La Exploradora había pasado sólo tres días a la deriva, en caída libre, y Ozzie se enfrentaba ya a una decisión que la verdad era que no quería tomar. Una gran parte de su problema era que no tenían destino concreto. E incluso si lo tuvieran, llegar allí sería difícil. Las corrientes de aire del halo de gas eran totalmente impredecibles. Unas brisas moderadas los empujaban a un ritmo constante durante más de medio día antes de depositarlos en bolsas de calma chicha durante horas enteras. Dejaban la vela izada la mayor parte del tiempo para que la balsa presentara una superficie de tamaño decente que atrapara las brisas, fuera cual fuera su orientación. Las ráfagas se levantaban de repente, pero por desgracia no duraban mucho; llenaban la vela como si todavía estuvieran en el agua y se los llevaban dando tumbos que los mareaban. Una vez, incluso habían tenido que recoger la vela de lo mucho que temblaba su balsita. Como tal, semejante método de viaje era un concepto interesante. Ozzie había empezado a diseñar en su cabeza una nave a vela que podría viajar por el halo de gas con una elegancia considerable; en su mente se parecía a una goleta cilíndrica de la que brotaba una telaraña de aparejos llenos de velas. Podría disfrutar de una gran vida capitaneando aquella nave por aquel fabuloso reino. Muchas vidas, en realidad.
Ése era el tipo de ideas soñadas con unas posibilidades casi infinitas de extrapolación que hacían que su tiempo mundano real fuera un poco más soportable, aunque no mucho.
Con el aliento de Ozzie, Orion se había ido adaptando poco a poco a la caída libre, aunque nunca se iba a sentir cómodo en aquel medio. Sin embargo, el muchacho ya podía moverse por la balsa con cierto grado de confianza, aunque Ozzie se aseguraba de que llevaba la cuerda de seguridad puesta en todo momento. Incluso podía mantener la comida en el estómago la mayor parte del tiempo. Pero no había mucho que Ozzie pudiera hacer para aliviar la preocupación del chico. Su patético y diminuto barquito a la deriva en medio del macrocosmos que era el halo de gas producía una sensación de aislamiento que hasta a Ozzie le provocaba ataques pasajeros de pánico.
Lo de Tochee era otra historia. El gran alienígena estaba sufriendo de verdad en caída libre. Había algo en su fisiología que era incapaz de enfrentarse a la sensación. Se pasaba el día entero aferrado a la cubierta trasera con aire desdichado. Apenas comía nada porque no hacía más que regurgitar cualquier alimento que consiguiera pasarle del esófago. Y bebía muy poco. Ozzie tenía que rogarle e insistir sin descanso para obligarlo.
Sabía que tenían que regresar a un campo de gravedad, y pronto.
Conseguir que su gran amigo bebiera era sólo uno de los problemas que comenzaban a experimentar con el agua, y no era el peor. Más grave era la mengua de sus provisiones. Ozzie jamás se había planteado que pudiera acabárseles el agua. Cierto, tampoco había esperado que se cayeran del mundillo, que era la raíz de todos sus problemas. Se habían hecho a la mar con su pequeño filtro de la bomba de mano, y a aquel medio podían enfrentarse sin problemas porque les proporcionaba todo el agua potable que quisieran cuando quisieran. De hecho, el agua había sido la única constante fiable en todos los planetas que había cruzado.
Todo lo que tenían almacenado era la leal cantimplora de aluminio de Ozzie, un par de termos y la única saca de plástico que le quedaba a Orion. Los llevaban todos llenos cuando cayeron por la catarata, pero en total sólo albergaban cinco litros. Y ya sólo les quedaba la mitad de la saca de plástico y eso con el fluido facial que se les acumulaba en las mejillas y la garganta, y que eliminaba el reflejo de la sed en ambos humanos.
Ozzie había visto unos bancos de niebla gris lejanos del tamaño de lunas pequeñas flotando por el halo de gas, la mayoría de ellos eran nebulosas hechas jirones que se extendían con pereza por las corrientes de aire, mientras que unas cuantas eran nudos gruesos que giraban como ciclones jovianos. Ninguna de ellas estaba a menos de un millón de kilómetros de la Exploradora. Les llevaría meses, incluso años, llegar a ellas.
Una tercera parte de la fruta que habían acumulado con tanto cuidado en las cestas de mimbre antes de zarpar había caído al vacío al precipitarse por el borde acuático del mundillo. Se habían zampado buena parte del resto desde entonces, complementándolo con lo que quedaba de la comida empaquetada que tenían. Las esferas era suculentas y jugosas pero no podían sustituir a una auténtica bebida. No podrían seguir manteniéndose con eso más de otro par de días, en el mejor de los casos.
Lo que dejó a Ozzie considerando los otros objetos o criaturas que ocupaban el halo de gas. Con no mucho más que hacer salvo observar su entorno, no había tardado en darse cuenta que la nebulosa albergaba, en realidad, una población bastante densa. Los artefactos más grandes eran los mundillos de agua. Pero se había equivocado en sus primeras suposiciones sobre su geometría. A medida que el viento los iba alejando cada vez más de su mundillo original, Ozzie vio su auténtica forma. No era un semicírculo, era más bien como un bollo en forma de aro cortado por la mitad. La superficie plana superior, con su archipiélago de islitas siempre estaba alineada con el sol, con el mar vertiéndose por el borde. El agua iba siguiendo la curva y después comenzaba su largo ascenso por el agujero central, que era como un embudo, para volver a llenar el mar superior y comenzar el ciclo de nuevo. El orificio por el que brotaba en la parte de arriba estaba siempre cubierto por una nube blanca opaca que se agazapaba sobre el agua y ocultaba el manantial. Por echarle un vistazo al generador de gravedad que hacía tal cosa posible, Ozzie habría vendido su alma con sumo gusto. Tampoco era que pudieran volver al mundillo, ni siquiera si los envolvía un viento que los llevara en la dirección adecuada. Ozzie era incapaz de encontrar un modo seguro de aterrizar en él (o caer con un chapoteo). Imposible sin un paracaídas.
Así que empezó a mirar las demás cosas que orbitaban y orbitaban dentro del halo de gas. Había un montón de criaturas parecidas a aves revoloteando por allí, solas o en enormes bandadas. Las que se habían acercado lo suficiente a la Exploradora como para poder verlas con claridad se dividían en dos categorías: un género con un ala en espiral que parecía un tornillo y que le recorría todo el cuerpo y otras, que Orion había llamado pájaros abanico, que parecían helicópteros biológicos. Quizá fueran comestibles, pero algunos de los pájaros de la espiral eran bastante grandes, casi del tamaño de Tochee, con unos colmillos largos y afilados a los que Ozzie no le apetecía echarles un vistazo de cerca. Además, no sabía cómo atrapar ninguno.
El hecho de que hubiera tantos indicaba que tenían que tener fuentes de alimento de fácil acceso, lo que era una perspectiva alentadora. Ozzie había visto un buen número de árboles voladores, estructuras globulares parecidas a dendritas hechas de lo que parecía una esponja azul y violeta, cuatro o cinco veces más altos que las secuoyas gigantes de la Tierra. Esperaba más de ellos que de los pájaros, tenían que tener algún tipo de reserva interna de agua. De momento ninguno había estado lo bastante cerca como para alcanzarlo, sobre todo con Tochee en un estado tan debilitado. Seguramente sólo tendrían una oportunidad de que los remolcaran hasta algún tipo de punto sólido y ese margen disminuía con cada día que pasaba, así que Ozzie tendría que elegir con mucho cuidado.
Lo que realmente quería era aquel arrecife que había descrito Johansson. Si no por otra cosa, al menos porque Johansson había regresado a la Federación después de estar en uno de ésos. Hasta el momento no habían visto ni rastro de nada parecido. Por donde miraba descubría una miríada de motas, pero no tenía forma de juzgar el tamaño y la naturaleza de las mismas hasta que se ponían al alcance de sus implantes.
Su matriz de mano tampoco le servía de mucha ayuda. Por tercera vez en una hora, Ozzie revisó los datos que desplegaba en su visión virtual. Nadie estaba utilizando el espectro electromagnético al que podía transmitir. Nadie había respondido a la señal de socorro que llevaba emitiendo de forma constante desde su llegada. Aunque, hasta dónde podría llegar esa señal en la atmósfera del halo de gas era una incógnita.
Ozzie suspiro desilusionado, una vez más. Según el reloj de su visión virtual habían pasado cuatro horas desde la última vez que había bebido; cuando comprobó el reloj antiguo que llevaba en la muñeca, decía lo mismo. Ya era hora de tomar esa decisión que había estado retrasando a la espera de un pequeño milagro.
Tenía la mochila atada a la cubierta, a un par de metros de la cuna que se había montado. Salió retorciéndose de las correas de los hombros y se deslizó hasta allí. El filtro estaba dentro, con su pequeño cable enroscado alrededor con pulcritud.
Orion se agitó dentro del nido que había construido con unas cuerdas y su saco de dormir. Empezó a decir algo pero entonces vio el filtro en la mano de Ozzie.
—Oh, no. No puedes.
—Lo que hay que hacer, hay que hacerlo —respondió Ozzie con tristeza.
—Pues yo no pienso hacerlo —anunció el muchacho con tono tajante—. Los silfen hicieron este sitio. Así que no tenemos que hacerlo.
—¿Están cerca? —preguntó Ozzie con paciencia.
Orion sacó su colgante de la amistad. Tuvo que rodear con las manos la pequeña joya para poder ver la diminuta chispa del color del jade que brillaba en el centro.
—No me parece —suspiró el chico con tono lúgubre.
—Típico. —Ozzie rebuscó un poco más en la mochila hasta que encontró una vieja bolsa de polietileno y se la quedó mirando con aire desanimado—. Pues supongo que ya está.
—Yo no pienso hacerlo.
—Sí, ya lo has dicho. —Ozzie se apartó de la cubierta con un empujón y se arrastró con las manos hacia la supuesta parte inferior de la balsa, lo que ponía una modesta barrera entre él y sus compañeros. Aquello ya era bastante difícil sin tener que hacerlo encima con público. A su reticente cuerpo le llevó un rato cooperar pero al final consiguió orinar en la bolsa.
Enroscó el filtro en la cantimplora y se quedó mirando la bolsa de polietileno.
—Pero hazlo de una vez, nenaza —se dijo. El extremo del tubo entró en la bolsa, que constriñó para mantener el fluido alrededor de la toma y después empezó a bombear el filtro, apretando el sencillo mecanismo del disparador hasta que ya no quedó nada en la bolsa.
—¡Eso es una asquerosidad! —exclamó Orion cuando volvió a aparecer Ozzie por el borde de la balsa.
—No, no lo es, es simple química. El filtro quita todas las impurezas, lo garantiza el fabricante. Has estado bebiendo un agua idéntica a ésta desde que empezamos.
—¡De eso nada! ¡Eso es orina, Ozzie!
—Ya no. Mira, los exploradores de los viejos tiempos, cuando se perdían en el desierto tenían que hacer esto a pelo, ya lo sabes. Nosotros lo tenemos fácil, tío.
—No pienso hacerlo. Yo me quedo con la fruta.
—Está bien. Tú mismo. —Ozzie le quitó el tapón a la cantimplora y echó un gran trago con gesto deliberado. No sabía a nada, por supuesto, pero lo que creyó notar era una historia muy diferente. ¡Maldito crío! Siempre metiéndome ideas en la cabeza.
—¿No es peligroso? —preguntó Tochee.
—No empieces tú también.
—Es repugnante, eso lo que es —dijo Orion—. Una guarrada.
—No sé si vosotros dos os habéis dado cuenta —dijo Ozzie, harto de repente de los dos—, pero vamos de culo y sin frenos. De ahora en adelante, los dos vais a guardaros también el pis.
—¡De eso nada! —gañó Orion.
—Sí. —Ozzie le tendió la cantimplora a Orion—. ¿Quieres esto?
—¡Ozzie! Ése es tuyo.
—Sí, ya lo sé. Así que empieza a guardar el tuyo.
—Lo guardaré pero no pienso beberlo.
—Mis órganos digestivos no funcionan como los vuestros —dijo Tochee—. No hay mecanismo de separación para mí. ¿Tu excelentísimo filtro funcionará con eso?
Orion lanzó un gruñido horrorizado, se dio la vuelta y se tapó los oídos con las manos.
—Supongo que sólo hay una forma de averiguarlo —dijo Ozzie con aire sombrío.
Un movimiento brusco despertó a Ozzie, algo que se le hincaba en el pecho una y otra vez. Se quitó la tira de tela que se había atado alrededor de los ojos para conseguir un poco de oscuridad. Un tentáculo del manipulador de Tochee formaba una «S» justo delante de su cara, preparado para darle un nuevo golpecito.
—¿Qué? —gruñó Ozzie. Era difícil dormirse en caída libre y le molestaba que lo despertaran. El reloj de su visión virtual le dijo que sólo había dormido veinte minutos. Lo que sólo lo puso de peor humor todavía.
—Están pasando muchas criaturas grandes voladoras —dijo Tochee—. No creo que sean pájaros.
Ozzie sacudió la cabeza para intentar espantar el letargo. Gran error. Apretó la mandíbula con fuerza para combatir la sensación repentina de náuseas.
—¿Dónde?
El tentáculo de Tochee se estiró para señalar la proa.
Orion ya se estaba peleando con los gruesos pliegues de su saco de dormir cuando Ozzie maniobró para rodearlo. Se frenó con un par de tirones y después se aferró a la cubierta con firmeza con la mano derecha. Con esa postura se asomaba a la balsa sólo con la cabeza, lo que le hacía pensar en un soldado medieval asomándose con cautela a la muralla del castillo para observar el acercamiento de un ejército invasor. Una brisa suave le movió el peinado afro. Tochee y Orion se reunieron con él.
—Uau —susurró Orion—. ¿Qué son?
Ozzie utilizó sus implantes de retina para acercar la imagen. La bandada debía de estar extendida a lo largo de casi un kilómetro, cientos de puntos de color marrón correoso que giraban con lentitud detrás de un grupito apretado. Era como observar un cometa moteado con una cola suelta que ondulaba despacio tras el núcleo. Estaban a más de kilómetro y medio de distancia, trazando una línea fina contra el azul infinito de la atmósfera del halo de gas. Su mayordomo electrónico conectó toda una serie de programas de realce y aisló uno de los puntos. La imagen se refino poco a poco y la criatura perdió su perfil borroso original.
—¡La hostia! —murmuró Ozzie.
—¿Qué es? —quiso saber Orion.
Ozzie le dijo a su mayordomo electrónico que desplegara la imagen en la matriz de mano. Después giró la unidad hacia el muchacho.
—¡Oh! —dijo Orion en voz baja.
Era un silfen, pero no se parecía a ninguno de los que habían visto en los bosques cuando recorrían los senderos entre los mundos. Ése tenía alas. A primera vista, era como si la sencilla figura humanoide estuviera echada con los miembros estirados en el centro de una sábana marrón.
—Debería haberlo imaginado —dijo Ozzie—. El yin y el yang. Y ya hemos visto la versión que hicieron de las hadas. —El silfen volador tenía un parecido asombroso al clásico demonio. Con el sol tras él, Ozzie vio que las alas eran en realidad una gruesa membrana que teñía la luz de un color ámbar oscuro. Estaban divididas en una parte superior y otra inferior que parecían sobreponerse y desde luego no había ninguna ranura de luz entre ellas. La parte superior estaba acoplada a la parte superior de los brazos de los silfen, hasta el codo, lo que permitía que los antebrazos se movieran con libertad. Una filigrana de cinchas negras brotaban de los brazos superiores con un dibujo parecido al de las venas de las hojas, las cinchas estiraban la membrana que había entre ellas. En las piernas, el segundo juego de alas, más largo, se extendía hasta la rodilla y luego se doblaba hacia fuera, dejando una amplia forma de «V» entre los extremos curvados de modo que la parte inferior de las piernas quedaba libre. Los silfen todavía podrían caminar en la tierra. Una larga cola con forma de látigo salía de lo que en un humano sería el cóccix, coronada por un triángulo membranoso rojizo con forma de cometa.
Los silfen no volaban como lo hacían los pájaros de cualquier planeta. No aleteaban para generar un impulso. En aquel halo de gas se limitaban a remontar el vuelo. Las grandes membranas eran velas que les permitían aprovechar el viento y dejarse llevar hacia donde quisieran.
Mientras observaba a la bandada que planeaba en grandes y perezosas espirales, Ozzie sintió una gran punzada de envidia. Disfrutaban de lo que con toda seguridad era la libertad definitiva.
—Deberíamos hacer eso —dijo Orion con aire melancólico—. Cosernos a la vela y volar. Así podríamos ir a donde quisiéramos.
—Sí —asintió Ozzie. Después frunció el ceño, la idea del chico lo hizo concentrarse en lo que veía en lugar de limitarse a mirarlos con la boca abierta, muerto de envidia—. ¿Sabéis?, ahí hay algo que no va bien.
—¿El qué? —preguntó Tochee.
—Toda esa parafernalia. El cuerpo silfen está diseñado para caminar en un campo de gravedad, como el nuestro, ¿no? Así que si vas a modificar uno para que aletee por el halo de gas, ¿para qué dejar los brazos y las piernas? Eso no es una modificación para permitirles que vivan aquí de forma permanente. Lo que han producido es como una versión biológica de nuestros trajes da Vinci. Es temporal, tiene que serlo. Aquí no hacen falta piernas y no sería nada fácil llevar esas alas en un planeta.
—Supongo —dijo Orion dubitativo.
—Tengo razón —anunció Ozzie con decisión—. Es otra parte de esa maldita etapa de vivir la vida en carne y hueso. Una etapa genial, sin duda, pero todavía no hemos visto la última, la comunidad adulta.
—Vale, Ozzie.
Éste hizo caso omiso del muchacho y siguió pensando en voz alta.
—Tiene que haber un sitio donde reciben esas modificaciones al llegar. En alguna parte del halo de gas. Algún sitio con sofisticados sistemas biológicos.
—A menos que sea una parte natural de su fase —dijo Tochee.
—¿Disculpa?
—En mi hogar teníamos unas criaturas pequeñas que pasaban por varias fases entre la salida del huevo y la forma adulta capaz de reproducirse: de la forma acuática a la terrestre, y de ahí a enterrarse. Cambiaban de acuerdo con su entorno. Se les caían las aletas, lo que permitía que les crecieran unas patas primitivas; después desarrollaban unas potentes garras delanteras con las que cavaban, lo que permitía que las patas traseras se encogieran y desaparecieran. Algunos de nuestros científicos teóricos especulaban que nuestros manipuladores no eran más que una versión avanzaba de ese mecanismo metamórfico. No era muy popular esa teoría que nos relacionaba con aquellas criaturas aunque comprendo la lógica de ese pensamiento.
—Ya lo entiendo —dijo Orion—. Cuando los silfen vienen aquí, les crecen las alas y cuando se van, se les marchitan y se les caen. ¡Eh! ¿Me pregunto si ésta es su etapa de nacimiento o la de apareamiento? —El muchacho lanzó una risita disimulada como sólo pueden hacerlo los adolescentes al pensar en el apareamiento.
—Podría ser —asintió Ozzie de mala gana, de repente le intrigaba la idea del sexo en pleno vuelo—. En cualquier caso, implica una manipulación biológica tremenda. Esperemos que sean adquisiciones. Necesitamos ayuda y la necesitamos en serio, chicos.
—Entonces pídesela —dijo Orion. Sacó su colgante de la amistad de la mugrienta camiseta. El fulgor verdoso del centro era lo bastante brillante como para verlo a la luz del sol del halo de gas—. Uau —murmuró—. Debe de haber un montón en esa bandada. —Comprobó que tenía la cuerda de seguridad bien atada alrededor de la cintura y se dio un empujón para apartarse de la Exploradora—. ¡Eh! ¡Oye, estamos aquí! ¡Por aquí! —Agitó los brazos con gesto salvaje, como una especie de semáforo—. Soy yo, Orion, vuestro amigo. Y Ozzie y Tochee también.
Ozzie dudó un segundo. El parecido a unos demonios tan incómodamente cerca… Volvió a arrastrarse por la balsa hasta su mochila mientras Orion seguía gritando y agitando los brazos. El muchacho jamás atraería su atención de ese modo, estaban demasiado lejos. Aunque, en el fondo, Ozzie sospechaba que la bandada de silfen ya sabía que estaban allí. Sacó un par de bengalas de la mochila y regresó a la proa.
—Vuelve aquí —le dijo a Orion. En cuanto el muchacho volvió a sujetarse a la balsa, Ozzie disparó una bengala con un ángulo deliberado hacia el lado de la bandada. Sin gravedad que la retuviese, la brillante estrella roja recorrió una distancia impresionante antes de irse apagando. La bandada de los silfen no pareció verla. Ozzie maldijo por lo bajo—. Muy bien, si así lo queréis. —Apuntó justo a la bandada con el tubo de una segunda bengala y disparó. En esa ocasión el punto deslumbrante de luz estuvo a punto de alcanzar el borde de la bandada antes de quemarse.
—¡Eso tuvieron que verlo! —dijo Orion—. Tuvieron que verlo.
—Sí —dijo Ozzie—. Se diría que sí. —Pero los silfen no mostraron señales de querer cambiar de dirección.
—Dispara otra —dijo Orion.
—No —dijo Ozzie—. La han visto. Saben que estamos aquí.
—No, no lo saben, no han venido a ayudar. —La voz del muchacho era quejumbrosa de pura desesperación—. Vendrían a ayudarnos si nos vieran. Sé que vendrían. Son mis amigos.
—Sólo me quedan un par de bengalas más. Sería un desperdicio.
—¡Ozzie!
—No hay nada que podamos hacer, chaval. No les interesa. Si hay algo que sé de los silfen es que no los puedes obligar a hacer nada.
—Tienen que ayudarnos —dijo Orion con tristeza.
Ozzie se quedó mirando la bandada que continuaba su retorcido curso alejándose de la Exploradora.
—Me pregunto qué es eso tan importante que tienen que ir a ver —murmuró para sí. Incluso con los implantes en modo máximo aumento, no veía nada destacable en la dirección que se dirigían. Pero tenía que haber algo bastante cerca, ¿no? Ni siquiera un silfen podía sobrevivir de forma indefinida sin agua y comida. O quizá cazaban las aves que vivían en el halo de gas.
