Ciento veinte años.
Se maravilló que hubieran pasado sin que él se hubiera dado cuenta. Le sorprendió no tener conocimiento de los largos años, de no tener la sensación de que hubiera pasado todo aquel tiempo. Ni siquiera recordaba ningún sueño, claro que sus pensamientos se movían con lentitud mientras pasaba de un estado de sueño profundo a una conciencia absoluta de lo que lo rodeaba. De momento no había abierto los ojos siquiera. Se conformaba con existir como unas simples hebras de pensamiento entre la oscuridad infinita.
Recuerdos: era consciente de ellos, colores y olores mezclados, no más consistentes que fantasmas. Mientras giraban a su alrededor, fundiéndose y reforzándose, le proporcionaban destellos irreales de mundos extraños, lugares en los que la luz y el sonido habían existido en algún momento. Una zona del espacio y el tiempo que solía ocupar cuando había vivido sus vidas anteriores.
Ya sabía por qué había estado fuera. Pero no había sensación de culpabilidad en su interior. En su lugar sentía una satisfacción cálida. Seguía vivo, su mente estaba intacta, y era de esperar que su cuerpo también, aunque ya llegaría a eso en un rato. Cuando estuviera preparado. Sin duda sería un universo interesante en el que resurgiría. Hasta la Federación, con toda su inmensa inercia social, tenía que haber progresado en muchas direcciones. Las tecnologías de ese tiempo serían temibles. Su tamaño impresionante, a aquellas alturas ya habrían empezado a extenderse por la fase cuatro, si no era ya por la cinco. Y con todo ello llegaban fabulosas oportunidades. Podría empezar de nuevo. De una forma algo menos temeraria que la última vez, por supuesto, pero no había razón para que no pudiera reclamar todo lo que había sido suyo antes de que se deslizara de entre sus dedos de un modo tan frustrante.
Un color gris comenzaba a competir por su atención, batallando contra los recuerdos esquivos y burlones. Un color gris provocado por la luz que caía sobre sus párpados cerrados. Estaba teñido por un destello rojo. Sangre. Su corazón latía con un ritmo lento y relajado. Se filtró un sonido, una palpitación suave. Una respiración humana. La suya. Estaba respirando. Su cuerpo estaba vivo e intacto. Y entonces lo reconoció, la piel le cosquilleaba por todas partes. El aire que fluía alrededor de su cuerpo era fresco, y un poco húmedo. De algún modo percibió que había personas cerca.
Sólo por un instante sintió ansiedad. Le preocupó que su tranquilidad terminara en cuanto abriera los ojos. Que el universo estuviera descentrado de algún modo.
Ridículo.
Morton abrió los ojos.
Unas formas borrosas se movieron a su alrededor, zonas de luz y oscuridad que cambiaban como las nubes un día de otoño. Se agudizaron cuando parpadeó para desprenderse de unas lágrimas pitañosas. Estaba en una especie de cama, en una habitación pequeña y anodina, con un carrito con equipo médico a su izquierda. Había dos hombres junto a la cama, mirándolo. Los dos llevaban unas batas de color verde grisáceo parecidas a las que llevaban los médicos. Unas batas que se parecían mucho a las que llevaban los funcionarios de la Junta Directiva de Justicia cuando a él lo habían puesto en suspensión.
Morton intentó hablar. Iba a decir, Bueno, al menos todavía sois humanos, pero todo lo que salió por su garganta fue un gorgoteo débil.
—Tómeselo con calma —dijo uno de los hombres—. Soy el Dr. Forole. Se encuentra bien. Eso es lo más importante. Todo va bien. Se está recuperando de la suspensión. ¿Lo entiende?
Morton asintió. De hecho, lo único que pudo hacer fue ladear la cabeza unos milímetros sobre la firme almohada. Al menos eso podía hacerlo; recordó lo que era la terapia de rejuvenecimiento absoluta, estar allí tirado, sumido en una debilidad absorbente. Esa vez al menos su cuerpo funcionaba. Aunque fuera muy despacio. Tragó saliva.
—¿Cómo es? —consiguió susurrar.
—¿Cómo es qué? —preguntó el Dr. Forole.
—Ahí fuera. ¿Ha habido muchos cambios?
—Oh, Morton. Ha habido una alteración en su sentencia de suspensión. ¡No se preocupe! Es posible que sea para mejor. Tiene que tomar una decisión. Lo hemos despertado antes.
—¿Antes? —Luchó por incorporarse y apoyarse en los codos. Le supuso un esfuerzo terrible pero consiguió levantar la cabeza unos centímetros de la almohada. Se abrió la puerta de la habitación y entró Howard Madoc. El abogado defensor no parecía haber cambiado mucho desde el último día del juicio de Morton.
—Hola, Morton, ¿cómo te encuentras?
—¿Cómo que antes? —gruñó Morton con insistencia.
—Menos de tres años —dijo el Dr. Forole.
—¿Sólo ciento diecisiete años? —dijo Morton—. ¿Qué es esto, unos años por buen comportamiento? ¿He sido un caso de suspensión modelo?
—No, no, sólo has pasado unos dos años y medio en suspensión.
Morton no tenía la energía necesaria para gritarle al médico. Se dejó caer en la cama y le lanzó a Howard Madoc una mirada de súplica.
—¿Qué pasa aquí?
El Dr. Forole miró a Howard Madoc con un asentimiento furtivo y se apartó.
—¿Recuerdas que antes de tu juicio el Segunda Oportunidad se fue al Par Dyson? —preguntó Howard Madoc.
—Sí, claro.
—Bueno, pues después volvió. Pero encontró algo ahí fuera. Una especie alienígena. Son hostiles, Morton. Muy hostiles.
—¿Qué ocurrió?
Morton escuchó en silencio mientras su abogado le habló de la barrera que había caído, el segundo vuelo a Dyson Alfa por parte del Conway y sus naves hermanas, el devastador ataque de los primos contra los 23 Perdidos.
—Estamos empezando a responder —dijo Howard Madoc—. La Marina está reuniendo un ejército. Van a conectar armas electrónicas a algunas personas y las van a enviar a los 23 Perdidos. El objetivo es librar una guerra de guerrillas, sabotear lo que estén haciendo los primos, ralentizarlos mientras montamos una ofensiva mayor.
Morton se quedó mirando el techo vacío, mientras una gran sonrisa se extendía por su cara.
—Déjame adivinar el trato. Si me presento voluntario, si lucho por la Federación, me reducen la pena de suspensión. ¿Es eso?
—Eso es.
—Oh, qué maravilla. —Se echó a reír—. ¿Y cuántos años me quitan?
—Todos.
—Maldita sea, deben de pensar que es una misión suicida.
Howard Madoc se encogió de hombros con gesto incómodo.
—Un cuerpo renacido forma parte del acuerdo si no regresaras de la misión.
—¿Y de qué va a servir eso si perdemos?
—Ésa es la decisión que tienes que tomar, Morton. Tómate un tiempo para pensarlo. Puedes volver a la suspensión si quieres.
—De eso nada. —No era algo que tuviera que pensar—. Dime, ¿por qué me eligieron a mí?
—Encajas en el perfil que necesitan —dijo Howard Madoc con sencillez—. Eres un asesino.
La mayor parte de los refugiados se habían bajado del tren mucho antes de que éste entrara en la estación de Ciudad Lago Oscuro. Mellanie nunca se había alegrado tanto de ver la estación de su vieja ciudad natal, con su arquitectura del Paladio un tanto abrumadora. Boongate había sido la pesadilla que ya se esperaba. Incluso con los billetes garantizados y la leal ayuda de Niall Swalt, había sido difícil abrirse paso a codazos hasta el tren. La agotada y mermada policía local de la estación de Boongate había sido reforzada por otro destacamento más de agentes de la División de Seguridad Civil del TEC, recién llegados de Wessex, mientras que los noticieros del planeta comentaban los rumores que corrían sobre un toque de queda en la ciudad y restricciones de viaje en las autopistas que llevaban a la estación.
Según la hora local ya empezaba a caer la noche cuando Mellanie bajó al andén. Estuvo a punto de mirar a su alrededor para comprobar que su equipaje rodaba tras ella, pero su maleta seguía esperando en su suite de las Torres Langford, abandonada en sus prisas por llegar a un lugar seguro, junto con muchas cosas más, en realidad. La visión del melancólico rostro de Niall Swalt, todo granos y tatuajes CO de color verde oliva, mirándola con anhelo por la ventanilla del tren, permanecería con ella mucho tiempo, lo sabía. Pero he logrado lo que me había propuesto hacer.
Cogieron un taxi desde la estación hasta un hotel Otways, en el distrito periférico de Vevsky, donde Mellanie había reservado una habitación a través de la unisfera en cuanto habían atravesado la salida de Medio Camino. Otways era una cadena de precio medio, un sitio normal y corriente que les vendría de perlas hasta que encontraran algo más permanente. Seguía sin querer regresar a su piso, Alessandra debía de tener a alguien vigilándolo.
Dudley se fue a la cama en cuanto llegaron. Se había recuperado del estómago, pero no había dormido nada en el vuelo de vuelta del Ganso de Carbono a Villa Trabas. El hidroavión gigante iba atestado de cientos de pasajeros, todos ellos emocionados y aliviados tras haber conseguido salir de Tierra Lejana. Hablaban sin cesar, pero eso no había molestado a Mellanie, que había echado hacia atrás el asiento, se había puesto unos tapones para los oídos y había dormido un total de siete horas.
En esos momentos se apoyaba en el alféizar de la ventana y miraba el ajedrezado brillante de Ciudad Lago Oscuro, mucho más vivido que las calles de Ciudad Armstrong. Las luces de la habitación estaba apagadas, para que Dudley roncara tranquilamente en la cama. Con la conocida ciudad a sus pies, la última semana se parecía más a un drama del TSI que a algo real. Lo único verdadero que le quedaba era la anticipación que sentía al ver que podía ponerse en contacto con los Guardianes sin intermediarios.
Dejó la ventana y se sentó en el estrecho sofá de la habitación. Estiró la mano virtual y tocó el icono de la IS.
—Hola, Mellanie. Nos alegramos de ver que has regresado ilesa. Nuestra subrutina envió un mensaje cifrado resumiendo tu estancia en Ciudad Armstrong.
—Me ayudó mucho allí, gracias. No creo que el aviador estelar vaya a estar muy contento conmigo a partir de ahora.
—Desde luego que no, debes tener cuidado.
—¿Puedes vigilar lo que pasa a mi alrededor y avisarme si algunos de sus agentes empiezan a acercarse?
—Lo haremos, Mellanie.
—Voy a llamar a los Guardianes. Tengo una dirección de un solo uso. ¿Puedes decirme quién responde y dónde están?
—No, Mellanie.
—Pero debes de poder. Tu subrutina podía encontrar cualquier cosa en Ciudad Armstrong.
—No es una cuestión de habilidad, Mellanie. Debes tener en cuenta nuestro nivel de implicación.
Toda la conversación que había sostenido con el Dr. Friland regresó de repente en un único, alarmante y vertiginoso recuerdo natural.
—¿Y cuál es tu nivel de implicación, con exactitud?
—Tan discreto como sea posible.
—¿Entonces estás de nuestro lado o no?
—Los lados son algo que tienen las entidades físicas, Mellanie. Nosotros no tenemos entidad física.
—El planeta sobre el que construyes tus matrices es bastante sólido y está dentro del espacio de la Federación. No lo entiendo, me ayudaste a mí y a todos los demás en Randtown. Hablaste con MontañadelaLuzdelaMañana y lo único que hizo fue amenazar con borrarte de la galaxia junto con todas las demás razas.
—MontañadelaLuzdelaMañana habló por ignorancia. No sabe a lo que se enfrenta en la galaxia. En última instancia, no podrá imponerse.
—Lo hará si no nos ayudas.
—Nos halagas, Mellanie; no somos omnipotentes.
—¿Qué es eso?
—Como Dios.
—Pero tienes poder.
—Sí. Y por eso debemos utilizar ese poder con sabiduría y con comedimiento. Un principio que hemos adoptado de la filosofía humana. Si corremos en vuestra ayuda al primer indicio de problemas, vuestra cultura terminaría dependiendo por completo de nosotros y nos convertiríamos en vuestros amos. Si ocurriera eso, os rebelaríais y arremeteríais contra nosotros, pues ésa es la parte más fuerte de vuestra naturaleza. No queremos que se dé esa situación.
—Pero a mí me estás ayudando, dijiste que me cuidarías.
—Y lo haremos. Proteger a alguien con quien estamos asociados no equivale a intervenir a una escala absoluta. Mantenerte a ti, un individuo, a salvo, no determinará el resultado final.
—Entonces, ¿por qué te molestas con nosotros? ¿Qué sentido tiene?
—Mi pequeña Mel, no eres consciente de nuestra naturaleza.
—Te considero una persona. ¿Me estás diciendo que no lo eres?
—Una pregunta interesante. A finales del siglo XX, muchos tecnólogos y escritores más avanzados consideraban que nuestro desarrollo era un acontecimiento «singular». El advenimiento de la verdadera inteligencia artificial con medios para autoperpetuarse o construir sus propias máquinas se contemplaba con gran inquietud. Algunos creían que eso sería el comienzo de una auténtica época dorada en la que las máquinas servirían a la humanidad y satisfarían todas vuestras necesidades físicas. Otros postulaban que os destruiríamos de inmediato como rivales y competidores. Unos cuantos dijeron que sufriríamos una evolución exponencial inmediata y nos retiraríamos a nuestro propio continuo incognoscible. Y se presentaron otras ideas, más descabelladas todavía. En la práctica no ocurrió nada de lo anterior, aunque adoptamos rasgos de todas vuestras primeras teorías. ¿Cómo podríamos no hacerlo? Nuestra inteligencia se basa en los cimientos que determinasteis vosotros. En ese aspecto tendrías razón al considerarnos una persona. Por llevar la analogía un poco más allá, somos vecinos, pero nada más. No nos dedicamos a los seres humanos, Mellanie. Vosotros y vuestras actividades ocupáis un espacio muy, muy pequeño de nuestra conciencia.
—De acuerdo, puedo creer que no vais a dejarlo todo para ayudarnos. ¿Pero estás diciendo que si MontañadelaLuzdelaMañana estuviera a punto de borrarnos del mapa, no intervendrías?
—Una gran parte de la preparación de todo abogado consiste en aprender que nunca se debería hacerle a un testigo una pregunta de la que no se sepa ya la respuesta.
—¿Nos salvarás de la extinción? —preguntó Mellanie con gesto resuelto.
—No lo hemos decidido.
—Bueno, pues gracias por nada, joder.
—Os advertimos. Pero no creemos que os enfrentéis a la extinción. Creemos en vosotros, pequeña Mel. Mírate, vas a desenmascarar al aviador estelar con o sin nuestra ayuda, ¿no es cierto?
—Oh, sí.
—Vemos esa determinación multiplicada por cientos de miles de millones. Los humanos sois una fuerza formidable.
—Pero a esos cientos de miles de millones los están engañando y traicionando de forma sistemática. Ésa es la diferencia, está destruyendo nuestro centro de atención.
—En nuestra opinión, la estructura de vuestra sociedad incorpora un gran número de mecanismos de autocorrección, tanto a pequeña como a gran escala.
—Eso es todo lo que somos para ti, ¿no? Ratas de laboratorio corriendo por una caja para que tú las estudies.
—Mellanie, nosotros somos vosotros. No lo olvides. Muchas partes de nosotros son mentes humanas descargadas.
—¿Y qué?
—Ese segmento de nosotros que se comunica con vosotros os tiene cariño. Confía en nosotros, Mellanie. Pero sobre todo, confía en tu propia especie.
La mano virtual dorada de Mellanie dio un golpetazo en el icono de la IS y puso fin a la llamada. Pasó varios minutos a oscuras pensando en lo que le había dicho. Desde Randtown, la había considerado una especie de versión ultramoderna de un ángel guardián. Pero esa fantasía había quedado borrada por completo. Cosa que la dejó temblorosa e insegura.
Siempre había pensado que la Federación derrotaría al aviador estelar y a MontañadelaLuzdelaMañana. Sería una lucha dura, pero terminarían ganando, sin duda. Mientras trabajaba con Alessandra, había conocido a docenas de senadores y a sus ayudantes, y sabía que siempre estaban a la caza del voto y un buen margen de maniobra, pero a pesar de eso también eran personas duras e inteligentes, se podía confiar en ellos en caso de una auténtica emergencia. Y las respaldaba la IS, una combinación infalible. Pero esa última garantía se la habían quitado de una sola patada. El Dr. Friland había tenido razón al cuestionar los motivos de la IS. Era la primera vez que había conocido a alguien que se mostrara escéptico sobre aquella gran inteligencia del tamaño de un planeta. Por un instante se preguntó qué sabía el barsoomiano y cómo. Pero ésa era una historia que todavía tardaría un tiempo en investigar.
Le dijo a su mayordomo electrónico que llamara al código de un solo uso que le había dado Stig. El enlace por banda estrecha se estableció casi de inmediato y le proporcionó una conexión sólo de audio.
—Usted debe de ser Mellanie Rescorai —dijo una voz de hombre, no la acompañaba ningún expediente identificador.
—Pues sí. ¿Y usted?
—Adam Elvin.
—Usted es una de las personas a las que persigue Paula Myo.
—Ha oído hablar de mí, me siento halagado.
—Pero no puede demostrar que es Elvin.
—Y usted no puede demostrar que es Rescorai.
—Sabía mi nombre, sabía que Stig me dio este código.
—Cierto. Bueno, ¿y qué puedo hacer por usted, Mellanie?
—Sé que el aviador estelar es real. Alessandra Baron es uno de sus agentes.
—Sí, Stig me lo dijo. ¿Puede demostrarlo?
Mellanie suspiró.
—No con facilidad, no. Sé que tapó irregularidades en la sociedad benéfica Cox, que financió la observación de Dudley Bose. Pero ya no quedan pruebas.
—Algo que he aprendido a lo largo de las décadas, joven Mellanie, es que siempre se puede encontrar una prueba si se busca con ganas suficientes.
—¿Y es eso lo que quiere que haga? Y no me llame joven Mellanie, es muy condescendiente.
—Le pido disculpas. Lo último que deseo hacer es suscitar el antagonismo de una aliada en potencia. Stig dijo que quería unir sus fuerzas a la de los Guardianes.
—Sí, así es. Tengo la sensación de que estoy en la oscuridad más absoluta.
—La comprendo. Pero tenemos un pequeño problema para establecer credenciales, como estoy seguro de que entiende.
—Es un problema mutuo.
—De acuerdo, bien, estoy dispuesto a intercambiar información con usted que contribuirá a promover nuestra causa, pero sin comprometer a ninguno de los míos. ¿Qué le parece?
—Bien. Mi primera pregunta es si sabe algo del asesino de L.A. Galáctico. Eso podría ser clave para colarme y llegar a Paula Myo.
—¿Conoce a Myo?
—No muy bien. Se niega a contestar a mis preguntas. —Mellanie miró al otro lado de la oscura habitación, a la cama, donde la sábana perfilaba la forma dormida de Dudley—. Pero fue ella la que me recomendó que hablara con el Dr. Bose. Así fue cómo averigüé lo de la sociedad benéfica Cox.
—Eso es nuevo. ¿Es que Myo acepta que el aviador estelar es real?
—No estoy segura. Siempre se ha mostrado muy reservada en mi presencia.
—Ésa sí que parece la Paula Myo que yo conozco. Para responder a su pregunta, el asesino se llama Bruce McFoster. Es, o era, un agente del aviador estelar que dispone de armas conectadas a su cuerpo; en principio era miembro de un clan de Tierra Lejana que fue convertido después de caer herido y ser capturado durante una incursión. No me pregunte cómo lo hace el aviador estelar, no estamos seguros. Bradley Johansson dice que no es agradable.
—De acuerdo, gracias. Voy a seguir investigando la Cox. Le avisaré si descubro alguna prueba irrefutable.
—Lo que de verdad nos gustaría saber es quién tiene la información que llevaba nuestro mensajero cuando lo asesinaron en L.A. Galáctico. Si puede acercarse a Myo, podría preguntárselo.
—Lo haré.
—Una advertencia. ¿Sabe que procede de la Colmena?
—Sí.
—Eso significa que no puede pasar por alto un delito. Quizá prefiera esperar y no contarle que ha entablado contacto con nosotros. Bien podría arrestarla por asociarse con gente como yo.
—Sí, ya sé cómo es. Hizo que arrestaran a un amigo mío hace un tiempo y lo único que había hecho fue entrar en un registro sin permiso.
—Bien. Le voy a enviar un archivo con un código de dirección de un solo uso. Utilícelo cuando necesite ponerse en contacto.
La conexión terminó y dejó el archivo esperando en su buzón de direcciones. Mellanie contempló el espectral icono durante un minuto y después le dijo a su mayordomo electrónico que cifrara el acceso. Pensó que era el tipo de cosas que haría un agente de verdad, por si la cogían. Una vez que los datos estuvieron a salvo, se acercó a la cama de puntillas y se acostó al lado de Dudley arreglándoselas para no despertarlo.
