Capítulo 1

El sonido seco de los disparos de una pistola de iones crepitó por los altavoces y reverberó por toda la oficina de seguridad de Los Angeles Galáctico. Los gritos lo ahogaron de inmediato. El comandante Alic Hogan observó horrorizado las pantallas, sin poder moverse, mientras el asesino dejaba la escena del asesinato de Kazimir y corría por la explanada central de la terminal Carralvo sin dejar de disparar. Los aterrorizados pasajeros se lanzaban al suelo o se agachaban detrás de las barandillas.

—El pelotón B está en la explanada superior —informó Renne desde su monitor—. Tiene un blanco claro.

—Acaben con él —ordenó Hogan.

El comandante observó la imagen granulosa de una cámara cuando una pulsación de iones del mejor tirador del pelotón alcanzó al asesino. Una corona de chispas moradas llameó por un instante y perfiló la figura que corría.

—Maldita sea —siseó Hogan.

Lo alcanzaron dos pulsaciones de iones más. Las chispas se derramaban por toda la explanada, quemaban las paredes y los carteles de anuncios; la gente chillaba cuando los tentáculos de energía estática se retorcían sobre sus ropas y los quemaban. Se dispararon los detectores de humo, que añadieron sus aullidos al estrépito general.

—Lleva un traje con un campo de fuerza —exclamó Renne—. No pueden penetrar a esa distancia.

Hogan abrió el icono de comunicación general en su visión virtual.

—A todos los pelotones, acérquense al objetivo. Persíganlo hasta que esté en terreno abierto y después abran fuego. Sobrecarguen ese campo de fuerza. —Mientras observaba a los escuadrones que ponían en práctica la nueva táctica, las pantallas de todos los monitores empezaron a parpadear. En su visión virtual empezaron a aparecer gráficos rojos de advertencia por todo el interfaz que lo comunicaba con la red del departamento.

—Se ha liberado un programa de caos en los nodos de la red local —le informó su mayordomo electrónico—. La IR del control está intentando limpiarlos.

—¡Maldita sea! —El puño de Hogan golpeó su monitor. Al otro lado de la habitación, la senadora Burnelli se estaba levantando de su asiento. Parecía alterada, su rostro joven y hermoso se crispaba con una expresión de culpabilidad insondable. Más imágenes de las cámaras se desvanecieron de las pantallas en medio de un torbellino de energía estática. Sólo permanecía una imagen del asesino, tomada desde un sensor del tejado. Hogan lo vio correr por una rampa que subía al andén 12A, dos oficiales de la Marina lo perseguían a cien metros de distancia. Se intercambiaron disparos de iones. La imagen se fue deshaciendo en una bruma gris. Un gruñido áspero se escapó de la garganta de Hogan. ¡Aquello no podía estar pasando! Era un desastre absoluto. Y lo que era peor, estaba ocurriendo delante de la senadora que les había dado la primera pista real que tenían de los Guardianes. Una pista que Hogan había deseado desesperadamente seguir.

La mano virtual de Hogan voló sobre los iconos para abrir los canales seguros de audio de los pelotones. Al menos los sistemas especializados de la Marina no habían quedado demasiado afectados por el caos.

—¡Está en el andén, está en el andén!

—Hacia ti, llegando al 12A por la segunda rampa.

—Disparando.

—¡Espera! ¡No, hay civiles!

—¿Vic, dónde estás?

—Está entrando un tren.

—¿Vic? Por el amor de Dios.

—¡Joder! Ha saltado. Repito, el objetivo está en las vías. Está en las vías del oeste.

—Vayan tras él —ordenó Hogan—. Renne, ¿a quién tenemos fuera?

—El pelotón H está cerca. —La detective estaba sacando planos del terreno de una matriz manual que no había quedado afectada por el caos—. Tarlo, ¿estás ahí? ¿Puedes interceptarlo?

—Estamos en ello. —El lacónico comentario de Tarlo iba acompañado por el sonido de unas pisadas secas.

Hogan fue vagamente consciente de que la senadora y sus guardaespaldas dejaban la oficina de seguridad. Su mayordomo electrónico había puesto un mapa traslúcido en 3D en su visión virtual. La vía del oeste que partía del andén 12A se deslizaba por una amplia zona con un centenar de vías cruzadas, era un cruce importante entre la terminal de pasajeros y un patio de carga que al final dibujaba una curva hacia el acantilado de salidas que había cuatro kilómetros y medio más al norte.

—Jamás conseguirá llegar allí —murmuró Hogan. Después se volvió hacia Tulloch, el oficial de enlace con la seguridad de Transporte Espacial por Compresión—. ¿Tiene fuera a alguno de sus equipos?

El hombre asintió.

—Tres equipos. Se están dirigiendo ahora hacia allí. Este caos no ayuda mucho, pero al menos tienen las comunicaciones despejadas. No se preocupe, quedará encerrado dentro de ese cruce. No se va a ninguna parte.

Hogan volvió a mirar la oficina de seguridad y vio que su equipo miraba furioso y frustrado a sus inútiles monitores. Todo lo que podían hacer era esperar hasta que la IR purgara la red de la estación. Sobre el terreno, los equipos se mandaban coordenadas unos a otros. Los implantes de Hogan les asignaban lugares en el mapa. Era un círculo muy amplio que rodeaba la vía occidental del andén 12B, un círculo muy holgado. Renne estaba enviando una sarta de órdenes para intentar cerrar las brechas.

—Me voy abajo —anunció.

—¿Señor? —Renne se separó un momento de la situación táctica para lanzarle una mirada sorprendida.

—Hágase cargo aquí —le dijo Hogan—. Quizá pueda ayudar por ahí abajo. —Vio un breve destello de duda en la cara de la mujer antes de decir, «sí, señor». Hogan era muy consciente de hasta qué punto se había extendido esa incertidumbre entre los oficiales que tenía bajo su mando. La oficina de París que había heredado de Paula Myo jamás lo había considerado otra cosa que el adlátere del almirante Columbia, un político puesto allí a dedo que en realidad no estaba a la altura del cargo. Al comienzo de aquella operación de vigilancia había esperado ganarse al fin su respeto. Pero esa esperanza parecía estar desvaneciéndose también junto con el asesino.

El caos que estaba haciendo estragos en los sistemas electrónicos de L.A. Galáctico estaba comenzando a sentirse a un nivel físico. Hogan tuvo que utilizar las escaleras que había en el extremo del bloque de oficinas de Carralvo para bajar a la explanada. El sistema de seguridad de todos los ascensores del edificio se había desconectado y los había detenido allí donde estuvieran. Al salir de la oficina de seguridad, bajó corriendo los cuatro tramos de escaleras y cuando llegó a la planta baja apenas se le había alterado la respiración. En la explanada, una marejada de personas asustadas andaban de un lado para otro en desbandada. Asustadas por el asesinato y la persecución, confusas por el desplome de las redes locales, no sabían hacia dónde huir. Tampoco ayudaba que casi todas las alarmas se hubieran puesto a sonar y que las flechas holográficas de color escarlata que indicaban las salidas de emergencia se deslizaran por el aire sobre ellos en direcciones contradictorias.

Hogan se abrió camino entre ellos sin notar las maldiciones que le lanzaban. Estaba escuchando a los pelotones en los sistemas seguros de comunicación. No tenía buena pinta. Había demasiadas preguntas, demasiados gritando, «¿por dónde?». Todos dependían demasiado de los oficiales que estaban en la oficina de seguridad coordinando la operación, organizándolos en pulcros patrones de barrido, observando la situación a través de los sensores primarios de la estación. Tengo que cambiar los procedimientos de adiestramiento, pensó con aire ausente. Su mapa le mostraba el círculo irregular de sus agentes y los equipos del TEC, que se iban cerrando sobre la supuesta posición del asesino.

Sacó su propia pistola de iones al irrumpir a la carrera en la rampa que llevaba al andén 12A. Los pocos pasajeros que quedaban allí estaban todos encogidos junto a las paredes y columnas, se estremecieron cuando pasó junto a ellos a toda prisa y se dejó caer en las vías. Unos llamativos hologramas de color ámbar situados al borde del andén le advirtieron que no continuara. Hizo caso omiso de ellos y salió disparado hacia el extremo de la terminal, donde el sol se precipitaba por el alto tejado arqueado. La voz de Renne seguía sonando tranquila y serena en sus oídos mientras les decía a los agentes hacía dónde tenían que girar y qué dirección tomar. A pesar de ello, seguía habiendo grandes vacíos en el lazo que se iba contrayendo alrededor del asesino. Hogan apretó la mandíbula y no dijo nada, pero estaba furioso con el desigual despliegue que estaban llevando a cabo. Sólo cuando salió al sol californiano que inundaba la zona comprendió la razón. Toda la zona del cruce representado en su mapa virtual por un pulcro encaje de vías varias era en realidad un entorno duro de cemento y acero que se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros en todas direcciones. Por un lado estaban los abultados almacenes y torres de carga de la zona de mercancías, donde las máquinas y los robots estaban en constante movimiento. Pero por delante de él, docenas de trenes estaban serpenteando entre los cruces, desde los pesados cargueros de un kilómetro de largo arrastrados por las enormes locomotoras GH9 hasta los trenes circulares transterráqueos; las lanzaderas de mercancías intraestacionales, con sus veinte vagones, y los lustrosos expresos blancos que pasaban unos tras otros a una velocidad aterradora. Llenaban el aire de chirridos metálicos y un traqueteo atronador, un estrépito constante revestido por los golpes metálicos constantes de lo que debían de ser choques entre naves pequeñas. Era un ruido del que nunca había sido consciente mientras viajaba en la comodidad acondicionada de los vagones de primera clase.

El ataque del programa de caos no hizo mella en el control de tráfico de la estación. El TEC, siempre nervioso por los posibles sabotajes o incluso las catástrofes naturales, utilizaba una codificación independiente y ultraendurecida para mantener todas las comunicaciones y el control de los trenes en todo momento y bajo cualquier circunstancia; se habían impuesto incluso durante el ataque alienígena contra los 23 Perdidos.

Hogan estuvo a punto de parar en seco cuando un tren de carga rápido pasó a toda velocidad a cincuenta metros a su izquierda. Sintió el viento de su estela en la cara. Vio a varios miembros de los pelotones, desplegados a lo lejos, delante de él, todos ellos con las armas preparadas e intentando mirar en todas direcciones a la vez.

Hogan pinchó el icono virtual que lo ponía en contacto directo con Tulloch.

—¡Por el amor de Dios, cierre el tráfico aquí fuera! Nos van a hacer papilla contra el paisaje.

—Lo siento, Alic, ya lo he intentado; el control de transporte no piensa hacerlo sin una autorización del Ejecutivo.

—¡Mierda! —Mientras Hogan miraba, uno de los suyos salió disparado de repente de lado. Una serpiente de doscientos metros de vagones cisterna arrastrada por una locomotora GH4 rodaba por la vía en la que se encontraba—. Renne, que el almirante Columbia dispare una bomba atómica debajo del TEC, quiero estos puñeteros trenes parados. ¡Ya!

—Estoy trabajando en ello, señor. Se está limpiando el caos. Deberíamos volver a tener cobertura completa de los sensores en unos minutos.

—¡Por Dios! —escupió Hogan por lo bajo. ¿Se puede saber cuántos desastres se pueden acumular en un solo día? Se apartó a toda prisa él también de la vía y empezó a correr con paso ligero hacia la errática línea de miembros del pelotón que tenía delante—. Muy bien, chicos, vamos a organizamos mejor. ¿Quién fue la última persona que vio de verdad a nuestro objetivo?

—Hace un par de minutos lo tenía a doscientos metros, dirección noroeste.

La visión virtual de Hogan identificó al que hablaba como John King, y ubicó su posición en el mapa.

—Avistamiento positivo, señor. Lo tengo al otro lado de este cambiador plano —dijo Gwyneth Russell. Su posición estaba a casi medio kilómetro de la de John.

—¿Cuándo? —preguntó Hogan.

—Saltó tras él hace quizá un minuto, señor.

—Puedo confirmarlo —dijo Tarlo—. Mi pelotón se encuentra al norte de Gwyneth. El cambiador acaba de llegar aquí. Está al otro lado.

Hogan examinó la dirección en la que según su mapa estaba desplegado el pelotón de Tarlo. Un tren de contenedores cilíndricos se desplazaba a toda prisa por una vía entre él y el pelotón. Creyó ver otro tren moviéndose al otro lado, entre las brechas que dejaban los contenedores. Quizá fuera el cambiador. Era un destello confuso de movimiento.

Se produjo un breve reflujo en el estrépito de fondo y después escuchó un zumbido agudo en la hondonada cóncava que tenía a la derecha, el sonido de unos cables de alto voltaje. Hogan bajó la vista para mirar y frunció el ceño. Había supuesto que era un largo desagüe de algún tipo, de cemento amalgamado por encima, tenía unos tres metros de ancho y algo más de un metro de profundidad. La superficie gris se ondulaba un poco y la hondonada entera que tenía detrás se extendía por el suelo y se conectaba con otra hondonada que corría paralela a veinte metros de distancia.

¡Una vía del nivel magnético!

Hogan se lanzó sobre la dura gravilla de granito y se puso las manos sobre la cabeza. Un tren expreso pasó a toda velocidad con un aullido. La americana del uniforme aleteó como una vela en un tornado. Por un instante pensó que la presión del aire iba a ser lo bastante fuerte como para levantarlo del suelo. Gritó sin palabras en medio de aquel alarido desgarrador cuando lo atravesó un miedo animal. Después, el expreso desapareció y su luz estroboscópica posterior parpadeó a lo lejos.

Las piernas tardaron un minuto en dejar de temblarle lo suficiente como para sostener su peso. Se puso en pie con esfuerzo y miró con aire nervioso por la inofensiva hondonada en busca de alguna señal de otro expreso.

—No está aquí —exclamó Tarlo—. Señor, lo hemos perdido.

