sabía?

—Tenía grandes sospechas, y ya hace algún tiempo. He reunido una gran cantidad de pruebas circunstanciales pero el problema es, una vez más, que no son suficientes para acudir a los tribunales.

—¿Por eso quería que continuara con el caso de Marte?

—Sí, almirante. —Paula miró a Oscar con firmeza—. Podría haberme acercado más a ellos. Sigo sin tener ninguna ruta de acceso a los Guardianes. Si la tuviera, y compartiéramos información, quizá pudieran ayudarme a rastrear al aviador estelar.

—La próxima vez que se pongan en contacto, se lo diré —dijo Oscar, derrotado.

—Es muy probable que no quieran hablar conmigo —le dijo Paula—. Pero intente persuadirlos de todos modos. Inténtelo de verdad. Es muy importante que trabajemos juntos en esto.

—Desde luego.

—¿Y qué coño hago yo con la Marina entre tanto? —preguntó Wilson—. Estamos completamente comprometidos.

—No creo que haya mucho que se pueda hacer. Es obvio que tendrá que incrementar la seguridad, pero no hay forma de que el aviador estelar pueda evitar las acciones más importantes que están llevando a cabo. Hay demasiada inercia política, fiscal y física detrás de la Marina.

—Pero puede contárselo todo a los primos. Ya hemos visto que se puede comunicar con ellos.

—Incluso si los primos saben la hora exacta en que deben llegar las naves de la Marina a la Puerta del Infierno, ¿cambiarán algo las cosas? ¿De verdad? Saben que los vamos a atacar antes o después. Sus defensas serán tan potentes como sea posible. Han visto en acción la tecnología de nuestras armas. No ha cambiado nada.

—La fuerza está en los detalles —dijo Wilson—. Si saben con exactitud lo que podemos hacer, podrán contrarrestarlo.

—Saben lo que estamos haciendo en los 23 Perdidos y sin embargo, la campaña de insurgencia parece seguir desarrollándose con un éxito más que notable.

—Sí, puede ser, pero lo que usamos aquí es un único tipo de arma. Neutralice eso y estamos jodidos.

—No puede cambiar tanto el programa del ataque, eso es obvio. Lo que debe hacer ahora es gestionar el resto del conflicto de la forma más apropiada. La información debe estar aislada en compartimentos estancos. Hay que reforzar los procedimientos de seguridad interna, comenzando con su red y sus matrices. Atenerse a la suposición de que toda la información terminará filtrándose a los primos antes o después. Entretanto, yo intentaré identificar a los traidores.

—¿Cree que Columbia está trabajando para el aviador estelar? —preguntó Wilson.

—Todavía no estoy segura. No cabe duda de que sus acciones son perjudiciales para mí, a título personal, pero eso no lo convierte en culpable de nada más que de dedicarse a la política.

Wilson apartó su sillón.

—Maldita sea, sigo sin poder creer que alguien sea capaz de traicionar a su propia especie.

—Por lo que tengo entendido, una acción así no es algo voluntario. El aviador estelar ejerce algún tipo de control mental sobre sus agentes. Todavía no entiendo la naturaleza de ese control. En estos momentos estoy rastreando a varias de esas personas. Cuando las tengamos bajo custodia, quizá podamos determinar la metodología.

—¿Ya conoce la identidad de algunos agentes del aviador estelar? —preguntó Wilson.

—Tengo sospechosos, sí.

—¿Tienen alguna relación con la Marina?

Paula se planteó la pregunta con todo cuidado. Había llegado dispuesta a compartir mucha información, pero la alteración de los archivos secretos de la Marina había sido una sorpresa muy desagradable. No había forma de saber hasta qué punto eran fiables en realidad Wilson y Oscar. Hasta que estuviera segura, tenía que considerar la opción tres como algo muy probable, lo que implicaba limitar la información que dejaba a disposición de los dos hombres.

—Tengo razones para creer que un bufete y un banco de Nueva York han estado actuando como centros de distribución financiera del aviador estelar. Los especialistas que he hecho que examinaran sus cuentas han encontrado una conexión interesante. Un tal señor Seaton, que es uno de los abogados que estamos intentando localizar, formaba parte de la junta de la empresa de ingeniería Bayfoss como director no ejecutivo.

—Fabrican satélites de sensores —dijo Oscar a toda prisa—. Utilizamos sus modelos de reconocimiento terrestre en la división de exploración del TEC para elaborar mapas de los nuevos planetas.

—También fabricaron los satélites de clase Armstrong que llevaba el Segunda Oportunidad —dijo Paula—. Lo que significa que el equipo físico que se integró en los satélites debe considerarse sospechoso.

—¡Oh, mierda! —susurró Wilson. Oscar y él intercambiaron una mirada de horror—. ¿Cuántos perdimos en la Fortaleza Oscura?

—Nueve satélites en total —dijo Oscar—. Cuatro de ellos eran de la clase Armstrong.

—Y justo después de eso, la barrera se cae.

—¿El aviador estelar sabía cómo desconectarla?

—Eso depende —dijo Paula—. Si aceptan la suposición de los Guardianes de que toda esta guerra fue maquinada de modo deliberado por el aviador estelar, entonces hay muchas probabilidades de que uno o más de esos satélites contuvieran un mecanismo capaz de desconectar la barrera.

—Y el traidor de a bordo disparó el puñetero cacharro mientras estábamos allí —dijo Oscar. Cerró los ojos como si le doliera algo—. Así que fuimos nosotros los que desconectamos la barrera y los dejamos salir. Oh, Dios.

—Nosotros, como humanos, no fuimos —dijo Paula—. Sin embargo, nos manipularon para producir el resultado que requería.

—¿Y cómo lo sabía? —preguntó Wilson, confundido—. Si planeó todo esto hace décadas, tenía que saber que los primos estaban dentro de la barrera y tenía que saber cómo desconectar la barrera. ¿Pero cómo?

—Desde luego, eso es algo que tengo intención de preguntarle cuando por fin lo atrape —dijo Paula—. Pero por ahora les sugiero que se concentren en esta información como ejercicio de control de daños. Creo que Bayfoss sigue proporcionándole equipamiento a la Marina, ¿no? Por lo menos según los informes que entregan a sus accionistas, afirman que las ventas militares les van muy bien.

—Sí —dijo Wilson—. Son una compañía especializada en astroingeniería, los usamos mucho.

—¿Los utilizan para algo vital?

Wilson asintió poco a poco.

—Sí, tienen contratos para contribuir a varios proyectos de alto secreto.

—Quizá debería echarles un buen vistazo a los componentes que les están entregando.

Ozzie despertó cuando unos finos rayos de sol brillante se deslizaron por su cara. Su lado de la isla Número Dos volvía a rotar para enfrentarse de nuevo al sol después de nueve horas envuelto en su propia sombra. En el halo de gas, la «noche» no era en absoluto tan oscura como lo sería en un planeta, pero sí que les daba un respiro razonable de aquella luz cegadora e implacable. Miró el reloj, pues sí que llevaba nueve horas dormido. A su cuerpo le estaba llevando mucho tiempo recuperarse de los días pasados en caída libre.

Bajó la cremallera del saco de dormir y se estiró con gestos perezosos. Un largo escalofrío le recorrió el cuerpo entero; todo lo que vestía en el saco eran unos pantalones cortos y su última camiseta decente. Le bastaba mientras estaba encerrado en el saco, pero la temperatura del aire en la isla era la de principios de otoño. Suponía que la isla Número Dos estaba en ese momento en una corriente de convección que completaba el ciclo y regresaba desde la sección externa del halo de gas a la calidez del borde interno. Rebuscó a su alrededor y encontró sus gastados pantalones de pana, muy remendados ya, y después se puso la camisa de cuadros a la que lanzó una mirada afligida cuando se le soltaron más puntos de la manga. El viejo forro polar de lana gris oscuro evitó que el aire gélido le llegara al pecho.

En circunstancias normales, una mañana fresca al aire libre le parecería tonificante. El tiempo que Ozzie había pasado recorriendo y acampando por los mundos de la Federación sumaba ya más de un siglo. Pero ya no confiaba en absoluto en el arrecife y su órbita eterna a través del halo de gas, y últimamente lo único que hacía el frío era despertar recuerdos del planeta de la Ciudadela de Hielo.

Su saco de dormir estaba en una sección del pequeño refugio que habían improvisado con algunos segmentos rotos de la pobre y vieja Exploradora. Habían adaptado la madera de la cubierta y los fardos de flotación para convertirla en paredes bajas mientras que la vieja y raída vela que habían extendido encima formaba el techo. En los agujeros más grandes habían metido manojos de hojas secas de los árboles de la zona, lo que contribuía a erigir una mosquitera razonable, aunque los rayos de sol se introducían por cientos de sitios. No habían construido aquel refugio para que los protegiera de los elementos, sino sólo para tener un poco de intimidad. Después de los reducidísimos confines a los que los había sometido el tener que aferrarse a la Exploradora, un poco de espacio propio hacía maravillas con la moral.

Se puso las botas que, aunque rozadas, seguían en bastante buena forma. Por desgracia no se podía decir lo mismo de los calcetines. Necesitaban una buena sesión de remiendos. El pequeño costurero continuaba con él, por milagroso que pareciera. Lo había vuelto a encontrar el otro día mientras revolvía por su mochila. Era en momentos como aquél cuando se empezaba a apreciar lo que era el auténtico lujo.

Preparado para enfrentarse a un nuevo día, empujó la tosca cortina que les servía de puerta. Orion ya había vuelto a encender el fuego con las brasas del día anterior. Sus abolladas tazas de metal mantenían el equilibrio sobre un fragmento de polipropileno con pinta de teja que había colocado sobre las llamas para calentar un poco de agua.

—Quedan cinco cubitos de té —dijo Orion—. Y dos de chocolate. ¿Qué quieres?

—Oh, qué demonios, vamos a vivir un poco, ¿no te parece? Me quedo con el chocolate.

El muchacho esbozó una amplia sonrisa.

—Yo también.

Ozzie se acomodó en uno de los salientes redondeados de polipropileno de color ébano y granate que utilizaban como sillas. Hizo una mueca al estirar la pierna.

—¿Qué tal la rodilla? —preguntó Orion.

—Mejor. Necesito hacer unos ejercicios, que se suelte un poco. Está rígida después de lo de ayer. —Habían llegado hasta la punta del arrecife, donde los árboles terminaban de repente y el polipropileno desnudo de color gris ostra se iba ahusando hasta convertirse en una aguja larga. Habían salido con mucho cuidado al largo segmento triangular, sintiéndose incómodos y expuestos. La gravedad se iba reduciendo de forma proporcional a medida que avanzaban. Ozzie calculaba que se terminaría del todo a unos quinientos metros del extremo del bosque. Dieron la vuelta y regresaron a toda prisa al refugio de los árboles.

Ozzie decidió que la aguja era un punto de aterrizaje, el equivalente aéreo de un malecón. Si alguno de los silfen voladores decidiese visitar la isla, se limitarían a ir bajando hasta el extremo de la aguja y caminar a largos saltos hacia la parte principal del arrecife, con lo que su peso iría aumentando a medida que caminaba.