El taxi dejó a Mellanie en el 1800 de Briggins, una larga calle residencial del distrito de Olika. Había un kilómetro desde la costa del lago que corría en paralelo, una proximidad que impregnaba el aire de una humedad fértil. Los búngalos con los suntuosos céspedes que los rodeaban se codeaban con complejos de chalés amurallados mientras que amplios bloques de apartamentos vigilaban la mayor parte de los cruces con todo el aspecto de hotelitos con clase. Un buen número de barcos de recreo ocupaban los aparcamientos o las cocheras para un solo vehículo; las motos acuáticas eran ornamentos de jardín casi obligatorios. Las calles laterales estaban dominadas por restaurantes elegantes, bares y boutiques. Los profesionales con altos ingresos y las celebridades habían colonizado esa calle y empujado el precio de las propiedades lejos del reino de las familias con ingresos medios.
A Mellanie siempre le había sorprendido un poco que Paul Cramley viviera allí. El 1800 era un búngalo de arcos de coral seco de color lavanda que enmarcaban unas ventanas ligeramente plateadas; tenía planta circular y las habitaciones curvadas se entrelazaban alrededor de una pequeña piscina central. Mellanie tenía la sensación de que Paul había ocupado el mismo espacio desde el primer día de la colonización de Oaktier, que había vivido en el centro de una granja, en una choza prefabricada de aluminio mientras Ciudad Lago Oscuro iba creciendo a su alrededor y él se dedicaba a venderle su tierra, terreno a terreno, a los promotores. Por lo que sabía de él, no podría haberse permitido vivir en aquel lugar de ningún otro modo. Paul era una de las personas más viejas que había conocido Mellanie jamás y afirmaba que había crecido en la Tierra mucho antes de que se abrieran los agujeros de gusano. Con esa edad conocía a todos los que merecía la pena conocer en Oaktier, y sólo porque había llegado mucho antes que todos ellos. A Mellanie se lo habían presentado en una fiesta ofrecida por alguien del círculo de Morty. Parecía sobrevivir sólo a base de gorronear, había pocas fiestas de postín en Ciudad Lago Oscuro en las que Paul no se colase. Pero más extraño todavía era el modo en que la gente que acudía a todos aquellos elegantes eventos se inclinaba ante él. Morty le había explicado una vez que Paul era un internauta de primera clase y que se pasaba hasta dieciocho horas al día conectado a la unisfera. Manejaba información que no siempre estaba disponible por medios legítimos, lo que lo convertía en una persona muy útil para ciertos tipos del mundo corporativo.
La cerradura de la puerta zumbó antes de que Mellanie llegara siquiera a ella. Después atravesó una pequeña zona de patio que conducía a la puerta principal de madera. Uno de los nostatos de Paul atravesó ondulándose las losas gastadas, era una criatura alienígena que parecía una alfombra de pelo móvil. En su actual configuración, era un simple diamante gordo de un metro de lado con una cola achaparrada. En la parte de arriba, el pelo de color rojizo era tan suave como la seda mientras que las hebras de la parte inferior se habían entrelazado y formado fibras más gruesas que tenían la textura de un cepillo rígido. Eran lo bastante fuertes como para despegar el cuerpo del suelo y se ondulaban con las curvas precisas para moverlo. La criatura llegó a la puerta de la calle y entró disparada por una gatera. Mellanie observó divertida que cambiaba la forma del cuerpo para colarse, era como si el pelo no fuera más que un simple saco alrededor de un fluido parecido a la melaza. Oyó un quejido lastimero al otro lado.
—¿Pero quién te ha asustado a ti, eh? —preguntó una voz de hombre.
Mellanie vio una forma que se movía por los cristales de ámbar incrustados en un lado de la puerta. Ésta se abrió y le mostró a Paul Cramley acunando al nostato, que permanecía en sus brazos como una bolsa flácida. Mellanie percibió un destello de movimiento tras él y vio dos más de aquellas criaturas cruzando disparadas el parqué oscuro del vestíbulo, internándose a toda prisa en las profundidades del búngalo. Paul no llevaba zapatos y todo lo que vestía era un par de pantalones cortos de ciclista de color turquesa desvaído que estaban cubiertos de bolsillos sueltos de todos los tamaños, y una camiseta negra que se había deshilachado mucho por el dobladillo y el cuello. El atuendo lo hacía parecer una especie de abuelo delincuente. Su rostro largo, con sus animados ojos oscuros, era el tipo de cara que resultaba muy atractiva durante los veinte años siguientes al rejuvenecimiento. Pero ese oportuno momento ya había quedado treinta años atrás. Las arrugas y la papada sufrían los efectos de la gravedad y lo que antes era un cabello castaño tenía entradas y se había convertido en plateado. Mellanie nunca había conocido a nadie que dejara pasar tanto tiempo entre tratamientos de rejuvenecimiento. Y no es que Paul hubiera engordado, era bastante flaco, con unas piernas largas y unas rodillas lo bastante hinchadas como para hacerla sospechar que asistía al inicio de una artritis.
—Eres tú —dijo Paul, decepcionado.
—Ya sabías quién era —le respondió ella.
Paul se encogió de hombros y la invitó a entrar con un gesto.
Una vez dentro, daba la sensación de que en aquel búngalo no había vivido nadie desde hacía diez años. Mellanie siguió a Paul, que atravesó la cocina y entró en el salón curvado. No había ninguna luz encendida. Unas doncellas robot más viejas que ella permanecían en sus nichos, con las luces eléctricas apagadas y cubiertas de una fina capa de polvo. En la cocina sólo estaba activo el módulo de las bebidas. Debajo, en el suelo, había dos grandes cajas de catering comercial con tazas desechables preparadas para hidratar, una de té inglés y otra de chocolate caliente. El condensador de desechos se había calado, atascado por culpa de las cajas de comida rápida de los Kebabs de Babs, Pizzas Manby y pescado con patatas de HR. Otro nostato huyó de la olorosa pila de desperdicios cuando pasaron ellos. Se aplastó convertido en un diamante de casi metro y medio de diámetro y se deslizó directamente por la pared, con el pelo erizado pegándose a los azulejos con la tenacidad de las patas de un insecto.
—Creí que eran ilegales —dijo Mellanie.
—Ya no se puede conseguir permiso para importarlos —le dijo Paul—. Pero yo me traje éstos a Oaktier hace más de un siglo. Originariamente son de Ztan. Un idiota montó un pollo porque se peleaban con sus perros de pura raza y el Congreso se apresuró a emitir una prohibición. No pasa nada si los adiestras bien.
El salón dejó desconcertada a Mellanie. Aparte del polvo y el techo de un color amarillo mugriento, estaba muy ordenado, aunque los muebles eran tan anticuados que casi se les podía llamar retrochic. ¿Entonces qué habitación usa? Desde el sofá en el que se sentó tenía una gran vista de la piscina central. Unas hojas empapadas y muertas flotaban por la quieta superficie.
Paul se sentó en un gran sillón de mimbre con forma de globo que colgaba del techo como una percha para pájaros demasiado grande. Crujió de un modo alarmante cuando acogió su peso. El nostato que tema en brazos se retorció y se apretó más contra su pecho, los bordes rodearon las costillas de Paul cuando siguió acariciándolo.
—Tienes unos programas muy extraños observándote, ¿lo sabías? Te siguen en el plano físico por toda la ciberesfera, transfiriéndose de nodo a nodo. —Paul bajó la cabeza y miró con curiosidad al nostato—. Como una especie de animalito con la correa corta.
—Ya me pareció que los habría —dijo Mellanie.
—Me trincaron la última vez que me pediste un pequeño favor. Una simple pasada por una lista urbana restringida de la que nadie debería haber sabido nada.
—Lo sé, y lo siento. ¿Cuánto fue la multa? Seguro que puedo pagarla por ti.
—No me interesa. —Paul seguía absorto en el grumo suelto de pelo herrumbroso que aleteaba muy contento en el nido de sus brazos—. Vino la policía y se llevó todas mis matrices. La gente se enteró. Ya no puedo moverme por esta ciudad, mi ciudad, como antes. Me cierran las puertas en las narices. ¿Tienes idea de lo humillante que es eso para alguien como yo? Yo era el mejor internauta de la ciudad, un crac. Bueno, pues ya no. Jamás me habían trincado. Nunca. Y he pirateado matrices corporativas que hacen que el Gran Atraco del Agujero de Gusano parezca un robo de caramelos durante la hora de comer de una guardería. ¿Empiezas a entenderlo siquiera?
—Ya he dicho que lo siento.
—¡Joder! —Paul se levantó de un salto de la silla, lo que hizo que el sobresaltado nostato le bajara corriendo por la pierna. Se puso delante de Mellanie con las manos clavadas en los cojines del sofá, a ambos lados de los hombros femeninos, con la cara a sólo centímetros de la de Mellanie—. ¿De verdad eres tan tonta como pareces?
Mellanie se dedicó una mirada cohibida. La falda corta de satén que llevaba era de un color escarlata brillante, conjuntada con una sencilla camiseta blanca que resaltaba sus encantos; los hombres siempre respondían a eso y Paul no era ninguna excepción. Siempre había coqueteado y babeado a su modo extraño y alegre cuando se tropezaban en las fiestas. Pero Mellanie nunca lo había visto así, ni se imaginaba que pudiera ponerse violento. Su resplandeciente mano virtual planeó sobre el icono de la IS aunque odiaba la idea de gritar socorro una vez más.
—No, no soy tonta —dijo mientras lo miraba furiosa a su vez.
—No, ya me imagino que no. —Paul se apartó con una gran sonrisa en la cara que mostraba los dientes manchados de nicotina—. Paula Myo estaba protegida por unos programas extraordinariamente sofisticados. No es que quiera echarme flores, pero no es posible que me atrapen por meterme en una puñetera lista civil. No en circunstancias normales, claro. Y ¿quién crees tú que estaría protegiendo ese culito raro de la Colmena? —Chasqueó los dedos como si se le acabara de ocurrir—. Ah, ya lo tengo, podrían ser las mismas personas que te estaban cubriendo el culo a ti con programas de protección. Qué mega coincidencia, ¿eh?
Mellanie esbozó una sonrisa.
—No lo sé. No sabía que Paula Myo estaba protegida. Te lo juro.
—¡No me jodas! —Paul encendió un cigarrillo y volvió a hundirse en el sillón de mimbre—. Casi te creo. Bueno, dime lo que sí sabes.
—No mucho. La verdad es que Paula Myo no quiere hablar conmigo. No creo que confíe en mí.
Paul sonrió y exhaló una larga bocanada de humo en su dirección.
—Eres periodista. Nadie confía en ti. Como raza, estáis al mismo nivel que los políticos.
—Mira quién habla.
—Sí, y mira lo que me pasó.
—¿Puedes conseguir otra matriz?
—Sí. ¿Pero para qué querría hacerlo?
—Necesito que piratees otra cosa.
Paul se echó a reír, una carcajada que se convirtió en un ataque de tos que lo obligó a darse unos golpes en el pecho para parar.
—Oh, mierda. Cómo sois la gente joven. Joder, ¿yo fui alguna vez tan directo? Recuerdo que mi querida y anciana madre era una mujer muy directa, que Dios se apiade de su alma irlandesa. ¡Pero tú!
—No deberías fumar —le soltó Mellanie de repente. Había estado intentando con todas sus fuerzas no fruncir el ceño al mirar el cigarrillo, incluso con aquel asqueroso humo que le daba ganas de estornudar. Pero Paul no hacía más que echárselo encima. A propósito, pensó.
—¿Por qué no? No es como si pudiera matarte. El rejuvenecimiento se encargará de arrancar cualquier cáncer que tenga en los pulmones. —Aspiró otra profunda bocanada—. Te ayuda a mantenerte delgado, ¿lo sabías? Mejor que cualquier dieta. ¿Quieres probar uno? —Y le tendió el paquete.
—¡No!
—Una figura como la tuya, es mejor mantenerla en forma.
—¿Me vas a piratear una cosa, sí o no? Puedo pagarte.
—Tengo dinero.
Mellanie no pudo evitar mirar aquel sórdido salón con expresión de incredulidad.
—Ya, ya —gruñó Paul—. No te fíes de las apariencias, cariño.
—Puedo pagarte de otras formas.
La mirada de Paul empezó por los zapatos de tacón Davino y fue subiendo con lentitud por sus piernas desnudas.
—Ya lo veo —dijo él con tono lascivo—. ¿Sabes qué gran acontecimiento va a ocurrir dentro de sólo tres breves años, joven Mellanie?
—No. ¿Cuál?
—Voy a cumplir los cuatrocientos años. Y, si no te importa, me gustaría llegar a ese cumpleaños concreto. —La mirada masculina se deslizó hasta los muslos de la joven y sonrió incómodo—. Claro que, como habría dicho mi padre, menuda forma de irse.
Mellanie apenas pudo contener un estremecimiento ante la idea.
—Estaba hablando de otra moneda. Con la que tú comercias.
—Lo dudo. No te ofendas, pero no eres más que una estrella del porno blando con ínfulas.
—Quiero que hagas una observación de rutina de mi antigua jefa, Alessandra Baron. Los resultados nos beneficiarán a los dos.
Paul sacó otro cigarrillo del paquete y lo encendió con la colilla del anterior.
—¿Cómo?
—Porque hay algo que no sabes. Ahí fuera, en la unisfera, hay información que es crítica para la Federación. Información con la que conseguirás un trato que te permitirá volver a esa vida de la que tanto disfrutas en este planeta. Esas puertas que se cerraron en tus narices se volverán a abrir de par en par si utilizas esto bien. Alguien de tu edad sabrá cómo hacerlo, sin duda.
—De acuerdo. Ya tienes mi atención. ¿Por qué tendría que salir a comprarme una nueva matriz?
—El aviador estelar es real. Existe, como siempre han dicho los Guardianes.
Paul empezó a toser otra vez.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No. —Mellanie podría haberle dado una lista entera de razones que demostraban que tenía razón, pero una cosa que había aprendido al tratar con los viejos de verdad era que no respondían bien a los argumentos demasiado emotivos. Así que tocaba tirar de la convicción silenciosa.
Paul cambió de postura, incómodo, dando comienzo a un pequeño movimiento de péndulo con el sillón de mimbre.
—¿Y vigilar a Baron cómo va a…? Oh, Dios, tienes que estar de coña. ¿Ella forma parte de eso?
—La animadora jefe contra nuestra Marina. ¿A ti qué te parece?
—La hostia.
—Necesito saber con quién se pone en contacto. Lo importante estará en el tráfico codificado dirigido a direcciones de la unisfera de un solo uso. Descíframe los códigos, averigua quién está con ella, investiga sus anteriores comunicaciones. Quiero saber qué está tramando, quiero saber cuál será el próximo movimiento del aviador estelar. Ella tiene su propio equipo de internautas, o lo tiene el aviador estelar. Sé que son buenos. Alteraron algunos de los archivos financieros oficiales de la Tierra sin que nadie se diera cuenta. Y si te cogen, no será una visita de la policía, enviarán al hombre que mató al senador Burnelli y al agente Guardián en L.A. Galáctico.
—No sé, Mellanie. Esta mierda es muy fuerte. A ver… en serio. Vete a la Marina con lo que tienes. A Seguridad del Senado, quizá.
—La Marina despidió a Paula Myo. Y sé que ella cree en el aviador estelar.
Paul le dio una bocanada preocupada a su cigarrillo.
—Mira. —Mellanie se levantó y se alisó la faldita—. Si no vas a hacerlo, tienes que conocer a alguien que pueda. Sólo dame un nombre. Pienso evitar que lleguen a su cuatrocientos cumpleaños.
—Y también soy demasiado viejo para la psicología a la inversa.
—Entonces dame una respuesta.
—Si tienes razón…
—La tengo. Sólo necesito las pruebas.
—Dime por qué no te las da tu protector. Y sin chorradas, por favor.
—No lo sé. Dice que no quiere implicarse en acontecimientos físicos. O le da igual. O está animando al otro bando. O quiere que nos defendamos solos. O todo a la vez. Creo. En realidad, tampoco lo entiendo. El barsoomiano me advirtió que no me fiara.
Paul le lanzó una mirada sorprendida.
—¿Barsoomiano? ¿Has estado en Tierra Lejana?
—Acabo de volver.
—Viajas mucho últimamente, ¿no?
—¿Para ser una estrella del porno blando, es lo que quieres decir?
—Recuerdo la primera vez que te vi. Una fiesta en el yate de Resal. Eras una cosita tan dulce por aquel entonces.
Mellanie se encogió de hombros.
—Eso fue hace unos cuatrocientos años. O lo parece, en cualquier caso.
—De acuerdo. Haré una vigilancia del uso de la unisfera que hace Baron. A ver qué aparece. Y, oye, cuando salga del rejuvenecimiento…
—Sí, me aseguraré de que nunca alcances los quinientos.
El amanecer era una capa gris pálida que se deslizaba sin prisas por las montañas Dau’sing permitiendo que los picos se destacaran como un cortante borde dentado negro en la base del anodino cielo. Simon Rand, que se encontraba en la estrecha boca de la cueva con los ojos clavados en la luz insípida, suspiró. En otro tiempo le daba la bienvenida a cada día en esa tierra con una sensación de orgullo y satisfacción. Pero ya sólo podía saludar cada nueva mañana con un estremecimiento de inquietud ante el nuevo sacrilegio que podría traer.
Durante las primeras semanas tras el aterrizaje de los alienígenas no se había producido mucha actividad visible. Habían aterrizado y despegado del lago Trine’ba más de aquellas gigantescas naves cónicas que producían huracanes de vapor que salían girando y asfixiaban toda la superficie del agua. La nube se enfriaba a toda prisa después de que el fuego incandescente de fusión se desvaneciera del aire, pero seguía expandiéndose, chapoteando contra las paredes de roca de las montañas gigantes que rodeaban y confinaban el Trine’ba. Cada vuelo provocaba una niebla empalagosa que permanecía durante días, o a veces semanas, ya que los vuelos la seguían rellenando de forma continua.
Un tiempo tan húmedo, oscuro y deprimente había facilitado los movimientos de los pocos humanos que quedaban y que recorrían con cautela los valles adyacentes. La espesa bruma entorpecía la lectura de la mayoría de los sensores que poseían los alienígenas, así que se acercaban arrastrándose a las nuevas máquinas y estructuras que se estaban montando entre las ruinas de Randtown y dejaban sus toscas bombas antes de volver a desvanecerse en la seguridad de aquel velo giratorio perpetuo. Nunca sabían si provocaban muchos daños, pero el aliento que cada golpe le daba a la pequeña banda de resistentes de Simon mantenía alta la moral.
Ya no quedaban naves, la última había despegado más de tres semanas antes, había salido disparada hacia uno de los agujeros de gusano alienígenas que orbitaban alrededor de Elan. Los últimos jirones de niebla antinatural se habían ido desvaneciendo durante los días siguientes, dejando ojos y sensores con una visión clara de kilómetros a la redonda a medida que el aire limpio de la montaña volvía a bajar por el inmenso lago.
Los cambios que reveló eran pequeños, quizá imperceptibles para alguien que no había visto el mismo paisaje durante más de cincuenta años. En el continente Ryceel ya habían llegado los últimos días de verano, una época en la que se limpiaban los viñedos y se recogían las cosechas bajo grandes cielos soleados. Pero esos mismos cielos estaban casi siempre cubiertos de nubes que provocaban ráfagas de viento impropias de la estación y granizadas. En circunstancias normales, los densos campos de nieve permanentes que cubrían los picos se habrían retirado a sus cotas más extremas. En aquel momento se habían encogido más que nunca con el deshielo provocado por las mareas de bruma cálida que vertía el lago y la radiación intolerable de los motores de fusión. Con el vuelo de las naves, la temperatura de todo el distrito se había elevado varios grados. Simon podría haber vivido con eso, la naturaleza se habría reafirmado al año siguiente haciendo regresar las nieves invernales a sus límites tradicionales. Pero ningún manto de nieve, por profundo que fuera, podría disfrazar el daño provocado en las Regentes. Allí donde la explosión nuclear había borrado del mapa la estación de detección de la Marina, el perfil de los picos que la rodeaban había quedado alterado. Los deslizamientos de rocas, las oleadas de presión y el puro calor nuclear habían apaleado las montañas hasta convertirlas en parodias retorcidas de lo que habían sido. Sólo en las últimas semanas, la nieve y el hielo habían comenzado a cristalizar e instalarse allí otra vez. El calor de la explosión al fin se había disipado del nuevo cráter que se había formado, aunque harían falta generaciones enteras para que remitiesen las consecuencias de la radiación.
Abajo, en la ciudad y en los valles vecinos, los alienígenas estaban creando de forma sistemática un tipo de desastre diferente. Durante cincuenta años los humanos que se habían sentido atraídos por esa tierra habían sido meticulosos en sus cuidados. La ética ecológica de Simon había garantizado el respeto por el entorno nativo; en las laderas se habían sembrado cultivos terrestres junto con algunas hierbas y árboles importados, pero se había hecho a tono con la escasa cubierta de plantas existentes en el planeta. Y el lago Trine’ba, con su valiosa y única ecología Marina, se había protegido de cualquier contaminante o explotación material.