El mapa de Hogan le mostró una gran concentración de soldados en una sección concreta de la vía, con Tarlo en el medio.

—No es posible —insistió Gwyneth—. Por el amor de Dios, lo vi detrás del tren.

—Bueno, pues por aquí no vino.

—¿Entonces, dónde, coño?

—¿Puede verlo alguien? —preguntó Hogan—. ¿Quién sea?

Recibió un coro de respuesta: «Aquí no, no, señor».

Mientras se iba alejando con paso vacilante de la vía magnética, su visión virtual le mostró que la red de la estación se iba restableciendo poco a poco. Renne había sacado un horario de rutas del cruce de control de tráfico y lo estaba utilizando para advertir a todos de los trenes que se acercaban.

—Mantenga a todo el mundo en su posición —le dijo Hogan—. Quiero que se cierre un perímetro alrededor de este cruce. No puede haber llegado al borde todavía. Lo mantenemos sellado hasta que tengamos otra vez cobertura electrónica absoluta.

—Sí, señor —respondió la oficial—. Oh, acabamos de recibir una ayuda adicional.

Un par de helicópteros negros se lanzaron en vuelo bajo sobre el cruce; en el vientre llevaban escritas en blanco las siglas del Departamento de Policía de Los Angeles. Hogan los miró furioso. Ah, genial, como en el fiasco del puerto deportivo. Los polis se estarán descojonando de nosotros.

Varias imágenes claras de los sensores comenzaban a aparecer en un gráfico en su visión virtual a medida que se despejaba el caos. Oyó el primero de los trenes que frenaba, un chirrido que le hizo castañetear los dientes y que se oyó en todo el cruce. Se le unió otro y después, otro más hasta que empezaron a frenar todos los trenes.

Al fin, el cruce quedó en silencio y los trenes inmóviles.

—Muy bien, chicos —anunció Hogan con tono lúgubre—. Vamos a barrer esta zona, sector por sector.

Dos horas más tarde Alic tuvo que reconocer la derrota. Habían registrado cada centímetro del cruce, de forma visual y con sensores. El asesino no estaba por ninguna parte. El perímetro protegido por sus propios pelotones y los equipos de seguridad del TEC permanecía intacto. Y, sin embargo, el objetivo los había eludido de algún modo.

Desde el puesto de mando improvisado que había establecido en el andén 12A, Hogan observó los pelotones cansados y abatidos que regresaban con paso pesado de todo el cruce. Era un golpe lamentable para la moral de todos. Lo vio en sus expresiones, el modo que tenían de evitar mirarlo a la cara al pasar.

Tarlo se detuvo delante de él, parecía más enfadado que decepcionado.

—No lo entiendo. Nosotros estábamos justo detrás de él. Los otros lo rodeaban por todas partes. No ha podido pasar junto a nosotros, me da igual el sistema electrónico que le hayan conectado.

—Tuvo ayuda —le dijo Hogan a su teniente—. Mucha ayuda. Sólo el caos ya es prueba suficiente.

—Sí, supongo. ¿Vuelve a París? Unos cuantos nos vamos de bares, seguirán abiertos. Los buenos por lo menos.

En cualquier otro momento Hogan habría agradecido el ofrecimiento.

—Gracias, pero no. Tengo que contarle al almirante lo que ha pasado.

Tarlo se estremeció con gesto compasivo.

—Uf. Bueno… Para eso le pagan una pasta.

—No lo suficiente —murmuró Hogan mientras el alto californiano bajaba por el andén con sus compañeros de pelotón. Después cogió aire y le dijo a su mayordomo electrónico que llamara al despacho de Columbia.

La senadora Justine Burnelli se quedó con el cuerpo mientras el oficial del depósito de cadáveres municipal dirigía a la camilla robot hacia una de las muchas salidas de servicio que había en el sótano de Carralvo. Había habido un buen retraso mientras L.A. Galáctico se recuperaba del ataque informático, tiempo que ella había pasado con los ojos clavados en la figura de Kazimir, echado sobre el suelo de mármol blanco de la explanada. La sábana que el apagado personal del TEC le había traído no era lo bastante grande para cubrir el charco de sangre que se extendía a su alrededor.

En ese momento, su amor estaba sellado en una bolsa negra para cadáveres y un pequeño escuadrón de robots de limpieza estaba trabajando ya en la sangre, frotando la superficie de mármol y erradicando cualquier señal de manchas con fuertes y eficaces productos químicos. En una semana nadie sabría lo que había ocurrido.

La camilla robot se deslizó por la parte posterior de la ambulancia de la morgue.

—Iré con él —anunció Justine.

Nadie protestó, ni siquiera Paula Myo. Justine trepó al vehículo y se sentó en el estrecho banco al lado de la camilla cuando se cerraron las puertas. Myo y los dos guardaespaldas de la Seguridad del Senado que había destacado para que acompañaran a Justine entraron en un coche que esperaba tras la ambulancia. Sola bajo la luz sombría de una única banda polifotónica que había en el techo, Justine creyó que iba a empezar a llorar otra vez.

¡No lo haré! Kazimir no lo habría querido, él y sus modales del viejo mundo.

Una única lágrima le resbaló por la mejilla mientras bajaba poco a poco la cremallera de la bolsa. Se permitió verlo por última vez antes de que todo se convirtiera en un proceso frío y clínico para la identificación oficial y la inevitable autopsia forense. Examinarían su cuerpo joven y lo analizarían a fondo, lo que significaría que los patólogos lo abrirían para complementar la información del escáner de profundidad. Una violación que despojaría al cadáver del joven de cualquier dignidad que le quedara. Después de eso, ya no sería Kazimir.

Lo miró de nuevo, todavía sorprendida por la expresión pasiva de su rostro.

—Oh, mi amor, yo continuaré tu causa —le prometió Justine—. Yo seguiré con tu lucha y ganaremos. Venceremos. Destruiremos al aviador estelar.

El rostro muerto de Kazimir miraba al techo sin ver. Justine se estremeció al bajar la vista y ver el pecho destrozado del joven, el agujero quemado, hecho trizas, que la pulsación de iones había dejado en la americana y la camisa. Poco a poco se obligó a meter la mano en los bolsillos y palpar en busca de lo que fuera. Lo habían enviado al observatorio de Perú a recoger algo y la senadora sabía que no podía confiar en la Marina. Tampoco estaba muy segura de Myo y la investigadora desde luego no confiaba en ella.

No había nada en los bolsillos. Justine rebuscó por el cuerpo de su amante, palpó la tela de la ropa mientras intentaba hacer caso omiso de las manchas de sangre que se acumulaban en sus dedos y las palmas de las manos. Le llevó un rato pero al fin encontró el cristal de memoria que tenía en el cinturón. Una sonrisa leve, de cariño, acarició sus labios al notarlo: estaba en una misión secreta y Kazimir utilizaba un bolsillo de seguridad en el cinturón, como cualquier turista temeroso de un atraco. En ese mismo instante odió a los Guardianes por utilizarlo. Su causa quizá fuera justa, pero eso no significaba que pudieran reclutar niños.

Justine se estaba limpiando las manos con unos pañuelos de papel cuando el vehículo empezó a frenar. Metió los pañuelos en su bolso junto con el cristal de memoria y subió a toda prisa la cremallera de la bolsa. Se abrieron las puertas. Justine se bajó, preocupada por parecer tan culpable como se sentía.

Estaban en un pequeño almacén, aparcados en una plataforma junto a un tren que los aguardaba y que tenía sólo dos vagones. Había tenido que llamar a Campbell Sheldon para solicitar a toda prisa un tren privado. Por fortuna, Campbell se había mostrado comprensivo. Aunque eran amigos, Justine sabía que más tarde tendría que pagar el precio. Siempre había un precio, un apoyo para una política concreta, un favor que devolver. Así era el juego. Pero le daba igual.

Paula permaneció junto a ella mientras la camilla rodaba al interior del compartimento de carga del segundo vagón.

—¿Se da cuenta de que el almirante Columbia no va a aprobar esto, senadora?

—Lo sé —dijo Justine. Y eso también le daba igual—. Pero quiero estar segura de la autopsia. La Seguridad del Senado puede supervisar el procedimiento, pero quiero que se lleve a cabo en nuestra clínica familiar de Nueva York. Es el único sitio en el que puedo estar segura de que no habrá discrepancias ni problemas.

—Entiendo.

Al tren le llevó veinte minutos hacer el recorrido circular por Seattle, Edmonton y Tallahassee antes de entrar en la estación de Newark de Nueva York. Una ambulancia de la clínica, sin señales distintivas, aguardaba al cuerpo junto con dos limusinas. Justine ya no pudo evitar viajar con Paula cuando el pequeño convoy salió disparado rumbo a las exclusivas instalaciones situadas a las afueras de la ciudad.

—¿Confía en mí? —preguntó Paula.

Justine fingió mirar por la ventanilla oscurecida el perfil de los distritos que iban apareciendo. A pesar de la profunda conmoción del asesinato y toda la confusión emocional consiguiente, seguía estando en un estado lo bastante racional como para plantearse todas las implicaciones de la pregunta. Y sabía muy bien que la investigadora nunca bajaba la guardia.

—Creo que ahora compartimos varios objetivos comunes. Las dos queremos atrapar a ese asesino. Las dos creemos que el aviador estelar existe. Y desde luego las dos sabemos que la Marina está en peligro.

—Eso servirá para empezar —dijo Paula—. Todavía tiene sangre bajo las uñas, senadora. Supongo que llegó ahí cuando registró el cuerpo.

Justine sabía que se le estarían coloreando las mejillas. Valiente maniobra, qué hábil ¿no? Le lanzó a la investigadora una mirada larga y calculadora, y después metió la mano en el bolso en busca de otro pañuelo de papel.

—¿Encontró algo? —preguntó Paula.

—¿Todavía cree que el aviador estelar se apoderó de mí cuando estuve en Tierra Lejana?

—En este caso no hay nada seguro. El aviador estelar ha tenido mucho tiempo para establecer sus contactos dentro de la Federación sin encontrar resistencia y sin que lo advirtieran. Pero a eso le adjudico una probabilidad muy baja.

—Estoy en libertad condicional, entonces. —Justine aplicó el pañuelo a una mota de sangre que le quedaba en el índice izquierdo.

—Un resumen muy astuto.

—Debe de encontrarse muy sola ahí arriba, en el Olimpo, juzgándonos a todos los demás.

—No me había dado cuenta lo mucho que la ha afectado la muerte de McFoster. Por lo general, no esperaría que una Burnelli regalara ventajas en un trato.

—¿Estamos haciendo un trato?

—Ya sabe que sí.

—Kazimir y yo éramos amantes —dijo Justine sin más, como si fuera un informe de la Bolsa, intentando mantener la distancia. Por dentro, el entumecimiento comenzaba a dar paso al dolor. Sabía que una vez que el cuerpo se entregara a la clínica sin más percances, ella tendría que regresar a la Mansión del Tulipán, un lugar donde podría llorarlo de verdad sin que nadie la viese.

—Eso ya lo había determinado. ¿Se conocieron en Tierra Lejana?

—Sí. Él sólo tenía diecisiete años. Jamás imaginé que podría volver a amar así a alguien. Pero no se puede elegir cuándo se convierte en amor verdadero, ¿verdad?

—No —Paula le dio la espalda.

—¿Ha estado así de enamorada, investigadora? ¿Con un amor que la vuelve completamente loca?

—No desde hace ya varias vidas, no.

—Podría enfrentarme a una pérdida de cuerpo. Ya lo he hecho con mi hermano. Podría enfrentarme incluso a que perdiera varios días de memoria. Pero esto, esto es la muerte, investigadora. Kazimir se ha ido para siempre y ha sido por mi culpa, fui yo la que lo traicionó. No estoy equipada para eso, mentalmente no. La muerte auténtica no es algo que ocurra hoy en día. Los errores de esta magnitud no se pueden enterrar.

—El ataque de los primos provocó la muerte de varias decenas de millones de seres humanos en los 23 Perdidos. Personas que jamás serán sometidas a un proceso de renacimiento. Su dolor no es único. Ya no.

—No soy más que otra zorra rica que ha perdido una baratija. ¿Es eso?

—No, senadora. Su sufrimiento es muy real y créame que la comprendo. Sin embargo, creo que lo superará. Tiene la determinación y la claridad de pensamiento que sólo se pueden permitir personas de su edad y experiencia.

Justine lanzó un bufido.

—Se refiere a tejido cicatrizal emocional.

—Entereza se acercaría más. Si acaso, yo diría que hoy le han demostrado hasta qué punto es usted humana. En eso al menos debería estar satisfecha.

Justine terminó de limpiarse las uñas con el pañuelo de papel. Ya no quedaba ninguna prueba de que lo hubiera tocado jamás. Era una idea deprimente.

—¿De verdad lo cree?

—Lo creo. ¿Supongo que el cuerpo se está trasladando en realidad a la clínica de su familia para que pueda clonarlo?

—No. No pienso hacerle eso. Replicar su físico no va purgar mi culpa. Una persona es algo más que su cuerpo. Voy a darle a Kazimir el único regalo que puedo ofrecerle todavía. No puedo hacer menos.

—Ya veo. Entonces le deseo que sea feliz con su elección, senadora.

—Gracias.

—Pero me gustaría saber de todos modos si encontró algo.

—Un cristal de memoria.

—¿Me permite verlo?

—Sí, supongo que sí. Es su experiencia lo que voy a necesitar para intentar derribar al aviador estelar. Pero hay límites en la cooperación que voy a prestar. No pienso darle a la Marina nada que les ayude a detener a los Guardianes. Me da igual lo comprometida que se sienta con el arresto de Johansson.

—Entiendo.

Adam le había dado personalmente a Kieran McSobel la misión de apoyo para el viaje de Kazimir. Kieran había progresado mucho desde su llegada a la Tierra unos años antes, había asimilado el oficio con facilidad y no dejaba que lo afectara la presión. Cualidades que lo distinguían como una persona más que adecuada para el tipo de operaciones que estaban realizando los Guardianes en los últimos tiempos. La misión sería un paseo por el parque para él.

