Capítulo 2

Técnicamente hablando, el Gabinete de Guerra debería haber celebrado su reunión en el Palacio Presidencial de Nuevo Río ya que era la propia presidenta la que lo presidía y en último caso era la responsable de toda la política de la Federación. Ésa era la estructura que esbozaba la constitución de la Federación. Pero en el mundo real, la política era un tanto diferente.

A ninguno de los líderes de las dinastías intersolares presentes, Nigel Sheldon, Heather Antonia Halgarth, Alan Hutchinson y Hans Brant les entusiasmaba la idea de estar ausentes de sus respectivos planetas durante mucho tiempo. Y dado que la Tierra proporcionaba enlaces ferroviarios directos con todos los 15 grandes, era el planeta que preferían. De todos modos, los senadores Justine Burnelli, Crispin Goldreich y Ramon D.B. tenían su base en la Tierra. Y los dos almirantes, Kime y Columbia, tampoco tenían el peso necesario como para proponer un sitio, no después de la paliza pública que estaba recibiendo la Marina tras de la pérdida de los 23, por muy injusta que fuera.

Patricia Kantil no tenía más alternativa que inclinarse ante la mayoría. Quizá fuera la Marina la que estaba recibiendo la mayor parte de las críticas, pero las encuestas de la unisfera revelaban que había un porcentaje significativo que comenzaba a cuestionar el liderato de conjunto. Por mucho que la fastidiase, dispuso que la reunión se celebrase en el Senado, en Washington D.C.

Los participantes se congregaron en una de esas salas subterráneas blindadas a las que tan aficionados eran los Gobiernos siempre que construían instalaciones de emergencia. En una época en la que los campos de fuerza podían desviar con relativa facilidad disparos atómicos de láseres y estallidos de cien megatones, Patricia no le encontraba mucho sentido a excavar un laberinto de salas cien metros por debajo del envejecido edificio del Senado. No obstante, fue allí donde se congregaron todos. Si no hubiera sido por la falta de ventanas, la cámara podría haber sido cualquier salón de juntas corporativo. Una larga mesa de madera noble, pulida hasta que su grano violeta resplandeció bajo la fuerte iluminación, con doce suntuosas sillas de cuero. Los retratos de todos los primeros ministros del Senado colgaban de las paredes y miraban la mesa con expresiones diversas de superioridad. Una alfombra de color esmeralda estampada con un enorme sello de la Federación Intersolar cubría el suelo. Todo muy sombrío y caro: típico de un presupuesto que nunca se sometería al escrutinio público.

Todo el Gabinete de Guerra se levantó cuando entró Elaine Doi en la sala. Dos pasos tras ella, Patricia no dijo nada, pero vio con satisfacción que al menos se respetaban las formas; los verdaderos poderes de la Federación seguían sometiéndose al protocolo, de momento. Ninguno de los otros miembros del gabinete tenían a sus ayudantes con ellos, Patricia era la única. De hecho, no recordaba haber estado jamás en presencia física de tantos jugadores de primera clase. Era intimidante, incluso para alguien tan familiarizado con el proceso de la alta política del gobierno como ella. Y sabía que Elaine estaba nerviosa, y por una vez no sólo por su propio mandato. Las últimas estadísticas sobre el ataque de los primos eran espeluznantes.

Elaine ocupó su lugar a la cabecera de la mesa y les pidió a los demás que se sentaran. Patricia se sentó a la izquierda, con el primer ministro, Oliver Tam, a su derecha. Las altas puertas dobles se cerraron y la cámara quedó aislada de forma automática. Todo el mundo perdió el contacto con la unisfera.

—¿No va a asistir la IS? —preguntó Crispin con tono grosero.

Elaine miró a Patricia y le dio permiso con un pequeño asentimiento de la cabeza.

—No en este punto —dijo Patricia—. Aunque parece tan afectada por la invasión como nosotros, y nos proporcionó una gran ayuda en su momento, todavía no podemos estar seguros de a quién le será leal en último caso. Dado que somos los humanos los que estamos enfrentándonos a la mayor parte del ataque de los primos, pensamos que sólo nosotros deberíamos determinar nuestra respuesta. Si decidimos que necesitamos su ayuda o consejo, por supuesto, que se lo pediremos. Hasta entonces, el proceso fundamental de toma de decisiones debería ser nuestro y de nadie más.

Si a Crispin le molestó la respuesta de Patricia, no lo demostró.

—Gracias —dijo Elaine—. Y ahora declaro abierta la primera sesión del Gabinete de Guerra. Es hoy aquí donde debemos determinar la naturaleza de nuestra respuesta a la absoluta y clara amenaza que representan los alienígenas-primos. Creo que no subestimo la enormidad de la tarea a la que nos enfrentamos cuando digo que el resultado de esta reunión podría determinar no sólo el futuro de la humanidad como especie, sino incluso si tenemos un futuro. Las decisiones a las que nos enfrentamos serán muy difíciles y sin duda impopulares en algunos círculos. Yo soy la primera que estoy dispuesta a sacrificar las acciones populistas para hacer lo que sea más pertinente y necesario. Me gustaría pedirle al almirante Kime que nos hiciera un breve resumen del terrible ataque que hemos soportado y después, el análisis de la Marina de lo que podríamos esperar a continuación por parte de los primos. Cuando todos hayamos asimilado esa información, daré comienzo al debate para tomar las decisiones políticas pertinentes. Almirante.

—Gracias, señora presidenta —Wilson miró por toda la mesa, entristecido al ver la ausencia de caras amigas—. Todos sabemos que fue muy grave. Conocíamos el tamaño de la civilización prima en Dyson Alfa, y la clase de recursos que tiene a su disposición; sin embargo, nuestros preparativos iniciales no fueron en absoluto adecuados. La razón es muy sencilla, nos negamos a creer que pudiera darse un ataque de esa magnitud. Porque no hay una explicación racional. Hemos visto que la capacidad industrial de la civilización prima es con toda probabilidad igual si no superior a la de toda la Federación. Si necesitaban espacio para expandirse y más recursos materiales, sería mucho más barato para ellos explotar los sistemas solares que están junto al suyo en lugar de venir a por el nuestro. Sin embargo, decidieron no seguir un patrón lógico de desarrollo. Averiguaron información sobre nosotros gracias a Bose y Verbeke y casi lo primero que hicieron fue construir una serie de agujeros de gusano para llegar aquí. Da la sensación de que las peores suposiciones que se hicieron para explicar el encierro estaban en lo cierto, alguien levantó la barrera alrededor de Dyson Alfa para contenerlos.

—¿Qué hay de Dyson Beta? —preguntó Alan Hutchinson.

—Sigue siendo una incógnita —dijo Wilson—. Al igual que el motivo de que se bajara la barrera de Dyson Alfa. Lo que tenemos que abordar hoy aquí son las consecuencias de la liberación de los primos. Como resultado de su ataque, calculamos que el número de muertes humanas en los planetas de los 23 Perdidos es de unos treinta y siete millones.

Alrededor de la mesa cayó un silencio absoluto. La mayor parte del gabinete se quedó mirando la lustrosa superficie de madera, sin querer entablar contacto visual con nadie.

Wilson carraspeó con aire cohibido y continuó.

—Dada la naturaleza de los ataques y la información que hemos reunido con posterioridad, parece que el objetivo de los primos es capturar las instalaciones industriales de los planetas de los 23 Perdidos. Al contrario que nosotros, no parece preocuparles la conservación del entorno de los planetas. Lo que vimos de su mundo natal parece apoyar esta idea: estaba totalmente industrializado y la contaminación superaba con mucho, por varios órdenes de magnitud, a todo lo que experimentamos aquí en la Tierra durante las peores épocas del siglo XXI. Sus prioridades, por tanto, son muy diferentes de las nuestras. Lo que los ha convertido en seres muy difíciles de predecir. Sin embargo, ahora han salido a cielo abierto y podemos observar sus actividades de modo directo, podemos determinar qué acciones tendrán que llevar a cabo a continuación. Por ejemplo, tendrán que reforzar sus fuerzas de ocupación en los 23 Perdidos para poder utilizarlos de la forma adecuada y protegerlos contra cualquier contraataque que pudiéramos lanzar nosotros. También prepararán un segundo ataque contra la Federación, y después un tercero y un cuarto. Continuarán atacándonos y haciéndonos retroceder cada vez más, contando con menos mundos cada vez, hasta que ya no nos quede ninguno.

—¿Qué le hace estar tan seguro de eso? —preguntó Heather.

—Estamos en guerra —dijo Wilson.

Vio que los labios brillantes de la mujer se apretaban al oír la frase, la reprobación se filtraba por los poros de la piel impecable de aquel rostro de cincuenta y tantos años como vestigios de feromonas. Aunque vestía un elegante y correcto traje de chaqueta azul oscuro y llevaba el cabello pelirrojo sujeto en una pulcra trenza, no había forma de disfrazar la autoridad que ostentaba. Heather era la única mujer dirigente de una dinastía intersolar de los 15 grandes, su apariencia femenina no era más que un manto muy fino que cubría una ambición despiadada y un instinto político afilado como una cuchilla. Al igual que él, y todos los demás que se sentaban alrededor de aquella mesa, aquella mujer odiaba que le dieran malas noticias.

—La guerra, por su naturaleza, no puede ser una situación estática —continuó Wilson mirándola a los ojos con ecuanimidad—. Saben que jamás aceptaremos la pérdida de esos veintitrés planetas. O bien siguen expandiéndose por toda la Federación, borrándonos en el proceso de la historia galáctica, o nosotros haremos lo mismo con ellos.

—¿Está sugiriendo que cometamos un genocidio con ellos? —preguntó Ramon D.B. con tono ligero.

—¿Está usted sugiriendo que nos convirtamos en víctimas de un genocidio? —contraatacó Wilson—. Ésta no es una guerra como las que hemos librado hasta ahora. Ésta no es una lucha estratégica por unos recursos clave, no estamos combatiendo para controlar unas tierras tribales o rutas de comercio hacia las nuevas colonias. Tanto nosotros como los primos somos civilizaciones intersolares, en la galaxia no se carece de nada. Vinieron aquí con un solo propósito: matarnos y capturar nuestros mundos.

—En ese caso hemos experimentado una guerra análoga en nuestra historia —dijo Hans Brant—. Daría la sensación de que están librando una cruzada religiosa contra nosotros.

—Podría tener razón —dijo Wilson—. La religión o alguna variante ideológica de la misma fue, desde luego, una de las teorías más populares entre los equipos de analistas estratégicos. Sus motivos no se pueden explicar con facilidad de ningún otro modo.

—Podemos preocuparnos más tarde por la razón —dijo Nigel—. Ya has resumido dónde nos encontramos. ¿Qué quiere hacer la Marina a continuación? ¿Qué necesitáis?

—Proponemos enfrentarnos a la agresión prima con un enfoque en tres fases. Primero, una infiltración aplastante y una ofensiva de sabotajes en los 23 Perdidos; bloquear a los primos en cada planeta, ralentizarlos, desviar sus recursos para evitar que preparen su siguiente ataque mientras nosotros nos preparamos para la fase dos.

—Siento curiosidad por la clase de fuerza que prevé usted para llevar eso a cabo —dijo Alan Hutchinson.

—Se enviarán unidades de tropa de estilo comando a los 23 Perdidos a través de agujeros de gusano que se abrirán durante un periodo de tiempo muy corto. Estos comandos provocarán tantas perturbaciones como les sea posible, combinadas con una operación exhaustiva de recogida de información. Hasta ahora sabemos muy poco sobre los primos. Con eso deberíamos poder ampliar nuestra base de conocimiento de una forma considerable. Esperamos llevar a cabo varias misiones de secuestro para poder comenzar con los interrogatorios y los procedimientos de lectura de memoria.

—¿De qué cifra estamos hablando? —preguntó Alan con tono vivo—. Para hacer auténtica mella va a necesitar un buen número de esos guerrilleros.

—Planeamos enviar una fuerza inicial de unas diez mil tropas a cada planeta.

—Diez m… Por Dios, hombre, usted está hablando de reclutar un ejército de un cuarto de millón de personas.

—No vemos que sea un problema —dijo Rafael con suavidad—. El nuevo servicio de infantería de la Marina se abrirá a los voluntarios procedentes de la población general, por supuesto; y la historia demuestra que tendremos un gran número de aspirantes. Incluso aquéllos que ya han disfrutado de varias vidas tienden a ponerse agresivos cuando se ven amenazados. Y, sólo por si acaso, tenemos una gran reserva de personas a las que se puede convencer con mayor facilidad; personas, de hecho, más apropiadas que la mayoría para este tipo de trabajo. —Abrió las manos en un gesto de súplica razonable—. Por favor, casi todas las horas de los últimos días se han pasado elaborando estas respuestas y examinando su viabilidad, aquí no estamos lanzando ideas producto del pánico. Desplegar esas tropas no es sólo posible, es esencial. Debemos recuperar la iniciativa.

—Muy bien —dijo Hans—. ¿Cuál es la fase dos?

