Capítulo 7

Patricia Kantil y Daniel Alster dejaron juntos el edificio del Senado y compartieron el expreso a Kerensk. McClain Gilbert los estaba esperando en la estación de la salida para escoltarlos. Los tres cogieron una lanzadera de la Marina hasta el atolón Babuyano, un vuelo de veinte minutos.

—Incluso después de todo el trabajo preliminar que hemos hecho, no puedo creer que hayamos llegado a esta fase —dijo Patricia—. No me importa decirles que a la presidenta le inquieta mucho este asunto.

—Nos inquieta a todos —dijo Mac—. Esto bien podría ser el momento decisivo.

—¿Cree el almirante que tenemos suficientes naves? —preguntó Daniel.

—Se lo dirá él mismo —dijo Mac. Señaló con un gesto las gruesas ventanillas del techo de la cabina—. Como pueden ver, no hemos estado perdiendo el tiempo.

Alrededor del Ángel Supremo el espacio comenzaba a abarrotarse. Ya había tres puertos en caída libre conectados con Kerensk que trasladaban pasajeros y pequeñas cápsulas de mercancías a las lanzaderas que los llevaban luego a las nuevas instalaciones de la Marina, así como a los polígonos industriales del archipiélago. Las nueve plataformas de montaje de naves de guerra eran mucho más grandes que los modelos originales utilizados para construir la primera generación de naves exploradoras. Cada una de ellas tenía cinco esferas gigantes de fabricación de malmetal dispuestas alrededor de una salida central que tenía un agujero que llevaba a Kerensk. Las secciones del casco y los componentes se trasladaban directamente a los sistemas cibernéticos avanzados que los montarían.

En la plataforma cuatro había una bola de malmetal abierta que revelaba una de las nuevas naves de guerra de la clase Moscú que se preparaba para desacoplarse. La Londres medía ciento cincuenta metros y su casco rojizo era una esfera doble en el que el globo delantero era más pequeño que el trasero, contaba también con siete radiadores termales con forma de estoque que le sobresalían de la cintura. No había alusión alguna a la aerodinámica, la clase Moscú estaba diseñada exclusivamente como nave de traslado de armamento. Las funciones se habían reducido al mínimo.

Todo el globo posterior era la sección de ingeniería y albergaba diez depósitos-d de balance cero y un hipermotor capaz de darle la potencia necesaria para alcanzar una velocidad de cuatro años luz por hora. En la cintura se alojaba una tripulación de cinco personas que debía apretarse en una única cabina circular que era apenas más grande que sus divanes de vuelo. Lo que dejaba el resto del globo delantero como almacén para su carga de misiles relativistas Douvoir.

—Tienen un aspecto imponente —dijo Patricia.

—En cada una de ellas hay armamento suficiente para destruir todos los planetas del sistema solar de la Tierra, incluyendo a Júpiter —le dijo Mac—. Por una vez, la mayor potencia de fuego la tenemos nosotros.

—Espero que tengan mecanismos de seguridad para evitar lanzamientos no autorizados —dijo Daniel.

Mac le lanzó una mirada irónica.

—Los Douvoir tienen códigos de armamento tripartitos, tres miembros de la tripulación tienen que autorizar el lanzamiento.

—¿Y si una nave resulta dañada y sólo quedan dos miembros? —preguntó Patricia.

—Eso no va a ocurrir —le aseguró Mac—. Cualquier cosa que sea lo bastante potente como para atravesar el campo de fuerza que protege a una nave de la clase Moscú, destruirá la nave entera.

—Ah, ya veo. —Patricia se giró de nuevo hacia la gigantesca nave estelar alienígena a la que se acercaba la lanzadera.

El almirante Kime les ofreció a sus invitados una cálida bienvenida cuando llegaron a su despacho de la cima del Pentágono II. Era de noche en el atolón Babuyano, lo que despejaba la inmensa cúpula de cristal. Icalanise era una media luna fina de un color amarillo cadmio que se iba hundiendo hacia el borde del parque. El resto del espacio que quedaba visible sobre sus cabezas estaba atestado con las formas plateadas y brillantes del archipiélago, cuyos laboratorios de investigación y macrocubos resplandecientes se veían complementados por todas las nuevas estaciones y plataformas de la Marina. Cientos de lanzaderas plagaban el espacio intermedio y sus cohetes de iones creaban tenues vetas de nebulosas de un color azul eléctrico por todo el vacío.

Después de saludar tanto a Kime como a Columbia, Patricia se sentó junto a Oscar.

—Felicidades.

—Gracias. —El militar le dedicó una lánguida sonrisa—. Disculpe que no me levante. Ahora mismo la gravedad me hace sentirme muy débil y mareado.

—Por favor, no se disculpe.

—Lo más irritante es que respeté el programa de ejercicios que nos dieron y tomé toda la biogenética. Pues da igual. Maldita sea, odio la caída libre.

—La presidenta me ha pedido que le traslade su agradecimiento personal, a usted y a su tripulación. Descubrir la abertura de la Puerta del Infierno es el elemento vital que podría darle la vuelta a toda esta campaña.

—Sólo hacía mi trabajo —murmuró Oscar.

Mac se acercó por detrás a su viejo amigo.

—La modestia también es un derivado de la exposición a la caída libre. No se preocupe, estará curado para cuando llegue el momento de la ceremonia de entrega de medallas. ¿Cree que el vicepresidente le impondrá la suya a Oscar en persona? —preguntó muy serio.

Patricia se echó a reír.

—Ahora que lo pienso, el bueno de nuestro vicepresidente Bicklu no estaba tan alegre como de costumbre en el Gabinete cuando se mencionó su nombre.

Oscar consiguió sonreír al oírlo.

Wilson llamó a todos al orden. Dimitri Leopoldvich, que había estado hablando en voz baja con Rafael, se sentó al lado de Anna mientras Mac se sentaba al otro lado de Daniel. Técnicamente hablando, aquello era el Consejo de Revisión de Estrategia de la Marina, pero Wilson sólo lo veía como una reunión entre sus mejores asesores y el Ejecutivo, representado por Patricia y Daniel. Su trabajo era elaborar una política que pudieran llevar ante el Gabinete de Guerra.

—Abriremos con lo más obvio —dijo Wilson—. La ubicación de la Puerta del Infierno. —Uno de los portales de su escritorio proyectó el holograma de un sencillo mapa estelar. El sistema estelar en el que Oscar había detectado el agujero de gusano gigante estaba a unos trescientos años luz más allá de Elan.

—Todos han visto la documentación de los sensores —dijo Oscar—. No hay error posible, son ellos.

—Es una posibilidad muy remota —dijo Dimitri—. Pero tenemos que plantearnos que puede ser un señuelo.

—Un señuelo francamente caro —dijo Mac—. Sabemos que los primos no tienen una economía como la nuestra, pero en términos de recursos, habría que hacer una inversión considerable en maquinaria para duplicar la Puerta del Infierno. ¿Y con qué propósito? En el mejor de los casos, sólo conseguirían un respiro de un par de meses.

—O bien han construido un segundo agujero de gusano gigante —dijo Dimitri muy contento—. ¿Más de uno? Sabemos que son cuadráticos, sería prudente suponer lo peor.

—Como hace usted siempre —dijo Patricia en voz baja.

La cara pálida de Dimitri se alzó con una sonrisa arrepentida.

—Es mi trabajo.

—¿Está sugiriendo que pospongamos el ataque? —preguntó Rafael.

—No, señor, lo que el Instituto de Estudios Estratégicos y yo recomendamos es que deberían continuar los vuelos de exploración. De hecho, deberíamos hacer otra pasada por Dyson Alfa, eso nos diría con certeza si hay algún otro agujero de gusano gigante operando allí.

—Arriesgado —dijo Wilson.

—El mismo riesgo que atacar la Puerta del Infierno —respondió Dimitri—. Sean cuales sean las defensas que hayan desarrollado los primos, puede estar seguro de que no se limitarán a su sistema natal. La Puerta del Infierno es vital para ellos y estará defendida con lo mejor que tengan.

—Desde luego que realizaremos misiones de reconocimiento después —dijo Wilson—. Necesitamos reunir toda la información que podamos sobre sus intenciones.

—Sus intenciones son la única incógnita continuada —dijo Dimitri—. Como ha dicho el capitán Gilbert, su modelo económico no se parece a ninguno que nosotros entendamos. Lo mire como lo mire, invadir la Federación no es rentable en absoluto. Nuestra conclusión es que están montando una especie de cruzada religiosa contra nosotros.

—Eso es ridículo —dijo Daniel.

—Disculpe, señor, pero no lo es. Es obvio que ni siquiera sabemos si tienen dioses o religión, pero el principio fundamental se mantiene. No están haciendo esto por una razón lógica, por tanto hay implicado un cierto grado de fanatismo. Las cruzadas son el equivalente humano, ya tengan la religión o la ideología como punto de partida. Hemos sido testigos de muchas a lo largo de nuestra historia.

—¿Es eso relevante a la hora de plantearnos nuestra estrategia de ataque contra la Puerta del Infierno? —preguntó Patricia.

—Deberían considerarse las implicaciones —dijo Dimitri—. Estamos asestando lo que esperamos que sea un golpe significativo contra un enemigo muy poderoso. Si sus motivos para invadir la Federación se basan en una premisa ilógica, es decir, que su «Dios» o líder político ha decidido que hay que borrar a los humanos de la faz de la galaxia, eso no los disuadirá. Contraatacarán. Y debemos estar preparados para esa eventualidad.

—Sin la Puerta del Infierno, les llevaría mucho tiempo recuperarse y atacarnos —dijo Rafael—. Cada nave que tengan en la órbita de los 23 Perdidos, cada instalación que han construido en la Federación, será vulnerable a nuestros ataques. Podemos eliminarlos por completo antes de que llegue cualquier refuerzo.

—Discúlpeme, almirante —dijo Dimitri—, pero los medios han bautizado muy bien a esos planetas Perdidos. Para nosotros ya están perdidos, de forma permanente. Ahora mismo las tropas que hemos desplegado allí están absorbiendo una buena parte de los recursos de los primos, pero en caso de que consigamos destruir la Puerta del Infierno, los 23 Perdidos se convierten en planetas irrelevantes. No deberíamos desplegar nuestras naves en batallas que provocarán una guerra de desgaste.

—Yo voto por eso —dijo Mac con tono sarcástico—. Vamos a por ellos cuando sabemos que no sufriremos daños en el proceso. —Le dedicó a Dimitri una sonrisa tensa, casi de desprecio—. Esto es una guerra, tío; las cosas se ponen negras y vamos a sufrir pérdidas, te pongas como te pongas. Hay que aceptarlo.

—Estamos en el proceso de desarrollar unas armas que garantizarán la victoria —dijo Dimitri—. Esperen hasta que se hayan construido y después utilícenlas. No intenten derribar a los primos trocito a trocito. Son demasiado grandes. No podemos.

No respondió nadie. Wilson les echó un vistazo a aquellos rostros inquietos. Allí todo el mundo sabía lo del sancionador cuántico de Seattle, pero era el último recurso, el arma del fin del mundo, y se suponía que le rezabas al dios en el que creyeses para no tener que usarla. Desde luego, no era lo primero de lo que uno echaba mano.

—El único modo de que se pueda desplegar el arma de Seattle para contar con esa garantía es si la utilizamos para hacer un genocidio con los primos —dijo.