Aparte de eso, la gravedad de la isla Número Dos era constante. Dos días después de que la Exploradora llegara al arrecife, habían ido hasta el otro extremo, que era un simple duplicado del suyo. El borde del arrecife era un acantilado curvo y estrecho cubierto de pequeños arbustos y matas de hierba alta parecida al bambú. La gravedad se había combado de un modo alarmante cuando empezaron a atravesar el acantilado, haciendo que pareciera que estaban en vertical durante toda la transición.

A medio camino, Ozzie había mirado hacia atrás para ver que en ese momento estaba en ángulo recto con respecto al lugar en el que había estado cien metros antes. Asimilar eso era más desconcertante incluso que orientarse en caída libre.

Mientras Orion echaba los cubitos de chocolate en las tazas, Ozzie empezó a pelar una de las frutas grises y azuladas que habían recogido de la selva. La pulpa del interior tenía una textura áspera y sabía como una manzana con un toque de canela. Era una de las ocho frutas comestibles que habían descubierto hasta el momento. Como cualquier otro entorno al que llevaban los senderos de los silfen, el arrecife era muy capaz de sustentar vida.

Tochee salió de la selva con el manipulador enroscado alrededor de varios recipientes que había llenado de agua. Un pequeño arroyo atravesaba el suelo arrugado de polipropileno a unos cincuenta metros de su refugio, con un agua tan limpia que apenas necesitaban utilizar el filtro.

—Muy buenos días, amigo Ozzie —dijo a través de la matriz de mano.

—Buenos días. —Ozzie tomó un sorbo de chocolate.

—No he detectado ninguna actividad electrónica con mi equipo, no hay circuitos. —El gran alienígena levantó un par de sensores que se había llevado con él—. La maquinaria debe de estar en las profundidades del arrecife.

—Sí, supongo que tienes razón. —Incluso después de todo el tiempo que habían pasado juntos, Tochee todavía no había entendido que a Ozzie le gustaba disfrutar de un poco de paz y tranquilidad durante el desayuno.

—¿Dónde has ido? —preguntó Orion mientras Ozzie masticaba su fruta con aire estoico.

—Cinco kilómetros en esa dirección. —Tochee formó un tentáculo con su manipulador y señaló.

—Creo que el medio está por allí. —Orion señaló casi en ángulo recto con respecto al tentáculo de Tochee.

—¿Estás seguro?

—No sé. ¿Dónde está, Ozzie?

Ozzie señaló por encima del hombro con una sacudida del pulgar.

—Allí, nueve kilómetros.

—Me disculpo —dijo Tochee—. Mis instrumentos no poseen la función navegadora de los tuyos.

—¿Has visto algo interesante? —preguntó Orion.

—Muchos árboles. Algunas criaturas voladoras pequeñas. Ninguna forma de vida grande ni inteligente.

—Una pena. —El muchacho cortó una gran rebanada de una fruta de color violáceo con la navaja y la mordió con apetito. El zumo le resbaló por la barbilla y se le quedó atrapado en la barba rala que tenía—. ¿Había alguna cueva?

—Yo no vi ninguna.

—Tiene que haber alguna forma de llegar al centro. Me pregunto si está justo en la punta de las agujas. No puede haber gravedad alguna a lo largo del eje, allí es donde se equilibra todo. Lo dijo Ozzie. Apuesto a que sólo hay un túnel largo que recorre todo esto.

—La lógica dictaría la distancia más corta. Un pasaje de acceso al núcleo seguramente comenzaría en la superficie, en el medio.

—Sí. Apuesto a que hay un montón de cuevas y cosas así. Será ahí donde viven los habitantes del arrecife, como los morlocks.

Ozzie tomó otro sorbo de chocolate sin establecer contacto visual. Empezaba a lamentar haber contado esa historia.

—¿Todavía crees que aquí vive alguien, amigo Orion? —preguntó Tochee.

—¿Qué sentido tiene si no?

—No he visto señales de ninguna criatura grande.

—No, porque están bajo el suelo.

Ozzie se terminó el chocolate y volvió a sujetarse el pelo con una pequeña banda de cuero para que no le cayera sobre los ojos.

—No están bajo el suelo —dijo—. No se construyen islas en un sitio como el halo de gas para poblarlas luego con especies trogloditas. Aquí no vive nada.

—¿Qué es un troglodita? —preguntó Orion.

—Alguien que vive bajo el suelo.

—Disculpa, amigo Ozzie —dijo Tochee—. Pero todo este halo de gas carece de lógica. Es posible que todavía encontremos vida bajo el suelo. ¿Por qué otra razón se iban a construir islas en el cielo?

—El carbono se hunde —dijo Ozzie—. Es todo una cuestión de magnitud, que admito que es difícil de asimilar. Hasta yo tengo auténticos problemas cuando levanto la cabeza y veo ese cielo que no se acaba nunca. Pero sabemos que hay un montón de vida animal aleteando por el interior del halo de gas. Dado que es una mezcla normal de nitrógeno y oxígeno, podemos decir sin riesgo de equivocarnos que todos respiran oxígeno y exhalan dióxido de carbono, o algún otro producto de desecho. Bueno, estoy seguro de que harían falta miles de millones de años para que todos esos animales envenenaran algo tan gigantesco como el halo de gas, pero ocurrirá a menos que se active el proceso contrario. Se puede hacer de forma artificial, con máquinas, o de una forma más ecológica, con plantas. Y eso es lo que es este arrecife, una parte del ecosistema. Seguramente también hace las veces de huerta y abrevadero. El equivalente a un oasis en un desierto de aire.

—Dijiste que había maquinaria dentro —dijo Orion. Su tono era acusador.

—Claro que hay una especie de generador de gravedad, tío, y es probable que tenga una función de timón; estoy bastante seguro de que la pusieron en un rumbo de colisión con nosotros. Todo lo demás es biológico.

—¿Pero qué sentido tiene si pueden limpiar el aire con máquinas?

—Sospecho que construyeron todo esto sólo porque sí, tío, por el placer de vivir en algo tan francamente fantástico. Sé que yo lo haría si pudiera. Ya hice algo parecido a una escala minúscula, en casa.

—¿Ah, sí?

—A una escala muy pequeña, sí.

—¿Y qué es?

—Es un entorno artificial, nada especial, no tiene importancia. Mira, por lo que me interesa localizar el generador de gravedad de este arrecife es porque quizá averigüe cómo utilizarlo para que nos lleve a alguna parte. —Levantó una mano para detenerlos a los dos—. Y no, tíos, no sé a dónde todavía, pero cierto nivel de control podría sernos útil en estos momentos, ¿estamos? Ya no nos queda ninguna otra opción.

—Eso también lo dijiste en la isla del agua. —La sonrisa de Orion era pura falta de respeto.

—Lo que te demuestra lo poco que sé. Vamos, seguro que Tochee tiene razón, la escotilla de inspección tiene que estar cerca del centro. Vamos a ver si podemos encontrarla.

La complejidad de la selva del arrecife fascinaba a Ozzie, era una obra de arte. Había una brecha casi uniforme de unos cuatro metros entre el suelo y el primer nivel de ramas. Lo justo para que un ser humano o un silfen caminaran con comodidad en aquella gravedad baja sin golpearse la cabeza con las ramas. De hecho, si resultaba que tomabas demasiado impulso, el encaje de ramas y ramitas era lo bastante denso como para que un simple manotazo te ayudara a nivelar el arco de tu paso-planeo. En esencia, una red de seguridad por encima de la cabeza. Ozzie estaba convencido de que aquello era deliberado. Así que si los árboles no estaban podados, y no había visto nada que indicara que lo estaban, tenían que haberlos configurado a nivel genético para que crecieran así. Incluso para una sociedad que tuviera los recursos necesarios para construir el halo de gas, eso era mucho trabajo.

Y encima había una variedad muy amplia, desde árboles que podrían haber salido directamente de un bosque de cualquier mundo congruente con la vida humana, hasta unos extraños tubos morados que parecían chimeneas, además de una multitud de especies alienígenas como el enrejado globular y flexible en el que había aterrizado Orion. Ozzie casi se esperaba ver un ma-hon creciendo entre aquella profusión de especies exóticas.

Cubierta por la fina capa de marga había una diversidad parecida de estratos de polipropileno, bandas de un color gris ceniza entrelazadas con bulbos de color marrón piedra y unos racimos intestinales cremosos, cuerdas gencianas nudosas y unos conos granates abiertos con charcos de agua oscura en la base. Había unas protuberancias muy comunes de color castaño y moteadas de azul con forma de champiñones, aunque medían más de dos metros de diámetro.

Johansson había tenido razón al llamar arrecifes a aquellas creaciones, pensó Ozzie. Como pronto comprendieron, los árboles vivían en simbiosis perfecta con el polipropileno. No había ninguna capa profunda de suelo que sujetara las raíces, en su lugar era el propio coral el que les proporcionaba agua y nutrientes. A cambio, debían de absorber poco a poco la marga formada por las hojas caídas y muertas para regenerarse sin más ayuda.

Había claros, trozos amplios en los que no crecía ningún árbol, llenos de sol y luz. Allí, en el fino suelo arenoso, brotaban unos cuantos terrones de hierba o unas plantas dispersas que daban una curiosa impresión de falta de vida entre la exuberante vegetación de la selva. Cada vez que se encontraban con uno de esos claros, permanecían cerca del borde de árboles, como si les asustara el cielo vacío.

Ozzie estaba seguro de saber de dónde surgía esa incertidumbre. En el halo de gas podía existir cualquier cosa que podría descender sobre ellos sin previo aviso desde aquella infinita extensión azul.

—¿Crees que aquí hay senderos? —preguntó Orion—. Dijiste que Johansson volvió a la Federación desde un arrecife.

—Podría haberlos —admitió Ozzie. De hecho, llevaba la mochila por si se tropezaban con el inicio de un sendero. Había insistido en que el muchacho y Tochee llevaran también lo más imprescindible. Les quedaba tan poco equipo y suministros que ya no podían permitirse perder nada más. En el fondo, Ozzie esperaba que pudieran comenzar el largo viaje que los alejaría del arrecife en medio de una de esas expediciones. Ese anhelo era una reacción directa a sus circunstancias. En lo único en lo que se concentraba últimamente era en la simple supervivencia. Llevaba viajando tanto tiempo que ya estaba harto. Estaba seguro de que la nave estelar ya habría volado al Par Dyson y ya habría regresado. Era deprimente pensar que la respuesta lo estaría esperando cuando volviera a casa, una breve nota histórica en medio de la unisfera.

Cuando se sorprendía sumergiéndose en esas melancólicas especulaciones, se enfadaba. Después de soportar todo lo que había soportado, se merecía encontrar a la comunidad silfen adulta.

—Ahora siempre sé cuando estamos en un sendero —dijo Orion—. Lo presiento.

—Creo que es posible que comparta esa percepción —dijo Tochee—. Es un conocimiento que carece de lógica, lo que me resulta difícil, pero en ocasiones siento una certeza interior.

Ozzie, que ya hacía tiempo que poseía ese rasgo concreto, no dijo nada. Lo mejor de volver a casa sería poder dejar a Orion y a Tochee en algún hotel decente y huir por fin de su cháchara constante y fatua.