Cuando llegó el tren circular de Kazimir, Kieran estaba en su sitio en la explanada de Carralvo, mezclándose con el torrente continuo de pasajeros. Indistinguible entre la multitud como cualquier buen operativo, preparado para cualquier contingencia.

Al otro lado del complejo de la estación, los Guardianes vigilaban su avance desde las oficinas de la compañía Max Transit de Lemule. Mientras, el propio Adam se apoyaba distraído en la pared trasera y los observaba. No interfirió con los procedimientos, después de todo, eran los que él les había enseñado, pero quería que su presencia les proporcionara cierto grado de seguridad. Una cómoda figura paternal. Era un esfuerzo no hacer una mueca de desesperación cada vez que lo pensaba. Pero ésa era una operación crucial y tenía que estar allí para echarle un ojo. Bradley Johansson estaba desesperado por conseguir los datos marcianos. El ataque alienígena contra los márgenes de la fase dos había hecho estragos en el calendario que habían concebido con tanto cuidado.

Marisa McFoster estaba realizando escáneres electrónicos por toda la red de Carralvo en busca de cualquier actividad que indicase que estaban vigilando a Kazimir.

—Está limpio —anunció. Un enlace seguro la conectaba a Kieran—. Procede —le dijo la joven.

El mapa de la pantalla de uno de los monitores de la chica mostraba el icono de Kieran moviéndose con lentitud por la explanada hacia la salida principal. Debería estar a treinta metros de Kazimir, vigilando la muchedumbre de pasajeros en busca de posibles sombras.

—Se ha detenido —dijo Kieran de golpe.

—¿Qué quiere decir «detenido»? —preguntó Marisa.

Adam se irguió de inmediato. Por favor, otra vez no.

—Le está gritando a alguien —dijo la voz confundida de Kieran—, ¿pero qué está haciendo, por todos los cielos soñadores…?

—Dame un visual —le dijo Marisa.

Adam corrió a colocarse tras la silla de la joven y se inclinó para mirar al portal del monitor. El enlace de los implantes de retina de Kieran les mostró una imagen inestable, una visión poco clara a través de una multitud de personas. Un grupo de cabezas oscuras y desenfocadas subían y bajaban justo delante de él. Al otro lado corría una figura. La imagen sufrió un destello blanco cuando se descargó una pulsación de iones.

—¡Joder! —chilló Kieran. Briznas manchadas de oscuridad atravesaron la luz deslumbradora cuando el muchacho agitó la cabeza. Durante un segundo hubo una imagen borrosa en blanco y negro de un hombre que volaba hacia atrás por el aire con los brazos y las piernas extendidos. Después, Kieran se centró en el hombre de la pistola que en ese momento se giraba para echar a correr.

—¡Bruce! —exclamó Marisa.

—¿Quién coño es Bruce? —quiso saber Adam.

—Bruce McFoster. El amigo de Kazimir.

—Mierda. ¿Te refieres al que mataron?

—Sí.

Adam se golpeó la frente con el puño.

—Sólo que no estaba muerto. No es la primera vez que el aviador estelar les hace esto a vuestros prisioneros. ¡Maldita sea!

La pantalla que mostraba las imágenes de Kieran sufrió un destello blanco.

—Está disparando otra vez —dijo Kieran. Todo lo que mostraba el portal en ese momento era un par de zapatos, su dueño estaba tirado en un suelo blanco de mármol. Kieran levantó la cabeza y los zapatos se hundieron en el fondo del portal, más allá de ellos, Bruce McFoster corría por la explanada y todo el mundo buscaba refugio a ambos lados del hombre que continuaba disparando. Dos hombres y una mujer lo perseguían con pistolas en la mano y gritándole que se detuviera. Iban vestidos con ropas sin ningún distintivo.

—Ésos no son de la seguridad del TEC —dijo Adam con tono lúgubre.

Un disparo desde algún lugar que estaba por encima y detrás de Kieran golpeó a Bruce McFoster. Su campo de fuerza destelló por un instante, pero no lo hizo perder el ritmo.

—Dios bendito, ¿cuántas personas sabían que Kazimir hacía este viaje?

Unos iconos rojos empezaron a destellar por el monitor de Marisa.

—Alguien ha atacado la red local con un caos —dijo—. Un ataque grave, es un programa de primera categoría. La IR apenas puede contener la contaminación.

—Eso será Bruce, o los que lo controlan —dijo Adam—. Lo ayudará a deshacerse de ésos. Debían de saber que la Marina estaba vigilando a Kazimir. —Que es más de lo que sabíamos nosotros, pensó con desconsuelo.

El enlace con los implantes de Kieran se estaba disolviendo, todo lo que quedaba era el canal de audio seguro.

—¿Qué hacemos? —preguntó Marisa.

—Kieran, ¿puedes llegar hasta Kazimir? —preguntó Adam—. ¿Puedes recuperar el cristal de memoria?

—No… oh, qué… hay alguien… armado… junto a… no hay forma, no puedo… más gente… dispararon alarmas…

—De acuerdo, quédate ahí y mira a ver qué pasa. A ver a dónde lo llevan.

—Estoy… de acuerdo.

—¿Ves a dónde ha ido Bruce?

—… Disparando todavía… caza… andén 12A… persiguen… repito, andén 12A…

Adam ni siquiera tuvo que consultar el mapa del monitor. Después de trabajar veinticinco años en L.A. Galáctico, conocía la distribución de la inmensa estación mejor que Nigel Sheldon. Se sentó ante el monitor al lado de Marisa y abrió las líneas especializadas que había ido instalando con todo cuidado a lo largo de los últimos años, utilizando robots para ir tendiendo cable de fibra óptica a través de conductos y a lo largo de cañerías, así había extendido su red invisible por todo el paisaje de la inmensa estación. Cada uno estaba conectado a un diminuto sensor furtivo; los habían colocado en las paredes, a gran altura, en farolas, puentes, en cualquier parte que proporcionara un buen campo de visión.

Dos de ellos cubrían la gran zona del cruce que había al oeste de la terminal Carralvo. Las imágenes aparecieron justo a tiempo para que Adam viese a Bruce saliendo a toda velocidad por debajo del enorme y arqueado tejado de cemento que cubría el andén. El agente del aviador estelar hizo un brusco giro y empezó a saltar sobre las vías. Adam incluso contuvo el aliento de repente en un momento dado cuando un tren se lanzó hacia la veloz figura. Pero Bruce saltó con toda limpieza por delante, con una coordinación perfecta. Pasó corriendo junto a un segundo tren que viajaba con más lentitud y en dirección contraria. Lo que despistó por completo al personal de la Marina que lo seguía.

El personal de seguridad del TEC iba apareciendo en las imágenes, corriendo peligrosamente cerca de los trenes al intentar ver entre los destellos de las ruedas. Adam se dio cuenta de repente que ninguno de ellos tenía contacto con control de tráfico. Bruce saltó sobre una vía de nivel magnético y cambió de dirección una vez más. Sus perseguidores habían comenzado a frenar, desconfiaban de los trenes que se precipitaban por el cruce y cambiaban de vía sin previo aviso. A pesar de todas sus precauciones, estaban desplegados en un simple círculo que se iba contrayendo poco a poco. Adam sabía que debían de tener acceso a algún tipo de comunicación.

Le ordenó a un sensor que se centrara en uno de los miembros del personal de la Marina. Allí estaba, la mujer estaba emitiendo una leve micropulsación electromagnética, muy por encima del espectro nodal de la ciberesfera civil normal. Estaban utilizando un sistema especializado de cifrado de primer orden para mantenerse en contacto.

—Maldita sea —susurró Adam para sí. No era de extrañar que los programas de escrutinio de su equipo, infiltrados con tanto esmero en los nodos de la red de L.A. Galáctico, no hubieran visto el sistema de seguimiento que rodeaba a Kazimir. Lo que significaba que Inteligencia Naval sospechaba de su capacidad de contravigilancia; o eso o Alic Hogan estaba francamente paranoico.

Uno de los miembros de la Marina se estaba acercando a Bruce por un estrecho corredor formado por dos trenes en movimiento. Sólo los separaban un par de cientos de metros. Bruce parecía no ser consciente de su perseguidor.

—… Paula Myo… —dijo Kieran.

—Repite, por favor —le dijo Adam a toda prisa.

—…veo… a Myo… explanada… a cargo… hablando… la senadora.

¡Paula Myo! Así que no está fuera del caso, después de todo. ¡Maldita sea!

Fue una distracción ínfima, pero suficiente para que Adam perdiera de vista a Bruce entre las vías y los trenes que pasaban a toda velocidad.

—¿Dónde coño se ha metido?

Daba la sensación de que los perseguidores tampoco tenían ni idea. Una fila entera de ellos caminaba por la vía donde estaba momentos antes, se gritaban entre sí y agitaban los brazos. A su alrededor, los trenes se iban deteniendo.

Hizo falta volver a poner tres veces las grabaciones de los sensores antes de que Adam estuviera seguro de verdad. Observó la imagen realzada de Bruce a cámara lenta: una colección de píxeles grises y borrosos que daba un salto de locos hacia un tren de mercancías que se deslizaba a su lado. Un cuadrado oscuro que se encontraba en el costado del contenedor de carga se tragó el borrón de la figura. Segundos después, el cuadrado se había desvanecido, se había cerrado y convertido en una lámina normal del metal.

—Hijo de puta —gruñó Adam—. Nos enfrentamos a una panda de auténticos Boy Scouts.

—¿Señor?

—Han llegado muy bien preparados.

Cuatro siglos de experiencia y objetividad no sirvieron para nada en absoluto cuando la Exploradora comenzó su aterradora caída al vacío; Ozzie empezó a chillar tanto como Orion, los gritos de ambos eran audibles incluso por encima del estruendo de la caída del mar. La espuma giraba alrededor de la desvencijada balsa con una fuerza brutal, borrando toda visión del cielo en medio de una bruma gris. Ozzie se aferró al mástil como si eso sólo pudiera salvarlo de una muerte segura mientras caía y seguía cayendo sin fin. La espuma le empapó la ropa en cuestión de segundos mientras le aguijoneaba la piel desnuda.

Cogió aliento y volvió a gritar. Cuando se quedó sin aire volvió a respirar hondo, la mitad de lo que absorbió fue agua efervescente. Tosió y escupió, una acción automática que superó el impulso salvaje de seguir gritando. En cuanto se le despejó la garganta y tuvo los pulmones llenos otra vez, empezó a abrir la boca para el grito que terminaría con toda seguridad en una horrenda explosión de dolor. En el fondo de su cabeza, un pensamiento inseguro, confuso, comenzaba a tomar forma.

Al precipitarse por el borde de la catarata, Ozzie había vislumbrado la extensión imposible de la cascada y no había fondo. No había rocas irregulares sobre las que partirse en mil pedazos. No había un final escarpado. De hecho, no había nada.

¡Todo este montaje es artificial, gilipollas!

Ozzie cogió aire otra vez, exhaló a través de las aletas hinchadas de la nariz y luego se obligó a inhalar profundamente. Su cuerpo insistía en decirle que estaba cayendo, que ya llevaba haciéndolo varios segundos. El instinto animal sabía que debían de haberse precipitado por una distancia increíble, que su velocidad había superado con creces la velocidad terminal. La rutina de inspiraciones y expiraciones constantes que adoptó lo ayudó a ralentizar el ritmo frenético del corazón.

¡Piensa! No te estás cayendo, estás en gravedad cero. ¡Caída libre! Estás a salvo… de momento, en cualquier caso.

El rugido de la catarata que se oía por alguna parte, más allá de la espuma que los azotaba, seguía siendo abrumador. Ozzie podía oír los gritos de Orion, que se habían convertido en gimoteos atragantados. Se secó las gotas que lo cegaban y miró a su alrededor. El chico se aferraba a la cubierta de la balsa a un par de metros de distancia. El terror desnudo de su rostro era horrible, nadie debería tener que sufrir así.

—No pasa nada —bramó Ozzie—. No estamos cayendo, sólo lo parece. Estamos en caída libre, como los astronautas. —Eso debería tranquilizar al chico.

El horror de Orion adoptó una expresión ambigua.

—¿Astroqué?

¡Oh, por el amor de Dios!

—Estamos a salvo. ¿De acuerdo? No es tanto como parece.

El muchacho asintió con la cabeza, no estaba en absoluto convencido. Seguía preparándose para el impacto mortal que daba por seguro.

Ozzie lanzó un buen vistazo alrededor, se retiraba el agua de la cara continuamente. Consiguió distinguir el sol, una mancha brillante que creaba una espiral de arco iris refractarios entre la espuma. Llamémosle a eso hacia arriba, entonces. La mitad del universo saturado que los rodeaba era más oscuro que la otra mitad. Eso debía de ser la catarata. Lo que no podía ser posible porque si de verdad estuvieran en gravedad cero, el agua no caería hacia ninguna parte. Y sin embargo, él lo había visto. Se sujetó con más fuerza al mástil con una sacudida involuntaria.

Muy bien, ¿qué puede hacer que el agua fluya en gravedad cero? Quién cojones lo sabe. Pero ¿qué geometría tiene este mundillo de chalados? No puede ser un planeta…

Recordó las motas de agua que flotaban por el cielo brumoso y eterno del halo de gas. Ese mundillo colosal debía de ser una de ellas. Como siempre en ese sitio, la magnitud lo había despistado.

Un océano plano a un lado, entonces. Con el agua cayendo por el borde. Si se vierte de forma constante, entonces habrá que sustituirla. O lo que es más probable, se limita a ir circulando una y otra vez. El lado inferior recoge el vertido de algún modo y lo vuelve a enviar al lado del océano. ¡Qué locura! Claro que si puedes crear gravedad y después aplicarla como quieras, en realidad no es tan extraño.