—Una flota —dijo Wilson con tono rotundo—. Una flota muy grande de naves de guerra. No como la que tenemos ahora. Tenemos que abordar esto desde una perspectiva radical. Tenemos que considerar las naves estelares como el Segunda Oportunidad y el StAsaph como nuestros Kitty-hawks, ni siquiera llegan al nivel de prototipos. Por aquel entonces fuimos perezosos, hicimos lo que pudimos con unos puñeteros componentes que casi improvisamos. —Miró entonces a Nigel—. No es una crítica, eran lo más adecuado para aquella época; pero ésta es una nueva era que bien podría vernos borrados del mapa si no lo reconocemos. Necesitamos naves rápidas, no con los hipermotores de marca cinco o seis que hay ahora en la mesa de diseño; necesito una marca diez o más, una velocidad que pueda llevarnos a Dyson Alfa en una semana. Tienen que estar bien protegidas, con escudos tan fuertes como lo eran las barreras originales de Dyson. Tienen que tener un armamento de verdad, no misiles nucleares ni haces de energía; denme drones de ataque relativista, cada nave de guerra cargada con una salva de cien de esos puñeteros trastos que pueden golpear con la misma potencia que desató el Desperado. Y lo que es más importante, necesito miles de ellas, no docenas, no cientos, miles. Suficientes para desafiar a esa puñetera armada de naves normales que tienen los primos. Durante el ataque contra los 23 Perdidos, enviaron más de treinta mil naves a través de esos agujeros de gusano; y tienen cien veces más en su sistema natal. Si vamos a enfrentarnos a ellos, entonces tenemos que poner un potencial industrial equivalente al de los 15 grandes a respaldar este esfuerzo, a producir esas naves en serie, como hacemos con los coches y los trenes.

»Las naves que alcanzan una velocidad superior a la de la luz son la única ventaja que tenemos sobre los primos ahora mismo. Ellos no las tienen. Si podemos conseguir que esa tecnología avanzada funcione y se despliegue, entonces tenemos una oportunidad. Con el tipo de movilidad de ataque de la que hablo, podemos superarlos a un nivel estratégico. Podemos bloquear su siguiente ataque, ésa es nuestra segunda fase. Después podemos rastrear todo el espacio entre nuestro sistema y Dyson Alfa para averiguar dónde está ese puto puesto avanzado de la Puerta del Infierno y destruirlo; fase tres, eliminación de la amenaza.

—A mí me suena bien —dijo Nigel, y asintió con gesto de aprobación—. Al menos no es simple palabrería, son medidas extraordinarias. Y eso es lo que necesitamos con urgencia.

—Unas medidas puñeteramente caras —murmuró Crispin.

—No me puedo creer que acabe de decir eso —le soltó Justine de golpe, la aspereza inesperada de su tono hizo que todo el mundo se volviera para mirarla; era Gore puro—. Treinta y siete millones de seres humanos muertos y usted se queja del coste que supone defendernos. ¿Es que no ha oído lo que nos acaba de decir el almirante? La alternativa es la muerte. La muerte auténtica, no un simple e inconveniente sopor mientras la clínica le cultiva un cuerpo nuevo. Morirá, Crispin. Y eso dura para siempre.

—No estaba diciendo que fuera demasiado caro, querida. Sólo me gustaría señalar que nuestras finanzas tendrán que experimentar una reestructuración igual de radical para pagarlo todo. Eso si se puede hacer que funcione esa maravillosa tecnología nueva. —Y miró con intención a Nigel y después a Wilson.

—Las teorías son perfectas —dijo Nigel con tono sereno—. Conseguir que funcionen en la práctica, bueno, Crispin, ahí es donde entra todo tu dinero.

—Serán tus impuestos los que tengan que subir —señaló Crispin.

—¿Y crees en serio que a alguno de nosotros nos importa eso un carajo volante en estos momentos? Haz que el Tesoro se ponga a hacer números, métele un veinte o un treinta por ciento más a los impuestos, calcula los préstamos y los bonos que tendremos que emitir. A nadie le importa la inflación o la recesión o el crecimiento insostenible que vaya a provocar. Nada de esa mierda importa si perdemos. Si no tenemos el dinero disponible para hacer funcionar esto, no habrá ningún mercado financiero. Estaremos muertos, en esta mesa tenemos que admitirlo aunque jamás podamos decirlo en público.

—No es sólo la financiación —dijo Heather. Después señaló hacia Wilson—. Me gusta su forma de pensar.

—Labor de equipo —gruñó él.

—Claro, pero su equipo va en la dirección adecuada. Tenemos que dejar de improvisar y cooperar, para variar. Lo que me asusta es intentar realinear nuestra capacidad industrial a esa escala. No será fácil pero debe hacerse.

—Es probable que la IS pueda ayudar —dijo Oliver Tam.

—Es posible —dijo Heather. Parecía la directora de una escuela disgustada con un alumno problemático. Después intercambió una mirada con los otros tres dirigentes dinásticos—. Tendremos que poner al resto de acuerdo.

—No son tontos —dijo Nigel—. Y entre nosotros tenemos nuestros propios acuerdos.

Heather se encogió un poco de hombros.

—¿Qué hay de la situación de los refugiados? —inquirió Ramon D.B.—. ¿Cuál es su sitio en todos estos planes? Ahora mismo tenemos a la población superviviente entera de los 23 Perdidos saturando el resto de la Federación; no tienen casa, ni trabajo, no les queda vida alguna. Acuden a nosotros, al Gobierno, en busca de liderazgo, en busca de que alguien reconozca su grave situación. Hay cientos de miles de personas llegando en masa a Silvergalde, y ese planeta no puede enfrentarse a esa situación. Según me han informado, el exterior de Lyddington está empezando a parecer una especie de campo de refugiados medieval, sin agua, sin instalaciones sanitarias, y muy pocos alimentos. Y hay un gran problema que no he oído que nadie haya planteado hoy aquí: los desplazados. En todos los mundos situados a menos de cien años luz de los 23 Perdidos, la gente se está tomando unas vacaciones al otro lado de la Federación, o bien está intentando venderlo todo y comprar una casa en un mundo donde creen que van a estar a salvo. Tienen miedo, y con razón. ¿Qué hacemos sobre eso? Debemos demostrarles que conocemos y entendemos su situación. Que tomaremos medidas para resolverla.

—No es el momento ni el lugar —dijo la presidenta Doi.

Lo dijo de un modo tan firme y enérgico que atrajo las miradas sorprendidas de varias personas de toda la mesa. Ramon, de hecho, se quedó con la boca abierta de la sorpresa.

—Esto es el Gabinete de Guerra, senador Ramon —dijo la presidenta—. Aquí dentro decidimos la estrategia militar, eso es todo. Los desplazados son un asunto que debe tratar el gabinete civil general, o bien en un debate general del Senado.

—Pero es algo que incide en los asuntos militares —dijo Ramon—. Afectarán a toda la economía.

—No —dijo Elaine a toda prisa—. El número es enorme, es cierto. Pero en términos del porcentaje global, apenas se nota. No permitiré que este gabinete se vea empantanado por las minucias de problemas que no son de su directa competencia. Está usted fuera de lugar, senador, por favor, ceda la palabra a otra persona.

Alan no hacía muchos esfuerzos por ocultar una sonrisa y uno o dos de los demás parecían un tanto divertidos. Una Doi positiva y enérgica no era algo que se hubieran encontrado con demasiada frecuencia. Al darse cuenta de su repentina autoridad, la presidenta siguió hablando.

—Almirante Columbia, ¿prevé usted algún cambio en la política de nuestras defensas planetarias actuales?

—Ningún cambio, señora. Los campos de fuerza fueron extremadamente eficaces, incluso en los 23 Perdidos. Tenemos planes para potenciar todos los campos de fuerza de la zona urbana y civil para anticiparnos al segundo ataque que puedan lanzar los primos. Los fabricantes de armas también están incrementando la producción de aerorrobots de combate, que tuvieron un valor inestimable durante los bombardeos preliminares. Los sistemas de guerra electrónica también son una prioridad. Pero todo ello son sistemas sólo defensivos, lo único que pueden hacer es minimizar los daños en caso de que se produzca un ataque. Para detener el ataque, necesitamos esa flota.

—De acuerdo, almirante. Creo que podemos realizar ya una votación sobre la estrategia global.

—Me gustaría mencionar también la fase cuatro —dijo Columbia.

—¿La fase cuatro?

—Sí, señora. El proyecto Seattle. La clase de arma que podemos utilizar para llevar la lucha directamente a Dyson Alfa.

—No sabía que habíamos alcanzado ya la fase de prototipo.

—Con un poco de suerte llegará en unos pocos meses —dijo Wilson—. Ya conocen a los físicos, no les gustan los plazos. Y tampoco es que los cumplan, de todos modos.

—¿Así que no es algo que tengamos que considerar de forma inmediata? —preguntó la presidenta.

—No —asintió Wilson con cautela—. Pero el almirante Columbia tiene razón. En último caso, puede que tengamos que tomar la decisión de utilizarla.

—Podemos enfrentarnos a ellos con naves de guerra —dijo Columbia—. Podemos frenarlos, es posible que podamos incluso obligarlos a retroceder, aunque cualquier guerra prolongada supondrá un coste extremo para nosotros, y no sólo en términos monetarios. Pero si en último caso muestran una hostilidad implacable hacia nosotros, por la razón que sea, entonces habrá que usarla.

—Genocidio —susurró Elaine—. Dios bendito.

—Sería una decisión colectiva —le dijo Hans—. La tomaríamos juntos y la compartiríamos con usted.

—El proyecto Seattle debería seguir recibiendo la máxima prioridad —dijo Columbia.

—Sí —dijo la presidenta con tono parco—. Muy bien, si nadie más tiene nada que añadir, me gustaría proceder a votar la propuesta del almirante Kime de un enfoque en tres fases para enfrentarnos a la amenaza prima.

—Propuesta aceptada —dijo Heather.

—Secundo la moción —dijo Alan.

—Muy bien —dijo la presidenta—. ¿Aquéllos a favor? —Contó las manos alzadas—. Unánime.

Fuera de la sala del gabinete, varios grupos pequeños de ayudantes esperaban en el largo pasillo cotilleando entre ellos. Cuando se abrieron las puertas, se callaron todos y esperaron a que sus respectivos jefes pasaran junto a ellos antes de unirse al séquito como limaduras de hierro. Justine ya casi había llegado a la altura de Sue Piken y Ross Gant-Wainright, los dos empleados de mayor rango que había heredado de Thompson junto con su despacho, cuando la alcanzó Ramon D.B.

—Eso no fue muy propio de ti —le dijo en voz baja.

Justine se detuvo y le lanzó una mirada impaciente, preparada para soltarle una de sus respuestas más secas. La brillante iluminación del techo se reflejaba en las pequeñas gotas de sudor que cubrían la frente del senador. Los tatuajes CO de color medianoche que lucía el africano en las mejillas y las manos podían verse con bastante claridad, resultado de la palidez cenicienta que había adquirido su piel, antaño del color del ébano. Cuando bajó la mirada, Justine vio lo apretada que le quedaba la generosa túnica. Su irritación se desvaneció como el agua por un desagüe.

—Pareces cansado —le dijo, antes de ponerle una mano en el brazo—. ¿Supongo que no te habrás estado tomando las cosas con calma?

El hombre esbozó una sonrisa cariñosa.

—¿Y tú?

—Mi cuerpo vuelve a tener veintipocos años. Puedo acostarme tarde por las noches y soportar el estrés. Tú no.

—Por favor, no me recuerdes ahora el cuerpo que tienes a esa edad. —El senador se llevó una mano al pecho con ademán juguetón—. Mi corazón tiene un límite. Por cierto, estás tremenda de negro.

—¡Rammy! Mira esos anillos, jamás podrás quitártelos, mira cómo se te han hinchado los dedos. —Le cogió una mano y se la apretó mientras examinaba las joyas que casi se enterraban en la carne pulposa.

Ramon volvió a revolverse como un niño pillado en falta.

—No te pongas pesada, mujer.

—No me estoy poniendo pesada. Te lo estoy diciendo como es: o empiezas a cuidarte o pienso llevarte en persona a la clínica para tu rejuvenecimiento.

—Como si cualquiera de nosotros pudiera tomarse tiempo libre ahora. —El senador hizo una pausa, inseguro—. Me he enterado de lo de L.A. Galáctico. Lo que se dice en el comedor del Senado es que conocías al chico que mataron.

—Sí, lo conocía. Fui yo la que puso a Inteligencia Naval sobre su pista.

Ramon le lanzó al vestido negro una mirada suspicaz.

—Espero que no te estés culpando de esa muerte.

—No.

—Se te olvida, querida, que te conozco muy bien.

—¿Y sabía el comedor del Senado que a ese chico lo mató la misma persona que mató a Thompson?

—Sí. Estamos presionando a la Seguridad del Senado, sin armar jaleo pero con firmeza, para que consiga resultados. —El senador bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. En estos momentos no se puede decir que reine la confianza en ninguna de las dos ramas de la Marina.

—Ya reinará. —Justine se planteó por un momento hablarle sobre el aviador estelar; Ramon sería un magnífico aliado en el Senado, pero lo cierto era que no estaba en muy buena forma y eso no haría más que echarle otro peso encima. Todavía no, se dijo Justine—. Siento que Doi te cortara ahí dentro —dijo—. Yo también creo que tenemos que plantearnos el problema de los refugiados.