La matriz de mano le informó que se estaban acercando al centro geométrico del arrecife. Era difícil definir el punto exacto fuera de una zona de unos doscientos metros de diámetro aunque desde luego estaban a medio camino entre las dos puntas de las agujas que formaban los extremos. Una buena pista visual era el tamaño de los árboles, que se hacían mucho más altos. ¿Pero por qué? ¿Es que el centro es la parte más antigua? Eso no tiene mucho sentido. No obstante, los troncos que había allí eran inmensos, de varios metros de diámetro, lo que dejaba el suelo que tenían justo debajo árido y polvoriento. El polipropileno que los rodeaba se había agrietado y unos copos muertos ya mucho tiempo atrás se alzaban como dientes irregulares alrededor de la corteza. Encima de sus cabezas, el techo de ramas y hojas era tan denso que la luz se había reducido a un crepúsculo pálido y uniforme.

—Ahí delante hay más luz —dijo Orion. Unos rayos de luz cegadora se filtraban entre los troncos. Caminaron hacia allí entrecerrando los ojos después de pasar tanto tiempo entre el silencio sombrío de los grandes árboles.

La luz procedía de un claro de más de un kilómetro de ancho. Por una vez había un manto de follaje cubriendo el suelo, una planta tan tenaz como el saúco terrestre, pero con unas hojas finas de color verde jade que llegaban al tobillo y que crujían como papel de arroz. Una verja de tubos morados de polipropileno formaba un perímetro proporcionado que se alzaba por encima de los gruesos árboles, cada uno de los tubos se curvaba muy por encima de ellos de modo que sus extremos se alineaban de forma horizontal por todo el arrecife.

—¡Son chimeneas! —declaró Orion. Un vapor blanco se escapaba de cada una, alejándose en espirales por encima de las copas de los árboles. Ozzie recordó las extrañas cintas de nubes que parecían ríos y que habían visto al acercarse a la isla.

Orion se agachó de inmediato y puso la oreja en el suelo.

—Amigo Orion, ¿qué estás haciendo? —preguntó Tochee.

—Escuchar por si oigo las máquinas. Tiene que haber fábricas en las cuevas que hay ahí abajo.

—Yo no detecto ninguna actividad magnética ni eléctrica —dijo Tochee.

—Cálmate, tío —dijo Ozzie—. Piénsalo un poco, fábricas para hacer ¿qué?

Orion le lanzó una mirada perpleja y se encogió de hombros.

—No sé.

—Muy bien, pues no saquemos conclusiones precipitadas.

—Hay algo en medio del claro —dijo Tochee.

Ozzie utilizó sus implantes para acercar la imagen. Una columna negra y achaparrada se levantaba sola en medio del crujiente mar de hojas.

—Eso sí que ya es otra cosa.

Orion fue el primero en llegar, adelantándose a saltos y con cada paso de gigante se elevaba tres o cuatro metros por el aire. Ozzie dio pasos más cautos sin dejar de vigilar con recelo el cielo, mientras Tochee se deslizaba a su lado a una velocidad modesta.

La columna medía tres metros y se encontraba sobre una amplia extensión de polipropileno carente de tierra o plantas. A media altura habían grabado un anillo de símbolos hechos de largas pinceladas finas que se curvaban en todos los ángulos posibles con varios puntos que orbitaban alrededor. Habían llenado todos los surcos y muescas con un cristal transparente. Ozzie los examinó con la matriz de mano y silbó al ver el resultado.

—Diamante. Para ser un barniz anticorrosión es increíblemente caro.

—¿Qué clase de runas son? —preguntó Orion. Los símbolos se parecían un poco a los ideogramas, pero no pertenecían a un idioma humano—. ¿Es como un poste indicador de los senderos?

—No tengo ninguna referencia —dijo Ozzie—. ¿Y tú, Tochee?

—Lamento decir que no.

Ozzie empezó a examinar el suelo, que era bastante sólido. Ninguno de sus sensores pudo detectar algún tipo de cavidad bajo la columna. Ni tampoco había actividad eléctrica alguna ni circuitos enterrados justo debajo de la superficie. Lanzó a la columna una mirada de irritación cuando un emocionado Orion empezó a dar vueltas a su alrededor, los dedos impacientes del muchacho trazaban las líneas de todos los símbolos. Después, Ozzie volvió a mirar la extensión abierta del claro y una desagradable conclusión tomó forma en su mente.

—¡Mierda! —escupió Ozzie con brutalidad—. Mierda, mierda, mierda. —Le dio una patada a la base de la columna. Se hizo daño en el dedo gordo así que le volvió a dar otra patada, más fuerte—. ¡Au! —Y otra patada con el otro pie—. No me lo puedo creer, joder, tío. —Toda la frustración, toda la rabia que había estado acumulando en su interior salía como un volcán, desahogada sobre aquel simple artefacto. Lo odiaba por lo que era, por todo lo que representaba.

—¿Qué pasa, Ozzie? —preguntó Orion en voz baja. El muchacho le lanzaba una mirada inquieta.

—¿Que qué cojones pasa? Yo te diré lo que pasa, coño. —Volvió a dar otra patada a la columna aunque ya no tan fuerte—. Me he pasado meses en el monte, comiendo fruta de mierda cuando lo único que quería era un filete decente con patatas fritas; de hecho, no sólo lo quiero, sueño con ello. Ando por ahí con andrajos como si acabara de salir de la Edad de Piedra. Ya ni se sabe cuánto hace que no me acuesto con alguien. Llevo tanto tiempo sobrio que hasta tengo el hígado bien. Me han tirado por un océano en el chiste cósmico más grande que ha existido jamás. Pero lo aguanto todo, aguanto esta mierda porque sé que vosotros, sí, vosotros, estáis vigilándome y guiándome, manipulando los senderos para que al final nos encontremos. Pero, ah, no, tenéis que humillarme una vez más, tenéis que convertirme una vez más en el blanco de vuestro patético y absurdo humor, o lo que vosotros llamáis humor. —Señaló con un dedo colérico la columna—. ¡Pues no le encuentro la gracia! ¿Entendido? ¿Está claro lo que significa la palabra no?

Orion le lanzó al claro una mirada tímida.

—Ozzie, ¿de quién estás hablando? Aquí yo no veo que haya nadie más que nosotros.

—Estáis vigilando, ¿a que sí?

—¿Quiénes? —le rogó Orion.

—La comunidad adulta. Los verdaderos silfen.

—¿Nos ven?

—Oh, sí.

Orion se volvió entonces hacia la columna.

—¿Y qué es esto?

Ozzie lanzó un largo suspiro que vibró entre los dientes apretados mientras intentaba calmarse. No era nada fácil. Si no dejaba que se consumiera esa ira, sabía que terminaría hecho una bola en el suelo, llorando de pura frustración.

—Nada. El trozo más estúpido e insignificante de nada que hay en todo este puñetero arrecife. Antes respetaba al tío al que se le ocurrió el diseño del halo de gas, es decir, es impresionante, tío. Ahora creo que es un imbécil en la fase más anal y retentiva de toda la galaxia. ¿Quieres saber lo que es esto? ¿Por qué está tan visible, ahí plantada ella sólita, con el sol iluminándola como si fuera una especie de celebridad? Es el puñetero número de serie del arrecife, tío.

MontañadelaLuzdelaMañana detectó las naves que se aproximaban cuando todavía estaban a quince años luz de distancia. Veinte de ellas se acercaban al puesto avanzado a cuatro años luz por hora, las naves humanas más rápidas que había observado hasta entonces. Era de esperar, no tenían más alternativa que enviar sus mejores armas contra el puesto avanzado.

Partes de sus rutinas de pensamiento principales observaron que cada vez que una parte de su ser se encontraba con naves estelares humanas, estas siempre volaban más rápido que las anteriores. El ritmo al que los humanos desarrollaban y hacían avanzar su base tecnológica no era propio del conjunto de su sociedad, que parecía muy desorganizada, con numerosos ejemplos de corrupción entre la clase dominante y los administradores. Un estudio de los datos extraídos y de las animaciones de las personalidades humanas que había revivido le mostró que ciertos grupos pequeños de individuos eran capaces de ofrecer una organización de alto nivel dentro de ciertos campos especializados. Durante los frecuentes estallidos bélicos producidos cuando todavía estaban confinados a su planeta original, la clase dominante siempre se inclinaba ante los grupos de «científicos bélicos», a los que proporcionaban unos recursos desproporcionados para que completaran sus tareas.

Decidió que la clase dominante debía de haber recuperado sus viejas pautas de comportamiento para permitir que los científicos bélicos tuvieran un mayor acceso a los recursos. Una novedad que tendría que vigilarse con cautela; los humanos, con sus excéntricas imaginaciones, eran capaces de producir amenazas muy peligrosas a nivel estratégico en lugar de al nivel táctico que ya habían alcanzado. Por fortuna, MontañadelaLuzdelaMañana todavía tenía armas capaces de asolar sistemas estelares enteros, armas que hasta el momento se había reservado. Con los preparativos para la segunda incursión ya casi finalizados, estaba preparado para utilizarlos contra los sistemas estelares de la Federación. Esa vez habría muy poca resistencia por parte de los seres humanos. La radiación los mataría a todos mientras que su industria y edificios quedarían intactos.

MontañadelaLuzdelaMañana refino y analizó los datos de sus sensores y aprendió lo que pudo de las distorsiones generadas por cada nave, de la naturaleza de su proceso de manipulación de la energía. Comenzó a preparar sus defensas y detuvo el flujo de material y naves que enviaba a los 23 Mundos Nuevos. Setecientos setenta y dos generadores de agujeros de gusano existentes en los tres asteroides originales restantes que orbitaban alrededor del agujero de gusano interestelar comenzaron a regular su configuración, así como los quinientos veinte generadores que se habían completado hasta el momento en los cuatro asteroides nuevos que había establecido. Se reforzaron los campos de fuerza que rodeaban todos los asentamientos que contenían agrupamientos de inmotiles. Las instalaciones de armas se prepararon y dejaron a punto. Las naves de ataque se trasladaron a sus puntos de partida.

Las naves humanas comenzaron a perder velocidad. Se detuvieron a veinticinco UA del agujero de gusano interestelar y salieron al espacio real. MontañadelaLuzdelaMañana abrió de inmediato veinte agujeros de gusano alrededor de cada nave. A través de cada uno se lanzaron seiscientos misiles, seguidos por cuarenta naves. Después modificó otra vez los agujeros de gusano para intentar evitar que las naves estelares escaparan dentro de sus propios agujeros de gusano, una técnica perfeccionada durante la primera etapa de su expansión por el espacio de la Federación.

En cuanto las naves estelares humanas quitaron potencia a sus motores VSL, resultó muy difícil detectarlas. Los misiles eran incapaces de centrar sus objetivos. Los sensores de todas las naves de MontañadelaLuzdelaMañana luchaban por captar cualquier tipo de radiación; el radar era totalmente inútil. Sólo los propios agujeros de gusano podían proporcionar algún tipo de guía, sus ondas de distorsión revelaban unos ecos leves, aunque incluso esos ecos eran esquivos y nunca devolvían la misma pauta dos veces. El ataque entero se debilitaba.

Y entonces apareció un nuevo punto de distorsión. Y otro. Cinco más. En veinte segundos, trescientos vehículos humanos pequeños comenzaron a aproximarse al agujero interestelar a cuatro años luz por hora. Como había previsto MontañadelaLuzdelaMañana, los humanos estaban utilizando el mismo proceso de ataque que habían usado con tanta eficacia sobre Anshun.