—¿Y qué cree usted, almirante, que están haciendo con nosotros? Yo he accedido a los informes de los escuadrones que se introdujeron en los 23 Perdidos. En todas y cada una de las ocasiones en las que los refugiados y supervivientes encontraron a los primos, fueron exterminados. No podemos atribuirles una lógica y una motivación humanas. No cometa el error de suponer que les importamos. Nos quieren muertos y enterrados. Todos los análisis que ha hecho el Instituto se reducen a una simple proposición: son ellos o nosotros.

—La utilización de las armas del proyecto Seattle es una decisión política que tomará el Gabinete de Guerra —dijo Rafael—. Eso ya está acordado. No forma parte de la estrategia que estamos discutiendo hoy.

—Entonces recomendaríamos que lo fuera —dijo Dimitri. Un destello de sudor brilló en su frente pálida cuando se inclinó en la silla para apelar directamente a Wilson—. No lo estoy diciendo a la ligera, ya hemos enseñado nuestras cartas. Lo que hizo el Desperado fue magnífico, de verdad, frenaron el avance primo y al hacerlo permitieron que millones de personas pudieran escapar. Pero los primos ya han visto la aplicación de la tecnología de los hipermotores y podrán duplicarla. Y lo que es más, se pondrán a concebir contramedidas; sé que nosotros lo estamos haciendo. Si golpeamos la Puerta del Infierno con armas relativistas, no hay garantía alguna de que triunfen.

—En la guerra no hay nada seguro —respondió Wilson—. Eso no significa que nos tengamos que rendir.

—No estoy diciendo que nos rindamos. Estoy diciendo que deberíamos conseguir una victoria absoluta.

—Las naves primas comenzaron a abandonar Dyson Alfa menos de una hora después de que se bajara la barrera —dijo Oscar—. Ahora mismo están ahí fuera, en el universo, son un genio escapado de la lámpara. Tenemos que enfrentarnos a ellos con ese supuesto en mente.

Dimitri se apartó unos mechones caídos de cabello.

—Lo siento, en el Instituto de SanPetersburgo no creemos que, en último caso, haya algún otro modo de enfrentarnos a ellos. Está claro que quien quiera que se encontrara con ellos antes era de la misma opinión, que es por lo que se erigió la barrera. Nosotros no disponemos de ese lujo.

—Gracias, Dimitri —dijo Wilson—. Las opiniones del Instituto se presentarán ante el Gabinete de Guerra. Por ahora estamos planeando un ataque convencional contra la Puerta del Infierno. ¿Anna?

—Se está acelerando la fabricación de naves de la clase Moscú —dijo su mujer—. Ahora que en los 15 grandes estamos produciendo en serie tanto las secciones del casco como los componentes, lleva más o menos quince días montar cada una desde cero. El proceso es mucho más modular de lo que lo era incluso con las naves exploradoras. En estos momentos tenemos doce operativas, pero está previsto que eso cambie en muy poco tiempo. La plataforma número nueve de montaje ya está terminada, y se están fabricando secciones de las plataformas diez a la quince, que deberían estar en funcionamiento antes de un mes. La conexión directa de las plataformas con Kerensk a través de agujeros de gusano ha sido una ayuda inestimable en lo que a la construcción se refiere. Durante el proceso hemos pisado los callos de la presidenta Gall, pero ésta ha sido lo bastante diplomática como para no decir nada; se da cuenta de que el Ángel Supremo no puede insistir en conservar el monopolio en estos tiempos. Además, la mayor parte del personal de los puestos de atraque sigue alojado aquí.

—¿Cuántas naves podemos enviar contra la Puerta del Infierno? —preguntó Patricia.

—Al final de esta semana, quince. Si esperamos otra semana, habrá veintidós. Si espera una semana más, deberíamos haber puesto en servicio más de cuarenta, y después de eso iremos sacando cuarenta y cinco cada quince días.

—¿Cuántas necesitan para que el ataque tenga éxito y se clausure la Puerta del Infierno?

—Calculamos que como mínimo necesitamos veinte —dijo Mac—. Tienen una presencia formidable en ese sistema estelar. La Puerta del Infierno sólo forma parte de él, allí están todos los generadores de los agujeros de gusano que llevan a los 23 Perdidos, que continúan trasladando una cantidad colosal de equipamiento a la Federación. Durante la invasión, calculamos que desplegaron más de cuarenta y cinco mil naves contra nosotros. Si están planeando una segunda invasión, debemos suponer que habrá al menos esa cantidad estacionada allí en estos momentos. Es probable que muchas más.

—¿Veinte de nuestras naves contra cuarenta mil? —dijo Patricia. Parecía preocupada.

—No nos enfrentaremos a ellas como lo hicimos sobre los 23 Perdidos —dijo Wilson—. La clase Moscú guardará las distancias y lanzará sus misiles Douvoir desde el límite del sistema estelar de la Puerta del Infierno. Ninguna nave con una velocidad inferior a la de la luz conseguirá alcanzarla.

—¿Veinte naves? —dijo Patricia.

—Como mínimo —dijo Mac.

—Me parece bien, otra semana es un periodo de tiempo aceptable.

—Tiene que ser más —dijo Dimitri—. No pueden lanzar contra ellos todo lo que tenemos, tiene que haber una reserva. Los primos tomarán represalias.

Patricia le lanzó una mirada airada.

—Dimitri está en lo cierto —dijo Rafael—. Tiene que haber un equilibrio. Por mucho que odie decirlo, tenemos que tener en cuenta la perspectiva del fracaso. Dado que soy el responsable de defender a los planetas restantes de la Federación, debo pedir que se asignen algunas naves a las funciones de protección.

—¿Wilson? —preguntó Daniel.

—Estoy de acuerdo, es la medida más prudente. Sé que los ciudadanos están impacientes por ver un contraataque, pero tampoco es algo que debiéramos dejar a la conveniencia política. La guerra de guerrillas está progresando bien. Podemos aprovechar la oportunidad de aumentar el número de tropas que tenemos en los 23 Perdidos mientras continuamos construyendo naves. Sabemos que la estrategia está funcionando bien y al intensificarla deberíamos mantener a los primos preocupados.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Patricia.

—Quince días —le dijo Anna—. Eso nos proporcionará veinte naves para cubrir ambos frentes. Con eso debería ser suficiente.

—De acuerdo. Se lo llevaré a la presidenta.

Oscar permaneció en su asiento mientras los demás se despedían y dejaban el despacho. La inquietud le estaba revolviendo el estómago, una sensación mucho peor que cualquier secuela de la exposición a la caída libre. No le gustaba la idea de mentir a Wilson sólo para cubrirse el culo, no en algo tan grave. Pero había que contárselo a Wilson y era probable que él pudiera averiguar quién más estaba implicado.

Mac y Anna fueron los últimos en irse. Oscar la sorprendió dedicándole a Wilson un pequeño y rápido encogimiento de hombros antes de que se cerrara la puerta.

—¿Una copa? —preguntó Wilson.

—Sí, gracias. Güisqui, con un poco de hielo, sin agua.

Wilson le dedicó una mirada un poco sorprendida, pero cruzó el despacho blanco hasta el mueble bar esférico.

—Bueno, no cabe duda de que has conseguido que me pique la curiosidad. Una reunión oficial y privada.

—Tenemos un problema —dijo Oscar.

Wilson esbozó una sonrisa amplia y distante mientras servía el güisqui en un vaso de cristal.

—Houston.

—¿Qué?

—Nada. Perdona, continúa.

Oscar aceptó la copa y se despreció por necesitar un trago de valor líquido.

—Hace algún tiempo se me acercó alguien que sospechaba de varios aspectos de la misión del Segunda Oportunidad.

—A ti también, ¿eh?

—¿Hablaron contigo? —A Oscar le parecía increíble.

—Digamos sólo que por aquí hay mucho politiqueo. ¿Y qué quería ese alguien de ti?

—Es más fácil que te lo enseñe. Mira. —Le dijo a su mayordomo electrónico que entrara en las grabaciones del diario de a bordo directamente desde la base de datos segura de la Marina. El portal del escritorio de Wilson proyectó la grabación de la lanzadera cuando comenzó su viaje hacia la Atalaya.

»¿Ves la antena principal? —le preguntó Oscar cuando congeló la imagen—. Alguien estaba enviando señales al mundo natal primo.

—Hijo de puta. —Wilson se dejó caer en su sillón y se quedó mirando la imagen que llenaba la mitad de su despacho—. ¿Estás seguro?

—Los dos sabemos que esa antena no debería estar desplegada en esa fase de la misión. He hecho algunos cálculos básicos del alineamiento y ésa es la dirección en la que señala.

—Hijo de puta. ¿Y quién coño fue?

—No lo sé. Nuestros archivos son bastante exhaustivos, pero quien quiera que ordenó que se desplegase la antena, es obvio que estaba burlando nuestros programas de gestión. Ésta es la única prueba que tenemos de lo que ocurrió.

—No lo entiendo, ¿un traidor? ¿Por qué? ¿Pero qué motivo podría haber?

—Hay un montón de teorías bastante descabelladas flotando por la unisfera —dijo Oscar con cautela—. Nunca terminamos de entender por qué cayó la barrera en cuanto llegamos. Y creo que ya podemos estar bastante seguros de qué fue lo que hizo fallar nuestras comunicaciones con Bose y Verbeke.

—Alguien de la tripulación —susurró Wilson, conmocionado—. Pero los elegí a todos… los elegimos en persona. Tú y yo.

—Sí —dijo Oscar con desconsuelo.

—Por Dios. —Wilson seguía con los ojos clavados en la imagen de la antena como si fuera una especie de amenaza física—. Esto no tiene ningún sentido. Nadie se beneficia de una guerra. Y, en cualquier caso, nadie sabía lo que había dentro de la barrera.

—Es probable que los silfen lo supieran.

—No. De eso nada. No me lo creo. —Se volvió hacia Oscar y entrecerró los ojos—. ¿Quién te pidió que revisaras esto?

Oscar no bajó los ojos.

—Los Guardianes del Ser. El contacto fue alguien que conocí hace tiempo.

—¡Joder, Oscar! Esos cabrones intentaron destruir el Segunda Oportunidad.

Oscar señaló la imagen con la cabeza.

—Y quizá tuvieran buenas razones.

—¿El alienígena ése, el aviador estelar, en el que creen? No puedes hablar en serio.

—Quizá no —dijo Oscar con tono cansado—. No lo sé. Pero había alguien a bordo que estaba actuando contra nosotros del modo más aterrador imaginable. Estamos librando una guerra por culpa de ese vuelo, una guerra que podríamos perder, con todo lo que eso conlleva para nosotros como especie. Como bien has dicho, ¿dónde está el motivo? No es político.

—No, tienes razón, no lo es. Tiene que haber algún tipo de influencia exterior. Quien quiera que hiciera esto está traicionándonos como especie. Hijo de puta, es tan difícil de aceptar.

—Lo sé.

—¿Ya has hablado con los Guardianes sobre esto?

—No, claro que no. Mira, te lo pondré fácil: voy a dimitir.

—¡Y una mierda! Tenemos que averiguar qué coño está pasando y tenemos que hacerlo rápido. Estamos a punto de enviar nuestra flota a la Puerta del Infierno, y que Dios nos ayude si eso va mal.

—No creerás…

—Ya nos traicionó alguien cuando estábamos en el Segunda Oportunidad. Si siguen por ahí, pueden hacerlo otra vez y es probable que lo hagan.