Con una gravedad controlable como punto de referencia, Ozzie intentó imaginarse la geometría de aquel mundillo. Si de verdad era como las otras motas de agua, entonces estaba cubierto por completo de agua. Los proyectores de gravedad se limitaban a tirar del fluido en direcciones inesperadas. A Ozzie no le gustaban las formas que se le estaban ocurriendo. Ninguna de ellas tenía parte inferior por donde la balsa pudiera flotar con tranquilidad.

Cuando volvió a mirar, le pareció que se estaban acercando a la catarata. La espuma que los rodeaba era sensiblemente más fina, sin embargo, la penumbra no era más oscura. Debían de estar entrando en la sombra del lado inferior.

Aquí hay gravedad, en ángulo con el océano que está encima. Quizá incluso menos de noventa grados, porque hay que tirar del agua para que dé la vuelta y se meta por debajo. Lo que en realidad no es ninguna buena noticia. No podemos permitirnos vernos atrapados en el flujo.

De momento estaban a salvo, siempre que la gravedad del lado inferior siguiera siendo tenue. La corriente del océano los había disparado en horizontal más allá del borde del mundillo, lo que les había dado cierto margen, pero la gravedad artificial del lado inferior terminaría por arrastrarlos al final. Ya estaba atrayendo a las gotas de espuma, que volvían a entrar en el flujo.

Tenían que apartarse de allí mientras la gravedad siguiese siendo débil. Y a Ozzie sólo se le ocurría una fuerza propulsora, la única que les quedaba.

Ozzie comprobó que la cuerda que le rodeaba la cintura estaba bien atada a la base del mástil y después se soltó. Orion lanzó un chillido, asustado; seguía con los ojos muy abiertos cada movimiento de Ozzie. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Ozzie había estado en caída libre e incluso entonces no se le había dado demasiado bien maniobrar. Se impulsó un poco contra el mástil, recordaba la regla primordial, que nunca debes moverte deprisa. Había objetos deslizándose entre la espuma que los rodeaba, sobre todo los globos de fruta que se habían llevado con ellos y que se habían escapado de las cestas de mimbre. Su pequeño neceser de afeitado pasó junto a él entre tropezones y Ozzie maldijo, con un malestar estúpido dada una pérdida tan trivial. Por suerte, la matriz de mano seguía enganchada a su mochila, que estaba amarrada con firmeza a la cubierta. Tiró del reluciente artilugio para soltarlo y se fue arrastrando después por la Exploradora hasta que alcanzó a Tochee.

La cubierta de madera a la que se aferraba el gran alienígena con sus cadenas locomotoras se doblaba hacia arriba de la fuerza que hacía Tochee. Algunas de las ramas talladas con tosquedad incluso estaban empezando a fracturarse. Ozzie se sujetó a una única rama de la cubierta y empujó la matriz delante del ojo protuberante de Tochee.

—Tenemos que salir de aquí —exclamó Ozzie. La matriz tradujo su voz y la convirtió en un baile de estallidos de color violeta en la pantalla.

—Nos vamos a matar en la caída —respondió Tochee a través de la matriz—. Lo lamento. Deseo vivir más.

—No tengo tiempo para explicarlo —respondió Ozzie. Era consciente de que el estruendo de la catarata se reducía a medida que la cascada se iba calmando poco a poco—. Confía en mí, por favor. Tienes que sacarnos de aquí volando.

—Amigo Ozzie. No puedo volar. Lo siento.

—Sí que puedes. Nada, Tochee, nada en el aire. Con eso deberíamos soltarnos. No debemos tocar otra vez el agua.

—No lo entiendo.

—No hay tiempo. Confía en mí. Yo te sujeto. Tú nada. Aléjate de la catarata. Con todas tus fuerzas. —Ozzie trepó con torpeza por el cuerpo de Tochee. El manto natural del alienígena, aquellas frondas que eran como plumas de colores, estaba saturado y se pegaba a la piel correosa de la criatura. Las frondas estaban empapadas y Ozzie no se atrevió a tirar muy fuerte por si arrancaba alguna. Al fin se colocó detrás de la grupa de Tochee y extendió los brazos para sujetar las cadenas locomotoras del alienígena. El humano sintió el tejido gomoso que se deslizaba bajo sus dedos cuando las yemas se hincharon sobre sus manos y formaron un asidero irrompible.

Tochee se tensó durante un largo instante y después se soltó de repente de la Exploradora. Extendió las cuatro cadenas, que se convirtieron en amplias aletas que comenzaron a ondularse con cierta vacilación. Ozzie sintió que la cuerda se tensaba alrededor de su cintura. Después, cuando Tochee empezó a agitar las aletas con barridos más grandes y positivos, la tensión de la cuerda aumentó. Si hubiera pensado en la masa que acumulaba la balsa, a Ozzie quizá se le hubiera ocurrido un método un tanto diferente para que Tochee los sacara de allí. Pero, en aquellos momentos, él era el eslabón crítico de la cadena. Con los vigorosos movimientos de Tochee, que los iban alejando del diminuto campo de gravedad del lado inferior, la balsa entera dependía de la cintura de Ozzie, de forma literal. Apretó los dientes cuando aumentó la fuerza que tenía que ejercer en los brazos. Y como Tochee podía ver el efecto que estaba teniendo, su entusiasmo creció. De hecho, levantaba ráfagas empapadas de aire con las aletas. La gran criatura comenzó a cambiarlas todavía más, afinando la carne para que se parecieran más a alas. Ozzie sólo sabía que los brazos se le iban a desprender de las articulaciones de los hombros en cualquier momento.

Nunca supo con exactitud cuánto tiempo les llevó, pero al final la espuma se redujo a una bruma insípida. Que también desapareció. Dejaron atrás el manto de bruma de la catarata y salieron a la luz directa del sol. Un cielo de color azul brillante se materializó a su alrededor y su calor les empapó la piel. El ruido de la catarata se había convertido en un gruñido de fondo. Ya no era una amenaza.

Tochee dejó de aletear y encogió la piel sinuosa, que recobró la forma habitual de cadenas que le recorrían los flancos. Ozzie sintió que un ligero temblor recorría el enorme cuerpo de su amigo. Cuando miró abajo, entre las piernas, vio que bajaban flotando hacia la balsa. La cara perpleja y esperanzada de Orion se alzaba para mirarlos. La cuerda ya se había aflojado y se doblaba formando flexibles lazos que serpenteaban por el aire. Evitaron empalarse en la punta del mástil y bajaron hasta la cubierta. Tochee extendió un delgado tentáculo y enrolló la punta alrededor de una rama.

La cadena locomotora que asfixiaba las manos de Ozzie se retrajo y éste se agarró al mástil. El corazón le golpeaba con fuerza dentro de las costillas.

—¿Qué está pasando? —preguntó Orion. El muchacho todavía no había soltado la parte de la cubierta a la que se había atado—. ¿Por qué no estamos muertos?

Ozzie abrió la boca y lanzó un ruidoso eructo. Puesto que tenía un momento, empezó a sentir que su estómago se rebelaba contra la incesante sensación de caída. Y encima de esa incomodidad, tenía la cabeza como si de repente empezara con un catarro, con los senos nasales atascados por completo.

—No estamos cayendo en el sentido normal del término —dijo Ozzie poco a poco. Era consciente de que el cuerpo de Tochee alineaba el ojo con la matriz de mano, donde el alienígena estaba leyendo con avidez los patrones puntiagudos y violetas que florecían en la pantalla—. Y eso no era un planeta normal. —Señaló con vacilación la catarata gigante. Formaba un telón asombroso de movimiento resplandeciente por el lado de babor de la balsa, y se extendía hasta desvanecerse en tres direcciones. Sólo el borde del mundillo le proporcionaba un final. Y éste parecía ir reduciéndose con suavidad.

De hecho, la Exploradora había descendido varios kilómetros por debajo del nivel del océano. Allí, el agua hacía espuma y se alzaba salvaje al caer por el borde; mientras que a su espalda era bastante más plácida al tiempo que sus gigantescas y exaltadas cataratas y espuma volvían a fundirse en un único torrente sinuoso que se precipitaba por el acantilado que incluía el lado del mundillo sintético. Aunque siguió el flujo del agua con la mirada, Ozzie no vio a dónde se dirigía, ni siquiera con el zum de los implantes de retina a toda potencia. Justo al límite de la resolución, el acantilado parecía curvarse. Si estaba en lo cierto, eso significaría que el mundillo era semiesférico.

Justo encima de ellos, el borde del mundillo era curvo, sin lugar a dudas, aunque la curva era muy ligera. Los implantes de Ozzie hicieron unos cuantos cálculos. Si la parte superior era circular de verdad, tendría algo más de mil quinientos kilómetros de diámetro. Lanzó un silbido de admiración.

—Creo que voy a vomitar —dijo Orion con aire desgraciado.

—Escucha, tío —dijo Ozzie—. Sé que te parece una sensación muy rara y soy muy consciente de que parece incluso peor, pero el cuerpo humano puede vivir en estas condiciones. Los astronautas se pasaban meses enteros flotando en el espacio cuando yo tenía tu edad.

—Yo no conozco a ningún astronauta —gimió Orion con tono taciturno—. Jamás he oído hablar de alienígenas que se llamaran así.

A Ozzie le apeteció dejar caer la cabeza entre las manos, pero eso habría requerido cierta gravedad.

—Yo tampoco estoy seguro de que mi cuerpo pueda sobrevivir —dijo Tochee a través de la matriz—. Siento una incomodidad considerable. No entiendo por qué creo que estoy cayendo. Veo que no es así y sin embargo, no es eso lo que me dicen mis sentidos.

—Sé que al principio es difícil —dijo Ozzie—. Pero confiad en mí, tíos, vuestros cuerpos se acostumbrarán en poco tiempo. Si la experiencia sirve de algo, es probable que incluso llegue a gustaros.

Se detuvo cuando Orion emitió el deprimente sonido de una arcada, después se puso a vomitar un poco.

—Me gustaría creerte, amigo Ozzie —dijo Tochee—. Pero no considero que comprendas mi fisiología lo suficiente como para hacer semejante afirmación.

Orion se limpió la boca con la mano y después se quedó mirando con cara de asco los glóbulos amarillos y pegajosos que oscilaban poco a poco por el aire justo delante de su cara.

—No podemos quedarnos aquí —exclamó con tono desolado—. Tochee, ¿puedes arrastrarnos otra vez a la isla?

—Debería poder.

—Eh, un momento, tíos —dijo Ozzie—. No nos precipitemos con ese tipo de medidas. Si sobrevolamos ese océano y nos atrapa la gravedad, es probable que caigamos de verdad.

—Tiene que ser mejor que esto —lloriqueó Orion. Se le volvieron a abultar las mejillas y gimió.

Ozzie volvió la cabeza y miró el mundillo. No cabía duda de que se alejaban de él flotando a un ritmo lento pero firme.

—Hay otros objetos dentro del halo de gas. ¿Recordáis lo que me dijo Bradley Johansson? Él terminó en una especie de coral arbóreo que vive aquí, en órbita. Y tienen senderos para salir de aquí, seguro. Es decir, ¿de qué otro modo volvió él a la Federación?

—¿Están muy lejos? —gimió Orion.

—No lo sé —dijo Ozzie con paciencia—. Tendremos que esperar y ver qué nos encontramos a continuación. —Extendió la mano—. Aquí hay brisa. Eso significa que nos estamos moviendo. —Se dio cuenta de que la balsa había girado de modo que el mundillo se iba deslizando bajo la cubierta.

—Odio esto, te lo juro —dijo Orion.

—Lo sé. Ahora vamos a sujetarlo todo lo mejor posible. No podemos arriesgarnos a perder más provisiones. Ni a ninguno de nosotros, si a eso vamos.

La intención de los diseñadores de la Mansión del Tulipán había sido que el invernadero fuera el saloncito del desayuno. Se extendía por el lado oriental del ala norte como una ampolla octogonal: un alto tejado tradicional de cristal sostenido por columnas de hierro forjado y paredes formadas por cristales que se curvaban con suavidad y que llegaban hasta el nivel del suelo. El suelo era clásico, baldosas de mármol blancas y negras con una gran barra central y circular de estilo romano donde los mimados dueños podrían tomar su colación matinal entre vigas moteadas por la intensa luz del sol. Las parras y las fucsias trepadoras crecían en unas grandes macetas sin vidriar a los pies de cada columna, su peludo follaje proporcionaba una suave sombra. Como ocurre con todas las habitaciones soleadas y llenas de plantas que se riegan de forma constante, el aire tenía un aroma almizclado y dulce, complementado durante el día por la delicada fragancia de las efímeras flores que florecían todo el año.

Dado que la familia Burnelli prefería el comedor del ala oeste, menos expuesto, para empezar el día, Justine se había apoderado de aquel aposento y lo había convertido en una especie de despacho informal. Se había desprendido de los sillones formales y los había sustituido por grandes sofás de cuero e incluso un par de sacos de gel moldeable. En aquellos tiempos, lo único que quedaba en pie en la barra central era un acuario gigante con forma de media luna que albergaba una pintoresca colección de peces terráqueos y alienígenas que se contemplaban entre sí con cautela. Dejaba justo el espacio suficiente para que los dos técnicos instalaran la nueva gran matriz en la superficie restante.

Justine permanecía en la puerta, observando cómo completaban las comprobaciones y recogían sus herramientas. Iba vestida de negro, por supuesto, una falda larga y lisa, y una blusa a juego; nada demasiado moderno, pero tampoco lúgubre. Una simple declaración de principios que le pareció de lo más apropiada. La mayor parte de su círculo social ni siquiera reconocería su significado, pensó, la gente como ellos ya no tenía que enfrentarse al concepto de la muerte.

—Ya está en marcha, señora —dijo el técnico más veterano.

—Gracias —dijo Justine con aire distante. Los dos técnicos asintieron con gesto cortés y se fueron. Eran de Dislan, la compañía de electrónica que pertenecía a la familia y que sólo fabricaba y les proporcionaba equipamiento a ellos.