Miró al destrozado muchacho y después a Tochee. El gran alienígena no tenía el lenguaje corporal de los humanos pero había algo en su quieta postura que era universal. Su amigo estaba tan abatido y preocupado como él.
—¿Y ahora qué? —preguntó Orion.
Ozzie pensó que ojalá pudiera encontrar una respuesta.
Diez horas después de que la bandada se desvaneciera en la calima azul de la atmósfera, Ozzie supo que iba a tener que hacer algo para llevarlos a una de las partículas que flotaban en el halo de gas, aunque sólo fuera a uno de los enormes árboles esponja. Orion se había encerrado en sí mismo, enfurruñado, aunque Ozzie sabía demasiado bien que aquello sólo era un refugio para disimular su angustia. Tochee, sin embargo, continuaba siendo su mayor fuente de preocupación. Era obvio que el alienígena estaba en malas condiciones físicas, sus peludas frondas iban perdiendo cada vez más color mientras que los manipuladores de los flancos no dejaban de sufrir espasmos ni un solo momento. La caída libre no le sentaba nada bien a la gran criatura. Ozzie sabía que llevaba más de un día sin comer y seguía rogándole para que bebiera algo.
Se permitió alejarse un poco de la cubierta y empezó a mirar a su alrededor en busca de cualquier objeto grande. Se le habían ocurrido algunas ideas para alterar su rumbo un par de grados y estaba impaciente por ver si funcionaban en la práctica. Se trataba sobre todo de atar la vela al extremo de una cuerda y utilizarla como un timón muy flexible, con él mismo allí fuera para mantenerla orientada en la dirección más adecuada. Las condiciones no podrían ser mucho mejores, una brisa suave y constante que no debería dar muchos problemas para mantener la vela apuntando en la dirección correcta.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Orion; parecía muy cansado.
—Cualquier cosa que haya ahí fuera, tío. Tenemos que empezar a avanzar un poco.
—¿Crees que podemos?
La desesperación en la voz del chico hizo que Ozzie diera un tirón a su cuerda de seguridad y regresara a la desvencijada balsa.
—Eh, por supuesto, que sí. Sólo necesitamos unas cuantas provisiones frescas. Lo de caernos por el fin del mundo nos pilló de sorpresa, ¿eh?
Orion asintió con cierta vergüenza.
—Los árboles tendrán agua de sobra y es probable que tengan fruta comestible. Podemos utilizar las hojas y la madera para convertir a la buena de la Exploradora en algo que pueda volar mucho mejor. Confía en mí. Ya he estado en situaciones peores que ésta.
El muchacho le lanzó una mirada sorprendida y luego esbozó una lenta sonrisa.
—¡Venga ya!
—No creas. Estaba en Akreos cuando su sol entró en su fase de expansión fría. Nadie había visto jamás nada parecido, ninguno de los astrónomos tenía ni idea de lo que estaba pasando. Tío, el clima de aquel planeta se fue al garete tan rápido que fue asombroso. Era como vivir en una película de desastres del viejo Hollywood. Yo tenía una familia allí, me había casado con una chica inglesa llamada Annabelle, era de la misma edad que yo, o quizá mayor, rejuvenecida un par de veces, claro. En la Tierra ya era famosa antes que yo, no recuerdo por qué, debí de tirar ese recuerdo. Pero muy guapa, un cuerpazo. Te habría encantado.
»Nos habíamos asentado muy lejos de la capital, en pleno campo, en plan idilio rural, en una zona preciosa entre las franjas templadas y subtropicales, así que hacía muchísimo calor en verano, pero en invierno también teníamos nieve. Construí una villa para vivir en la cabecera de un valle bajo, y habíamos puesto en marcha una granjita muy agradable. Claro que estaba todo automatizado, y menos mal porque nosotros nos pasábamos la mayor parte del tiempo follando, como si nos estuviéramos entrenando para las Olimpiadas. ¡Uau!, sí. —Se rió para sí al recordarlo—. En esa vida me puse un poco de empuje donde más le importa a un tío, ya sabes. Tampoco es que necesite mucho empuje, pero oye.
—Ozzie.
—Vale. Sí. Llevábamos en el monte un par de años, teníamos un crío y otro en camino cuando se apagaron las luces. Lo más raro que he visto en mi vida, te lo juro. El sol se volvió naranja en una semana. Y su fotosfera también se redujo, se veía encoger al muy puñetero a ojos vista. Al final lo averiguaron, era algo que tenía que ver con unas capas de hidrógeno inestable. El sol rotaba mucho más deprisa de lo normal, ya sabes, lo que provocaba problemas en las corrientes de convección internas. Había brotes de helio y carbono en el nivel de fusión. Creo que era eso. En cualquier caso… En Akreos empezó a hacer frío muy rápido.
—Ozzie.
—No me interrumpas, tío. Dio la sensación de que las tormentas de nieve estallaban en el cielo. Eran interminables y no iban a parar. Y hacía frío, a ver, no tanto como en el planeta de la Ciudadela de Hielo, de acuerdo, pero hacía un frío de dos pares de cojones para ser un planeta congruente con la vida humana, hazme caso. Hacía tanto frío que todas las vías del ferrocarril se pusieron quebradizas y se fracturaron. Los aviones no podían volar con las ventiscas, claro. Y no había ni un solo quitanieves que pudiera mantener las carreteras abiertas en esas condiciones.
«Teníamos que evacuar. Ya había más de cinco millones de personas en ese pobre planeta condenado y prácticamente no quedaban transportes. El Consejo de la Federación importó motos de nieve de todos los 15 grandes, pero se concentraron en la capital y las ciudades importantes. Annabelle y yo estábamos solos. Así que tuve que desmontar toda la maquinaria de la granja y reconstruirla. ¿Y sabes qué hice? ¡Un puto aerodeslizador, tío! Te lo puedes creer, era como tecnología del siglo XX. ¿No es una mierda? A ver, ¿por qué no construirme directamente un cohete? Pero funcionó. Nos pusimos en marcha rumbo a la capital, pero para entonces llegaban los glaciares. ¿Tienes idea de lo rápido que pueden moverse? Tío, son monstruos por el carril de aceleración. Nosotros corríamos por delante de ellos en el aerodeslizador, eran como acantilados de hielo de varios kilómetros de alto que cruzaban el terreno rugiendo, aplastando lo que se les pusiese en el camino y derribando montañas. Las provisiones escaseaban y nuestro nivel de energía estaba llegando a un punto crítico…
—¡Ozzie! —Orion señalaba algo con frenesí.
—¿Eh? —Ozzie se dio la vuelta y se sujetó con más fuerza para evitar que el movimiento se convirtiera en un giro sin fin. Un fragmento desigual de tierra se alzaba sobre la proa de la Exploradora como una luna que estuviese demasiado cerca. Llenaba una cuarta parte del cielo—. ¡Hostia! —soltó Ozzie. Su mayordomo electrónico empezó a analizar las dimensiones de inmediato. El trozo plano y alargado de tierra medía treinta y ocho kilómetros de largo y nueve de ancho en el centro, y ambos extremos se ahusaban hasta convertirse en agujas con aspecto de dagas. Su superficie era en su mayor parte vegetal, un dosel de copas de árboles con hojas cuyos tonos iban desde un castaño profundo pasando por un color azufre enfermizo hasta llegar a un denso verde aceituna. Unos ríos de densa bruma de color blanco cisne se deslizaban por el follaje con una lentitud que se aproximaba a un líquido espeso. El punto más cercano de aquella alarmante masa sólida estaba a diecisiete kilómetros de distancia.
—¿De dónde cojones ha salido eso? —balbuceó Ozzie. Cierto que no había mirado mucho desde que se fuera la bandada, pero aquello tendría que haberse visto desde mucha distancia, ¿no? Tampoco había estado dormitando tanto, ¿verdad?
—Vamos a estrellarnos —dijo Tochee.
El mayordomo electrónico de Ozzie calculó que la velocidad de acercamiento era de menos de un metro por segundo. Unas líneas de vector moradas atravesaron su visión virtual. No cabía duda, estaban en rumbo de interceptación.
—A tropezar —lo corrigió Ozzie—. A estrellarnos, no; a tropezar. Esto es caída libre, ¿recuerdas? Y a este ritmo todavía nos quedan otras cinco horas. No corremos gran peligro.
—¡Lo hicieron! —exclamó Orion, exultante—. Los silfen nos vieron y nos dirigieron hacia aquí. Sabía que eran nuestros amigos.
Ozzie quería decirle al chico lo improbable que era eso, claro que no se podía decir que el halo de gas fuese un artefacto natural.
—Podría ser. Está bien, chicos, vamos a ver cómo le tiramos el lazo a la superficie cuando nos acerquemos.
A veinte minutos de distancia de lo que habían dado en llamar la Isla Número Dos. Una suave brisa le proporcionaba a la Exploradora un deslizamiento a tropezones, perezoso y un poco errático que hacía difícil saber con exactitud hacía donde subiría cuando al fin chocasen. ¡Tropezasen! Ozzie estaba planeando deshacerse de la vela cuando estuviesen estabilizados y a pocos minutos de entrar en contacto con tierra. Eso debería frenar un poco la rotación aumentada por la brisa, aunque no estaba muy seguro de si el principio del patinaje artístico no se aplicaría allí también y empujar la masa hacia el centro no contribuiría en realidad a aumentar el giro. En cualquier caso, todos pensaban que sería mejor saltar antes de que la balsa alcanzara las copas de los árboles.
Diez minutos y la Isla Número Dos ya tenía un tamaño alarmante y parecía muy sólida. La peor parte fue cuando su majestuoso e imparable giro cambió su orientación visual, así que parecía que estaban cayendo hacia la isla, pero hacia arriba. A esa distancia ya no era una partícula. Era tierra firme.
Cada objeto suelto que había a bordo se había sujetado a la cubierta. Ozzie estaba mirando las cuerdas de la vela, preguntándose en qué orden debía cortarlas. La vela debería caer aleteando hacia los árboles. Había suficientes ramas pequeñas y hojas curvas de helechos por encima del dosel general como para poder confiar en que se quedarían enganchados y a salvo cuando llegaran a tierra. Rebotar y salirse sería el insulto definitivo.
A falta de sólo dos minutos, Ozzie desató su cuerda de seguridad. Una cosa que no quería hacer era que tirara de él la masa de la balsa si el impacto la hacía girar en redondo. La Isla Número Dos ya estaba lo bastante cerca como para revelar una multitud de detalles que se podían ver a simple vista. El suelo en sí seguía oculto por los árboles, pero, entre el dosel marrón y verde, Ozzie pudo ver unos aros extraños de tubos morados que parecían espaguetis y que se enroscaban en intrincados nudos. Varias columnas de color ocre sobresalían unos diez metros del follaje, como antiguos árboles gigantes que hubieran muerto y se hubieran petrificado. Estaban coronados por unas cerdas bulbosas que por desgracia parecían afiladas. Esperaba que la Exploradora no bajara directamente sobre una de ellas, correrían peligro de sufrir un empalamiento letal.
—Hay agua ahí abajo —dijo Tochee. Su amigo estaba encaramado al borde de la balsa, preparado para tirarse abajo.
—Eso es buena señal —dijo Ozzie—. Podemos llenar nuestros recipientes. Y tú tienes que empezar a beber con urgencia. —El filtro no había tenido mucho éxito a la hora de separar la materia fecal de Tochee.
—Ésa puede que no sea una traducción correcta —dijo Tochee—. No creo que ese tipo de agua sea una buena señal. ¿Qué es lo que le está haciendo hacer eso?
Ozzie miró al gran alienígena y después a la matriz de mano.
—¿Qué tipo de agua? ¿Qué está haciendo?
—Está fluyendo por el suelo como si esto fuera un planeta.
—Eso no puede ser… —Ozzie se quedó mirando el paisaje, sus implantes de retina examinaban el dosel y las brumas serpenteantes en busca de alguna brecha. Había suelo bajo aquellas sobrecogedoras hojas retorcidas. Un suelo suelto y margoso cubierto de hojas muertas. ¿Qué es lo que mantiene a esas hojas ahí?— ¡Oh, oh! —gruñó Ozzie. Había supuesto que sólo las grandes islas de agua usaban gravedad artificial—. ¡Imbécil!
—¿Qué? —preguntó un aterrado Orion.
La Exploradora empezaba a coger velocidad.
—¡Prepárate! —gritó Orion. Se aferró a la muñeca de Orion—. No saltes.
—Pero…
La balsa emitió un crujido siniestro cuando el peso se reafirmó contra la cubierta. Se ladearon un poco y empezaron a caer (y desde luego caían hacia abajo) hacia las despeinadas copas de los árboles de la Isla Número Dos.
La Exploradora seguía acelerando cuando tropezó con un golpe seco con las ramas superiores. El golpe arrojó con violencia a los tres viajeros hacia un lado. La sacudida pareció lanzar el estómago de Ozzie rumbo a sus pies mientras que su columna chocó contra la cubierta de forma bastante dolorosa. La madera se combó de un modo alarmante bajo él. De inmediato sintió deseos de vomitar. A su alrededor reverberan los crujidos atronadores de las astillas que se rompían. Las hojas correosas lo golpeaban con fuerza en las mejillas y sus pinchos diminutos se le clavaban en la barba de varios días. La cubierta dio un giro repentino y se ladeó casi en vertical. Ozzie sintió que resbalaba sobre las sencillas tablas y que la balsa se escoraba de un modo alarmante. De algún modo había terminado boca abajo así que era su cabeza lo que primero iba a golpear el suelo. La Exploradora corcoveaba sin parar mientras seguía cayendo por el árbol, partiendo rama tras rama de camino.
El manipulador de Tochee se enroscó alrededor del tobillo de Ozzie, que sintió que algo tiraba de él con violencia hacia arriba cuando cayó la balsa y lo dejó atrás. El universo giró provocándole arcadas y unas manchas curvas de jade, caramelo y turquesa envolvieron su visión. Y entonces su descenso se detuvo de forma repentina. El universo cambió de dirección y la Exploradora terminó su indigno aterrizaje con un crujido que a más de uno le hubiera roto unos cuantos huesos.
—Arghh. ¡Joder! —Ozzie intentó parpadear para descifrar la confusa imagen borrosa que era todo lo que registraban sus ojos. Un dolor ardiente le apuñaló la rodilla derecha. Le escocían las mejillas y sentía algo húmedo empapándole la barba. Cuando se pasó la mano por la cara y la apartó, vio que le brillaba la sangre en los dedos.
Ladeó la cabeza y miró hacia abajo, no, hacia arriba, y vio el tentáculo de carne enroscado alrededor de sus tobillos. Sobre él, Tochee estaba encajado en la «V» con la que una gruesa rama se separaba del tronco, tenía el manipulador más estirado de lo que Ozzie lo había visto jamás. El gran alienígena se había quedado muy quieto, aunque Ozzie se dio cuenta de que estaba respirando hondo. Varias astillas grandes le sobresalían de la piel multicolor, donde un fluido viscoso de color ámbar se filtraba por las laceraciones. Cuando dejó caer otra vez la cabeza, Ozzie vio el suelo unos quince metros más abajo. La Exploradora yacía bajo él, con la cubierta rota por varios sitios y todas sus pertenencias esparcidas.
Los implantes de retina le mostraron el ojo de Tochee haciendo rápidas señas. Le estaba preguntando si se encontraba bien. Ozzie consiguió esbozar una sonrisa débil y saludó a su gran amigo con el pulgar levantado. Tochee contrajo el tentáculo un poco y empezó a mecerlo de un lado a otro, incrementando así el movimiento pendular. El árbol se fue acercando con cada arco hasta que Ozzie pudo al fin agarrarse justo por encima de una rama ancha. El alienígena le liberó los pies y él se derrumbó sobre la rama. Lo primero que notó fue lo dura que era la corteza, casi como una roca.
—Gracias, tío, te debo una —resolló, aunque Tochee no oía—. ¿Orion? Eh, chaval, ¿dónde estás? —Bajó la cabeza y miró otra vez la balsa rota—. ¿Orion?
—Aquí.
Ozzie miró por encima del hombro y después levantó la cabeza. El chico estaba enredado en las ramas más altas del árbol más cercano, un enrejado ovoide sin hojas con unos tallos esbeltos del color del latón. El chico empezó a escurrirse hacia abajo por el interior y mientras lo hacía, los tallos más pequeños se iban doblando, elásticos, para acomodarlo.
—Es que salté. Perdona —dijo Orion—. Ya sé que dijiste que no saltara. Me asusté. Pero este árbol está hecho de goma o algo así.
—Ya, ya, genial —dijo Ozzie—. Me alegro por ti.
—Además, aquí tampoco hay mucha gravedad —dijo el muchacho con entusiasmo—. No como la que hay en un planeta o en la isla de agua.
—Estupendo. —Y ya que lo pensaba, Ozzie no se sentía muy pesado. Fue soltando la rama y cambió de postura para probar. La gravedad sería como un tercio de la que había en la Tierra.
Tochee se deslizó con suavidad por el tronco e hizo una breve pausa al llegar al nivel de Ozzie.
—Ya no caigo. —Los dibujos del ojo destellaron satisfechos—. Me gusta este sitio.
Ozzie volvió a levantar los pulgares con gesto débil y empezó a plantearse cómo iba a bajar del árbol.
Orion y Tochee lo estaban esperando en el suelo. Ozzie se puso en pie con cautela, contento de que aquél no fuera un campo con una gravedad muy alta, tenía la sensación de que le ardía la rodilla.
—Pásame el botiquín, quieres —le dijo al chico.
Orion fue saltando por la tierra desigual y rebuscó entre sus esparcidas pertenencias. Cuando volvió traía en la mano tanto el botiquín como la matriz de mano. Ozzie se sentó en el suelo y puso una sonda diagnóstica sobre la piel inflamada de la rodilla. La sangre le chorreaba por la barbilla y le caía con pereza en la mugrienta camiseta que llevaba. Su mayordomo electrónico le dijo que algunos de los tatuajes CO que tenía en la mejilla se habían desgarrado y que ya sólo podían funcionar con una capacidad reducida.
Tochee descansaba en el suelo, enfrente de él, y utilizaba un tentáculo para quitarse las grandes astillas de la piel. Un estremecimiento lo recorría entero cuando salía cada una.
—¿Y ahora qué? —preguntó Orion.
—Buena pregunta.
—Tómatelo como un regalo de bodas —dijo Nigel Sheldon.
Wilson decidió que aquello no era digno siquiera de una respuesta. Levantó el casco transparente y se lo puso delante de la cara. Al otro lado, Anna lo miraba enfadada, con aquella forma tan suya de advertirle que no se excediera.
—Gracias —dijo Wilson con tono grosero—. Te lo agradezco mucho.
—No hay problema. —Nigel no parecía ser consciente de ningún trasfondo irónico—. Tengo que admitir que todo este asunto también me ha picado la curiosidad.
Wilson se colocó el casco en la cabeza. El cuello del traje espacial se selló al borde del casco. Su mayordomo electrónico hizo las comprobaciones con la matriz del traje y le dio luz verde.
Eran nueve los que se estaban vistiendo en la larga sala de preparativos con paredes de compuesto. Wilson agradecía que tuvieran que llevarse con ellos al equipo forense de la Marina pero empezaba a pensar que quizá, para empezar, le hubiera gustado disponer de unos cuantos minutos a solas. Pero no iba a ocurrir, incluso con el respaldo de Nigel, aquella pequeña excursión iba a salir muy cara.
El comandante Hogan encabezaba el equipo de investigación y todas sus respuestas eran formales y respetuosas, parecía casi pasmado delante de Nigel. Wilson sabía que era el hombre de Rafael, el que había sustituido a Myo. No es que eso lo convirtiera en una mala persona, pero Wilson se sentía más cómodo con su ayudante, el teniente Tarlo, que abordaba aquella excursión con un entusiasmo casi infantil y que no se dejaba intimidar en absoluto por la compañía. Desde que habían llegado a la sala de preparativos, Nigel y él habían estado comentando las olas que se podían encontrar en varios planetas. Además de Hogan y Tarlo, había cuatro oficiales técnicos de la Marina que iban a inspeccionar los sistemas que estaban visitando para ver qué demonios estaban haciendo los Guardianes con ellos. Todos estaban encantados con el paseo, cosa lógica. Un día fuera de la oficina y su rutina habitual, un desafío técnico interesante, que los conociera el almirante y poder hablar con el propio Nigel.
—Cuando quiera, estamos preparados —dijo Daniel Alster. Si el ayudante ejecutivo de Nigel tenía alguna duda sobre la participación de su jefe, lo ocultaba de un modo impresionante, pensó Wilson.
Nueve figuras embutidas en trajes espaciales bajaron con paso pesado por un largo pasillo que llevaba a la cámara de la salida, las pisadas de sus botas resonaban con fuerza por las viejas paredes de cemento. Los traicioneros recuerdos de Wilson lo volvieron a llevar a aquella época, cuando la tripulación del Ulises había cruzado la pista principal de Cabo Cañaveral desde el autobús a las escaleras del reactor espacial que los esperaba, el corto trayecto flanqueado por diez filas de periodistas y personal del tierra de la NASA que los animaba y vitoreaba cuando embarcaron para la primera etapa de su vuelo a otro mundo. Mientras tanto, en California, Ozzie y Nigel trasegaban cerveza, perseguían a las chicas, fumaban porros y construían los últimos componentes de su máquina…
Antes, aquella salida la gestionaba la división de exploración del TEC, en aquellos tiempos en los que todavía se estaban aventurado por los planetas de la fase uno. Ese periodo había terminado más de siglo y medio atrás, cuando la división de exploración guardó los trastos y se trasladó a los 15 grandes; en ese momento volvían a estar de paso, en ruta a la fase tres, su progreso detenido sólo por la invasión de los primos. Pero ese agujero de gusano en concreto había permanecido activo, metido en una sección de L.A. Galáctico al que nunca iba el público en general. Se utilizaba para muchas cosas, un apoyo de emergencia para las grandes salidas comerciales, para facilitarles un tránsito rápido a los servicios de emergencia durante los desastres civiles, para transportar circuitos de energía de reserva a la luna en caso de suspensión de algún enlace regular. Pero sobre todo proporcionaba un transporte interestelar para los gobiernos que no podían permitirse, o no eran lo bastante liberales como para sancionar, las sentencias de suspensión vital de los delincuentes. Incluso en los viejos mundos de la fase uno, tan desarrollados y «progresistas» ellos, se consideraba que algunos delitos necesitaban algo más que una suspensión y, de todos modos, una gran proporción de criminales convictos rechazaban la suspensión. Con su característico oportunismo, el TEC dio servicio al mercado para hacer posible el destierro.