—De hecho, tuvo razón al decir lo que dijo —dijo el senador con una amplia sonrisa—. Es sólo que no estoy acostumbrado a que nuestra querida presidenta se muestre tan enérgica. Bien podría ser que le hayamos dicho adiós a una política y hayamos recibido a una estadista en su lugar. Eso sí que sería la primera vez.

—Veremos. No estoy muy segura de creer todavía en una era de milagros. Pero será un placer respaldarte en el Senado para concederles a los refugiados algún tipo de paquete de ayudas. —En ese momento vio a Wilson Kime hablando con Crispin y se inclinó hacia Ramon para darle un beso rápido—. Tengo que irme. Te veré en el comedor, ¿sí?

—Por supuesto.

Justine se acercó a toda prisa a Wilson cuando éste y Crispin se estrecharon la mano. Varios ayudantes se abalanzaban sobre ellos y vio a Columbia saliendo de la sala del gabinete. En esos momentos no le apetecía tener otro enfrentamiento directo con él.

—Almirante, ¿podríamos hablar un momento, por favor?

Wilson asintió con aire amable.

—Desde luego, senadora.

—En privado, hay una sala de juntas justo aquí al lado.

La vacilación de Wilson fue apenas perceptible.

—Muy bien.

El mayordomo electrónico de Justine le envió a la puerta el código de apertura. Sus ayudantes habían reservado la sala en cuanto supieron dónde se iba a celebrar la reunión del Gabinete de Guerra. Wilson la siguió al interior, su rostro expresaba una curiosidad cortés. Entonces vio a Paula Myo dentro, sentada a la mesa, y frunció el ceño.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Siento ponerlo en un aprieto, Wilson —dijo Justine—. Pero es probable que sepa que el almirante Columbia y yo hemos tenido un desacuerdo sobre ciertos asuntos concernientes a la seguridad. Y él despidió a la investigadora Myo de Inteligencia Naval.

Wilson levantó una mano.

—Lo siento, senadora, pero Rafael disfruta de toda mi confianza. Yo no me dedico a la política de oficina, no a este nivel. Por si no lo habían notado, se está librando una guerra, y bien podríamos perder. —Y después de eso se volvió hacia la puerta.

—Los Guardianes llevan veinte años llevando a cabo una operación en Marte —dijo Paula.

Wilson se quedó inmóvil, ya tenía la mano estirada para abrir la puerta. Después de un momento, habló.

—En Marte no hay nada. Créanme, lo sé.

—Usted estuvo allí durante diez horas, hace más de trescientos años —dijo Justine—. Vi la retransmisión en directo que dieron por televisión. Recuerdo que vi a Lewis, Orchiston y a usted bajando a la superficie del planeta. Fue la primera vez en muchísimos años que volví a sentirme orgullosa de nuestro país. Usted estaba izando las Barras y Estrellas cuando irrumpió Nigel.

Wilson se giró en redondo, la ira le coloreaba las mejillas.

—¿Y?

—Los Guardianes estaban utilizando Arabia Terra para transmitir información a la Tierra.

—¿Qué clase de información?

—No estamos seguras. Inteligencia Naval intentó a llevar a cabo unos diagnósticos rutinarios en el equipamiento que tienen allí arriba. Parecían simples sensores medioambientales.

—No lo entiendo. —Wilson sacudió la cabeza, era obvio que estaba irritado—. Los Guardianes son terroristas, ¿para qué quieren los datos medioambientales marcianos?

—No lo sabemos —dijo Paula—. Pero la oficina de París está cerrando esa investigación.

—Ah. Así que es eso —Wilson le lanzó a Justine una mirada desdeñosa—. Quiere que presione a Rafael para que mantenga la investigación abierta.

—Usted ha sido el objetivo de una de las operaciones de los Guardianes —dijo Paula—. Sabe mejor que cualquiera lo buenos y eficaces que pueden llegar a ser. Estuvieron a punto de destruir el Segunda Oportunidad. Una operación de veinte años no es algo que nadie emprendería a la ligera. Tendría que ser de enorme importancia para ellos. Tenemos que averiguar lo que es.

Wilson dejó escapar un siseo entre los dientes.

—Quizá. Pero si de verdad es tan importante, no creo que Rafael lo pase por alto. Puede ser muchas cosas, agresivo, ambicioso, vehemente, implacable, sí; pero no es estúpido.

—Todo el mundo tiene sus puntos débiles, Wilson —dijo Justine—. A Paula la despidieron por una cuestión política, por no conseguir resultados con la suficiente rapidez.

—Ciento treinta años en un caso sin conseguir ningún resultado positivo es un motivo muy razonable para despedir a alguien, a mi modo de ver —dijo Wilson—. Y no se ofenda.

—¿Ha oído hablar del incidente en L.A. Galáctico? —preguntó Justine—. Un asesino mató al mensajero de los Guardianes que les llevaba los datos marcianos. Fue el mismo asesino que destruyó al traficante de armas de Costa de Venecia. Fue también el que asesinó a mi hermano. Así que no está trabajando para el Gobierno y no puede estar trabajando para los Guardianes.

—¿Para quién, entonces? —preguntó Wilson.

—Buena pregunta. La oficina de París quizá sea capaz de hallar la respuesta. Si siguen buscando, claro.

Wilson miró a Justine y luego a Paula.

—¿Qué me están pidiendo?

—Dígale a Rafael que Inteligencia Naval siga investigando la operación de Marte, que no lo deje.

—Quizá —dijo Wilson—. Tendré que pensar en todo esto.

Después de una inversión de veinticinco años, la mayor parte de los planetas de la fase uno estaban unidos ya por líneas exprés de nivel magnético que proporcionaban un servicio rápido y eficaz; y basándose en tal éxito, el TEC estaba muy ocupado ampliando la red por los planetas de la fase dos. Pero a pesar de toda la importancia que se le daba como mundo de enlace con Tierra Lejana, Boongate todavía no tenía una vía de nivel magnético y el TEC se mostraba vago sobre el calendario de instalación.

Al exprés normal de París le había llevado cuarenta minutos llegar a la estación del TEC en Boongate, tras lo cual se deslizó sin dificultades por el andén 2 a las veintidós horas, hora local. Sólo había cinco andenes en el edificio principal de la terminal, pero cada uno de ellos estaba rebosante de pasajeros que esperaban cuando Renne y Tarlo salieron del vagón de dos pisos de primera clase. Fuera llovía y el tren chorreaba sobre las vías. El viento frío de la noche soplaba bajo el gran tejado arqueado de cristal, haciendo que la gente diera patadas en el suelo y se abrochara bien los abrigos. Las bandas polifotónicas del techo emitían una luz brillante teñida de azul por toda la escena, iluminado las gotas de lluvia que se precipitaban por el borde del tejado como chispas grises.

—Un poco tarde para viajar, ¿no? —dijo Tarlo mientras caminaban hacia el otro extremo del andén. El detective hizo caso omiso de las miradas curiosas que atraían sus uniformes de la Marina.

Renne se subió el cuello de la chaqueta para defenderse del frío y miró a las personas que cubrían en el andén. Todos parecían reunidos en grupos familiares, con niños de ojos apagados que bostezaban sentados en pilas de equipaje. Varios guardias de seguridad del TEC patrullaban los andenes.

—Depende de hasta qué punto quieras irte —respondió la teniente. Era la primera vez que veía alguna prueba de los desplazados de los que tanto hablaban los programas de noticias de la unisfera en los últimos tiempos. Claro que si tenía que ocurrir en algún sitio, pensó Renne, tendría que ser allí. La mayor parte de los vecinos de Boongate se contaban entre los 23 Perdidos.

Se abrieron camino por la explanada igual de atestada y encontraron la oficina de seguridad del TEC. Edmund Li era su enlace; un oficial técnico de la policía local que había sido enviado en comisión de servicios a la Marina y luego destinado a la recién formada división de inspección de mercancías de Tierra Lejana. Quince años después de su primer rejuvenecimiento, todavía conservaba un cabello espeso y negro que llevaba varios meses sin cortarse. En contraste, el fino bigote que lucía estaba mantenido a la perfección y complementaba los tatuajes CO malvas de letras griegas que cubrían su estrecho rostro. No se había molestado en ponerse el uniforme de la Marina sino que vestía un simple traje de oficina de color gris perla. Cosa que Renne le envidió, a ella siempre parecía picarle la guerrera oscura. Le recordaba la época en la que Paula todavía estaba a cargo de la oficina de París.

Li tenía un coche esperando que los llevó a la sección de Tierra Lejana de la estación, situada a siete kilómetros y medio de distancia. Mientras el policía les informaba sobre las últimas interceptaciones, Renne miraba por el cristal manchado por la lluvia. Cientos de luces brillaban en sus altos postes por toda la extensa estación, revelando las amplias regiones vacías que quedaban entre las vías y los lejanos edificios industriales, un legado de ambición perdida que quedaba de los días en los que Boongate pensaba que se convertiría en el cruce del sector colindante de la fase tres. Algunos de los depósitos de carga estaban abiertos, grandes puertas rectangulares por las que se veían los trenes aparcados, los vagones humeaban y chorreaban cuando las grúas y los montacargas automáticos descargaban sus mercancías. Renne vio una larga fila de locomotoras de maniobras Ables RP5 alineadas en el exterior de un taller gigantesco; sin utilizar desde que el ataque primo había hundido la economía de la Federación, aguardaban el regreso de las operaciones comerciales normales.

Una luz débil y marrón rielaba al otro lado del almacén de carga de Tierra Lejana, resplandeciendo sobre las vías que serpenteaban en el exterior.

—¿Es ésa la salida de Medio Camino? —preguntó Renne. El semicírculo de luminiscencia insípida surgió detrás del largo edificio oscuro cuando se acercó el coche.

Parecía una luna cansada hundiéndose tras el horizonte.

—Sí —dijo Edmund Li—. No ha habido mucho tráfico desde el ataque de los primos. La mayor parte es mercancía para las empresas y los grandes terratenientes, y el Instituto, por supuesto. Tampoco hay muchas cosas personales; los que estaban pensando en emigrar lo han aplazado y su industria turística se ha desmantelado por completo.

—¿Y qué hay del tráfico que llega? —preguntó Tarlo.

—Claro. Hay gente de sobra que quiere salir cagando leches de allí. ¿Y quién no querría? Están pegados a Dyson Alfa, demonios. Pero cuesta mucho llegar aquí desde Tierra Lejana. La mayor parte no tiene tanto dinero. Y no sé cuánto tiempo va a mantener abierta la salida el Consejo Civil de la Federación.

El coche aparcó al lado del almacén y los tres se precipitaron entre la lluvia hacia el pequeño despacho que había en el costado del edificio principal, como una verruga de ladrillo. Dentro, la oficina era un sencillo rectángulo sin tabiques con nueve escritorios en el centro. Las matrices de los monitores de siete de ellos estaban tapadas con sobrecubiertas de plástico.

Tarlo les lanzó una mirada de curiosidad al pasar junto a ellas.

—¿Cuánto personal emplea la división?

—En la nómina estamos veinticinco —dijo Edmund Li con tono inexpresivo.

—Ya. ¿Y cuántos aparecen?

—Ayer éramos cuatro. Mañana, ¿quién sabe?

Tarlo y Renne se miraron con expresión cómplice.

—Creo que a eso se le llama ausentarse sin permiso —dijo Tarlo—. Es probable que el almirante los haga fusilar.

—Tendrá que encontrarlos primero —les dijo Edmund Li—. Dudo que estén en este mundo. Tenían familia.

—¿Entonces por qué sigue usted aquí? —preguntó Renne—. No es que éste sea el empleo más vital de la Federación en estos momentos.

—Nací en Boongate. Supongo que por eso quedarme me resulta más fácil que a los demás. Y en esta vida no he fundado una familia. —Empujó la puerta que llevaba al almacén.

Hacía frío dentro del cavernoso espacio. En el vértice había una única hilera encendida de bandas polifotónicas, arrojando una luz intermitente sobre los estantes desnudos de metal que recorrían todo el suelo de cemento amalgamado por enzimas. La lluvia golpeaba el tejado de paneles solares y producía un fuerte tamborileo que reverberaba por todo el edificio casi vacío.

—Termina siendo un poco inquietante trabajar aquí —dijo Edmund Li. Se acercó a unas vías que recorrían el centro de la planta hasta una enorme puerta que había al fondo del almacén—. Somos, físicamente hablando, los que estamos más cerca de la salida de Medio Camino. Si los primos la atravesaran, seríamos los primeros en saberlo. Lo cierto es que te sientes muy expuesto. No culpo a los demás por largarse.

Llegaron a un par de plataformas normales que esperaban en la vía, ambas cargadas con grandes cajones grises de compuesto. El aro de un escáner de profundidad cruzaba la vía a veinte metros de distancia; se habían colocado varios escritorios alrededor de su base. Las pantallas y matrices estaban todas en silencio y oscuras. A su lado, un amplio banco de trabajo estaba equipado con varias herramientas mecánicas reboticas. Tres de los cajones esperaban encima, los habían roto y abierto.