—Maldita sea, no había pensado en eso. ¿Qué quieres hacer?

—Conseguir ayuda. Paula Myo sabe todo lo que hay que saber sobre los Guardianes. Lo consultaré con ella.

Mellanie no mantuvo su promesa. No se registraron en ningún hotel de postín de Los Ángeles sino que la periodista encontró un apartamento barato de tres habitaciones justo detrás de Venice Beach. Era un edificio viejo y desvencijado, con la planta baja dedicada a pequeñas tiendas de gangas que vendían camisetas, bisutería casera, robots domésticos de segunda mano, patines eléctricos y ropa deportiva, y todas y cada una de ellas haciendo sonar a todo volumen música enlatada hasta la madrugada. Las ventanas de los dos pisos que tenían las tiendas encima tenían contraventanas de madera y filas de antiguos aparatos de aire acondicionado que silbaban y siseaban bajo el fulgor cegador del sol. En el exterior se habían pintado murales con espráis de vivos colores; el aire salado del Pacífico los iba erosionando poco a poco y cada pocos años se pintaba uno nuevo. La ilustración actual, al estilo del realismo retrosoviético y creado con modernos gránulos de refracción holográfica, tenía más de cinco años y sus largas ampollas deformadas se iban abriendo para revelar las capas de décadas pasadas, como los anillos de un árbol que expusieran la historia de modas y tendencias fugaces de generaciones anteriores.

El apartamento vecino estaba ocupado por una pareja que se peleaba cada vez que sus turnos de trabajo los reunían en el hogar común. Mientras que arriba, una puta metía a sus clientes a hurtadillas por la escalera de incendios y les proporcionaba su correspondiente hora de entretenimiento no-TSI a todo volumen.

En las habitaciones que ellos tenían el suministro de agua era defectuoso. La nevera estaba atascada en el programa más frío y congelaba cualquier cosa que metieran dentro. El mobiliario databa de cincuenta años atrás y las tablas del suelo pintadas de morado crujían como diablos.

El casero del edificio estaba encantado de aceptar dinero en metálico. No había ningún registro accesible que diera fe de que estuvieran viviendo allí.

Por extraño que pareciera y para estar en un entorno tan rebelde como aquél, Dudley estaba más relajado que nunca desde que se habían enrollado. Cuando Mellanie regresaba de sus visitas a las oficinas del estudio de Miguel Ángel solía encontrarlo cocinando platos muy elaborados o sentado a la puerta del edificio con una cerveza en la mano, contemplando el teatro de la vida que pasaba por su calle. La joven sospechaba que el hecho de que Morton estuviese fuera de su alcance, a doscientos años luz de distancia, tenía mucho que ver con la conformidad que acababa de descubrir el científico.

Al día siguiente de recibir la grabación de la destrucción de Randtown, por la noche, Mellanie se puso un sencillo vestido corto y bajó a la playa. Llevaba las zapatillas de deporte en una mano mientras caminaba por la arena hacia el muelle de Santa Mónica.

Cuando su mano virtual activó la dirección de un solo uso, Adam Elvin respondió de inmediato.

—No he podido encontrar ningún rastro de los tres abogados de Bromley, Waterford y Granku —le dijo Mellanie—. Desde luego, no se han puesto en contacto con sus familias. Los programas de monitorización que me instaló mi amigo lo habrían detectado.

—No seas demasiado dura contigo misma. Es una Federación muy grande la que hay ahí fuera —dijo Adam—. Lo que demuestra ese episodio es que el aviador estelar financió la observación de Bose. No necesitamos llevarlo más allá.

—Pero tienen que tener algún tipo de contacto con Baron y yo quiero encontrarlo.

—Te lo agradecemos, pero Baron te importa más a ti que a nosotros.

—Creí que queríais encontrar un modo de introduciros en la red del aviador estelar y entre sus agentes. ¿Importa quién y dónde?

—A la larga, no.

—Entonces.

Mellanie paseaba por una de las zonas jalonadas por canchas de voleibol. Habían encendido las luces que colgaban de los altos mástiles y que arrojaban una iluminación amarillenta sobre los dos partidos que se estaban disputando. Uno de los chicos la llamó y le rogó que se uniese a su equipo. Mellanie le devolvió una sonrisa pesarosa.

—Seguimos sin poder ayudarte con eso —dijo Adam.

—De acuerdo, a ver qué te parece esto: mi amigo Morton ha entrado en contacto con un alienígena que tiene los recuerdos de Dudley Bose, los de la época del Segunda Oportunidad.

—La hostia, ¿hablas en serio?

—Muy en serio.

—¿Puedes ponernos en contacto con él?

—Directamente, no. La IS no quiere ayudarme a sacarlos de Elan y yo no sé volver sola al asteroide de Ozzie. ¿Supongo que no tendréis un generador de agujeros de gusano que funcione?

—No, lo siento.

—Ya me lo parecía. Si tienes alguna pregunta para Bose, será un placer pasárselas.

—Voy a llamar a Johansson ahora mismo. ¿La Marina sabe algo de esto?

—Todavía no. Le pedí a Morty que lo mantuviera en secreto y hasta ahora lo es.

—Estás haciendo un trabajo fantástico, Mellanie.

—Pues no parece llevarme muy lejos. Tengo la sensación de ser un pato de feria a la espera de que la gente de Baron venga a pegarme un tiro.

—Estoy seguro de que podemos solucionar todo esto antes de que eso ocurra. ¿Has hablado con Myo en los últimos tiempos?

—No. No tengo ninguna información que pueda utilizar para negociar; aparte de Morty, y eso tiene que ser ilegal. He estado muy ocupada rastreando a los abogados y haciendo bolos para Miguel Ángel. Y hablando de eso, ¿sabes algo concreto sobre los ricos que están construyendo sus botes salvavidas, y en especial sobre los Sheldon?

—Sólo los rumores que corren por la unisfera. Dicen que el billete más barato costará mil millones de dólares de la Tierra. ¿Estás pensando en dejarnos, Mellanie?

¿Mil millones de dólares? Cristo, ¿de verdad piensa Paul Cramley que valgo tanto? La idea era de lo más halagadora.

—Todavía no —dijo—. Pero sigo queriendo ayudar.

—Te lo agradecemos. Tres agentes del aviador estelar de los que deberías tener conocimiento: Isabella Halgarth y sus padres, Víctor y Bernadette. Si ves llegar a cualquiera de ellos, agáchate.

—Gracias. ¿Cómo lo sabéis?

—Bradley le ha estado echando un vistazo al escopetazo que afirmaba que Doi era una agente del aviador estelar. No era uno de los nuestros. Isabella ayudó a organizarlo. Ahora se ha perdido de vista, señal segura de que va a convertirse en un agente más activo. Hemos enviado pequeños equipos a vigilar a sus padres, si ven algo que pueda ayudarte con tu problema, te avisaré de inmediato.

—Te lo agradezco. Es que… me siento sola muchas veces.

—Probablemente te entiendo mejor que la mayoría. Llevo décadas viviendo esta no-vida de paranoicos.

—¿Cómo lo aguantas?

—No muy bien, supongo; ésa es la respuesta fácil. Antes creía en lo que estaba haciendo, me había montado una auténtica cruzada por mis ideales. Últimamente son los acontecimientos los que me arrastran. Soy como tú, Mellanie, sólo espero a que se resuelva todo esto. Si te sirve de consuelo, no creo que ya tarde mucho.

—Espero que tengas razón. Buenas noches, Adam.

—Aquí ya casi ha amanecido. Lo que es una pena, la noche aquí es una belleza.

Mellanie se despidió con una ligera sensación de pesar. Se preguntó dónde estaba Adam para que fuera tan bonito. Hablar con Adam siempre la hacía sentirse menos aislada. No se habían conocido en persona y quizá nunca lo hiciesen, pero hablar de su trabajo la ayudaba muchísimo a conservar la confianza. Aquel hombre era un profesional que hacía lo que hacía por una cuestión de compromiso y fe, y aprobaba sus esfuerzos además de ofrecerle pequeños consejos. Se había terminado transformando en una especie de amistad rara, pero, de un modo extraño, Mellanie confiaba en él mucho más que en cualquier otra persona que hubiera en su vida en esos momentos.

Delante de ella, la iluminación chillona y multicolor del muelle de Santa Mónica se extendía sobre el agua mientras el cielo se iba oscureciendo en el horizonte. Le lanzó a las atracciones de la feria una breve mirada nostálgica antes de girar en redondo y volver paseando por la arena. Dudley empezaría a ponerse nervioso si no volvía pronto. Venice Beach era donde los trabajadores temporales de otros mundos que se encontraban en L. A. vivían y pasaban el rato. La playa era gratuita, las tiendas eran baratas y los bares más baratos todavía. Siempre estaba llena de gente, incluso se podía decir que estaba de moda, aunque fuera de un modo un tanto hortera. Mellanie disfrutaba de la playa y le gustaba visitar los puestos en busca de toda su diversidad cultural y la basura de segunda mano que vendían. Incluso había visto unas cuantas copias burdas de sus propios diseños entre las camisetas, las gorras para el sol y las matrices de marcas pirateadas. Los tenderos gritaban en idiomas que ella no reconocía, vendiendo fruta y verduras que o bien eran alienígenas o estaban genéticamente modificadísimas.

Venice Beach, si bien no disfrutaba de la riqueza que prevalecía en el resto de Los Angeles, seguía siendo un sitio seguro. Siempre que se mantuviera cerca de los espacios públicos. Algunos de los clubes del paseo marítimo comenzaban a cobrar vida en ese momento, una vez que el sol se había escondido en el océano, y la música y las proyecciones holográficas se escapaban por sus puertas. Una pequeña parte de ella pensaba que ojalá volviera a casa con alguien como Adam Elvin. No era que necesitara un hombre, cualquier hombre. Pero Adam sería muchísimo más fácil de llevar que Dudley con sus inseguridades, paranoia y celos. Adam, imaginaba Mellanie, sería mucho más sereno y tranquilizador; alguien con quien podría hablar sobre todos sus problemas con el aviador estelar y la preocupación de verse expuestas. También tendría respuestas y soluciones, estrategias para enfrentarse a aquella situación.

Dudley estaba sentado en los escalones de piedra del edificio de apartamentos. Sonrió cuando la vio y se acercó a ella a toda prisa.

—He estado investigando un poco —dijo con impaciencia.

—Eso está bien —respondió Mellanie automáticamente. Los proyectores giratorios que surgían de los hologramas de los logotipos de las tiendas hacían revolverse gusanos de luz de color rosa y ámbar sobre la cara masculina. La joven frunció el ceño—. Dudley, ¿eso es un nuevo tatuaje CO?

El científico esbozó una gran sonrisa y se tocó la oreja.

—Sí. Me lo grabaron en uno de los salones que hay junto a la playa.

Mellanie acarició los remolinos rojos y dorados con los dedos y sus implantes y programas examinaron los circuitos orgánicos. El tatuaje CO era un refuerzo sensorial muy barato con funciones para TSI añadidas que aumentaba la comunicación de Dudley con la ciberesfera con toda una serie de programas personalizados. No había activos enterrados ni ningún código de cifrado en las rutinas de gestión. La piel de Bose ya estaba poniéndose roja alrededor de las elaboradas espirales, una infección que era señal segura de una aplicación no profesional.

—¿Era una marca verificada? ¿Viste el permiso antes de que te la aplicaran?