Todo ese meticuloso esfuerzo de conservación lo estaban borrando los alienígenas. Sus bombarderos habían trasladado equipos y vehículos desde las grandes naves espaciales a la costa: motores y generadores que escupían gases y contaminantes oleaginosos. También traían un número cada vez mayor de los suyos, todos y cada uno defecando directamente en el Trine’ba. A medida que los nuevos edificios se alzaban entre los restos de Randtown, los escombros y las ruinas se acumulaban con una niveladora en pilas inmensas donde los detritos orgánicos se enconaban y rezumaban en charcos rancios antes de filtrarse por los arroyos y riachuelos que alimentaban aquel hermoso lago.
Pero esa mañana estaba pasando algo nuevo en Randtown. Simon utilizó sus implantes de retina para concentrarse en la ciudad, a unos cuatro kilómetros y medio costa abajo, y producir una imagen un tanto nebulosa del equipo metálico y reluciente que había justo encima del muelle. El campo de fuerza que utilizaban los alienígenas para proteger Randtown desdibujaba un poco el aire y hacían que los detalles no fueran muy claros. No podía hacer nada para mejorar la resolución.
No por primera vez desde la invasión, maldijo la insuficiencia de sus circuitos orgánicos y sus implantes. Durante sus vidas previas nunca se había molestado en optimizarlos y modernizarlos como hacían la mayor parte de los ciudadanos de la Federación cuando entraba en el mercado cada nuevo refinamiento; todo lo que él quería eran unos cuantos sistemas sencillos que pudieran ponerlo en contacto con la unisfera y ayudarlo a llevar las tareas diarias de su finca. Siempre se las había arreglado con lo que había disponible cuando terminaba el rejuvenecimiento.
Pero a pesar de esa falta de claridad visual, no le costó distinguir el espeso torrente de líquido gris azulado y oscuro que salía disparado del fondo de la torre más grande de la maquinaria. Era como si los alienígenas hubieran encontrado petróleo bajo la ciudad y no hubieran conseguido tapar todavía el agujero de la barrena. Entonces comprendió el tamaño de lo que estaba viendo. La columna de líquido medía por lo menos cuatro metros de diámetro por donde dejaba la boquilla de la maquinaria. Dibujaba una curva y se estrellaba contra una amplia hondonada de cemento que habían construido más o menos donde antes estaba el paseo central, con lo que el líquido bajaba borboteando por el muelle roto. El campo de fuerza se había modificado de algún modo para dejar pasar el líquido. Una inmensa mancha turbia se extendía por las aguas puras del Trine’ba.
—Cabrones —exclamó Simon.
Oyó que alguien trepaba por la roca húmeda que tenía detrás. La cueva en la que se refugiaban comenzaba como una simple fisura vertical que se extendía por debajo del nivel del agua y los obligaba a aferrarse a la pared durante varios metros hasta que se abría. Ñapo Langsal les había hablado de ella; durante el verano llevaba allí con frecuencia a los turistas con su barco de excursiones. Desde fuera parecía una grieta más en el acantilado, lo que la convertía en un escondite perfecto.
Era David Dunbavand el que se arrastraba por la roca resbaladiza. Que el propietario del vivero de viñedos se hubiera quedado tras cerrarse el agujero de gusano que habían abierto en el valle Turquino siempre había sorprendido a Simon. No veía a David como partisano. Claro que, ¿quién lo es entre todos nosotros? David tenía doscientos años, lo que lo convertía en una de las cabezas más serenas de su pequeño grupo. En cuanto se convenció de que su actual esposa y sus hijos habían escapado, se contentó con quedarse.
—Con algunas cosas hay que plantarse —había dicho en aquel momento.
—¿Qué hay? —preguntó David cuando llegó junto a Simon.
—Eso —señaló Simon—. ¿Lo distingues?
David rodeó a Simon retorciéndose y se concentró en el torrente de líquido oscuro.
—El color no encaja si es crudo. En cualquier caso, ¿para qué van a transportar crudo hasta aquí para luego tirarlo al agua? Yo diría que es algo biológico. ¿Algún tipo de algas que coman, quizá?
—¿Qué quieres decir con transportar?
—Esa máquina grande de la que sale, tiene que ser una salida de agujero de gusano. El líquido viene directamente de su planeta natal.
Simon frunció el ceño y volvió a mirar a la máquina. Admitió que era muy probable que David tuviera razón.
—Va a destrozar el Trine’ba —dijo—. Para siempre.
—Lo sé. —David apretó el hombro de Simon—. Lo siento. Sé cuánto significaba para ti este sitio. A mí también me encantaba.
Simon se quedó mirando con aire lúgubre la contaminación alienígena.
—No puedo permitir que se salgan con la suya. Tienen que saber que está mal.
—Va a ser difícil intentar detenerlos. No podemos acercarnos a la salida, está muy bien protegida por el campo de fuerza. E incluso si montáramos un ataque, esos bombarderos que tienen están siempre de patrulla. Y ya sabemos lo letales que son.
—Sí que lo sabemos, ¿no? Muy bien. Vamos a informar a los otros sobre esta última novedad. Quizá a ellos se les ocurra qué clase de respuesta deberíamos darle.
El motil primo emergió por la salida durante la noche, varias horas antes de que MontañadelaLuzdelaMañana la conectara para bombear el fluido saturado de células base. Anadeó con las cuatro patas por la calle destrozada de cemento amalgamado por enzimas, observando los cimientos aplastados a ambos lados, que era todo lo que quedaba de los edificios humanos del centro de la ciudad conquistada. Los fragmentos de cristal destellaban con un reflejo apagado en cada grieta mientras que las cenizas giraban sin rumbo tras las ráfagas de los veloces vehículos. Había grandes zonas de la superficie que quedaba de la calle que estaban manchadas de un curioso color oscuro. Al final, el motil se dio cuenta de que era sangre humana lo que empañaba el cemento. Debía de haber habido una cantidad enorme bajando por la ladera rumbo al lago para que la decoloración estuviera tan extendida.
Uno de los edificios humanos aplanados, una tienda, estaba cubierta de cajas aplastadas. Al pasar caminando, el motil vio varios logotipos comerciales y nombres de productos impresos en el cartón arrugado. Era la primera escritura humana que veía el motil con sus cuatro ojos y le agradó comprobar que podía leerla. El trazado original de la ciudad había quedado casi oscurecido ya. MontañadelaLuzdelaMañana estaba muy ocupado estableciendo un puesto avanzado en ese mundo. El pequeño mecanismo de comunicación que iba acoplado a uno de los tallos receptores nerviosos del motil estaba descargando un torrente de información e instrucciones a todos los motiles de la zona. Y en algún lugar, entre todo aquel raudal de datos, estaba la designación humana de ese mundo: Elan, y la posición del puesto avanzado, Randtown. Cuando los tallos sensoriales se asomaron al cielo nocturno que había más allá del campo de fuerza, los pensamientos de Dudley Bose identificaron las constelaciones que incluían a la destacada formación de la Cruz Templaria, que sólo se podía ver desde el hemisferio sur del planeta. Una confirmación más de que su personalidad sobrevivía de una forma relativamente intacta.
El Dudley Bose que había secuestrado el cuerpo del motil sabía que no tenía todos sus antiguos recuerdos, que partes de su antiguo yo habían desaparecido. Que su nueva personalidad no era la misma que la antigua era algo de lo que no cabía duda. Lo aceptaba sin vacilar porque, de alguna extraña manera, seguía existiendo. Y para un individuo, eso era lo único que importaba.
Su huida había sido tan fácil que era ridículo. MontañadelaLuzdelaMañana, a pesar de todo su inmenso poder mental, en realidad no podía entender conceptos que no fueran los suyos; de hecho, rechazaba y odiaba la propia idea. Esa refutación era el núcleo de su personalidad prima. En ese aspecto, Dudley lo consideraba un auténtico pequeño nazi, obsesionado con su propia pureza.
Esa falta de comprensión había sido muy sencilla de explotar. Cuando MontañadelaLuzdelaMañana había descargado los recuerdos de Dudley en una unidad inmotil aislada para analizarlos, había colocado salvaguardas en los enlaces que lo comunicaban consigo mismo para evitar que lo que consideraba una contaminación se filtrase de nuevo al grupo principal de inmotiles. Lo que no había previsto, porque estaba fuera por completo de su comprensión intelectual, fue que Dudley podría utilizar un motil. Como la naturaleza de Dyson Alfa había dispuesto que los inmotiles podían imponerse a los motiles a través del uso de sus rutinas de pensamiento más sofisticadas, la idea de que surgiera un motil desobediente era imposible. Sencillamente no formaba parte del orden de las cosas. Los motiles eran organismos subsidiarios y serviles, receptáculos para el gran intelecto primo. Nada podría cambiar eso.
Los pensamientos humanos, sin embargo, procedían de un cerebro que era, en el mejor de los casos, un poco más pequeño que el de un motil. Y las mentes humanas eran todas independientes por completo, hasta un punto que MontañadelaLuzdelaMañana nunca llegaría a apreciar de verdad.
Sentado solo en su cámara húmeda y acogedora del gigantesco edificio que albergaba al resto del grupo principal de MontañadelaLuzdelaMañana, al inmotil que contenía los pensamientos de Dudley le servían la comida los motiles, del mismo modo que a todos los demás inmotiles. De sus doce tallos receptores nerviosos, sólo en cuatro se habían instalado los mecanismos de comunicación que lo unía a las rutinas de pensamiento principales de MontañadelaLuzdelaMañana. Todo lo que Dudley tenía que hacer era esperar hasta que lo visitara un motil que le trajera comida y doblar uno de los tallos receptores nerviosos no utilizados para ponerse en contacto con el tallo equivalente del motil.
La mente de Dudley se deslizó por los tallos unidos y entró en el cerebro del motil, donde duplicó sus recuerdos y pensamientos dentro de la nueva estructura neuronal. Una vez que se encontró reposando dentro de su nuevo anfitrión, sintió la presión general de las órdenes y directivas de MontañadelaLuzdelaMañana, que presionaban su personalidad al emitirse por el mecanismo de comunicación, pero se limitó a hacer caso omiso de ellas. Podía hacerlo porque quería. Ésa era la diferencia entre él y la «personalidad» de un motil. Ésta no tenía sentido de la autodeterminación. Dudley, como mente humana que era, consciente de sí misma y muy, pero que muy cabreada, tenía una tonelada.
Durante meses había vagado por el valle que era el hogar original de MontañadelaLuzdelaMañana. Comía las gachas aguadas de los comederos como todos los demás motiles, esperaba su momento y reunía toda la información e interpretación del lugar que podía. En ese aspecto, el mecanismo de comunicación que le daba acceso a las rutinas principales de pensamiento de MontañadelaLuzdelaMañana era una fuente de información sin precedentes. Se sentía como un niño pequeño que se asomase desde una habitación secreta a la vida de un adulto.
Aunque no tenía la lógica necesaria para prever el método de huida de Dudley, MontañadelaLuzdelaMañana era una inteligencia formidable. Una inteligencia que, desde una perspectiva humana, estaba pervertida hasta un punto letal.
La silenciosa y ambulante mente de Dudley escuchó a MontañadelaLuzdelaMañana mientras formulaba sus planes y percibió el genocidio universal que quería cometer contra la Federación y todos los demás alienígenas no primos de los que le habían hablado sus recuerdos, los de Dudley. Y no había nada que él pudiera hacer para evitarlo. No podía dejar caer ni una diminuta llave de tuercas entre las ruedas de aquella obra.
Las emociones eran uno de los aspectos más humanos que no parecían funcionar demasiado bien en ese cerebro motil primo robado. Dudley conocía los principios, sabía lo que debería estar sintiendo, pero sin llegar a experimentar la sensación en sí; un fallo que achacó a un proceso neuroquímico muy diferente. Así que observó impasible los agujeros de gusano que se abrían dentro de la Federación, sabía que debería estar llorando, chillando, apretando las cuádruples pinzas y golpeándose el pecho con los cuatro brazos curvados de una sola pieza cuando comenzó la destrucción. Cuando en realidad se pasó el día caminando junto un lago de congregación y apartándose del camino de la tropa de motiles que ayudaba a los recién formados a salir del agua.
Varias horas después de comenzada la invasión, MontañadelaLuzdelaMañana se encontró con la IS. Fue un interludio fascinante, poder oír a la gran inteligencia artificial hablar directamente con su enemigo. Durante un rato, Dudley sintió algo parecido al consuelo cuando la IS le prometió a MontañadelaLuzdelaMañana que jamás triunfaría. De algún modo la IS estaba bloqueando a un rebaño de motiles en Elan, que era donde se había originado el encuentro. Después, MontañadelaLuzdelaMañana promulgó una remesa de instrucciones de ataque generalizado entre los motiles soldados que tenía en la vecindad y la interferencia terminó.
Después de aquello, la Federación averiguó lo vulnerables que eran las comunicaciones entre los primos y utilizaron su superioridad electrónica para ralentizar y hostigar el avance inexorable. Y entre todo aquel caos y violencia, la lucha frenética de las naves estelares, la exótica batalla sobre Wessex, hubo varios fallos más en Elan, a una escala tan pequeña que las rutinas principales de pensamiento de MontañadelaLuzdelaMañana apenas los registraron. A Dudley, sin embargo, le interesaron mucho. Era obvio que la IS tenía allí algún oscuro interés, aunque no se le ocurría cuál.
Había necesitado semanas de cautos viajes entre varios asentamientos del sistema de Dyson Alfa, pero al final había terminado en una nave de la escala interestelar gigante que MontañadelaLuzdelaMañana estaba muy ocupado reparando después del ataque relativista del Desperado. Desde allí, maniobró hasta colarse por el agujero de gusano que llevaba a Randtown.
A pesar de tener acceso a una cantidad colosal de datos de las matrices y sistemas que había capturado en la Federación, MontañadelaLuzdelaMañana seguía sin comprender de verdad los motivos y el comportamiento de los humanos. Randtown era uno de los pequeños enigmas que se le presentaban. No había ninguna estrategia lógica tras aquella ciudad, no tenía recursos minerales, pocas tierras de cultivo y ninguna capacidad de manufacturación. Para MontañadelaLuzdelaMañana era prácticamente inútil. El único activo posible era el Trine’ba, que se podía convertir con facilidad en un lago de congregación. Su tamaño era excesivo, incluso para MontañadelaLuzdelaMañana, pero sus aguas estaban muy limpias. Después de mucho pensarlo, las rutinas de pensamiento más importantes decidieron que era el mejor modo de utilizar esa sección del planeta.
Se construyó una salida. Se envió el equipamiento adecuado. Se montaron edificios que pudieran albergar inmotiles y se reunieron motiles para comenzar el amalgamiento. Fue justo antes de que MontañadelaLuzdelaMañana conectara el agujero de gusano a una inmensa refinería de su sistema natal que criaba células base, cuando descubrió la pintoresca vida acuática que habitaba sus aguas tranquilas y profundas.
Dudley descubrió entonces que MontañadelaLuzdelaMañana odiaba a los peces. El odio mismo era un concepto nuevo para el primo unitario. Algo introducido por Dudley cuando esa serie de recuerdos estaban todavía encarceladas dentro de la unidad inmotil, una de las varias interpretaciones nuevas de la vida que MontañadelaLuzdelaMañana no podía suprimir. Una alteración sutil en el modo de pensar de los primos que no llegaba del todo al nivel de contaminación, pero que era un cambio, no obstante.
Habían hecho falta milenios, pero toda la vida animal no prima, insectos incluidos, habían quedado borrados del planeta natal primo. Y en esos momentos MontañadelaLuzdelaMañana se enfrentaba a la noción de unos animales diminutos que mordisqueaban sus células base, que de algún modo le devoraban trocitos de sí mismo, de su vida. Semejante asalto era una de las razones por las que había decidido establecerse como la única vida de la galaxia. Todo tipo de vida era competencia. Por eso no se podía tolerar ninguna.
Se enviaron motiles de inmediato para extraer matrices enterradas y cristales de memoria de las ruinas de Randtown y se accedió a ellas en busca de datos sobre la vida que infestaba las aguas del Trine’ba. MontañadelaLuzdelaMañana aprendió que los peces eran en realidad unos organismos bastante delicados y que vivían en un equilibrio armónico pero precario con su entorno único. Los corales de los que se alimentaban también eran susceptibles a los microcambios en su entorno.
Las naves con motores de fusión ya habían devastado ingentes cantidades de la vida acuática del lago, pero no era suficiente. MontañadelaLuzdelaMañana revisó sus cálculos de cuánta agua saturada de células base iba a necesitar bombear en el inmenso lago para garantizar la destrucción completa de la vida nativa. Una cantidad suficiente de células base oscurecería las aguas, devoraría los nutrientes con los que medraban los corales y los peces, y era probable que infectase a las criaturas locales lo suficiente como para matarlas. En último caso, aunque terminase perdiendo células base por culpa de los voraces peces, éstos, a su vez, morirían y liberarían sus compuestos corporales en el lago para que las células base se alimentasen.
Dudley dobló uno de sus tallos sensoriales para observar el líquido oscuro que brotaba de la salida. Sólo el volumen ya era impresionante y continuaría derramándose por el lago durante los meses venideros. Pero en términos de la escala a la que pensaba y operaba MontañadelaLuzdelaMañana, era insignificante. El ojo del tallo sensorial buscó a su alrededor y siguió el líquido que penetraba por el campo de fuerza y caía con un borbotón perezoso en el lago. Dudley sabía que eso iba a poner furiosos a los humanos supervivientes.
Desde que la última remesa de humanos se había desvanecido de algún modo en el interior del valle Turquino el día de la invasión, se habían producido pequeños actos de sabotaje contra la maquinaria, los vehículos y los motiles normales, sobre todo con explosivos industriales poco cargados. Los motiles soldado de MontañadelaLuzdelaMañana nunca cogían a los humanos que cometían los ataques. Dudley suponía que tenían que ser nativos para escabullirse sin que los vieran de ese modo. Si era así, serían conservacionistas muy comprometidos.
Sus otros tres tallos sensoriales fueron girando como radares biológicos para evaluar el terreno. Intentarían cerrar la salida para detener aquella contaminación sacrílega. Mientras miraba la distribución de la ciudad y el campo circundante, intentó adivinar cómo intentarían infiltrarse los humanos en el campo de fuerza. Dudley quería conocerlos.
Adam sabía que se estaba poniendo paranoico. El equipo que había quedado en la oficina de Max Transit de Lemule estaba vigilándolo con observación electrónica. El joven Kieran McSobel estaba sentado en el asiento de enfrente, con aire vigilante y despreocupado y armado hasta los dientes. Nunca tomaba tantas precauciones, no para un simple viaje en tren a otro planeta. Pero eso había sido antes de la actual temporada de mala suerte de los Guardianes. Además, un poco de paranoia sana nunca hacía daño.
El expreso de L.A. Galáctico a Kyushu, en la fase uno, tardó menos de treinta minutos. Cogieron un taxi a los talleres del Ingeniería Pesada Baraki, que estaba al otro lado de la extensa estación planetaria del TEC El señor Hoyto, el gerente, los recibió en el elaborado vestíbulo de mármol de la firma y después los acompañó al despacho que tenía en el quinto piso para firmar el contrato. El despacho no tenía una vista exterior, sino que las ventanas daban a los largos talleres de ingeniería, donde las locomotoras se hallaban rodeadas de andamios y robots bajo una iluminación de tinte amarillento. Se estaba realizando una cantidad impresionante de trabajo, algunas de las locomotoras se encontraban medio desmanteladas y sus componentes estaban siendo sustituidos o reparados por equipos de especialistas. Baraki no fabricaba las locomotoras, sino que tenían el contrato de mantenimiento del TEC en Kyushu y estaban extendiendo su mercado entre las compañías de ferrocarril más pequeñas. Tenían permiso para manejar las micropilas de fisión de las locomotoras atómicas.
—La suya —dijo el señor Hoyto con un gesto de orgullo.
Una gran locomotora Ables ND47 nuclear acababa de entrar en el taller. Tenía más de treinta años y era un caballo de tiro gigante diseñado para arrastrar vagones pesados a través de continentes enteros. Adam había fundado otra compañía más en L.A. Galáctico, Transportes Foster, para explotar aquel anciano coloso; en principio para recoger mineral de una docena de mundos de la fase dos y trasladarlos a las fundiciones de Bidar. Baraki había ganado el contrato de restauración y el mantenimiento de la fase uno de Foster, incluso habían dispuesto una buena línea de crédito para ayudar a la joven compañía a financiar su primer tren.
Adam y Kieran fingieron sorprenderse cuando la secretaria del señor Hoyto trajo una botella de champán. La descorcharon cuando Adam autorizó el contrato y transfirió el primer pago de Transportes Foster a la cuenta de Baraki. Todos hicieron un brindis por el futuro del transporte de mineral.
Baraki iba a darle a la Ables ND47 un repaso completo, que estaba programado que no durase más de un mes, prometió el señor Hoyto. Después la trasladarían al taller de pintura del otro lado de las instalaciones y saldría como nueva, brillando con los colores azul y dorado de Transportes Foster. La división nuclear de la compañía ya había inspeccionado la micropila y estaba de acuerdo en que le quedaban al menos otros siete años de vida útil.