—Urien los encontró ayer —dijo Edmund Li y los señaló con un gesto. Los cajones de embalaje contenían voluminosas secciones de maquinaria que las herramientas eléctricas habían partido. Habían quitado casi todos los circuitos eléctricos y los habían depositado en el banco, entre un revoltijo de cables enrollados y módulos cuadrados negros.

—De acuerdo, ¿qué estamos viendo? —preguntó Tarlo.

—La maquinaria de este envío es toda agrícola: cosechadoras, tractores, sembradoras, sistemas de irrigación. Se embarca en secciones, así, para que las vuelvan a montar en Tierra Lejana. Nos facilita las cosas para que podamos escanearlo todo. Tuvimos suerte que estuviera de guardia Urien cuando pasó este cargamento, pertenece a una familia de terratenientes de Dunedin. Este hombre conoce bien las máquinas agrícolas. Le pareció que había algo extraño en el cableado, sobre todo porque todo esto funciona con diésel. Y resulta que tenía razón. —Edmund levantó parte de los cables, que eran tan gruesos como su muñeca—. Superconductor pesado. Y estos moduladores de corriente tienen un índice de potencia gigantesco.

—¿Entonces no están dentro del espectro del fabricante? —dijo Tarlo.

—Cielos, no. Esto está destinado a algo que utiliza una cantidad de electricidad espectacular.

—¿Alguna idea?

Edmund Li sonrió al sacudir la cabeza.

—No tengo ni la menor idea. Por eso llamé a su oficina. Pensé que deberían saberlo de inmediato.

—Se lo agradecemos. ¿Y hacia dónde iba?

—La dirección es el rancho Palamaro en el distrito de Taliong, que está al este de Ciudad Armstrong, bastante lejos de allí; dicen que es donde están los barsoomianos.

—De acuerdo. Lo que necesitamos en realidad son los detalles del envío y los financieros. ¿Quién era el agente? ¿Qué banco se utilizó? ¿Dónde se embaló la maquinaria?

—Ya. —Edmund Li se rascó la nuca y le lanzó al revoltijo de maquinaria una mirada incierta. La lluvia que aporreaba el tejado se hizo más ruidosa cuando un denso chubasco cayó sobre ellos—. Miren, estoy seguro de que en la Tierra ese tipo de datos está magníficamente formateado y archivado y el acceso puede hacerse al instante. Pero por aquí las cosas son un tanto diferentes. Para empezar, parte de este material ya ha desaparecido.

—¿Desaparecido? —exclamó Renne—. ¿A qué se refiere?

—Justo a eso. Todo el mundo sabe que de noche aquí guardamos mercancías caras. Eche un vistazo, señora. ¿Ve algún robot guardián patrullando fuera? Tenemos sensores, pero incluso si se dispara la alarma, el agente de seguridad del TEC más cercano está a más de siete kilómetros de distancia, en la terminal, y ahora mismo estarán todos muy ocupados controlando a la multitud. La policía está más lejos aún y les importa todavía menos.

—Maldita sea —gruñó Tarlo—. ¿Han podido hacer un archivo de todo lo que encontraron en este envío?

—Estoy bastante seguro de que Urien lo archivó, sí. O si no, estará el registro del escáner de profundidad. Es sólo que todavía no lo han cargado en nuestra base de datos oficial, probablemente estará en la carpeta de almacenaje temporal de su monitor.

Renne hizo un gran esfuerzo por mantener a raya la ira que la invadía. No tenía sentido gritarle a Edmund Li y tenían suerte de que se hubiera molestado siquiera en llamarlos.

—¿Qué hay de los datos relacionados por los que ha preguntado Tarlo? ¿Eso está en una carpeta temporal por alguna parte?

—No. Eso todavía no he empezado a reunido. No debería llevar mucho tiempo, buena parte del inventario estará archivado en la oficina de control de exportaciones de Tierra Lejana de la estación.

—¿Qué tal están de personal? —preguntó Tarlo con tono amargo.

Edmund Li se limitó a alzar una ceja.

—Hogan se va a poner como una fiera —decidió Renne. Otro revés. Este caso está gafado.

—Bueno, pues que no nos eche la culpa a nosotros —dijo Tarlo—. Pero estoy empezando a entender por qué la jefa no encontró nunca ninguna pista decente aquí.

—Ha sido sólo a partir de los ataques cuando se han puesto las cosas así —dijo Edmund Li—. Y tampoco ayudó que en ese momento todavía se estuviera montando esta operación. Ni siquiera puedo quejarme de no tener dinero, es la falta de personal lo que es un problema.

—Bien —dijo Tarlo con decisión—. Renne, no tiene sentido que nos quedemos los dos aquí, tú vuelve a París. Yo me quedaré a hacer las comprobaciones de este envío. Una vez que tengamos la fuente básica, la ruta y la información financiera, podemos empezar la operación de rastreo desde París.

Renne le lanzó al oscurecido y abierto almacén una última mirada.

—No voy a discutir. Será mejor que lo organices todo para que lo que queda lo envíen también a París. El departamento forense puede empezar a echarle un vistazo. Quizá puedan decirnos para qué es.

Tarlo extendió una mano para que se la estrechara.

—Diez dólares a que no pueden.

—No me la juego.

Oficialmente se llamaba Museo Palacio de la Democracia de Westminster, pero todo el mundo lo llamaba sólo Big Ben, por la famosa torre del reloj que montaba guardia en el extremo oriental. Adam Elvin utilizó su tatuaje de crédito para pagar la entrada normal de cinco dólares y atravesó la recargada cantería arqueada de la entrada de St. Stephen, enfrente de la Abadía. Con sus largas salas, sus ventanas alargadas y el interior de piedra desnuda, el viejo edificio del Parlamento británico siempre le daba la impresión de ser una catedral falseada. El vestíbulo que había entre las dos cámaras principales tenía un mobiliario incongruente de madera amontonado a la defensiva entre grandes estatuas blancas, mientras que la luz dorada entraba a raudales por las altas vidrieras, poniendo de relieve las tallas que se extendían por cada pared. Grupos de colegiales emocionados parloteaban y corrían por las salas, mirando por gafas con interfaz cuyas guías informáticas describían la importancia histórica de todo en lo que se centraban. Las puertas que llevaban a los Comunes estaban abiertas y allí los hologramas aparecían y desaparecían sobre los bancos verdes de la cámara para producir imágenes de los sucesivos políticos de la era preelectrónica, hasta el último Parlamento inglés de 2065. En la Cámara de los Lores se mostraba entre una pompa y un esplendor espectrales el auge y caída de la monarquía británica, desde Guillermo el Conquistador y la batalla de Hastings hasta que el rey Timoteo firmó el acta que concedía el derecho de autodeterminación a su pueblo.

Adam hizo caso omiso de la suntuosidad gótica victoriana y de las dudosas lecciones de historia y continuó hasta el café de la terraza que se desplegaba junto al Támesis. Se extendía a lo largo de más de doscientos metros, casi por todo el costado del edificio y era un lugar frecuentado tanto por turistas como por nativos. Una cálida brisa de primavera soplaba del amplio río y hacía susurrar los altos parasoles de las mesas, con su elaborado emblema del rastrillo de un castillo. Las camareras se abrían paso por el estrecho laberinto, llevando bandejas y tomando nota de los pedidos. Adam siempre tenía la sensación de que el gerente del museo juntaba las mesas demasiado para sacar unos cuantos ingresos más. Así que tuvo que meter el estómago e ir deslizándose con torpeza entre los asientos, protegiéndose de las miradas molestas para llegar a una mesa que estaba justo junto al propio parapeto de la terraza.

Bradley Johansson levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa.

—Adam, qué amable has sido al venir, viejo amigo.

—Ya, claro —gruñó Adam, y se sentó junto a Bradley.

Una joven camarera con un disfraz de falso jovencito Tudor y unos leotardos de color verde esmeralda que realzaban sus largas piernas se acercó y esbozó una sonrisa esperanzada.

—Otro té para mi amigo —le dijo Bradley con aire irresistible—. Con bollos ingleses y nata, y creo que una copa de ese delicioso champán Gifford.

La sonrisa de la joven se iluminó todavía más.

—Sí, señor.

—Por el amor de Dios —murmuró Adam cuando la chica se alejó. Todo el mundo tenía que estar mirándolos.

—Ahora no te pongas en plan bolchevique conmigo —le riñó Bradley—. Allá donde fueres y demás. Además, es nata cuajada de Cornualles.

—Chachi puto pirulí.

—Vamos, Adam, han convertido esta antigua sede de privilegio clasista en un encantador salón de té para el hombre de la calle. Tiene que haber una metáfora o dos en eso, ¿no? Pensé que te gustaría.

Adam jamás lo admitiría, pero siempre experimentaba un ligero estallido de admiración por el modo en que Bradley elegía encontrarse con él en los sitios más escandalosamente públicos. Había una especie de chulería en ello que el pesado y paranoico trabajo de Adam nunca permitiría.

—A Kazimir le hubiera gustado —dijo Adam—. La historia de este mundo siempre lo asombraba. Casi todos los edificios a los que iba eran más viejos que Tierra Lejana.

La afable expresión de Bradley se endureció.

—¿Qué ocurrió, Adam? Esos datos eran vitales, vitales. —Dio un golpe furioso en la mesa con la mano abierta. La gente empezó a mirarlo de verdad. Bradley recuperó la sonrisa y recibió las miradas con expresión de disculpa.

Adam no veía con frecuencia las garras. Pero no era bonito.

—Al final pudimos reconstruir lo que pasó. Se escabulló para ver a una chica antes de cumplir con la misión de correo. Al parecer, se conocieron hace mucho tiempo, en Tierra Lejana. Pero resulta que la chica era un poco más importante que la turista normal y corriente que pasa por allí.

—¿Quién es?

—Justine Burnelli.

—¿La senadora? —Bradley parpadeó, sorprendido—. Bueno, benditos sean todos los cielos soñadores. No me extraña que la Marina lo tuviera calado. Creí que era más listo que todo eso, mucho más listo.

—A Kazimir lo asesinó un agente del aviador estelar llamado Bruce McFoster. Kazimir y él crecieron juntos.

—Sí, me acuerdo. —Bradley cogió un pequeño cuchillo de plata con mango de hueso y empezó a extender un poco de nata por un bollo—. Bruce no volvió después de una incursión, fue hace unos años. Maldita sea, siempre les digo a los clanes que tengan cuidado con lo que el aviador estelar puede hacerle a cualquiera que se quede atrás.

—¿Lo mismo que te hizo a ti?

Durante una fracción de segundo, Bradley experimentó un enorme dolor.

—Algo así —dijo con voz ronca.

—Sabes, ya ni siquiera me cuestiono si el aviador estelar es real. He visto la grabación del joven Kieran McSobel una docena de veces desde que pasó. Kazimir estaba encantado de volver a ver a su amigo, y Bruce le disparó sin más.

—Lo siento, Adam.

—¿Lo sientes? Creí que estarías encantado de contar con otro converso.

—No es una puerta agradable de abrir. No hay mucha esperanza tras ella, sólo oscuridad y dolor. Por eso fundé los Guardianes, para proteger a la raza humana de lo que acecha allí. Para que pudieran seguir viviendo sus preciosas y largas vidas en paz. En cierto sentido, no eres mi converso, eres otra de sus víctimas.

—Eh, tú no te preocupes por mi alma. Hace mucho tiempo que elegí mi camino. Esto es sólo otro altibajo más.

—Ah, Adam, ojalá supieras lo mucho que envidio tu optimismo. Ah… —Levantó la cabeza con otra sonrisa cuando la camarera trajo una bandeja con el té de Adam—. A comer, vamos.

Adam cogió el cuchillo y abrió uno de los bollos.

—¿El cifrado de los códigos funciona? —preguntó Bradley.

—Supongo que la IS podría descifrarlo, pero aparte de eso, los datos están seguros.

—Eso nos da cierta libertad de acción, entonces. La Marina hizo unas pruebas diagnósticas del equipo de Marte, a larga distancia; cosa que no les va a decir absolutamente nada. Estarán desesperados por encontrar alguna escapatoria.

—Después vigilamos el cuerpo, ya sabes. La senadora Burnelli hizo que lo trasladaran a una clínica de Nueva York propiedad de su familia. La acompañó mi amiguita Paula. Que nosotros sepamos, no se puede decir que la Marina y la Seguridad del Senado se vayan a poner de acuerdo en este tema.

Hmm. —Bradley levantó la copa aflautada de champán y estudió las burbujas que bullían bajo el sol—. ¿Crees que es Paula la que tiene el cristal de memoria en lugar de la Marina?

—Eso es mucho especular, pero admito que es una posibilidad.

—¿Me pregunto si eso es una ventaja para nosotros?

—No veo cómo. Tú necesitabas los datos y los tienen ellos.

—Les proporciona una gran baza para jugar, aunque ellos no lo sepan todavía.

—¿Y nosotros tenemos algo que ellos quieran?

—Sí. —Bradley tomó un sorbo de champán—. Tú y yo para empezar.