—¡Mellanie! Eres mi chica, no mi madre. En mis tiempos me puse más que suficientes tatuajes CO para saber lo que estoy haciendo.

—De acuerdo. —Mellanie empezó a subir las escaleras—. ¿Qué has estado investigando?

—Naves espaciales. —El muchacho le sonrió con todo el orgullo de un colegial a punto de entregar un trabajo con el que sabe que va a conseguir un sobresaliente.

—¿De qué tipo? —preguntó Mellanie.

Bose abrió la puerta del apartamento y le hizo un gesto para que entrara, pero no antes de echar una mirada furtiva por el rellano vacío.

—Augusta tiene varias fábricas en órbita que fabrican sistemas electrónicos y materiales exóticos para microge. Tienen naves espaciales y, lo que es más importante, remolcadores interorbitales.

—¿Ah, sí?

—Busqué las especificaciones e hice unos cuantos cálculos. Fue un gusto utilizar mi historial astronómico para algo práctico. Si alquilásemos uno de los remolcadores interorbitales y llenásemos los tanques colectivos a reacción, y no llevásemos más carga que nosotros, podría llevarnos al gigante de gas exterior del sistema Regulus.

—¿Y por qué querríamos ir allí? —preguntó ella. La pareja de al lado estaba gritándose otra vez. Por suerte, arriba reinaba el silencio.

—Ahí tiene que ser donde se encuentra el asteroide de Ozzie, con su habitat —dijo Dudley—. Un asteroide de ese tamaño es muy inusual. Confía en mí, es mucho más probable que sea una luna pequeña.

Mellanie estuvo a punto de soltarle una de sus habituales reprimendas, pero si lo dejaba en paz para que trabajase en alguna obsesión nueva, se reduciría la cantidad de tiempo que se pasaba preocupándose por lo qué estaría tramando su amante. Así que en su lugar dijo con voz cauta:

—No sé…

—Estoy convencido de que está en el sistema Regulus. Eso le proporcionaría un acceso fácil a Augusta, que es de donde deben proceder los sistemas de construcción. Todo el mundo supone automáticamente que el TEC y Augusta le pertenecen sólo a la dinastía Sheldon. Se olvidan de que Isaacs fue uno de los cofundadores, es dueño de la mitad.

—Supongo. Pero dudo que podamos permitirnos alquilar una nave espacial. Yo no tengo tanto dinero.

—La pagaría el programa de Miguel Ángel. Una vez que lleguemos al habitat, podríamos tener acceso al agujero de gusano de Isaacs. Podemos sacar de Elan a Morton y al motil.

Que es de lo que en realidad se trata, como Mellanie bien sabía. Desde que Dudley había oído hablar del extraño alienígena motil, lo consumía la idea de conocerlo. Mellanie agradecía que su amante despreciara a la Marina y no confiara en absoluto en el almirante Kime, de otro modo habría ido sin pensarlo a hablar con ellos para pedirles que recuperaran al motil.

—Tendría que ser una propuesta francamente buena para que nos den tanto dinero —dijo Mellanie—. Tendrías que estar muy seguro del rendimiento de la nave espacial.

—Y lo estoy. Podemos hacerlo. —Dudley se acarició la oreja—. Unas cuantas reformas más como ésta, algún que otro implante de habilidad y podré pilotarla yo mismo.

—De acuerdo. Si haces unos cuantos números, estudios muy detallados, Dudley, lo pensaré.

—¡Sí! —Se dio un puñetazo en la palma de la otra mano y esbozó una inmensa sonrisa—. Me pondré a ello de inmediato.

Mellanie se bajó los tirantes del vestidito corto y dejó que la prenda se deslizara hasta las antiguas tablas del suelo.

—No sabía que Ozzie era el dueño de la mitad del TEC.

—Oh, sí. —Dudley se la había quedado mirando como si jamás hubiera visto su cuerpo—. Fundaron juntos la compañía. Sheldon fue siempre el director, la mitad comercial de la sociedad. Así que es a él a quien el público y la prensa ven siempre haciendo declaraciones. Es una cosa de ésa de sociedades.

—Interesante. —La joven se desabrochó el sujetador.

Era la señal para que Dudley empezara a pelearse con su camiseta, intentando como un desesperado quitársela por la cabeza y liándose con ella con las prisas.

—Sabes, hace años que nadie le ve.

—¿A quién? ¿A Ozzie?

—Sí. Lo averigüé cuando estaba investigando esto. Tampoco es que sea tan extraño. Siempre está viajando por toda la Federación. Dicen que ha visitado cada planeta y que ha tenido un hijo en todos y cada uno.

Mellanie se quitó las bragas y entró en el baño. Abrió la ducha dando gracias porque el agua estaba más bien tibia.

—Si es tan importante, es raro que no haya dicho nada sobre los primos. Sabes, hubo mucha presión en el programa de Baron para que no se mencionara el habitat del asteroide. ¿Me pregunto qué le habrá pasado?

—Así es Ozzie, un chiflado. —Dudley estaba intentando quitarse los pantalones, pero tuvo que sujetarse al marco de la puerta para evitar caerse—. Me gustaría ser como él.

—Si es tan rebelde como todo el mundo dice, puede que nos deje usar su agujero de gusano de todos modos.

—Tendríamos que encontrarlo primero.

—Preguntaré por la oficina. Quizá alguien sepa dónde está.

Dudley consiguió quitarse por fin los pantalones y se dirigió a la ducha.

—Espera ahí —dijo Mellanie con aspereza. El muchacho se paró en seco en medio del pequeño baño.

La chica empezó a enjabonarse el cuerpo con el espeso gel.

—Mírame primero. Ya te diré yo cuándo puedes venir.

Dudley se mordió el labio inferior y gimoteó.

Nigel salió del agujero de gusano detrás de sus tres guardaespaldas. Era de día en el asteroide gigante y hueco de Ozzie y el cálido aire húmedo que lo envolvía portaba el dulce aroma de los capullos en flor. Un amplio toldo de lona se arqueaba sobre la salida, permitiendo que los visitantes se acostumbraran al extraño paisaje curvo a medida que iban saliendo. Al adelantarse se iba revelando ante sus ojos la caverna cilíndrica, dos grandes alas verdes que se alzaban a ambos lados e iban haciéndose más escarpadas hasta que comenzaban a arquearse sobre su cabeza. Una luz blanca y sofocante brillaba en el soporte del eje, su fulgor oscurecía el terreno que tenía Sheldon justo encima. Unas montañas altas, rocosas e impresionantes sobresalían del paisaje curvado por todos los ángulos que lo rodeaban, desorientadoras en su fantástica perspectiva. Esa vista, unida al campo de gravedad rotativo, producía una sensación momentánea de mareo que hizo que se le debilitaran las piernas. De hecho, uno de los guardaespaldas tropezó y cayó de rodillas. Sus compañeros lo levantaron, intentando no reírse.

—Por aquí —dijo Nigel, y bajó por el sendero de grava que se alejaba del acantilado donde estaba incrustada la salida. Unos pájaros cantaban no muy lejos de allí.

El interior era casi idéntico a lo que él recordaba. Eran los árboles los que habían cambiado, habían madurado y añadían su elegancia al panorama. Nigel prefería no pensar en cuántas décadas harían falta para producir semejante brecha entre sus últimos recuerdos y la actualidad; a juzgar por la altura y la densidad de los bosques, podría ser un siglo con toda facilidad.

Había varios robots jardineros muy ocupados en el césped, ocupándose de los rododendros y los bosquecillos de abedules plateados. No había señal alguna de que varios miles de personas hubieran pasado por allí como una marea desbocada, ni basura ni plantas pisoteadas.

Al final del sendero, el pequeño búngalo estaba igual que él lo recordaba. Había sólo una tumbona en el jardín, bajo una amplia haya roja, esperando el regreso de su dueño.

El icono de llamada de Daniel Alster surgió en la visión virtual de Nigel. Éste suspiró y abrió la conexión.

—Lo siento, señor —dijo Daniel—. Hay una novedad que pensé que debería conocer.

—Adelante —dijo Sheldon, sabía que sería importante. Confiaba en Daniel y sabía que su ayudante filtraba la mayor parte de los asuntos de la oficina política de la dinastía.

—Los Halgarth se acaban de poner en plan nuclear con los Burnelli en el comité.

Hmm. ¿Qué comité?

—Supervisión de Seguridad.

—¿En serio? —Como siempre, Daniel estaba en lo cierto. El Comité de Supervisión de Seguridad era por lo general inmune a las habituales maniobras políticas y demás riñas entre las facciones del Senado, y en esos momentos debería haber sido sacrosanto. Para que una disputa, se suponía que sin trascendencia, se desbordara en una de sus sesiones, tenía que ser algo muy grave—. ¿Qué ha ocurrido?

—Valetta Halgarth ha intentado sacar a Paula Myo de la Seguridad del Senado esta mañana.

A Nigel le picó la curiosidad de repente. La dinastía había estado en deuda con la investigadora en más de una ocasión; después de un caso, Nigel incluso le había dado las gracias en persona. Y no era que aquella mujer buscara a nadie por razones políticas. Él mismo había estado a punto de intervenir cuando la oficina política le dijo que Rafael Columbia había maquinado su despido de Inteligencia Naval, pero entonces había intervenido Gore y no había habido necesidad.

—¿Y qué ha hecho ahora para molestar a los Halgarth?

—No estamos seguros del todo, seguramente es un proceso en curso. A los Burnelli les preocupa que los Halgarth aumenten su base de poder dentro de la jerarquía de la Marina.

—No son los únicos. Continúa.

—La razón que dio Valetta es que Myo está interfiriendo en las operaciones de Inteligencia Naval. Al parecer, Myo le hizo una solicitud formal a su antigua oficina de París para que vigilen a Alessandra Baron.

—¿Qué cree Myo que ha hecho Baron?

—No lo sabemos.

—Supongo que para los Halgarth tampoco es relevante. Como bien dices, es una auténtica lucha de poder. Hablaré con Jessica, creo que tenemos que empezar a vigilar más de cerca a los Halgarth y sus planes para la Marina.

—Sí, señor.

La llamada terminó y Nigel se detuvo en seco para pensar en lo que le acababan de decir. Los guardaespaldas esperaron con gesto respetuoso. Si había una cosa que él sabía de Paula Myo era que era una mujer honesta; no haría vigilar a Baron por simples motivos políticos por mucho que insistieran los Burnelli. Y luego estaba el espeluznante asesinato de Thompson, que seguía sin resolverse. La reaparición del asesino en L.A. Galáctico era algo que nadie había explicado de modo satisfactorio. Estaba pasando algo a un nivel que afectaba a las dinastías y a las familias de los grandes y para gran disgusto suyo, él no sabía qué era. Cosa casi inaudita. Estiró la mano virtual y tocó el icono de Nelson.

—Tengo un trabajo de recogida de información para ti —le dijo al jefe de seguridad de la dinastía.

Nigel supo que el chalet estaba desierto incluso antes de cruzar el arco abierto de la entrada. Hay algo en una casa desocupada que apela directamente al subconsciente humano. No obstante, llamó a su amigo.

—Ozzie, ¿andas por ahí, tío? —dijo mientras entraba sin prisas en el salón.