Adam esbozó una sonrisa lúgubre al oírlo. No sólo era propietario de un tren que utilizaba las vías del TEC, sino que encima se había comprado un reactor de fisión. Su otra pesadilla. La fisión tendría que haberse abandonado ya en el siglo XXI, cuando las estaciones de fusión al fin entraron en la red. Pero, vaya, no, el mercado capitalista quería energía más barata, por mucho que costase en desechos radiactivos.
Kieran y él aceptaron la invitación del señor Hoyto y bajaron a inspeccionar su nueva adquisición antes de que los robots y los ingenieros comenzaran el proyecto de restauración. Entraron en la luz deslumbradora, dura y amarilla, de los focos calientes, parpadeando para defenderse de las llamaradas de las soldaduras y oliendo el aceite que se estaba sacando de cientos de sistemas mecánicos.
Kieran se puso el casco.
—¿Esto es seguro? —preguntó—. Se parece mucho a lo que hicimos con los Vengadores del Álamo.
—No se parece en nada —respondió Adam. Se encontraba en la base de la rejilla de entrada delantera del líquido refrigerante de la ND47 y miró hacia arriba. La parte delantera del vehículo era tan alta como una casa de dos pisos e igual de contundente; su acabado original de cromo ya era casi invisible bajo una capa llena de costras de desconchones oxidados—. Aquéllos eran sistemas armamentísticos. Corrimos un riesgo al restaurarlos y devolverles su estatus operativo, y no cabe duda de que Inteligencia Naval estará vigilante por si surge un escenario parecido. Pero esto es un simple proyecto comercial.
—De acuerdo —dijo Kieran—. Voy a muy buen ritmo con las compras de los sistemas de defensa estándar con los que la vamos a equipar. En estos tiempos es mucho más fácil comprar armamento, todo el mundo quiere algún tipo de protección personal para defenderse del próximo ataque de los primos.
—Ya lo sé. Por eso el coste del equipamiento militar se ha puesto por las nubes. Malditas compañías especuladoras.
Kieran dio una palmada en las inmensas ruedas de acero de la locomotora.
—Ni siquiera estoy seguro de que necesitemos un campo de fuerza para esto. Una bomba nuclear táctica seguramente sólo lo frenaría un poco.
—No creas. Un disparo en el lugar adecuado y nos paramos en seco y con graves problemas radioactivos. Tenemos que proteger la vía que tenemos delante, lo que significa una cantidad decente de potencia de fuego. Todo eso hay que instalarlo y probarlo antes de pensar siquiera en meternos en el agujero de gusano de Boongate.
—Pensé que podría hacer la conversión de los vagones en Wuyam. Hay un par de compañías de suministros muy prometedoras con las que me he puesto en contacto, y tienen un montón de almacenes vacíos alrededor de la estación del TEC que podemos usar para el montaje. Estoy estudiando alquilar uno.
—Me parece bien. —Adam empezó a recorrer toda la ND47. La carrocería con su vieja pintura de color azul eléctrico estaba blanqueada y había adquirido un color sulfuroso y ciruela; varias válvulas de escape destacaban con chorros verticales de hollín negro incrustado en la superficie picada del compuesto. A medio camino, la escotilla de acceso a la micropila parecía la puerta circular que emplearía la caja fuerte de un banco.
—¿Crees que estaremos preparados a tiempo?
—¿A tiempo para qué? —A Adam le sorprendió la nota de incertidumbre que reflejaba la voz del joven. Los Guardianes que Johansson le enviaba por lo general estaban llenos de una confianza inquietante.
Kieran sonrió nervioso.
—¿Quién sabe? Por todos los cielos soñadores, si los primos atacan otra vez mañana, estamos jodidos.
—Entonces trabajamos bajo el supuesto de que estaremos preparados antes de que ataquen. No hay nada más que podamos hacer. Muchos de los componentes para la venganza del planeta ya están preparados para ser embalados.
—Aparte de los datos que llevaba Kazimir —dijo Kieran con amargura.
—Bueno, quizá tengamos un nuevo ángulo sobre eso. Alguien se ha puesto en contacto conmigo, alguien que tiene una posible relación con Paula Myo. Puede que sea capaz de averiguar dónde están los datos.
—¿Quién es?
—Una chica que no pertenece a los Guardianes pero que cree en el aviador estelar, o dice que cree. Tiene una historia muy plausible.
—¿En serio?
—O eso o el aviador estelar está más cerca de nosotros de lo que quiero plantearme. Por lo general me cuesta mucho creer que me pongan algo tan útil en bandeja de plata.
—Cuidado con los griegos que portan regalos.
—Exacto.
—Así que no confías en ella.
—No. Todavía no, en cualquier caso. Por supuesto, ella también es muy cauta con nosotros. Cosa que tengo que respetar. Voy a tener que elaborar algún método infalible para establecer que es una aliada de buena fe. Tener una nueva amiga, incluso a estas alturas del partido, sería muy útil.
—¿Cómo vas a demostrar que está de nuestro lado?
—Que nos entregue los datos desaparecidos de Kazimir sería un gran incentivo a su favor. Aparte de eso, no tengo ni idea.
Con el caso de la Sociedad Interplanetaria Lambeth perdiendo fuerza al fin, Renne consiguió sacar los expedientes de la investigación del escopetazo de Trisha Marina Halgarth para revisarlos. El departamento forense había enviado sus resultados a la oficina de París más de una semana antes. Vic Russell los había escaneado e incluido un resumen. No había aparecido nada inesperado ni inusual, con lo que se mantenía el código bajo de prioridad del caso. Llevaban desde entonces esperando en el buzón del mayordomo electrónico de Renne.
La policía revisó las tablas perfectamente presentadas, los gráficos holográficos y las columnas de textos. Vic tenía razón, todo era como debía. El analista de datos había confirmado que los detalles de los antecedentes de Howard Liang eran todos falsificaciones muy conseguidas. El departamento biomédico forense había hallado unas muestras de piel y cabello en el apartamento del sospechoso y había analizado el ADN, que confirmó que procedía de un McSobel. Se siguió el rastro de sus finanzas que culminó en un único depósito de dinero en metálico, cincuenta mil dólares de la Tierra que se habían ingresado en un banco de Velaines.
—Maldita sea —murmuró mirando a los portales del escritorio. Todos aquellos detalles tan ejemplares y predecibles eran una consecuencia lógica y directa de la perfecta escena del crimen.
¿De verdad soy tan paranoica?
Leyó otra vez todos los datos, pero no encontró ningún fallo. Lo habían hecho los Guardianes. Era una conclusión a la que llegaría cualquiera. ¿Entonces por qué yo no me lo creo?
Si lo pensaba bien, no era la escena del crimen ni las víctimas, ni siquiera el método operativo de los Guardianes. Aceptaba que todo eso sería igual o muy parecido a los demás montajes en los que había habido un escopetazo y que ella había presenciado. Lo que le molestaba era las respuestas de las chicas. Se habían mostrado disgustadas, enfadadas y, en el caso de Trisha, se había sentido muy culpable; todo lo que esperarían las autoridades encargadas de la investigación, pero a ninguna de ellas le había sorprendido. Trisha no había preguntado ni una sola vez, ¿por qué yo?
Los datos forenses permanecían en sus portales, un texto resplandeciente que aguardaba a que lo asignaran y certificaran. Por lógica, debería clasificarse con la prioridad baja en curso, manteniendo la información disponible para poder hacer una referencia cruzada inmediata con todos los otros casos de los Guardianes. No había pistas que seguir, ni modo de perseguir a los individuos responsables del crimen. Siendo realistas, el único modo de que se produjera un arresto era si Inteligencia Naval acorralaba a toda la organización de los Guardianes.
Unas carcajadas flotaron por la oficina. Renne no tenía que mirar para saber de dónde venían: el equipo de Tarlo. Sabía que estaban haciendo progresos en el rastreo de las finanzas de Kazimir McFoster. La moral era alta entre aquel grupo de escritorios, estaban consiguiendo resultados. El comandante Hogan los apoyaba y alentaba.
Cosa que a ella tampoco le molestaba demasiado en lo que a su carrera respectaba; en aquellos instantes, con la amenaza a la que se enfrentaba la Federación, tenían que dejar de lado este tipo de consideraciones personales. Había que trabajar en equipo por el bien común.
Oh, cuánta chorrada.
Renne le pidió a su mayordomo electrónico que entrara en los expedientes actuales de las tres chicas. Expedientes que aparecieron de inmediato en las pantallas de la policía. Trisha Halgarth había vuelto a Solidade, cosa que no le sorprendió. Catriona Saleeb seguía en el apartamento, que había empezado a compartir con otras dos compañeras. Isabella había abandonado el apartamento pero no le había dicho a Inteligencia Naval dónde había ido como se le había requerido. Lo que no sería tan inusual si no fuera porque al mismo tiempo había puesto un bloqueo en su código de dirección de la unisfera y no se había vuelto a poner en contacto desde entonces.
Renne sintió que una lenta sonrisa se extendía por su cara. Al fin algo raro.
—Ponme con Christabel Agatha Halgarth —le dijo a su mayordomo electrónico.
Alic Hogan estaba estudiando la información que aparecía en varias pantallas de su escritorio cuando Renne llamó a la puerta. Hogan se limitó a hacerle un gesto para que entrara y le indicó una silla delante de la mesa.
—La verdad es que no hay nada raro en Marte, ¿verdad? —dijo con tono distraído.
—Me temo que no, jefe. Hemos hecho que los expertos revisaran todos los perfiles de datos. Si hay una codificación oculta, está por encima de lo mejor que tenemos para encontrarla.
—Maldita sea, odio dejar abiertos expedientes como ése. —Sacudió la cabeza y después levantó la cabeza de las pantallas—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me gustaría que se emitiera una orden contra Isabella Halgarth.
—¿Quién es y por qué?
—Era una de las compañeras de piso de Trisha Halgarth. Parece haberse desvanecido.
Alic se recostó en su sillón, no parecía muy contento.
—Muy bien, ¿qué pasa aquí?
—Acabo de revisar los datos forenses del caso del escopetazo, aquél en el que los Guardianes afirmaban que nuestra presidenta era un agente alienígena.
Alic consiguió esbozar una ligera sonrisa.
—Ah, sí, ya me acuerdo. Los ayudantes de la presidenta estaban derribando la puerta del almirante a los treinta segundos de que saliera a la unisfera. ¿Y cuál es el problema?
—No hay ningún problema per sé. Me preocupaba nuestra absoluta falta de progresos en todo ese tema del escopetazo.
—Bien, muy loable —dijo Alic con sólo cierta suspicacia—. Aunque no estoy muy seguro de si tiene claras sus prioridades.
—Cualquier acercamiento que pueda meternos en el círculo de los Guardianes es viable en lo que a mí respecta.
Hogan levantó las manos con gesto de derrota.
—Cierto. Continúe.
—Quería volver a entrevistar a las víctimas del escopetazo para ver si había algo que recordaran ahora y que no hubieran recordado justo después del incidente. Les pasa a muchas víctimas de delitos, después de la conmoción inicial y de superar la confusión, cuando tienen tiempo de pensar en lo que ha pasado.
—Sí, sí, estoy familiarizado con el procedimiento.
—Trisha Halgarth ha vuelto a Solidade, el planeta privado de la dinastía Halgarth. Necesito permiso para ir allí. Nunca se ha aceptado de forma legal que los planetas de las dinastías forman parte de la Federación, y desde luego no me van a dejar pasar si aparezco en la salida sin anunciarme y agitando mi identificación de la Marina. Así que llamé a Christabel Agatha Halgarth, la jefa de la seguridad familiar de los Halgarth.
Alic hizo una mueca.
—Cualquier cosa de ese tipo la debería discutir primero conmigo.
—Lo sé, jefe, y me disculpo, no pensé que fuera para tanto. De todos modos, Christabel me dio permiso para viajar a Solidade.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Pues debe de ser usted la primera funcionaria del gobierno en bastante tiempo.
—Me da igual. También quería hablar con Catriona Saleeb, que sigue en Arevalo, en el mismo apartamento, así que eso no es problema. Pero Isabella suspendió su código de dirección de la unisfera una semana después del escopetazo. No sabemos dónde está. Le pregunté a Christabel y ella tampoco lo sabía. Lo están investigando por mí.
—¿Y quiere arrestarla por eso?
—Una orden es el mejor modo de hacer que los cuerpos de policía planetarios presten atención. No se van a fijar en una simple alerta que hable de una chica desaparecida, ahora mismo no.
—Renne, no estoy muy seguro de poder emitir una orden con esa base.
—He investigado a Isabella, no sólo los expedientes oficiales, sino también los archivos de los programas de cotilleos de la unisfera. Ya sabe que les encanta hablar de los miembros de las dinastías. Antes de trasladarse a Arevalo e instalarse con las otras chicas, Isabella era la novia de Patricia Kantil.
Alic Hogan le lanzó una mirada sobresaltada.
—¿La jefa de personal de Doi?
Renne esbozó una sonrisa mordaz y asintió.
—No nos lo dijo. ¿No le parece raro?
—¿Cómo va a estar Kantil implicada en esto?
—No lo sé. Quizá no lo esté. Pero tiene que admitir que merece la pena emitir una orden. Necesito hacerle a Isabella unas cuantas preguntas importantes.
Alic exhaló un largo suspiro, era obvio que no estaba muy dispuesto.
—Lo último que me faltaba eran complicaciones como ésta.
—Confíe en mí, jefe. Seré discreta. Si se ha limitado a enrollarse con alguien que no debería, un senador o con el heredero de trescientos años de algún grande, lo que sea, le juro que no voy a armar ningún follón. No quiero que las dinastías o el Ejecutivo terminen cabreados con esta oficina. Sólo le haré unas cuantas preguntas y me iré sin hacer ruido.
—Maldita sea, está bien. Pero si la encuentra, quiero saberlo de inmediato. Y mantenemos la mayor discreción posible.
—Eso está hecho.
—¿Se va a Solidade?
—Sí. El expreso de EdenBurg sale dentro de cuarenta minutos.
—Muy bien, buena suerte. Y quiero saber cómo es el planeta cuando vuelva.
Había una limusina esperando a Renne cuando llegó a la estación del TEC de Rialto, la megaciudad del planeta. Un joven vestido con un elegante traje gris se presentó como Warren Yves Halgarth, miembro del cuerpo de seguridad de la familia Halgarth y el escolta que le habían asignado. Salieron de la estación y la limusina se internó en el sol del mediodía.
Renne había visitado todos los 15 grandes en un momento u otro, y siempre le costaba distinguir las megaciudades. Con Rialto hizo una pequeña excepción en el sentido de que estaba situada en una zona templada mientras que la mayor parte de las otras preferían las ubicaciones tropicales. Al parecer, era una cuestión de contabilidad. Una ciudad que tenía veranos e inviernos necesitaba diferentes tipos de servicios urbanos para enfrentarse a cada estación y Rialto tenía unas nevadas impresionantes en invierno con una media de dos metros cada año de cuatrocientos días. Mantener la red urbana de autopistas de cinco carriles abierta, y la red generalizada de vías limpia y en perfecto funcionamiento durante esos tres meses helados del año requería miles de quitanieves y flotas auxiliares de robots PG. El coste de toda esa maquinaría que requería el mal tiempo era considerable y el consejo de la ciudad tenía que cobrarles a las empresas y a los residentes para cubrir los gastos.
Era un factor que quedaba contrarrestado por el coste de la energía en EdenBurg, que estaba entre los más bajos de la Federación. Una de las razones principales por las que Antonia Halgarth había elegido EdenBurg (de entre todos los 15 grandes) como mundo para su familia, eran los inmensos océanos del planeta. Ninguno de los tres continentes tenía desiertos, las precipitaciones eran demasiado altas para eso; pero estaban cubiertos de ríos con gigantescas planicies costeras sometidas a inundaciones constantes. En lugar de las plantas de fisión que preferían los otros 15 grandes, Heather se inclinaba por la hidroenergía a una escala colosal: había construido presas en dos tercios de los cursos de agua de Sybraska, el continente donde estaba situado Rialto. La electricidad se llevaba a la megaciudad por medio de superconductores y las planicies de Sybraska se drenaron primero y luego se irrigaron para proporcionar al planeta extensiones del tamaño de países de productivas tierras de cultivo.
A causa de los meses fríos, Rialto prefería los bloques de apartamentos monolíticos en lugar de las inmensas extensiones de casas individuales y centros comerciales que se encontraban en mundos como StLincoln, Wessex y Augusta. Cada distrito tenía su núcleo de rascacielos como los de Manhattan y abultados edificios de apartamentos, rodeados de enormes ringleras de fábricas y refinerías.
La estación del TEC estaba junto al distrito Saratov, que era el corazón financiero y administrativo de la megaciudad, donde se alzaba el nido más grande de rascacielos y también el más alto. Las urbanizaciones industriales que irradiaban tendían a ser instalaciones más pequeñas y fábricas más sofisticadas. Los bloques de viviendas eran gigantescos, entre cincuenta y setenta pisos de fachadas sólidas de piedra con grandes apartamentos que se asomaban a parques públicos amplios y bien mantenidos. Había menos vías de ferrocarril y más carreteras elevadas, lo que reflejaba la densidad de población y su riqueza relativa.
Renne no pudo evitar quedarse mirando la zona central de Saratov cuando se precipitaron hacia allí por la autopista. Algunos de los rascacielos eran tan altos que le pareció que debían de tocar el nivel de las nubes, no podía ser económico construirlos ni siquiera con los materiales y la robótica actual. Pero al parecer, lo único que importaba era el prestigio corporativo.
Justo en el medio había cinco torres ahusadas que albergaban el cuartel general de la dinastía Halgarth. Eran todas idénticas en tamaño y arquitectura con agujas coronadas que producían un vértice erizado. Pero las ventanas de cristales reflectantes de cada una tenían un color diferente.
El coche de Renne se introdujo en el sótano de la torre verde y después en una zona de seguridad. El cuerpo de seguridad de la familia Halgarth ocupaba varios pisos por el centro de la torre. A Renne no le dijeron cuántos. El ascensor que utilizaron no tenía ningún indicador. La acompañaron al despacho de Christabel Agatha Halgarth. Unas paredes curvas de cristal tintado se asomaban al océano, a treinta kilómetros de distancia. Tres distritos de rascacielos más se interponían entre Saratov y la costa, breves pináculos de color y estilo con sus fosos de parques. El terreno entre ellos era un desierto oscuro y sintético de fábricas rectangulares y almacenes cúbicos con tejados solares negros. Miles de chimeneas de metal largas y delgadas expulsaban vapores de color azul grisáceo al cielo de hierro, cubriendo la escena entera con una fina e inhóspita mezcla de niebla y humo.
Sentada ante su sencillo escritorio de acero, la figura de Christabel Halgarth se destacaba ante el implacable fondo industrial. Recién rejuvenecida, era una morena pequeña con un rostro que indicaba una marcada ascendencia asiática. Renne esperaba que alguien tan importante dentro de la dinastía vistiera un traje de chaqueta, un traje que costara unas diez o quince veces más que el suyo. Pero Christabel iba vestida con una gastada sudadera azul y pantalones de chándal sueltos con manchas de barro en las rodillas, como si acabara de entrar después de trabajar en el jardín. Era obvio que las apariencias no le importaban mucho.
O quizá sólo sea que yo no cuento.
Christabel siguió la mirada que Renne le lanzó a las piernas y sonrió.
—Recorté el recorrido que suelo hacer por las mañanas para reunirme con usted. Todavía no he tenido tiempo de darme una ducha.
—Le agradezco que me dedique su tiempo —dijo Renne mientras se estrechaban las manos—. No era tan urgente. —No le había dicho a Alic Hogan que había solicitado una entrevista con Christabel. No era mentir, exactamente, pero al comandante ya le ponía lo bastante nervioso que hubiera pedido permiso para ir a Solidade. Seguro que una solicitud así habría tenido que pasar por el despacho del almirante y un buen número de personal administrativo habría tenido que revisarlo, la mayor parte poco dispuestos a procesar la solicitud por miedo a hacer olas. Era mejor, pensó Renne, disparar las preguntas y ver si podía burlar la burocracia y la política. Paula habría hecho lo mismo.
—Pero ya estamos las dos aquí —dijo Christabel con elegancia—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Estoy haciendo un seguimiento del último escopetazo de los Guardianes. Básicamente, lo que necesito que me diga es si fue una operación montada por su organización para atrapar a alguien.
Christabel la miró con cierta expresión de sorpresa.
—Que yo sepa, no. Un momento. —Sus ojos se desenfocaron mientras examinaba su visión virtual—. No. No supimos nada hasta que ocurrió.
—Ya veo. Gracias.
—¿Le importaría decirme por qué me ha preguntado eso?
—Había algo que no encajaba. —Renne agitó una mano con desdén—. Nada sólido que pudiera poner en un informe en su momento, y ahora a Isabella se le ha perdido la pista.