Se acercó al austero cilindro de color gris plateado que ocupaba un espacio en la barra de granito pulido. Había una luz roja diminuta en el borde superior que resplandecía con un brillo de color escarlata.

Paula Myo entró en la sala y cerró las altas puertas dobles tras ella.

—¿Estamos en un sitio seguro, senadora? —preguntó. Había cierto grado de escepticismo en su tono de voz cuando echó un vistazo a través de los amplios ventanales. Más allá de la rosaleda, las colinas del condado de Rye formaban un paisaje arrugado de pinares interrumpido por el verde más profundo de las franjas de rododendros que hacía ya mucho tiempo que habían terminado de florecer.

Justine le dio a su mayordomo electrónico una orden. Las paredes y el techo se disolvieron, convertido todo en una cortina granulosa de luz gris, como un proyector de hologramas que mostrara un cielo apagado de otoño. No quedaba rastro alguno del mundo exterior, un efecto que provocaba una sensación casi claustrofóbica.

—Ahora sí —dijo Justine con tono ligero—. Y la matriz es completamente independiente, ni siquiera tiene un nodo, así que nadie puede piratearla. Estamos tan aisladas como es posible estarlo en el mundo moderno. —Sacó el cristal de memoria de una esbelta caja de metal y se colocó delante de la matriz. La única luz cambió de color, el escarlata se convirtió en esmeralda cuando apoyó la mano encima—. Quiero que escanees esto y me digas los datos que contiene.

—Sí, senadora —respondió la IR. En la cima del cilindro se dilató un pequeño círculo y Justine dejó caer el cristal en su interior.

—Es un escáner cuántico —le dijo a Paula—. Así que debería ubicar cualquier emboscada conectada a la estructura molecular.

Las dos se sentaron en uno de los sofás. Su cuero marrón estaba tan debilitado por la fuerte luz del sol que se estaba agrietando. Por eso le encantaba a Justine, y por la suavidad que le daba la edad. Era un mueble desvencijado en el hogar inmaculado de un trillonario, lo que también hacía que la sala le resultara más atractiva, un pequeño sello de identidad.

—¿Qué ocurrió en la autopsia? —preguntó Justine.

—Fue todo muy normal —dijo Paula—. Confirmaron la falta de implantes de células de memoria. El resto de sus implantes eran todos relativamente comunes. Inteligencia Naval rastreará al fabricante y por ahí deberíamos averiguar la clínica que se los puso a Kazimir. Supongo que la operación se habrá pagado o bien con dinero en metálico o con una cuenta de un único uso. Adam Elvin no comete errores básicos, pero podríamos tener suerte.

—¿Eso es todo? —Justine no sabía muy bien qué esperar, algo que lo hiciera destacar al menos, un aspecto que demostrara lo excepcional que había sido aquel joven.

—En esencia, sí. Se confirma que la causa de la muerte fue el disparo de iones. No estaba tomando ningún narcótico aunque había pruebas de un gran número de inyecciones de esferoides y hormonas administradas a lo largo del último par de años, cosa comprensible en alguien nacido en un mundo con una gravedad baja. Debería saber que no se había sometido a ningún perfilamiento celular.

Justine miró a la investigadora con el ceño fruncido.

—Era él de verdad —le explicó Paula—. No estaban intentando colarle a ningún impostor.

—Ah. —Eso se lo podría haber dicho ella a la investigadora. Era Kazimir, imposible de falsificar—. ¿Qué hay de su habitación de hotel? ¿Alguna pista por ahí?

—No lo parece. Recibo los informes directamente de Inteligencia Naval, en cuanto los introducen en su base de datos. Por supuesto, si hay algo que no estén incluyendo, algo que se guarden para sí, entonces tenemos un problema.

—¿Es eso probable?

—Es una posibilidad remota. En términos legales, tienen que incluir todo en el expediente y por tanto, la Seguridad del Senado tiene acceso absoluto, ya que estamos por encima en la cadena de alimentación del servicio de seguridad. Sin embargo, tanto usted como yo sabemos que la Marina está comprometida. Uno de los agentes del aviador estelar podría estar reteniendo información.

—Suponiendo que no sea así, ¿nos contará muchas cosas la habitación del hotel?

—La verdad es que no. Los Guardianes parecen ser tan meticulosos en sus propias casas como en cualquier otro sitio. El único informe que me parece valioso es el historial financiero de Kazimir. Deberíamos disponer de un bonito desglose de sus movimientos antes de que usted alertara a la Marina sobre su presencia.

Una nueva oleada de culpabilidad hizo que Justine tensara los músculos de la mandíbula.

—¿Y cuándo estará preparado?

—En un par de días. La oficina de Inteligencia Naval de París correlacionará los datos. Yo lo revisaré después.

—París. Ésa es su antigua oficina, ¿no es así?

—Sí, senadora.

—¿Cree que es allí donde está el agente del aviador estelar?

—Hay una probabilidad muy alta de que uno de ellos esté allí, sí. Estaba organizando varias operaciones para atraparlo antes de que me despidieran.

—Y yo fui y les hablé de Kazimir —dijo Justine con amargura.

Paula Myo se quedó mirando al cilindro que contenía la matriz.

—Voy a desenmascarar al aviador estelar, senadora. Para eso están luchando los Guardianes, y eso era en lo que Kazimir McFoster creía por encima de todo.

—Sí —asintió Justine.

—He completado un análisis del cristal de memoria —anunció la IR—. Contiene trescientos setenta y dos archivos de datos cifrados. Hay algunas salvaguardas informáticas para impedir el acceso no autorizado, pero se pueden burlar con facilidad.

—Bien —dijo Justine. Dada la capacidad de la matriz, le habría sorprendido mucho que no pudiera conseguir acceso a lo que estaba almacenado en el cristal—. ¿Puedes decodificar los archivos?

—Están cifrados con una geometría dimensional de mil doscientos ochenta. No tengo la capacidad de procesamiento para descifrar ese nivel.

—¡Mierda! —murmuró Justine. Por un momento había albergado alguna esperanza; había esperado un poco más de ayuda de un equipo que acababa de costarle algo más de cinco millones de dólares de la Tierra—. ¿Quién la tiene?

—La IS —dijo Paula—. Y los Guardianes, por supuesto.

Justine hizo la pregunta que más le costó.

—¿Confía en la IS?

—Si se refiere a si nos va a ayudar a derrotar a los alienígenas-primos, creo que es un aliado en el que se puede confiar.

—Ésa es una respuesta muy cauta.

—No creo que los humanos puedan comprender todos los motivos de la IS. Ni siquiera conocemos sus verdaderas intenciones con respecto a nosotros como especie. Afirma que es benigna y que jamás ha actuado de ningún otro modo hacia nosotros. Sin embargo…

—¿Sí?

—Durante el curso de mis investigaciones me he encontrado con ejemplos que sugieren que nos presta bastante más atención de la que admite.

—La recogida de información ha sido la ocupación principal de los gobiernos desde que los troyanos recibieron una sorpresa muy desagradable con el regalito que se dejaron los griegos. No dudo ni por un segundo que la IS nos observa.

—Pero ¿con qué fin? Hay varias teorías, la mayor parte de las cuales pertenecen a los reinos más extravagantes de la paranoia conspirativa. Todas tienden a referirse a su incipiente ascenso a la divinidad.

—¿Y qué cree usted?

—Imagino que nos mira de un modo muy parecido a cómo contemplaríamos nosotros a un vecino un tanto problemático. Nos observa porque no quiere ninguna sorpresa, sobre todo una sorpresa que amenace al barrio.

—¿Tiene eso mucha importancia?

—Seguramente no, a menos que decida ponerse del lado de los primos.

—Maldita sea, es usted muy suspicaz.

—Prefiero pensar en ello como un ejercicio prolongado de ajedrez —dijo la investigadora.

—¿Disculpe?

—Intento ver todos los movimientos posibles que se pueden hacer para presentar oposición con toda la antelación que puedo. Pero estoy de acuerdo en que la posibilidad de que la IS pertenezca al enemigo es muy remota. A nivel personal, yo he establecido una relación de trabajo muy útil con ella y, por supuesto, contiene un gran número de personalidades humanas descargadas que deberían actuar en nuestro favor.

—Ahora no sé qué demonios pensar.

—Lo siento, no pretendía causarle ninguna preocupación más. Ha sido muy desconsiderado por mi parte dada su situación actual.

—¿Sabe?, la única ventaja que me da mi edad en estos momentos es que sé cuándo estoy demasiado mal para tomar ese tipo de decisiones. Así que, si no le importa, lo dejaré en sus manos. ¿Quiere pedirle a la IS que lo decodifique por nosotras?

—La única alternativa es ponernos en contacto con los Guardianes y pedírselo a ellos.

—¿Sabe cómo hacerlo?

—No. Si tuviera una pista que me llevara a los Guardianes, ya los habría encerrado hace décadas.

—Ya veo. —El icono azul grisáceo del código que Kazimir le había enviado flotaba en el margen de su visión virtual, inerte pero, ah, tan tentador. Una vez más Justine sabía que no estaba pensando con la suficiente claridad para tomar esa decisión. Ni siquiera sabía si debía decirle a la investigadora que lo tenía. Y que una senadora de la Federación se pusiera en contacto con lo que en esos momentos estaba clasificado como un grupo político terrorista era un acto de gran trascendencia. Por instinto, era reacia a arriesgarse a cargar ese inocuo código en la unisfera. Si se hiciera pública esa asociación antes de que quedara desenmascarado el aviador estelar, ella quedaría desacreditada por completo. Ni siquiera la familia podría protegerla. Y el aviador estelar habría conseguido otra victoria.

—Quizá no tengamos que pedirle a nadie que nos ayude con el cristal de memoria —dijo Paula—. La Marina está investigando el observatorio del Perú. Deberían ser capaces de averiguar la naturaleza de los datos, incluso si los expedientes en sí permanecen bloqueados.

—Está bien —dijo Justine, aliviada—. Esperaremos entonces hasta que la Marina archive ese informe. —Sacó el cristal de memoria de la matriz y después desconectó el aislamiento de la sala. La luz cálida de la tarde volvió a entrar por los grandes ventanales haciendo parpadear a Justine.

El mayordomo de la mansión aguardaba junto a la puerta.

—El almirante Columbia está esperando para verla, señora —dijo.

—¿Está aquí? —preguntó Justine sorprendida.

—Sí, señora. Lo he acompañado a la sala de visitas del ala oeste y le he pedido que esperara.

—¿Ha dicho lo que quería?

—Por supuesto que no, señora.

—Quédese aquí —le dijo Justine a Paula—. Yo me ocuparé de esto. —Partió por el pasillo central del ala norte cuadrando los hombros por el camino. Qué típico por parte de Columbia intentar aprovecharse haciéndole una visita sorpresa en su terreno. Si ese hombre pensaba que ese tipo de tácticas rudimentarias iban a funcionar con una Burnelli, aunque fuera con los más jóvenes, estaba muy equivocado.

La decoración de la sala de visitas del ala oeste recordaba a los días más suntuosos de la monarquía francesa. A Justine siempre le habían desagradado tantos marcos dorados y pan de oro; y los sillones de época, aunque dueños de una ornamentación muy bella, eran en realidad muy incómodos y uno no se podía sentar en ellos durante un periodo de tiempo prolongado.

El almirante Rafael Columbia estaba de pie, esperando delante de la enorme chimenea, con un pie un poco levantado y descansando en el hogar de mármol. Con su inmaculado uniforme, lo único que le faltaba era el abrigo ribeteado de piel y la imagen de zar imperial habría quedado completa. Parecía estar estudiando el reloj de ónice que dominaba la repisa de la chimenea.

—Senadora. —El almirante hizo una pequeña inclinación cuando Justine hizo su entrada empujando las dobles puertas y acercándose con paso firme—. Estaba admirando el reloj. ¿Es original?

Las puertas se cerraron tras ella.

—Imagino que sí. Mi padre es un coleccionista bastante meticuloso.

—Desde luego.

Justine le indicó una mesa de cristal en la que estaba grabado el blasón de los Burnelli. Se sentaron en extremos opuestos en sillas de respaldo alto.

—¿Qué puedo hacer por usted, almirante?

—Senadora, me temo que debo preguntarle por qué interfirió en una operación de Inteligencia Naval. En concreto, al llevarse el cuerpo de un sospechoso de terrorismo de la escena de un crimen.

—Yo no me llevé nada, almirante. Yo acompañé al cuerpo.

—Usted dispuso que se trasladara a unas instalaciones no oficiales.

—A las instalaciones biotécnicas de nuestra familia, sí. Donde se llevó a cabo la autopsia bajo la supervisión oficial correspondiente.

—¿Por qué, senadora?

Justine le dedicó una sonrisa gélida.

—Porque no confío en la Inteligencia Naval. Acababa de presenciar cómo fracasaba toda la operación de vigilancia de una forma catastrófica. No quería ningún fracaso más. El cuerpo de Kazimir debería proporcionar al personal de Inteligencia un buen número de pistas. Por lo que he visto hasta ahora, su departamento ha demostrado ser de una incompetencia notable. No habrá más errores en este caso, almirante. No pienso aceptar excusas.

—Senadora, ¿me permite preguntarle de qué conoce a Kazimir McFoster?

—Nos conocimos cuando me encontraba de vacaciones en Tierra Lejana. Tuvimos una breve aventura. Después apareció aquí, en la Mansión del Tulipán, justo antes de los ataques de los primos. Como es natural, cuando me dijo que estaba trabajando para los Guardianes, informé de inmediato al comandante Hogan. Está todo en el archivo.

—¿Qué quería?

—Varias cosas. Convencerme de que el aviador estelar era real. Eliminar las inspecciones de aduanas de todas las mercancías que viajan a Tierra Lejana. Me negué.

—¿Así que no estaban ustedes unidos?

—No.

—Tengo entendido que a usted le disgustó mucho su muerte.