Después de una exhaustiva investigación para localizar a Ozzie, Nelson no había llegado a ninguna parte. Toda una sorpresa en sí. Nigel se había estado preparando para la noticia de que Ozzie se había instalado en uno de los 23 Mundos Perdidos. Pero no, el último rastro que pudo encontrar el departamento de Nelson fue un billete a Silvergalde. Un equipo de agentes de seguridad de la dinastía había caído sobre Lyddington para averiguar lo que pudiesen. El número de refugiados que llegaban en masa a Silvergalde creyendo que los silfen defenderían su mundo de los primos había sumido la ciudad en el caos. Y no había archivos electrónicos que revisar. Lo que sólo dejaba el dinero y el alcohol para soltar las lenguas y las memorias poco fiables. Ozzie había pasado por la ciudad, el propietario de un establo afirmaba haberle vendido un caballo y un lontrus. No se había quedado mucho tiempo. Un tabernero había dicho que se había puesto en camino para recorrer los senderos más profundos de los silfen, que comenzaban en el bosque. Y desde luego, en Lyddington nadie lo había visto regresar.

Para lo que eran las leyendas de Ozzie, era creíble, con todo su misticismo y épica correspondientes. Pero Nigel no estaba tan seguro. Ozzie había fingido desinterés por la barrera de Dyson Alfa, pero esas eran las habituales chorradas de Ozzie. Nigel lo había comprobado, era la única vez que Ozzie había aparecido en una reunión del Consejo del ExoProtectorado. Desde luego que su amigo sentía interés, los Grandes Cacharros Absurdos, como él los llamaba, eran los enigmas que más le gustaban a Ozzie, sobre todos si eran alienígenas. Que luego se desvaneciera en un bosque lleno de elfos ya era más difícil de entender.

Los implantes de Nigel notaron que se activaban varias matrices en el salón. Enfrente de él, un portal holográfico proyectó una imagen a tamaño natural de Ozzie vestido con una andrajosa camiseta amarilla y unos pantalones cortos arrugados; por los ojos llorosos parecía que acababa de despertarse con una buena resaca.

—Qué hay, Nigel —dijo la imagen—. Siento que estés aquí. Supongo que debo de llevar fuera bastante tiempo y has empezado a preocuparte. Bueno, ésta es una grabación que he hecho para tranquilizarte, estoy bien. Me encanta la idea de que construyas una nave estelar, tío, va a ser una pasada. Eh, apuesto a que al final terminas yendo tú también, ya encontrarás alguna excusa.

—Te equivocas —le susurró Nigel a la imagen de su amigo.

—Yo he preferido ir por el otro lado para averiguar qué hay ahí. Bueno, ya me conoces. Todo ese asunto de la esfera Dyson es muy raro, ¿sabes? Y los silfen tienen que saber algo sobre el tema. Nunca me he tragado toda esa mierda del gurú místico. Son listos y llevan mucho tiempo por estos pagos. Así que voy a explorar yo mismo un poquito. Voy a rastrear esos senderos que tienen y voy a averiguar qué hay en el centro de sus bosques. Apuesto a que es algo parecido a nuestra pequeña, ladina y rápida IS. Con un poco de suerte, podrá darme algunas respuestas. Así que tú no te preocupes por mí, y ya te veré cuando vuelva. Lo siento otra vez si me necesitabas para que resolviera el gran problema, como en los viejos tiempos. Buen rollo, tío.

La imagen se desconectó.

—Oh, mierda, Ozzie —dijo Nigel con voz dolorida—. Serás capullo.

Paula echó una breve mirada por aquel despacho grande y opulento; por lo que veía, no había cambiado nada. Cada uno de los grandes muebles marrones y dorados estaba donde ella recordaba. Hasta los ayudantes eran los mismos. Lo que hacía mucho más extraño que fuera Justine la que se sentaba tras el gran escritorio, enmarcada por una ventana que se asomaba al horizonte de Washington.

—Gracias por encontrar un momento para verme —dijo Paula cuando la senadora se levantó para saludarla. Había algo en los movimientos de Justine que hizo que Paula la estudiara un poco más de lo que dictaba la pura cortesía.

—No hay problema. Apuesto a que al subir le han dedicado unas cuantas miradas.

—Algunas —admitió Paula.

Se sentaron en uno de los grandes sofás de cuero. Un ayudante ya había colocado un juego de café de plata para que se sirvieran. Justine sirvió una taza de oro jamaicano no modificado para Paula. Ella sólo bebía agua.

—Su padre ha descubierto una gran cantidad de irregularidades financieras en las cuentas de Bromley, Waterford y Granku. La empresa parece ser un punto de distribución para cierto número de individuos y organizaciones que no tienen ninguna existencia verificable. Buena parte del dinero llega a través de varias cuentas de clientes que no figuran en ningún sitio y se desvanecen de inmediato. También parece haber un número parecido de actividades ilegítimas en el Denman de Manhattan, que gestiona las cuentas de Bromley, Waterford y Granku.

—Excelente. Ese tipo de cosas a Gore le resultan muy fáciles, ya las estaba haciendo incluso antes de que yo naciera, por el amor de Dios. ¿Y cuál será su próximo movimiento?

—Nuestro análisis preliminar es que Bromley, Waterford y Granku actuaba como centro de distribución financiero para la red de agentes del aviador estelar. Saben que el bufete ha quedado comprometido, por supuesto, por eso han desaparecido Seaton, Daltra y Pomanskie. La financiación de la red se habrá trasladado a otro centro de distribución. Sin embargo, Gore va a informar a la Junta Directiva de Regulación financiera, al parecer tiene muchos contactos allí. La Junta Directiva someterá tanto a Bromley, Waterford y Granku como al banco Denman de Manhattan a una auditoria contable forense. Será bastante más rigurosa que cualquier cosa que pueda llevar a cabo la Seguridad del Senado. Existe la posibilidad de que puedan identificar tanto la fuente de todo ese dinero oscuro como a algunos de los escurridizos individuos hacia los que se canalizó. Será difícil, quien quiera que organizó esto sabía lo que estaba haciendo y por supuesto, las cuentas de un solo uso siguen siendo la plaga de los cuerpos de seguridad del estado.

—Estoy segura de que han cerrado Bromley, Waterford y Granku pero conozco a la JDRF, les llevará meses, si no años, completar la investigación.

—Soy de la misma opinión —dijo Paula—. Pero ese aspecto de la investigación puede que muy pronto sea irrelevante, que es por lo que he venido en persona.

—¿No se fía de las llamadas cifradas?

—Estaba en la Costa Este de todos modos para ver a su padre y esto es muy importante. Wilson Kime se ha puesto en contacto conmigo. Me ha pedido que acuda al Ángel Supremo para revisar cierta información. Su mensaje era muy corto, pero parece que ha descubierto algún tipo de anormalidad durante la misión del Segunda Oportunidad.

—Caray, eso sí que es una sorpresa —murmuró Justine.

—Exacto. Convencer a Wilson Kime de que está pasando algo bien podría ser un punto de inflexión para nosotros. En cuyo caso, tendríamos que saber hasta qué punto es fuerte el apoyo político con el que contamos. ¿Está haciendo algún progreso?

—Más del que esperaba. Ya puedo vencer en la votación que se haga contra usted en el Comité cuando Valetta Halgarth la vuelva a meter en el orden del día. Pero una votación en el Senado es otra historia. Si vamos a lanzar una investigación oficial sobre el aviador estelar, tengo que tener pruebas muy sólidas no sólo de que existe, sino de que está haciendo exactamente lo que afirman los Guardianes y que está manipulando a los políticos humanos. Y las dos sabemos que a mis compañeros del Senado no les hará mucha gracia esa alegación, sobre todo a los Halgarth.

—¿Qué hay de los Sheldon?

—No he determinado sus intenciones todavía, lo siento.

—Me gustaría sugerir una estrategia —dijo Paula con cautela. Era una idea que Gore y ella habían comentado en su reunión. No era el tipo de táctica que aprobara la investigadora, maniobrar para poner a alguien en una situación precaria. Sobre todo, dado lo que sospechaba sobre el actual estado de la senadora. Pero eran tiempos inusuales, reflexionó Paula, y no era nada ilegal por su parte, que era la única línea que ella jamás cruzaría, ni siquiera para desafiar al aviador estelar. Aunque en los últimos tiempos se ha convertido en una línea muy borrosa—. Según los Guardianes, el aviador estelar regresará a Tierra Lejana cuando la Federación haya quedado destruida.

—No lo sabía.

—Lo han mencionado en varios de sus escopetazos. A lo largo de las décadas he estudiado sus contenidos de forma detenida y Johansson parece bastante convencido de ello. De hecho, sospecho que tiene mucho que ver con el inusual equipo que han estado intentando introducir en Tierra Lejana en los últimos tiempos.

—De acuerdo, así que quiere volver a Tierra Lejana. ¿Y cómo nos ayuda eso?

—Todo esa conexión doble de agujeros de gusano tan sofisticada con Tierra Lejana está subvencionada por la Federación con una inmensa cantidad de dinero. Usted debería sugerir que se retirara la financiación, con lo que en realidad se cerrarían los agujeros de gusano y se evitaría que el aviador estelar regresara.

Uau. —Justine le dedicó una sonrisa traviesa a su vaso—. Eso va a molestar a mucha gente.

—Ésa es la idea, sobre todo a los Halgarth y a los Sheldon. Su reacción sería muy indicativa. No cabe duda de que nos mostraría a sus aliados políticos.

—Es posible que pueda incluirlo como condición de la ley de financiación de la Marina que se va a discutir la semana que viene. Está justificada ya que desviaría dinero de Tierra Lejana hacia la Marina. Déjeme hablar con Crispin; siempre ha estado en contra de darle subvenciones a Tierra Lejana.

—Gracias. Debería añadir que quizá haya un riesgo considerable para su persona. A su hermano Thompson lo mataron porque interfirió con las disposiciones de transporte para viajar a Tierra Lejana. Quizá quiera plantearse pedirle al senador Goldreich que proponga la condición por usted, dado su… estado. —No pudo evitar el leve sonrojo que invadió sus mejillas, aunque sostuvo la mirada de Justine con firmeza.

—¿Y qué estado es ése?

—Creo que está embarazada, senadora. Hay ciertas señales que la delatan. Y me dijo que le iba a dar a Kazimir el único regalo que todavía estaba en su mano concederle. Supongo que ésa fue la auténtica razón para que se trasladara el cuerpo a la clínica que tiene su familia en Nueva York.

Justine bajó la cabeza.

—Sí. Tiene razón en todo. Si pudiera evitar divulgarlo, por favor.

—Por supuesto, senadora. Pero el riesgo… Lo cierto es que se convertiría en el cebo.

—Supongo que mi padre y usted lo han tomado en cuenta.

—Su seguridad personal se optimizaría e instalaría antes de que se hiciese la propuesta sobre Tierra Lejana. La Seguridad del Senado tiene a varios operativos con armas conectadas, personas capaces de enfrentarse al asesino del aviador estelar.

—Un paseo por el parque, entonces.

—En absoluto.

—Programaré una cita con Crispin. Ya puede empezar a optimizar mi seguridad.

—Gracias, senadora.

Justine se quedó sentada en el sofá un buen rato después de que se fuera la investigadora. La perspectiva de que Kime pudiera llegar a aceptar la existencia del aviador estelar era un avance extraordinario. Aunque cuanto más se planteaba las implicaciones, más se preocupaba. En ese momento ella era la única en el Senado que defendía esa creencia, lo que la convertía en alguien extremadamente vulnerable. Al introducir la perspectiva de que el aviador estelar era un ente real, se expondría a la destrucción política por parte de los Halgarth, quizá en conjunción con los Sheldon. Necesitaban una prueba innegable antes de hacerlo público.