Miles de agrupamientos de inmotiles comenzaron a modificar la estructura energética de los agujeros de gusano con base en los asteroides, alineando sus aberturas con los misiles VSL e interfiriendo con su propia estructura energética exótica. Unos estallidos erráticos de radiación brotaron por la trayectoria de vuelo de los misiles al chocar las distorsiones en conflicto y su superposición volvió a filtrarse al espacio-tiempo.

La gran operación de desvío cumplió su objetivo, y despistó y alteró el vuelo de los misiles, apartándolos del gigantesco agujero de gusano interestelar y de su inmenso conjunto auxiliar de asteroides, equipamiento e instalaciones. A medida que se reforzaban las interferencias, estas arrancaban a los misiles humanos de su vuelo superluminal y los apartaban millones de kilómetros de su objetivo viajando a casi el noventa por ciento de la velocidad de la luz. Era una velocidad que les daba incluso a las tenues partículas del viento solar un impacto cinético letal. Unas furiosas esferas de plasma brotaron alrededor de cada punto de aparición, mucho más brillantes que la estrella local.

Una segunda andanada de cien misiles superluminales se precipitó hacia el agujero de gusano interestelar. En esa ocasión, MontañadelaLuzdelaMañana tuvo mucho más éxito a la hora de ubicar las coordinadas de origen y pudo cambiar la dirección de sus propios misiles. Miles de explosiones de fusión saturaron el espacio donde sospechaba que acechaban las naves estelares humanas. Se produjeron flujos y reflujos oscuros dentro de las mareas de partículas elementales. Varios sensores las sondearon en busca de la causa.

Tres misiles humanos consiguieron acercarse al agujero de gusano interestelar antes de que la interferencia de MontañadelaLuzdelaMañana los obligara a salir al espacio-tiempo. Estallaron al instante, convertidos en lanzas de plasma relativista que escupió una radiación intensa que abrasó cualquier sensor alineado con ella. Una ráfaga de viento solar de más de un millón de kilómetros de anchura resplandeció con un leve color púrpura cuando recibió toda aquella energía. Varias naves explotaron cuando las invadió aquella marea abrasadora. Algunos campos de fuerza que protegían secciones de los asteroides lucharon bajo el esfuerzo que suponía soportar aquella inmensa entrada de energía. Se produjeron docenas de rupturas localizadas que permitieron que haces de rayos X y gamma acuchillaran el equipo y la maquinaria que había debajo. Cuatro generadores de agujeros de gusano se volatilizaron al momento. Miles de inmotiles sufrieron radiaciones y murieron casi al instante. Se perdieron ocho grupos. El agujero de gusano interestelar no se vio afectado, su campo de fuerza soportó la ventisca electromagnética. Poco a poco, la nebulosa morada se fue oscureciendo y quedando en nada.

Al borde del sistema estelar, MontañadelaLuzdelaMañana envió cientos de naves a toda velocidad hacia los pequeños nudos de traidores que quedaban dentro del plasma nuclear que había desatado, disparando sus armas de rayos y lanzando salva tras salva de misiles de alta velocidad. Las naves estelares humanas se retiraron al interior de los agujeros de gusano que habían generado. MontañadelaLuzdelaMañana consiguió alterar tres de ellos y dejó a las naves expuestas a toda la vehemencia de sus naves atacantes. Los campos de fuerza humanos eran extremadamente fuertes, pero ni siquiera ellos podían soportar el intenso asalto que dirigió contra ellos.

Florecieron tres nuevas explosiones que pasaron casi desapercibidas entre la avalancha de partículas elementales que desgarraban esa sección del espacio. Los sensores de ondas cuánticas de MontañadelaLuzdelaMañana observaron las diecisiete naves humanas supervivientes que regresaban volando al vacío. La criatura se quedó observando durante mucho tiempo para ver si se producía una segunda oleada. No llegaron más naves estelares.

A través del agujero de gusano interestelar llegaron más suministros y aparatos procedentes de su sistema natal. MontañadelaLuzdelaMañana reanudó sus preparativos para la siguiente fase de expansión por la Federación humana.

Barry y Sandy estaban tan nerviosos que apenas comieron nada durante el desayuno, ni siquiera los huevos revueltos queso rebozado con forma de pescado que les había hecho el robot chef. Panda se contagió de su humor y ladraba con alegría, agitando la cola mientras rodeaba la mesa pidiendo los restos.

—¿Puedes llevarnos a las naves estelares, papi? —preguntó Barry cuando Liz le puso el plato delante. Sandy ahogó una exclamación y lo miró con toda atención.

—Oh, lo siento, hijo, hoy no. Las plataformas orbitales no pueden recibir visitas.

—Pero yo no soy ninguna visita —dijo el niño, indignado—. Tú eres mi padre y estaría contigo.

Había veces en que aquella devoción sencilla y absoluta de Barry le provocaba a Mark un nudo en la garganta.

—Hablaré otra vez con el jefe —le prometió—. Puede que te meta un día sin que nadie nos vea.

—¡Y a mí! —insistió Sandy.

—Por supuesto.

Liz le lanzó una mirada acusadora desde el otro lado de la mesa. Su marido sabía con exactitud lo que estaba pensando: ¿Cómo vas a mantener esa promesa?

—No hagas eso —riñó Liz a Barry.

—¿Qué? —protestó el crío con expresión de inocencia herida. Era una mirada que todos conocían.

—Te he visto darle un trozo de tostada a Panda.

—Jo, mamá, se me cayó, nada más.

—Tenía mantequilla encima —dijo Sandy con remilgo—. Y se la diste tú.

—¡Chivata!

—A callar los dos —dijo Mark. Intentó dejar de sonreír mientras leía las noticias que se mostraba en el periódico electrónico que había apoyado en la taza de café. No era nada fácil, aquello era un auténtico desayuno familiar, de los que le encantaban cuando estaban en el valle de Ulon y un acontecimiento cada vez más escaso en los últimos tiempos. No era que la vida allí fuese dura, más bien lo contrario. La casa de dos pisos en la que vivían estaba construida con brillantes secciones de compuesto de carboacero, montadas por robots de construcción. Pero aunque parecía de bajo coste por fuera, el interior era espacioso y los accesorios que tenía eran de lujo. Sólo la cocina costaba seguramente más que la vieja camioneta Ables que había conducido en Randtown, con todos los cacharros automatizados conocidos en la Federación, encimeras de mármol de Ebbadan y las puertas de los armarios hechas de roble francés, de un color castaño dorado. El resto de las habitaciones estaban igual de bien amuebladas; y si te faltaba algún mueble, podías pedir lo que quisieras al catálogo de una página web de la unisfera y la oficina de personal del proyecto se ocupaba de que te lo llevasen. Lo mismo ocurría con la ropa o la comida.

No, la vida en casa era fácil, era el trabajo lo que devoraba todo su tiempo y lo mantenía lejos de sus hijos. Salvo ese día. Era su día libre, el primero en mucho tiempo. Habían dispuesto que los niños faltaran al colegio para poder pasar el día todos juntos.

—¿Podemos irnos ya? —imploró Barry—. Papá, por favor, ya hemos terminado todos.

Mark dejó de leer el artículo sobre la batalla política que se libraba para liderar el Comité Ejecutivo Africano del Senado. Miró a Liz en busca de permiso. Su mujer sujetaba su gran taza de té con las dos manos y la mayor parte de su tostada con canela seguía en el plato.

—De acuerdo —dijo.

Los niños dieron un grito de alegría y salieron corriendo de la habitación.

—No os olvidéis de usar el gel de dientes —les gritó su madre—. Y no dejéis los bañadores en casa.

Panda ladró muy contenta.

Mark y Liz se sonrieron.

—¿Podremos pasar un rato juntos esta noche? —preguntó Mark intentando parecer despreocupado.

—Sí, a mí también me gustaría disfrutar de una ración de sexo esta noche, cielo. Si no estamos muertos de cansancio después de todo el día, está hecho.

Después compartieron una sonrisa más íntima y juguetona.

Liz se zampó el último bocado de su tostada con canela.

Hmm, demasiada pimienta. Tendré que alterar la receta del robot.

Mark le echó un vistazo al amplio ventanal que tenía Liz detrás y comprobó el tiempo. Su mujer siempre le daba la espalda a la ventana, daba igual la habitación de la casa que utilizaran.

—Odio este paisaje —había anunciado al tercer día de llegar a la ciudad—. Es un mundo cadáver, un planeta vampiro.

—Parece que hace bueno —dijo Mark muy contento al ver que el sol brillaba sobre la roca y el regolito arenoso de fuera—. El lago debería estar lo bastante templado como para poder nadar en él.

—Supongo.

—¿Ocurre algo?

—No. Sí. Es este sitio. Me está volviendo loca, cielo.

Mark levantó el periódico electrónico. Los artículos seguían fluyendo por él.

—No estaremos aquí mucho más tiempo, de una u otra manera. La flota de la Marina va a atacar la Puerta del Infierno en cualquier momento.

Liz miró la puerta abierta y bajó la voz.

—¿Y si eso no basta?

—Bastará.

—¿Entonces cómo es que Sheldon sigue construyendo su flota?

—Porque sufría una paranoia muy sana en aquellos tiempos, cuando empezó todo esto. En cualquier caso, es probable que use las naves estelares incluso si vencemos a los primos y los mandamos de vuelta a su mundo natal.

—Repite eso.

—La Federación es todo lo que tenemos los humanos, estamos todos apretujados en un solo grupo, por grande que sea. ¿No sería fantástico erigir otra civilización humana al otro lado de la galaxia? Seguro que sería completamente diferente a ésta. Ya sabemos cómo evitar nuestros errores y podemos construir algo nuevo. Habría voluntarios suficientes para hacerla viable; mira cuántas personas se instalan en sitios raros como Tierra Lejana y Silvergalde.

—Ya. —Liz se acomodó en la silla y le lanzó una mirada calculadora—. ¿Y eso nos incluiría a nosotros?

El entusiasmo de Mark descendió en picado, una sensación que no le pareció demasiado agradable.

—No lo sé. ¿A ti qué te parece?

—Pues la verdad, a mí me parece que a los niños hay que criarlos en la seguridad y estabilidad de la Federación, siempre que sobreviva. Una vez que sean mayores y lo bastante responsables como para tomar sus propias decisiones, pueden empezar a pensar si quieren irse por ahí a recorrer mundo.

—Eh, vale. Claro. Pero a mí me atrae.

—Eso ya lo veo y será un placer hablar de ello más tarde, digamos que dentro de unos quince años.

—Ah. De acuerdo, supongo que éste tampoco será el único intento de colonización intergaláctica. Creo que estamos a punto de vivir una auténtica época dorada. El ataque de los primos bien puede ser lo mejor que nos ha pasado, nos ha sacado a empujones de tanta autosuficiencia. Piénsalo, naves que se alejan volando hacia lo desconocido. Apuesto a que algún día incluso nos convertimos en transgalácticos. Eso sería lo máximo, ¿no crees?

Liz le dedicó una sonrisa tolerante.

—Siempre se me olvida lo joven que eres.

—¿Quieres decir que tú no irías? —preguntó Mark, sorprendido y bastante disgustado.

—No lo había pensado, cielo; ésa es la pura verdad. Pero hazme un favor, no lo menciones delante de los niños, su mundo ya es bastante turbulento tal y como están las cosas sin que tú encima introduzcas ideas descabelladas como ésa.