—Me conmocionó mucho. No estoy acostumbrada a presenciar la muerte total. Fueran cuales fueran sus opiniones y actividades, nadie tan joven debería sufrir la muerte.

—¿La idea de la autopsia supervisada fue idea suya, senadora?

—Sí.

—Tengo entendido que Paula Myo también acompañó el cuerpo.

—Confío por completo en la investigadora Myo.

La expresión de Rafael se endureció.

—Me temo que no comparto esa confianza, senadora. La investigadora es un factor muy importante en todo este problema de los Guardianes al que se enfrenta Inteligencia Naval. Me sorprendí y disgusté en no poca medida cuando me enteré que su familia había obtenido su nombramiento para la Seguridad del Senado.

—A nosotros nos sorprendió que usted la despidiera de Inteligencia Naval.

—Después de ciento treinta años sin resultados, me pareció lo más conveniente.

—En la Federación todo el mundo conoce a la investigadora precisamente porque sí que consigue resultados.

—Si he de ser sincero con usted, senadora, la investigadora está empezando a perder los papeles. Acusó a sus propios oficiales de deslealtad. Estaba llevando a cabo operaciones externas sin autorización. También comenzó a mostrar cierta simpatía por los terroristas que se suponía que debía perseguir.

—¿Simpatía? ¿En qué sentido?

—Dijo que creía en el aviador estelar, el alienígena.

—¿Y usted no?

—Pues claro que no.

—¿Quién mató a mi hermano, almirante?

—No lo entiendo. Usted sabe que fue el mismo asesino que mató a McFoster.

—Desde luego. Y McFoster era un Guardián. Para quien quiera que trabaje ese asesino, se opone tanto a la Federación como a los Guardianes. Creo que eso lo deja a usted con un número de sospechosos bastante limitado, ¿no le parece?

—Los Guardianes llevan mucho tiempo implicados en el tráfico de armas. Como grupo, esas personas tienden a dirimir sus diferencias con una fuerza extrema. Creemos que el asesino trabaja para uno de los comerciantes implicados.

—¿Y mi hermano se metió en medio, sin más?

—Si se bloqueó un envío de armas, estaría en juego mucho dinero.

—Esto es ridículo. A los senadores de la Federación no los asesinan en vendettas primitivas.

—Y tampoco los matan alienígenas invisibles.

Justine se acomodó en su silla y miró furiosa al almirante.

»Por muy desagradable que sea reconocerlo, senadora —dijo Rafael—. La Federación cuenta con una gran hermandad criminal. Por eso se formó la Junta Directiva Intersolar original de Crímenes Graves. Si no me cree, puede usted preguntarle a la investigadora Myo. O quizá quiera plantearse por qué existe la Seguridad del Senado. Ya tenemos suficientes problemas con las amenazas reales que hay contra la Federación. No nos hace falta inventarnos otras nuevas.

—Almirante, ¿me está usted advirtiendo de algo?

—Le estoy aconsejando, sus acciones actuales no son apropiadas en estos tiempos difíciles. Ahora mismo tenemos que estar unidos y enfrentarnos a un enemigo muy real.

—La Marina tiene todo mi apoyo y continuará recibiéndolo.

—Gracias, senadora. Una última cosa. El terrorista McFoster estaba realizando una especie de misión de mensajero. No encontramos lo que transportaba.

Justine ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa vacía.

—¿No es extraño?

—Mucho, senadora. ¿Me preguntaba si usted vio algo mientras lo acompañaba?

—No.

—¿Está segura, senadora?

—No vi lo que llevaba. Si es que lo llevaba.

—Ya veo. —La mirada de Columbia no vaciló en ningún momento—. Terminaremos encontrándolo, sabe.

—No encontraron al asesino después, ¿verdad? —Era una burla infantil, pero Justine la disfrutó de todos modos, sobre todo el modo en el que el cuello de Columbia enrojeció un poco por encima del uniforme.

Gore Burnelli y Paula Myo estaban sentados en el sofá de cuero gastado, charlando, cuando Justine regresó a su salita. El rostro de oro liso de su padre reflejaba las motas de luz que resplandecían en las columnas y el suelo, fluyendo con cada uno de los diminutos movimientos que hacía. Justine activó el aislamiento al entrar y bloqueó la luz del sol.

—Ese joven McFoster te ha hecho una blanda y una sentimental —dijo Gore en cuanto la sala fue segura—. Deberías haberle dado una patada en el culo a Columbia y haberlo mandado a la puta órbita. En los viejos tiempos te lo habrías zampado para desayunar. No puedo creer que una hija mía se haya convertido en una maldita nenaza liberal.

—Es que éstos son los nuevos tiempos, padre —dijo Justine con calma—. Y yo no soy la que está fuera de lugar en el momento más inoportuno. —Por dentro hervía de rabia, cómo se le ocurría a su padre decir semejante cosa, y mucho menos delante de la investigadora. Hasta Paula Myo, por lo general tan serena, parecía incómoda con el estallido de Gore.

—Sólo te digo las cosas como son, muchacha. Si tu novio muerto te está jodiendo las emociones, deberías borrarte todos los recuerdos que tengas de él. No puedo permitirme que seas débil, ahora no.

—Desde luego que me plantearé eliminar de mi vida todo lo que considere desagradable.

Justine se preguntaba a veces si Gore seguía siendo lo bastante humano como para recordar y comprender un concepto como el amor después de todas las adaptaciones que había sufrido su cuerpo.

—Eso está mejor —rió Gore—. Sabes que Columbia va a ir a por ti desde el mismísimo infierno si hace falta después de la cagada de L.A. Galáctico. Quiere aquí, a Paula, fuera de escena de forma permanente, y ya que está, le gustaría que el Senado se convirtiera en un pequeño y bonito parlamento soviético que votara siempre por él de modo unánime.

—No es por Columbia por quien tiene que preocuparse —dijo Paula.

Justine y Gore interrumpieron su pequeño duelo de voluntades para mirar a la investigadora.

—Creo que sé el verdadero motivo por el que mataron a Thompson.

—¿Y no me lo has contado, joder? —soltó Gore.

—Durante casi todo el tiempo que pasé en la Junta Directiva, presioné para que todas las mercancías que se enviaban a Tierra Lejana las examinaran inspectores policiales. Todas y cada una de las veces el Ejecutivo bloqueó la medida, hasta que Thompson hizo prosperar la propuesta por mí.

—Y el aviador estelar lo mató por eso —dijo Gore—. Lo sabíamos.

—Justo antes de que lo asesinaran, Thompson me llamó. Dijo que había averiguado quién había estado bloqueando mis solicitudes. Nigel Sheldon.

—Eso no puede ser —dijo Justine automáticamente—. Sheldon fue el que hizo posible toda la Federación. No va a intentar socavarla.

—No de modo voluntario —dijo Gore. Incluso con la piel dorada que hacía imposible cualquier expresión normal, era obvio que aquella idea lo inquietaba—. Pero, por lo que tengo entendido, Bradley Johansson siempre ha afirmado que lo había esclavizado el alienígena.

—He visto la grabación del último minuto de Kazimir en la terminal Carralvo varias veces —dijo Paula—. Parecía conocer al asesino. De hecho, estaba encantado de verlo. Era casi como si fueran viejos amigos.

—No. —Justine sacudió la cabeza rechazando la idea entera—. No puedo creer que alguien pudiera llegar a Sheldon. La seguridad que rodea a nuestra familia y la que hay en las instalaciones de rejuvenecimiento es extraordinaria. La de Sheldon será incluso mayor.

—Los Guardianes afirmaron que la presidenta Doi estaba trabajando para el aviador estelar —dijo Paula.

—Menudo montón de chorradas —gruñó Gore—. Si ese cabrón de aviador estelar puede sortear la Seguridad del Senado y la protección de Sheldon, no necesitaría esconderse entre las sombras, ya sería nuestro Führer.

—Entonces, ¿por qué mataron a su hijo? —dijo Paula—. ¿Sólo por aplicar los registros de mercancías? ¿O porque sacó a la luz la relación?

—De acuerdo —dijo Gore de mala gana—. Supongamos que Thompson se tropezó con una información que le hizo creerlo. ¿Dijo quién le dio el nombre de Sheldon?

—No. Dijo que todo el asunto era muy poco claro, que era política del más alto nivel.

—No hay política de alto nivel —murmuró Gore, se volvió hacia Justine—. Esto es cosa tuya. Tenemos que averiguar de dónde sacó Thompson esa información.

—Papá, yo no tengo nada parecido a los contactos que él tenía en el Senado.

—Por Dios, quieres dejar de subestimarte, muchacha. Si quiero oír gimoteos tan patéticos como ésos, siempre puedo visitar a un abogado de derechos humanos de Orleans.

Justine levantó las manos, desesperada.

—Está bien, iré por ahí metiendo la pata y haciendo preguntas a gritos a ver si viene alguien a pegarme un tiro.

—Eso está mejor —dijo Gore, sus labios metálicos se alzaron en algo parecido a una sonrisa.

—¿Con qué fin? —preguntó Paula.

—¿Qué quieres decir?, ¿qué puto fin?

—¿Qué hará si la senadora confirma que fue Sheldon el que ha estado bloqueando mis solicitudes?

—Si es verdad, tendremos que ir a ver a los miembros de más nivel de su familia y enseñarles lo que ha pasado. Supongo que harán que se someta a un proceso de renacimiento y lo actualizarán a partir de un depósito de memoria seguro que sea anterior a su corrupción, cuando quiera que fuera.

—¿Cree que la familia Sheldon lo va a apoyar?

—No pueden ser todos agentes del aviador estelar.

—Desde luego que no. Pero ¿cómo sabremos cuáles lo son?

—Todo esto es muy prematuro —dijo Justine—. Vamos a intentar establecer primero lo que sospechamos. Después deberíamos tener una imagen más clara de lo que hay que hacer.

—También tenemos que crear unas cuantas alianzas fiables —dijo Gore—. Una especie de red de resistencia política para contrarrestar la influencia del aviador estelar. Comenzaré con eso.

—Tenga cuidado con Columbia —dijo Paula—. Ahora que es consciente de que es usted el que me avala, irá también a por su familia. Y su influencia política está aumentando. Las sociedades toman muchos atajos en tiempos de guerra. Como almirante a cargo de la defensa nacional, podrá dar órdenes que jamás se tolerarían en tiempos de paz.

—Usted no se preocupe por eso. El infierno tendría que congelarse durante mucho tiempo para que un siervo de los Halgarth sea capaz de engañarme.

El pequeño Boeing 44044 ADAC aterrizó en la pista del Observatorio entre un torbellino de aire de sus motores eléctricos, que levantaron una auténtica tormenta de suelo ocre y arenoso y gránulos sucios de hielo. Se posó de inmediato, en cuanto se detuvieron las turbinas, y la azafata abrió la escotilla. Renne sintió que le estallaban los oídos cuando cayó la presión de repente. Estaban a más de cinco mil metros de altura, en el lado occidental de los Andes, justo al norte de Sandia, con las montañas escarpadas formando una vista espectacular coronada de nieve a su alrededor. Renne sintió de inmediato que le faltaba el aliento e inspiró una profunda bocanada. No le sirvió de nada. Se levantó del asiento y se escabulló hacia delante mientras se subía la cremallera de la cazadora sobre el grueso jersey. La luz del exterior era lo bastante fuerte como para hacerla detenerse en la cima de las escalerillas para ponerse las gafas de sol. En medio de aquel aire fino y traicionero, su aliento formaba pequeñas serpentinas delante de su cara.

Dos oficiales de la oficina de Lima de Inteligencia Naval la estaban esperando en el suelo, con unas cazadoras de color verde oscuro que se parecían más a trajes espaciales que a equipo para un clima extremo. Bajar los cinco escalones de aluminio la dejó jadeando en busca de oxígeno.

Uno de los hombres se adelantó y extendió el brazo.

—Teniente Kempasa, bienvenida a la estación andina. Soy Phil Mandia, formaba parte del equipo que vigilaba a McFoster cuando subió aquí.

—Genial —resolló Renne.

Apenas conseguía distinguir el rostro del hombre tras una máscara con gafas de nieve protectoras tintadas de ámbar. El corazón de la mujer le palpitaba con fuerza en el pecho. Tuvieron que caminar muy despacio hasta los edificios del observatorio, una fila de cajas achaparradas hechas de plástico oscuro, con ventanas que parecían ojos de buey. Sólo una tenía las luces encendidas. Las tres antenas principales del radiotelescopio se acomodaban en el gran campo rocoso que había detrás de los edificios, unos platos blancos y enormes nivelados sobre unas agujas de metal improbablemente finas. Mientras los miraba, uno de ellos se giró un poco y fue rastreando el horizonte del norte.

—¿Cómo se está portando mi prisionero? —preguntó Renne.

—¿Cufflin? Afirma que no sabe casi nada; que tenía un contrato blindado con un agente anónimo. Si le interesa mi opinión, yo le creo.

—Lo sabremos con seguridad una vez que me lo lleve a París.

—¿Qué van a hacer, leer sus recuerdos?

—Sí.

Incluso con la cara oculta por la máscara, la mueca de desaprobación de Phil Mandia fue evidente.

Los pies de Renne empezaron a aplastar el borde helado que erizaba el suelo. No parecía haber ninguna planta por ningún sitio, ni siquiera matas de hierba. Tenía que tener cuidado por donde pisaba, ya que el suelo estaba sembrado de rodadas profundas que se habían congelado. Los envejecidos vehículos pintados de amarillo que las habían hecho estaban aparcados en el exterior, alrededor de los edificios, y parecían un cruce indecoroso entre tractores y quitanieves. Un par de cuatro por cuatro Honda granates, y nuevos, se habían detenido junto a los otros, con los lados salpicados de barro espeso y marrón.

—¿Ustedes vinieron en ésos? —preguntó Renne.

—Sí. —Phil Mandia señaló la única y desolada carretera que se alejaba serpenteando del Observatorio—. Fue un viaje brutal hasta aquí.