Había varios planetas en la fase uno que estaban en el límite del estatus de congruentes con la vida humana y si se abrían a la colonización, sería muy difícil vivir en ellos. Dado que el TEC exploraba y abría cientos de mundos en los que era más fácil vivir, estos otros quedaban pronto marginados y sepultados entre anotaciones detalladas que se metían en los archivos astronómicos y los historiales de las compañías. Roca Dura habría sido uno de ellos, un mundo cuyas formas de vida todavía estaban en el fondo de la escala evolutiva, sin animales terrestres y sólo unas medusas primitivas en el mar. Un lugar perfecto para dejar a la escoria de la humanidad, donde serían incapaces de hacerle daño a nadie salvo a los de su propia calaña. Así que, una vez a la semana, el TEC abría el agujero de gusano en una nueva ubicación de Roca Dura, mandaba cajones llenos de equipamiento agrícola, semillas, provisiones médicas y alimentos; y después se hacía marchar a la remesa correspondiente de convictos. Después de eso, tenían que buscarse la vida.
La cámara circular de la salida tenía un aspecto tosco en comparación con sus equivalentes modernos, sus superficies de cemento puro y metal parecían más apropiadas para manejar mercancías que personas. Claro que, de todos modos, Wilson sospechaba que las personas que pasaban por allí eran consideradas incluso menos que simple mercancía. Un transrover de la clase 5-BH esperaba en el suelo, un sencillo todoterreno abierto utilizado para recorrer los mundos sin aire, con grandes ruedas de baja presión. Habían cargado varios cajones con equipo en el portaequipajes posterior. La salida en sí era un círculo vacío de tres metros de diámetro que sobresalía un poco de la pared cóncava. Un campo de fuerza rielaba sobre ella y convertía el aire en una capa de humo un tanto granulada.
Daniel Alster les dedicó una sonrisa tensa.
—Buena suerte —dijo al irse.
Wilson levantó la cabeza y miró la pared que había enfrente de la salida, con una amplia ventana que daba al centro de operaciones. Un par de técnicos ganduleaban al otro lado y observaban a los viajeros con una expresión carente de interés mientras bromeaban entre sí.
—Preparados —les dijo el controlador de la salida—. Vamos a abrir el agujero de gusano.
Una luz pálida empezó a atravesar el campo de fuerza. Wilson se dio la vuelta para mirarlo y vio unas sombras tenues que crecían al otro lado del suelo, detrás de todo el equipo. La luz se profundizaba, iba adquiriendo una tonalidad ámbar y luego descendía hacia el rojizo. Su corazón empezó a acelerarse cuando el color despertó todo tipo de sensaciones en su cerebro. ¿Por qué demonios he decidido volver a pasar por todo esto? No se había dado cuenta de lo mucho que lo había perseguido Marte a lo largo de los siglos.
Se abrió el agujero de gusano y después de un intervalo de más de tres siglos, Wilson se encontró mirando una vez a Arabia Terra.
—Luz verde para proceder —dijo el controlador de la salida.
Wilson respiró hondo y se quedó mirando aquel paisaje sembrado de piedras. Unos jirones finos de polvo rojizo se escabullían por la atmósfera ultraenrarecida.
—¿Quieres pasar tú primero?
Cómo había envidiado al comandante Dylan Lewis tantos siglos atrás, el primer hombre que había pisado otro planeta. Salvo que no lo había sido; Nigel también estaba allí, esperando. Un extraño fenómeno atmosférico transmitió la carcajada de Ozzie a lo largo de todos aquellos años, una carcajada que reverberó por toda la cámara. Venga tío, no hagas eso, que los vas a cabrear como monos.
—Claro —dijo Wilson con viveza. Y atravesó el campo de fuerza.
Suelo marciano bajo sus pies. Una atmósfera teñida de rosa que envolvía el horizonte y se desvanecía hasta convertirse en negro azabache justo sobre sus cabezas. Un millón de rocas desiguales y picadas de viruelas repartidas por el suelo, con un polvo oxidado en cada grieta. Examinó el planeta y se ubicó en la geografía y los rasgos que no había podido olvidar jamás. A su izquierda estaba el borde del gigante Schiaparelli, lo que tendría que significar… Allí, justo al norte. Dos montículos de suelo rojo que asfixiaban el tercio inferior de los descargadores. Las tormentas de tres siglos enteros habían restregado sus fuselajes de titanio blanco, borrando todas las marcas y el color. Las secciones expuestas eran simples curvas deslustradas de metal oscuro, los bordes afilados originales de los mecanismos de liberación de los paracaídas habían quedado abrasados y convertidos en racimos de verrugas. Se habían abierto agujeros en varios lugares que revelaban el esqueleto de vigas internas que rodeaban unas cavidades negras.
Y si los descargadores estaban ahí, entonces… Se dio la vuelta poco a poco para ver el Águila II. Era obvio que a lo largo de los años, en algún momento, el tren de aterrizaje se había desplomado y había depositado el vientre del avión espacial en el suelo. Las arenas de Marte habían reclamado el aparato y habían creado una duna lisa y triangular de suelo cuyos dedos superiores de arenilla cobriza se aferraban a la parte superior del fuselaje del avión espacial. Todo lo que quedaba de la aleta de cola era una hoja achaparrada de compuesto blanqueado y quebradizo, con sólo la mitad de su altura original.
—Maldita sea —murmuró Wilson. Tenía los ojos húmedos.
«¿Estás bien?» Envió Anna en forma de texto.
«Claro. Dame sólo un momento.» Cruzó un poco el paisaje helado para permitir que los otros salieran por el agujero de gusano. Tarlo salió con el transrover y fue rebotando por el suelo accidentado.
—¡Epa!, esta gravedad tan baja se carga la maniobrabilidad —exclamó Tarlo—. Y estas rocas no ayudan mucho. Jamás he visto tantas rocas tiradas por un solo sitio. ¿Es que hubo una especie de lluvia masiva de meteoritos o algo así? ¿Cómo condujeron cuando estuvieron aquí, señor?
—Nunca condujimos —dijo Wilson. Habían llevado con ellos tres laboratorios móviles, lo mejor que podía comprar el dinero y la tecnología del siglo XXI. Grandes como una autocaravana, con baterías recombinadas capaz de llevarlos a lo largo de cientos de kilómetros, con planes para explorar cada rasgo interesante que había arrojado la topografía que habían dibujado los satélites. Todavía estaban dentro de los descargadores, en su mente los veía como fetos muertos de metal, todas las partes móviles soldadas por el frío y la carrocería desconchándose en aquella atmósfera terrible y hostil—. Nos fuimos directamente a casa.
—Podríais haberos quedado a explorar —dijo Nigel. No parecía muy arrepentido.
—Sí, podríamos habernos quedado. —Wilson estaba intentando descubrir los ángulos del paisaje y sus conmovedoras reliquias. Caminó hacia el Águila II. Tenía sus dimensiones grabadas en su mente, lo que le permitió dibujar su forma bajo el montículo irregular de tierra. Las alas dinámicas del perfil se habían retraído por completo para el aterrizaje y se habían encogido hasta convertirse en un ala delta achaparrada; allí estaba la suave curvatura que seguían para fundirse con el fuselaje. Las dos secciones estrechas del parabrisas estaban enterradas, Wilson se alegró de ello, era el equivalente de cerrarle los ojos a un muerto. No quería ver de nuevo el interior.
Siguió el perfil de la nave partiendo del morro, tres metros coma siete, y allí estaba la posición de la escotilla delantera de la tripulación. No había ninguna depresión en la duna por allí. Tampoco podía recordar si la habían dejado abierta o cerrada al irse. Claro que había sido Orchiston el último que había atravesado el agujero de gusano y salido al ruidoso motín que se había desarrollado por todo el campus universitario, un resultado inevitable dado que la mitad de la población del país había conducido toda la noche para visitar aquella asombrosa máquina. Antes de eso, sin embargo, en los pocos y dichosos minutos durante los que la tripulación había creído que había logrado la conquista definitiva, el comandante y él se habían estado peleando con la bandera.
El protocolo de la NASA requería que se erigiese lejos del alcance de las emanaciones del motor para que las cámaras la vieran ondeando cuando despegaran de nuevo. Ahí. Se inclinó poco a poco y empezó a raspar la fina arena. Unos pequeños torbellinos de polvo se alzaron cuando hurgó un poco con los guantes.
—Hemos tomado posesión de la baliza Reynolds, señor —dijo el comandante Hogan—. A tres kilómetros de distancia, rumbo cuarenta y siete grados.
—Bien hecho —dijo Nigel—. Vosotros id por ahí y sacadnos algunas respuestas del equipo científico, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
Wilson pensó que quizá se hubiera equivocado un poco con la posición. Después de todo, el Águila II podría haberse movido un poco, haber girado al derrumbarse los puntales del tren de aterrizaje. Vio que el transrover empezaba a abrirse camino rebotando y sacudiéndose por las arenas arrugadas con los seis miembros de la Marina agarrados al armazón.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Anna.
—No estoy seguro. —Se alejó unos pasos y volvió a agacharse—. Está bien. La verdad es que busco la bandera. Sé que izamos a la muy puñetera. Debe de haberse caído.
Anna se puso las manos en las caderas y dibujó un círculo completo.
—Wilson, podría estar por ahí, en cualquier parte. Aquí las tormentas son encarnizadas. Pueden durar semanas enteras.
—Meses, de hecho, y cubren la mayor parte del planeta. —Decidió dejar de remover la tierra—. Estoy seguro que lo recuerdo bien, usamos un taladro eléctrico para atornillar las patas del mástil. Se suponía que teníamos que asegurarlo.
Nigel había subido por la ladera de la arena apilada contra el fuselaje del Águila II.
Tocó con las manos los restos de la cola.
—Esto no está bien, sabes. Se merece algo mejor. Deberíamos organizarlo para llevarnos esta nave a casa. Apuesto que al museo del Legado Tecnológico de California le encantaría tenerla. Es muy probable que pagaran la restauración.
—No —dijo Wilson de forma automática—. Está estropeada. Ahora forma parte de la historia de este planeta. Su sitio es éste.
—No está tan estropeada. —Nigel acarició la parte superior del fuselaje—. Por aquel entonces construían muy bien.
—Fue su corazón lo que rompiste.
—¡Maldita sea! Lo sabía, tío, lo sabía, joder. Sigues cabreado conmigo.
—No, no estoy cabreado. Ese día los dos hicimos historia, tú y yo. Mi lado perdió pero iba a perder de todos modos. La tecnología de los agujeros de gusano era algo inevitable. Si no lo hubieras hecho tú, lo habría hecho otro.
—¿Ah, sí? No tienes ni idea de lo duro que fue descifrar esas matemáticas, ni lo que fue luego consolidarlo traduciéndolas a un equipo físico. Nadie salvo Ozzie podría haberlo hecho. Sé que tiene fama de chiflado pero es un genio, un auténtico genio, una puta supernova comparada con Newton, Einstein o Hawking.
—Si se puede hacer, termina haciéndose. No intentes personalizar esto. Nosotros representamos acontecimientos, nada más.
—Ah, estupendo, no soy más que un mascarón de proa. Pues discúlpeme usted.
—Queréis dejarlo ya, por favor, par de egos monstruosos —dijo Anna—. Wilson, él tiene razón. No puedes dejar que estas viejas naves se deterioren más. Son historia, como acabas de decir, y una parte muy importante de la historia.
—Lo siento —murmuró Wilson—. Es sólo… Al venir aquí me puse en una situación violenta. No se borra ni la mitad de lo que crees que has borrado en los rejuvenecimientos.
—No me digas —dijo Nigel—. Venga, vamos a buscar un recuerdo que no sea un trozo de roca. Tiene que haber algo tirado por aquí.
—La última vez no cogí ni trozo de roca —dijo Wilson.
—¿No?
—No. No llevamos a cabo el programa científico. Creo que Lewis recogió una primera muestra, pero la NASA se la quedó cuando llegamos a casa.
—¡Maldita sea! Sabes, yo tampoco recuerdo haber cogido ninguna roca.
—Por Dios —dijo Anna. Se agachó y cogió un par de guijarros retorcidos y les dio uno a cada uno—. Sois los dos unos malditos inútiles.
Roderick Deakins bajó por Briggins con aire tan despreocupado como podría tener cualquiera que paseara por el distrito Olika a las dos de la mañana. Dio gracias que no pasara por allí ningún coche patrulla aunque sólo era cuestión de tiempo. Olika era donde vivían un montón de tipos ricos. Tenían muchos contactos en el ayuntamiento de Ciudad Lago Oscuro. La policía mantenía una gran presencia allí, no como en el distrito Tulosa, donde vivía Roderick. Pocas veces se veía un poli por allí después de oscurecer, y nunca solos.
—¿Es aquí? —preguntó Marlon Simmonds.
Roderick había trabajado con Marlon muchas veces a lo largo de los años. Nada serio, no se les podía llamar socios, pero habían compartido unos cuantos robos juveniles callejeros seguidos por una serie de allanamientos cuando andaban con los Usaro allá por el 69. Después de eso habían cumplido condena juntos por un atraco en un almacén del paseo del puerto deportivo que había fallado a lo grande en el 73. Cuando les dieron la libertad condicional, se habían puesto a trabajar para Lo Kin, un padrino de poca monta que organizaba chantajes en la parte occidental de Tulosa, donde llevaban metidos desde entonces. Tanta historia y la confianza que iba con ella los convertían en la pareja perfecta para aquel trabajo.
—¿Qué dice el puto número? —siseó Roderick.
—1800 —dijo Marlon echándole un vistazo a los números de latón atornillados al arco de coral seco que había sobre la verja. Era lo bueno de Marlon, casi nada parecía molestarlo. Tenía un cuerpo fortalecido por sustancias bioquímicas que pesaba por lo menos el doble del de Roderick y se movía con la inercia inevitable de un camión de veinte toneladas. Su actitud general era un reflejo de su presencia física, lo que le permitía pasar por la vida sabiendo que había muy poco que se pudiera poner en su camino.
—Entonces es aquí, ¿no? —dijo Roderick. El hombre para el que estaban haciendo aquello, un socio de Lo Kin, había sido muy concreto. El número de la casa, el nombre del hombre con el que iban a «hablar», el breve espacio de tiempo que tenían para hacer el trabajo.
—Vale, hombre. —Marlon sacó la hoja armónica del bolsillo de la chaqueta y atravesó el hierro forjado que rodeaba la cerradura. La verja se abrió con sólo un chirrido de los goznes. Roderick esperó un momento para ver si se disparaba alguna alarma, pero no se oyó nada. Cuando agitó la palma de la mano izquierda alrededor de la verja, su mayordomo electrónico dijo que no detectaba ninguna actividad electrónica. Roderick sonrió para sí. Le habían cobrado una pasta por ponerle el sensor con el tatuaje CO en la palma, pero en momentos como ése sabía que merecía la pena.
El jardín del búngalo estaba a oscuras. El alto muro de coral seco bloqueaba la mayor parte de la iluminación de las farolas de la calle mientras que el edificio bajo del centro permanecía apagado. Roderick cambió su implante de retina a infrarrojos. Producía una sencilla imagen rosa y gris que resultaba extrañamente plana. La falta de profundidad siempre lo frenaba un poco. Algún día, pronto, compraría un implante a juego para el otro ojo, lo que le proporcionaría una resolución decente en ese espectro. Quizá lo hiciera incluso con el dinero de ese trabajo; el socio de Lo Kin pagaba muy bien.
La mano de Roderick se movió dentro de su chaqueta de cuero y sacó la pistola de iones Eude606 de la sobaquera. La pistola encajaba a la perfección en su mano, y más le valía. Jamás había tenido un equipo tan caro como aquél. Se sentía bien con él. La potencia que contenía le proporcionaba a Roderick una sensación de pura seguridad que no experimentaba con frecuencia.
Marlon atravesó la puerta principal de madera con la herramienta, cortando alrededor de la cerradura. Roderick no detectó ningún tipo de actividad eléctrica. Encajaba con lo que les habían dicho. Paul, el viejo que vivía allí, era un excéntrico que rayaba en la simple chifladura. Entraron con cautela en el vestíbulo oscuro.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Roderick. Marlon iba pasando junto a las estanterías, examinando los jarrones y figuras que encontraba allí.
—Ya oíste lo que dijo el hombre, coged todo lo que queráis. ¿Hay algo que valga algo en toda esta mierda artística?
—Y yo qué cojones sé. Pero eso lo hacemos «después», ¿entendido?
El enorme corpachón de Marlon se encogió de hombros con desdén.
Roderick conectó su pequeña matriz de mano. La pantalla resplandeció en medio del chalet sin luces y desplegó un plano de la vivienda con el dormitorio principal marcado con claridad.
—Por aquí.
Echaron a andar con cuidado, intentando no tropezar con nada en el suelo. Aquel sitio estaba hecho un desastre, llevaba siglos sin que lo limpiara nadie. Roderick vio las primeras doncellas robot descansando en sus nichos, a ninguna de ellas le quedaba potencia en las baterías. Jamás había visto un sitio con tan poca actividad eléctrica, era como vivir en la Edad de Piedra.
Cuando habían cruzado la mitad del salón, el implante de retina de Roderick falló y lo dejó inmerso otra vez en un mundo de sombras de ébano.
—¡Maldita sea, coño!
—¿Qué es esto? —se quejó Marlon.
Roderick se dio cuenta de que la matriz de mano estaba muerta y se le había desconectado también el mayordomo electrónico.
—Mierda. ¿Se te han desconectado los implantes?
—Sí.
El desasosiego de la voz de Marlon contribuyó a aumentar la angustia creciente de Roderick, el gigante no tenía por costumbre vacilar. Roderick entrecerró los ojos y observó la oscuridad. Las dos grandes ventanas arqueadas eran visibles como simples láminas grises que arrojaban en la sala una cantidad mínima de luz. Apenas podía distinguir las formas negras y regulares de los muebles.
—Esto no es ninguna casualidad, algo se ha cargado nuestros sistemas electrónicos.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Marlon—. Tengo una linterna. ¿Quieres un poco de luz?
—Puede. Debe de saber que estamos aquí. ¿Tú qué dices? —Roderick vio un movimiento sobre una de las ventanas. Un trozo oscuro que subía deslizándose por la pared. Lo cual era una locura. Por no hablar de inquietante. O quizá sólo fueran imaginaciones suyas provocadas por el bombeo de adrenalina. Levantó la Eude606 y apuntó en la dirección en la que estaría la forma si fuese real. El sudor le aguijoneaba la frente.
—Bueno, ¿y qué iba a hacer ese tío? —Había una especie de chulería en la voz de Marlon. Ninguno de los dos se molestaba en susurrar.
Roderick sujetó la pistola con calma, sin bajarla, preparado para girar y enfrentarse a cualquier amenaza que apareciese.
—Está bien. —Esperó mientras Marlon hurgaba en su cazadora y después surgió de repente un haz estrecho, asombrosamente brillante en medio del tenebroso salón. La luz barrió las paredes y Roderick siguió el amplio círculo con la pistola. Marlon dibujó un círculo completo que expuso la anticuada decoración con su capa de polvo. En el salón no había nadie más que ellos. Y lo que era más importante desde el punto de vista de Roderick, en la pared, junto a la ventana, no había nada, nada que pudiera moverse.
—Muy bien, viejo —dijo Marlon—. Sal de una vez, no vamos a hacerte daño. —Era el mismo tono que se utilizaba para calmar a un animal aterrado—. Nosotros sólo queremos las obras de arte, nada más. No vamos a armar ningún follón.
Los dos hombres se miraron. Roderick se encogió de hombros.
—Dormitorio —dijo. Algo se movió en su visión periférica. Sobre él.
—¿Eh? —Marlon también debía de haberlo visto porque el haz de luz se alzó un poco. Roderick miró al techo, que estaba cubierto de amplios trozos de una peculiar piel peluda de color óxido.
El nostato que tenía Roderick justo encima se soltó. Fue como si le soltaran encima una manta suave cuyos bordes le cayeron por debajo de los codos. El susto lo hizo chillar y sacudir los brazos para intentar quitarse de encima aquella cosa. La piel suave del nostato cambió, las hebras se entrelazaron y convirtieron en puntas finas como agujas. Se tensó alrededor de su presa, un movimiento que lo hizo clavar más de diez mil de aquellas finas púas en la ropa de Roderick y después en su piel. El grito del delincuente, un grito de pura agonía, quedó interrumpido cuando las puntas penetraron en su garganta y le llenaron el buche de sangre. Los reflejos le hicieron sufrir una convulsión aunque el dolor lo había dejado prácticamente inconsciente. Y ése fue justo el movimiento que iba a aprovechar el nostato, tal y como le dictaba su desarrollo evolutivo. Las púas eran lo bastante finas y fuertes como para permanecer extendidas a medida que los músculos de su presa se flexionaban y les permitían desgarrar el tejido como si fuesen escalpelos en miniatura. Toda la capa exterior de la parte superior del torso de Roderick quedó desgarrada en mil pedazos y adquirió la consistencia de la gelatina. La sangre manó de su cuerpo al tiempo que se derrumbaba en el suelo, sangre que el nostato succionó con avidez a través del núcleo hueco de cada punta.
La primera contracción no tuvo la fuerza suficiente para introducir las puntas en el cráneo de Roderick. En su lugar, perforaron las zonas más blandas de la carne, arrancaron los ojos, las orejas, la nariz y le desgarraron las mejillas. Lo último que oyó cuando al fin perdió la conciencia fue un rugido aterrado procedente de Marlon y las explosiones de los muebles cuando los dos dispararon sus pistolas de iones en ráfagas aleatorias.