—No tiene ni puta gracia. —Adam se metió el bollo en la boca y empezó a servirse el té.

—Supongo que no. Pero de algún modo tengo que plantearme recuperar la información. La necesitamos, Adam, con urgencia. La venganza del planeta entero depende de ella.

—Pues no veo cómo podemos recuperarla. Yo, desde luego, no tengo modo de infiltrarme en Inteligencia Naval ni en la Seguridad del Senado. ¿Qué hay de esa vieja fuente tuya de alto nivel?

—Me temo que no he sabido nada de ella desde hace mucho tiempo.

—¿Y ya está? ¿Se acabó la partida? —Por alguna razón, la idea le parecía imposible.

—No se ha acabado en absoluto —dijo Bradley—. Sólo se ha hecho mucho más difícil, maldita sea. Esos datos de Marte nos habrían ayudado a refinar el programa de control hasta el punto de poder utilizarlo con confianza. Todavía podemos seguir adelante, pero ahora tenemos que depender de modelos numéricos más de lo que quisieran los diseñadores del proyecto. Los resultados serán muy inciertos.

—Tu gente conseguirá que funcione, sea lo que sea. Todos parecen muy entregados.

—Por lo que doy gracias a todos los cielos soñadores. La verdad es que los humanos parecen poseer unas reservas extraordinarias en muchos campos. No me extraña que desconcertemos tanto al aviador estelar y los primos.

—Si el aviador estelar averiguara lo de la venganza del planeta, ¿podría evitar que la llevaras a cabo?

Bradley contempló el río y le lanzó a los altos plátanos de la otra orilla una mirada pensativa.

—Detenerla, no; pero sería fácil de burlar. Es crítico hacerlo en el momento justo. Pero somos muy pocos los que conocemos toda la estrategia y yo sigo en contacto con todos. Hasta ahora estamos seguros.

—Espero que tengas razón. Sabían que Kazimir traía ese correo. Lo que significa que se han infiltrado en la Marina. Así que a estas alturas ya deben de saber que el Observatorio lleva recibiendo los datos marcianos desde hace veinte años. Si el aviador estelar lo sabe, ¿puede averiguar con qué estás planeando golpearlo?

—Es muy poco probable. Sin embargo, nada de eso importará si no podemos hacer llegar a Tierra Lejana los componentes físicos que quedan. Las nuevas inspecciones de Boongate han interceptado un envío entero.

—Ya, la verdad es que vamos a tener que hacer algo sobre el tema. —Adam dejó caer unos terrones de azúcar en el té y lo revolvió con aire ausente—. Hemos bosquejado el perfil de una operación de contrabando para evitar el bloqueo. Supongo que ya es hora de que vaya dándole un poco de músculo a la idea. Tampoco es que haga falta desarrollarla mucho. Ya para empezar es un concepto bastante tosco.

—Bien. Eso significa que hay menos cosas que puedan salir mal.

—Y tú me llamas a mí optimista.

—Todavía siento curiosidad, ¿cómo consiguió escapar Bruce después? ¿Habéis averiguado algo relevante sobre el tren al que saltó?

—No. El control de tráfico del TEC utiliza una codificación de primer orden. —Adam esbozó una amplia sonrisa—. Por alguna razón, les preocupa que la gente como yo les piratee el sistema. Era un tren de mercancías, es todo lo que sabemos. No sabemos a dónde iba, sólo que estaba en el sitio adecuado en el momento más oportuno. No es fácil disponer ese tipo de cosas. A mí me impresionó.

—Como es lógico, entonces, tuvo que organizarlo alguien con un cargo muy alto en el TEC.

—Sí.

—¿Me pregunto a quién ha corrompido el aviador estelar en esa organización?

—Supongo que no lo averiguaremos hasta mucho después de que todo esto haya acabado y se haya resuelto.

Bradley asintió con gesto reticente.

—Sí, por desgracia. Pero alguien tan bien situado puede hacer mucho daño. Supongo que serán ellos los que ayuden al aviador estelar a solucionar los detalles de su regreso a Tierra Lejana.

—¿Estás convencido de que ocurrirá?

—Desde luego. No puede permitirse el lujo de quedar atrapado en la Federación, sobre todo si los primos consiguen hacer estragos. Cuando la guerra esté en su peor momento, sea cuando sea, el aviador intentará regresar con los suyos. Es entonces cuando debemos golpear nosotros.

—Conseguiremos que pase el resto de tu equipo, no te preocupes.

—No me preocupo, Adam, tengo mucha confianza en ti y tu equipo. Pero ojalá pudiera convencer al resto de la Federación. Quizá haya hecho las cosas mal desde el principio. Pero nadie me creyó en aquel entonces. Me sentía como si me hubieran puesto entre la espada y la pared. ¿Qué otra cosa podía hacer salvo atacar de una forma física? Fue una reacción ridículamente humana, una reacción que traiciona lo inseguros que somos todos, lo poco que nos hemos alejado del antiguo animal. Fundar los Guardianes para atacar el Instituto fue una reacción instintiva. Quizá debería haber probado por el camino de la política.

—A propósito, ¿estás seguro de que Elaine Doi es una agente del aviador estelar, de verdad?

Bradley se inclinó sobre la mesa.

—Eso no lo hicimos nosotros.

—¿Perdona?

—Una imitación muy bien ejecutada. Tengo que admitir que el aviador estelar se está sofisticando mucho en la campaña que ha emprendido contra nosotros. En el aspecto físico, Bruce y los suyos están provocando muchos daños, y muy costosos, mientras que la desinformación de escopetazos como ése están dañando nuestra credibilidad. Justo cuando estábamos empezando a atraer un cierto grado de interés mediático, por no hablar de apoyo político. Con todo, la culpa la tengo yo, debería haber anticipado algo así.

Adam tomó al fin unos tragos del champán Gifford para ayudarse a pasar el bollo.

—Sabes, ése quizá haya sido un movimiento peligroso por su parte.

—¿De qué modo?

—Si alguien se pusiera a investigar de verdad ese escopetazo, quizá encontrara algunas pistas. El aviador estelar quizá haya expuesto parte de su operación al escrutinio oficial.

—Merece la pena considerarlo. Desde luego, no pensaba publicar un desmentido. Eso nos haría parecer unos auténticos estúpidos ante el público. En cualquier caso, voy a abandonar los escopetazos propagandísticos. Ya estamos demasiado cerca del final para que puedan influir de verdad en la opinión general.

—A menos que puedas mostrar una prueba irrefutable.

—Cierto. —Bradley no parecía muy decidido—. Supongo que al escopetazo de Doi no le vendrían mal unas cuantas investigaciones más.

—No puedo prescindir de nadie de mi equipo, sobre todo ahora que te has llevado a Stig.

—Siento habérmelo llevado, pero lo necesitaba en Tierra Lejana. Se ha convertido en un líder estupendo, y el mérito es todo de tu adiestramiento.

—¿Así que no tenemos a nadie que pueda hurgar en el escopetazo, que vea quién lo montó?

—Veré lo que puedo hacer.

Wilson no dijo casi nada durante el viaje de regreso al Ángel Supremo. Estaba absorto en su visión virtual, sacaba expedientes de la oficina de París de Inteligencia Naval y revisaba el denso texto verde que se desplazaba por el aire delante de él.

—Ha ido bien —dijo Rafael cuando el expreso directo salió deslizándose de Newark—. Me esperaba una paliza mucho mayor. Son políticos, después de todo.

—Doi me sorprendió —admitió Wilson, abandonando por un momento el informe de Hogan sobre el asesinato de L.A. Galáctico—. No esperaba que fuera tan franca.

—Tenía que serlo. En la cima necesitamos a alguien con pelotas. Allí lo sabía todo el mundo. Las dinastías y los grandes habrían organizado una convocatoria extraordinaria si la presidenta no hacía el ruido adecuados. Así que parece que al fin conseguiremos las naves.

—Pues sí.

Rafael se encogió de hombros ante la falta de comunicación y se acomodó para revisar los expedientes de su propia visión virtual.

A Wilson le pareció increíble el relato de cómo se había escapado el asesino. Si eso era un ejemplo de cómo operaba la oficina de París, no era de extrañar que Rafael hubiera despedido a Myo.

Miró a través de las líneas, columnas y gráficos espectrales y vio a Rafael sentado enfrente de él. Aquel hombre era ambicioso, sí, pero por muy ambicioso que fueses y por muy buenos contactos que tuvieses, para llegar a ese nivel también había que ser un profesional competente. A Hogan lo había colocado él a dedo, pero la inspectora Myo tenía un nombre en toda la Federación. No parecía un movimiento basado sólo en una mezquina política de despacho, no era cuestión de prejuicios o simples maniobras. Myo no había conseguido resultados. Tenía que irse.

Sin embargo, la habían reclutado de inmediato para la Seguridad del Senado, un movimiento maquinado por los Burnelli. Y Justine había chocado con Rafael.

Wilson recordó la única vez que se había encontrado con la investigadora jefe, entre las ruinas del edificio de evaluación siete de Anshun, después del ataque de los Guardianes contra el Segunda Oportunidad. Le había parecido una persona callada y profesional, alguien que estaba a la altura de su reputación. Y desde luego, aquella mujer no había alcanzado el cargo que ostentaba en la Junta Directiva por sus contactos familiares. Era tan buena en su trabajo que resultaba aterradora. Todos los casos resueltos salvo uno. Incluso en ese momento y si Wilson estaba leyendo bien aquellas pautas, daba la sensación de que Myo seguía trabajando en aquel único caso, sólo que desde un ángulo diferente.

Sus manos virtuales sacaron otro expediente de la oficina de París. Myo había acompañado el cuerpo de McFoster a las instalaciones biomédicas de los Burnelli donde le habían realizado la autopsia. Le resultó difícil de creer que aquella mujer fuera a comprometer cualquier tipo de investigación sólo para marcarle un tanto a Rafael. Su cerebro no estaba programado para eso, gracias a la Fundación para la Estructura Humana.

Cosa que significaba que Myo pensaba que había algo más detrás de la aparición del asesino. Sacó de los expedientes de la Marina los últimos informes que había escrito Myo sobre el caso, le interesaba saber hasta qué punto era restringido el nivel de acceso. Sólo había quince personas en todo el gobierno de la Federación que pudieran acceder a esos expedientes.

Paula Myo, al parecer, había terminado por creer que el aviador estelar era un ente real.

—Hijo de puta.

Rafael le lanzó una mirada inquisitiva. Wilson sacudió la cabeza un poco avergonzado y se acomodó mejor en su asiento. Su primer impulso político inmediato fue no meterse en el choque entre los Burnelli y los Halgarth, sobre todo por algo como eso. Pero que Myo se plantease siquiera la posibilidad después de ciento treinta años intentando acabar con los Guardianes era extraordinario. Todo el mundo sabía que la investigadora jefe era incapaz de mentir. Cada vez que Wilson había accedido a uno de sus casos, los programas de la unisfera siempre volvían a poner el juicio de sus padres como prueba de lo incorruptible que era.

Wilson empezó a pensar que ojalá se hubiera limitado a seguir caminando esa mañana, cuando Justine le había dicho que quería hablar con él un momento. Pero sabía que no era algo de lo que pudiera hacer caso omiso. No en ese momento. Lo que Justine y Myo le habían dicho le había afectado sólo porque habían mencionado Marte. Era un golpe bajo. Justine lo sabía y él también. Porque para él el planeta rojo tenía unas resonancias de las que nunca podría hacer caso omiso. Y los Guardianes eran muy reales, de eso no cabía duda. ¿Para qué coño querían meterse en Marte?

Cuando sacó los expedientes más recientes sobre la investigación, quedó claro que Inteligencia Naval no tenía ni idea. Y como Myo había indicado, estaban cerrando ese aspecto del caso.

—Mi mayordomo electrónico me ha marcado un informe interesante —dijo con tono casual—. ¿Qué estaban haciendo los Guardianes en Marte?

La mirada de Rafael regresó al mundo real.

—No lo sabemos. Al mensajero de los Guardianes lo mataron, y fueran cuales fueran los datos que llevaba, han desaparecido. Entre tú y yo, creo que terminaron en la Seguridad del Estado. El interés que tiene la senadora Burnelli por este caso no es del todo profesional.

—¿En serio? Veré si puedo hablar con Gore sobre el tema. Me debe unos cuantos favores desde hace mucho tiempo.

—Te lo agradecería. Aveces no estoy seguro de que todos estemos trabajando para el mismo bando. Esos puñeteros grandes no pueden dejar de buscarle un ángulo financiero a todo.

—No hay problema. Pero me gustaría que hicieras que Inteligencia Naval siguiera trabajando en lo de Marte. Siento un comprensible interés por ese sitio.

Rafael le lanzó una sonrisa falta de interés.

—Claro.

El apartamento que Wilson y Anna tenían en el atolón Babuyano se encontraba en un edificio que parecía una pirámide pequeña de burbujas de color gris paloma. Estaba cerca de la gigantesca cúpula de cristal, lo que les proporcionaba una vista clara del espacio por la noche, cuando se amortiguaba la iluminación interna. Cuando el Ángel Supremo estaba en conjunción, la tenue luz de la capa de nubes gigante de Icalanise era suficiente para arrojar sombras pálidas sobre las paredes y los suelos. Lo que con frecuencia se complementaba con las fases crecientes y menguantes de la luz procedente de los satélites más importantes del gigante de gas.