—¿Cómo demonios se las arreglaron para evitar que McFoster los viera?

—Con cierta dificultad.

Renne no estaba segura de si el otro estaba bromeando o no.

Llegaron al edificio principal y entraron allí donde el mundo volvía a ser cálido. Lo que no suponía ninguna diferencia para el corazón de Renne, que seguía disparado. Tuvo que sentarse con pesadez en el primer despacho en el que entraron. No había forma de que volviera a levantarse, así que tuvo que quitarse el abrigo mientras seguía sentada, una acción de lo más sencilla que le quitó el aliento todavía más. No sabía cómo iba a volver a salir al ADAC; quizá tuvieran que llevarla los otros.

—¿La altitud no les afecta? —le preguntó a Phil Mandia.

—Lleva un tiempo acostumbrarse —admitió el oficial.

Renne estaba empezando a darse cuenta hasta qué punto molestaba su presencia al equipo local. Era un pez gordo al que enviaban a investigar por qué había fracasado la operación, y seguro que con la intención de echarle la culpa a un equipo de campo. No se trata de eso, quería decirles. Pero eso la haría parecer más débil todavía. La política de despachos era lo único que podía manejar con cierta facilidad.

—Muy bien, déjenme empezar con la directora —dijo.

Jennifer Seitz había salido del rejuvenecimiento cinco años antes. Era una mujer pequeña y esbelta con unos ojos verdes muy atractivos y una piel muy morena. Vestía un jersey suelto de color castaño que era lo bastante largo como para recibir el nombre de vestido; llevaba las mangas remangadas, pero ni siquiera eso evitaba que le aletearan alrededor de los finos brazos. Renne decidió que se lo había tenido que prestar otra persona, alguien unos sesenta centímetros más alta. La directora, más que intimidada o preocupada, parecía irritada por la invasión de su observatorio por parte de la Marina. Su actitud, contundente y desdeñosa, quedaba suavizada por la seductora y juvenil sonrisa que era capaz de producir. Phil Mandia recibió una mirada exasperada cuando la acompañó con toda cortesía al despacho; e incluso eso parecía más petulancia que auténtica desaprobación.

Renne señaló a la ventana circular de la sala y a las tres grandes antenas que había fuera.

—¿Cuál —hizo una pausa, cogió aire otra vez— señala a Marte?

—Ninguna de ellas —dijo Jennifer Seitz—. Las antenas principales están ahí para encargarse de la radioastronomía del espacio profundo. Utilizamos unos de los receptores auxiliares para recoger la señal de Marte. No es una gran operación.

—¿Y estamos seguros de que son los datos marcianos lo que Cufflin le proporcionó a McFoster? —Renne miró a Phil Mandia en busca de confirmación.

—No queda rastro alguno de ello en la memoria de la red del Observatorio —dijo el oficial de la Marina—. Cufflin cargó un programa, un gusano trazador, para eliminar cualquier archivo de las transmisiones justo después de que McFoster recogiera la copia.

—Tiene que haber otras copias —dijo Renne—. ¿Cuánto tiempo llevan recibiendo los datos?

La comisura de la boca de Jennifer Seitz produjo un espasmo involuntario.

—Unos veinte años.

—¿Veinte? ¿Qué demonios han estado haciendo con esos datos?

—Los recogemos para una asociación de investigación científica. Es un contrato de muy poca importancia para nosotros, menos del uno por ciento de nuestro presupuesto total. Ni siquiera requiere supervisión humana, nuestra IR se encarga de todo el proceso. Las señales llegan una vez al mes. Las recibimos y las almacenamos para la asociación. Se espera que la duración del proyecto sea de treinta años. —Jennifer Seitz observó la expresión sorprendida en los ojos de Renne—. ¿Qué, cree que eso es un plazo de tiempo largo? Aquí estamos llevando a cabo observaciones que tardaremos un siglo en completar, y eso con suerte.

—De acuerdo, vamos a volver un momento atrás y me lo va a explicar poco a poco —dijo Renne—. Yo ni siquiera sabía que la Federación tenía algo que ver con Marte. ¿De dónde proceden esas señales, con exactitud?

—De la estación científica remota de Arabia Terra.

—¿Y qué clase de proyecto científico se realiza allí?

—Pues más o menos todo tipo de recolección a distancia de datos concernientes a la ciencia planetaria: meteorológicos, geológicos, yo diría aerológicos… física solar, radiaciones. Es una lista muy larga; escoja un tema y seguro que tiene su propio equipo de instrumentos allá arriba, muy ocupados observando. Están por todo Marte, transmitiendo sus lecturas a Arabia Terra que, a su vez nos las envía a nosotros. Satélites también. En estos momentos hay cuatro en la órbita polar, aunque ya hay que sustituirlos todos.

—No sabía que todavía hubiera gente interesada en Marte.

—Muy pocas personas —dijo Jennifer Seitz con tono mordaz—. Estamos hablando de astronomía, después de todo. Incluso después de Dudley Bose, no se puede decir que seamos la profesión más popular de la Federación. Y hay planetas en este universo mucho más interesantes que Marte. Sin embargo, una pequeña colección de sensores que operen durante un periodo prolongado de tiempo puede producir tantos datos como un estudio más intenso pero más corto. De hecho, los datos son más relevantes cuando se reúnen a lo largo de cierto periodo de tiempo, son más representativos. Tenemos estaciones remotas por todo el sistema solar recogiendo pequeñas cantidades de datos que nos van enviando a nosotros y a los otros observatorios en un chorreo constante. La mayor parte de las universidades o fundaciones de la Tierra suelen tener un pequeño departamento para cada cuerpo solar. Todos van tirando como pueden con unos recursos mínimos, catalogando y analizando su información. Pero los instrumentos que usan no cuestan mucho para los estándares de hoy; son siempre instalaciones sólidas y utilizan energía solar o geotérmica, duran décadas enteras. Entre todos ellos proporcionan información suficiente para mantener el empleo de los pocos planetólogos que quedan en la Tierra.

—Me gustaría tener una lista, por favor.

—La asociación que financia la estación marciana tiene su sede en Londres, es la Asociación Interplanetaria Lambeth, creo. Dios sabrá de dónde sacan sus ayudas. Es decir, hoy en día es planetología científica en estado puro. Hay que ser un auténtico filántropo científico para apoyar eso.

—Con exactitud, ¿cuál es el proyecto que está pagando la Asociación Interplanetaria Lambeth?

—No tengo ni idea.

—¿No lo sabe? —dijo Renne alzando tanto la voz que tuvo que tomar un par de bocanadas rápidas de aire para volver a llenar los pulmones, lo que la hizo toser. Podía sentir el dolor de cabeza que le empezaba a crecer detrás de la sien.

—No es mi campo —dijo Jennifer Seitz—. Estrictamente hablando, yo soy radioastrónoma. Trabajo con las antenas principales que forman parte de la matriz Solwide. Nuestro punto de referencia es la órbita de Plutón, lo que nos proporciona una capacidad de recepción tremenda. Por eso también tenemos un montón de receptores auxiliares, para mantenernos en contacto con las unidades más alejadas de Solwide. Así que ya ve, me interesa bastante más el polvo que Marte, los patrones de fractura del hielo durante las mareas que se dan en Europa o las corrientes superconductoras del geocaparazón de Charon. Pero si quisiera saber algo sobre acontecimientos interesantes de verdad, como los rebotes de emisiones del Big Bang, o los chillidos de cuásares magnéticos, entonces puedo entretenerla durante días enteros.

—¿Aquí hay alguien que sea planetólogo?

—No. Todo lo que hay aquí son dos radioastrónomos, mi compañera Carrie y yo, y cuatro técnicos para que todo funcione sin complicaciones. Bueno… o al menos con las menores complicaciones posibles tratándose como se trata de una organización infradotada como Solwide. Y sólo para añadir un poco más de riqueza a nuestras vidas, desde el ataque de los primos, la Agencia Científica de la NFU está hablando incluso de cerrarnos durante el tiempo que dure esta situación. Tengo que elaborar propuestas para meter entre bolas de naftalina el Observatorio entero. Debería haber metido todo este asunto de la astronomía en un depósito de seguridad de memoria durante mi último rejuvenecimiento y haberme inventado algún otro interés que me hiciera asquerosamente rica. Quiero decir que a quién diablos le interesa apoyar a unas personas que, sin alardear de nada, dedican varias de sus vidas a contribuir a expandir la base general de conocimiento de la raza humana. No a nuestro puñetero Gobierno, desde luego. Y ahora encima tengo a su gente tirándosenos encima.

—Siento lo del observatorio —dijo Renne con aspereza—. Pero se está librando una guerra, la Federación tiene que tener prioridades.

—Ya, claro.

—¿Y la Asociación Interplaneteria Lambeth ha llegado a ver algunos de los datos que estaban recibiendo ustedes para ellos?

—No. Marte representa casi la mitad de los proyectos de supervisión remota que hay en el sistema solar. Sus programas se miden en años. Es cierto que treinta años es un tiempo bastante largo para la ciencia planetaria, pero tampoco es excepcional.

—¿Qué clase de sensores estaban transmitiendo desde Marte? ¿Con exactitud?

Jennifer Seitz se encogió de hombros.

—Comprobé el contrato cuando se armó el gran follón, por supuesto. No dice mucho. Los instrumentos que estábamos grabando sólo proporcionaban una visión de conjunto del entorno marciano.

—¿Podrían haber estado recibiendo señales cifradas junto con el resto de los datos?

—Claro, pero no sé de qué.

—¿Tiene al menos una lista de los instrumentos que hay ahí arriba?

—Sí. Pero, teniente, tiene que entender que nosotros no colocamos ninguno de ellos en Marte. Algunos ya estaban allí, dejados en el planeta por proyectos anteriores; el resto los han ido depositando a lo largo de los años las naves automatizadas de la Agencia Científica de la NFU. NO tenemos ningún control sobre ellos, no tenemos un papel supervisor. No le puedo dar una garantía absoluta de lo que son en realidad cualquiera de ellos. Sólo porque nos han dicho que un canal concreto del flujo de datos transmite los resultados de un escáner sísmico, eso no lo convierte en realidad. De igual modo podría ser información sobre las defensas de la Tierra para una flota de invasión alienígena. No hay forma de saberlo con seguridad, aparte de ir allí y comprobar el origen de la transmisión en persona. Nosotros no somos más que un nodo de transmisión con pretensiones.

A Renne no le gustaba distraerse, pero…

—¿Hay naves automatizadas trabajando en el sistema solar?

—¿No lo sabía?

—No —admitió la policía.

—Bueno, teniente, tiene que haberlas. Le cuento. En este excitante mundo de la astronomía o la ciencia planetaria solar, ninguno podemos permitirnos alquilar un agujero de gusano del TEC para poner un termómetro en la atmósfera de Saturno. En lugar de eso, nos tragamos el orgullo y nos agrupamos, de ese modo coordinamos nuestros presupuestos para producir instrumentación por remesas. Cuando una remesa está preparada, cargamos unas de las tres naves robot de carga de la Agencia Espacial con nuestros preciosos envíos de satélites y sensores y lo enviamos en su alegre expedición de ocho años por el sistema solar. Y después, todos y cada uno de nosotros, seres egoístas que somos, rezamos para que la puñetera antigüedad no se averíe antes de dejar nuestro paquete concreto. Un consejo, teniente, cuando se encuentre en compañía de astrónomos de la Tierra, no se le ocurra mencionar la misión de emplazamiento del 2320. Muchos colegas dejaron la profesión después de esa catástrofe menor. Hacen falta una media de quince años de solicitudes, propuestas, procedimientos de revisión, pedir limosna de forma descarada más la promesa de entregar a tu primogénito, para conseguir que se apruebe un proyecto de sensores; después, todo lo que tienes que hacer es encontrar los fondos para diseñarlo y construirlo. En esa bodega de carga viaja una inversión enorme, tanto emocional como profesional.

—Sí —dijo Renne a la defensiva, el dolor de cabeza le estaba martilleando el cráneo con todas sus fuerzas. Estaba segura de que se había llevado un paquete de tifis. Seguramente estaba en el bolsillo de su cazadora, colgada a varios metros de distancia, demasiado lejos para llegar hasta ellos—. Gracias, ya me hago una idea. La suya no es una ocupación para celebridades bien pagadas.

—No a menos que se llame Bose, no.

—Así que, para concluir, ¿usted no tiene ni idea de lo que ha estado recibiendo de Marte durante veinte años?

Jennifer Seitz le dedicó una sonrisa de disculpa.

—Más o menos. Aunque para que conste me gustaría decir que yo sólo llevo siete años aquí de directora, con dos años de ausencia para someterme a un rejuvenecimiento. Yo no firmé el contrato y ninguno de nosotros estaba implicado en él. Todo este asunto lo llevan un par de subrutinas de la IR.

—¿Quién firmó el contrato?

—El director Rowell era el que estaba a cargo cuando la Asociación Lambeth empezó el proyecto. Creo que se trasladó a Berkak, le ofrecieron un puesto de decano en una universidad nueva.

—Gracias, haré que lo interroguen. —Renne aspiró más aire enrarecido, la falta de oxígeno la hacía sentirse mareada. No era una sensación desagradable, pero le costaba pensar—. Dígame algo. En su opinión, ¿qué podría haber en Marte que pudiera interesarles a una panda de terroristas como los Guardianes?

—Eso es lo más ilógico de todo esto, nada. Y no es que tenga prejuicios porque me dedique a la radioastronomía. Ese sitio es un auténtico vertedero, un desierto helado y sin aire. Es decir, venga ya. Todo este asunto es absurdo, ese planeta no tiene secretos, ni valor, ni relevancia para nadie. Yo sigo medio convencida de que la Marina ha cometido un error.

—Entonces hábleme de Cufflin.

Jennifer Seitz arrugó su bonita cara.