—¿Como cuál? —preguntó Barry. Estaba en la puerta arrastrando la cazadora con una mano.

—Ya te lo diré más tarde —dijo Mark de forma automática. Después le guiñó un ojo—. Cuando no esté tu madre.

—Ni se te ocurra —gruñó Liz.

Barry se echó a reír muy contento.

—Pues claro, papi. —Y salió disparado de nuevo hacia el interior de la casa—. ¡Eh, pequeñaja, yo sé algo que tú no sabes!

—¿Qué? —chilló Sandy.

—No te lo digo.

—¡Cerdo!

Liz sonrió y puso los ojos en blanco.

—Va a ser un día muy largo.

Mark lo había organizado todo para tomar prestado del garaje un Ford Trailmaster 7. Se amontonaron todos en él con Panda en la parte de atrás, y salió de su gran complejo residencial rumbo a la carretera que rodeaba el perímetro. Ya se había puesto fin al trabajo de construcción civil y la ciudad había alcanzado su tamaño definitivo; daba alojamiento a doce mil técnicos, científicos e ingenieros que estaban muy ocupados montando las naves estelares en sus muelles orbitales, además de a las tripulaciones que las pilotarían.

Un sol brillante iluminaba el cielo morado claro y se reflejaba con fuerza en los edificios de compuesto de la ciudad. El suelo que había entre ellos era una arena granulada con unas cuantas rocas descamadas esparcidas. No había ni un solo hierbajo creciendo por ninguna parte. Nadie tenía jardines. En ese planeta no se permitía ningún tipo de vida vegetal congruente con la vida humana. Cientos de robots jardineros modificados hacían patrullas constantes por la ciudad para rociar la arena con inhibidores biológicos que evitarían cualquier tipo de crecimiento. Los desechos de cada edificio se metían en varios tanques y se trasladaban a Cressat y desde allí a Augusta, como ocurría con toda la basura. No se permitía que nada contaminara aquel entorno prístino.

Liz arrugó la nariz al mirar la ciudad cuando bajaron a toda velocidad por la circunvalación.

—Este sitio es como Gaczyna —dijo cuando pasaron junto a la franquicia de Kebabs de Babs que había al final de un centro comercial.

—¿Como qué?

—Un sitio de Rusia que utilizaban para preparar a los espías durante la Guerra Fría. Se suponía que tenía una réplica perfecta de una ciudad americana para que los agentes pudieran familiarizarse con la vida occidental. Y esto es igual, una réplica de la Federación. Todo lo que asociamos con la vida diaria está aquí, pero no es real.

—La dinastía está haciendo todo lo que puede para facilitarnos las cosas.

—Sí, cielo, ya lo sé. No era una queja, sólo una observación.

Mark asintió y se concentró en la conducción. Empezaba a estar muy preocupado por Liz. Toda aquella aventura del bote salvavidas había terminado por abatir a su mujer, una situación a la que a él no le resultaba fácil enfrentarse. Por lo general ella era la alegre, la persona en la que él confiaba para encontrar un poco de sentido común y optimismo. Y dado lo que tenía que decirle en algún momento del día, todas aquellas críticas y mal humor no eran un buen presagio. Aunque comprendía lo que quería decir cuando hablaba de Gaczyna. Mark no había estado jamás en ningún sitio que tuviera tantos robots. Las únicas personas cuya presencia permitía la dinastía eran aquéllas implicadas en la construcción de los botes salvavidas. No había economía de servicio; los robots realizaban todas las tareas domésticas; hasta los Kebabs de Babs, junto con todas las demás tiendas del centro comercial, estaban automatizados. Cuando un robot funcionaba mal, no lo reparaban allí, eso requeriría una industria secundaria, personas no relacionadas con el proyecto de los botes salvavidas. Había visto camiones enteros llenos de robots defectuosos que se enviaban a Augusta para repararlos. Era una forma muy cara de hacer las cosas, pero era el único modo de garantizar el nivel de seguridad en el que insistía Nigel Sheldon.

Dejaron la carretera de circunvalación y se metieron por una pista de tierra que se alejaba hacia las colinas que había sobre la ciudad, más allá de las centrales nucleares. Lo cierto era que Mark disfrutaba sentado al volante, conduciendo de forma manual. Fuera de la ciudad y su extensa red de edificios industriales no había carreteras de verdad en aquel planeta. Todas las pistas que había las habían hecho los residentes que se habían lanzado a explorar. Mark giró a la izquierda en la primera bifurcación y después a la derecha, siguiendo una ruta de la que le habían hablado. Las llantas del Ford soltaban un montón de polvo y profundizaban los surcos de otras ruedas.

Una hora después llegaron al lago de montaña. La arena había dado paso a la roca desnuda muchos kilómetros antes. A su alrededor se encontraban las colinas onduladas y escarpadas de las cimas de las montañas entrelazadas. No había lechos de arroyos ni hondonadas producidas por la erosión, el planeta no había tenido atmósfera durante el tiempo suficiente como para provocar rasgos como ése, aunque la lluvia estaba muy ocupada arrastrando la arena de los regolitos hacia las tierras bajas. Desde allí se iba deslizando sin pausa hacia los océanos poco profundos. Allí arriba, el agua iba escurriéndose por las ondulaciones en láminas ininterrumpidas hasta que encontraba cuencas y rincones en los que acumularse. El lago de montaña tenía una forma larga y ovalada y estaba lleno de agua hasta el borde. Cuando llegaban las lluvias, se desbordaba por una grieta profunda de granito negro que había en el extremo oriental.

—Está tan limpio —exclamó Barry cuando llegaron al borde. Aparte de pequeñas ondas que reflejaban el cielo aterciopelado, no había más movimiento. Podían ver el áspero fondo rocoso que iba bajando hacia el centro—. Igual que el Trine’ba —dijo el niño con una sonrisa.

—Casi —asintió Liz—. Venga, vamos a cambiarnos.

Los cuatro entraron vadeando el agua y ahogando gritos al notar lo frío que estaba el lago. Sus voces despertaron ecos por todo el aire de la montaña que rebotaron en las pendientes altas y arrugadas que los rodeaban.

—Echo de menos a los peces —confesó Sandy mientras se alejaba de la orilla nadando con cautela. Mark había insistido en que se pusiera las alas hinchables en la parte de atrás del traje de baño. Por una vez, la niña no discutió.

—Ni peces ni algas —le dijo a Liz. Era extraño, por lo general él asociaba el agua con la vida, mientras que allí era justo lo contrario.

—Llegarán —dijo su mujer—. Cada vez que viene alguien a nadar aquí arriba, dejan bacterias a su paso. Dentro de cien años, este lago de montaña será una auténtica tinaja, el disco de Petri natural más grande del planeta, filtrando sus nuevos bichitos por todo el paisaje cada vez que llueva.

—Siempre dejamos nuestra marca, ¿verdad?

—Más o menos. Supongo que es la evolución a una escala galáctica. Un planeta que produce una forma de vida lo bastante inteligente como para averiguar cómo volar a otras estrellas, tiene que extender su ADN por esas mismas estrellas. Y la evolución es un campo de batalla muy duro.

—Eso se parece a la hipótesis de Gaia.

—Llevado al extremo, supongo que lo es. Me pregunto si los primos lo saben a un nivel instintivo. Desde luego, tenían mucho interés en alienaformar Elan. ¿Te acuerdas de las imágenes que grabó Morton en la biorrefinería que construyeron junto al límite de Randtown?

—¿Entonces quien quiera que construyera las barreras también lo sabía?

—Sí. Una valla a prueba de conejos de tamaño estelar, como la que construyeron en Australia una vez que comenzó la inmigración. Y allá vamos nosotros con las tenazas. Maldita sea, mira que somos imbéciles. Quizá ésta sea la forma que tiene la evolución de decirnos que ya estamos obsoletos.

Mark se puso de pie sobre la resbaladiza roca y empezó a salir.

—No somos imbéciles, tenemos principios. Y yo estoy orgulloso de eso, de lo que somos a nivel colectivo.

—Espero que tengas razón, cielo. —Liz fue saliendo junto a su marido y se envolvió a toda prisa en una gran toalla—. Cinco minutos, vosotros dos —les dijo a los niños. Estaban ya a varios metros de la orilla, chapoteando con Panda. Barry los saludó con la mano.

—Toma. —Mark quitó las lengüetas de un par de latas de chocolate caliente y le dio una cuando empezó a humear.

—Gracias. —Liz le dio un beso rápido.

—Me van a trasladar —le dijo su marido sin más.

—¿A trasladar a dónde?

—A una parte diferente del proyecto. —Mark levantó la cabeza. Una de las lunas que eran las flores espaciales se alzaba sobre el horizonte. Incluso en esos momentos, aquella inmensa gigavida lo entusiasmaba. Y pensar que ahí fuera había una sociedad que podía permitirse producir semejantes cosas sólo por diversión. Era inspirador. La clase de empresa en la que debería empeñarse una nueva civilización humana, en lugar de la constante lucha por la supervivencia comercial que perseguía y adoraba la Federación.

—¿A qué te refieres? —Había un matiz acerado en la voz de su mujer.

—No son sólo botes salvavidas lo que la dinastía está construyendo ahí arriba. Una flota tan grande que se propone viajar por un espacio del que no sabemos nada… Necesita protección, Liz.

—Oh, Dios —escupió Liz con desdén—. Debería haberlo sabido, están construyendo naves de guerra.

—Fragatas, sí. Es un diseño nuevo, más pequeño y más rápido que la clase Moscú. Y también lleva algo diferente en los motores. No sé lo que es. Y nadie quiere hablar de las armas que lleva.

—No me digas. ¿Y qué les dijiste?

Mark tomó un buen trago del chocolate caliente y ordenó sus pensamientos. Siempre odiaba tener que discutir con su mujer. Para empezar, a ella las discusiones se le daban mucho mejor que a él.

—En este trabajo no te dan a elegir. Los dos lo sabíamos.

—De acuerdo —dijo Liz—. Supongo que no. Pero es que no me gusta la idea de que trabajes en armamento.

—Y no lo haré. Es el sistema de montaje lo que quieren instalar y poner en marcha. Están utilizando un método diferente del que usan en los botes salvavidas, con las secciones ya montadas. Las zonas de montaje de las fragatas están combinadas con los astilleros. Los componentes individuales se envían directamente y se integran en la órbita.

—Yupiii, otro gran paso adelante de nuestra tecnología.

—Liz —le dijo él con tono acusador—. Estamos en guerra. Por lo que he oído, es posible que no ganemos. Muy posible.

Liz se sentó en un gran peñasco y miró con tristeza la lata que tenía en las manos.

—Lo sé. Siento portarme como una bruja. Es sólo… Me siento tan impotente.

—Eh. —Su marido se acercó y le rodeó los hombros con los brazos—. Que soy yo el que necesita apoyo aquí, tu apoyo, acuérdate, ése era el trato.

Liz le dedicó una débil sonrisa y le apretó la mano.

—Ése nunca fue el trato, cielo.

—¿Entonces esto te parece bien?

—Sí, supongo.

—Gracias, significa mucho para mí, lo sabes, ¿no?

Liz lo atrajo más hacia sí.

—Me alegro tanto de tenerte conmigo. Ahora mismo no querría estar con nadie más.