El día después de la excursión a Marte, Nigel despertó en la cama con sus esposas Nuala y Astrid. Ambas tenían una edad biológica de treinta y cinco o treinta y seis años, aunque, cronológicamente, las dos tenían más de cien años. Eran lo que él tendía a considerar las personalidades madre consuelo de su harén. Las buscaba siempre que quería un sueño tranquilo y reparador, y la noche anterior lo había necesitado más que nunca. Había sido una mala semana, había tenido que enfrentarse a los innumerables problemas que surgían de la avalancha de refugiados de los 23 Perdidos, y encima, la política de alto nivel del Gabinete de Guerra. Había pensado que Marte sería una buena distracción de los problemas con los que tenía que lidiar en el despacho. La típica respuesta a una crisis de los cincuenta: salir de detrás del escritorio y hacer algo práctico; pero había habido demasiados viejos recuerdos acechando entre aquel desolado y gélido paisaje que le habían tendido una emboscada a sus emociones. El antiguo y estropeado avión espacial había suscitado una sensación de culpabilidad totalmente inesperada. Cuando al fin habían regresado del planeta abandonado, lo había hecho de un humor sombrío.
Había visitado primero a Paloma y Aurelie, las últimas adquisiciones de su harén. Chicas en su primera vida que todavía no habían cumplido los veintiún años. Las dos eran hermosas, risueñas y de lo más candorosas. Entraban sin dudarlo en la categoría de atletas sexuales, con entrenadores personales para mantenerlas en forma y tonificadas, un presupuesto sin límites para completar su guardarropa y estilistas que les conferían la clase de elegancia que Nigel disfrutaba en todas sus mujeres.
Cada vez que salía de un rejuvenecimiento, su harén se componía sobre todo de chicas como ellas. Sólo cuando comenzaba a adentrarse en la década biológica de los treinta la proporción empezaba a invertirse y unas damas más seguras y estables componían la mayoría mientras iba surgiendo una nueva generación de niños. Como hijo único que había sido, Nigel siempre disfrutaba rodeado de una gran familia inmediata. Era algo que ningún rejuvenecimiento había alterado jamás. Como siempre en su caso, el universo humano se inclinaba para adaptarse a él con la presteza de un campo de gravedad alrededor de una estrella de neutrones. Nunca había problemas para encontrar mujeres dispuestas a entrar en su harén, cada día le enviaban miles de solicitudes íntimas. Su principal dificultad era revisarlas todas.
En ese momento sólo había cinco de las jóvenes y sexis. Nigel sabía que ninguna de ellas se quedaría más de un par de años. Las chicas como ellas nunca lo hacían, no eran tontas, con el tiempo se cansaban de la formalidad de la casa, del modo en que todo estaba estructurado alrededor de las preferencias del patriarca. A menos que tuviera hijos con ellas (poco probable en esos momentos), continuaban con su vida, igual que miles más antes que ellas.
Pero hasta ese momento le ofrecían el mejor sexo que podría desear. Sólo se fue después de retozar con Paloma y Aurelie durante casi dos horas, para ir a buscar a Nuala y Astrid que se acurrucaron contra él y le proporcionaron esa grata sensación de comodidad tan esencial para sumirse en un sopor profundo y sin sueños.
El desayuno, como siempre cuando la familia se encontraba en la mansión de Nueva Costa, se servía en la terraza. Él se sentaba a la cabecera de una larga mesa protegida del fulgor intenso blanco azulado de Regulus por un dosel de exuberantes parras cuyas amplias hojas filtraban la exótica luz del sol y la convertían en una suavidad más manejable. Las primeras ráfagas del seco viento de El Iopi acariciaban ya los campos y agitaban el follaje que se movía sobre él. Once de sus esposas se reunieron con él en la mesa y con ellas sus hijos, que iban desde Digby, de tres meses, a Bethany, que estaba a punto de cumplir los quince años. Varios de los miembros más veteranos de la familia que se alojaban en esos momentos en la mansión llegaron también con sus parejas. Era una comida animada y desenfadada que le puso la guinda al cambio de humor que había comenzado con su sereno sueño. Los pensamientos de Nigel habían cambiado de un modo considerable, lo que era un alivio. Sabía que su juicio se veía mermado cuanto más nervioso estuviera.
—¿Vas a realojar a los refugiados a los que está cuidando la Colmena? —preguntó Astrid. Estaba leyendo el periódico electrónico mientras comía fruta y un yogurt de miel—. Quiero decir, los están recibiendo muy bien y todo eso, pero no van a querer quedarse allí.
—A largo plazo desde luego que continuarán con su vida. Estamos muy ocupados designando los planetas de la fase tres y los últimos de la fase dos que pueden absorber a todos los refugiados. En cuanto a cuándo se pondrá en marcha el proyecto de asentamiento respaldado por la Federación, eso depende del Senado. Por ahora todo el mundo se está concentrando en proporcionar ayuda a los supervivientes.
—La mitad los volverá a absorber la sociedad convencional sin necesidad de ningún paquete de ayuda gubernamental —dijo Campbell—. La mayor parte son personas cualificadas que pueden integrarse en cualquier economía moderna, sólo será cuestión de encontrar un planeta con una base étnica que les convenga. Las compañías de Augusta ya han recibido muchas solicitudes de empleo. Al igual que otros 15 grandes.
—Aquí dice que las compañías de seguros no los van a compensar —dijo Astrid, su dedo bien cuidado daba golpecitos en el artículo del periódico electrónico con gesto acusador.
—Todas las compañías de seguros locales quedaron destruidas junto con sus planetas —dijo Nigel.
—Son sucursales de las grandes compañías —dijo su mujer—. Y lo sabes.
—Claro. Pero cualquier compensación va a tener que implicar al Gobierno. El índice Dow-Times sigue por debajo de los ocho mil, las financieras no pueden permitirse pagar trillones ahora mismo. Tenemos que concentrar nuestros impuestos en la Marina y en reforzar las defensas planetarias.
—¡Eso es una barbaridad! —exclamó Paloma—. Necesitan nuestra ayuda. Sufrieron por culpa de los estúpidos errores de Doi.
Nigel intentó no sonreír ante la justificada ira de su mujer. Tenía toda la indignación de la juventud, una fiereza que sólo acentuaba su atractivo.
—Yo promoví la misión del Segunda Oportunidad.
—Bueno, sí —Paloma se ruborizó—. Pero el Gobierno sabía que los primos eran una amenaza. Deberían habérsela tomado en serio.
—Eso se puede decir con la ventaja que da la perspectiva. Nos preparamos tan bien como cabría esperarse de cualquier cultura razonablemente civilizada.
—¿Van a volver, papi? —preguntó el pequeño Troy asomándose con angustia por encima del tazón de cereales.
—Es posible. Pero te prometo, os prometo a todos —dijo Nigel muy serio cuando vio que los otros niños lo miraban en busca de confianza—, que me aseguraré de que estéis a salvo. Todos. —Intercambió una mirada con Campbell, que hizo una mueca antes de volver con sus huevos benedicto.
Cuando Nigel terminó de desayunar, sintió la tentación de regresar al dormitorio de Paloma. Pero había una tonelada de trabajo que hacer así que puso rumbo al ala de la mansión donde mantenía sus despachos personales. Era un largo paseo.
Nigel nunca se había sentido del todo satisfecho con su mansión de Nueva Costa. Arquitectónicamente hablando era perfecta, claro, un cruce entre chateau de Hollywood y los petrodólares árabes; una estructura ligera y espaciosa con amplios arcos y rotondas elaboradas y divertidas. Ése era el problema, la había construido durante lo que había sido en esencia la era de expansión imperialista del TEC, cuando Augusta se estaba estableciendo como la fuente industrial principal de la Federación y él consolidaba su dinastía como monopolio del transporte interestelar. Como tal, la mansión era digna de un emperador, un reflejo del dinamismo económico que había iluminado todo aquel siglo. Se extendía por dos acres de un parque rodeado de bellos jardines, en el corazón de la megaciudad y era del tamaño de un pueblo pequeño. Se habían construido dos alas para albergar las oficinas ejecutivas que tenía en aquella época, regentadas casi de forma exclusiva por miembros de su dinastía que dirigían una amplia cartera política y económica. En aquellos días, él dirigía una importante parte de la floreciente Federación y ejercía una influencia directa sobre el resto.
Pero además del lado corporativo, también había que albergar a su familia personal: su harén, el séquito de éstas, el personal, un tropel de niños junto con sus niñeras y profesores. Había pocos monarcas medievales europeos que pudieran llegar a la altura de la corte de Nigel en cuanto a majestuosidad y tamaño. Pero las cosas habían cambiado mucho. El consejo ejecutivo de la dinastía gestionaba el TEC y el inmenso conglomerado industrial que poseía Nigel; la Corporación de Ingeniería de Augusta había asumido todas las responsabilidades del gobierno civil de ese mundo perteneciente a los 15 grandes, sus senadores cuidaban de los intereses políticos de la dinastía en colaboración con las otras dinastías, mientras que la oficina política vigilaba los cambios en otros mundos como si de una antigua agencia de inteligencia se tratara. Nigel seguía formulando las políticas, pero el duro trabajo de ponerlas en práctica lo realizaba la compleja pirámide de gestión que había desarrollado y modificado desde aquellos embriagadores tiempos del siglo XXII. En época más reciente, las matrices neuronales optimizadas y las conexiones internas ultra sofisticadas permitían a su mentalidad expandida monitorizar y manipular los acontecimientos a un nivel casi subconsciente, y desde luego a su cerebro de carne y hueso le ahorraban un tremendo montón de detalles. Con su nueva inteligencia semiartificial y optimizada y sus fiables consejos conectados entre sí, que eran los que hacían progresar sin problemas la dinastía, la mansión sobrevivía como una especie de reliquia de los viejos tiempos. Habían cerrado buena parte de los despachos originales y una de las alas del edificio se había convertido en lo que equivalía a almacenes, llenos de los detritus acumulados durante más de dos siglos por la familia directa de Nigel, sus mujeres e hijos, un número que pocas veces bajaba de treinta.
Cuando se instaló en su propio despacho, una habitación muy bonita en su sencillez comparada con el resto, con un antiguo escritorio de roble y paredes en tonos tierra, Nigel reflexionó sobre esos sistemas de gestión que tanto tiempo había pasado estableciendo y que no habían servido casi para nada durante la invasión prima. Los miembros más veteranos de la dinastía habían tenido que asumir el control directo de varios departamentos para gestionar la respuesta. El hecho de que la estructura de gestión no pudiera enfrentarse a un problema completamente inesperado era algo que iba a tener que revisarse de forma detenida. Sospechaba que era debido sobre todo a la autosuficiencia, a la suposición inconsciente de que la Federación jamás podría sufrir ningún cambio radical. Una auténtica estupidez, maldita sea. Los agujeros de gusano fueron el acontecimiento más radical que cayó jamás sobre la Tierra. Debería haberlo sabido.
Varios de los miembros más veteranos de la dinastía se reunieron con él en el despacho para los primeros análisis del día: Campbell, que había hecho un trabajo magnífico a la hora de orquestar la evacuación; Nelson, el jefe de seguridad de la dinastía y vigésimo hijo de Nigel, nacido cuando su padre comenzó a tener más de una esposa a la vez; Perdita, su directora de prensa, que coordinaba muchas operaciones con Jessica, la senadora de Augusta, un cargo que llevaba ostentando setenta años. Cuando Nigel miró a su alrededor se le ocurrió que todos pertenecían a las tres primeras generaciones. ¿Quizá sea hora de dejar que la cuarta suba hasta este nivel? No hay arrogancia peor que la comodidad que provoca la familiaridad. En cuyo caso, ¿por qué tiene que ser la cuarta? ¿Por qué no la decimoquinta o la vigésima? No es que no sean tan capaces como el resto.
Benjamin Sheldon fue el último en llegar, primer nieto de Nigel e interventor de la dinastía. Nigel siempre había sospechado que aquel hombre era un poco autista, su devoción a los detalles era insoportable y sus matrimonios nunca duraban mucho. No parecía vivir del todo en este universo. Las finanzas eran su vida. Se había hecho cargo de la dirección de la división de cuentas del TEC el día de su vigésimo octavo cumpleaños y consideraba que sus periodos de rejuvenecimiento no eran más que una tremenda molestia. Sus matrices de incremento de memoria estaban entre las más exhaustivas conectadas jamás a un ser humano; de hecho, los implantes habían aumentado el tamaño de su cráneo en un diez por ciento. Dado que no había remodelado su cuerpo, aparte del cuello, para mantener la proporción, era inevitable que su aspecto atrajera las miradas.
Cuando se conectó el escudo electrónico y selló el despacho, Daniel Alster cogió una silla y se sentó un poco apartado de los tres canapés en los que se acomodaron los miembros más antiguos de la dinastía.
—¿Algún problema nuevo? —preguntó Nigel.
—Estamos muy ocupados conteniendo los antiguos, gracias —dijo Campbell.
—En un modelo de Estado estable extrapolado de nuestra posición actual, en once años habremos recuperado todo lo que hemos perdido —dijo Benjamin—. Los vectores de crecimiento son positivos una vez que el reasentamiento de los desplazados haya concluido.
—No será un Estado estable —dijo Nelson—. Los primos atacarán otra vez para anexionarse más de nuestros mundos. El coste de defendernos de ellos será extraordinario.
—Y eso si lo conseguimos —murmuró Nigel.
Los otros miembros de la dinastía lo miraron un poco sorprendidos, el cura que juraba en la iglesia.
—Es la única opción que me he tomado en serio desde que comenzó toda esta debacle —dijo Nigel—. Por eso comencé el proyecto del bote salvavidas.
—¿Has elaborado los parámetros de uso? —preguntó Jessica.
—Creo que reconoceremos el momento cuando llegue. Ahora mismo, nuestro departamento de desarrollo de armas avanzadas está produciendo resultados al fin y espero que se pueda derrotar a los primos de un modo u otro.
—¿El Gabinete de Guerra no aprobó el genocidio? —preguntó Perdita—. Ahora mismo la opinión pública está a favor, desde luego.
—Acordamos en principio que ese tipo de acciones era el último recurso.
—Típico de los políticos —gruñó Nelson.
Jessica esbozó una sonrisa dulce.
—Bueno, muchas gracias.
—¿Un número de víctimas mortales que se acerca a los cuarenta millones y sólo es una opción? No se puede decir que estemos en nuestro mejor momento, diría yo.
—Es obvio que hay una dimensión moral en esa decisión —dijo Nigel—. Pero también existe la posibilidad de que los sancionadores cuánticos de Seattle no sean suficientes. A pesar de todo su loco antagonismo, los primos no son idiotas. A estas alturas se habrán establecido en otros sistemas estelares. El genocidio total será difícil de lograr y verificar.
—¿Quieres decir que tendremos que poner nuestras armas a disposición de la Marina? —preguntó Nelson.
—No estoy a favor de eso —le dijo Nigel—. La verdad es que es un arma de la que preferiría que nadie más supiera nada, y mucho menos que poseyera. Ese maldito trasto me asusta hasta a mí.
—Ésa es una reacción razonable —dijo Jessica con aire sombrío—. No me gusta el hecho de que exista, pero ya que lo hace, no quiero que la controle nadie más.
—Los sancionadores cuánticos ya son bastante horrendos —dijo Nelson—. Sólo es una cuestión de magnitud lo que hay implicado en esta situación. Tener el dedo de la dinastía en el gatillo no es más que una simple muleta psicológica. Un arma capaz de provocar el fin del mundo es un arma capaz de provocar el fin del mundo, da igual si destruye un planeta o un sistema estelar entero, es como preocuparse por cuántos ángeles pueden bailar sobre un alfiler.
—Nuestra arma puede destruir más de un sistema estelar —dijo Nigel con pesar.
—Si se puede construir, se construirá —dijo Campbell—. Si no lo hacemos nosotros, lo hará otro, e incluyo a los primos en esa afirmación. Tampoco es que tengamos que preocuparnos porque la utilicen otras dinastías. Ya no tenemos ese tipo de conflictos.
—Ahora no —dijo Jessica—. Pero afrontémoslo, todavía hay suficientes políticos megalómanos por ahí, y no me refiero sólo a los mundos aislados. Tenemos que tener mucho cuidado a la hora de revelar el potencial de lo que tenemos al resto de la Federación.
—Y supongo que la IS tampoco estará muy contenta con este logro concreto —dijo Nelson.
Nigel sonrió. No era que confiara demasiado en la IS pero tampoco la consideraba un ente malévolo, y la suspicacia de Nelson rayaba en la paranoia, como cualquier buen especialista en seguridad.
—No lo sabe todavía —dijo Nigel—. Y bien podría estarnos agradecida si los primos tienen tanto éxito en su próxima incursión como con los 23 Perdidos.
—¿Entonces la usarías contra ellos aquí? —preguntó Campbell—. ¿O es sólo para defendernos si tenemos que huir?
—No pienso abandonar la Federación sin luchar —dijo Nigel—. Eso sería inhumano. La raza humana tiene defectos de sobra, pero no merecemos morir por ellos.
—Mi especie, para bien o para mal —dijo Jessica.
Perdita le dedicó una mirada irritada.
—Tenemos razón. Y no somos los únicos que lo piensan. Es obvio que los constructores de la barrera pensaban lo mismo de los primos.
—Por desgracia, ellos tenían muchos más recursos tecnológicos que nosotros —dijo Campbell—. Lo que les proporcionaba una variedad de opciones mucho más amplia. Que yo sepa, nosotros sólo tenemos una. Nigel, ¿de verdad vas a esperar hasta que nos invadan otra vez para creer que está justificado que usemos nuestra arma contra ellos?
—No es que me esté armando de valor —dijo Nigel, un poco picado—. Para empezar, no estamos más que en la fase de diseño, todavía. En segundo lugar, la Marina va a encontrar la Puerta del Infierno. Si se puede borrar eso del mapa con misiles Douvoir, o, lo que es más probable, con los sancionadores cuánticos del proyecto Seattle, el problema entero quedará pospuesto, años enteros seguramente. Y eso bien puede abrir nuestras opciones. Es posible que incluso encontremos a los constructores de la barrera y podamos persuadirlos para que la restablezcan.
—¿No creerás eso? —preguntó Jessica.
—No —dijo Nigel con sequedad—. Fuimos nosotros los que creamos este problema y nosotros los que tenemos que resolverlo.
Cuando terminó la reunión, Nigel les pidió a Perdita y a Nelson que se quedaran un momento. En ese momento se tomaba un chocolate caliente que la doncella robot le había llevado al estudio. Había la cantidad justa de nata montada encima, complementada por una nube dulce medio derretida. El sabor era pura perfección. Lo había preparado su chef, nunca le había gustado que los robots prepararan la comida.
—Un par de cosas —les dijo—. Perdita, ¿cuál es la opinión que tiene el público en general de mí y la dinastía? ¿No están echando la culpa? Después de todo, fuimos los que más apoyamos la misión del Segunda Oportunidad.
—Nada demasiado grave en los medios —le respondió ella—. Unos cuantos presentadores y comentaristas menores han lanzado alguna pulla barata, pero ahora mismo todo el mundo está demasiado cabreado con la Marina por no oponer una mejor resistencia. El modo que tuviste de enfrentarte en persona a los agujeros de gusano que había sobre Wessex supuso un factor positivo enorme. Tu valoración personal es bastante alta. Disfrutas de mucho más respeto que Doi en estos momentos, aunque Kantil está siendo bastante astuta al mantener el antagonismo dirigido contra la Marina.
—Y demos gracias —dijo Nigel mientras mordisqueaba la nube dulce. Sus programas neuronales estaban revisando y puliendo los datos de las matrices de la dinastía, sacando todo lo que podía encontrar sobre Ozzie—. Hiciste un gran trabajo a la hora de suprimir la historia sobre Randtown —le dijo al final a Perdita—. Ozzie se iba a cabrear muchísimo si se hiciera público. —A pesar de toda su supuesta personalidad tierna y bohemia, Ozzie podía mostrarse muy susceptible sobre ciertos aspectos de su vida privada.
—Las otras dinastías cooperaron bastante con los noticieros —dijo la directora de prensa con modestia—. Y la IS ayudó con un gusano comedatos para los mensajes que consiguieron filtrarse en la unisfera.
—Eso parece. Qué interesante. Sé que a Ozzie le gusta pensar que tienen una relación especial, pero en este caso creo que hay algo más. —Miró a Nelson—. No pareces tener mucho sobre Mellanie Rescorai.
—Lo que tenemos es un resumen razonable —dijo Perdita—. Era la novieta de un director ejecutivo hasta que a él lo arrestaron por un caso de pérdida de cuerpo que causó sensación. Después de eso, la chica protagonizó un drama de TSI de porno blando y luego pasó a hacer reportajes. Alessandra Baron se quedó con ella y ahora se han enfadado. En el negocio se chismorrea que Alessandra estaba ofreciendo los favores de la chica a sus contactos políticos a cambio de información. Eh… —Perdita carraspeó con aire divertido—. Quizá quieras preguntarle a Campbell si es verdad. En cualquier caso… Mellanie terminó negándose y se separaron en muy malos términos, también según se dice en el negocio. Miguel Ángel la fichó directamente. La carrera habitual en los medios.
—Pero no en tan poco tiempo —dijo Nigel. Una imagen de Mellanie se coló en su visión virtual, un plano publicitario de un TSI llamado Seducción Asesina; la joven iba vestida con un conjunto de lencería de encaje dorado que realzaba un cuerpo extraordinario. Nigel se detuvo en pleno sorbo. La chica tenía una barbilla más bien prominente y la nariz chata, pero eso no evitaba que su imagen le dedicara una sonrisa del demonio. Por un momento tuvo auténticos deseos de acceder a ese TSI—. Tu expediente dice que su novio es Dudley Bose. ¿Es eso cierto?
—Creo que fue la última persona con la que Baron la envió a acostarse —dijo Perdita—. Llevan juntos desde entonces.
Nigel frunció el ceño. Ni siquiera tenía que acceder a ningún archivo para recordar la desastrosa ceremonia de bienvenida que la Marina había organizado para Bose y Verbeke. Bose no había sido la más impresionante de las personas en ninguna de sus reencarnaciones, ni antes ni después del vuelo del Segunda Oportunidad.
—Extraña elección, tanto para ella como para él.