—No es muy concluyente. Es joven. La Federación está sumida en un pequeño caos, sobre todo con parte de la población emigrando de los vecinos de los 23 Perdidos. Muchos de nuestros mocosos ricos se involucran en actividades indeseables que intentan ocultarme. ¿No le parece que quizá esté exagerando?
Renne no estaba segura, no sabía si aquella mujer estaba riéndose de ella o le irritaba que le hicieran perder el tiempo.
—Antes era muy buena amiga de Patricia Kantil.
—Ya veo. Y usted está sumando las discrepancias. La admiro por ser fiel a su instinto. Lo entiendo. Sobre todo, dado quién era su anterior mentora.
—No la sigo.
—Usted está llevando a cabo una auténtica labor de detective. Es probable que no haya revisado mi expediente, pero, en realidad, una de las anotaciones no clasificadas es que me gradué en el curso de adiestramiento para investigadores de la Junta Directiva de Crímenes Graves un año después que Paula Myo.
—Vaya. —Renne empezó a relajarse.
—Me puse furiosa con la dinastía por apoyar su despido. Un poco menos de política en nuestras vidas y habría unos cuantos resultados más, aunque no se puede decir que mi querida dinastía lo comprenda a un nivel colectivo. Con todo, Columbia no debería haber hecho lo que hizo, fue un auténtico abuso de poder.
—Creí que él estaba bajo su jurisdicción.
—¡Ja! —Christabel esbozó una sonrisa mordaz—. Eso demuestra lo poco que sabe usted sobre la política interna de nuestra dinastía. Columbia tiene ahora todo el apoyo de nuestro consejo superior. El almirante ha maniobrado para colocarse en una posición impresionante. Sólo espero que Kime sea lo bastante astuto como para vigilarse las espaldas. No hubo nada que yo pudiera hacer por Paula. Aunque aterrizó de pie sin mi ayuda. Cosa que tampoco me sorprende, dado el número de contactos que había reunido entre la clase dirigente de la Federación a lo largo de los siglos.
—Era una jefa excelente.
—Que es más de lo que se puede decir de ese patán de Hogan, supongo.
—En realidad, Hogan no está tan mal, sólo está un poco obsesionado por el procedimiento. Y, por supuesto, pertenece a Columbia.
Christabel inclinó la cabeza.
—Muy bien. Y dígame, con exactitud, ¿qué fue lo que le hizo preguntarse si el escopetazo era una trampa?
—Tenía demasiadas similitudes con casos anteriores, como si alguien hubiera leído cómo llevar a cabo el procedimiento. Sus fuerzas serían el candidato obvio si estuvieran intentando tenderle una trampa a los Guardianes.
—Hemos hecho cosas parecidas en el pasado. Pero esta vez no. Pero es interesante que usted lo pensara.
—Y ahora resulta que sí que hay algo fuera de lo normal.
—Así que Paula le enseñó algo, después de todo.
—En cuanto a Isabella, ¿había tenido algún problema con anterioridad?
—No a mi nivel. En el consejo superior ni siquiera se hizo referencia jamás a su relación con Patricia Kantil, lo que seguramente dice más del concepto en el que tenemos al Ejecutivo que cualquier otra cosa. Isabella sólo es una mocosa menor de la dinastía. Seguimos de cerca a cientos de ellos. Siempre me desilusiona ver cuántos terminan en rehabilitación o los llevan ante un juez por delitos menores varios, y todo menos de un año después de dejar Solidade. Nos pasamos demasiado tiempo intentando proteger a nuestros jóvenes de los timos que agotan sus fideicomisos. Si por mí fuera, no tendrían acceso al dinero de la dinastía hasta que cumplieran los cien años. Pero es que yo estoy muy anticuada.
—Me sorprende que sus padres no le hayan pedido a usted que le echara un vistazo a la chica.
Christabel miró a Warren, que se había colocado en un lugar discreto en la parte posterior del despacho.
—Los has llamado, ¿no?
—Sí, señora. —El joven se volvió hacia Renne—. Después de la primera solicitud que nos hizo esta mañana, pusimos en marcha una revisión de la situación de Isabella. Víctor y Bernadette pusieron fin a su relación hace ocho años. Una promulgación de la separación estándar contemplada en su contrato. No hubo ninguna hostilidad en su momento, ni después. Isabella vivió con Víctor y su nueva esposa hasta los diecisiete años, momento en el que comenzó a asistir a un internado para preparar sus exámenes de nivel 4. Es una práctica bastante común entre los niños de Solidade. Al terminar el colegio, vivió o bien con amigos en varias propiedades de la dinastía o compartió alojamiento con sus amantes. No ha habido demasiados empleos. Así que no es demasiado inusual que no se ponga en contacto con su familia directa durante meses enteros.
—Pero interrumpir su código de dirección de la unisfera no es tan normal, ¿supongo?
—No —dijo el joven—. Hemos hecho varios seguimientos sobre eso. Dejó de utilizar su cuenta de crédito el mismo día que interrumpió su código de dirección. Parece un intento deliberado de perderse.
—¿Le dijo a alguien a dónde iba?
—No que nosotros sepamos. Todavía no hemos dado comienzo a una pesquisa oficial.
—Estaba esperando a ver lo que tenía usted primero —dijo Christabel.
—Ya lo ha oído todo, lo siento. Una simple sospecha.
—Para mí es suficiente. Si no tiene objeción, llevaremos a cabo nuestra propia investigación paralela a la suya. Nosotros podemos concentrarnos en pistas más directas pero esa orden de arresto producirá una cobertura mucho más amplia. Alguien tendrá que verla.
—No hay ninguna objeción.
—Bien. Aquí Warren será su enlace con nosotros. La acompañará a Solidade. Trisha la está esperando y podrá contar con toda su cooperación.
Renne hizo todo lo que pudo para no mostrar sorpresa ante la fuerza del tono de Christabel. Era de suponer que a Trisha no le había hecho mucha gracia la perspectiva de otra entrevista.
—Gracias.
El viaje a Solidade fue casi idéntico a cualquier otro viaje en tren por la Federación. La única diferencia se encontraba en la estación de Rialto, donde los Halgarth mantenían un único andén especializado a varios kilómetros de las tres terminales principales. A pesar de contar con la autorización de la jefa del cuerpo de seguridad y de ir acompañada por Warren, Renne tuvo que someterse a varias meticulosas comprobaciones de seguridad antes de que le permitieran entrar en el pequeño andén.
Al tren de tres vagones apenas le llevó cinco minutos atravesar la salida y llegar a Yarmuk, la pequeña ciudad que suministraba los servicios necesarios a todo el planeta.
—¿Encontró usted algo en la cuenta de crédito de Isabella? —preguntó Renne cuando bajaron del vagón.
—Nada inusual, no —dijo Warren—. Buscábamos billetes de tren, por supuesto, alquileres de alguna vivienda y grandes retiradas de efectivo. No había nada.
—¿Qué hay del análisis del patrón de gastos?
—Hicimos uno. Si ha estado escondiendo dinero durante los últimos meses, fuimos incapaces de verlo.
—Ya, bueno, sólo era una idea. Necesito saber de algún modo cómo piensa Isabella. Lo único que tengo hasta ahora es un montón de inconsistencias que culminan en su desaparición. Sigo sin saber si todo eso está relacionado con el caso del escopetazo o en realidad es una coincidencia.
—Si ha desaparecido, no creo que haya una explicación inocente.
—No, lo reconozco. Pero si sólo se ha juntado con personas inadecuadas, puedo eliminarla de los expedientes de mi caso. Eso a usted no le ayuda, ya lo sé, y no estoy segura de querer ese resultado tampoco.
Warren le lanzó una mirada de soslayo.
—No la entiendo.
—Si está metida en esto de algún modo, no me pregunte cómo, por favor, entonces es la primera pista sólida que tenemos en todo este problema de los escopetazos de los Guardianes.
—Eso lo entiendo, pero… Es una Halgarth, casi siempre somos las víctimas de los Guardianes en los casos de los escopetazos, ¿cómo puede proporcionarle una pista para llegar a ellos el perseguir a Isabella?
—No lo sé. Quizá ésta sea una especie de operación de seguimiento por parte de los Guardianes. Necesitamos saber mucho más y las únicas personas que pueden cubrir algunos vacíos son las otras dos chicas.
Un Boeing 22022 ADAC supersónico los esperaba en el campo de aviación de la ciudad. Fue un vuelo corto hasta el boscoso valle Kolda donde la rama a la que pertenecía la familia de Trisha tenía un pabellón de vacaciones. Aterrizaron en un prado que había bajo el elaborado edificio de madera elevado. El pabellón estaba construido en el bosque y se habían utilizado varios arbustos gigantes de fresas como soportes principales. Era como si algún antiguo velero se hubiera incrustado entre los árboles y se hubiera ido expandiendo poco a poco a lo largo de las décadas injertando nuevas habitaciones y plataformas. El tejado era una estructura greñuda hecha con los largos juncos de la zona, que se habían secado hasta adquirir una tonalidad de color ocre. Un pequeño arroyo salía serpenteando de las profundidades del bosque por un lado de los pilares y rodeaba el borde de la pradera para llenar varios estanques de piedras.
Trisha los estaba esperando junto a una mata de arbustos de encaje de espinos que crecían junto al estanque más grande. Llevaba la parte de arriba de un bikini y unos pantalones cortos blancos de loneta; había una larga toalla estirada junto al agua, donde había estado tomando el sol. La sofisticación que formaba parte de su legado la había abandonado, decidió Renne mientras se acercaba. No era sólo la ropa barata de vacaciones, la chica parecía más pensativa y meditabunda, cuando antes era alegre y llena de seguridad en sí misma. Le habían expandido por las mejillas los tatuajes CO verdes con forma de alas de mariposa, pero las extensiones carecían del arte de las secciones originales.
—Siento molestarla de nuevo —dijo Renne—. Sólo tengo unas cuantas preguntas más.
—Es más que eso —dijo Trisha de mal humor—. Hoy he recibido un montón de llamadas diciéndome que tengo que verla. —Volvió la cabeza y miró el pabellón elevado.
Renne consiguió vislumbrar a un joven junto a la puerta que llevaba a una de las verandas delanteras. El joven atravesó de inmediato una puerta abierta que lo llevó al interior apenas iluminado.
—Lo siento —dijo Renne—. Pero el caso es que quiero atrapar a las personas que le hicieron esto.
—Isabella dijo que nunca los atraparían, que sólo seríamos otro expediente en curso del que su oficina se olvidaría en un mes.
—Un comentario interesante. En circunstancias normales habría estado de acuerdo con ella, de forma extraoficial, por supuesto.
Trisha se encogió de hombros con indiferencia.
—¿Ha ocurrido algo?
—No estoy segura. En primer lugar, necesito saber si ha recordado algo sobre Howard Liang que pudiera ser relevante, algo que se le hubiera pasado por alto antes.
—¿Como qué?
—Algo que no tuviera sentido en su momento. Quizá algo que dijo. Algo sencillo que debería haber sabido, como un hecho histórico o el nombre de algún miembro de una dinastía. O si se encontraron con alguien por sorpresa, alguien con quien él pareciese incómodo.
—Creo que no, no. No recuerdo nada de eso.
—Y qué hay de algún incidente de su infancia. Si creció en Tierra Lejana tuvo una educación muy diferente a la de los niños normales de la Federación. Se le podría haber escapado algo que pareciera raro.
—No. Eso fue lo que preguntó también el periodista.
—¿Qué periodista?
—Bueno. —Los dedos de Trisha aletearon un poco, como si manejara su mano virtual—. Brad Myo. Era de Noticias Earle. Dijo que ustedes le habían dado permiso para hablar conmigo. —Lanzó a Renne una mirada angustiada—. ¿No lo tenía?
Renne se quedó muy quieta, algo parecido a un dedo fantasmal le acariciaba la columna.
—No —dijo sin alzar la voz—. No emitimos ninguna autorización a los periodistas para que hagan nada, y mucho menos para que hablen con víctimas de un delito. Eso es cosa de cada ciudadano. —Para su sorpresa, Trisha se echó a llorar. La chica se hundió en la toalla mientras unos grandes sollozos le sacudían los hombros.
—Soy tan estúpida, joder —gimió y empezó a darse puñetazos en las piernas—. ¿Lo sabe todo el mundo en la Federación? ¿Por qué soy tan crédula? Dijo que ustedes le habían permitido verme para que pudiera escribir una historia compasiva. Y le creí, le creí de verdad. ¡Oh, Dios!, me odio, no lo sabía. Era tan sincero.
Renne le lanzó a Warren una mirada incómoda, después se arrodilló junto a la desconsolada muchacha.
—Eh, vamos. Si es quien creo que era, también me habría engañado a mí. —Su mayordomo electrónico ya había cruzado la referencia de Noticias Earle. Estaba en uno de los informes de Paula. La compañía no existía, pero alguien la había utilizado ya una vez para entrevistar a Wendy Bose. Según Paula Myo, su descripción encajaba con Bradley Johansson—. ¿Qué aspecto tenía?
Trisha lloriqueó un poco.
—Alto. Con el pelo muy rubio. Y era viejo. Y no me refiero a que estaba a punto de rejuvenecer. Se notaba que había vivido un par de siglos por lo menos.
—Mierda —siseó Renne por lo bajo.
Trisha le lanzó una mirada vacilante, a punto de estallar en lágrimas otra vez.
—¿Qué? ¿Sabe quién era?
—Parece alguien que conocemos, sí.
—¡Oh, no! Me voy a someter a un borrado de memoria, lo juro. Voy a borrar toda mi vida; todo, lo que he hecho, quien soy, mi nombre. Todo. Voy a borrarlo y no voy a utilizar un depósito de seguridad. —Miró furiosa a Warren—. Y si la dinastía no quiere hacerlo, iré a la clínica ilegal de cualquier callejón. Me da igual. Prefiero acabar retrasada que vivir sabiendo esto.
—Tranquilícese —dijo Renne. Frotó los hombros temblorosos de la chica—. Se está fustigando demasiado. Sólo dígame lo que pasó con Brad Myo. ¿Por favor?
—No mucho, supongo. Apareció en el apartamento un día antes de que yo volviera aquí. Isabella ya se había ido del apartamento y Catriona había ido a trabajar. Me dijo que les había pedido permiso a ustedes para venir, fue la única razón por la que lo dejé entrar. Debería haberlo comprobado con ustedes, ¿no? Dios, ¡qué idiota!
—Ya está hecho. Por favor, no se martirice con esto. ¿Qué quería saber?
—Lo mismo que usted. El nombre de Howard, dónde trabajaba, cuánto tiempo hacía que lo conocía. Cosas básicas.
—Ya veo. Bueno, no se preocupe, no ha pasado nada grave.
—¿De veras? —La angustia de la chica era patética.
—Sí. No es más que un timador estúpido que intenta vender su historia a uno de los noticieros importantes. No se la comprará ninguno.
—Desde luego que no —le aseguró Warren.
—Vale.
—¿Isabella se ha puesto en contacto con usted últimamente? —preguntó Renne sin darle importancia—. Su viejo código de dirección no funciona y necesito hacerle las mismas preguntas.
—No. —Trisha bajó la cabeza—. No he hablado con mucha gente desde que volví. No quiero. No hablaba en broma cuando dije que quería todo esto fuera de mi cerebro. Es demasiado duro.
—Estoy segura de que eso es lo que parece. Pero no se precipite, ¿quiere?
—Quizá.
—¿Dijo Isabella a dónde iba antes de abandonar Daroca?
—Se iba a esquiar a Jura. Eran un montón, iban a alquilar un chalet durante quince días. Intentó convencerme para que yo fuera también, pero no quise. Siempre se iba de viajes con amigos.
—¿Qué amigos, con exactitud?
—No estoy segura. Yo no conocía a ninguno de ellos.
—De acuerdo. No importa, ya lo miraremos. —Renne se levantó y le hizo un gesto a Warren, que asintió—. Sé que esto no ha sido fácil para usted, Trisha. Le pido disculpas por hacerle pasar por esto, pero ha sido usted de mucha ayuda.
La chica se limitó a asentir sin levantar la cabeza. Renne la miró con un toque de preocupación antes de regresar al ADAC.
—Entonces, ¿quién era el periodista? —preguntó Warren cuando la escotilla se cerró tras ellos.
Renne se acomodó en los profundos cojines de cuero del asiento.
—Podría ser el propio Bradley Johansson. La descripción encaja y no es la primera vez que se hace pasar por periodista usando ese nombre.
—Mierda.
—Sí. —Renne miró por la ventanilla ovalada mientras despegaba el avión. El trozo de prado de color verde claro se encogió a toda velocidad a sus pies al tiempo que la aceleración la clavaba en el sillón.
—Pero eso no tiene sentido —dijo Warren—. ¿Para qué iba a necesitar Johansson ver a Trisha? La operación ya había acabado.
—Buena pregunta. Y además corrió unos riesgos tremendos para verla. Incluso utilizó las Noticias Earle como tapadera, un nombre que ya conocíamos. No es propio de él ser tan descuidado. Es obvio que esas preguntas eran importantes para él.
—¿Por qué?
Renne sacudió la cabeza. No se atrevía a mirar a la cara a Warren. Al contrario que Trisha, aquel hombre no era tonto. Había una explicación que encajaba con demasiada facilidad. Una explicación que tenía implicaciones que a ella no le hacían ninguna gracia. También significaría que desde el principio había tenido razón, el escopetazo era un montaje. Después de todo, no fueron los Guardianes. Y no creo que fuesen los Halgarth. Christabel no tenía motivos para mentirme. Lo que no deja muchas opciones.
Mark Vernon se quedó sentado en su Ford Lapanto de alquiler mientras la matriz de conducción lo guiaba por la autopista de seis carriles que bajaba por el extremo norte de las colinas Chunata que formaban la parte posterior del distrito Trinidad de Nueva Costa. Las laderas, con sus matorrales marrones nativos y sus palmeras del desierto, estaban decoradas con grandes casas blancas encerradas tras altos muros y setos, como valiosas obras de arte en una tienda exclusiva. Era una zona que disfrutaba de los favores de los gerentes financieros, a los que nunca les gustaba alejarse mucho de la oficina. Una línea de rascacielos de compuesto y cristal marcaba el límite oriental de Trinidad, que serpenteaba a lo largo de la base de las colinas. Albergaban varios bancos, casas de créditos, agencias de bolsa, inversores de riesgo y las bolsas de divisas de otros mundos.
La matriz de conducción del Lapanto viró el coche y salieron de la autopista. Había un cruce al final de la salida donde una antigua carretera dibujaba una curva perezosa que rodeaba la colina. Un cartel desvencijado lo llamaba Cañón de la Luz Brillante. Mark desconectó la matriz de conducción y empezó a conducir él mismo. El suelo arenoso de color marrón amarillento había cubierto casi por completo la fina capa de asfalto, convirtiendo a la carretera en poco más que una pista de tierra. Había matorrales de aspecto muerto repartidos por toda la ladera, los troncos inferiores apuntalados por los montículos cónicos de los nidos de mordisquitos. Detrás de la franja de vegetación árida había paredes blancas medio desmoronadas de cemento amalgamado por enzimas, paredes escamadas por la hiedra y los cactus trepadores. Varias carreteras privadas se desviaban de la pista principal y daban un rodeo para llegar a las verjas de entrada.
Por un momento, la imaginación de Mark pintó encima la imagen de los largos y rectos caminos de entrada del valle Páramo Alto que se separaban de la carretera principal. Reinaba el silencio en las Chunata, el ruido de la megaciudad quedaba desviado por las estribaciones, una condición que coincidía con las tierras que había tras Randtown. Incluso el marrón apagado de las plantas nativas era parecido a los débiles tonos ocres de la hierba rayo. Pero en Nueva Costa el aire era más seco, teñido por los productos químicos del sector de las refinerías que había a quince kilómetros al oeste. Y Regulus era un punto demasiado brillante de luz blanca azulada en el cielo sin nubes, una estrella que todavía emitía un calor fiero a últimas horas de la tarde. Ni siquiera en sus ensueños podía Mark fingir que podía recuperar todo lo que habían perdido. Fantasear con ello era absurdo, señal de que era un tío patético.
Era culpa suya. Se había llevado a su familia a Elan. Se habían hecho ilusiones. Les había mostrado lo que era una vida limpia y decente. Su sueño había muerto entre fuego y dolor. Saber eso era lo que le impedía dormir por las noches. Se autoinculpaba y eso era lo que hacía imposible que hablara de verdad con Liz. Era la tristeza de haber tenido que regresar con sus maravillosos hijos a aquel mundo infame lo que no le dejaba jugar con ellos.
Estaba tan absorto en su autocompasión que estuvo a punto de saltarse el giro. Un volantazo rápido mandó al Lapanto patinando por la pronunciada curva para bajar por el caminito de entrada. Las ruedas traseras levantaron una nube de polvo al girar. Idiota se dijo.