—Bueno, yo no podría enfrentarme a esto sin ti. —Señaló con un gesto a los niños—. Ni sin ellos. Pero con las fragatas ponemos el punto final. Llevamos sin parar desde que volvimos de Elan. Se acabó. Se acabaron las sorpresas para nosotros.

—Espero que tengas razón, cielo. De verdad.

Las boquillas de la ducha bombeaban agua a una velocidad que aporreaba la piel de Mellanie casi hasta el punto de hacerle daño. La joven ni siquiera tenía que darse la vuelta, el agua le llegaba en todas direcciones y las boquillas subían y bajaban por todo su cuerpo. La espuma iba deslizándose por su cuerpo a medida que la matriz de gestión mezclaba jabón perfumado. Un agua un poco más fresca lo aclaró y su temperatura la estimuló después del calor exuberante. Se cerró el agua y un aire cálido y seco salió a chorros de las rejillas que rodeaban el gran cubículo de mármol, arrancando la humedad de su piel y secándole el pelo.

Se envolvió en una enorme toalla de color morado y crema y regresó de nuevo al dormitorio de las oficinas. Miguel Ángel seguía echado en la gran cama. La observó con aire perezoso cuando Mellanie empezó a vestirse.

—Maldita sea, me alegro de que desertaras del programa de Baron —le dijo—. Sería un desperdicio que siguieras con ella, esa tía es fría, una bruja.

Mellanie le lanzó una sonrisa traviesa.

—Mientras que nosotros tenemos una relación seria y profunda.

—Eres buena en la cama. Los dos lo sabemos. Me pones a cien.

—Eres un buen profesor.

—¿Sí?

Era casi como si el tímido fuera él, el que necesitara seguridad.

—Siempre vuelvo, ¿no? —dijo Mellanie—. Y los dos sabemos que en el programa me va lo bastante bien como para que en realidad ya no tenga que seguir haciéndolo. Pero me gusta, me gusta mucho.

Se oyó un gruñido en la cama. Miguel Ángel rodó del colchón y se echó hacia atrás su largo cabello lleno de reflejos. Mellanie no pudo evitar el modo en que sus ojos se fueron deteniendo por el cuerpo masculino. Era como si un joven Apolo hubiera regresado para pasearse una vez más entre los pobres mortales.

—Coño… No te entiendo —se quejó el periodista—. ¿Qué es lo que quieres en realidad?

Mellanie sonrió mientras luchaba por meterse en su camiseta asimétrica.

—Tu trabajo.

—¿Sabes?, por lo general, si alguna interna de tu edad dijera eso, me echaría a reír al ver a alguien tan penoso e ingenuo. Pero contigo no tiene ninguna gracia.

—Ten cuidado con la cara que pisas hoy porque podría ser la que te pida el café mañana.

—Tomo debida nota.

—Admítelo, lo hice muy bien en la historia de los botes salvavidas, ¿verdad?

—Jamás he visto a uno de los miembros de más rango de los Halgarth tan a la defensiva. Felicidades.

—Solo, con un terrón.

—Pero no eres tan buena —dijo Miguel Ángel frunciendo el ceño—. Todavía no.

—Lo sé. Quiero conseguir los botes salvavidas de los Sheldon. Eso sí que sería una auténtica exclusiva mientras esperamos a que las naves estelares vuelvan de la Puerta del Infierno.

Su amante le lanzó una mirada pensativa.

—¿Cómo va la otra gran historia?

—¿El escándalo financiero de Nueva York? —Mellanie suspiró"—. No va sobre ruedas, la verdad. Todas las pistas están muertas y enterradas. Además, las autoridades están mostrando cierto interés. ¿Qué clase de impacto puede producir el descubrimiento de algo que ya sabe el resto de la manada? La exclusividad es nuestro objetivo y nuestro dios, como con tanta razón me dijiste cuando empecé aquí. Ves, no lo he olvidado.

—Sí —asintió él poco a poco.

—¿Qué? —Mellanie conocía aquel aire reacio, aquel hombre odiaba revelar cualquiera de sus privilegios—. ¿Por favor?

—De acuerdo, una clase rápida: no estás examinando bien el problema. Estás intentando encontrar la pista de tres abogados de bastante renombre que han estado implicados en unos tratos financieros dudosos, ¿no?

—Sí. —No le había hablado a nadie del programa del aviador estelar. Todavía no. Con eso sí que le darían un programa propio, quizá incluso un estudio.

—Estás intentando perseguirlos. Te equivocas. Eso ya lo hará la policía; son fugitivos, están preparados para eso y se preocuparán de borrar sus huellas. Cualquier cazador decente se acerca a su presa desde donde menos se lo espera. Así que lo que deberías haber hecho es preguntar a dónde irían. —Y el periodista le lanzó una mirada expectante.

—¿Un sindicato del crimen que pueda protegerlos?

—Casi. Necesitas un lugar donde puedas cambiar por completo de identidad. Y no me refiero sólo a unas alteraciones decentes del registro de datos, un borrado de memoria y una cara nueva. Si se han llevado tanto como dices, la Junta Directiva de Regulación Financiera los perseguirá por toda la Federación durante los próximos diez siglos. Necesitan ser libres para malgastar sus nuevas riquezas en total seguridad sin pasarse el resto de sus vidas mirando por encima del hombro. Para eso necesitas mucho más que unos cuantos perfilamientos celulares nuevos. Su ADN estará archivado, la JDRF siempre podrá identificarlos. Así que lo que necesitan, sobre todo, es una modificación de ADN de fondo.

—¿Qué es eso?

—Mierda, nunca sé si estás de coña o no. Es un tratamiento parecido al rejuvenecimiento, pero la clínica altera el ADN de cada célula. La persona que sale del tanque es, literalmente, no la misma persona que entró. Una vez que te hayas hecho eso, junto con un nuevo certificado de nacimiento, un historial decente y todo el dinero que te has llevado, eres libre como el viento. Puedes vivir donde quieras, incluso junto a tu antigua familia, y ni se enterarán.

—¿Y a dónde irían para eso?

—A menos que tengas tus propias instalaciones médicas biogenéticas, sólo hay un lugar: Illuminatus. Allí hay un montón de clínicas muy especializadas y ultrasecretas que ofrecen ese servicio.

—Tengo que ir allí.

—Sabía que dirías eso. Pero incluso si fueras, no tienes ni idea de dónde están esas clínicas. No se puede decir que pongan anuncios en la unisfera, precisamente.

—Las encontraré.

Miguel Ángel lanzó un suspiro extravagante.

—Hace una semana tres personas se registraron en la clínica Azafrán, de la calle Allwyn, dos hombres y una mujer. No sé cómo se llaman, pero las fechas encajan. —Hizo un mohín inseguro—. Tengo contactos. Sigo siendo el número uno, recuérdalo por favor.

—Gracias —le dijo la joven con sinceridad.

—Mellanie. Ten cuidado. Illuminatus no es el sitio más seguro de la Federación.

Ozzie despertó cuando unos finos rayos de sol brillante se deslizaron por su cara. Gruñó abatido al despertar. La decepción del día anterior seguía dándole vueltas en la cabeza, haciendo que lo envolviera la apatía. Se estaba bien dentro del saco de dormir y sentía el aire frío en la cara. Levantarse era todo un esfuerzo.

—Maldita sea.

Quedarse allí tirado lamentándose no era una opción. Se parecía demasiado a la derrota, cosa que él no pensaba admitir. Todavía no.

Bajó la cremallera de su saco de dormir y se estiró con pereza antes de temblar de frío. No llevaba más que unos pantalones cortos y su última camiseta decente. Tanteó con la mano por el suelo en busca de los pantalones de pana, por los que metió las piernas. Cuando se puso la camiseta de cuadros, se oyó el ruido de una tela que se rasga cuando saltaron unos puntos de la manga.

—¡Otra vez no! —Cuando examinó la manga, la brecha tampoco parecía demasiado grave.

Se metió dentro de su viejo forro polar de lana gris oscuro para defenderse del frío mientras se ponía las botas. Los dedos de los pies le salían por los agujeros que tenía en los calcetines. Iba a tener que ponerse a remendar de una vez. Le echó a esos mismos dedos una mirada más atenta. La hinchazón había bajado. De hecho, había desaparecido por completo. No recordaba haberse puesto ninguna pomada después de darle aquellas satisfactorias patadas a la columna con el número de serie.

Fuera del pequeño refugio, Orion ya había vuelto a prender el fuego con las brasas del día anterior. Dos tazas de metal mantenían el equilibrio sobre un fragmento de polipropileno con pinta de teja que había colocado sobre las llamas para calentar un poco de agua.

Orion levantó la cabeza y le lanzó a Ozzie una sonrisa de bienvenida.

—Quedan cinco cubitos de té. Dos de chocolate. ¿Qué quieres?

—Oh, qué demonios, vamos a vivir… ¿Qué?

—¿Té o chocolate?

—Creí que habíamos terminado el chocolate ayer.

Orion revolvió entre los varios paquetes que había extendido a su alrededor y levantó los cubitos en la palma de la mano. Estaban todos envueltos en papel de aluminio: cinco plateados y dos dorados con rayas verdes.

—No. Bournville Intenso, con el doble de crema, tu favorito.

—Ya. Lo siento. Sí, tío, el chocolate está bien. —Ozzie se sentó en la roca de polipropileno. Hizo una mueca al estirar la pierna.

—¿Qué tal la rodilla? —preguntó Orion.

¡Hombre, no me jodas!

—Rígida todavía —dijo poco a poco—. ¿Dónde está Tochee?

—Ha ido a buscar agua. Anoche estuvo explorando un poco para ver si encontraba alguna señal de la maquinaria que funciona en este sitio.

—¿Por qué?

—¿Qué quieres decir? Dijiste que deberíamos intentar rastrear el generador de gravedad.

—Pero sabemos que no hay actividad eléctrica en el arrecife. Nada que podamos detectar.

—No hemos mirado tanto. Además, le dijiste a Tochee que utilizara su cacharro de sensores mientras estaba en la selva.

—Ya. Hace dos días. Pero no se puede decir que tenga mucho sentido ahora, ¿no? A ver, si no había nada junto al número de serie, desde luego no va a haber nada en medio de los árboles.

Orion dejó de desenvolver el segundo cubo de chocolate.

—¿Número de serie?

—Sí —dijo Ozzie con sarcasmo—. La gran columna negra del claro. Yo de mal humor. ¿Te suena?

—Ozzie, ¿de qué estás hablando?

—Ayer. La columna.

—Ozzie, ayer fuimos a la aguja del final del arrecife.

—No, no, tío, eso fue el día anterior. Ayer encontramos el número de serie.

—¿En la aguja? No dijiste nada.

—Que no, coño. Ayer. La columna del claro. ¿Pero qué te pasa?

Orion le lanzó una mirada hosca y se puso de morros.

—Ayer, yo fui a la aguja. No sé a dónde fuiste tú.

Ozzie lo pensó un momento, por lo general el muchacho no se andaba con ese tipo de tonterías y la verdad era que parecía bastante sincero.

Tochee salió de la selva, con el manipulador enroscado alrededor de varios recipientes que había llenado de agua.

—Muy buenos días, amigo Ozzie —dijo a través de la matriz de mano.

—No has encontrado nada, ¿verdad? —dijo Ozzie—. Tu equipo no encontró ninguna actividad eléctrica. Y has viajado unos cinco kilómetros en esa dirección. —Ozzie señaló con el dedo.