—¿Quizá él le hiciera ver lo errada que estaba? —sugirió Perdita—. Sentarán la cabeza juntos y tendrán diez críos.
—¿Así que se fue y firmó con Miguel Ángel? —gruñó Nigel—. No. Aquí hay algo que no encaja. No tenemos ningún archivo de que llegara a conocer a Ozzie, así que no hay razón para que esa chica tuviera acceso al asteroide. Ninguna de sus ex lo tiene. Y a juzgar por los informes de Randtown, se enfrentó ella sola a los primos. Lo que me hace sospechar ciertas cosas. —Le lanzó a Nelson una mirada perspicaz—. ¿Es otra de las suyas?
—Eso parece.
—¿Otra qué? —preguntó Perdita.
—Otra observadora de la IS —dijo Nelson—. O espía, dependiendo de cómo lo veas. Sabemos que la IS no es tan pasiva como siempre afirma. Tiene a varias personas como Mellanie fisgando en áreas de actividad humana de las que de otro modo estaría excluida.
—No tenía ni idea. ¿Y qué quiere?
—No lo sabemos —dijo Nigel—. Pero por eso mantengo a Cressat fuera de la unisfera, nos proporciona un auténtico refugio. Y ahora que hemos visto lo que hizo con el agujero de gusano de Ozzie, por fin tengo una justificación.
—No fue con mala intención —dijo Nelson—. De hecho, salvó a Mellanie y los otros humanos de Randtown.
—Lo sé. Por eso no me preocupa demasiado. Sin embargo, sigue siendo un enigma y dada nuestra situación bélica actual, eso significa que no podemos fiarnos por completo de ella.
—¿Entonces qué quieres hacer con Mellanie? —preguntó Nelson.
Nigel canceló la imagen de la joven antes de dar una respuesta bastante poco apropiada, pero el caso es que aquella chica sería una añadidura magnífica a su harén.
—Una observación discreta. Y pon a un buen equipo. La IS estará alerta para cuidarla.
—La tendremos cubierta dentro de una hora.
—Bien. Y hay otra cosa que odio hacer. No puedo creer que Ozzie no se pusiera en contacto después del ataque de los primos. Averigua dónde está, Nelson. Necesito saber si está vivo o muerto.
Era Seguridad del Hogar Donald Bell la que tenía el contrato del 1800 de Briggins, una empresa privada con una autorización de la policía de Ciudad Lago Oscuro. Podían arrestar y retener a cualquiera que creyeran que estaba allanando las propiedades de sus clientes, e incluso se les permitía descargar armas de fuego si los amenazaban con una fuerza letal.
La alarma que se disparó en su centro de control informó que la puerta del búngalo se había abierto sin el código correcto. Uno de los operadores llamó y vio que el propietario, el señor Cramley, figuraba como fuera de la ciudad en esos momentos. Despacharon un coche patrulla cercano y se alertó al distrito policial de Olika que su personal estaba investigando un incidente sospechoso.
Apenas un minuto después, la alarma cambió y se convirtió en una alerta de incendio, con los sensores internos del búngalo informando de varios puntos calientes peligrosos que estaban creciendo. El operador del centro de control llamó de inmediato a los bomberos. Se despacharon dos equipos.
Cuando el coche patrulla de Seguridad del Hogar aparcó junto al 1800 de Briggins, los agentes de su interior esperaban enfrentarse a un simple allanamiento con vandalismo de poca importancia. No era el tipo de delito habitual que se daba en Olika, pero aquéllos eran tiempos conflictivos. Bajaron los visores de sus flexoarmaduras y entraron a toda prisa por la verja para ver si los culpables seguían en el interior.
Las llamas ya rodeaban las amplias ventanas arqueadas del salón y arrojaban haces de luz naranja sobre el césped. Los agentes entraron por la puerta principal con las pistolas semiautomáticas de diez milímetros en la mano, preparados para cualquier problema que pudiera surgir. Cuando llegaron al salón los recibió una escena confusa. Varios muebles ardían con fiereza y el suelo del parqué y las alfombras estaban empezando a prenderse. Unas llamas largas lamían las paredes curvadas y jugueteaban contra el techo. En el suelo había dos racimos de grandes bolas de pelo. Se movían un poco, entrechocando uno contra otro. El parqué que los rodeaba estaba cubierto de un líquido negro y reluciente que burbujeaba como el alquitrán y echaba vapor por culpa del intenso calor.
Uno de los nostatos se aplastó un poco y levantó la mitad delantera con pereza hacia los dos estupefactos agentes. Éstos se quedaron mirando horrorizados la sección del cadáver que reveló el movimiento. Fuera quien fuera la víctima, había quedado reducida a jirones de carne enmarañada alrededor de huesos ensangrentados. Las cerdas inferiores del nostato estaban empapadas de sangre.
Ambos agentes se quedaron inmóviles durante un momento y luego empezaron a disparar. Los hinchados nostatos explotaron y salpicaron de sangre las flexoarmaduras.
Fue necesario un cuarto de hora para controlar el fuego. Los robots bombero se abrieron camino entre las llamas, extendiendo espuma por donde pasaban. Más de un tercio del búngalo quedó destrozado y el resto sufrió daños considerables por culpa del humo. La estructura de coral seco en sí no ardió, pero el calor había matado a la mayor parte. Lo que significaba que el propietario tendría que derribar la casa entera y volverla a cultivar.
La policía y el personal de Seguridad del Hogar rodearon la casa mientras se controlaban las llamas, con las armas activadas y preparadas para disparar contra cualquier nostato que pudiera huir del incendio. Después barrieron las destrozadas habitaciones por si había sobrevivido alguna de las criaturas.
Una furgoneta del departamento forense de Ciudad Lago Oscuro llegó al amanecer, embolsaron los restos de los intrusos y se los llevaron para realizarles un examen forense. El personal de Investigación de la Escena del Crimen deambuló por la casa, realizó una grabación de la zona y tomó unas cuantas muestras. Parecía un caso relativamente claro: un allanamiento oportunista que no había podido salir peor. La policía emitió una solicitud para que Paul Cramley regresara para interrogarlo, y presentó una demanda preliminar de multa por tener dentro de los límites de la ciudad alienígenas no inteligentes peligrosos e ilegales. El señor Cramley no respondió a ninguna de las llamadas que se hizo a su dirección de la unisfera.
Al mediodía, el lugar se entregó de nuevo a Seguridad del Hogar. Formaba parte del contrato proteger la propiedad hasta que regresara el propietario y asumiera su responsabilidad.
Un abogado que representaba al señor Cramley llegó a la comisaría de policía de Olika a las dos en punto de esa tarde, pagó la considerable multa por violar la ley de alienígenas peligrosos y dio garantías de que no se repetiría el delito, para lo que pagó una fianza de cinco años que garantizaba la conformidad. El abogado se dirigió después al centro de control de Seguridad del Hogar y firmó la devolución del 1800 de Briggins, con lo que asumía toda la responsabilidad de la propiedad. Los guardias se fueron a casa.
El taxi de Mellanie se detuvo junto al búngalo apenas pasadas las cuatro de la tarde, respondía a un mensaje que Paul le había dejado en el buzón de su mayordomo electrónico. Ya habían reparado la cerradura de la verja. Zumbó y se abrió igual que antes.
La joven se abrió camino por el ennegrecido interior del búngalo, arrugando la nariz ante el olor a plástico quemado y otros vapores que no se habían disipado todavía por completo. Las cenizas y el parqué quemado crujían bajo sus elegantes zapatos de salón rojos y dorados. Seguramente había sido un error ponerse tacones.
La pequeña piscina circular del centro del búngalo seguía intacta, aunque varias de las puertas del patio que llevaban a ella estaban aplastadas y sus bordes de metal se habían combado por culpa del calor. Las hojas flotaban en un agua que llevaba un mes sin filtrarse. Mellanie miró a su alrededor con curiosidad.
—¿Paul?
El agua empezó a borbotear. Mientras ella miraba la piscina, apareció un remolino en el centro que se fue profundizando hasta convertirse en un cono. En menos de un minuto el agua se había vaciado y dejado los muros de mármol chorreando. Al otro lado de los escalones se abrió una puerta como un iris.
Mellanie arqueó una ceja al verla.
—Ingenioso —comentó. Se quitó los zapatos y bajó por los resbaladizos escalones. La puerta era de plástico corrugado barnizado para que pareciera mármol; había un estrecho pasillo de cemento detrás con bandas polifotónicas por el techo. Dibujaba un ángulo hacia abajo bastante pronunciado.
A los diez metros, la joven dobló de repente una esquina. El suelo se niveló y el pasillo terminó en una habitación amplia y bien iluminada. Tenía las mismas paredes limpias y tintadas de verde que Mellanie asociaba con un quirófano, y también un ambiente parecido, seco y fresco. Varios montones altos de equipo electrónico se alzaban en un círculo holgado alrededor de lo que parecía un ataúd transparente. Paul Cramley yacía dentro, flotando en un líquido rosa translúcido. Estaba desnudo, con la cara cubierta por una máscara cónica de carne lisa cuyo vértice se fundía en un grueso tubo de aire de plástico que se metía serpenteando en un enchufe que había en la esquina superior del ataúd. Cientos de filamentos no más gruesos que un cabello brotaban de la piel que le recorría la columna y cada pocos centímetros se trenzaban varios grupos y se introducían en gruesos fajos de cable de fibra óptica.
Mellanie se acercó al ataúd y miró. El fluido rosa y viscoso magnificaba el cuerpo antiguo y descarnado de Paul de un modo del que ella hubiera preferido prescindir, pero vio que seguía vivo y que su pecho se alzaba y caía con un ritmo lento y regular.
Se iluminó un portal en una de las vitrinas y apareció la imagen de un hombre joven. Tenía muchos de los rasgos de Paul.
—Hola, joven Mellanie, bienvenida a mi guarida.
Mellanie miró el cuerpo y luego el portal.
—Un montaje muy guay. Paranoico pero guay.
—Estoy vivo, ¿no? —La imagen sonrió.
De hecho, era una cara bastante atractiva, pensó Mellanie, cosa que la alteró más de lo que quiso admitir.
—¿Te han herido? ¿Esto es un tanque de rejuvenecimiento?
—En absoluto. Esto es una unidad de interfaz máximo. Mi sistema nervioso está completamente conectado a la gran matriz que hay aquí, en la cripta; cada sensación que tengo es, de hecho, un impulso artificial. Tú tienes visión virtual, yo tengo olfato, gusto, temperatura, tacto, oído, todo virtual. Lo que mi cerebro interpreta como caminar es en realidad una instrucción direccional para acceder a secciones de la unisfera y las matrices conectadas con ella. Mis manos pueden manipular programas y archivos a un nivel asombroso, y todo a una velocidad acelerada.
—Morty siempre decía que eras un auténtico internauta.
—Y qué razón tenía.
—¿Qué pasó aquí anoche, Paul?
—No fue un allanamiento, los enviaron aquí para matarme. Utilicé un impulso electromagnético concentrado contra sus implantes y… la naturaleza siguió su curso. Por no mencionar la estupidez.
—¿Quiénes eran?
—Buena pregunta. ¿Te gustaría empezar a negociar?
Mellanie sintió de repente que estaba empezando a perder su primera posición de ventaja. Había subestimado a Paul de un modo patético en su primer juicio y todas las pistas habrían estado allí si se hubiera molestado en pensar un poco. ¿Un empobrecido y sórdido tipo de cuatrocientos años? ¡Venga ya!
—Ya me debes a Alessandra Baron por contarte lo del aviador estelar.
—Muy bien. Baron estaba recibiendo y enviando una gran cantidad de mensajes cifrados a través de la unisfera.
—¡Ajá!
—Por desgracia, los monitores de protección que utiliza son excelentes. La persona que los maneja, de hecho, consiguió rastrear mi propia operación. Lo cual es todo un logro. Aparte de la IS, sólo conozco a una docena de internautas en toda la Federación que puedan presumir de ese tipo de habilidades. Esta persona desconocida tiene un nivel de habilidad equivalente al mío, una novedad que me parece más inquietante que el hecho de que la IS proteja a Paula Myo. Es obvio que Baron tiene algo muy grave que esconder.
—Eso ya te lo dije yo. Y es probable que fuera el aviador estelar el que te rastreó. Necesito saber quién más está implicado.
—Para empezar, Marlon Simmonds y Roderick Deakins, los dos que irrumpieron anoche en mi búngalo.
—Pues qué bien, Paul, tus espeluznantes animalitos alienígenas ya se ocuparon de ellos.
—Un poco de paciencia, Mellanie. Son los contactos lo que resulta interesante. Una vez que descubrí su identidad, accedí a sus cuentas bancarias. Ambos recibieron ayer un pago de cinco mil dólares de Oaktier. El dinero se transfirió desde una cuenta de un solo uso que se abrió más o menos tres horas después de que Baron fuera consciente de mi interés por ella.
—¡Maldita sea!
—Cuenta que rastreé hasta una cuenta corporativa de la Tierra, una cuenta del banco Denman de Manhattan.
Mellanie le lanzó al rostro joven del portal una mirada sobresaltada.
—¿Has rastreado una cuenta de un solo uso? Creí que eso era imposible.
—Eso quisieran los bancos que creyéramos. Es muy difícil pero puede hacerse. Hay ciertos fallos en el procedimiento de establecimiento del uso único que se pueden explotar y que hasta los servicios de seguridad intersolares desconocen. Yo los conozco porque antes conocía a alguien que conocía a alguien que estuvo implicado en la escritura del programa original. ¿Significa algo para ti el nombre de Vaughan Rescorai?
—¡El abuelo!
—Tu tatarabuelo, según creo.
—¿Lo conociste? —preguntó Mellanie, sorprendida.
—Los megainternautas somos una comunidad pequeña y cerrada. Vaughan era un buen hombre.
—Sí. Sí que lo era.
—Fue así como te pusiste en contacto con la IS, ¿no?
—Sí —admitió la joven.
—Eso me pareció. Tu secreto está a salvo conmigo.
—Gracias, Paul. ¿Cómo se llama la empresa?
—Bromley, Waterford y Granku. Son un bufete…
—De Nueva York, en la Tierra.
—¿Has oído hablar de ellos?
—Sí. Algunos de sus socios estuvieron implicados en una estafa relacionada con Dudley Bose. Creo que el aviador estelar los utilizó para financiar la observación del encierro de Dyson Alfa.
—Que terminó con el vuelo del Segunda Oportunidad, el hundimiento de la barrera y en último extremo, los 23 Perdidos. Ya veo. No cabe duda que encaja con tu teoría. Conseguí rastrear algunas de las comunicaciones de Baron antes de que sus contramedidas me obligaran a retirarme. Dos de ellas iban dirigidas a un tal señor Pomanskie, en Bromley, Waterford y Granku.
—Coño. Estaba en la junta de la sociedad benéfica educativa Cox.
—Sospecho que Pomanskie, o algún lugarteniente de rango inferior, contrató a Simmonds y Deakins para poner fin a mi espionaje electrónico.
—Sí, es muy probable. ¿Puedes meterte en las cuentas de Bromley, Waterford y Granku para ver qué otros pagos han estado haciendo?
—Puedo, pero necesitaría un incentivo.
Mellanie suspiró y ladeó la cabeza hacia un lado.
—¿Qué quieres?
—Información. Baron no ha sido la única que ha ocupado mi tiempo. Hay un buen número de cosas interesantes ocurriendo en la Federación en estos momentos.
—¿Por ejemplo?
—¿Sabías que se están formando varios consorcios para fabricar, «botes salvavidas»?
—No. ¿Qué botes salvavidas?
—Hay algunas dinastías intersolares, familias de grandes y simples billonarios normales y corrientes que no tienen muy claro que nuestra resplandeciente Marina de la Federación sea capaz de derrotar a los alienígenas-primos. Así que, con toda discreción, están canalizando fondos hacia enormes naves estelares colonizadoras con un alcance transgaláctico. Ya se están produciendo diecisiete de esos navíos y se están diseñando al menos otros doce, que yo sepa. Cada uno de los 15 grandes alberga por lo menos uno de los proyectos. Los botes salvavidas pueden dar cabida a varias decenas de miles de personas en suspensión, junto con toda la cibernética industrial necesaria para establecer una sociedad humana tecnológica avanzada que puede instalarse desde cero en un mundo nuevo.
—Qué hijos de puta —exclamó Mellanie. Incluso después de todo el tiempo que llevaba conviviendo con los ultrarricos y sus lacayos políticos, la idea de que se dieran media vuelta y echaran a correr la cogió por sorpresa—. ¿Van a dejarnos aquí para que hagamos todo el trabajo sucio por ellos?
—Vamos, Mellanie, no gimotees como un guerrero bolchevique, es una precaución de lo más sensata. Justo lo que me esperaba de esa clase. ¿No me digas que no saltarías a bordo si te ofrecieran una plaza?
La joven miró el ataúd de Paul con el ceño fruncido.
—Miguel Ángel me ofreció un reportaje para hablar de todas las personas que están emigrando al Ángel Supremo. Todos creen que los sacará de allí volando si ocurre lo peor.
—El Ángel Supremo es una buena apuesta, sobre todo si no se tiene dinero de verdad; aunque no se puede decir que vayan a estar al mando de su propio destino. Quién sabe dónde los llevará esa criatura mecánica o cuál es su motivo último.
—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo?
—Quiero saber qué bote salvavidas tiene más probabilidades de éxito.
—¿Te vas?
—Digamos sólo que voy a comprar un billete. Confío hasta cierto punto en nuestra habilidad militar y desde luego he visto la clase de atrocidades tecnológicas que pueden producir los científicos especialistas en armamentos de nuestra especie cuando surge la necesidad. Pero los primos tienen también una cantidad extraordinaria de recursos disponibles y pueden utilizarnos contra nosotros. Como ya he dicho, es una precaución sensata.
Mellanie sacudió la cabeza, no sabía muy bien si por desesperación o asco.
—¿Y dónde entro yo?
—Hay una omisión bastante patente en los proyectos de los botes salvavidas. No encuentro ninguna información sobre los Sheldon, no sé si están construyendo uno. Y he mirado, por todas partes.
—Quizá no sean unos cobardes, ¿se te ha ocurrido eso?
—La cobardía no forma parte de la ecuación. Nigel Sheldon no es idiota. Estará tomando todas las precauciones posibles para salvaguardarse él y su dinastía. La cantidad de recursos financieros que se deben invertir en una nave estelar así es insignificante en términos macroeconómicos, sobre todo para él. Va a construir uno, es de suponer que lejos de miradas curiosas y programas de monitorización inconvenientes. Lo que significa que sólo puede estar en un lugar, su mundo privado, Cressat. De hecho, creo que habrá más de una nave; después de todo, tiene una dinastía muy grande. Una flota garantizaría el éxito, sea cual sea la parte de la galaxia en la que terminen.
—¿Y tú quieres que yo lo averigüe? ¿Que exponga el proyecto más secreto del hombre más poderoso de la Federación?
—Eres periodista de investigación, ¿no? Además, me imagino que la IS estará deseando ayudarte en este caso.
Mellanie tuvo que sonreír ante la irónica sensación de déjà vu.
—¿Y me van a dar un coche volador? —murmuró.
—Si cae la Federación, estaría dispuesto a llevarte conmigo.
—¿Qué? —Mellanie había creído que era inmune a cualquier otra sorpresa ese día.
—Eres lista, atractiva, joven, dura y toda una superviviente. Me sometería a un rejuvenecimiento durante el viaje. Creo que sería un matrimonio divertido.
—¿Te estás declarando?
—Sí. ¿Es que todavía no se te ha declarado nadie, joven Mellanie?
La periodista pensó en los cientos de proposiciones de matrimonio que le enviaban cada día sus admiradores o, sencillamente, personas que habían accedido poco antes a una copia de Seducción Asesina.
—No eres el primero —admitió.
—¿Eso ha sido un sí? Ahora mismo no me resulta fácil hincar una rodilla en tierra; e incluso si estuviera fuera de la unidad de interfaz, mi artritis me da guerra con algo crónico.
—¡Uau, qué romántico!
—No dejes que te predisponga una diferencia de edad de cuatrocientos años. Ya he tenido esposas de todos los grupos de edad concebibles. No esperarás que Morton regrese de su heroica misión, ¿verdad? Piensa en términos prácticos, Mellanie. No tiene muchas probabilidades a su favor.
—Sé cuáles son sus probabilidades y la respuesta sigue siendo no. —Aunque ese rostro joven es guapo y tiene una sonrisa la mar de maliciosa. ¡No!
—Lo entiendo. Mi oferta sigue en pie. Y tu respuesta no perjudica nuestro trato. Jamás se debería mezclar el trabajo con el placer.
—Como si no lo supiera. Pero no entiendo por qué crees que puedes meterte en el bote salvavidas de los Sheldon. No eres miembro de su dinastía. —La joven hizo una pausa—. ¿O sí?
La imagen lanzó una risita.
—No por nacimiento. Pero dos de mis esposas eran Sheldon, una de ellas un miembro bastante antiguo. Tengo cinco hijos que son Sheldon, dos de los cuales pertenecen al linaje directo, sexta generación, y desde luego han producido un número importante de descendientes. Por gracioso que te parezca, tengo más posibilidades en el bote salvavidas de los Sheldon que en cualquiera de los otros. Allí tengo cierta influencia. Una vez que determine cómo está la situación, podré hacer mi jugada. ¿Entonces intentarás entrar en Cressat por mí para ver qué es lo que está pasando allí?
—Es probable que pueda reunirme con Miguel Ángel y venderle la idea de investigar un supuesto bote salvavidas de los Sheldon. De ese modo no quedaré expuesta del todo. ¿Qué te parece?
—Bastante bien. ¿Pero te das cuenta que Baron sabrá que fuiste tú la que me puso sobre su pista? El contacto que tuvimos en Oaktier es imposible de cubrir. Puedes esperar una visita de personas como Simmonds y Deakins, si no es alguien mucho peor.
Mellanie levantó los hombros.
—Sé cuidarme sola.
—Estoy seguro, joven Mellanie. Tengo curiosidad. ¿Tienes algún arma? ¿Una pistola de cualquier tipo?
—No.
—¿Me permites que te sugiera que te compres una? Puedo darte el nombre de un distribuidor clandestino muy fiable.