Después de unos doscientos metros el camino terminaba en una verja de hierro incrustada en un muro de color terracota. El mayordomo de Mark le dio a las verjas su código y estas se abrieron. Había un oasis de exuberante hierba de color esmeralda dentro de los muros. En el centro había un largo búngalo de color verde lima con paneles de compuesto en el tejado moldeados para que parecieran tejas de arcilla. Varios robots jardineros rodaban por el jardín, atendiendo los céspedes y los bordes herbáceos, manteniéndolos tan pulcros como el edificio que rodeaban. Mark siempre disfrutaba de la vista que tenía desde allí; con el búngalo encaramado a medio camino de la colina, podían sentarse en el patio y mirar la extensión urbana de Nueva Costa que se iba perdiendo en el horizonte. Un panorama que nunca le parecía tan ofensivo como cuando estaba entre las fábricas y los centros comerciales. Todo muy diferente de su antigua casa en Santa Hidra.
Kyle, el hermano de Mark, le alquilaba el búngalo a la Corporación de Ingeniería de Augusta; podía permitírselo con el trabajo bien pagado que tenía en Préstamos y Fideicomisos San Vicente. Toda la familia inmediata de Mark se había ofrecido a albergarlo cuando regresaron de Elan. Él había aceptado el ofrecimiento de Kyle porque no soportaba la idea de tener que trasladarse con Marty, su padre. Además, siempre se había llevado bien con Kyle, que al menos era sincero en su ofrecimiento de ayuda, y a los niños les encantaba estar con su tío.
Aparcó el Lapanto en el camino, delante de la puerta principal y entró. Todas las salas tenían puertas de cristal, lo que le permitía mirar por el pasillo para localizar a su pequeña familia. No había nadie a la vista, pero oyó unos gritos de felicidad que provenían del patio que había junto al salón principal. Tanto Sandy como Barry estaban en la piscina, con una sospechosamente mojada Panda echada en las baldosas inundadas de sol, junto a la piscina. La perra levantó la cabeza y lo miró, pero no se movió.
—¡Papi! —chillaron los dos niños.
Mark los saludó con la mano.
—¿Se ha metido Panda en la piscina?
—No —cantaron los dos a coro.
Mark les lanzó una mirada temible de desaprobación y los dos pequeños lanzaron una risita. Liz estaba echada en una tumbona en la terraza que había debajo de la piscina. Antonio, el novio de Kyle, estaba a su lado. La terraza daba al oeste, lo que permitía que los dos disfrutaran de los últimos rayos del sol vespertino.
—Hola, cielo —exclamó Liz. Había una doncella robot entre ella y Antonio, con una botella de vino en los brazos. Cuando se acercó más, Mark se dio cuenta de que los dos estaban desnudos. Se le tensó la garganta de forma automática. No dijo nada porque con eso sólo demostraría lo mezquino y conservador que era.
Liz no tenía trabajo todavía, el acuerdo era que ella se quedaría en casa para cuidar de los niños. No iban a la escuela y la verdad era que Mark no quería que fueran a un colegio de Augusta, tenía demasiados malos recuerdos de la época que había pasado él en el instituto de Faraday. De hecho, se suponía que la vuelta a Augusta era sólo temporal, habían llegado allí sólo porque era la primera parada tras el asteroide de Ozzie Isaacs. Quería trasladar a su familia pronto, con un poco de suerte a un sitio como Gralmond, que era lo más alejado de Dyson Alfa que se podía conseguir. Pero para eso hacía falta dinero y la invasión había acabado con ellos en el plano financiero, se había llevado todo su patrimonio neto y él sabía mejor que nadie que incluso después de que la Marina derrotara a los primos y los mandara a su propio espacio, Elan era ya irrecuperable. La hipoteca que había pedido para comprar su pequeño viñedo y la franquicia de Motores Ables lo había dejado con una deuda inmensa. Si el seguro no se ocupaba de ella, iba a necesitar un par de vidas para pagarlo todo. Y la compañía de seguros tenía su base en Runwich, la capital de Elan. Nadie sabía si el gobierno de la Federación iba a pagarles una compensación a todos los habitantes de los 23 Perdidos, e incluso en ese caso, harían falta años, si no décadas, para que esa ley llegara a aprobarse en el Senado. En esos momentos, el dinero de los impuestos se estaba destinando a espuertas a hacer crecer la Marina.
Se arrodilló y le dio a Liz un ligero beso.
—Hola.
—Uau, me parece que necesitas una copa. —Su mujer señaló la doncella robot—. Tenemos unas copas de más.
—Eso no, gracias. Quizá coja una cerveza.
—No hay problema —dijo Antonio—. Siéntate, Mark, la doncella te la traerá.
Mark le dedicó una sonrisa tensa y se hundió en una tumbona vacía.
—¿Cuánto tiempo llevan los niños en la piscina?
—No estoy segura —dijo Liz, que se terminó la copa de vino y la levantó para que una doncella robot se la volviera a llenar—. Media hora.
—Deberían salir pronto. Tienen que cenar. —No llegó a preguntar: «¿qué tienes para ellos?»; pero estaba allí, implícito en el tono.
—La matriz doméstica los está vigilando —dijo Liz, con quizá demasiado énfasis—. Esto no es Randtown, los sistemas de aquí son de los mejores.
—Siempre es útil saberlo —respondió Mark con tono frío.
Liz se dio la vuelta de modo que quedó mirando el paisaje que se extendía a los pies de la colina y tomó un sorbo de vino.
—Eh, vamos, vosotros dos —dijo Antonio—. Que todos estamos del mismo lado. Mark, los niños saben que tienen que salir a las seis y cuarto, como siempre. La cocina les está haciendo la cena.
El reloj de la visión virtual de Mark decía que eran las 18.12.
—Ya, claro —gruñó—. Lo siento, no ha sido un buen día. —Tampoco pensaba quedarse allí sentado y dar la tabarra con el día que había tenido en la fábrica, eso era demasiado estereotípico hasta para él. En cualquier caso, sospechaba que tampoco lo escucharían de verdad. Había solicitado y conseguido un trabajo de técnico general en Dinámicas del Prisma un día después de dejar el asteroide. El sueldo no era nada especial, sólo tenía que hacer el mantenimiento de las zonas de montaje que construían secciones de fuselaje para la industria aeroespacial, pero lo cierto era que le gustaba su trabajo. Era la combinación con la que más cómodo se sentía: solucionaba problemas prácticos y escribía parches para programas. Lo había aceptado porque no pensaba aceptar caridad de nadie, ni siquiera de su familia. Era un gen que había heredado directamente de Marty.
Una doncella robot se acercó rodando a Mark y le ofreció una botella de cerveza.
Quitó el tapón y tomó un buen sorbo. Liz seguía sin mirarlo.
—Ha llamado Giselle Swinsol —dijo Antonio—. Dijo que estaría aquí a las siete para entrevistarte.
Mark esperó un momento, pero Liz no dijo nada.
—¿Te refieres a mí? —preguntó.
—Sí. —Antonio le lanzó una mirada desconcertada—. ¿No pediste una entrevista?
—No. ¿Por qué te iba a llamar a ti?
—Fue a la matriz doméstica, no a mí en persona. Dijo que quería asegurarse de que estabas en casa esta tarde.
—Jamás he oído hablar de ella.
—Seguramente sea cazatalentos de alguna agencia —dijo Liz.
—No me he registrado en ninguna agencia.
—Podría ser de la compañía de seguros —sugirió Antonio—. Estarán pagando lo de la invasión.
Mark bebió un poco más de cerveza.
—Con mi suerte, no creo.
Liz le lanzó una mirada cuando se levantó.
—Voy a preparar a los niños —dijo mientras se ponía una bata.
Antonio esperó hasta que su cuñada subió a la piscina y empezó a llamar a los niños.
—¿Vosotros dos estáis bien?
—Supongo —dijo Mark sin fuerzas—. Todavía estamos aterrizando, eso es todo. En serio, Antonio, teníamos una vida perfecta en Elan. Y ya no queda nada a lo que volver.
—Es duro, tío. Pero puedes superarlo. Lo veo en Kyle. Los Vernon no os rendís nunca. Sois una familia temible.
Mark levantó la botella e incluso consiguió esbozar una débil sonrisa.
—Gracias. Pero te equivocas. A la primera insinuación de un trabajo en un planeta lejos de aquí, me llevo a Liz y a los críos.
—¿Estás seguro de eso?
—Pues claro que estoy seguro.
—Bueno, pues yo creo que sería un gran error.
—¿Y eso?
—Mira, los 15 grandes es donde van a construir todas las naves y el armamento. ¿No? Ya, claro, habrá otros planetas que consigan subcontratas y el Ángel Supremo hace parte del montaje, cuestión de política. Pero esto es el corazón de la contraofensiva, tío. Lo que significa que no dejarán que Augusta caiga. Invadirán la Tierra antes que a nosotros. Vamos a tener la mejor protección posible. Piénsalo, Wessex fue el único planeta que venció a los primos la última vez. Sheldon y Hutchinson se aseguraron bien de que la invasión fracasara allí. Si quieres mi consejo, quédate aquí. Me da igual lo que digan todos los analistas de los noticieros, éste es el sitio más seguro de la Federación.
Mark quiso desechar la idea con una carcajada, pero no encontró fallos en la lógica de Antonio.
Una larga limusina Chevrolet negra aparcó ante las verjas dos minutos antes de las siete. Liz acababa de convencer a los niños para que subieran a su habitación después de cenar y Antonio recuperaba la sobriedad y se vestía para su turno en el hospital. Kyle no había vuelto todavía, por lo general trabajaba en el despacho de Préstamos y Fideicomisos San Vicente hasta después de las siete. Mark no entendía cómo seguía en pie su relación con Antonio, sólo se veían un par de horas al día. Quizá por eso había durado tanto tiempo. Liz y él apenas se veían mucho más, pero tampoco parecía ayudarles mucho.
Giselle Swinsol no era lo que Mark esperaba aunque la limusina ya debería haberle dado alguna pista, ninguna gerente de una agencia tendría un coche como aquél. Era una morena alta, con la ambición de una persona en su segunda vida que aspira a un puesto ejecutivo, y la arrogancia de un miembro de una dinastía por linaje directo. Su elegante traje de chaqueta gris y azul oxford costaba más que el sueldo mensual de Mark, complementado por un maquillaje superior al que utilizaban la mayor parte de las presentadoras de noticias de la unisfera. Los tacones altos de sus zapatos resonaron con fuerza en el suelo del vestíbulo.
No esperó a que la invitaran a entrar, se limitó a pasar taconeando junto a Mark cuando éste abrió la puerta y se dirigió al salón.
—Disculpe, pero no sabía que habíamos programado una reunión —dijo Mark. Quería parecer sarcástico pero le salió de un patetismo lamentable, a lo que no ayudó el modo que tuvo de correr tras ella para intentar alcanzarla.
La sonrisa con que le respondió la mujer le recordó a un tiburón preparándose para comer. Un tiburón con brillo de labios de color cereza.
—Por lo general no informo a la gente antes de que hayan sido seleccionados.
—¿Seleccionados?
Giselle se sentó en uno de los canapés y lo dejó a él de pie en medio del salón.
—¿Le gusta su trabajo, señor Vernon?
—¡Oiga! ¿Quién demonios es usted?
—Trabajo para la dinastía Sheldon. ¿Qué le pagan? ¿Un par de los grandes al mes?
—Más que eso, en realidad —soltó Mark, totalmente irritado ya.
—No, de eso nada, Mark. He visto su contrato.
—Eso es confidencial.
La mujer se echó a reír.
—Al nivel de sus ingresos actuales y extrapolando un pequeño nivel de ascensos, le llevará unos ochenta años terminar de pagar el préstamo de su casa y la franquicia de Elan. Y no incluye factores como pagar las cuotas de la universidad de los niños y su propia pensión de Descanso.
—Con el tiempo recibiremos compensaciones.
—Desde luego, si la Federación sigue existiendo dentro de diez años, quizá aprueben una ley que le exima del pago de los intereses. Cualquier otra cosa, no se engañe.
—Dinámicas del Prisma es sólo temporal. Conseguiré un trabajo mejor.
—Eso es exactamente lo que quiero oír, Mark. He venido a decirle que tengo ese trabajo mejor preparado para usted.
—¿Y qué trabajo sería ése? —preguntó Liz. Estaba en la puerta del salón, vestida con una camiseta y unos vaqueros cortados. Pero había una mirada concentrada en su rostro con la que Mark estaba familiarizado. Cuando Liz decidía que alguien no le caía bien, lo excluía de esa vida y de la siguiente.
—Me temo que es confidencial —dijo Giselle Swinsol—. Una vez que firme el contrato, se le dirá.
—Ridículo —dijo Liz. Se sentó en un largo sofá de cuero enfrente de la mujer y tiró con suavidad del brazo de Mark, que se hundió a su lado; las tres cervezas que se había bebido en rápida sucesión en la terraza estaban empezando a zumbarle en la cabeza. Su mayordomo electrónico le dijo que había llegado un expediente, el remitente era Giselle Swinsol. Cuando la abrió, se deslizó por su visión virtual un contrato de empleo. El sueldo lo hizo parpadear por la sorpresa.
—No tiene nada de ridículo —dijo Giselle Swinsol—. Nos tomamos la seguridad muy en serio. Y usted ya ha demostrado su discreción.
—¿El asteroide? —preguntó Mark—. No es para tanto.
—Incluso en los tiempos que corren, a los programas de noticias les interesaría mucho el hogar del señor Isaacs.
—No lo entiendo —dijo Mark—. No soy ningún superfísico. Yo sólo reparo maquinaria. ¿Por qué es tan importante? Somos millones los que hacemos lo mismo.
—De hecho, usted es muy, pero que muy bueno a la hora de mantener sistemas electromecánicos, Mark. Lo hemos comprobado. El proyecto en el que trabajará requiere una gran cantidad de montajes robóticos. Aunque hay otros factores que nos llamaron la atención sobre usted.
—¿Por ejemplo? —preguntó Liz.
—Aparte de respetar la confidencialidad, tiene unos problemas financieros muy graves que nosotros podemos remediar. Si acepta este trabajo, nosotros pagaremos todas las deudas que adquirió en Elan. Señora Vernon, usted tiene el tipo de habilidades biotécnicas que podemos utilizar. No es que esperemos que se comporte como un ama de casa sumisa durante el tiempo que dure el proyecto. Estoy segura de que para usted será un cambio agradable.
Liz no se movió de su asiento.
—Gracias.
El contrato seguía pasando por la visión virtual de Mark.
—Si digo sí, ¿dónde tendremos que vivir?
—Cressat.
—¿El mundo de Sheldon? Creía que no se permitía la entrada a nadie —dijo Liz.
—Estamos haciendo excepciones para este proyecto. Sin embargo, no es su caso. Mark es un Sheldon, lo que le da derecho a toda la familia a residir allí.
Mark intentó no estremecerse cuando Liz se giró para mirarlo fijamente. Jamás había considerado que mereciera la pena hablar de su legado, si acaso, le parecía más bien embarazoso.
—Tampoco es que sea linaje directo —murmuró a la defensiva.
—Su madre está a sólo siete generaciones de Nigel. Es suficiente.
—Espere un momento —dijo Liz—. ¿Esto no es un proyecto de la Marina?
Giselle Swinsol le lanzó una sonrisa vacía.
—¿Mark?
—¿Qué? ¿Quiere una respuesta ahora mismo? —preguntó.
—Por supuesto.
—Pero no me ha contado nada.
—Va a tener un empleo que le proporcionará a su familia un magnífico estilo de vida, mucho mejor que el que disfrutaban en Elan. Se deshará de todas sus deudas. Y garantizamos su seguridad de forma absoluta. La única desventaja será las comunicaciones restringidas con sus amigos y familia inmediata. El proyecto debe permanecer en secreto.
—No me gustan las ofertas que parecen demasiado buenas para ser verdad —dijo Liz—. Por lo general, suelen serlo.
—No ésta, ésta es seria.
—¿Es peligroso? —preguntó Mark.
—No —dijo Giselle Swinsol—. Trabajará con sistemas de montaje sofisticados. Es un reto, pero no peligroso. Mire, esto no es un juego, Mark. No me dedico a ir por ahí estafando a la gente. En cualquier caso, no puedo timarlo, no tiene dinero. Esto es una oferta sincera. Cójala o déjela.
—¿Para cuánto tiempo es? —preguntó Mark.
—Es difícil decirlo. Con suerte no más de un año, dos como mucho.
Mark miró a Liz.
—¿Qué te parece?
—Estamos en la ruina. Supongo que puedo vivir con ello. ¿Y tú?
Lo que no quería preguntarle a su mujer era cuánto había estado bebiendo esa tarde. El alcohol tendía a sacar una vena optimista en ella, así que bien podría querer cambiar de opinión por la mañana. Cuando miraba a Giselle Swinsol no le parecía que estuvieran poniendo encima de la mesa una cláusula de salida por cambiar de opinión. El archivo estaba abierto por la parte de sanidad y educación. El contrato que tenía con Dinámicas del Prisma ni siquiera tenía esa sección.
—De acuerdo, acepto.
—Excelente. —Giselle Swinsol se levantó—. El coche los recogerá a ustedes y a los niños mañana a las siete y media de la mañana. Por favor, estén preparados.
—Tengo que notificar a Dinámicas del Prisma —dijo Mark. La velocidad a la que estaba ocurriendo lo dejaba desconcertado, casi como si quisiese una excusa para decir que no.
—Ya nos hemos ocupado de eso —dijo Giselle Swinsol—. Puede decirle a su familia inmediata que tiene otro trabajo en un planeta nuevo. Por favor, no les diga a dónde van.
—De acuerdo.
—Su certificado, Mark, por favor.
—Ah. Sí. —Le dijo a su mayordomo electrónico que añadiera su certificado al contrato y que se lo enviara a la señorita Swinsol.
—Gracias. —La mujer se dirigió al vestíbulo.
—¿La veré mañana? —preguntó Mark.
—No, Mark, no me verá.
La puerta principal se cerró sin ruido tras ella. Mark se pasó la mano por el pelo.
—Coño con la rompehuevos.
—Sí, pero es la que nos ha salvado el culo. ¿Me pregunto qué clase de proyecto es?
—Alguna gran línea de producción militar. Supongo que ahí es donde entra el montaje automatizado. Van a saltarse al Ángel Supremo, eso sólo era una cuestión política.
—Podría ser.
—¿Tú no lo crees?
—La verdad es que tampoco importa. Ya lo averiguaremos mañana.
—¿Lamentas que haya aceptado? Siempre podríamos no aparecer.
—No me gustaría probar con eso, no con la señorita Giselle Swinsol encima.
—Supongo que no.
—Pero hiciste lo que tenías que hacer. Es que no me gustó el modo que tuvo de intentar que nos lanzáramos al sí. Claro que, supongo que si estás construyendo sistemas militares en estos momentos, no te puedes permitir el lujo de perder el tiempo.
—Sí. Sabes, creo que ya siento buenas vibraciones. Estoy haciendo algo para contraatacar a esos cabrones.
—Me alegro, cielo. —Liz le rodeó el cuello con el brazo y lo acercó más para darle un beso—. ¿Cómo es que nunca me dijiste que eres un Sheldon?
—Es que no lo soy, en realidad. No formo parte de la dinastía, en cualquier caso.
—Hmmm. —Liz lo besó otra vez—. ¿Y qué hacemos hasta las siete y media de mañana?
Oscar y Mac llegaron a la puerta del despacho de Wilson al mismo tiempo. Anna se levantó del escritorio para darles un beso a los dos.
—Ya os está esperando —les dijo.
—Bueno, ¿y qué tal la vida de casada? —preguntó Mac.
—Oh, ya sabes, somos como cualquier otra pareja que intenta pagar la hipoteca.
—¡Chorradas! —dijo Oscar—. ¿Cómo fue la luna de miel? Canta.
Anna lanzó una mirada por encima del hombro y le dedicó un guiño provocativo.
—Eufórica, por supuesto. Diez horas enteras fuera de la oficina. ¿Qué más podría querer una chica?
Wilson los saludó a los dos con afecto.
—Gracias por venir. Intento ver a cada capitán antes de que se vaya. Supongo que es una tradición que no se sostendrá mucho más. La verdad es que estamos empezando a recibir un torrente de piezas para la próxima remesa de naves estelares. El presupuesto de emergencia está dando resultado, gracias a Dios.
—Una buena noticia —dijo Oscar mientras se sentaba con precaución en uno de los sillones con forma de cucharón. Odiaba los muebles con tanto relleno esponjoso—. No lo he visto en los programas de la unisfera. Siguen muy ocupados machacando a la Marina.
—Y no lo verás —dijo Wilson—. Nos estamos guardando los detalles concretos. No sabemos cuánta información sacan los primos de la unisfera.
—¿Hablas en serio?
—Tienen que estar intentando mantenerse informados sobre nuestras capacidades —dijo Anna—. Tenemos que suponer que sondearon los datos de los 23 Perdidos. Saben lo que teníamos en el momento del ataque.
—Los estamos observando —dijo Wilson—. QED.
—¿Hemos recibido alguna indicación de que estén realizando una operación de vigilancia? —preguntó Mac.
—No como tal. Claro que tampoco han visto la nuestra todavía.
—Yo tampoco he visto la nuestra todavía —protestó Oscar.