Claro que ése ha sido siempre el problema.

El icono que representaba el código que le había enviado Kazimir al morir seguía siendo un refulgente punto azur en el borde de su visión virtual. Una tentación constante. Estiró el dedo virtual y lo tocó. Echó la culpa a las hormonas.

Como le correspondía al líder del Comité Ejecutivo Africano, el despacho de Ramon D.B. era en realidad más grande que el de Thompson. En las paredes había colgadas pieles y escudos antiguos y, varios retratos holográficos mostraban paisajes inmensos de todos los mundos africanos. Justo en el medio, la imagen más grande mostraba una vista panorámica del Kilimanjaro, tomada un siglo atrás, cuando los glaciares de la cima habían vuelto a expandirse y le habían devuelto a la colosal montaña toda su antigua gloria. A su lado había una foto más pequeña con Ramon en la cima del volcán, vestido con gruesas ropas termales de montaña, de pie junto al borde del glaciar y sonriéndole con orgullo a la cámara.

Justine ladeó la cabeza para mirarla.

—Sabes, habría jurado que yo estaba justo a tu lado cuando sacaron esa foto. Qué extraño, debiste de volver a subir allí arriba sin mí. Y además con la misma ropa.

—Yo… eh… Esto es un despacho político —dijo el senador con tono avergonzado—. Todo lo que hay aquí tiene que simbolizar a mi distrito electoral, a los que represento, los que necesitan mi ayuda.

—¿Y qué podría ser más simbólico que el hecho de tomar una esposa blanca? Una unión entre dos culturas y dos razas. La construcción de un puente. Una asociación de cariño. Una prueba fehaciente de que todos estamos por encima de los conflictos del pasado. Que hemos creado una Federación en la que reina la igualdad y la justicia. Una Federación en la que el color de la piel sencillamente no…

—¡Está bien, está bien! Entendido. Por Dios bendito, mujer.

—¿Entonces volverás a cambiarla? Así impedirás que yo siga siendo una nopersona. —Justine consiguió de algún modo no echarse a reír allí mismo. No era nada fácil, Ramon parecía muy culpable y ello hacía salir su aspecto vulnerable que ella tanto adoraba. Siempre se había divertido metiéndose con Rammy.

—Estudiaré la propuesta, desde luego —dijo el senador con dignidad fingida.

—Vaya, gracias, senador. Puede contar usted con mi voto.

—¿Había alguna razón para que te acercaras aquí, aparte de para meterte conmigo?

El buen humor se desvaneció de la cara femenina.

—Sí, necesito consejo y es importante.

—¿Y acudes a mí? Me siento halagado. ¿Y ese consejo tan importante es por una cuestión política, o personal? Sé que no puede ser por una cuestión corporativa, todavía recuerdo la opinión que le merecía a Gore mi ideología. ¿Qué era lo que me llamaba?

—Un intolerante rojillo y protestón que no tiene ni idea de cómo funciona el mundo real, seguramente es lo único que puedo repetir en un despacho tan simbólico como éste.

Ramon se echó a reír y la besó en la mejilla. A Justine le inquietó lo fría que tenía la piel, la ligera capa de sudor que le cubría la frente.

—Así que no hace falta que te preocupes, es un consejo político lo que persigo, sin duda —dijo mientras se sentaban en un largo banco de teca en el que habían tallado figuras de antílopes. Sintió que se le volvía a revolver el estómago y apretó la garganta. No pudo hacer nada por evitar el escalofrío que le recorrió el cuerpo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Ramon y su rostro se crispó en una mueca de auténtica preocupación.

—En mejor forma que tú. —Justine le dedicó una débil sonrisa—. Mucho mejor.

—Después se llevó la mano a la boca cuando su estómago volvió a amotinarse.

Ramon la estudiaba con atención y se inclinó un poco más hacia ella como si no pudiera creerse lo que estaba viendo.

—Dios bendito, estás embarazada.

—Sí.

—Yo… Es… Felicidades.

—Gracias, Rammy. —A la senadora le preocupó estar a punto de echarse a llorar. Malditas hormonas.

—Estás embarazada de verdad. Ese hombre tiene que ser algo muy especial. Eso no lo hiciste ni siquiera por mí. Nuestro hijo se gestó en un tanque matriz.

Justine no pudo evitarlo. Las lágrimas le salieron a raudales.

—Está muerto —sollozó—. Muerto de verdad, Rammy. Y es todo culpa mía.

—¿Muerto? —Los brazos masculinos la habían rodeado y ella se había deslizado en la misma vieja y cómoda postura de siempre, con la cabeza apoyada en el hombro de su ex y la mejilla apretada contra su cuello—. ¿Estás hablando de ese chico de L.A. Galáctico? —le preguntó él.

—Sí.

—Así que así es como te estás castigando.

—No. Este bebé es nuestro y quiero que esté a salvo. De este modo puedo estar segura.

—Te conozco —dijo Ramon con tono tranquilizador—. Ésta es la penitencia que te has impuesto.

—Quizá. No lo sé.

—Debía de ser alguien muy especial.

—Lo era. Y yo fui una estúpida al implicarme tanto. —Se apartó un poco, sorbió por la nariz y se limpió los ojos con las manos—. Es todo tan complicado, maldita sea.

—Era un hombre joven con una causa en la que creía. Eso es algo que envidiamos todos los mayores de cien años. Puede que con el rejuvenecimiento podamos comprar cuerpos jóvenes, pero la integridad y la intensidad de la juventud, eso no es más que un recuerdo que se desvanece.

—Tú no lo entiendes. El aviador estelar lo mató de verdad.

Ramon se irguió un poco y le lanzó una mirada penetrante.

—No lo dices en serio.

—Pues sí. Y por eso estoy aquí. Algunos estamos convencidos de que existe de verdad, que los Guardianes tienen razón.

—Oh, Justine, no. No debes hacerte esto. No es más que una reacción ante la pérdida, como el embarazo. Quieres creer en lo que él creía.

—No soy sólo yo, Rammy. Somos muchos los que compartimos la misma opinión, y está a punto de unirse a nosotros un jugador muy importante.

—Deberías discutir esto con tu padre. No tardará en cortar por lo sano todas esas chorradas. Es lo que mejor hace.

—Gore creyó en ello antes que yo.

—¿Gore cree en esto?

—Sí.

—Dios bendito. ¿Entonces es sobre eso sobre lo que necesitabas consejo?

—Por supuesto. Dime, ¿cómo puedo introducir la noción en el Senado, como les digo que algunos de sus propios miembros son traidores a la especie humana?

Ramon se arrellanó en el asiento y una sonrisa lenta y divertida comenzó a extenderse por su cara.

—Con cuidado. Con mucho, mucho cuidado. ¿Así que eso es el auténtico asunto que rodea a Paula Myo? La lucha que hay entre tú y los Halgarth.

—Sí.

—Ya veo. ¿Vas a compartir alguna prueba conmigo?

—Buena parte es circunstancial. Tienes que ser el blanco para apreciarla como se merece. —Justine se dio cuenta de lo débil que parecía al decirlo—. Debería tener una prueba definitiva dentro de un par de días. Por eso estoy preparando ahora el terreno.

—Acusaron a Doi de ser una agente del aviador estelar. La propia presidenta.

—No lo es. —Justine recordó la conversación que acababa de tener con Bradley Johansson—. Eso formaba parte de una campaña de desinformación para desacreditar a los Guardianes.

Ramon hizo chasquear los dedos.

—Tu interés por revisar el fin de semana del Bosque de la Sorbona. Eso también forma parte de todo esto.

—Nos estaban manipulando.

—Preparándonos para la guerra. Sí, ya me doy cuenta. Como afirman los Guardianes.

—Lo dices con tanto escepticismo…

—¿Y tú seguiste a ciegas las creencias de tu padre?

—No —admitió la senadora.

—Entonces ten la amabilidad de permitir que juzgue los hechos por mí mismo. Y hasta ahora no me has proporcionado ninguno.

—Si lo hago, si te enseño pruebas irrefutables, ¿me ayudarás en el Senado?

—Justine. La más querida de todas mis esposas. Odio verte sufrir así. Primero la conmoción por lo de Thompson. Ahora la sensación de culpabilidad por la muerte de tu amante. Estabas allí y crees que eres la responsable.

—Es que soy la responsable.

—Todo esto te deja emocionalmente vulnerable. En esos momentos te aferras a las esperanzas más descabelladas de redención. Las personas como los Guardianes saben cómo explotar esos momentos. Las sectas han refinado sus operaciones de reclutamiento a lo largo de los siglos hasta que se han convertido en maestros a la hora de obtener devoción y dinero de sus afectados seguidores a cambio de su propia visión de la salvación.

—Bueno, pues muchas gracias, cariño. Jamás habría sido capaz de averiguar eso yo sola. —La senadora le lanzó una mirada exasperada—. Rammy, yo ya estaba esquivando cazafortunas e inversores estafadores antes de que tus bisabuelos se hubieran conocido siquiera. Aquí no hay dinero. No es ninguna estafa. No se trata de una religión retorcida. Ésta es la amenaza más peligrosa a la que la humanidad se haya enfrentado jamás, y también la más esquiva.

—Jamás podía resistirme cuando te enfadabas conmigo.

—¡Déjalo ya!

El senador hizo un puchero.

—Rammy, me da igual si crees que me he vuelto loca de pena. —Se deslizó la mano por el vientre—. Dado mi estado, es perfectamente disculpable. Lo menos que podrías hacer es complacerme. Será una buena terapia. Querrás que me recupere, ¿no?

—Eres una mujer diabólica. Contigo no puedo ganar nunca, ¿verdad?

—El matrimonio fue tu victoria. La mayor del mundo.

Agghh, cómo te odio.

—Rammy, concéntrate, por favor. Si existe esa prueba, ¿me ayudarás?

—Tendría que verla antes de plantearme siquiera responder a esa pregunta. Y Justine, tendría que ser una prueba definitiva. Necesito ver a ese tal aviador estelar dejando preñada a la hija ilegítima menor de edad del Papa; tengo que verlos con las manos en la masa en archivos TSI. No me sirve nada más. E incluso en ese caso, no garantizo nada.

Justine le sonrió con ganas.

—¿Es que también es rubia y alta?

—¡Mujer malvada! —El senador volvió a abrazarla con suavidad—. Y ahora quiero que me prometas algo.

—¿Qué?

—Si no aparece la prueba, verás a alguien que te pueda ayudar con el dolor.

—Estás de broma. ¿A un loquero? ¿Yo?

La mirada masculina no vaciló.

—Es una promesa muy fácil, ¿no? Sabes que tienes razón, por tanto no tendrás que ir nunca.

—Te he enseñado bien, ¿verdad?

Ramon se encogió de hombros con modestia.

—¿Me das tu palabra?

—Te doy mi palabra.

—Gracias. —Se inclinó hacia delante y le dio un beso a su ex en la frente—. Y si necesitas a alguien en el parto…

—Oh, Rammy. —Las lágrimas amenazaban con reaparecer—. No podría ser nadie más.

Justine acababa de llegar a los ascensores del extremo de la larga ala este del Senado cuando se disparó la alarma. Se dio la vuelta y vio las puertas que se abrían por todo el amplio pasillo y empleados que miraban a su alrededor con expresiones de perplejidad. Una luz estroboscópica brillante de color naranja destellaba sobre la puerta del conjunto de oficinas de Ramon D.B.