—Así es, amigo Ozzie. ¿Cómo lo sabías?

—Simple suposición. —Ozzie le dijo a su mayordomo electrónico que sacara los archivos del día anterior. La lista que apareció en su visión virtual eran las grabaciones visuales y las de los sensores de su excursión a la aguja del arrecife—. Muestra todos los archivos grabados en los últimos cinco días —le dijo a su mayordomo electrónico. No había nada relativo a la columna del número de serie—. Maldita sea. —Se desató la bota y se la quitó, después empezó a apretarse los dedos, donde debería tener el cardenal. Ni siquiera sintió una punzada—. A ver si lo he entendido —dijo con cuidado—. ¿Ninguno de los dos recuerda haber ido hasta el centro del arrecife?

—No —dijo Tochee—. Yo no he estado allí aunque creo que si vamos, quizá consigamos encontrar un túnel de acceso a la maquinaría que yace en el núcleo de este arrecife. Sería la distancia más corta.

—Exacto, tío. Bueno, vamos, ¿no? —Volvió a ponerse la bota y se levantó.

Orion levantó la abombada taza de metal.

—¿Es que no quieres tu chocolate?

—Pues claro. Oye, ¿has tenido algún sueño raro desde que llegamos aquí?

Na. Sólo los sueños de siempre —dijo Orion. Y puso una expresión hosca—. Chicas y así.

Ozzie encabezó la marcha a buen ritmo. Siguió la ruta que produjo la función de navegación de su matriz de mano y que lo guió hasta el centro del arrecife. Como antes, los árboles eran más altos a medida que se acercaban a la zona que desplegaba su visión virtual. Pero no había rayos de sol que se deslizaran de forma horizontal más allá de los antiguos y gruesos troncos.

—Tiene que estar por aquí, en alguna parte —dijo en voz alta cuando comenzaron el tercer barrido de la zona central.

—¿El qué? —preguntó Orion. El muchacho lo había estado observando con cierta preocupación desde que se habían puesto en marcha.

—Hay un claro justo en el medio.

—¿Cómo lo sabes?

Porque estuve aquí ayer y vosotros también.

—Lo vi durante el acercamiento.

Se detuvo y le dijo a su mayordomo electrónico que desplegara todos los archivos visuales del último par de horas antes de que la Exploradora aterrizara en el arrecife. Cuando los comprobó, la selva del centro del arrecife estaba intacta. No había ningún claro central.

Ozzie se quedó inmóvil junto a la base de un árbol globo gomoso, apoyado en sus ramas elásticas. Tampoco es que se doblaran mucho más, eran viejas y estaban marchitas. De acuerdo, o sufro alucinaciones o alguien ha hecho un trabajo de pirateo estupendo en la matriz de mano. No, Orion y Tochee no se acuerdan. Así que fue una alucinación. O una visión. ¿Pero por qué me iban a guiar hasta aquí?

Le echó un buen vistazo al sombrío suelo de la selva, con su polipropileno agrietado y la tierra polvorienta. No había rastros en el polvo fino. No se movía nada, allí no había nada que estuviera vivo. Activó todos los sensores que tenía y dibujó un círculo completo. No había ningún tipo de registro en ningún espectro.

—No lo entiendo —dijo en voz alta. Casi esperaba que alguna voz profunda le respondiera desde las copas de los árboles.

—Amigo Ozzie, yo no veo ningún claro.

—No, yo tampoco. Los archivos debieron de mezclarse cuando aterrizamos. La matriz se llevó unos cuantos golpes.

—¿Podemos volver ya? —preguntó Orion—. No me gusta esto, tan desangelado y muerto.

—Pues claro. —Estaba mucho más contento de lo que tenía derecho a estar. Aquí está pasando algo. Pero ojalá supiera qué.

Era un turno asqueroso, claro que a aquellas alturas Lucius Lee ya estaba acostumbrado. Tres meses antes había ascendido a detective en prácticas del distrito policial de Puerto Norte y lo único que había hecho desde entonces era clasificar un montón de archivos de datos e informes para los dos detectives veteranos a los que había sido asignado durante el año que duraba el periodo de pruebas. Si resultaba que los tres se aventuraban a salir alguna vez del despacho, era él el que tenía que hacer toda la parte aburrida, como catalogar las escenas del crimen, dirigir a los robots forenses y entrevistar a los testigos sin importancia. También le tocaba el turno de noche en todas las vigilancias. Como aquélla. Sentado en un Ford Feisha viejo y hecho polvo en un garaje subterráneo del edificio Chantex a las cuatro y veinte de la mañana, mirando una cueva de cemento iluminada por bandas polifotónicas verdes tintadas que deberían haberse sustituido años antes. Había otros quince coches aparcados en el mismo nivel, a esas alturas ya los conocía muy bien.

Por qué carajo no podían utilizar un sensor encubierto decente para eso era algo que no se explicaba. Marhol, el sargento detective y su mentor oficial dijo que era «una buena forma de adquirir experiencia». Lo que no dejaban de ser chorradas.

El auténtico problema era tan antiguo que resultaba patético, una banda de matones había estado robando modelos de lujo en Puerto Norte y, gran error por su parte, uno pertenecía a la novia rica del hijo de un concejal. El Ayuntamiento quería resultados. Cosa que los sistemas automatizados no podían hacer, o al menos no de inmediato. Así que allí estaba él, esperando a que se hiciera realidad un soplo que les había dado uno de los dudosos informadores de Marhol, que en realidad eran más bien compañeros de farra.

Marhol se había llevado a Lucius al bar con él para la reunión, era de suponer que para que le sirviera de testigo cuando reclamara los gastos. Así que tuvo que sentarse allí mientras aquella nulidad de informador, que no podía tener más de veinte años y tenía graves problemas de dependencias, afirmaba que aquellos coches en realidad se los llevaba la banda de los Halcones Stu de Puerto Sur. Y él debería saberlo porque andaba con los Jiks, que como que eran los dueños, pero de verdad, de Puerto Norte, y ellos no se habían llevado nada. Los Halcones Stu le debían unas cuantas a un sindicato, que les había proporcionado un mecánico y una lista. Ellos reconocían el terreno y ponían el músculo. Pero buscaban coches por Puerto Norte en lugar de hacerlo en su propio distrito. Era una guerra territorial.

Y por esa mierda el contribuyente de Tridelta tenía que devolverle a Marhol las cervezas de toda una semana.

Cuatro y veintiuno. Se abrieron las puertas del ascensor. Salió un hombre. Era más bajo de lo habitual al menos para una época en la que los tratamientos de rejuvenecimiento podían añadir centímetros al cuerpo de cualquiera sin casi ningún coste adicional. Y también muy flaco; llevaba una camisa de manga corta que mostraban unos brazos que eran casi todo hueso. Tenía unas manos desproporcionadas, grandes y cubiertas de mugre. La primera impresión es que era un tipo de unos cincuenta años, en su primera vida. Pero entonces Lucius empezó a prestar atención. Aquel tío estaba muy seguro de sí mismo, se pavoneaba por el cemento como si fuese el jefe de una dinastía entrando en su harén. Y además estaba completamente despierto, no era alguien que volviera de hacer un turno de noche arriba.

Lucius empezó a respirar más deprisa. Aquel tipo no era ningún miembro de una banda de matones. De hecho, Lucius estaba bastante seguro de que tampoco estaba en su primera vida, esa frialdad y esa confianza en sí mismo no pertenecían a nadie de menos de cien años. Quizá el informador estuviera en lo cierto. Los Halcones Stu eran el músculo de un sindicato. A Lucius aquello empezó a interesarle mucho de repente.

El mecánico se acercó a un Mercedes FX 3000p negro como la noche, un turismo de alta gama nuevecito, con un precio que superaba los cien mil dólares de la Tierra. Ese precio incluía un magnífico sistema de seguridad, el programa de conducción era prácticamente una IR por derecho propio. No dejaría que nadie se hiciera con el control sin la aprobación del propietario.

Lucius decidió esperar hasta que el hombre intentara entrar en el coche. Entonces efectuaría el arresto, y dio las gracias en silencio de que no hubiera ningún Halcón Stu con él. Un arresto seguido de inmediato por un interrogatorio eficaz sería la clase de trabajo policial proactivo que quería ver el concejal. Y no era que Lucius fuera a llevarse ningún mérito. Sin duda se archivaría como arresto de Marhol.

El mecánico rodeó con lentitud el resplandeciente vehículo y lo contempló con una mirada de respetuosa aprobación. A Lucius le asombró la audacia del mecánico. No estaría pensando de verdad que podía llevarse el Mercedes, ¿no? Entonces Lucius recordó una alerta general que se había dado en toda la Federación y que había entrado en la comisaría un tiempo atrás, buscaban a un mecánico de primera clase. No cabía duda de que ese hombre era de primera clase, aunque sólo fuera en arrogancia. Le dijo a su mayordomo electrónico que buscara el archivo.

El mecánico estaba a punto de poner la mano en el punto-i de la puerta delantera del Mercedes cuando se quedó inmóvil. Lucius contuvo el aliento. El mecánico miró el garaje casi vacío hasta que sus ojos encontraron el Ford Feisha. Alzó los labios con una sonrisa seca y empezó a acercarse.

—Oh, mierda —murmuró Lucius. Era imposible que alguien lo viera a través del cristal de seguridad del Ford por muy buenos que fueran sus implantes de retina, pero de algún modo el mecánico se había enterado de su presencia. Sacó la pistola de iones y soltó el seguro. Fue entonces cuando se dio cuenta de que seguramente se había traicionado él mismo al utilizar la unisfera. Incluso con el cifrado secreto de la policía, en el coche se había producido alguna emisión electrónica. En un garaje desierto y de madrugada.

—Ah, genial, Lucius —se dijo con amargura—, genial.

Y para rematar el error, su mayordomo electrónico le entregó el archivo solicitado. Inteligencia Naval quería interrogar a Robin Beard, un conocido delincuente que se especializaba en delitos con coches. Un montón de datos biográficos cruzaron la visión virtual de Lucius. Los acompañaban varias fotografías. Con unas cuantas sencillas diferencias, encajaban con el hombre que tenía a tres metros del capó.

Hasta ese momento, Beard no había sacado ningún arma. Lucius sujetó la pistola con más fuerza.

Beard le sonrió al parabrisas negro no reflectante y colocó la mano sobre el punto-i del Ford. Todo su antebrazo brilló con un tono rojo y verde cuando se activaron los tatuajes CO.

Lucius dio un salto cuando un desagradable chasquido metálico reverberó por todo el interior del coche. Se habían conectado todos los seguros. Tres luces rojas comenzaron a destellar en el salpicadero. Y también había un olor a quemado bastante desagradable.

—Si yo fuera usted —dijo Beard—, tendría mucho cuidado con lo que tocase ahí dentro. Las baterías superconductoras de su coche tienen fallos de funcionamiento y están transmitiendo la electricidad directamente a la carrocería. Así que no ponga la mano en nada metálico. Ah, y cualquier cosa que ionice el aire también actuará como conductor. Por poner un ejemplo al azar: la detonación de una pistola de iones que se dispare por la ventanilla. La descarga dejaría frito al que sujetara la pistola. ¿Ha visto alguna vez a alguien alcanzado por un rayo? Dicen que los globos oculares hierven y explotan y que la lengua se abrasa y carboniza.