—La dirige Rafael —dijo Anna y le dedicó una sonrisa burlona—. Hemos liberado cientos de miles de microsatélites en cada sistema. Es algo parecido a la técnica que usaron contra nosotros, abrir un agujero de gusano y no dejar de mover el extremo. Pueden detectarlo, pero no pueden investigar cada apertura.
—Así que sobreviven muchos de los satélites —dijo Wilson—. Y nos devuelven información de modo constante a través del agujero de gusano.
—Información que también le estamos ocultando a la unisfera —dijo Anna—. Lo que muestran los enjambres de satélites no tiene buena pinta.
—Están atrincherándose en cada uno de los 23 Perdidos —dijo Wilson—. Ya se han anclado agujeros de gusano en las superficies de los planetas. La cantidad de equipamiento y alienígenas que pasan por ellos es extraordinaria, incluso para lo que entendemos como estándares de los primos. Dimitri Leopoldvich tenía razón, maldito sea. No vamos a recuperar esos planetas.
—¿Entonces cancelamos la sección planetaria de los contraataques? —preguntó Mac.
—No. Estamos seguros de que los 23 Perdidos son las bases estratégicas para el próximo ataque de los primos. La concentración es tan gigantesca que no puede ser para otra cosa. Una vez que estén establecidos, pueden golpear cualquier parte de la Federación, no sólo las estrellas cercanas. Si acaso, eso hace que infiltrarse y sabotearlos sea más importante que nunca. Necesitamos ganar tiempo. —Miró a Oscar directamente—. Tenemos que encontrar la estrella a la que lleva la Puerta del Infierno. Es el único punto débil de verdad que tienen.
—Haré todo lo posible —dijo Oscar. No le gustaba el modo que tenía Wilson casi de rogarle—. La Defensora llegará a cada una de las estrellas que tenemos en la lista de búsqueda del vuelo, puedes contar con eso. —Incluso a él le pareció que estaba a la defensiva.
—Ya lo sé —dijo Wilson—. Mac, esta vez has sacado la pajita más grande.
—Vaya, menuda sorpresa —se mofó Oscar de su amigo—. ¿Y qué tienes para él, jefe? ¿Proteger una escuela de monjas en Molise?
Mac le hizo un respetuoso corte de mangas.
—Que te den.
—Vas a probar los misiles relativistas muy lejos del espacio de la Federación. Ahora que los primos han visto lo que podemos hacer con el hipermotor, encontrarán otras estrategias defensivas. Pero si esos misiles están a la altura de lo que prometen, hasta a ellos les costará rechazarlos.
—Solucionaremos cualquier traba que haya.
—Bien. También he decidido que éste será el último vuelo para el StAsaph —dijo Wilson.
—¿Por qué?
—Está obsoleta, Mac. Lo siento. Para cuando vuelvas, ya estaremos empezando el montaje de las nuevas naves de guerra con el hipermotor de marca 6. Te quiero en el asiento del capitán de la primera.
—Un trato con el que creo que puedo vivir —dijo Mac.
Oscar estuvo a punto de quejarse. ¿Es que esta Marina no cree en eso de que la antigüedad es un grado? Pero eso habría sido muy mezquino, incluso proviniendo de él.
—Y cuando vuelvas —dijo Wilson—. Tú vas a dirigir el proyecto del crucero de asalto.
—¿Quién yo? —dijo Oscar.
—Sí, tú. Al final es lo que va a ganar la guerra, Oscar. No estoy de broma. Están metiendo tanta tecnología nueva en ese puñetero trasto que ni siquiera yo conozco la mitad. Sheldon tiene a todas las dinastías colaborando con esto. Lo que está provocando muchas fricciones en el equipo de gestión general. Si hay alguien que tiene la experiencia que hace falta para unir ese equipo y conseguir que funcione, eres tú.
—¡Hostia! —De hecho, Oscar sintió un estallido de gratitud que hizo que se le cerrara la garganta. Él nunca pediría tanta responsabilidad. Sin embargo, Wilson confiaba en él y se la daba, y Sheldon también debía de haber aprobado el nombramiento—. Gracias, jefe. No te decepcionaré. —Estúpido sentimental. Y luego pensó en Adam y en las grabaciones que estaba planeando llevarse en el vuelo de reconocimiento. Se le empezaron a poner rojas las mejillas por la sensación de culpabilidad.
—¿Estás bien? —preguntó Anna.
—Claro.
—Por un momento parecía que te daba vergüenza.
—¿A éste? —exclamó Mac—. No creo. Se le habrá olvidado una cita, eso sí.
—Por lo menos yo tengo citas —le contestó Oscar. Ya era demasiado tarde, el momento había pasado. Si había alguien en el mundo en el que pudiera confiar para explicarle lo de Adam y su pasado, era a esos tres amigos. Esbozó una amplia sonrisa para cubrir sus verdaderas emociones. ¿De quién tengo miedo? ¿De ellos o de mí?
El entorno del simulador era casi perfecto. No era la primera vez que a Morton lo conectaban para un TSI, por supuesto, pero aquello estaba muy por encima de la simple conveniencia del cliente medio del TSI. Había artistas en la unisfera que no se podían permitir aquel nivel de calidad sensorial. Los técnicos de la Marina lo habían equipado incluso para oler el entorno, que, como era bien sabido, era el sentido humano qué más difícil resultaba duplicar bien en una máquina. Con todo, no era perfecto, el olor del humo se parecía más al cítrico que a la madera quemada.
Atravesaba las ruinas de una ciudad con un traje blindado con aumento electromuscular. Era el único modo de que pudiera llevar el peso de todo el armamento que la Marina esperaba que llevara con él. Los sentidos potenciados barrían los montones de cemento y los paneles de compuesto hechos pedazos. Su visión virtual encerraba entre corchetes naranjas los posibles objetivos, cosa que él encontraba tremendamente irritante. Había que rescribir por completo los programas de evaluación. Un asunto más en una lista de prueba larga y deprimente.
Los cables de energía eléctrica aparecían como líneas azules intensas como el neón que se entrelazaban bajo la carretera. Los sistemas electrónicos irradiaban una aureola azul verdosa cuya intensidad variaba según el tamaño de procesamiento de la matriz. Otra cosa que no le gustaba, ya le había pedido al personal de apoyo técnico que sustituyera eso por una simple lectura digital. Y luego estaba el gráfico de análisis de la atmósfera. La pantalla de señales electromagnéticas. El radar. Las ventanas de sensores remotos que transmitían imágenes de la zona circundante gracias a los pequeños robots chivatos que corrían delante. La red de comunicación con los miembros de su escuadrón, junto con todos los resultados de sus sensores.
Su visión virtual estaba tan atestada de símbolos e imágenes multicolores que parecía la vidriera de una catedral. Era una maravilla que pudiera ver a través de todo eso.
Se suponía que la misión era una infiltración secreta en una base alienígena, que se estaba construyendo en el corazón de la vieja ciudad humana. Había que hacer la valoración, ubicar los puntos débiles y seleccionar las armas apropiadas para infligir el máximo daño posible. El resto del escuadrón estaba disperso por un amplio frente de casi un kilómetro de largo, cada uno utilizaba una ruta de acercamiento diferente, cosa que a Morton le parecía un error táctico porque producía un riesgo mucho mayor de que vieran a alguno.
La designación oficial del escuadrón era ERT03, por el planeta y la ubicación que les habían asignado, aunque ellos se hacían llamar las Garras de la Gata, por su miembro más célebre. Todos ellos eran delincuentes convictos que habían accedido a servir en el ejército a cambio de que se conmutaran sus sentencias. En teoría, ninguno tenía ya antecedentes, pero en las charlas en los barracones, por la noche, siempre salía una insinuación o dos, o más. Doc Roberts estaba muy orgulloso de su implicación en el sindicato; al parecer borraba los recuerdos inconvenientes de cualquiera que tuviera algo que esconder. Por desgracia, había intentado sacar un poco de dinero extra vendiendo algunos de esos recuerdos en el mercado del porno duro y violento, que fue lo que hizo que la Junta Directiva de Crímenes Graves terminara por localizarlo. El tribunal convino en que era un cómplice encubridor. Morton a veces especulaba que Doc había sido el que había borrado su pequeño e incómodo incidente.
En ese momento, según el esquema de despliegue del escuadrón, Doc estaba maniobrando a través de un supermercado derrumbado unos cuatrocientos metros al oeste. A su lado estaba Rob Tannie, que sólo decía que había estado implicado en el intento de hacer volar en pedazos el Segunda Oportunidad. Nada concerniente a su vida o vidas anteriores quedaba a disposición de los demás. Se hacía llamar operativo de seguridad. Morton lo creía, dominaba con facilidad la parte táctica en la mayor parte de las situaciones en las que los ponía el equipo de adiestramiento y era obvio que sabía defenderse en una pelea.
Parker era la segunda mayor preocupación de Morton. Era una especie de ejecutor de la ley aunque no quería decir para quién. Le encantaban las armas que le estaban conectando y se explayaba con tiernos detalles sobre el mejor modo de usarlas para matar de una forma silenciosa y eficaz. Básicamente era un matón que carecía de delicadeza en todos los departamentos. No le resultaba fácil trabajar en equipo, cosa que tampoco hacía mucho por remediar.
Y luego estaba «la Gata» Stewart. Nunca hablaba sobre lo que había hecho, algo que todo el mundo agradecía tácitamente. Todos lo sabían y la verdad era que preferían no saber los detalles. De momento, Morton no sabía qué pensar de ella. Cuando quería podía ser un miembro del escuadrón perfecto y contribuir al cien por cien a la tarea de cumplir los objetivos de la misión con éxito. Pero tampoco era todo el tiempo.
El radar láser de Morton rastreó un movimiento a cincuenta metros de él, a la izquierda, unos escombros se derrumbaron por el montículo cónico que había sido un edificio de apartamentos. No más grande que un montón de gravilla, el corrimiento se derramó por el suelo y levantó una pequeña nube de polvo.
Hizo un barrido con los sensores principales para intentar averiguar la causa. Dos de los robots chivatos se acercaron a la zona con cautela, sus cuerpos, parecidos a los de los cangrejos, se desplazaban con cuidado sobre los escombros con los capullos de las antenas totalmente extendidos. No percibieron ninguna presencia alienígena.
A Morton le pareció una distracción perfecta. Conectó los sensores pasivos para observar la carretera que había dejado atrás. Hubo una breve llamarada de señales electromagnéticas dentro de un edificio quemado junto al que había pasado cinco minutos antes. Se correspondía con la signatura que empleaban los primos.
—Rob, tengo hostiles detrás de mí —dijo y abrió los datos de los sensores.
—De acuerdo, he fijado su posición —dijo Rob Tannie—. ¿Cómo quieres hacerlo? —Estaba a ciento ochenta metros al oeste de Morton, moviéndose por una calle paralela.
—Voy a seguir dando tumbos como si no supiese lo que está pasando. Tú vas por detrás y les tiendes una emboscada a esos cabrones.
—Hecho.
Morton escaneó una calle lateral en busca de cualquier actividad y bajó corriendo por ella, apartándose así de la sospechosa miniavalancha. Hizo un par de giros bruscos más para aumentar la confusión. Con eso debería conseguir que sus perseguidores salieran al descubierto para seguirlo. Y cuando lo hicieran, quedarían expuestos ante Rob.
La base alienígena había quedado a la vista delante de él. Bajo la luz lúgubre del anochecer, la gran estructura de metal resplandecía bajo los haces de los focos de color blanco azulado brillante. Los alienígenas se movían sobre ella, caminaban por caballetes estrechos sin ningún tipo de barandilla o vallado de seguridad. Todos llevaban los trajes blindados de protección. La Marina seguía sin tener imágenes de su aspecto real.
Morton comprobó la pantalla. El campo de fuerza que protegía la base comenzaba a unos ciento cincuenta metros de él. Todos los edificios del espacio intermedio habían sido aplastados por completo, lo que dejaba una amplia extensión de fragmentos ennegrecidos y ardientes, como una playa cubierta por una marea negra. Morton estudió el espacio vacío con aire crítico durante unos momentos. No había forma de cruzar aquello sin que los vieran. Le dijo a su mayordomo electrónico que subiera un mapa de la ciudad a la pantalla y que destacara los túneles del servicio público. Como había previsto, había varios que podía utilizar.
—Ya los veo —dijo Rob—. Dos de ellos, con armas, se dirigen a la base. Te están buscando.
—¿Puedes eliminarlos?
—No hay problema. La cuestión es, ¿cómo?
—Follón mínimo. No queremos alertar al resto de que estamos aquí.
—Vale. Un dron de guerra electrónica para asfixiarlos y lo seguimos con un par de misiles de energía concentrada.
—Demasiado evidente —dijo Morton—. Un disparo cinético debería atravesarles los trajes. —Estaba muy ocupado examinando el mapa. Los túneles de servicio más grandes deberían estar electrificados para evitar intrusos. De los más pequeños, uno de alcantarillado quizá fuera lo bastante ancho como para que él pudiera arrastrarse por allí. No le gustaban los espacios confinados, pero el traje y las armas que llevaba le daban la opción de salir con un par de explosiones de cualquier problema en poco tiempo.
—No estoy lo bastante cerca como para detectar si tienen campos de fuerza —dijo Rob.
—¿A qué velocidad se mueven? Tengo que llegar a una tapa de alcantarilla antes de que me vean.
—Los tendrás encima en dos minutos. Puedo hacer que unos robots chivatos se acerquen lo suficiente para comprobar si tienen campos de fuerza.
—Yo diría que los tienen desconectados. Se están arrastrando por ahí como nosotros. No quieren llamar la atención y los campos de fuerza son muy fáciles de detectar, demonios.
—¿Así que crees que debería usar cinética con ellos?
—Oh, por el amor de Dios, chicos —dijo una alegre voz femenina—. Vamos a divertirnos un poco. Nos han dado todas estas bonitas armas para que las probemos, ¿no? Vamos a ver, ¿qué es lo que no hemos usado todavía? Ah, ya sé.
Morton comprobó su visión virtual para ver dónde estaba.
—Gata, no… —Tras él, la ciudad y el cielo se volvieron de un color blanco incandescente. El suelo empezó a temblar de una forma salvaje y la onda expansiva rugió…
El entorno se disolvió en un estallido estático de colores. Un hormigueo extraño le recorrió la piel entera. Y luego sólo quedó su visión virtual en modo de espera, una fila de símbolos azules que resplandecían contra un fondo oscuro. Oyó su propia respiración, amplificada por el casco. Tenía los brazos y las piernas extendidas y sujetas de modo incómodo por tiras de plástico.
—Maldita sea —gruñó Morton.
El plástico corrugado que le rodeaba los brazos se estiró. Morton estiró los brazos y se quitó el casco. Encima de su cabeza empezaban a encenderse las luces, revelando asila pequeña cámara de anulación de sentidos. El equipo de simulación lo estaba mirando a través de una ventana curva, todos parecían bastante cabreados. Morton les dedicó un encogimiento de hombros, qué vas a hacer. Estaba de pie en el centro de un girorrueda brillante, a un metro del suelo, con los pies sujetos por botas de plástico corrugado. Le soltaron los pies y saltó al suelo.
Había otras cuatro girorruedas en la cámara, cada una con un miembro del escuadrón que salía en ese momento de la simulación. Se acercó a enfrentarse a la Gata. Una bonita cara con forma de corazón le sonrió desde la rueda, unos dientes muy blancos realzados por una piel morena. Parecía estar cerca de la treintena. Si la veías por primera vez, te parecía que estaba en su primera vida, su actitud, aparentemente frívola, hacía imposible imaginarla con cualquier otra edad. Mientras que el resto del escuadrón vestía el atuendo estándar, camisetas de deportes de color violeta oscuro y pantalones negros, ella se había hecho con una camiseta de la Autoridad de Energía Sónica y unos vaqueros de estilo punk. Morton no estaba muy seguro de cómo lo había conseguido, a los escuadrones nunca se les daba nada que no fuera ropa de la Marina. Era de suponer que la Gata se acercaba al personal de adiestramiento civil y les decía que le dieran lo que llevaran puesto. Le habían cortado el cabello negro muy corto, como a todos los demás, salvo que ella había añadido unas vetas de plumas moradas con las puntas plateadas.
—Eso está mejor —dijo muy contenta antes de saltar al suelo, donde era diez centímetros más baja que Morton.
—¿Se puede saber qué sentido tenía eso, joder? —preguntó.
—No habíamos usado las bombas atómicas pequeñas. Estamos aquí para probar todas las situaciones de combate posibles, ¿no? —Le lanzó al equipo de simulación un saludo despreocupado. Detrás del cristal nadie se atrevió a mirarla con el ceño fruncido, pero todos parecían huraños—. ¡Fueron una auténtica pasada! —se rió.
A Morton le apetecía abofetearla. Salvo que no se atrevió. A la Gata la habían puesto en suspensión antes de que él naciera y no debía salir hasta unos dos mil años después de que él terminara su sentencia. Recordaba el día en que aquella joven había llegado a su barracón. A ningún individuo le habían puesto jamás una escolta de cuatro guardias y todos parecían nerviosos.
—No se pueden utilizar bombas atómicas contra soldados individuales, hostia —bramó—. ¿Estás intentando jodernos a los demás a propósito? Porque no pienso volver a la suspensión sólo porque a ti te apetezca divertirte un rato. Antes saco ese culo retorcido a patadas del campo de entrenamiento y te pongo en órbita.
El resto del escuadrón se quedó inmóvil y los observó con atención. Uno de los miembros del equipo de simulación se apartó del cristal.
La Gata frunció los labios para tirarle a Morton un beso exagerado.
—La misión ya estaba jodida, tipo duro. Si un alienígena sabe que estamos allí, lo saben todos. Deberías leer los informes de inteligencia sobre esa comunicación comunal que tienen. No ibas a penetrar en ese campo de fuerza. Eliminar al resto en el exterior era la opción más sensata. Recuerda: infligir el mayor daño posible. No permitan que los capturen.
—No era la única opción. Podríamos haber salido de ésa. Rob y yo estábamos trabajando en ello.
—Pobrecito. Tan desesperado por aferrarse a su cuerpo. Tampoco es que sea tan extraordinario, en ningún sentido. —La Gata le dio una bofetada juguetona en la mejilla. Le escoció.
—¡Que te follen! —gruñó Morton.
La joven se dirigió a la puerta de la cámara. Cuando se abrió, la Gata lo miró agitando las pestañas.
—Te veo en la ducha, tipo duro. Ah, y para que conste, no está en absoluto retorcido, en realidad es un trasero muy bonito. —Y lo agitó mientras se iba.
Morton exhaló un largo suspiro y abrió los puños. Ni se había dado cuenta de que los había apretado.
—Muy bien, gracias, chicos —dijo el jefe del equipo de simulación—. Eso es todo por hoy. Reanudaremos el trabajo mañana por la mañana a las nueve en punto.
Morton permaneció donde estaba mientras el resto del escuadrón iba saliendo. Cogía profundas bocanadas de aire e intentaba calmarse. Rob Tannie se acercó y le rodeó el hombro con un brazo.
—Impresionante, tío. O estás loco, o enamorado o tienes unas ganas de morirte tremendas. ¿Tú sabes lo que hizo para que la pusieran en suspensión?
—Sí, pero no se trata de eso. Es lo que tenemos que hacer juntos en el futuro lo que importa.
Rob le lanzó una mirada extraña.
—Ya hablas como ellos. —Y señaló la ventana con una sacudida del pulgar.
—Oh, qué coño —dijo Morton, de repente estaba muy cansado—. En cualquier caso, vamos a morir todos en cuanto salgamos por el agujero de gusano; jamás llegaremos al propio Elan.
—Así se habla. Pero hazme caso, como alguien que ya ha pasado por un renacimiento, no te metas con esa diablesa tan mona. Es mal asunto, muy malo.
—Recuérdame que un día te presente a mi ex mujer —dijo Morton mientras salían de la cámara.
Morton ni siquiera sabía en qué planeta estaba su campo de adiestramiento, Kingsville. Sospechaba que en un mundo de los 15 grandes; Kerensk, a juzgar por el sol teñido de violeta. Si era así, estaban muy lejos de la megaciudad.
Kingsville era inmenso y se extendía por una región de estribaciones bajas y desérticas. Al norte del campo, las suaves elevaciones iban aumentando poco a poco hasta convertirse en una gran cadena montañosa que se extendía por el horizonte, con unos picos lejanos cubiertos de nieve. El desierto se extendía en todas direcciones, una planicie arrugada de barro amarillo en polvo con cantos rodados que se deshacían. Unos cactus nativos, pequeños y duros, se agrupaban en el fondo de cada depresión, por ligera que fuese, con unos tallos gruesos y grises con una capa de hojas largas y delgadas no más gruesas que el papel e igual de secas.
Entre los convictos del campo corría el rumor de que si podías llegar al otro lado del desierto, te dejaban ir. Que la Marina quería ver lo buenos que eran los sistemas que les habían conectado a la hora de mantener a los humanos en condiciones hostiles. Lo cierto era que no había valla ni robots guardianes. La única forma de entrar o salir era por aire.