Wilson pasaba con frecuencia la velada en la terraza ovalada que había junto al salón principal, sentado en un sillón reclinable, con una copa de vino en una mano y contemplando los inhóspitos planetas alienígenas que se deslizaban sobre su cabeza. Pero incluso cuando lo hacía, seguía sumergiéndose en los expedientes y el trabajo prioritario de la oficina que le proporcionaban su mayordomo electrónico y su visión virtual. La noche que regresó de la reunión con el Gabinete de Guerra fue diferente. No podía quitarse a Marte de la cabeza.

—Esperaba que te sintieras más feliz —dijo Anna al salir a la terraza. Por una vez se había tomado un momento para quitarse el uniforme al llegar a casa. Se había puesto un pequeño bikini amarillo y una larga túnica amarilla semitransparente. Su piel oscura hacía que la tela pareciera brillar bajo la luz de las varias lunas. Los tatuajes CO plateados y de color bronce que le cubrían todo el cuerpo cobraron vida con una ondulación lenta y larga que ponía de relieve el juego de músculos bajo la piel.

El efecto fue lo bastante erótico como para desviar los pensamientos de Wilson. Lanzó un silbido admirativo cuando su chica se encaramó al borde de la butaca.

—Hacía ya tiempo que no te veía así.

—Lo sé. Al parecer en los últimos tiempos estamos descuidando unas necesidades humanas bastante básicas. Estos días lo único que somos es el señor y la señora Ejecutivos Militares Que No Se Divierten.

—¿Y hasta qué punto son básicas esas necesidades que tenías en mente?

El dedo femenino acarició el rostro del almirante.

—He hecho que mi personal elabore una lista. Nos pondremos en contacto con tu equipo y comenzaremos las negociaciones.

—¿Y eso va a ser pronto? —Le deslizó un brazo por la cintura y le dijo a su mayordomo electrónico que le trajera otra copa de vino.

Anna se acomodó entre sus brazos y se quedó mirando la vista que les ofrecía el techo de la cúpula.

—¿Es ésa la nueva plataforma de montaje?

Wilson siguió la mirada de la joven y vio una mota plateada entre las estrellas.

—Eh… sí, creo que sí. Sabes, en los próximos meses, el espacio va a terminar bastante atestado de trastos por aquí.

—Si es que tenemos meses.

El almirante la abrazó con más fuerza.

—No son invencibles. Jamás te permitas pensar siquiera que lo son. Hemos visto su estrella natal, sabemos que las fuerzas que nos pueden lanzar son finitas.

—Quizá sean finitas, Wilson, pero tienen bastante más que nosotros, maldita sea.

Una doncella robot entró rodando con una copa de vino frío. El almirante la cogió del tentáculo de electromúsculos y se la dio a la joven.

—Si pudieran haber invadido todos los planetas de la Federación a la vez, lo habrían hecho. No pueden. Tiene que intentar digerirnos trozo a trozo. No estoy diciendo que no deberíamos tenerles miedo, pero si ese primer ataque nos demostró algo, es que tienen límites. El esfuerzo que hicieron para establecerse en los 23 Perdidos nos da un respiro. Haremos que esas desorbitadas naves nuevas funcionen; reuniremos un ejército de personas a las que les conectaremos la tecnología armamentística más temible que se nos ocurra y les arrancaremos los 23 Perdidos de debajo de esos pies cuádruples que tienen. Y después de eso, utilizaremos el proyecto Seattle para meterle el miedo a Dios en el cuerpo. Seremos nosotros los que decidamos si viven o mueren. Esos hijos de puta van a maldecir el día en que se cayó su barrera.

Uau. Crees de verdad que podemos hacerlo, ¿no?

—Tengo que creerlo. No voy a permitir que la raza humana se convierta en poco más que una vieja leyenda en esta parte de la galaxia.

—Puedes confiar en mí. —Anna le dio un beso ligero.

—Lo sé. —E hizo entrechocar su copa contra la de ella—. Un brindis. Por una campaña favorable, y por los políticos que, de hecho, no se pasaron toda la reunión del gabinete intentando meterse tantos.

—Brindo por eso.

Wilson saboreó el vino y después contempló el equipamiento de la Base Uno que flotaba cerca del Ángel Supremo.

—He visto las ideas que tienen los físicos y los diseñadores. Son impresionantes, la verdad.

—Esperemos que la prensa deje de criticar todo lo que intentamos hacer.

—Lo harán. Baron y los demás sólo están conmocionados, como el resto. Una vez que se tranquilicen y vean cuál es la alternativa, nos apoyarán con todas sus fuerzas. Ya lo he visto antes.

Anna le revolvió el pelo con cariño.

—Qué viejo. Supongo que por eso confío tanto en ti. Tienes tanta experiencia en la vida. No creo que haya ninguna situación que no puedas manejar.

—No estés tan segura. Tengo unos puntos vulnerables sorprendentes. No puedo creer lo mucho que me molesta lo de Marte. Justine dio en las teclas justas con eso.

—¿Qué crees que han estado haciendo allí los Guardianes todo este tiempo?

—Llevo una hora sentado aquí pensando en eso, y no se me ocurre nada. Por eso le he pedido a Rafael que mantenga a sus equipos trabajando en ello. Pero dada la absurda política implicada en todo esto, supongo que tampoco se hará mucho.

—¿Qué te parece si en esto yo te hago de parachoques? Tengo la autoridad necesaria para presionar a Inteligencia Naval mientras tú te quedas al margen de las pequeñas peleas de despacho.

Wilson estiró el cuello para besarla.

—Eso sería perfecto.

—Se hace lo que se puede. —Los tatuajes CO del torso femenino comenzaron a cobrar velocidad y reflejar la luz de las lunas resplandecientes en líneas esbeltas de destellos de acero.

—¿Qué te parece si nos olvidamos de nuestro personal y empezamos a negociar nosotros aquí y ahora?

Anna lanzó una risita cuando Wilson cambió de postura en la butaca para poder rodearla con los dos brazos.

El destello de recuerdos de Nigel Sheldon fue rápido e inesperado. A su alrededor brotó una escena, como si hubiera accedido a un TSI de alta resolución, que lo puso de nuevo delante de las noticias de la televisión, durante su adolescencia, cuando cada desastre a gran escala era seguido por un viaje de los políticos en una «visita de consuelo» a los hospitales o los puestos de ayuda de los campos de refugiados. En 2048, cuando estaba en el campus, después del tsunami del golfo de México provocado por la caída de un meteorito, los estudiantes habían impreso unas tarjetas, como las que tenían los donantes de órganos, pero que decían: «En caso de emergencia, mantengan al presidente alejado de mí».

Mientras observaba a Elaine Doi y su séquito abriéndose paso entre la fila que aguardaba fuera del puesto médico temporal, Nigel se preguntó cuántos de aquellos refugiados agradecerían contar con aquella tarjeta. No se podía decir que hubiera muchas sonrisas y gratitud por allí, sólo una resignación lúgubre y un trasfondo de cólera. Pero no estaba dirigida contra ella.

Sus implantes de retina volvieron a hacer un zum y le proporcionaron una visión más amplia de la estación planetaria de Wessex. Al igual que todas las estaciones del TEC de los 15 grandes, la de Narrabri se extendía a lo largo de varios cientos de kilómetros cuadrados que incorporaban áreas de clasificación, centros de gestión, sectores de ingeniería, almacenes de mercancías, una pequeña ciudad de edificios de oficinas, y terminales de pasajeros. Tras la invasión prima, se había convertido en el lugar de procesamiento de todos los refugiados de los 23 Perdidos, todos y cada uno de los cuarenta millones. La IR de gestión de trenes de pasajeros del TEC había sacado hasta la última pieza de material rodante de la Federación para enfrentarse a la situación, desde vagones de época hasta los modernos expresos de nivel magnético; incluso se había utilizado un par de veces la máquina de vapor que hacía la línea del Refugio de Huxley. La evacuación había sido una empresa realmente heroica, incesante y agotadora para todos los implicados, desde los gerentes, que de repente se encontraron enfrentándose a una catástrofe que jamás se habían imaginado, ni para la que mucho menos estaban preparados, hasta el personal de la estación que ayudó a poblaciones planetarias enteras a atravesar en masa sus dominios mientras las armas nucleares estallaban sobre sus cabezas y las explosiones devolvían sus hogares a la Edad de Piedra. Pero de algún modo, había funcionado y Nigel jamás había estado más orgulloso de todo su equipo.

Al principio, cuando la red ferroviaria era un auténtico caos, la gente había atravesado las salidas a pie, en masa, para escapar de los 23 Perdidos; pero después de unas cuantas horas, el TEC había restablecido los enlaces ferroviarios primarios y había empezado a gestionar los trenes de evacuación. Habían descargado refugiados por todos los planetas de las fases uno y dos por turnos, los trenes abandonaban a su confusa y atemorizada carga en las estaciones para que el gobierno local se hiciera cargo. Nadie había pedido permiso para dejar en mundos que no estaban preparados y que temían por su propio futuro a personas de grupos étnicos, culturas y religiones completamente diferentes, el TEC se había limitado a hacerlo basándose en lo que era más factible. Esperar a un tren que los evacuase era en realidad más rápido que atravesar el agujero de gusano a pie, sobre todo dada la cantidad de personas que ya estaban intentando hacerlo, y, que de paso, se ponían en peligro a ellos mismos y los trenes que seguían circulando. Cosa que no los había detenido, claro está.

Desde el despacho del gerente de la estación del TEC de Narrabri, Nigel podía ver una masa de personas arremolinada en el exterior de los inmensos edificios del sector de ingeniería. Las reparaciones y las operaciones de mantenimiento era en esos momentos imposibles en Wessex, unos toscos dormitorios y las cocinas improvisadas llenaban cada metro cuadrado de espacio. Incluso con todas las instalaciones temporales que se habían levantado a toda prisa, la higiene allí abajo no era de las mejores. Pero al menos los grandes cobertizos de las locomotoras les proporcionaban un techo sobre sus cabezas por la noche. Y tampoco era que los cobertizos dieran cabida a todo el mundo, había decenas de miles más acampados en los edificios de las terminales, comiéndose poco a poco todos los puestos de comida rápida del planeta. Y más acampaban en los almacenes vacíos. Los mejores cálculos del personal del TEC y los funcionarios gubernamentales de Wessex que había sobre el terreno elevaban el número de personas que permanecían en la estación a dos millones. Los trabajadores sociales importados de cincuenta planetas diferentes y los voluntarios locales de Narrabri se ocupaban de los niños separados de sus padres. Más del treinta por ciento acababan de quedarse huérfanos y se encontraban muy conmocionados. Entre la multitud se producían actos de bondad y callado heroísmo que jamás llegarían a conocerse, a pesar de la indiscreta cobertura mediática que estaban recibiendo las terribles consecuencias humanas que había dejado la invasión.

—No había visto nada así desde principios del siglo XXI —dijo Nigel.

—Sí, me acuerdo de África y Asia por aquel entonces —dijo Alan Hutchinson—. Pero esto no es lo mismo.

Nigel le lanzó una mirada inquisitiva al tercer líder dinástico que estaba en el despacho. Heather Antonia Halgarth observaba impasible a los agotados refugiados sin hacer ningún comentario.

—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo Nigel—. No debería llevar más de un par de días sacar a toda esta gente.

—¿Y a dónde? —preguntó Alan—. Mis senadores están empezando a recibir quejas. Algunos mundos creen que se les están mandando demasiados refugiados que atender.

—Pues mala suerte —soltó Nigel de repente—. No podemos dejarlos en mundos de la fase tres, no hay infraestructuras. Las fases uno y dos van a tener que arreglárselas, en el plano físico y en el financiero.

—Pero no la Tierra —murmuró Heather.

Nigel le dedicó una sonrisa intranquila. La líder dinástica estaba acercándose al momento en que se sometía al rejuvenecimiento, una edad biológica de unos cincuenta y cinco o cincuenta y seis años. Lo que la convertía en una mujer imponente, con un cabello rojizo que empezaba a clarear y unas cuantas arrugas que le aparecían en las mejillas. En ese momento de la privilegiada secuencia de aquella dama, él siempre la comparaba con una suma sacerdotisa: silenciosa, sabia, sagaz y totalmente inflexible.

—No —dijo Nigel—. La Tierra, no. Recibirán unos cuantos trenes simbólicos, pero desde luego puedo prescindir de los grandes quejándose de los indeseables que están haciendo bajar el tono del barrio. Mi dirección de la unisfera quedaría bloqueada durante un año por los mensajes. En su lugar, pueden pagar el alojamiento, se lo dejé bastante claro a Crispin.

—Un buen hombre, Crispin —dijo Heather.

—Tendrá que serlo —dijo Alan—. Solucionar este desastre va a costar trillones; y hará falta una década si no más. Mierda, es casi un quince por ciento de mi mercado lo que han borrado del mapa esos cabrones de alienígenas.