—No soy ninguna guerrera, Paul. Si necesito protección física, contrataré a un experto en seguridad.
—Como quieras. Pero, por favor, ten cuidado.
—Claro.
Mellanie cambió de taxi tres veces antes de volver al motel en el que se alojaban en el distrito de la Orilla derecha. Y cada una de las veces pagó en metálico. El hecho de que los internautas de Alessandra pudieran rastrear a Paul era una novedad inquietante. Incluso con los implantes de la IS que tenía, ella no tenía la habilidad de Paul, lo que le dejaba sintiéndose extrañamente vulnerable.
Su pequeño chalé estaba al final de una larga hilera que se curvaba alrededor de una piscina mugrienta. Sólo otros dos tenían coches aparcados fuera. Todavía no era lo bastante tarde como para que las dientas principales del motel comenzaran a utilizar sus habitaciones lóbregas y utilitarias para sus encuentros profesionales, los que se pagaban por horas.
El chalé estaba hecho de paneles de compuesto baratos que habían perdido todo el color bajo el fuerte sol de Oaktier. Unas largas grietas cubrían los bordes como telarañas, exponiendo las fibras de boro que los reforzaban y que ya se estaban deshilachando. La puerta de color rojo desvaído emitió un sonoro crujido cuando la empujó.
Todas las persianas estaban cerradas, lo que permitía que sólo unos finos rayos del sol vespertino se colaran entre las rendijas que quedaban entre ellas. El aire acondicionado no funcionaba. En el interior hacía un calor asfixiante y los viejos paneles gruñían al ir cambiando las cargas termales. Dudley estaba acurrucado en la cama con los ojos clavados en la pared.
—Tenemos que irnos —le dijo Mellanie. ¿Y cuántas veces había pronunciado esa misma frase desde Randtown?
—¿Por qué? —gruñó Dudley de mal humor—. ¿Es que te vas a verlo otra vez?
Mellanie no preguntó a quién se refería con ese «verlo», no pensaba jugar a ese juego. Además, el recuerdo era demasiado fuerte, la salida de la sala de descanso al barracón principal. Tenía la blusa rasgada sin remedio así que había tenido que coger prestada la camiseta de deportes de color morado oscuro de Morton para ponerse algo. Los dos sonreían como colegiales traviesos mientras el resto de las Garras de la Gata silbaban y se burlaban al ver la pinta que tenían.
Mellanie le había dado un último beso lento en la puerta abierta, apretándole las nalgas con las manos.
—Volveré pronto —le había prometido Mellanie.
Eso había sido dos días antes y quería volver ya, sentir el cuerpo de aquel hombre apretado contra el suyo. La maravillosa confianza de los viejos tiempos, cuando la vida era más sencilla y mucho más fácil.
Dudley, por supuesto, se había embarcado en dos días de morros con sólo pensar que un antiguo amante había vuelto a la vida de su novia. Ésta no había admitido en ningún momento haberse acostado con Morton, pero era bastante obvio lo que habían estado haciendo. Para empezar, ella todavía llevaba la camiseta de Morton al volver al chalé.
—No, Dudley. Aún voy a tardar un tiempo en visitar a Morty. Tenemos que ir a la Tierra. Voy a venderle otra idea a Miguel Ángel, quiero investigar las naves estelares de las dinastías. —Jamás había estado tan cerca de dejarlo tirado sin más. Era una sensación de culpa pura y simple lo que la había hecho regresar a recogerlo en lugar de coger un taxi directamente a la estación planetaria del TEC.
Alessandra terminaría encontrando el motel, si no lo había hecho ya. Hasta los matones baratos como los que habían ido a por Paul podían reventar a Dudley en mil pedazos, y seguramente de un modo harto doloroso. Por no hablar de lo que ocurriría si uno de los agentes conectados con todo tipo de cosas del aviador estelar llegaba a rastrearlo…
Ella lo había metido en aquello y eso lo convertía en responsabilidad suya.
—¿Por qué no podemos largarnos sin más? —gimió el científico—. Nosotros dos. Nos vamos. Podemos volver a ese complejo del bosque, nadie sabrá nada de nosotros, a nadie le importará ya. Si no interferimos con el aviador estelar y la Marina, se olvidarán de nosotros. ¿Por qué no hacemos eso? Sólo nosotros dos. —Rodó por la cama y se sentó al borde—. Mellanie. Podríamos casarnos.
¡Ay, madre!
—No, Dudley —dijo de inmediato y con firmeza, antes de que el joven tuviera tiempo de elaborar más la idea—. Nadie debería siquiera plantearse cosas así, no con todo lo que está pasando. Ahora mismo la vida es demasiado incierta.
—¿Y después?
—¡Dudley! Déjalo ya.
Bose inclinó la cabeza con gesto de mal humor.
—Venga —le dijo ella con un tono más considerado—. Vamos a hacer la maleta. Hay unos hoteles estupendos en Los Ángeles. Nos quedaremos en uno de ellos.
Estaba lloviendo otra vez, una llovizna persistente, miserable y fría que manchaba las ventanas y convertía las aceras en cintas resbaladizas repletas de una cantidad desesperante de desechos. A Hoshe Finn nunca dejaba de sorprenderle y deprimirle la humedad que hacía en la antigua capital inglesa. Siempre había creído que los viejos chistes eran simples exageraciones. Mientras caminaba hacia la oficina desde la estación de Charing Cross, como hacía cada mañana, había comprendido que no era el caso. Los comisarios medioambientales de la NFU que compartían el inmenso edificio gubernamental de piedra con la Seguridad del Senado debían de haber tenido más éxito de lo que admitían a la hora de invertir los efectos del calentamiento global.
Se quitó el impermeable en el ascensor y lo sujetó a distancia mientras recorría el pasillo que llevaba a su despacho. Como era de esperar, Paula ya estaba allí, estudiando las pantallas de su escritorio.
—Buenos días —exclamó Hoshe.
Paula esbozó una sonrisa superficial sin levantar la cabeza.
Hoshe colgó la chaqueta en la parte de atrás de su puerta oscura de madera y se acomodó detrás del escritorio. El número de archivos que reclamaban su atención era desalentador. Se había ido a las diez y media de la noche anterior y apenas eran las ocho. La IR se había pasado la noche sacando cualquier cosa relevante para los interrogantes que había introducido él el día anterior. Comenzó con el viejo informe de la Junta Directiva sobre la sociedad benéfica educativa Cox.
A las once en punto llamó a la puerta del despacho de Paula con un toque superficial y entró.
—Puede que tuviera razón sobre esa sociedad benéfica educativa —le dijo.
—¿Qué tiene?
—Hay algunas anomalías entre los archivos que pedí. —Se sentó delante del escritorio de su jefa y le pidió a su mayordomo electrónico que desplegara los datos en el gran portal holográfico que ocupaba una pared entera—. En primer lugar empecé con el informe que la oficina de París de la Junta Directiva elaboró tras el intento de pirateo de la cuenta que la sociedad benéfica tenía en el banco Denman de Manhattan. Sus antiguos colegas fueron bastante meticulosos e investigaron la sociedad por si había alguna prueba de que fuera una tapadera. La conclusión del informe es que no lo es. —Señaló con una mano las filas de nombres y cifras que iban bajando por el portal—. Ésta es la lista de todas las donaciones salientes. Es bastante exhaustiva. La Cox apoyó más de cien proyectos académicos en un momento u otro. En los últimos tiempos han declinado de forma considerable aunque siguen en marcha. El departamento de Astronomía de la Universidad Gralmond fue sólo uno de ellos. Hasta ahora, todo normal; según el informe, no hay nada sospechoso.
—Eso parece —dijo Paula.
—Muy bien. Pues por ahí fue por donde empecé, después empecé a comprobar referencias. Hay un par de cosas que son un tanto inusuales, para empezar. No ilegales ni sospechosas, sólo raras. Los fondos de la sociedad benéfica provienen de una única donación privada depositada hace treinta años en la cuenta del Denman. La suma era de dos millones de dólares de la Tierra, que se transfirieron al banco Denman desde una cuenta de un solo uso. En segundo lugar, no se nombra a ningún fundador. El bufete de Bromley, Waterford y Granku inscribió a la Cox en la junta de sociedades benéficas de Nueva York y abrió una cuenta con un dólar. Los dos millones se transfirieron un mes más tarde. Sólo ha tenido tres comisionados en su historia: el señor Seaton, la señora Daltra y el señor Pomanskie, todos ellos socios de Bromley, Waterford y Granku. Su equipo de investigación original de la Junta Directiva nunca indagó en eso, lo que, en mi opinión, es un lapsus.
—Hay un montón de ricos excéntricos por ahí regalando su dinero a causas extrañas.
Hoshe alzó una ceja.
—Estoy seguro. Pero según sus propios archivos, la Cox no apoya causas extrañas. Entonces, ¿por qué mantener al benefactor oculto? No es por una cuestión de impuestos; al permanecer en el anonimato no tienen derecho a recibir ningún tipo de compensación impositiva.
—Continúe, ¿cuál es su respuesta?
—No hay ninguna respuesta. Pero me picó la curiosidad lo suficiente como para hurgar un poco más. ¿Ve todos esos nombres? ¿Los que recibieron dinero?
—Sí.
—El informe de la Junta Directiva no dice cuánto se entregó. También inusual. Sabemos que Dudley Bose recibió algo más de uno coma tres millones de dólares en fondos, lo que no deja mucho para el resto. En total, se distribuyeron setenta y un mil quinientos dólares, y eso a más de cien proyectos académicos durante un periodo de veintiún años. Esos datos financieros quedaron a disposición de los investigadores de la Junta Directiva. Los datos puros seguían en la matriz de París cuando los solicité. Es obvio que alguien los excluyó del informe.
—Maldita sea —dijo Paula—. ¿Quiénes eran?
—Fue un trabajo de equipo. Renne Kempasa, Tarlo y Jim Nwan, todos habían adjuntado sus nombres. El archivo financiero original de la Cox no tiene un diario nominal de acceso, sólo el código del equipo. Uno o más de ellos le echaron un vistazo.
—No pueden ser todos ellos —dijo la investigadora—. Es imposible.
—Hay otra cosa. ¿Recuerda lo que me dijo sobre nuestra vieja amiga Mellanie, que fue ella la que descubrió esto?
—Dijo que Alessandra Baron había manipulado los archivos de la sociedad benéfica.
—Quizá tuviera razón. Solicité un informe financiero actualizado de la junta de sociedades benéficas de Nueva York. Legalmente hablando, cada sociedad benéfica inscrita tiene que presentarles las cuentas cada año. Según las cuentas archivadas, la Cox dejó de financiar al departamento de astronomía de la Universidad de Gralmond justo después de que Bose hiciera su descubrimiento. Sin embargo, continuaron haciendo sus pequeñas donaciones habituales a otros proyectos académicos. Empecé a comprobarlo con los destinatarios que se daban. Ninguno de ellos había oído jamás el nombre de la Cox, por no hablar ya de recibir el dinero. Es decir, hasta dos días después de la invasión de los primos, entonces las transferencias de dinero volvieron a hacerse reales. Esas cuentas son falsas, están ahí para satisfacer una investigación fortuita.
Paula se arrellanó en su silla y se frotó la barbilla con un dedo. Una levísima sonrisa le acarició los labios.
—Mellanie tenía razón. Vaya, ¿qué le parece?
—Es lo que parece. Paula… el aviador estelar financió toda la observación de Bose. Eso significa que sabía lo que iba a encontrar Bose.
—Sí.
—¿Cómo?
—Por lógica, tuvo que estar allí; o bien su especie conocía la existencia de los primos y su encarcelamiento dentro del campo de fuerza.
—¿Los dejó salir él?
—Es la conclusión más obvia.
—Así que la guerra se hizo estallar de forma deliberada. Los Guardianes tenían razón.
—Sí. —Paula hizo una mueca y le dedicó una sonrisa triste al otro policía.
—¿Y qué hacemos ahora?
—En primer lugar he de informar a mis aliados políticos. En segundo lugar, arrestamos a los comisionados de la Cox por fraude. Es obvio que son agentes del aviador estelar. Si podemos leer sus recuerdos, quizá podamos comprender mejor la red que tiene dentro de la Federación.
—¿Qué hay de Alessandra Baron? Mellanie nos dio el chivatazo sobre ella. Tiene que ser agente del aviador estelar.
—Será difícil arrestar a una figura tan pública sin una buena razón y no podemos permitirnos salir a la luz pública con la noticia de que el aviador estelar es real. La Seguridad del Senado le enviará una solicitud formal a Inteligencia Naval para que la ponga bajo observación encubierta.
—¿Qué? Pero sabemos que están comprometidos.
—Sí. Pero es una oportunidad excelente para ver qué desata esa solicitud.
El icono de prioridad verde y naranja saltó en la visión virtual de Nigel mientras les leía La casita de la esquina Pooh, un libro de Winnie the Pooh, a sus hijos más pequeños antes de que se fueran a dormir. Intentaba leerles un cuento cada noche para ser un buen padre, tal y como él lo veía en su ideal. Las madres y niñeras les ponían el pijama a los niños y luego los llevaban al cuarto de juegos para que su padre les leyera el cuento. Siempre les leía algo de los clásicos y utilizaba libros de verdad, impresos, un libro que se pudiera abrir para encontrar el sitio por donde iban y que luego se pudiera cerrar con gesto tajante cuando el capítulo de la velada llegaba a su fin.
En esos momentos iba por la mitad de La casita de la esquina Pooh. Los siete niños mayores de tres años estaban sentados o echados a su alrededor, en cojines o sofás blandos, escuchando con satisfacción a su papi, que les leía en voz alta con entonación de aficionado y grandes gestos con los brazos. Sonreían, lanzaban risitas y susurraban entre sí.
Era su mentalidad expandida la que le hacía notar cierto punto de la división de seguridad de la dinastía. El equipo de observación que Nelson le había asignado a Mellanie informaba que la periodista había llegado a un búngalo de Ciudad Lago Oscuro cuyo dueño era un tal Paul Cramley. El departamento de seguridad se limitó a archivar el nombre. En la mentalidad extendida de Nigel, el nombre se cruzó de inmediato con sus archivos personales, que fue lo que produjo la notificación de prioridad.
La conciencia primaria de Nigel salió del cuarto de juegos para concentrarse en la información que fluía por su red neuronal artificial. Accedió a los informes del allanamiento y vio el desastre que habían hecho los nostatos con los aspirantes a ladrones. Típico de Paul, nunca es él en persona.
Cramley había formado parte del equipo de programadores que había escrito los algoritmos para las primeras IA que el TEC había utilizado para controlar sus primeras salidas de agujero de gusano. Después de que las IA evolucionaran y se convirtieran en la IS, Paul había decidido vivir lejos de los focos y se había implicado en varias actividades de dudosa legalidad, un jugador de las ligas menores, pero con unas habilidades de primera clase en el campo de la piratería informática. Una lista de referencias rodaron por la visión virtual de Nigel. Se detuvo en la más reciente. Habían sorprendido a Paul haciendo una búsqueda ilegal por los listados restringidos de la ciudad de París.
Y allí había dos cosas que no encajaban. En primer lugar, Paul buscaba la dirección de Paula Myo. En segundo, a Paul no lo atrapaban haciendo algo tan básico. Y, sin embargo, Myo había presentado pruebas documentadas suficientes como para que lo procesaran, multaran y confiscaran su equipo. La investigadora debía de tener un megainternauta protegiendo sus datos. Con toda probabilidad sería la IS.
Nigel se preguntó para quién habría hecho Paul la búsqueda. ¿Mellanie? ¿Para qué querría saber aquella chica dónde vivía Myo?
Cuanto más profundizaba en la vida de Mellanie, más curiosidad sentía. Según su expediente, había visitado Tierra Lejana para hacer un reportaje para el programa de Miguel Ángel. ¿Estaba en contacto con los Guardianes? ¿O era el contacto de la IS con ellos? Aquello no eran más que especulaciones paranoicas, ¿no? Había muchos datos disponibles, pero era incapaz de relacionarlos. Nigel no profundizaba con frecuencia en temas de seguridad, pero aquello se estaba convirtiendo en la madre de todas las excepciones. El aspecto fresco y descarado de la joven aguijoneaba todavía más su fascinación.
Retrajo su conciencia primaria de la red neuronal artificial y continuó leyendo hasta que hubo terminado el capítulo. Los niños rogaron e intentaron engatusarlo, pero su papi se mostró firme y les prometió que habría mucho más al día siguiente.
Lo besaron y lo abrazaron, le dieron las buenas noches y se dispersaron por sus habitaciones.
Sentado solo en el cuarto de juegos, con su maremoto de juguetes y su decoración gloriosamente chillona de colores primarios, Nigel supo que necesitaba conseguir mucha más información sobre Mellanie para resolver el misterio con el que aquella chica lo estaba atormentando. Suspiró de mala gana e hizo la llamada. En circunstancias normales, cualquiera que él llamara se sentiría sorprendido y halagado de disfrutar de cualquier forma de comunicación personal con el gran Nigel Sheldon. Pero no Miguel Ángel.
—¿Qué demonios quieres? —se limitó a decir.
El rascacielos Lucius tenía ochenta pisos y era una torre pesada y conservadora de piedra gris y cristal marrón ahumado. Claro que se encontraba en medio de la Tercera Avenida y esa parte de la ciudad nunca había sido muy vistosa.
Los tres grandes coches que llevaban al equipo de arresto de Paula, pertenecientes todos a la Seguridad del Senado, serpenteaban entre el trafico matinal de Manhattan. Como siempre, las gracias de los taxis amarillos de la ciudad provocaron un pequeño gesto de contrariedad en la frente de la investigadora; quienquiera que hubiera programado sus matrices de conducción había hecho un trabajo espantoso. Su propio coche había tenido que frenar de repente en varias ocasiones cuando alguno se le interponía delante.
Cuando llegaron al Lucius, sus códigos acreditativos abrieron la barrera que vigilaba la rampa que bajaba a los varios niveles del aparcamiento subterráneo. Dos furgonetas con el personal forense y su equipo los siguieron al interior.
Arriba, en el vestíbulo, cuatro miembros del equipo de arresto cubrieron de inmediato las salidas de las escaleras, Paula llevó a los doce restantes al ascensor. Seis de ellos llevaban esqueletos de campos de fuerza bajo sus habituales trajes oscuros, Paula no pensaba correr ningún riesgo.
Las oficinas de Bromley, Waterford y Granku ocupaban cinco pisos, desde el cuarenta y dos al cuarenta y siete. Su zona de recepción estaba dominada por un amplio mostrador curvo, donde había tres atractivas secretarias humanas bien vestidas recibiendo llamadas y proporcionándoles a los clientes un toque personal exclusivo donde los bufetes menores utilizaban una simple matriz electrónica. Estaban todas muy ocupadas intentando solucionar el repentino fallo de comunicaciones que se había producido en su matriz, que Paula había embargado desde la ciberesfera en cuanto habían llegado.
—Me gustaría ver a la señora Daltra, al señor Pomanskie y al señor Seaton, por favor —le dijo Paula al jefe de recepcionistas.
Éste le dedicó a la investigadora y al equipo de arresto una mirada nerviosa.
—Lo siento, no están aquí.
—¿Necesito mostrarle mi certificado de autoridad?
—No, por supuesto, que no, señora Myo, sé quién es usted. Pero es la verdad. Es el segundo día que no aparecen. Se ha convertido en el tema principal de conversación, los socios principales no están muy contentos.
—Comprueben sus oficinas —le dijo Paula al equipo de arresto.
Al equipo forense se le dio luz verde para subir. Se cargaron programas de inmovilización en toda la red de las matrices de la empresa y sus datos se copiaron en unos sistemas de almacenamiento de alta densidad para posteriores análisis por parte de una IR. Se sellaron las tres oficinas de los socios desaparecidos y se inició un examen detallado.
Seaton era el que vivía más cerca de la oficina, en un apartamento de un lujoso bloque de Park Avenue, justo después de la calle Setenta y Nueve Este. Paula se llevó a cinco miembros del equipo de arresto con ella y utilizó su acreditación de prioridad para dejar atrás todo el tráfico, consiguiendo apartar incluso a los taxis.
Como antes, embargó la conexión del edificio con la ciberesfera. El portero uniformado los dejó entrar a ella y al equipo directamente por el grandioso vestíbulo para llegar al ascensor.
La señora Geena Seaton salió a toda prisa al vestíbulo del apartamento en cuanto la doncella anunció a su célebre visitante. Según el expediente de Paula, los Seaton llevaban casados dieciocho años. Ninguno de ellos provenía de un ambiente demasiado acaudalado aunque era obvio que a esas alturas lo estaban compensando. Era la pura ambición lo que los impulsaba hacia la clase de patrimonio y estatus profesional que podría pagar sus aspiraciones y alto estilo de vida.
Geena Seaton lucía un remilgado vestido de seda con un estampado de flores y su cara y su cabello iban perfectamente arreglados, con los tacones resonando por el suelo pulido, parecía a punto de salir de camino a un acto social importante para hacer avanzar la carrera de su marido. La esposa perfecta que apoyaba a un socio ambicioso en la despiadada sociedad corporativa de Nueva York.
Cuando se le preguntó por la ausencia inexplicada de su marido, dijo que estaba fuera, en una convención legal. En algún lugar de Texas, no estaba segura de dónde, el despacho tendría la dirección. Se había ido casi sin previo aviso, admitió, pero alguien del bufete se había excusado en el último minuto.
—¿Por qué necesitan saberlo? —quiso saber—. ¿Qué es lo que ocurre? —Sus ojos maquillados a la perfección examinaron con desdén el equipo que permanecía detrás de Paula.
—Hay algunas anomalías que creemos que su marido puede ayudarnos a clarificar —dijo Paula sin comprometerse—. ¿No es poco habitual por parte de su marido no ponerse en contacto con usted durante tanto tiempo?
—No crea. Supongo que estará intimando con alguna delegada y no quiere que lo molesten. En realidad tenemos varias cláusulas sobre no exclusividad en nuestro contrato de sociedad. Nos beneficia a ambos.
—Ya veo. En ese caso, le pediremos que nos acompañe para hacerle un examen médico forense.
—Imposible, tengo mil cosas que hacer.
—Vendrá con nosotros, ya sea de forma voluntaria o bajo arresto.