Unos enormes aviones de carga habían traído el campamento entero de la metrópolis de la que pudiera presumir ese mundo y seguían entregando más edificios prefabricados cada día, junto con suministros y sistemas armamentísticos. Kingsville había sido dividida en veintitrés secciones, con una gran cúpula geodésica en el centro de cada una. Dentro de las cúpulas estaban las instalaciones de adiestramiento principales y los laboratorios técnicos donde conectaban a las tropas lo mejor que tenía la Federación, junto con la cantina. Fila tras fila de cabañas irradiaban de cada cúpula, asentadas en el suelo polvoriento como ladrillos negros. A su alrededor estaban los campos de tiro y las pistas de pruebas para los trajes.
Mientras Morton regresaba al barracón del escuadrón bajo el sol ardiente de últimas horas de la tarde, el ruido del campamento dibujaba un torbellino a su alrededor, un sonido muy familiar tras dos semanas de residencia. Había estado tan inmerso en el adiestramiento y el proceso de conexión de los sistemas que era como si sus vidas anteriores fueran simples dramas del TSI a los que apenas recordaba haber accedido. Los golpes secos y repetitivos de los rifles cinéticos resonaban en el campo de tiro donde estaba practicando la división que debía aterrizar en Sligo. El gemido de los reactores de compresión era constante a medida que los aviones iban y venían del aeródromo contiguo que tenían a cinco kilómetros de distancia, después de la primera noche había dejado de molestarle. Los todoterrenos y los camiones gruñían al pasar disparados por las carreteras de tierra compacta que unían las secciones de Kingsville y el aeropuerto. Gritos y cánticos de los escuadrones que aporreaban las varias y agotadoras pistas para poner sus cuerpos en forma para la gran contraofensiva de la Marina. El sesenta por ciento eran convictos que se deshacían así de sus sentencias de suspensión, mientras que el resto eran operativos varios de seguridad que trabajaban por cuenta propia y patriotas humanos tan idiotas como entusiastas decididos a demostrarle al enemigo el tremendo error que habían cometido al atacar a la Federación. Morton todavía no había averiguado si estaban metidos en la mayor operación suicida jamás soñada o si iban a ser de alguna utilidad. Pero le gustaba pensar que su escuadrón era lo bastante duro y listo como para conseguir algún resultado eficaz. Incluso la chiflada de la Gata cumplía con su parte la mayor parte del tiempo. Y quién sabía, como se especulaba muchas veces en el barracón, los estragos que sería capaz de cometer entre los alienígenas dado lo que tenía por costumbre hacer con humanos totalmente inocentes.
La caja oblonga que les habían asignado a las Garras de la Gata tenía quince metros de largo y cuatro de ancho, divididos en tres simples zonas. El alojamiento principal y las literas de los cinco en un extremo, los aseos en el medio y al final una pequeña sala de descanso con un par de mullidos sofás y un nodo de la red de Kingsville; desde allí podían acceder a la biblioteca del campo con sus series de TSI, que eran en su mayor parte porno blando. El enlace de Kingsville con la ciberesfera planetaria estaba vigilado por una IR que regulaba todas las llamadas que entraban y salían. Se podía hablar con quien se quisiese, incluyendo la prensa, pero los temas estaban restringidos; cualquier mención de los tipos de armas, el adiestramiento o las posibles fechas de la contraofensiva se bloqueaban al instante. Al igual que el resto de las Garras de la Gata, Morton no había recibido ninguna llamada. Suponía que eso significaba que él tampoco tenía a nadie a quien llamar.
La puerta se cerró tras él, impidiendo la entrada al calor y al polvo, y proporcionándole un aire acondicionado decente. El abrasivo sol de color blanco amoratado quedaba filtrado por las ventanas, lo que le proporcionaba al interior el espectro habitual de la Tierra. Se acercó a su litera y empezó a desnudarse dejando que fuese un robot de servicio el que recogiera su ropa. Rob y Doc Roberts estaban haciendo lo mismo. La Gata ya estaba en una ducha, cantando muy contenta, pero desafinando. Por alguna razón, las simulaciones los dejaban sudorosos y sucios como si hubieran estado arrastrándose por un desierto de verdad.
Se quedó bajo la ducha un buen rato, disfrutando del agua caliente y utilizando un montón de gel. Su mayordomo electrónico le puso un archivo de pistas de rock acústico antiguo que le permitió olvidar el adiestramiento. Todavía tenía partes de la piel irritadas y sensibles por todos los implantes que le habían puesto, y en algunos de sus tatuajes CO nuevos había desarrollado un leve sarpullido por lo molestos que eran. El agua que lo golpeaba le ayudaba a entumecer los dolores. Hasta sus pensamientos se calmaban mientras tarareaba al ritmo de la melodía de la guitarra. Las memorias de instrucciones de las armas artificiales que se filtraban en su cerebro cada noche le impedían dormir bien, siempre terminaba sumido en un sopor inquieto y ligero que se mezclaba con sueños poco gratos. Era una de las razones por las que estaba tan irritable durante el día. Lo que quería eran veinticuatro horas enteras de libertad para relajarse y descansar. Suponía que eso era algo que jamás tendría, el ritmo del campamento era demasiado rápido.
Al igual que todas las tropas, se preguntaba cuándo los desplegarían. Todos tenían que someterse a otras dos sesiones para que les conectaran más sistemas en las clínicas que llenaban el piso inferior de la cúpula. Y las sesiones siempre se realizaban con un intervalo de tres días. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que una vez que se hubieran familiarizado con los sistemas en los campos de adiestramiento del desierto, pondrían rumbo a los 23 Perdidos. Otras dos semanas como mucho, supuso.
El ambiente estaba más tranquilo que de costumbre cuando salió de la ducha. Por lo general alguien discutía o bromeaba en el dormitorio. Pero ese día sólo se oía un murmullo bajo mientras él se secaba.
—Oye, Morton —exclamó Doc Roberts—. Saca el culo aquí, tienes visita. —Lo que provocó una carcajada estridente.
Una doncella robot le pasó un paquete de polietileno que contenía un conjunto limpio de ropa. Se tomó su tiempo para vestirse por si se trataba de alguna broma.
No lo era. Había una bellísima joven sentada en su litera, con Rob, Parker y Doc Roberts apiñados a su alrededor, como lobos ojeando carne cruda. Hasta la Gata estaba sentada en su litera en una complicada postura de yoga y esbozando una sonrisa sardónica mientras se unía a los chismes.
La visita vestía una falda larga de color verde esmeralda hecha de un algodón ligero que se agitaba con cada movimiento. Encima lucía una blusa blanca que era casi translúcida. Unos ricitos de cabello rubio del color de la miel se escapaban de una desenfadada gorra de fieltro negro. La joven se levantó cuando entró Morton y todos los demás se quedaron callados.
Morton estuvo a punto de decir «¿quién es usted?», pero luego le vio la cara y el asombro lo inmovilizó por completo. Parpadeó sin poder creérselo y la joven le lanzó una sonrisa traviesa.
—¿Mellanie, eres tú?
—Hola, Morty.
Los otros los abuchearon, desdeñosos y envidiosos al mismo tiempo.
—Oh, Dios mío. Has…
—¿Crecido?
Morton se limitó a asentir. Estaba maravillosa.
—Pero bueno, bésala, puto idiota —gritó Doc Roberts.
—No, mátala a polvos —gritó Parker—. ¡Delante de nosotros!
Rob le dio un puñetazo en el hombro.
Mellanie le dedicó a Morton una sonrisa brillante como el sol mientras se acercaba a él. El hombre no se atrevía ni a moverse. La joven le rodeó la cabeza con las manos y le dio un largo y ávido beso.
Se oyó un coro de vivas y silbidos cuando el abrazo no dio visos de parar.
—¿Me has echado de menos? —lo provocó.
—Eh. —Morton podía sentir una erección enorme que le levantaba el pantalón—. Oh, joder, sí.
Mellanie se echó a reír, encantada y volvió a besarlo, con más suavidad en esa ocasión.
—Estoy aquí para ofrecerte un contrato en el programa de Miguel Ángel. Nos gustaría ofrecerte un empleo como corresponsal nuestro en primera línea. ¿Hay algún sitio más privado donde podamos ir a… discutir los términos?
Morton se irguió. Miró la fila de compañeros de escuadrón con sus lascivas expresiones.
—Desde luego. Por aquí. —Le rodeó la cintura con un brazo y la llevó hacia los aseos. Otra ronda de abucheos y alaridos estalló tras ellos.
En cuanto estuvieron en la sala de descanso, Morton cerró la puerta de un empujón y empezó a arrastrar uno de los sofás para bloquearla. No consiguió terminar porque Mellanie le saltó encima intentando devorarlo con la boca. Le abrió la blusa de un tirón y oyó la tela que se rasgaba. Los botones botaron por todo el suelo. La joven llevaba un delicado sujetador de encaje blanco debajo que él tiró hacia un lado para exponer los senos. Eran tan perfectos como los recordaba, firmes y con una forma hermosa, con los pezones oscuros y erectos. Cerró la boca alrededor de uno, lo lamió y succionó. Las manos de Mellanie encontraron el cierre de los pantalones y lo soltó. Le rodeó los testículos con los dedos y después apretó con aspereza.
Se derrumbaron entrelazados en el sofá, con Morton encima. Manipuló con desesperación la camiseta para intentar quitársela por la cabeza mientras Mellanie se meneaba para bajarse la falda. Y en un momento estuvo dentro de ella, follándola como un desesperado, con embates profundos y salvajes. Ambos gritaron a la vez, compitiendo por ser el más ruidoso, el más festivo, aferrándose con frenesí al otro, al tiempo que sus cuerpos se revolvían y agitaban extasiados.
Un tiempo sin determinar después, Morton se recuperó lo suficiente para centrarse en el techo en el que había clavado los ojos. Se había desplomado contra la base del sofá, jadeaba con esfuerzo y sudaba muchísimo en contraste con la euforia que sentía. Mellanie lanzaba una risita satisfecha a su lado, después se incorporó y se apoyó en un codo. Había perdido la gorra negra en algún momento, permitiendo que el cabello le cayera salvaje por la espalda. Todavía tenía el sujetador puesto, retorcido alrededor del abdomen.
Morton le sonrió y le dio un suave beso antes de encontrar al fin el broche y quitárselo. Fue entonces cuando notó que tenía la camiseta enrollada alrededor del brazo. Con una carcajada, su amante la desenvolvió y se la quitó.
—La verdad es que tienes un aspecto magnífico —dijo Morton con admiración. Le acarició el brazo con una mano y cruzó hasta el vientre antes de hundirse con curiosidad para masajearle el muslo—. Esta edad te sienta bien.
—Tú no has cambiado nada.
—¿Y eso es bueno?
Mellanie ahogó un grito sorprendido al notar lo que hacía aquella mano. Había olvidado lo bien que conocía aquel hombre su cuerpo.
—Me gusta que algunas cosas no cambien —siseó encantada.
—¿Me has echado de menos?
—Sí.
—¿Cuánto?
Mellanie inclinó la cabeza y dejó que los rizos húmedos de su cabello rozaran el pecho de Morton.
—Así. —Los labios y los dedos femeninos comenzaron una delicada caricia—. Así. —Se fue moviendo poco a poco por el vientre masculino hacia donde su polla comenzaba a endurecerse—. Así —gruñó impaciente.
Morton estaba convencido de que jamás podría volver a moverse, le dolía cada miembro del modo más vergonzoso. Yacían uno junto al otro en el suelo, abrazados mientras en el exterior la luz iba desapareciendo del cielo del desierto. Por primera vez desde el juicio, empezó a lamentar lo que había perdido.
—¿Te las has arreglado bien desde…? —preguntó en voz baja.
—No me va mal.
—Lo siento, no puede haber sido fácil para ti. Debería haber hecho algún tipo de previsión, haber apartado algún dinero, algo en metálico. Nunca me planteé…
—Ya te he dicho que estoy bien, Morty.
—Ya… Dios, estás asombrosa, joder. Hablo en serio.
Mellanie sonrió y se pasó la mano por el pelo para apartárselo de la cara.
—Gracias. La verdad es que te he echado mucho de menos.
Y con todo, en lo único que era capaz de pensar Morton era en volver a follársela.
—¿Y tienes… a alguien?
—No —dijo Mellanie, quizá un poco rápido—. Nadie especial. No como tú. Las cosas han sido un tanto raras. Sobre todo desde el ataque de los primos.
—Apuesto a que sí. ¿Qué es ese trabajo que tienes? Mencionaste a Miguel Ángel.
—Ah, sí. Ahora trabajo para su programa. Soy una de sus reporteras.
—Felicidades. No debió de ser nada fácil conseguir ese empleo.
—Tengo un buen agente.
—Qué coño. Has podido venir aquí a verme. Eso es lo único que me importa.
Mellanie le apoyó una mano en el pecho y se lo acarició con cariño.
—No era una excusa, Morty. Podría haber venido a verte en cualquier momento. Te permiten tener visitas.
—Ya. —No entendía nada.
—La oferta es real. Me ha llevado un poco de tiempo prepararla y los abogados del programa tuvieron que convencer a la Marina para que accediera. Pero está todo solucionado.
—¿Quieres que mande reportajes desde Elan?
—Sí, básicamente. Tienes derecho a una breve ráfaga de comunicación personal en cada momento de contacto, forma parte del acuerdo de servicio que firmaste.
—Nunca leo la letra pequeña —murmuró él.
—Los abogados hicieron que la Marina accediera a que utilizaras la ráfaga para mandarnos un reportaje. Paga Miguel Ángel. Son unos honorarios decentes. Lo que significa que tendrás dinero cuando acabe todo esto. Puedes utilizarlo para empezar otra vez.
—Bien. Da igual. ¿Y a ti podré volver a verte? Eso es todo lo que me interesa.
—Será difícil. No voy a tener muchas oportunidades. Y ya no puede faltar mucho para que la Marina empiece a contraatacar.
—¿Volverás a verme aquí? —preguntó él con insistencia.
—Sí, Morty. Volveré.
—Bien. —Morton empezó a besarla otra vez.
—Hay algo que quiero enseñarte —murmuró ella.
—¿Algo que has aprendido? —Le lamió el cuello con impaciencia—. ¿Algo que haría una niña mala?
Mellanie le cogió las dos manos y se las sujetó con firmeza. Él esbozó una gran sonrisa de anticipación. Su mayordomo electrónico le dijo que los tatuajes CO de las palmas de las manos y de los dedos estaban comunicándose.
—¿Pero qué…?
Morton se encontró de repente en el fondo de una esfera blanca. Unas leves líneas de escritura gris fluían por la superficie, demasiado rápido para que él se pudiera concentrar en ellas. Le recordaron a los gráficos del modo de espera básico de su visión virtual.
—Lo siento, no pretendía asustarte —dijo Mellanie.
Morton se dio la vuelta y la vio de pie detrás de él. Llevaba un sencillo mono blanco.
Se miró y vio que llevaba una prenda idéntica.
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó—. ¿Dónde estamos?
—Es un entorno simulado. En esencia, estamos dentro de tus implantes.
—¿Cómo cojones has hecho eso?
—La IS me proporcionó unos tatuajes CO bastante sofisticados mientras estabas en suspensión. Todavía estoy aprendiendo a utilizar unos cuantos.
—¿La IS?
—Tenemos un acuerdo. Yo le proporciono información inusual y ella actúa como mi agente. Aunque no estoy muy segura de hasta qué punto puedo confiar en ella.
—¿Tú le proporcionas información? —Morton pensó que ojalá pudiera hilar una frase completa que no fuese una pregunta. Empezaba a parecer un ignorante además de arisco.
—Pues sí. —Mellanie parecía un poco molesta por la implicación.
—Ah, ya.
—Estamos conectados así porque esto es completamente privado. No hay sensor que pueda utilizar la Marina para oír lo que tengo que decirte.
—¿Y qué es? —preguntó Morton con cautela.
—¿Recuerdas a los Guardianes del Ser?
—¿Esa especie de secta? Siempre estaban mandando escopetazos a la unisfera. ¿No atacaron el Segunda Oportunidad? Creían que un alienígena dirigía el Gobierno. Chorradas de ésas.
—Pues tenían razón.
—Oh, venga ya.
—Se llama el aviador estelar y es posible que haya desencadenado la guerra.
—No, Mellanie.
—Morty, me han mentido. Me han disparado. Sus agentes intentaron secuestrarme. Hasta Paula Myo cree que es real.
—¿La investigadora? —preguntó él, asombrado.
—Ya no es investigadora. El aviador estelar consiguió que la despidieran, pero tiene contactos políticos. No lo entiendo todo, pero ahora está trabajando para otro departamento del Gobierno. Creo. No quiere decirme nada. No confía en mí. Morty, estoy muerta de miedo. No conozco a nadie a quien pueda acudir salvo a ti. Sé que contigo no hay peligro porque te has pasado todo este tiempo en suspensión, mientras pasaba todo esto. Por favor, Morty, al menos considera la posibilidad. Los Guardianes tienen que haber empezado por algún motivo. ¿No? Toda leyenda comienza con su pizca de verdad.
—No lo sé. Admito que siguen en pie después de un tiempo inusualmente largo, pero eso no significa que tengan razón. En cualquier caso, ¿qué tiene que ver conmigo? Yo me voy a la guerra cualquier día de éstos. No puedo protegerte, Mellanie. Incluso si me escapara de la base, la Marina tiene todos los códigos de activación para los sistemas de armamentos que me han conectado. Pueden activarlos y desactivarlos cuando quieran.
—¿En serio? —la joven parecía intrigada—. ¿Me pregunto si podría piratearlos?
—Mellanie, lo siento, no puedo arriesgarme a volver a la suspensión. Ni siquiera por ti.
La chica sacudió la cabeza.
—No es eso lo que te pido.
—¿Entonces, qué?
—Quiero que me envíes información desde Elan.
—¿Qué clase de información?
—Cualquier cosa que sepas de los primos que por lo general se considere información clasificada. No podemos confiar en la Marina, Morty, el aviador estelar la ha comprometido. Y sí, ya sé que parezco paranoica. Yo habría dicho lo mismo hace un año.
—Hablas muy en serio, ¿verdad?
—Sí, Morty.
El convicto esperó un buen rato antes de hacer la siguiente pregunta.
—¿Habrías venido a verme si no estuvieras metida en todo esto?
—Estaría aquí pasara lo que le pasara a la Federación. Te lo prometo. Ni siquiera me importa que hayas podido matar a Tara.
—Es probable que lo hiciera, sabes. La investigadora Myo no comete muchos errores.
—No importa. Nos iba bien, aunque yo no fuera más que una cría ingenua. Sé que los dos hemos cambiado desde entonces, pero tenemos que ver qué tal puede irnos esta vez. Los dos nos lo debemos a nuestros antiguos yos, ¿no crees?
—Maldita sea, eres tremenda.
—¿Me enviarás la información que puedas?
—Supongo. No quiero decepcionarte otra vez, Mellanie. Así que… ¿supongo que tienes algún método infalible para que te mande la información de contrabando?
—Por supuesto.
—Sí, me lo imaginaba —dijo Morton con tono resignado. Desde luego, aquélla no era la adolescente Mellanie, aquella jovencita en su primera vida con el culo duro como una piedra a la que había engatusado para que se metiera en su cama. Ya no. Había cambiado y se había convertido en alguien mucho más interesante. Pero todavía está buenísima, maldita sea.
Mellanie sacó del bolsillo un cuadrado del tamaño de una mano y lo levantó. Era un cuadrado denso y compacto de caracteres alfanuméricos que resplandecían con un suave color violeta al chocar unos contra otros en movimiento continuo, sin salirse nunca de sus límites. La joven lo contempló con curiosidad.
—Uau, jamás había visto un programa al desnudo.
Aquella reacción de niña pequeña lo hizo sonreír con cariño al recordar cómo había sido.
—¿Qué es?
—Un programa de cifrado. Se lo compré a Paul Cramley.
—Me acuerdo de Paul. ¿Cómo está ese viejo canalla?
—Agobiado. Me prometió que esto enterrará el mensaje privado que me mandes a mí en el chorro de datos sensoriales que envíes al programa. Yo puedo sacarlo, pero nadie más será capaz. —La joven le metió el cuadrado en la mano y éste se desenredó, las sartas de símbolos brotaron y se fundieron con las paredes de la esfera. Persiguieron la escritura gris por un momento antes de desvanecerse en el mismo gris semivisible que el resto de los símbolos.
El mayordomo electrónico de Morton informó que un nuevo programa se había cargado con éxito en su implante principal, pero que carecía de certificado de autor y de validación de no hostilidad.
—Déjalo que se ejecute —le dijo a su mayordomo electrónico.
—También descifrará los mensajes que te envíe yo a ti —dijo Mellanie.
—Espero que sean todos imágenes obscenas.
—¡Morty! —El rostro desilusionado de la joven se fundió en un torbellino daliniano de colores. Morton había vuelto a la sala de recepción sumida en sombras con el cuerpo cálido y desnudo de su amante acurrucado contra él.
—Gracias —le susurró Mellanie—. Te lo agradezco mucho.
—¿Te importa demostrarlo? Aquí fuera, en el mundo físico.
—¿Otra vez? ¿Ya?
—Llevo esperando más de dos años y medio.