—No —dijo por lo bajo. La conmoción le paralizó los músculos, no podía moverse. ¡Es él! El asesino. Está aquí.

—Llamada de prioridad del senador Ramon D.B. —le dijo su mayordomo electrónico.

—Autorizada —jadeó entre los músculos que le atenazaban la garganta.

—Justine.

—¡Rammy! Rammy, ¿qué te pasa?

—Oh, mierda, cómo duele.

—¿Qué es lo que te duele? ¿Te ha disparado?

—¿Disparado? Es el pecho. Dios bendito. Me he dado un golpe en la cabeza al caer. Veo sangre.

—¿El pecho?

—Sí. Mitchan está intentando que beba un poco de agua. Maldito idiota.

—Déjalo que te ayude.

—Como empiece a sacar paletas desfibriladoras, no pienso dejarlo.

Justine echó a correr abriéndose paso entre el interminable número de personas que había empezado a inundar el pasillo. Estaba a medio camino cuando salieron tres enfermeros de los ascensores de carga y les gritaron a todos que se quitaran de en medio, un carro de emergencias automatizado los seguía a toda velocidad seguido por dos robots enfermeros.

—El equipo de urgencias está aquí, Rammy. Ya llegan.

—Ah, bien, al fin unas drogas decentes.

—¿Cómo te has permitido llegar hasta este extremo? Te lo dije, te advertí que vigilaras la dieta. ¿Por qué no me escuchas jamás?

—Siempre regañando, siempre regañando. No es para tanto. Al menos me acordé de hacer una copia de mi célula de memoria esta mañana.

Los enfermeros atravesaron a toda prisa la puerta que llevaba a las oficinas de Ramon. Justine los siguió corriendo por las antesalas donde los temerosos ayudantes subalternos y los internos esperaban paralizados ante las puertas con los rostros descompuestos por expresiones de miedo.

Ramon estaba en el suelo, delante del banco de teca que acababan de abandonar. Se había golpeado la cabeza contra el brazo del banco al caer. La sangre de una pequeña brecha que se había hecho debajo del ojo empapaba la alfombra. Mitchan, su ayudante jefe, estaba arrodillado a su lado, con los ojos bañados en lágrimas de preocupación. Alguien había volcado un vaso y el agua diluía la mancha de sangre.

Uno de los enfermeros apartó al ayudante de un empujón. Aflojaron las túnicas de Ramon y empezaron a aplicar módulos de plástico a su piel. Los robots enfermeros desplegaron unos brazos pequeños y empezaron a conectar boquillas y a clavar agujas en el cuerpo de Ramon.

Justine permaneció detrás del carro de emergencias, haciendo todo lo posible por no parecer inquieta. Se daba cuenta de lo difícil que le resultaba respirar a su ex. Cada vez que se le alzaba el pecho con una pequeña vibración, Ramon hacía una mueca. Por la mejilla le resbalaba un rastro de baba llena de burbujas. Los ojos de los dos se encontraron.

—Toniea Gall se hará cargo de la presidencia del Comité Ejecutivo Africano —resolló con tono dolorido Ramon.

—No hable, senador —dijo una de las enfermeras, y le cubrió la cara con una mascarilla de oxígeno. Ramon la apartó—. Ten cuidado con ella —dijo clavando los ojos en Justine.

Le volvieron a poner la mascarilla de oxígeno con gesto insistente. La enfermera le contuvo las manos para que no se la quitara.

—Senador, ha tenido usted otro ataque al corazón.

—¡Otro! —chilló Justine. Estaba furiosa con él, y muerta de miedo.

Ramon le lanzó una mirada pesarosa por encima de la mascarilla.

—Vamos a sedarlo, senador —dijo la enfermera—. Esta vez tendrá que someterse al proceso de rejuvenecimiento. Su corazón ya no puede seguir sosteniéndolo. Ya se lo han dicho sus médicos.

Apareció un texto en la visión virtual de Justine.

«Gall no es ninguna aliada. En tu caso, no. Quiere la Presidencia. No se implicará en ninguna controversia, no a esta escala.»

—Lo entiendo —dijo Justine en voz baja.

«Lo siento Justine. Te habría ayudado, ya lo sabes. Ve a ver a Crispin, pero ten cuidado, es perro viejo y muy astuto.»

—Sí. Lo tendré, Rammy.

Uno de los robots enfermeros deslizó una aguja por la arteria carótida del senador y éste parpadeó a toda prisa.

«Ven a visitarme cuando vuelva a ser joven.»

—Todos los días, te lo prometo.

«Genial. Así me ahorraré una fortuna en Mundos Silenciosos

Justine se echó a reír mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Ramon le lanzó a su despacho una última mirada perpleja y cerró los ojos.

«Nos vemos en dieciocho meses.»

Se pasó un día y medio infiltrándose en las matrices del enorme bloque de apartamentos de Park Avenue. Él solo jamás lo habría conseguido, tuvo que utilizar a varios cohortes que eran más hábiles en la manipulación de sistemas electrónicos humanos. Lo cierto era que los humanos ricos se tomaban su seguridad muy en serio y utilizaban las matrices más avanzadas y sofisticadas para protegerse.

Con los datos falsos en su lugar, llegó en taxi al bloque. Ante la amplia entrada, con su toldo con forma de gaviota, había dos porteros que vestían los uniformes tradicionales de largas levitas con botones de latón y guantes blancos metidos en las charreteras. Lo saludaron cuando atravesó la puerta giratoria que daba al inmenso vestíbulo de estilo art decó. El conserje de rostro severo que había tras el mostrador de recepción curvo no era tan tolerante. Tuvo que decirle a aquel hombre su identidad actual y a quien se suponía que estaba visitando, datos que fueron comprobados en la lista de ese día. Una vez confirmada la legitimidad de la visita, el conserje se permitió esbozar una breve sonrisa antes de acompañarlo a uno de los ascensores.

Una vez que se cerraron las puertas incrustadas de espejos, colocó de inmediato la mano en el punto-i y cambió las instrucciones del ascensor, que lo llevó hasta el piso cuarenta.

La puerta del apartamento de la senadora Justine Burnelli había sido la que más dificultades había presentado para que se infiltraran sus cohortes. La familia de la senadora, una de las grandes, había instalado sus propios sistemas en el apartamento, que eran incluso más seguros que los del edificio. Se colocó delante y esperó con paciencia a que el sensor lo examinase. La puerta emitió un chasquido y se abrió.

Vagó por las inmensas habitaciones con su horda de muebles y arte digna de cualquier museo. Mientras estaba en el oscuro comedor, con su mesa de caoba de quinientos años, las doncellas robot empezaron su rutina diaria de limpieza. Docenas de ellas salieron de sus nichos del lavadero, justo al lado de la cocina, y comenzaron a pasar la aspiradora, pulir y sanear. Hicieron caso omiso de él y se movieron a su alrededor mientras él continuaba con su inspección. No había personal humano en la casa para supervisarlas; la senadora siempre se los traía con ella de la mansión rural que tenía su familia en el condado de Rye. Justine Burnelli pasaba con frecuencia la noche allí sola.

Cuando regresara, habría varios guardaespaldas con ella, o bien de la Familia o de la Seguridad del Senado. Estarían vigilando en busca de cualquier amenaza externa. El sólo tenía que esperar hasta que se hubieran instalado todos para pasar la noche.

Al final se decidió por el propio dormitorio de la senadora, sería el mejor lugar para esperarla. Se sentó sobre la cama para comenzar su vigilia.

Llevaba esperando más de veinticuatro horas cuando la matriz de gestión del apartamento recibió una orden cifrada de la senadora para que le permitiera el acceso a un equipo de apoyo técnico de la Seguridad del Senado. Llegaron dos horas más tarde, tres técnicos con un par de maletines cada uno que estaban llenos de equipo de seguridad adicional. Los observó a través de los sensores del edificio mientras aparcaban en el garaje subterráneo y luego cogían el ascensor de servicio.

Cuando subieron al piso cuarenta, él entró en la cocina. La nevera estaba empotrada en la pared, un armario de metal de dos metros de altura con puertas dobles. Las abrió y sacó con rapidez toda la comida y después quitó los estantes, que apoyó en un lado. Los paquetes de comida quedaron apilados todos juntos en el fondo. Incluso entonces, había espacio más que suficiente para albergarlo a él. Activó su campo de fuerza al nivel más bajo para mantener su temperatura corporal y después se sentó sobre la pila de comida y cerró las puertas tras él.

Oyó que el equipo entraba en el apartamento con los maletines rodando tras ellos.

—Dios, mira qué sitio —dijo uno—. Es como lo que tendría alguien de la antigua realeza.

—Fíjate qué vistas.

—Joder, tío, yo ni siquiera puedo permitirme un TSI de nada parecido.

—Putos ricos, son todos iguales.

—Venga, tíos, estamos aquí para hacer un trabajo, vale. Menos superioridad moral y más trabajo.

—Hablas igual que uno de ellos.

—Uno de sus ayudantes, más bien. Los senadores que yo he conocido en realidad no están tan mal.

—A mí me ponen enfermo. ¿Sabes que Piallani se cepilla a cuatro chicas a la semana? Fulanas con unas perversiones perfiladas rarísimas, la tía se las trae de la fase tres. Incluso las pone en su agenda como gastos de entretenimiento. Y es el contribuyente el que paga la factura.

—¿Estás de broma?

—Los santurrones son los peores. ¿Has visto el modo que tiene Danwal de tratar a su personal?

El equipo se internó todavía más en el apartamento para hacer las valoraciones y elaborar un programa de instalación. Les llevó siete horas reforzar la seguridad del apartamento. Se alinearon varias matrices más con las ya existentes y se conectaron sensores suplementarios a la red del apartamento. También se modernizaron los programas. Dos de los miembros del equipo utilizaron el dispensador de bebidas frías de la nevera mientras trabajaban en la cocina. Por fortuna, la boquilla estaba montada en el exterior. No pudo utilizar sus sensores activos para determinar la naturaleza específica del equipo que habían instalado pero oyó lo suficiente como para entender los parámetros básicos del sistema. Cualquiera que utilizara los ascensores sufriría un escrutinio inmediato de sus archivos de datos por parte de la Seguridad del Senado. Examinarían incluso a los pájaros que pasaban volando por el exterior. Hasta a los invitados se les observaría de forma constante mientras se movían por el interior del apartamento.

Los nuevos escáneres eran todos modelos activos, sólo el armazón de metal de la nevera lo protegía de ellos. Si salía de allí, la alarma saltaría de inmediato. No podía ponerse en contacto con un nodo de la ciberesfera para decirles a sus cohortes lo que había pasado, el sistema detectaría la emisión y los programas nuevos enviarían cualquier llamada a través de la IR de la Seguridad del Senado.

Todo lo que podía hacer era quedarse en la nevera. No le importaba, estaba donde debía y oculto, y tenía comida para varios días. La persona que antes era Bruce McFoster se acomodó para esperar a su objetivo.

Esa mañana, la mayor parte de los programas de noticias hablaban del senador Ramon D.B., que había ido a someterse de forma inesperada a un tratamiento de rejuvenecimiento. Alic Hogan puso a Alessandra Baron en una de las pantallas de su escritorio y dejó el sonido bajo. La periodista tenía en su estudio a tres analistas de Washington que habían ido a hablar de las implicaciones políticas. Se mostraban reservados, con el senado más o menos unificado en su respuesta a la amenaza prima, las políticas sociales y económicas habían quedado, por lo general, más relegadas. La especulación principal giraba en torno a la persona que asumiría el liderato del Comité Ejecutivo Africano. Toniea Gall era con toda claridad, la favorita, aunque la dinastía Mándela todavía no había salido en su favor de forma pública.