—Pues todos podríamos estar enfrentándonos a una pérdida de un cien por cien del mercado antes de lo que nos gustaría —dijo Heather con un tono cargado de desdén—. Todavía tienen que convencerme de que nuestra nueva Marina es capaz de plantarle cara a la amenaza prima de una forma eficaz. Lo que he visto hasta ahora no es que me llene de confianza. Perder veintitrés planetas en un día es inaceptable, así de simple.

—Estuvimos de acuerdo en respaldar la formación de una Marina —dijo Nigel con intención—. No sé qué más podríamos haber hecho.

—Sí —gruñó Alan—. No se puede decir que carezca de fondos, que digamos.

—En comparación con una cruzada para extinguir una especie, que es lo que creo que es esto, creo que podríamos haber hecho un esfuerzo mayor.

Nigel señaló con la cabeza el grupo de personas que rodeaban a Doi.

—Una política difícil.

—Que es por lo que los echamos cada cinco años —dijo Heather—. Somos nosotros los que tomamos las decisiones, nuestras tres humildes personas y las otras dinastías. Doi hará lo que se le diga, al igual que el Senado.

—No todos —dijo Nigel—. No seas tan arrogante.

—Nosotros construimos esta civilización —dijo Heather—. Tú más que nadie, Nigel. No podemos quedarnos parados cuando hay que tomar decisiones difíciles.

—Pero es pura teoría, en cualquier caso —contraatacó Nigel—. Hemos perdido esos planetas. No podemos expandir el programa de construcción de naves de guerra de modo significativo hasta dentro de varios meses, por mucho que necesitemos más naves.

—¿Y necesitamos más naves? —preguntó Heather con suavidad—. Está el proyecto Seattle.

—¿Someterlos a un genocidio? —A Nigel le sorprendió oírla proponer esa opción, siempre había supuesto que Heather preferiría una solución menos drástica. Aunque no era que a él se le hubiera ocurrido alguna.

—Creo que si se ha demostrado que son ellos o nosotros, desde luego.

—Son agresivos, sí, pero un genocidio… Vamos, ése tiene que ser el último recurso. No creo que hayamos llegado a esa fase todavía.

—Estás aplicando escrúpulos humanos a un problema que no es humano. Su próximo ataque será más grande y fuerte. Y sabemos que va a haber un «próximo», ¿no?

—Una vez que la Marina encuentre el punto de salida de ese agujero de gusano gigante que han construido los primos, podremos bloquearlos —dijo Alan.

Heather le lanzó una mirada desilusionada.

—¿Eliminar la Puerta del Infierno? ¿Quieres apostar la vida por eso? Porque eso es lo que estás haciendo.

—Que te follen —escupió Alan—. Es mi territorio lo que está en primera línea.

—Vamos a calmarnos un poco —dijo Nigel—. Heather, Alan tiene razón, tenemos que darle a la Marina la oportunidad de que haga aquello para lo que la construimos. No estoy preparado para autorizar el genocidio de una especie entera, por muy beligerante que sea.

—¿Y después de que su próximo ataque borre del mapa la mitad de la fase dos?

—Entonces yo mismo apretaré el botón.

—Me alegro de oírlo. Entretanto, yo voy a tomar el mismo tipo de precauciones que llevas meses tomando tú.

Nigel suspiró. Debería haber sabido que las otras dinastías terminarían averiguando lo que estaba haciendo.

—Sí, bueno. Sólo voy a lo seguro.

—Pues es una forma muy cara de ir a lo seguro —dijo Alan—. ¿Cuánto te estás gastando en esas naves? A ver, Nigel, por Dios, el agujero del presupuesto de Augusta era lo bastante grande como para que lo encontráramos.

—Que es por lo que yo no entiendo tu reticencia a hacer un genocidio con los primos —dijo Heather. Su curiosidad parecía sincera.

—Ética. Todos la tenemos, Heather, en menor o mayor grado.

—Y tu ética incluye huir volando y dejarnos al resto metidos en la mierda, ¿no?

—Si esas naves se utilizan en algún momento, será cuando ya no quede salvación posible. Ya no quedará Federación alguna que proteger.

—Bueno, espero que no vayas a negarnos un acceso similar a tu tecnología de hipermotores.

Nigel no pudo evitar el destello de desaprobación que invadió su cara.

—Generador de agujeros de gusano progresivos.

—¿Disculpa?

—Las naves VSL utilizan generadores de agujeros de gusano progresivos.

—Ya —dijo Alan, perplejo—. Lo que sea. Los necesitamos, Nigel. —Señaló con un gesto de la mano a los refugiados—. Dada esta gilipollez, pienso empezar a preparar la ruta de escape de mi dinastía. Todos vamos a hacerlo.

—Podréis tener generadores para vuestras naves —dijo Nigel—. Será un placer vendéroslos.

—Gracias —dijo Heather—. Y mientras, será mejor que presentemos un frente unido ante el Gabinete de Guerra y el Senado. —Señaló con la cabeza a la presidenta—. Hay que darle una gran inyección de confianza. El pueblo acudirá a ella, siempre lo hacen en épocas de crisis. Si tienen la seguridad de que está al mando sin vacilar, eso ayudará a mantener el pánico controlado.

—Claro. —Nigel se encogió de hombros.

—¿Qué hay de Wilson? —preguntó Alan.

—¿Qué pasa con él? —dijo Nigel.

—¡Oh, vamos! Veintitrés mundos invadidos y Wessex convertido también en objetivo. Ese gilipollas fue el que lo permitió. Es el responsable.

—Es el mejor para ese cargo —dijo Nigel—. No puedes sustituirlo.

—Por ahora —dijo Heather—. Pero la vuelve a cagar así, y lo echamos.

Nigel le lanzó una mirada dura.

—¿Para que lo sustituya Rafael?

—Está a favor del genocidio. Con eso ya tiene mi voto.

—Ahora mismo no estamos para juegos, Heather.

—¿Quién está jugando? Nos enfrentamos a la extinción, Nigel. Si la solución supone poner a la Marina bajo mi control, entonces eso es lo que va a ocurrir.

Nigel no recordaba que los dos se hubieran puesto jamás así. El problema con Heather era que sólo podía pensar en términos de todo lo que había pasado antes. Tenía una determinación extraordinaria y una gran habilidad política. No se podía levantar una dinastía sin esas cualidades. Nigel siempre había pensado que el mayor defecto de aquella mujer era su falta de originalidad. Incluso en ese momento, Heather veía la situación con los primos sólo en términos del efecto que podría tener sobre su dinastía.

—Si ésa es la única solución que ves, entonces adelante —le dijo Nigel. Con lo que se ganó una mirada suspicaz de la que hizo caso omiso; si aquella mujer era incapaz de encontrar una solución a aquel problema, él desde luego no iba a ayudarla.

A pesar de su gran triunfo en Elan, Mellanie todavía estaba muy nerviosa al acercarse a la puerta de madera oscura del edificio de apartamentos parisiense de Paula Myo. Decía mucho de la mujer de la colmena que sólo la idea de volver a enfrentarse a ella pudiera ponerla así. Mellanie sabía que ahora la especial era ella, que los implantes de la IS le daban grandes poderes; que, de hecho, había tenido el valor de ponerse delante de los motiles soldado de MontañadelaLuzdelaMañana y los había derribado, bueno, la IS se había ocupado a través de ella pero eso no alteraba el hecho de que ella no se había dado media vuelta y había echado a correr. ¿Entonces por qué estoy tan nerviosa?

Estudió la voluminosa caja del intercomunicador que había al lado de la puerta y que debía de tener varios siglos de antigüedad, y apretó el gastado botón de cerámica del apartamento de Paula Myo. En el interior sonó un timbre. Su mayordomo electrónico le dijo de inmediato que Paula Myo estaba llamándola a su dirección de la unisfera. Mellanie resistió el impulso de buscar una cámara a su alrededor. Incluso si el sensor era lo bastante grande como para ser visible, ya era la última hora de la tarde y el sol ya casi había desaparecido, llenando la estrecha calle de profundas sombras. Sobre ella, las ventanas que se asomaban a los altos muros estaban todas cerradas. Las pocas farolas intermitentes que había sobre el irregular pavimento no hacían mucho por aliviar la oscuridad.

—¿Sí? —preguntó Paula Myo.

—Necesito verla —dijo Mellanie.

—Yo no necesito verla a usted.

—Pero hice lo que me dijo. He hablado con Dudley Bose.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?

Mellanie le lanzó a la puerta una mirada irritada.

—Tenía usted razón, encontré algo muy interesante.

—¿Que era?

—El aviador estelar. —Hubo una pausa tan larga que Mellanie pensó que Myo le había colgado, tuvo que comprobar su visión virtual para confirmar que el canal seguía abierto.

La cerradura se abrió con un chasquido audible. Mellanie sólo tuvo tiempo de cuadrar los hombros antes de que se abriera la puerta. Había moderado su ropa para ese encuentro y había seleccionado algunas de las prendas más sobrias de su línea de moda personal: una americana de color borgoña con media manga y una falda a juego más larga de lo habitual en ella, el dobladillo le llegaba a medio camino de las rodillas. Era una compilación que debería resaltar lo seria y profesional que se había vuelto.

Había un círculo polifotónico conectado a la parte superior del profundo arco que llevaba al patio central del edificio. La silueta de Paula Myo se recortaba bajo su fulgor amarillo, vestida con su habitual traje de chaqueta de corte conservador. Mellanie no se había dado cuenta antes, pero era más alta que la investigadora.

—Entre —dijo Paula.

Mellanie la siguió unos cuantos pasos hasta que quedaron de pie en medio del antiguo patio empedrado. La joven miró a su alrededor, las paredes blanqueadas con sus estrechas ventanas. Más de la mitad tenían las contraventanas abiertas, lo que permitía vislumbrar algunas habitaciones. Del interior partían destellos de una luz verde y pálida procedentes de los portales holográficos que ofrecían las noticias vespertinas de la unisfera y otros programas de entretenimiento. Un triste reflejo de sus residentes; uno de esos edificios en los que se congregaban los profesionales solteros mientras se tomaban un respiro entre contrato matrimonial y contrato matrimonial. Apartamentos pequeños y asépticos donde podían descansar seguros entre el trabajo y el ocio que, por otro lado, ocupaba todo su día.

—Con esto servirá —dijo Paula—. Aquí estaremos seguras si no alzamos demasiado la voz.

Mellanie no estaba tan segura, pero no quiso discutir.

—Pero eso usted ya lo sabía, ¿no?

—¿La ha enviado aquí Alessandra Baron en busca de una exclusiva? ¿Por eso está aquí?

—No. —Mellanie lanzó una carcajada breve y crispada—. Ya no trabajo para ella. Compruébelo con la productora, si no me cree.

—Lo haré. ¿Por qué se fue? Me imagino que era un trabajo bastante lucrativo y el reportaje que envió desde Randtown la ha ayudado a asegurarse el estatus de celebridad.

—Trabaja para el aviador estelar.

Paula ladeó la cabeza y le dedicó a Mellanie una mirada penetrante.

—Ésa es una alegación muy interesante.

—Pero es que no lo ve, tiene sentido; siempre ha sido muy dura con la Marina. Se limita a tejer la propaganda del aviador estelar, a causarle problemas a la única organización que puede defendernos.

—Usted utilizaba su programa para criticarme a mí. ¿La convierte eso en un agente del aviador estelar?

—¡No! Mire, quiero ayudar. Sé lo de la Cox. Así fue cómo averigüé lo de Baron. Cuando se lo dije, Alessandra alteró los archivos.

—Lo siento, me he perdido. ¿Qué es esa Cox?

Un estallido de mal humor hizo que Mellanie se llevara las manos a las caderas. Aquello no iba como ella se había imaginado. Había creído que la investigadora agradecería la oferta de ayuda de cualquiera que supiera lo del aviador estelar y el enorme peligro que representaba.

—La sociedad benéfica educativa —dijo con tono mordaz, lo que debería darle un pequeño empujón a la memoria de la mujer de la colmena—. La que financió la observación de Dudley.

—El allanamiento —dijo Paula leyendo algo en su visión virtual—. Los Guardianes sospechaban que todo el asunto de la observación de Bose había sido una manipulación deliberada.

—Y tenían razón.

Las cejas de Paula se alzaron un poco.

—¿De veras?

—Sabe que sí —siseó Mellanie.

—No, no lo sé.

—Pero tiene que saberlo. La Cox es un auténtico fraude.

—No según nuestras investigaciones.

—Pero… —Mellanie sintió que la piel que le recorría la nuca se le enfriaba a toda velocidad. No entendía la reacción de Myo. A menos que el aviador estelar también hubiera llegado a ella—. Lo siento. Estoy haciéndola perder el tiempo. Yo… Lo de Elan fue muy duro. —Se dio la vuelta y se precipitó hacia la puerta. Apartarse de las personas en las que antes confiaba empezaba a convertirse en una mala costumbre.

—Espere —dijo Paula.

Mellanie se quedó inmóvil, de repente tenía miedo. Revisó los iconos de su visión virtual e intentó adivinar si podía utilizar alguno de los implantes de la IS para escabullirse si las cosas se ponían feas. El problema era que en realidad todavía no entendía ni la mitad. Tendría que pegarle un grito a la IS para que la ayudase. La piel de serpiente dorada de su mano virtual se colocó sobre el icono de la IS.