—Esto es indignante.
—Desde luego.
—¿Qué está buscando?
—No puedo darle ese tipo de información. —Paula ni siquiera estaba segura de que un examen neurológico pudiera identificar a un agente del aviador estelar. Todo lo que tenía era la propaganda de Bradley Johansson, que decía que el alienígena esclavizaba de algún modo a los humanos con un vínculo mental. Quizá hubiera alguna actividad cerebral inusual que los neurólogos forenses podrían percibir. Dudaba que resultara, pero todo lo demás que Johansson llevaba afirmando durante los últimos cien años se estaba convirtiendo en realidad, por incómodo que fuera.
—¿Es que estoy bajo sospecha? ¿Cuál es esa anomalía? No será otra vez esa pesadez del pago no declarado a un ayudante del Senado, ¿verdad? Eso ya se aclaró el año pasado, ¿sabe?
—Podemos discutirlo en nuestro cuartel general.
Geena Seaton miró furiosa a Paula.
—Espero que sepa lo que está haciendo. Y me refiero al aspecto legal. No se debe jugar con el bufete de mi marido. Ayer tuve que amenazar a esa horrenda reportera con una denuncia por acoso y que no le quepa duda de que no voy a dudar a la hora de presentar otra contra usted.
—¿Qué reportera?
—Esa ordinaria que siempre se viste como una fulana. Recuerdo que hizo un reportaje sobre la invasión para Alessandra Baron. Mellanie no se qué.
El expreso de EdenBurg devolvió a Renne a París justo después del mediodía. Debería haber vuelto directamente al despacho para archivar su informe, pero había sido un viaje largo y frustrante. Su turno había durado diecinueve horas seguidas hasta el momento y además de estar irritable por falta de descanso, también estaba muerta de hambre. El pequeño restaurante que sus colegas y ella visitaban con frecuencia sólo estaba a trescientos metros de la oficina así que hizo que el taxi la dejara allí primero. Por quince minutos, mientras se tomaba un café y una hamburguesa, no pasaba nada. Con un poco de suerte, Hogan y Tarlo no habrían vuelto de Marte todavía. Aún estaba un poco celosa de que no la hubieran incluido.
Dentro, el ambiente era oscuro y fresco, con todas las mesas iluminadas por su propia y acogedora vela de mecha triple. Los ventiladores zumbaban con lentitud en el techo, revolviendo el aire húmedo de la ciudad por la sala y mezclando los olores que salían de la cocina. Había una barra que se extendía por toda la pared de atrás, un antiguo mueble de madera de alguna cantina, rescatado de algún antiguo café de la orilla izquierda más de doscientos años antes. Su barniz de nogal había sido rascado y vuelto a pulir tantas veces a lo largo de los siglos que la superficie era casi negra por completo con sólo algún que otro remolino más negro y profundo que mostraba el bonito dibujo de grano original.
Renne se sentó en un taburete, colgó la chaqueta del uniforme en un gancho que había justo debajo del mostrador y miró los largos estantes de botellas exóticas de toda la Federación. El restaurante alardeaba de que allí estaban representados todos los planetas.
—Un licor espumoso de cereza verde de Rantoon —le dijo al barman sabiendo que no lo tendría. Estaba en ese plan, qué le iba a hacer.
Un minuto después tuvo que sonreír cuando el hombre le trajo el alto vaso de cristal esmerilado lleno de un líquido del color del jade, tan decadente como el vodka helado.
—Salud —levantó el vaso y brindó en silencio por el barman—. ¿Me pone una hamburguesa con queso y beicon, sin mayonesa, y patatas fritas, nada de ensalada?
—Desde luego, teniente. —El barman desapareció por una puerta pequeña y le hizo el pedido en voz alta al chef. Algún comentario sobre la mayonesa fue la respuesta que recibió a gritos entre un torrente de francés obsceno.
Renne estiró los codos en la barra y tomó otro sorbo. Era una sensación maravillosa y decadente tomarse algo tan fuerte en pleno día. Percibió un movimiento en los espejos deslustrados que había tras las filas de botellas.
—¿No es un poco temprano para esa clase de copa? —preguntó el comandante Hogan.
—Hola, jefe —dijo Renne sin erguirse, fue un gesto deliberado, como el de no volver la cabeza—. Supuse que podía, yo sigo en mi turno de anoche, en lo que a la hora se refiere.
La cara de Hogan se arrugó con una mueca de desaprobación. Se sentó a su lado con un sonriente Tarlo ocupando el siguiente taburete.
—¿Quieren acompañarme los dos? —preguntó Renne.
—Agua mineral —le dijo Hogan al barman.
—Una cerveza —dijo Tarlo.
—Bueno, ¿y qué tal Marte?
—Divertido —dijo Tarlo—. Me lo pasé en grande conduciendo el transrover. Y es un sitio muy raro, los colores son extraños. También vimos todas las viejas naves de la NASA, se estaban cayendo a pedazos. A Sheldon y al almirante se les humedecían los ojos.
—Encontramos la estación de tierra Reynolds —dijo Hogan con tono reprobador—. El equipo forense descargó todos los programas de sus matrices y confiscamos el equipo de transmisión para analizarlo.
—Lo incautaron —dijo Renne con ironía, y consiguió no echarse a reír. Vio una imagen de Hogan agitando con gesto apremiante una orden del tribunal ante un puñado de hombrecitos verdes y enfadados, furiosos al ver que la Marina se largaba con la propiedad de su planeta.
—¿Algún problema? —preguntó Hogan.
—No, jefe.
—Tengo entendido que se fue de la oficina mientras nosotros estábamos fuera —continuó el comandante—. Durante buena parte del tiempo. ¿Consiguió alguna pista?
—¡Na! Ni una sola. Fue una auténtica pérdida de tiempo. Victor y Bernadette, los padres de Isabella, no tienen ni idea de dónde está y, con franqueza, tampoco muestran demasiado interés. —Todavía le dolían las dos entrevistas. Warren Yves Halgarth había sido de nuevo su escolta, sin él dudaba que hubiera podido entrar siquiera a ver a Victor; y no se podía decir que el padre de Isabella estuviera muy contento de verla. Su nuevo trabajo como director gerente de la segunda oficina de producción más grande de la dinastía era un puesto de gestión de alto nivel. Se especializaban en generadores de campos de fuerza y otra maquinaría de alta tecnología, y como tal era una de las miles de organizaciones que de repente se habían encontrado suministrando componentes a la Marina y debían hacerlo con urgencia. Toda la mano de obra estaba estresada y se notaba. Victor apenas sabía lo que estaban haciendo sus hijos actuales por no hablar ya de los que se habían ido de casa años antes. En cuanto a Bernadette, Renne pocas veces había conocido a alguien que tuviera más derecho a ostentar el título de «rica ociosa» que la madre de Isabella. La única sorpresa era que permanecía en EdenBurg, un sitio que no tenía mucho tiempo ni espacio para cualquiera que no estuviera comprometido al cien por cien con la ética del trabajo. Warren le había explicado que Bernadette era una de las anfitrionas más respetadas de la alta sociedad de Rialto y organizaba fiestas que atraían a una buena selección de la élite corporativa y financiera del planeta. Lo cual no le dejaba mucho tiempo para mantenerse en contacto con sus hijos, ni siquiera sabía que Isabella había desconectado su dirección de la unisfera.
—¿Hay alguna pista más sobre Isabella? —preguntó Hogan.
Renne tomó otro sorbo del licor de cereza verde y disfrutó de la quemazón fría que le bajaba por la garganta.
—Ninguna directa. Pensé que podría revisar sus actividades en Daroca antes de desaparecer, a ver si puedo encontrar alguna pista del lugar al que pudiera haber ido. Y luego está Kantil, podría ir a verla.
—De acuerdo, se acabó. —La mano de Hogan le atrapó la muñeca y le impidió que levantara el vaso—. No quiero que pierda más tiempo con esa chica. Ya ha hecho lo que ha podido y no ha dado resultado. No me importa que corra algún riesgo de vez en cuando, pero tiene que saber cuándo tiene que dejarlo. Y créame, ha llegado ese momento.
—Hay algo que no encaja con esa chica.
—Es posible y por eso se mantiene en pie la orden. La policía terminará por encontrarla y cuando lo haga, le daré autorización para que lleve su interrogatorio en persona. Pero hasta que eso ocurra, quiero que trabaje en los casos que tienen prioridad.
Renne miró con resentimiento la mano de su jefe; en el fondo, la parte más sensata de su cerebro le estaba diciendo que ése no era el tema ni el momento para entablar batalla.
—Sí, claro, jefe.
—Y desde luego no quiero que vuelva a molestar a personas como Christabel Halgarth. Si quiere hablar con alguien de tanto rango dentro de una familia de grandes o una dinastía, lo discute conmigo primero. Hay muchos ángulos políticos en nuestras investigaciones, por no hablar de protocolos que deberían seguirse.
—Se mostró contenta de verme.
—Usted no sabe lo que estaba pensando. No quiero una repetición de ese incidente, ¿comprendido?
—Claro. —Hogan retiró la mano y Renne se llevó el vaso a los labios. El barman llevó el agua y la cerveza, y después puso un pequeño cuenco de anacardos delante de Hogan.
—Nuestro viaje produjo resultados bastante decentes —dijo Tarlo—. Los tíos del departamento forense se las arreglaron para descifrar las rutinas de los programas de las matrices del Reynolds. Ya sabemos lo que se estaba cifrando.
—¿Qué? —preguntó Renne con gesto automático.
—Hasta el dato más pequeño de los sensores meteorológicos de todo el planeta.
Con Hogan distraído por el comentario de Tarlo, el dedo corazón de Renne se alzó poco a poco sobre el borde del vaso y permaneció rígido durante un par de segundos. Tarlo lo vio y contuvo una sonrisa.
—Eso no tiene sentido —dijo Renne—. ¿Para qué iba a interesarles a los Guardianes el clima de Marte? No lo entiendo.
Tarlo le dedicó su sonrisa más brillante.
—Yo tampoco.
—Pero es la clase de resultados sólidos que podemos utilizar —dijo Hogan mirando otra vez a Renne—. Quiero que ustedes dos trabajen juntos para averiguar lo que puedan. El almirante Kime le ha dado a esto la máxima prioridad.
—Lógico, con su historial —gruñó la detective y arrambló con unos cuantos anacardos.
—De acuerdo, entonces —dijo Hogan. Se bebió el agua de un trago—. Termine su almuerzo, Renne, y luego, cuando vuelva al despacho esta tarde, quiero que ustedes dos se pongan con este nuevo ángulo de la investigación de Marte. Llamen a algunos expertos, averigüen todas las aplicaciones posibles para los datos meteorológicos.
—Sí, señor.
Hogan asintió muy contento y se fue con un gesto de despedida de la mano.
Renne lo vio salir del restaurante.
—Qué gilipollas.
—Era de esperar ahora mismo —dijo Tarlo con una sonrisa—. Tenía malas noticias esperándole cuando volvimos.
—¿Sí?
—Pensé que eso te animaría. Adivina, la Seguridad del Senado ha solicitado de forma oficial que emprendamos una observación encubierta de Alessandra Baron.
—¿La famosa?
—La misma.
—¿Por qué?
—La razón oficial es que sospechan que está asociada con, y cito: «Individuos perjudiciales», lo que cubre un buen número de pecados. Pero adivina qué nombre figuraba en el expediente de solicitud.
La sonrisa de Renne se animó e igualó la de Tarlo.
—La jefa.
—Ahora ya entiendes por qué nuestro gran líder anda por ahí como si se le hubiera metido una guindilla en el culo.
—Sí. Pero eso no es razón para pagarlo conmigo.
—Tú eres el objetivo más fácil y más cercano. Te advertí que no persiguieras a esa Halgarth. No le iba a gustar nada. Y al visitar a Christabel corriste un gran riesgo. Hogan iba a averiguarlo de un modo u otro.
—Ya, ya. Pero tienes que admitir que es muy raro. ¿Por qué se iba a desvanecer Isabella así?
—No —dijo Tarlo levantando las manos—. Me niego a verme implicado; no es sólo que me guste el uniforme, es que necesito el dinero que me proporciona mi trabajo. Y estoy haciendo la clase de progresos que aprueba Hogan.
—Hay que mirar la imagen de conjunto, Tarlo.
—Pues claro. Pero recuerda lo que le pasó a la última persona que lo hizo. Ah, mira, aquí está Vic.
Renne se dio la vuelta en el taburete para ver a Vic Russell, que entraba en ese momento en el restaurante y que levantó una mano.
—Será mejor que cojamos una mesa —dijo Renne.
Eligieron una junto a la pared, donde un tabique alto los ocultaba de miradas fortuitas.
—Tengo una buena noticia para ti —dijo Vic cuando le llevaron a Renne su hamburguesa. Después le quitó un par de patatas del plato.
—No me vendría mal —admitió la detective—. Ha sido un día muy largo y bastante asqueroso.
—He rastreado dieciocho artículos de la interceptación que hizo Edmund Li en Boongate.
Renne hizo una pausa en su examen de la hamburguesa en busca de algún signo de mayonesa.
—¿Las rutas enteras?
—Pues sí. —La gran cara redonda de Vic adoptó una expresión engreída—. Y tú crees que no has dormido mucho. Esto me ha llevado semanas, no sabes lo complicadas que eran, demonios. Ayuda que tuviésemos al fabricante y el disfraz definitivo que las ocultó; pude investigar la ruta desde ambos extremos y llenar todas las lagunas y créeme, había lagunas gigantescas. Cada ruta es una cadena de compañías de mensajería, es como el juego de los trileros pero entre almacenes. Algunos de los componentes se pasaron diez meses en tránsito y toda la financiación utilizada para pagar los gastos de envío procedía de cuentas de un solo uso. La organización que se invirtió en esta operación fue tremenda. Puede que hayamos subestimado el número de Guardianes que hay activos dentro de la Federación. Enviar los artículos así ha tenido que triplicar el coste de cada pieza para cuando llegaban a Tierra Lejana. No sé qué están construyendo, pero les está costando una fortuna.
Tarlo y Rene intercambiaron una mirada.
—Se lo pueden permitir —dijo ella—. Recuerda que es el Gran Atraco del Agujero de Gusano el que lo está pagando.
—Aun así —insistió Vic. Es auténtica paranoia. Efectiva, que conste, eso hay que reconocérselo.
—No todos serán Guardianes —dijo Tarlo—. Elvin recluta de cualquier fuente indeseable, acuérdate de aquel agente que nos dio Cufflin.
—Gracias, Vic —dijo Renne—. Es un gran trabajo. Pondremos a la IR a cruzar las referencias con la base de datos existente que tenemos de los Guardianes y el equipo puede revisar las mejores pistas para hacer seguimientos directos.
Vic se arrellanó en su asiento y robó otro puñado de patatas del plato de Renne.
—Sabes, estaba pensando en eso cuando archivé el informe. Ya tenemos una tonelada de información, tantos nombres, operaciones de contrabando, tráfico de armas; se remonta a décadas enteras.
—Lo sé —dijo Tarlo haciendo girar la cerveza en su vaso—. Renne y yo cargamos la mitad en el sistema en persona.
—De acuerdo —dijo Vic, muy serio de repente—. Entonces, ¿cómo es que nunca hemos conseguido trincar a esos cabrones?
—Ésa es una herida abierta —dijo Renne.
—Porque es todo información periférica —dijo Tarlo—. Un día habremos conseguido una masa de datos crítica y el caso entero cobrará sentido. Ese día vamos a hacer mil arrestos.
Vic sacudió la cabeza.
—Si tú lo dices. Te veo en la oficina, ¿vale?
Renne asintió.
—Media hora. —Le echó un vistazo a su vaso casi vacío y se preguntó si debería pedir otro.
—Dame un segundo —le dijo Tarlo a Vic—. Voy contigo. —Esperó hasta que el grandullón estuvo junto a la puerta—. ¿Te encuentras bien?
—Claro. Sólo estoy estresada y deprimida después de lo EdenBurg, eso es todo. Esa maldita Isabella. ¿Por qué no le importa a nadie? Ni a sus amigos. Ni a su familia. Si tú desaparecieras, la gente se preguntaría qué te ha pasado, harían preguntas. Yo querría saber qué te ha pasado.
—Eso es porque tú eres una buena persona. —Tarlo dudó un instante—. Mira, Hogan va a estar vigilándote, pero yo puedo investigar lo de Isabella, algo discreto.
—No sé. —Renne se pasó una mano por la frente con gesto irritado—. Ya no quedan investigaciones discretas. O las convierto en un gran asunto o las dejo por completo. Mierda, no creerás que Hogan podría tener razón, ¿verdad?
Tarlo se echó a reír.
—Nunca. ¿Te veo después? Quiero contarte lo de Marte. Era un sitio de lo más extraño, en serio.
—Sí, enseguida voy.
Tarlo le dio una palmada en el hombro y se fue.
Renne le dio otro mordisco a la hamburguesa y masticó despacio. Quizá se había obsesionado con Isabella. No era ningún delito huir y unirse al Éxodo. Había cientos de miles de personas en cada uno de los mundos más cercanos a los 23 Perdidos que habían dejado su casa sin explicaciones y la mayor parte se había escabullido a mundos que estaban al otro lado de la Federación. Silvergalde también era un destino muy popular y si Isabella había ido allí, sí que estaría fuera de todo contacto electrónico.
—No debería comentar información confidencial en un lugar público —dijo una voz de mujer—. Desde luego, el procedimiento oficial se está deteriorando bastante últimamente.
Renne se levantó y miró por encima de la partición, en la mesa vecina se encontraba Paula Myo acariciando un vaso de zumo de naranja.
—¡Jesús, jefa!
—¿Puedo sentarme con usted?
Renne sonrió y señaló con un gesto los asientos vacíos.
—Parece que tiene un mal día —dijo Paula mientras se sentaba en la silla que había dejado vacía Vic.
—Puedo arreglármelas. Siempre me pregunto qué es lo que haría usted.
—Eso es halagador. Bueno, ¿y cómo van las cosas en la oficina?
Renne le dio otro mordisco a la hamburguesa y le dedicó a Paula una mirada calculadora. ¿La jefa la estaba poniendo a prueba para ver cuánto estaba dispuesta a divulgar?
—Debería saberlo. Todos nuestros datos están a disposición de la Seguridad del Senado.
—No me estaba refiriendo a los datos de sus investigaciones, me interesa más saber cómo le va a Hogan.
—Se apaña, más a menos. No es usted.
—Cosa que sospecho que agradecemos tanto él como yo. ¿Cómo se tomó la solicitud de que se espiara a Alessandra Baron?
—¿No lo ha oído? Tarlo dice que mal. Pero creo que tiene más que ver con el hecho de que la solicitud la hiciese usted que con la organización de los recursos humanos. ¿Qué cree que ha hecho Baron?
—Es una agente del aviador estelar.
Renne se quedó mirando a su antigua jefa.
—¿Habla en serio? ¿De verdad cree que existe?
—Sí.
—Coño, jefa. ¿Qué pruebas tiene?
—El comportamiento de varias personas, incluyendo a Baron. Forman parte de una red de agentes que están actuando contra los intereses humanos. Estamos reuniendo información sobre ellos que debería conducirnos a su arresto.
—Mierda, lo está diciendo en serio, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por qué me lo cuenta a mí?
—Me gustaría saber por qué tiene una orden de arresto para Isabella Halgarth.
—El escopetazo, el que afirmaba que Doi era una agente del aviador estelar. Había algo que no encajaba. —Renne explicó sus recelos sobre todo el montaje, y el modo en que Isabella se había perdido después de vista.
—Interesante —dijo Paula—. Sobre todo su conexión con Kantil. Estamos buscando cualquier conexión que pueda tener el aviador estelar entre la élite política de la Federación. Bien podría ser ella ese vínculo.
—¿Isabella como agente del aviador estelar? Eso es difícil de tragar.
—Usted misma dijo que hay algo que no encaja. Ese escopetazo dañó mucho la credibilidad de los Guardianes. Es lógico suponer que el aviador estelar utilizaría desinformación de esa naturaleza para dañar a su único oponente de verdad. La implicación de esa joven confirmaría su conexión con esa red.
—Pero sólo tiene veintiún años y estaba saliendo con Kantil hace dos años. ¿Cómo iba a mezclarse en algo así tan joven? Se pasó la mayor parte de su vida en Solidade. No se puede tener mejor refugio ni estar más protegido.
—No lo sé. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda investigar su historial más a fondo?
Renne resopló y después suspiró.
—No me va a convertir en una persona muy popular con Hogan.
—Sí, ya lo he oído. Usted decide, por supuesto.
—Haré lo que pueda, jefa.
—Gracias.
Paula se quedó en la mesa, terminando su bebida mientras salía Renne. Su mano virtual tocó el icono de Hoshe.
—Ya se va.
—Sí, la tenemos. El equipo la está rodeando. Los programas de monitorización para su acceso a la unisfera están cargados y ejecutándose.
—De acuerdo. A ver qué aparece.
—¿Cree que es ella?
—Espero que no, pero ¿quién sabe? Si lo es, la información que acabo de darle debería incitarla a ponerse en contacto con alguien de la red del aviador estelar.
Aunque no había mucha distancia desde Nueva York a la Mansión del Tulipán, Justine conservaba un apartamento en Park Avenue. Era una bonita base en la ciudad para esas ocasiones en las que quería estar sola o celebrar una pequeña velada para amigos íntimos y contactos importantes; también era un sitio privado para asuntos que prefería llevar con discreción. El edificio tenía dos siglos de antigüedad, un bloque inmenso de estilo art decó gótico, de los preferidos tanto por los urbanitas más chic como por las viejas fortunas. Su apartamento ocupaba la mitad del piso cuarenta, lo que le proporcionaba una bonita vista del parque desde el balcón. Unas gárgolas altas de mármol revestían la balaustrada de piedra y enmarcaban el magnífico árbol de ma-hon de la ciudad, que resplandecía con tonos rosados y dorados bajo el sol de últimas horas de la tarde. Justine jamás se cansaba de aquella visión única de anomalías bioquímicas. Era una pena que el TEC hubiera aislado su mundo natal. Ya no podrían trasplantarse más a otros mundos de la Federación.