La pistola de iones cayó de los sobresaltados dedos de Lucius y chocó contra el suelo con un sonido metálico. El policía se estremeció.

Robin Beard sonrió al oír el leve sonido.

—No se preocupe, a las baterías no les queda mucha carga. Para mediodía deberían estar ya agotadas. —Se dio media vuelta y regresó al Mercedes negro.

Una advertencia roja destelló en la visión virtual de Lucius para decirle que su conexión con la unisfera había caído. Miró por la ventanilla a Beard, que había puesto la mano en el punto-i del Mercedes. No le sorprendió que se abriera la puerta. Menos de treinta segundos después, aquel coche grande y lustroso se deslizó con suavidad por la rampa de salida del garaje y salió a la extraordinaria belleza que era la noche de Illuminatus.

El día que las naves estelares debían llegar al sistema estelar donde estaba ubicada la Puerta del Infierno, la Marina incrementó su observación de los 23 Perdidos. Wilson estaba en su despacho blanco revisando la información a medida que entraba. Anna estaba con él en su cargo de oficial de comunicaciones y Oscar cumplía sus funciones como oficial del Estado Mayor, Rafael completaba el contingente de la Marina. Justine Burnelli estaba allí representando al Senado, sentada lo más lejos posible de Rafael, mientras Patricia Kantil representaba al Ejecutivo, aunque la presidenta Doi mantenía un enlace ultraseguro en tiempo real, al igual que Nigel Sheldon, que era de suponer que estaba en contacto con los líderes de las otras dinastías, Wilson prefirió no preguntar. Dimitri Leopoldvich llegó unos minutos tarde y se sentó junto a Patricia después de hacer caso omiso del frío recibimiento que le ofrecieron los oficiales de la Marina.

La Marina empezó a abrir agujeros de gusano sobre los 23 Perdidos. Eran del mismo tipo que utilizaban para comunicarse con las tropas insurgentes que operaban contra las instalaciones de los primos. En esa ocasión se abrían a una distancia considerable del planeta, a varios millones de kilómetros, lejos de las fuertes defensas orbitales de los primos. Los sensores salieron sin ruido del espacio-tiempo y examinaron las signaturas de distorsión cuántica de los agujeros de gusano. Detectaron un total de ochocientos sesenta y cuatro agujeros de gusano que unían los 23 Perdidos con el sistema estelar de la Puerta del Infierno.

—Creí que nuestras tropas habían hecho volar en pedazos varias de las salidas de los planetas —dijo Patricia.

—Veintisiete hasta la fecha —confirmó Rafael—. De media, a los primos les lleva tres días reabrirlas y montar un nuevo mecanismo en la salida.

—¿Y cuáles son nuestras pérdidas?

—Se ha informado de ciento diecisiete bajas —dijo Wilson con orgullo—. Es una media de daños mucho mejor que la que habíamos previsto. Les estamos haciendo mucho daño.

—Estamos inmovilizando recursos —dijo Dimitri—. Yo no llamaría a eso infligir daños, la verdad.

Rafael le lanzó una mirada gélida.

Hora y media antes de la supuesta hora del ataque, setecientos setenta y dos agujeros de gusano primos se cerraron.

—¡La hostia! —exclamó Oscar. Se levantó a medias de la silla, como si pudiera acercarse más a los datos que estaba proyectando el portal holográfico por media habitación. La cara de Wilson se iluminó con una enorme sonrisa.

—¿Demasiado pronto para abrir el champán? —inquirió Rafael con tono ligero. Después le sonrió a Wilson.

—¿Lo hemos conseguido? —preguntó Patricia, encantada.

—No —dijo Dimitri con firmeza. El asesor estaba estudiando los datos en la gran pantalla—. Quedan exactamente cuatro agujeros de gusano sobre cada planeta. Sabemos que los primos utilizan una base de cuatro así que esto es una maniobra deliberada. Mantienen las comunicaciones con sus nuevas colonias. Así pues, fueron ellos los que cerraron los otros agujeros de gusano, no nosotros.

—Eso no lo sabe —dijo Oscar.

—Si nuestro ataque hubiera sido lo bastante eficaz como para acabar con más de setecientos generadores de agujeros de gusano, habría destruido los restantes al mismo tiempo. Esto es un apagado organizado, no el resultado de un ataque de los misiles Douvoir.

Wilson quería decirle a Dimitri que cerrara la boca por una vez. Sus esperanzas se habían disparado con la desaparición de los agujeros de gusano. Y necesitaba ese empujón de mala manera después de la conmoción de descubrir que la Marina estaba comprometida. Pero lo que decía el estratega de SanPetersburgo tenía sentido, por incómodo que fuera. No mates al mensajero.

—¿Cuándo lo sabremos con certeza? —preguntó la presidenta Doi.

—Ya no falta mucho —dijo Wilson con cierta calma aparente, era una mentira piadosa.

Cinco horas después se reabrieron todos los agujeros de gusano. Un gruñido recorrió la sala entera.

—¿Su interpretación? —le preguntó Justine a Dimitri.

—Han repelido el ataque —dijo aquel hombre pálido. Por una vez parecía nervioso y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo—. Que conste que dije que utilizarían todo lo que pudieran para defender el puesto avanzado.

—Sí que lo dijo —dijo Rafael.

—¿Y ahora qué? —preguntó la presidenta Doi. Parecía confusa.

—Tenemos que averiguar lo que ha pasado —dijo Wilson.

—Nos han vencido —dijo Patricia con tono colérico y asustado. Hizo unos cuantos gestos violentos con el brazo para señalar la pantalla—. Eso es obvio, coño.

—Los detalles técnicos —dijo Wilson—. ¿Cómo lo hicieron? Eso es lo que importa si queremos formular una estrategia de respuesta coherente.

—Faltan cinco días como mínimo para que las naves vuelvan a estar dentro del alcance de las redes de comunicación —dijo Nigel.

—Si es que queda alguna nave —dijo Dimitri.

—Ya ha dicho bastante —le dijo Rafael con vehemencia.

Wilson levantó la mano para contener a su compañero.

—Sé que esto es difícil, eran nuestros amigos y compañeros los que estaban ahí fuera, pero tenemos que ser realistas.

—No podemos permitirnos cinco días —dijo Dimitri—. Señora presidenta, es imperativo que armemos las restantes naves estelares con los sancionadores cuánticos del proyecto Seattle. Los alienígenas-primos conservan la capacidad de lanzar un ataque inmediato contra nosotros. Ahora ya no tienen ninguna razón para retrasarlo.

—Sí —dijo Doi—. Ya he visto sus anteriores recomendaciones. ¿Almirante Kime?

—Señora presidenta.

—Vamos a reunir a todo el Gabinete de Guerra a través del enlace ultraseguro dentro de treinta minutos. Por favor, prepárese para presentar sus planes para utilizar los sancionadores cuánticos de Seattle en defensa de la Federación, y cualquier alternativa que haya.

—Muy bien, señora presidenta.

—¿Informamos a los medios del fracaso de nuestro ataque contra la Puerta del Infierno? —preguntó Justine.

—No —dijo Patricia de inmediato—. No sabemos lo que ha pasado. Los ciudadanos se temerán lo peor y no podremos ofrecerles ningún detalle para tranquilizarlos.

—Los programas de noticias están esperando algún tipo de comentario.

—Pues mala suerte. Nos limitamos a decir que no estamos seguros del resultado y que estamos esperando a que regresen las naves.

—Sabrán que ha pasado algo —dijo Justine—. Si el ataque hubiera funcionado, estaríamos gritando a pleno pulmón.

—Tenemos cinco días hasta que tengamos que admitir que algo ha ido mal —dijo Patricia—. Eso es tiempo suficiente para que yo vaya preparando el terreno. Esto hay que manejarlo bien si queremos evitar el pánico.

Wilson no tuvo valor para mirar a Oscar cuando todo el mundo, salvo Rafael y Justine, dejó el despacho. Dimitri había argumentado que los primos encontrarían una respuesta a los misiles Douvoir porque ya sabían que los humanos eran capaces de llevar a cabo ese tipo de medidas. ¿Y si se lo dijeron, y si les dieron los detalles exactos? Sabía que nuestra seguridad estaba comprometida y no hice nada. Y todo por miedo a quedar como un imbécil.

—Sólo para que lo sepan los dos —le dijo a Rafael y a Justine—. Voy a recomendar que despleguemos los sancionadores cuánticos como sugirió Dimitri. —Y a rezar para que hayamos mantenido algún tipo de integridad durante su desarrollo.

—Ese mierda —gruñó Rafael.

—Tenía razón, como siempre —dijo Wilson—. Y sólo está haciendo su trabajo. Maldita sea, si le hubiéramos escuchado y hubiéramos equipado las naves estelares con sancionadores cuánticos para atacar la Puerta del Infierno, quizá no estaríamos en esta posición.

—No puedes ponerte a jugar al «y si», no a este nivel —dijo Rafael—. Tenemos que concentrarnos en la amenaza inmediata.

—No habría una amenaza inmediata si hubiéramos utilizado los sancionadores cuánticos.

—Eso ni siquiera lo sabemos —dijo Rafael—. Con seguridad, no, por lo menos.

—No ha sido la tecnología la que nos ha decepcionado, lo que hemos sufrido ha sido una falta de voluntad. Somos demasiado civilizados para apretar el botón del genocidio.

—Y yo me alegro —dijo Justine—. Lo que nos define como especie es la reticencia a exterminar a cualquier criatura que pueda resultar un problema difícil. No operamos al mismo nivel que ellos. Eso tiene que servir de algo.

—No, cuando estás muerto, no sirve de nada —le soltó Wilson con tono colérico. Sabía que, en realidad, estaba asustado e intentaba ocultarlo, lo que en sí mismo ya era patético. Pero el fracaso a la hora de eliminar la Puerta del Infierno había supuesto un golpe aterrador, y las implicaciones eran incluso peores. Dimitri tenía razón, había llegado el momento de plantearse lo impensable.

—¿Cree que Doi autorizará su uso? —dijo Justine.

—Sheldon lo hará —dijo Rafael—. Es un hombre realista. Y sé que la dinastía Halgarth lo apoyará, así como la mayor parte de los demás. Nadie esperaba que el ataque de hoy fallara de esta manera. Todavía no nos hemos recuperado del impacto, pero las implicaciones no tardarán en asumirse y no sólo por nuestra parte. —Sacudió la cabeza al admitir los hechos de mala gana—. Dimitri y su grupo de expertos sabihondos tenían razón. No fuimos lo bastante realistas, no quisimos reconocer a lo que nos estábamos enfrentando en realidad, es demasiado aterrador.

Wilson estuvo a punto de hablarle de la traición a bordo del Segunda Oportunidad, de la existencia del aviador estelar. Pero conservaba el suficiente instinto político como para contenerse. Cobarde, se provocó; pero durante los días siguientes iba a necesitar el apoyo absoluto de Rafael, tenían que trabajar juntos, punto. La raza humana no podía permitirse que ellos cometieran otro error. La sola idea le provocó un escalofrío de miedo por la columna.

Al Gabinete de Guerra le llevó quince minutos emitir su voto. La decisión unánime fue permitir que la Marina armara todas sus naves estelares con sancionadores cuánticos para prepararse para cualquier ataque subsiguiente por parte de los alienígenas-primos.