—Usted cree que yo sé algo de la Cox —dijo Paula—. ¿Por qué?

—Usted me puso sobre la pista de Dudley Bose, debía de saber que lo descubriría.

—La empujé hacia Bose porque su mujer se encontró una vez con Bradley Johansson. Esperaba que por ese camino usted llegara al aviador estelar. Tener aliados en los medios me resultaría útil. Los únicos informes que recuerdo sobre el allanamiento eran que la sociedad benéfica Cox era legítima.

—No lo es. Bueno, no lo era. Baron hizo alterar los archivos.

—Interesante. Si me está diciendo la verdad, entonces me ocultaron el estatus real de la Cox.

—Le estoy diciendo la verdad —protestó Mellanie. Estuvo a punto de decir, pregúntele a la IS. Pero eso habría significado revelar demasiado. Seguía sin confiar en Paula.

—De acuerdo —dijo Paula—. Le echaré un vistazo.

—¿Y luego qué?

—¿Para qué ha venido aquí?

—Para ver lo que estaba haciendo, y para ayudar.

—Y de paso hacerse con la historia definitiva.

—¿Iba a mantenerla en secreto?

—Si es todo verdad, entonces no. Pero lo cierto es que no creo que tener a una celebridad de los medios siguiéndome los pasos por donde quiera que voy vaya a ayudar mucho, ¿usted sí?

Ni siquiera podía decir «reportera», pensó Mellanie. Zorra.

—Bien. Como quiera. —Empujó la gran puerta y abrió un pasaje que la devolvió a la relativa seguridad de la calle.

—Si encuentra algo concreto, entonces, por favor, venga a verme a mí —dijo Paula—. No a la Marina.

—Está bien. —Mellanie dio unos pasos y después se detuvo para ordenar sus pensamientos. Sabía que había desconcertado a Paula, pero, por agradable que fuese, no era eso lo que quería conseguir. En ese momento, Mellanie necesitaba a alguien a quien acudir con aquella terrible información sobre Baron y el aviador estelar, alguien con autoridad, alguien que hiciese algo sobre el tema. Como una niña corriendo en busca de sus padres.

Bueno, si la «gran» Paula Myo prefería mostrarse suspicaz o no se decidía, iba a tener que solucionar el problema ella misma, maldita fuera. Y con esa idea, Mellanie asintió muy segura de sí misma y se puso en marcha, en busca de la estación de metro más cercana.

El amanecer encontró a Hoshe Finn en su balcón, desplomado en una silla de plástico barata, contemplando la centelleante cuadrícula urbana. El sol de Oaktier comenzaba a deslizarse por los distritos orientales de Ciudad Lago Oscuro, envolviendo las puntas de las torres de mármol y cristal en un vigoroso fulgor de color rosa dorado. Unos pájaros llenos de colores empezaron a trinar desde el interior de los altos árboles de hoja perenne que se alzaban alrededor de la base de su edificio de apartamentos, mientras los robots jardineros se movían por el estrecho foso de jardines cubiertos de rocío llevando a cabo su rutina diaria de limpieza.

Había vuelto a despertarse en medio de un sueño. En algún momento de la madrugada. Se había incorporado de un salto en la cama, empapado en sudores febriles, cuando las imágenes demasiado reales de edificios que se derrumbaban y el suelo que temblaba se fueron deshaciendo entre la oscuridad de la habitación. Todas las noches, desde el ataque de los primos, había sido igual. Se negaba a llamarlo pesadilla. Sólo era su subconsciente asimilando lo que había pasado. Todo muy sano. Lo revivía durante el sueño, dejaba que todos aquellos horrendos detalles se desprendieran de su mente, donde habían quedado comprimidos como un archivo seguro en una celosía de cristal. Como la mujer aplastada por un soporte roto de un puente y a la que había mirado durante apenas un segundo al pasar con Inima en brazos. Los niños gimiendo junto al montón de escombros humeantes que había sido su casa, perdidos y aturdidos, sucios de polvo, hollín y sangre.

Sí, ya, una forma muy sana de enfrentarse a todo eso.

Así que se había embutido en su vieja bata de felpa de color ámbar y había cojeado hasta el balcón para contemplar la ciudad dormida. Pensando, como cualquier niño asustado, que quizá los sueños sólo acudían a las personas en los dormitorios. Había dormitado mal durante el resto de la noche, las quemaduras le palpitaban y el pegajoso dolor de espalda iba pasando del calor al frío en un ciclo interminable. Ni siquiera el ron con chocolate caliente le ayudaba, sólo le hacía sentir arcadas.

Lo que él quería era a Inima. El consuelo de tenerla echada a su lado por la noche; la exasperada tolerancia que mostraba su mujer siempre que él se ponía enfermo y andaba con cara mustia por la casa en lugar de ir a trabajar. Pero los médicos no iban a dejarla salir del hospital hasta dentro de otros diez días como muy pronto. Todavía se ponía en tensión cada vez que pensaba en ella. La había sacado del accidentado cuatro por cuatro en Sligo, con las piernas dobladas y ennegrecidas, el fluido se escapaba de las incrustaciones con aspecto de brea que poco antes eran sus vaqueros. Sus gemidos bajos, el sonido que sólo hacen los heridos graves. Unos cuantos recuerdos vagos de unos primeros auxilios revolotearon por su mente, lo inútil que se había sentido mientras se quedaba mirando a su mujer sin poder creer que algo así pudiera pasar. Maldiciéndose todo el tiempo por ser tan inútil.

Estaban de vacaciones en Sligo para ver el festival de las flores. Un puto festival de las flores, y un ejército alienígena baja del cielo y se dedica a reventar el mundo entero convirtiéndolo en mierda.

Alguien llamó al timbre del apartamento. Hoshe se volvió con gesto automático e hizo una mueca ante el número de punzadas que se dispararon por todo su cuerpo. Gruñendo como un viejo, cojeó hasta la puerta y la abrió.

Paula Myo estaba detrás. Pulcra y aseada como siempre, con un traje de chaqueta de color gris carbón y una blusa escarlata. Se había cepillado el pelo hasta conseguir que brillase y lo llevaba suelto por detrás de los hombros. Lo estudiaba con cuidado y, de repente, Hoshe fue consciente del aspecto que tenía, de que él no se había enfrentado al ataque como sabía que habían hecho otros.

En lugar de un sermón o algún comentario trillado, Paula le dio un suave abrazo.

Hoshe creyó haber disimulado su sorpresa ante semejante muestra de afecto razonablemente bien, dadas las circunstancias.

—Me alegro mucho de que esté bien, Hoshe —dijo Paula.

—Gracias. Eh… entre, por favor. —El detective le echó un vistazo al salón cuando su antigua jefa pasó junto a él. Las doncellas robot habían mantenido el apartamento limpio, pero era obvio que pasaba mucho tiempo en casa, sin salir. La habitación daba casi la impresión de que allí vivía un soltero, había cristales de memoria, tazas, platos y un largo periódico electrónico esparcido por la mesa, las persianas estaban medio cerradas y había ropa amontonada en una silla.

—Le he traído esto —dijo Paula, y le dio una caja de tés de hierbas de aspecto elegante—. Por alguna razón, me pareció que las flores no serían lo más apropiado.

Hoshe examinó la etiqueta de un lado de la caja y esbozó una sonrisa avergonzada.

—Buena elección.

Las mangas de la bata le quedaban muy sueltas y revelaban largas franjas de piel curativa en los brazos. Paula las vio y frunció un poco el ceño.

—¿Cómo está Inima?

—Los médicos dicen que saldrá del hospital dentro de una semana o así. Va a necesitar un injerto clónico para la cadera y el muslo, pero no tuvieron que amputar, gracias a Dios. Van a ponerle un traje de electromúsculos para que al menos pueda moverse por el apartamento.

—Eso está bien.

Hoshe se dejó caer en uno de los sillones.

—Médicamente, sí. Pero nuestro seguro se niega a pagar lesiones causadas por, y cito, «heridas de guerra», fin de la cita. Dicen que el Gobierno es el responsable de cubrir a sus ciudadanos en tiempos de conflicto. ¡Cabrones! Las décadas que me he pasado pagando las primas. Estoy hablando con un abogado que conozco, pero no es muy optimista.

—¿Qué dice el Gobierno?

—¡Ja! ¿Cuál de ellos? Oaktier dice que no es responsable de lo que les haya ocurrido a sus ciudadanos legales fuera del planeta, porque eso está fuera de su jurisdicción. La Federación Intersolar: «Bueno, ahora mismo estamos un poco ocupados, ¿puedo volver a llamarlo?». Tuvimos que utilizar la hipoteca que pedimos para tener un crío para pagar el hospital.

—Lo siento mucho.

—De todos modos, ahora mismo tener un hijo no parece que sea una gran idea. —Hoshe lo gruñó, utilizaba la cólera para vencer a la angustia. Si no lo hacía, sabía que terminaría haciendo algo ridículo, como empezar a llorar.

—Accedí al ataque primo por la unisfera —dijo Paula—. Pero supongo que no puede compararse al hecho de haber estado allí.

—En Sligo fue un caos, un caos absoluto. Tuvimos suerte de poder salir. Después de lo que pasó allí, no pienso quejarme de un Halgarth nunca más. El campo de fuerza recibió unos ocho impactos directos de misiles nucleares primos cuando estábamos dentro y no vaciló siquiera. Pero las sacudidas del suelo fueron tremendas. Estuve en California durante un terremoto una vez y no tuvo ni punto de comparación con esto. A ver, los edificios se derrumbaban a nuestro alrededor. Las carreteras se combaban directamente, no se podía utilizar ningún tipo de vehículo.

—He oído que encabezó uno de los pelotones de evacuación.

—Sí, bueno, estaban solicitando a cualquiera que tuviera cualquier relación con servicios gubernamentales. Era una cuestión de autoridad. El consejo local no había puesto a muchos policías de servicio para un festival floral.

—No sea tan modesto, Hoshe.

—No es que espere una medalla ni nada por el estilo. Era sobre todo instinto de supervivencia.

Paula le señaló el brazo.

—¿Son graves sus heridas?

—Quemaduras, sobre todo. Nada demasiado grave. Lo peor fue tener que esperar después a que llegara el tratamiento. Pasaron diez horas antes de que a Inima la viera una enfermera siquiera. Y eso sólo para el triaje. De hecho, para nosotros era más fácil volver aquí e ir a nuestro hospital local que esperar a que la operación de auxilio improvisada de la Marina nos alcanzara.

—¿Y ahora qué?

—Igual que todos los demás. Seguir adelante de la forma más normal posible, y esperar que el almirante Kime lo haga mejor la próxima vez.

—Ya veo. He venido aquí para ofrecerle un trabajo, Hoshe. Ahora trabajo para la Seguridad del Senado y necesito un ayudante, alguien que sé que puede hacerlo bien y alguien en quien pueda confiar.

—Eso es muy halagador —dijo Hoshe con cautela—. Pero ahora mismo no soy un gran admirador de la administración de la Federación.

—No es usted el que habla, Hoshe, es toda la confusión que le ha dejado Sligo.

—Un análisis psicológico muy astuto, estoy seguro.

—¿Quiere que me ponga a darle una lista de los beneficios médicos? ¿Lo bueno que es el seguro de salud familiar?

—No. —El detective apretó los dientes e intentó pensar en una razón válida por la que no debiera aceptar la oferta—. ¿Qué hay de su antiguo equipo? ¿Por qué no los aborda a ellos?

—Sigo sin saber en cuáles puedo confiar. Ayer recibí cierta información inquietante, lo que no hace sino aumentar la probabilidad de que uno o más de ellos trabajen para el alienígena, el aviador estelar.

A Hoshe le llevó un momento ubicar el nombre.

—¿Ése con el que los Guardianes no dejan de dar la tabarra? ¿Me está tomando el pelo?

—Ojalá.

El sueño volvió a cruzar la mente de Hoshe como un destello, su borroso montaje de miseria y destrucción que caía del cielo en estelas cegadoras de color violeta que se movían a una velocidad apenas inferior a la de la luz. Y eso sólo era lo que podía hacer una especie alienígena. Si había otra, algo más profundo y siniestro…

—Alguna vez he abierto algunos de esos escopetazos de los Guardianes. A mí me pareció todo bastante paranoico. Algo que balbucearía un chaval alucinado después de su primer mal viaje.

—Ése sería un buen resultado, demostrar que, en realidad, Bradley Johansson ha estado equivocado durante todos estos años. No estoy acostumbrada a dudar a esta escala, Hoshe, lo encuentro desconcertante.

El detective lo pensó. No, eso no era del todo cierto. Lo que se planteó era cómo le iba a explicar a Inima que había aceptado el nuevo trabajo.

—No voy a servir de mucho en un puesto activo. Al menos por una semana o así.

—En realidad quería que empezara revisando unos archivos viejos por mí. Ahora que sabemos lo que estamos buscando, quizá sean más útiles que la última vez que los revisé.

—Y, dígame, ¿qué hay de esos beneficios médicos?