La doncella había preparado una cena ligera de salmón hervido y ensalada. Justine se la tomó con cautela antes de que llegara su invitada. Y como era de esperar, veinte minutos después de terminar, tuvo que ir corriendo al baño a vomitar la mayor parte.
—Se me había olvidado esta parte —dijo para sí mientras se limpiaba la boca con un pañuelo de papel. Tendría que ser agua mineral sin gas y galletas saladas normales cuando terminase la reunión.
Su mayordomo electrónico le dijo que Paula Myo subía desde el vestíbulo. Cogió un frasco de elixir bucal del botiquín y le dio un par de tragos. Aquel horrible sabor amargo quedó sustituido por otro más clínico a menta. No era mucho mejor.
—Deja de compadecerte tanto, demonios —le dijo Justine a su reflejo en el espejo. Se echó un poco de agua fría por la cara, que no estaba en su mejor momento en aquellos tiempos. Ah, bueno, tampoco pensaba salir en busca de amantes. Su mano virtual tocó el icono de su padre—. Está aquí.
—Ahora mismo bajo —dijo Gore; tenía el apartamento de arriba.
Como siempre, Paula Myo iba vestida de forma impecable con un traje azul que era obvio que se había confeccionado en París. Había una expresión firme en su delicado rostro cuando miró a su alrededor, al gran salón con su exquisito mobiliario antiguo.
—Ayer estuve en otro apartamento de Park Avenue, a algo menos de un kilómetro de aquí —dijo—. Creí que aquél era ostentoso, pero podría meterse en esta habitación y todavía sobraría espacio.
—Algunas personas siguen siendo aspirantes —dijo Justine—. Otras llegamos hace mucho tiempo.
—El materialismo nunca me ha atraído demasiado.
—¿Eso forma parte de su legado del Refugio de Huxley? —Justine había estado a punto de decir «de la Colmena».
—No creo.
—Pues claro que sí —dijo Gore Burnelli, que entraba en ese momento con paso firme vestido con un polo malva y unos vaqueros negros. La araña del techo reflejó en su piel dorada una luz ambarina bruñida—. El materialismo la distraería de su obsesión, ¿no es cierto, investigadora? La Fundación no querría tener eso en su cuerpo policial, y supongo que también la hace inmune a los sobornos.
—¡Padre!
—¿Qué? Todo el mundo agradece la honestidad, sobre todo una mujer policía.
Justine estaba demasiado cansada para discutir con él. Y además volvía a tener revuelto el estómago, así que le dijo a su mayordomo electrónico a toda prisa que alguien le llevara un antiácido. El dispositivo dio acuse de recibo y le dijo que los programas de la personalidad secundaria de Gore estaban llenando las matrices del apartamento, moviéndose con él como fantasmas atentos.
—El perfilamiento psiconeuronal no es tan preciso —dijo Paula. No parecía molesta con la franqueza de Gore—. Y he visto demasiada pobreza para creer en el efecto de la filtración de la riqueza. No funciona. La disparidad es una injusticia. Y la pobreza engendra criminalidad.
Gore se encogió de hombros.
—Si quiere algo, trabaje para conseguirlo.
—Como hiciste tú para fundar la fortuna de la familia —murmuró Justine con tono lúgubre.
—Yo trabajo por lo que quiero —dijo Paula—. Lo que ocurre es que no se traduce en la adquisición de objetos físicos. Ésa es mi actitud y no pienso cambiarla.
Los labios dorados de Gore se separaron para producir la caricatura de una sonrisa.
—Bien dicho, investigadora.
—¿Podemos empezar ya? —dijo Justine. Los grandes ventanales que llevaban al balcón se hicieron opacos y resplandecieron con una cortina gris de energía que selló la habitación. Justine se sentó en uno de los grandes sofás cuando una doncella robot entró rodando para llevarle un vaso lleno de un líquido lechoso. Gore fue a sentarse a su lado mientras Paula elegía un sillón de respaldo alto y se sentaba enfrente de los dos Burnelli.
—Empezaré con la mala noticia —dijo Justine—. No he podido confirmar quién le dijo a Thompson que Nigel Sheldon estaba bloqueando la inspección de mercancías destinadas a Tierra Lejana.
—Maldita sea, muchacha —se quejó Gore—. ¿Qué pasa?
—En estos momentos no soy la senadora más popular de la Federación. Toda esa buena voluntad que me ofrecían al principio gracias a la muerte de Thompson ha terminado por evaporarse. Columbia y los Halgarth están haciéndose con un montón de nuevos aliados y, por supuesto, Doi siempre está dispuesta a recibir sus votos. A los que hacemos preguntas incómodas nos van metiendo poco a poco en una isla de hielo.
—Pues quémala y vuelve a entrar. Vamos, esto debería ser un juego de niños para ti.
—Se da la casualidad de que me enfrento a una oposición de primera clase en esto —le soltó su hija, desabrida—. No saber si puedo confiar en los Sheldon está resultando ser un auténtico problema, me está dejando aislada en varios comités.
—Lo superarás —dijo Gore—. Siempre puedo contar contigo. Por eso estoy tan orgulloso de ti.
Justine parpadeó, sorprendida. Eso no era nada propio de él.
—La Marina ha hecho algunos progresos con los datos de Marte —dijo Paula—. Aunque nada que sea demasiado útil. Le pedí al almirante que investigara el asunto y lo llevó a un nivel que no me esperaba.
—He oído que incluso fueron hasta allí —dijo Gore.
—Nigel Sheldon puso a su disposición un agujero de gusano —confirmó Paula—. Cosa que ya es interesante por sí sola. ¿Qué intereses está considerando Sheldon al investigar esta pista contra los Guardianes? En cualquier caso, el equipo de la Marina consiguió averiguar cuáles eran los datos que se habían cifrado. Son datos meteorológicos, puros y duros.
—¿Encontraron una clave? —preguntó Justine.
—Por desgracia, no. El programa de cifrado expiraba con el uso. Ya no queda nada de él. El departamento forense está haciendo un escáner cuántico del equipo, pero no es muy probable que puedan captar algún resto. Los datos reales siguen fuera de nuestro alcance a menos que los Guardianes decidan poner la clave a nuestra disposición.
—Así que aunque los descifráramos, no sabríamos para qué los querían.
—Me temo que no, senadora.
—Eso son chorradas —dijo Gore—. En mi opinión, los Guardianes sólo se acaban de apuntar otro tanto contra la Marina. Toda esa mierda de robos de sensores meteorológicos es una forma muy inteligente de desviar la atención. Tiene que haber algo más oculto en Marte. Alguna transmisión de una base o mecanismo secreto, quizá un arma. Si han estado depositando cibernética von Neumann en la superficie, quién sabe lo que pueden haber construido a estas alturas.
—Los envíos destinados a la investigación que dejaron las naves robot en Marte están bien documentados —dijo Paula—. No hay masa excedente que no esté explicada, no en los últimos veinte años. Y el equipo de la Marina no vio nada inusual en Arabia Terra.
—Cuatro obsesos de la informática y dos personajes de la historia antigua embarcados en un viaje nostálgico no forman lo que llamaría un equipo de exploración decente. Podría haber un silo de misiles justo debajo de sus pies y no se habrían enterado.
—O incluso un volcán hueco —murmuró Justine.
—No creo que hubieran podido meter algo parecido a una fábrica cibernética en la superficie —dijo Paula sin perder la calma—. Sabemos que los Guardianes se limitan a adquirir el equipo que quieren.
—¡Pero, hombre, el tiempo! —gruñó Gore, asqueado.
Justine ocultó la sonrisa bebiendo un poco más de antiácido.
—Creo que Marte es algo que tendremos que dejar de lado de momento —dijo Paula—. Una de mis antiguas colegas de la oficina de París puede que haya descubierto a otra agente del aviador estelar: Isabella Helena Halgarth.
—¡Mierda! —dijo Gore.
A Justine le costó un segundo ubicar el nombre, pero le satisfizo ver que no tenía que utilizar a su mayordomo electrónico para que le diera la referencia.
—Maldita sea, ¿crees que ése es su vínculo con la presidencia?
Gore levantó una mano. Su hija pudo ver su propio reflejo distorsionado en la palma de aquella mano.
—Espera —dijo—. Estoy analizando esto. Joder, siempre supe que había algo que no encajaba en ese fin de semana que ofrecimos en el bosque de la Sorbona. Veamos. Patricia siempre estaba dispuesta a adaptarse a cualquier grupo, en aquel momento pensé que lo hacía para asegurarse el apoyo para Doi. Pero echadle un vistazo a ese fin de semana desde la perspectiva del aviador estelar, suponed que quisiera una Marina humana para su guerra entre nosotros y los primos. Sí, maldita sea. Pensad en los auténticos puntos de fricción a los que nos enfrentamos: cada una de las veces, o Isabella o Patricia estaban allí para allanar el terreno. Isabella incluso se acostó con Ramon D.B.
—¿Ramon se acostó con ésa? —Justine no pudo evitar el tono de indignación. Frunció los labios, enojada consigo misma por meterse. Después de todo, hacía ochenta años que no estaban casados. Con todo… su ex lo había hecho bajo su techo, técnicamente hablando.
—Incluso fue la idea del desarrollo paralelo de Ramon lo que ayudó a que la agencia trasladase todas las instalaciones de producción de las naves estelares al Ángel Supremo con el mínimo alboroto —dijo Gore.
—Idea que explicó el domingo por la mañana —dijo Justine con tono frío—. Supongo que jamás sabremos a quién se le ocurrió la idea en realidad.
—Yo supuse que era de Patricia, que la había transmitido a través de Isabella —dijo Gore—. Es la clase de compromiso que se le ocurriría a una asesora presidencial en un segundo. Pero ahora, sin embargo, nunca lo sabremos.
—Podría preguntárselo a él —dijo Paula.
Justine se terminó el antiácido, lo que quizá explicara la pequeña mueca de asco.
—Sí, podría. Pero no estoy segura de que me contestase.
—Lo hará —dijo Gore—. Sabes que lo hará.
—Quizá, pero querría saber por qué.
—¿Es lo bastante fuerte como para unirse a nosotros? —preguntó Gore—. Necesitamos aliados.
—Necesitaría unas pruebas muy contundentes —dijo Justine con cautela—. No estoy segura de que lo que tengamos ahora mismo sea suficiente.
—¿Qué más podemos darle? —preguntó Gore—. Por el amor de Dios, Ramon no es tonto.
—No pienso ponerme a contarle que sospechamos que Nigel Sheldon está detrás de la mayor conspiración antihumana que ha existido jamás. Nos derribaría de un zambombazo.
—Tienes que encontrar un modo de llegar a él.
—Lo intentaré. —Justine pensó en cómo lo habría hecho en los viejos tiempos. Un hotel de París, quizá, un fin de semana juntos, restaurantes, buenos vinos, café en la orilla izquierda, charlas, discusiones, risas, teatro tras la cena, largas noches apasionadas en la cama. Cómo echaba de menos aquellos tiempos sencillos.
—Pero eso sigue sin decirnos cuál de ellas estaba moviendo los hilos, Patricia o Isabella —dijo Gore—. ¿Y si estaban trabajando conjuntamente con los Sheldon?
—No sabemos si Nigel forma parte de esto —dijo Justine—. Todavía no. —Le dijo a su mayordomo electrónico que hiciera una comprobación general de los historiales de Isabella y Patricia.
—Lo lógico sería que Isabella fuera una de las mensajeras de la red del aviador estelar —dijo Paula—. Kantil estaría trabajando de incógnito, se habría tomado su tiempo para infiltrarse en la estructura política de la Federación. Los programas de la unisfera están llenos de insinuaciones de que Doi depende demasiado de sus asesores y de las encuestas de opinión.
—Que fue lo que me hizo sospechar que apoyara en un primer momento la agencia de vuelos estelares —dijo Gore—. Ponerse a gastar tanto dinero de los contribuyentes no iba a reportarle votos antes de que bajara la barrera. Corrió un riesgo muy poco propio de ella al respaldar la formación. Algo la empujó para que lo hiciese.
—No tengo motivos para arrestar a Kantil y someterla a un examen neurológico forense —dijo Paula—. Ayer realizamos pruebas parecidas a varios sospechosos y no sacamos nada.
Justine los escuchó discutir las opciones mientras los datos sobre Patricia e Isabella cruzaban su visión virtual. El historial de Patricia estaba bien documentado y verificado por periodistas de investigación impacientes por encontrar la menor discrepancia en su historia oficial y descubrir así un escándalo oculto. Había menos información disponible sobre Isabella, sobre todo por su juventud y el hecho de haber pasado buena parte de su vida en Solidade. El mundo privado de los Halgarth no tenía archivos públicos. Justine empezó a revisar archivos relacionados que había sacado la función de referencias cruzadas de su mayordomo electrónico.
—Esperad un minuto —dijo Justine—. El padre de Isabella, Víctor; hace quince años lo nombraron director del Instituto de Investigación del Marie Celeste, en Tierra Lejana. Lo dirigió durante dos años antes de regresar a EdenBurg, donde consiguió una vicepresidencia en un laboratorio de física de la dinastía Halgarth.
—Así es como llegó hasta ella —dijo Paula con satisfacción—. Sólo era una niña. No entendía cómo era posible que alguien tan joven estuviera implicada. —Frunció el ceño—. Y Renne tampoco lo entendía.
—Si Isabella es agente del aviador estelar, entonces sus padres también tienen que serlo —dijo Gore.
—Sí —dijo Paula—. Debemos vigilar lo que hacen. Sin embargo, la cantidad de operaciones de observación que puede montar la Seguridad del Senado es limitada. No es una organización tan grande.
—Nuestra familia tiene un equipo de seguridad bastante decente —dijo Gore—. No les iría mal levantar el culo de la silla y hacer un poco de trabajo de campo para variar. Organizaré algo.
—Se lo agradezco —dijo Paula—. Pero puedo disponer que se vigile a los Halgarth. Tengo un contacto bien situado en la dinastía. Hay otra cosa con la que necesito que me ayude. Hoshe ha establecido que la observación astronómica original de Bose la financió el aviador estelar. Alguien de mi vieja oficina de París de la Junta Directiva ocultó esa información cuando investigué al científico. Estoy llevando a cabo varias operaciones para investigar al personal y averiguar quién es. Pero me gustaría contar con un análisis financiero propiamente dicho de las cuentas de Bromley, Waterford y Granku. Podría proporcionarnos algunas pistas importantes.
—Conozco esa empresa —dijo Gore—. Es un bufete de la ciudad.
—Eso es. Tres de sus empleados han desaparecido de un modo parecido al de Isabella. Fueron los que fundaron la sociedad benéfica educativa Cox, que tenía una cuenta en el banco Denman de Manhattan. A la Seguridad del Senado le llevaría un tiempo organizar una buena revisión contable forense de sus archivos. Y estoy segura de que usted está más capacitado para cumplir esa misma función.
—Voy a abrir esa compañía en canal —dijo Gore—. Si se han gastado un solo centavo en invitar al aviador estelar a una copa, lo averiguaré.
La buena de la nave Defensora llevaba tres semanas de misión de exploración por el espacio profundo y su capitán estaba tan aburrido como el resto de su tripulación. Quizá incluso más, pensó Oscar; cuando todos los demás terminaban su turno, podían acceder a los dramas TSI y sumergirse en los aspectos más picantes de la cultura de la Federación, así que al menos disfrutaban de un respiro de la vida a bordo. Sin embargo, él se había pasado sus horas de descanso examinando los diarios del Segunda Oportunidad.
Era una pérdida de tiempo. Sabía que era una pérdida de tiempo. No había ningún espía alienígena enemigo a bordo. La razón (la única razón) por la que seguía revisando los diarios día tras día eran Bose y Verbeke. Seguía sin entender lo que les había pasado, ni por qué. Había algo que no encajaba en toda la parte de la Atalaya de la misión, algo que no encajaba en absoluto. Era imposible que Bose y Verbeke hubieran perdido el contacto a causa de un simple fallo electrónico. Sus transmisores eran completamente fiables. Los sensores de la nave y los equipos de contacto debían de haberse saltado algo en la Atalaya: algún mecanismo primo que siguiera activo, una parte inestable de algún fragmento rocoso que se desplomó sobre los dos exploradores. Salvo… que estaban en caída libre, no había gravedad para que se pudiera desplomar nada, y alguna reliquia de Bose había advertido al Conway. Oscar no tenía ni idea de qué estaba buscando, así que se limitó a seguir buscando.
Había accedido a una docena de TSI grabados por diferentes miembros de los equipos de contacto a medida que se metían como podían y se deslizaban por aquellos corredores curvos y espeluznantes que se abrían paso por el interior de la Atalaya. Ninguna de las grabaciones había revelado nada nuevo. La estructura prima estaba tan muerta como la tumba de cualquier faraón egipcio. De todas las muestras físicas que se habían traído, el material estructural medio desmenuzado y los fragmentos de equipo saturados de radiación, ninguno había contribuido a aumentar su comprensión de la verdadera naturaleza del mecanismo de la Atalaya. Era todo demasiado frágil, demasiado antiguo para que se llevara a cabo un análisis útil. La Marina seguía sin estar segura de qué formaban parte aquellas instalaciones, aunque se suponía que había sido algún tipo de instalación de procesamiento de minerales. Ninguna de las partes que habían explorado los equipos de contacto tenía maquinaria que se acercara siquiera a estar en condiciones de poder funcionar. Y el túnel por el que se habían aventurado Bose y Verbeke no era muy diferente. Y había sido Oscar el que les había dado esa primera autorización para adentrarse más, para averiguar lo que había allí. Los había alentado, recordó. Durante las interminables repeticiones escuchaba con frecuencia el entusiasmo de su propia voz.
Una y otra vez volvía a repasar las grabaciones que se correspondían con el momento en que habían perdido la comunicación. Los diarios del puente, los de ingeniería, los de energía, una docena de otras sartas de datos grabados a bordo, los diarios de vuelo de las lanzaderas que trasladaban a los equipos de contacto entre la nave estelar y la roca. Lo peor de todo eran las grabaciones detalladas de los trajes espaciales de Mac y Francés Rawlins cuando hicieron su desesperado e inútil intento de rescate. Se habían adentrado un buen trecho por el pasillotúnel curvado que se había tragado a Bose y Verbeke. No había nada en aquellas deterioradas paredes de aluminio que insinuara el peligro que acechaba más adelante.
Dos noches antes, después de concluir su turno en el puente, Oscar había decidido abordar el análisis de un modo un tanto diferente. Estaba ejecutando todas las grabaciones de los sensores que tenía de la roca de la Atalaya y las estaba componiendo en una imagen global más concreta. Quería hacer una comparación entre la roca y sus restos desde el momento en el que la habían encontrado, durante toda la misión y hasta el momento en que se fueron. La forma, el perfil térmico, el espectro electromagnético, la composición espectrográfica; cada edificio con una foto integral de todas sus texturas cada dos segundos. Cuando estuvieran todas reunidas, la IR de la Defensora podría ejecutar un programa de comparación detallado entre todas ellas en busca del menor cambio.
El portal holográfico de su camarote estaba en modo de proyección y llenaba la pequeña zona con la imagen de las cámaras de las lanzaderas, que repetían el primer vuelo de exploración de Mac. Oscar succionaba una bolsa de zumo de naranja mientras el conocido diálogo entre Mac, el piloto de la lanzadera y él volvía a repetirse una vez más. Los datos de los sensores de la lanzadera se estaban recopilando y añadiendo a los archivos del diario de sensores de la nave estelar para realzar las fotos y conseguir una mejor resolución. Observó las puertas del hangar que se abrían y la pequeña y desgarbada nave que se alzaba de su soporte, eructando un gas frío y brillante por los motores de control a reacción. El enorme bulto del Segunda Oportunidad fue girando poco a poco y sin ruido alrededor de su camarote, la proyección translúcida le permitía ver los mamparos a través de su superestructura cilíndrica principal y la estructura gigante de soporte vital. Oscar sintió una punzada de pesar nostálgico al volver a ver la nave estelar. Jamás volvería a haber otra igual. La Defensora era una nave impecable y potente en comparación, pero carecía de la grandiosidad de su ancestro. Todos los que trabajaban en el complejo de Anshun se habían dedicado a esa primera nave estelar, habían invertido en ella un número de horas excesivo, habían dejado de lado familia y vida social; su montaje había sido un acto de amor. El ambiente que habían compartido en aquellos tiempos también se había perdido, el optimismo ingenuo y emocionado de lanzar una gran exploración que se adentraba en lo desconocido. En aquellos días estaban llenos de esperanza, cuando la aventura los llamaba. Unos tiempos más sencillos, más fáciles.
La lanzadera salió de la estructura de soporte vital y sus motores principales se encendieron para llevarla hacia la Atalaya. Dyson Alfa surgió en los mamparos del camarote, un punto de luz lejano tan brillante como Venus en el cielo nocturno de la Tierra. El resto del campo estelar alienígena fluyó a su alrededor. Oscar se concentró en la imagen y distinguió la mota apagada que aparecía delante de la lanzadera. La había visto tantas veces y en tantos espectros que conocía la posición exacta de la Atalaya con respecto a las constelaciones extrañas.
Succionó un poco de aire. La bolsa de zumo de naranja estaba vacía. Estiró el brazo para ponerla en la boca del tubo de desechos que había junto al cubículo del aseo, pero se detuvo en seco. Frunció el ceño y se quedó mirando la imagen del Segunda Oportunidad.
—Congela la imagen —le dijo a su mayordomo electrónico. La grabación se detuvo al instante—. Mantén ese punto de vista y amplíalo el triple, concentra el foco en el Segunda Oportunidad. —La estructura gris plateada de la nave estelar se hinchó a toda prisa y cubrió el cubículo del aseo y su saco de dormir. A Oscar se le olvidó respirar—. Hijo de puta. —Se quedó mirando la matriz de los sensores primarios y una conmoción le recorrió la columna como una corriente eléctrica helada. La antena de comunicación principal de la nave estelar estaba extendida y señalaba hacia la diminuta estrella que tenía detrás de él.
La alarma de la Defensora sonó en aquel momento.
—Capitán —exclamó su segundo—. Señor, tiene que subir al puente ahora mismo. Creemos que hemos encontrado el otro extremo de la Puerta del Infierno. El hisradar la ha captado en un sistema estelar que está a tres años luz de distancia.