Tarlo llamó a la puerta y entró directamente.

—Algo que quizá quiera oír, jefe.

—Gracias —dijo Hogan. Su mayordomo electrónico le quitó el sonido a Alessandra Baron. Desde que la Seguridad del Senado había enviado la solicitud de observación, Alic acostumbraba a acceder a sus programas cuando estaba en antena. Por qué quería Paula Myo que la vigilaran era algo que todavía no había desentrañado. El programa de Baron era en realidad bastante bueno, con reportajes de investigación de primera línea además de los cotilleos habituales de sociedad, y era obvio que la periodista tenía contactos políticos de muy alto nivel. Sus investigadores eran tan tenaces como cualquier detective de la policía cuando captaban algún tufillo a escándalo o chanchullos financieros. Todo lo cual a él no le daba motivos para esa misión de vigilancia. A pesar de contar con la confianza del almirante, que había despotricado contra la solicitud diciendo que era una provocación deliberada inspirada por los Burnelli, Alic no terminaba de verlo claro. Paula Myo no era la clase de persona que actuaba con malicia. Ésa era una de las razones por las que había mantenido la operación de vigilancia en marcha. A pesar de toda la suciedad de la política, al final quizá hubiera algún resultado y si era así, él quería que la oficina de París compartiera el mérito. Si resultaba que era una pista falsa, a él no podían echarle la culpa por asignar los recursos.

Tarlo se sentó delante del escritorio con una amplia sonrisa en su bronceada cara.

—La orden para Shaw-Hemmings ha dado un resultado. Esta vez puede que tengamos una pista más sólida. El dinero procedía de bonos gubernamentales de la RDNA, que son como billetes de un millón de dólares; puedes llevarlos a cualquier parte, pero necesitas un código de autorización para poder amortizarlos. Se entregaron en mano en las oficinas de la compañía financiera de Tolaka. Según sus archivos, el código de autorización se descargó después en el despacho del director.

—No sabía que la gente todavía usaba métodos así.

—Jefe, la industria financiera tiene más formas clandestinas de mover el dinero que cualquier traficante de armas.

—¿Y por qué no utilizar una cuenta de un solo uso?

—Están en curso y podemos tener acceso a ellas con una orden. Y fíjese, esos bonos de la RDNA se emitieron hace treinta años.

—¿Pero ésa no es una pista muy fría?

—Los Guardianes creen que está congelada, lo que es un gran error. El tesoro de la RDNA tiene fama de ser muy reacio a concederles a los cuerpos y fuerzas de seguridad de los estados acceso a sus archivos. Pero en estos tiempos… Habría que solicitárselo al tesoro directamente, cosa que se puede hacer a través de su ministro de finanzas. Pensé que podía solicitarlo la oficina del almirante. Podríamos preguntar también si le vendieron algún otro bono al mismo comprador.

—De acuerdo, me ocuparé de eso. —Alic le echó un vistazo a la pantalla que mostraba a Baron. La periodista tenía al senador Lee Ki en el estudio para hacerle una entrevista, los dos parecían relajados y cómodos, como si tuvieran una cita—. ¿Cuánto tiempo cree que va a llevar esta caza del tesoro?

Tarlo se encogió un poco de hombros.

—Para ser honesto, no recuerdo haber encontrado jamás más de tres eslabones de la misma cadena. Quizá hayamos tenido suerte con los bonos. Es demasiado pronto para saberlo.

—De acuerdo. —Alic quería oír que estaban a punto de solucionar casi todo el caso, que toda la estructura financiera de los Guardianes quedaría expuesta y los neutralizaría por completo. Qué infantil, se dijo con malhumor. Le echó un vistazo a la oficina sin tabiques para intentar ver a los varios equipos que estaban trabajando. Más de la mitad de los escritorios estaban vacíos.

—¿Cómo se está comportando Renne?

—Vamos, jefe, sabe que es la mejor investigadora que tiene esta oficina.

—De acuerdo, sé valorar la lealtad. —Alic le dedicó al otro una sonrisa comprensiva—. ¿Y hay algún progreso en el caso de Marte?

—Lo siento, nada de nada. A nadie se le ocurre para qué necesitaban esos datos. Le hemos pasado la papeleta al panel técnico que habíamos reunido para intentar encontrarle algún sentido al equipo que interceptamos en Boongate. A ver, las dos cosas tienen que estar relacionadas, ¿no? Quizá los datos marcianos les ayuden a encontrarle sentido a esos extraños componentes para campos de fuerza.

—Buena idea.

Tarlo sonrió.

—La sugirió Renne.

—Bien. —Alic sonrió, admitiendo la derrota con gesto amable—. Haga el favor de levantar el culo y a trabajar. Le avisaré con lo de los archivos del tesoro de la RDNA a última hora.

—Gracias, jefe.

El modo que tuvo de decir «jefe» casi hizo creer a Alic que hablaba en serio.

El callejón estaba en una zona deprimida de París. Estrecho y desvencijado, no era muy diferente de una docena más que había en menos de un kilómetro a la redonda. Varios edificios comerciales altos flanqueaban ambos lados, e insertados en ellos había ventanas con barrotes y persianas de metal de seguridad en las zonas de carga. A medio camino había una puerta más pequeña que el resto, hecha de tablones sólidos de nogal y recubierta por pintura gris, el interior estaba protegido electrónicamente. Durante el día daba la sensación de que se abriría al almacén de alguna tienda antigua, aunque siempre estaba cerrada. De hecho, era la entrada de un club. Fuera no había ningún cartel, nada que dijera lo que era. Si tenías que preguntar, es que no eras lo bastante guay como para entrar.

A las dos y media de la mañana, la cola de optimistas ocupaba la mitad de aquel estrecho e insalubre callejón. Los glamorosos, los importantes, los famosos y los simples ricos, todos arrastraban los pies juntos y se quejaban del frío y de la indignidad mientras ingerían, inhalaban y se infundían una amplia variedad de sustancias narcóticas, meaban contra las paredes y esperaban a que algún pequeño milagro les franqueara la entrada. Cosa que no iba a ocurrir. Aquella puerta gris y discreta estaba protegida por dos enormes gorilas desnudos hasta la cintura para poder alardear de las modernas costras cromadas y bulbosas de sus implantes metálicos de potenciación muscular, como ciborgs retrofuturistas.

Paula subió directamente por el callejón hasta la cabecera de la cola, suscitando murmullos de asombro y hostilidad en igual medida. Uno de los gorilas le sonrió con cortesía y levantó la cuerda de terciopelo para que pasara.

—Que disfrute, señorita Myo —dijo con un susurro atronador.

—Gracias, Petch —le dijo la investigadora al deslizarse a su lado. El gorila era casi el doble de alto que ella.

Una música tan alta que casi llegaba al umbral del dolor; paredes, suelo y techo negros que producían una oscuridad que te hacía entrecerrar los ojos, hasta que el aparejo que había encima del DJ, el rey de las mezclas, destellaba con unos impulsos holográficos tan intensos que te cegaban; los cuerpos se apretaban de tal modo que podías sentir el sudor de los demás frotándose contra ti al pasar encogiéndote; un calor más propio del Sahara; unas copas con unos precios controversialmente altos; una pista de baile tan atestada que todo lo que podías hacer era contonearte en una mala imitación de alguna cópula, aparte de las cinco personas del medio, que no estaban imitando nada. Nadie parecía tener más de veinticinco años, los chicos vestidos con trajes elegantes, las chicas con jirones de tela de diseño.

Paula se abrió paso a empujones hasta la barra. Por suerte no tuvo que quedarse ronca a gritos para pedir una copa. El barman asintió con un gesto de bienvenida y le preparó de inmediato un atardecer de melocotón.

La investigadora tomó un sorbo y se puso de puntillas para mirar por encima de los costosos y estrafalarios peinados. Entre toda aquella moda de alto nivel, el uniforme de la Marina de Tarlo destacaba al instante. Dos minutos más de empujones y Paula se encontró a su lado.

—¡Hola! —chilló.

La chica negra y alta contra la que se refrotaba su antiguo compañero le lanzó a Paula una mirada de desprecio más digna de un asesino en serie. No quedaba muy bien en un rostro tan pasmosamente hermoso.

—¡Jefa! —Tarlo sonrió, sorprendido y encantado.

—Tengo que hablar con usted.

Tarlo le dio a la chica negra un beso de tornillo y le gritó algo justo al oído. La chica asintió de mala gana y le lanzó a Paula una última mirada capaz de desatar una vendetta sangrienta antes de alejarse tambaleándose sobre sus altísimos tacones.

Regresaron juntos al extremo de la barra. Paula aceptó otro atardecer de melocotón. Casi podía sentir cómo se iba deshidratando, allí dentro hacía un calor infernal.

—¿Cómo le va? —gritó Tarlo.

—Me dedico a fastidiar al almirante Columbia.

Tarlo levantó una botella helada de cerveza brasileña y se la llevó a los sonrientes labios.

—El mejor trabajo de la galaxia.

—Más o menos. Necesito un pequeño favor.

—Ni siquiera tiene que pedirlo, jefa, ya lo sabe.

—Hay un viejo caso que quiero que mire por mí. ¿Recuerda el allanamiento en casa de Dudley Bose? Fue antes del vuelo del Segunda Oportunidad.

—Vagamente.

—En su momento lo comprobamos y no pareció que fuera nada. Ahora ya no estoy tan segura. Había una organización benéfica educativa implicada, Cox, que quizá fuera una tapadera para blanquear dinero ilegal. Creo que la utilizó un sindicato del crimen con conexiones políticas.

—¿Está segura?

—Tres de sus administradores se desvanecieron cuando empezamos a investigar. ¿Podría revisar las cuentas que tenemos archivadas en la oficina de París por mí?

—¿Qué estoy buscando?

—Cualquier discrepancia. Tengo a un experto financiero independiente repasando sus archivos actuales, pero necesito saber hasta cuándo se remonta. Es posible que alguien haya manipulado los archivos oficiales. Si ése es el caso, los que tenemos en el expediente de París serán nuestra única prueba.

—Muy bien. Mañana mismo me pongo a ello.

—Gracias.

—¿Qué le puso sobre la pista después de tanto tiempo?

—Un informador me dio un soplo, por eso también nos estamos centrando en Baron.

—¿Está implicada?

—Mi informador afirma que formaba parte de la tapadera. No estamos seguros. Todavía no. Y, Tarlo, no le diga nada de esto a Hogan y los demás. Columbia ya ha intentado cerrarme el paso una vez con esto y necesito encontrar las pruebas sin interferencias.

—Hogan no tiene ni idea de lo que pasa en la oficina. No se preocupe, puede confiar en mí.

La investigadora le dio un besito fraternal en la mejilla.

—Gracias. Creo que será mejor que regrese con su amiga. Así puede que yo consiga sobrevivir para ver otro día.

Paula lo vio deslizarse hacia el sudoroso abrazo de la multitud donde lo esperaba la chica con gesto impaciente y crispado. Por dentro sintió que se le aflojaba un nudo de tensión. El detective parecía haberse tragado el viejo truco del favor. O eso o era un actor magnífico. No tardaría mucho en saberlo con certeza.