—Dios, no sé. Era un simple ayudante técnico; un técnico rutinario que hacía sus horas y que había aceptado un trabajo de mierda con la Agencia Científica para pagar su pensión de Descanso. Hasta ayer mismo habría jurado que yo podría contarle todas las historias de sus vidas mejor que él. Y eran todas aburridísimas, se lo digo yo. Nos pasamos tres semanas de guardia metidos aquí todos juntos, por lo que conseguimos una bendita semana libre. De hecho, a él lo destinaron aquí hace tres años y medio. Así que prefiero no pensar cuánto tiempo habremos pasado viviendo, durmiendo y comiendo en el mismo edificio desde entonces. Y ahora resulta que formaba parte de un complot terrorista para tomar el poder de la Federación. ¡Jesús! Es Dan Cufflin. Le faltan siete años para el rejuvenecimiento y está desesperado por que llegue. Le encanta el curri, detesta la comida china, se mete en demasiados culebrones TSI de porno blando, se casó una vez en esta vida, un matrimonio que terminó mal, visita a su único nieto todos los años por Pascua, le huelen los pies, es un programador de segunda fila, un mecánico normalito y nos vuelve a los demás chiflados practicando claque… y bastante mal, encima. ¿A qué clase de puñetero terrorista le gusta el claque?

—A los malos —dijo Renne con sequedad.

—No me puedo creer que lo hiciera él.

—Bueno, desde luego da la sensación de que es culpable. Lo confirmaremos nosotros mismos, por supuesto. Supongo que los llamarán a todos para que testifiquen en el juicio.

—¿Se lo lleva con usted?

—Desde luego que sí.

De algún modo, Renne consiguió volver cojeando al ADAC sin que se le notara demasiado mientras se apoyaba en Phil Mandia. Dos oficiales de la Marina escoltaron a Dan Cufflin hasta el avión detrás de ella. Lo sentaron en un sillón al otro lado del pasillo. Unas bandas de malmetal se deslizaron sobre sus muñecas y la parte inferior de las piernas y lo sujetaron al asiento. Tampoco era que pareciera estar a punto de intentar fugarse. Jennifer Seitz tenía razón en eso. Era obvio que Cufflin se estaba acercando a la edad en la que necesitaría un rejuvenecimiento aunque era un hombre alto que había conseguido evitar ganar demasiado peso. La preocupación y un aire derrotado hacían que las mejillas y los ojos parecieran demasiado hundidos, con una piel tan pálida como la de Renne. Ir vestido con un gastado peto azul oscuro sólo ayudaba a completar la imagen de desvalimiento fustigado.

Cufflin miró por la pequeña ventanilla cuando despegaron, con una expresión perpleja en la cara cuando el observatorio se quedó atrás.

El dolor de cabeza de Renne había empezado a desvanecerse en cuanto se cerró la escotilla y los motores comenzaron a presurizar la pequeña cabina. Abrió la válvula que tenía sobre el asiento y sonrió satisfecha cuando el aire filtrado le dio en la cara. El café que le trajo la azafata alivió los últimos restos de incomodidad sin necesidad de tomarse ningún tifi.

—El vuelo debería llevar unos cincuenta minutos —dijo y después volvió la cabeza hacia Cufflin—. Vamos a Río; después, en un tren circular a París.

El hombre no dijo nada, tenía los ojos clavados en algún punto fuera de la ventanilla mientras el avión se internaba en la estratosfera con un ángulo bastante abrupto.

—¿Sabe lo que va a pasar cuando lleguemos allí? —inquirió Renne con tono ligero.

—Me ponen delante de un simpático juez y me pegan un tiro.

—No, Dan. Lo llevamos a una instalación biomédica de la Marina para que lean su memoria. A decir de todos, no es una experiencia muy agradable. Perder el control de su propia mente, que otras personas invadan su cráneo y examinen todas las secciones de su vida que quieran. No hay nada privado, ni sentimientos ni sueños. Se los arrancamos todos.

—Genial. Siempre he tenido una vena exhibicionista.

—No, no la tiene. —Renne suspiró con aire comprensivo—. He tenido acceso a su expediente. He hablado con sus compañeros. ¿Qué está haciendo metido en todo este follón?

Cufflin la miró.

—Su técnica de interrogación es una mierda, ¿lo sabe?

—No soy una espía con experiencia como usted, Dan.

—Muy graciosa. No soy espía. Y no soy ningún terrorista. No soy un traidor. No soy ninguna de esas cosas.

—Entonces, ¿qué es usted?

—Ha leído mi expediente.

—Recuérdemelo.

—¿Por qué?

—De acuerdo, todo se reduce a lo siguiente: coopere, «cántelo» todo y desahóguese conmigo y quizá recomiende que no se molesten con una lectura de memoria. Pero será mejor que su historia sea de las buenas, carajo.

—¿Y en el juicio?

—No le estoy ofreciendo un trato, Dan; las cosas no funcionan así. Va a ir a juicio pase lo que pase. Pero si nos ayuda, estoy segura de que el juez lo tendrá en cuenta.

Cufflin se tomó un minuto, pero al final asintió con gesto leve.

—Tengo un nieto, Jacob, tiene ocho años.

—¿Y bien?

—Tenía que ir a juicio para poder verlo. Maldita sea, es todo lo que me queda de esta cagada de vida, lo único decente, en cualquier caso. Me mataría no poder verlo. ¿Tiene usted hijos, teniente?

—Algunos, sí. En esta vida no, todavía. Pero todos tenemos hijos. A estas alturas yo ya soy tatarabuela.

—¿Y los ve a todos? ¿A su familia?

—Cuando tengo tiempo. Este trabajo, ya sabe… No es de los de cinco a nueve.

—Pero puede verlos, eso es lo que cuenta. Mi hija se puso del lado de su madre. Y somos todos nativos de la Tierra, ése es el problema. En este planeta para conseguir cita con un abogado ya hay que ser millonario. Y yo no lo soy.

—¿Así que alguien le ofreció dinero? ¿Lo suficiente para que un abogado le consiguiera acceso al niño?

—Sí.

—¿Quién?

—No sé cómo se llama. No le vi jamás, es sólo un código de dirección en la unisfera. Es el agente de ciertas personas que se mueven en el campo de la seguridad personal. Un amigo me habló de él. Dijo que quizá pudiera ayudarme.

—De acuerdo, ¿el nombre?

—Robin Beard.

—¿Así que ese agente lo reclutó?

—Sí.

—¿Para hacer qué?

—Tal y como él lo dijo, casi nada. Me preocupaba tener que matar a alguien, aunque seguramente lo hubiera hecho. Pero todo lo que quería era que solicitara un trabajo de técnico de mantenimiento en la Agencia Científica de la NFU, en el observatorio. Tenía que monitorizar los datos marcianos que estaban recibiendo, asegurarme de que no había problemas. Dijo que un día vendría alguien a recoger una copia y cuando eso ocurriera, yo tenía que borrar el original. Ya estaba, eso era todo lo que tenía que hacer. Y a cambio de eso podría volver a ver al pequeño Jacob, una vez al año, por Pascua. No se puede decir que sea el gran crimen, así que me dije, qué diablos.

—De acuerdo Dan, y ésta es la parte más importante: ¿sabe qué eran esos datos?

—No. —El hombre frunció los labios mientras negaba con la cabeza—. No, lo juro. Intenté echarle un vistazo un par de veces. Es decir, era obvio que para el agente era muy valioso pero a mí sólo me parecieron datos normales de una estación remota.

—¿Hizo usted su propia copia, Dan, quizá para intentar aprovechar algo más?

—No. Pude ver a mi Jacob, como me habían prometido. Así que jugué limpio con ellos. No me pareció que fueran el tipo de personas al que deberías cabrear. Y supongo que tenía razón, ha dicho usted que son terroristas.

La respuesta irritó a Renne; tenía la desagradable sensación de que Cufflin estaba contando la verdad. Aquel hombre no tenía el suficiente instinto criminal como para probar a hacer un chantaje por iniciativa propia, no era más que era un hombre débil y desesperado, fácil de explotar si sabías qué tuercas había que apretar. ¿Y quién iba a ir a buscar a un espía latente en el observatorio de un radiotelescopio metido en medio de los Andes?

Fuera lo que fuera lo que los Guardianes habían hecho en Marte, habían hecho un gran trabajo a la hora de cubrir el rastro. Hasta que alguien asesinó a Kazimir McFoster.

Un día después seguía dándole vueltas al asunto, ¿cómo encajaba aquella muerte en lo que de otro modo era una operación perfecta? La oficina de París estaba investigando el caso veinticuatro horas al día, siete días a la semana, con el respaldo del estatus de prioridad máxima concedido por la Marina; en contabilidad nadie iba a cuestionar el presupuesto ni las horas extra.

A última hora de la mañana se sorprendió bostezando mientras la pantalla de su monitor sacaba otra secuencia más de información sobre la ilusoria Asociación Interplanetaria Lambeth. El café que podía tomar para contrarrestar las toxinas de fatiga que se acumulaban en su torrente sanguíneo tenía un límite. En el exterior, hacía otro parisino día gris de primavera y la lluvia se deslizaba por las ventanas. Dentro, sus colegas empezaban a ponerse de mal humor por la falta de sueño y la frustración provocada por la pérdida del asesino en L.A. Galáctico. Había habido más de una discusión a gritos entre escritorios esa mañana. Y no había mejorado el humor de nadie el reportaje sobre su oficina que había aparecido con grandes titulares en el programa de Alessandra Baron. La bella y serena presentadora había disfrutado mostrando con especial malicia el modo como el asesino había derribado a su víctima mientras estaba rodeado de oficiales de Inteligencia Naval antes de conseguir escapar. También insinuaba que al asesino de L.A. Galáctico se le buscaba para interrogarlo en conexión con el asesinato de Burnelli.

—¿De dónde saca todo eso? —había gruñido Tarlo—. Eso es información clasificada.

—De la familia Burnelli, con toda probabilidad —dijo Renne—. No creo que seamos muy populares con ellos ahora mismo. Después de todo, lo que se cargaron era el juguetito de Justine. Es muy probable que la senadora esté presionando para que el caso pase a la Seguridad del Senado.

Tarlo bajó la voz y miró a su alrededor con aire culpable por si los oía alguien.

—Mientras tú estabas en Sudamérica he averiguado algo; la jefa está recibiendo todos nuestros datos en cuanto los archivamos. Hogan no ha dicho nada, pero está volviéndose loco sabiendo que lo está vigilando por encima del hombro.

—Al fin —murmuró Renne—. Una buena noticia. ¿Se ha puesto en contacto contigo?

—Todavía no. ¿Y contigo?

—No.

—Si lo hace, dile que la ayudaré en todo lo que pueda.

—Lo haré.

Se separaron como una pareja que tuviera un romance ilícito, ambos intentando no sonreír.

El comandante Alic Hogan regresó a la oficina de París justo después de comer. Estaba de mal humor, sabía que estaba de mal humor y sabía que estar de mal humor era perjudicial para crear un ambiente decente en la oficina. Con franqueza, le importaba una mierda. Acababa de volver de Kerensk, donde se había pasado una hora en el despacho del almirante Columbia intentando explicar la «puta cagada» de L.A. Galáctico, palabras del almirante. No le parecía que hubiera razón para no amargarles la vida a los demás.

En la gran oficina de planta abierta todo el mundo levantó la cabeza de su pantalla cuando entró el comandante. Hogan sorprendió unas cuantas sonrisas de satisfacción que se ahogaron a toda prisa.

—Oficiales superiores, valoración de progresos en la sala de reuniones tres: diez minutos —anunció mientras entraba como una tromba en su despacho. Oyó murmullos a su espalda con los que ni siquiera se molestó.

Alic se acomodó en su sillón, detrás de la mesa, el típico mobiliario de cuero negro que tendría cualquier secretaria. Era lo que quedaba del mandato de Paula Myo y que él todavía no se había puesto a sustituir. Como todo lo demás de la oficina. Incluida la gente.

Aprovechó la soledad para reposar la cabeza en las manos e hizo un esfuerzo por desprenderse de todo el bagaje emocional y centrarse. Hacerse cargo de la oficina de París había sido una oportunidad enorme. La Marina estaba creciendo a un ritmo espectacular y él estaba en una posición de ventaja y ascendía con rapidez. Unirse al personal de Columbia había sido lo más inteligente que había hecho en la época en la que era todavía la Junta Directiva. Había apagado un montón de fuegos para el director Columbia, había elaborado informes sobre casi todas las divisiones. Lo que lo había convertido en la alternativa automática para vigilar a Paula Myo tras la marcha de Rees. A esas alturas, ya podía apreciar por fin a lo que se había enfrentado Myo durante tantas décadas.

Cristo, ¿así es como se sintió Myo durante ciento treinta años? El modo que había tenido de eludirlos el asesino de L.A. Galáctico no era tanto asombroso como francamente insultante. Y a juzgar por la impecabilidad con la que estaba planeada su ruta de escape, el hombre había tenido que saber que la Marina estaba vigilando a McFoster. Lo que implicaba que había una auténtica filtración por alguna parte. Lo único que Alic jamás podría contarle al almirante, no hasta después de tener pruebas definitivas y a ser posible una confesión completa también. Estaba también el tremendo problema de para quién estaba trabajando el asesino, con exactitud. La conclusión más obvia, la que había escogido Myo, era imposible a nivel político. Jamás podría admitirlo ante nadie. La idea era un suicidio profesional.

Tenía que controlar de una vez todo aquel asunto de los Guardianes, informar al almirante de algún avance sólido. Si no había ningún resultado… y rápido, seguiría el camino de Myo. Y estaba bastante seguro de que a él nadie le iba a ofrecer un chollo en la Seguridad del Senado.

Pero al menos el fracaso de L.A. Galáctico les había dejado toda una serie de pistas sobre varias operaciones y miembros de los Guardianes. Los oficiales que tenía en París eran buenos, a pesar de la amargura que quedaba tras la marcha forzosa de Myo. Todo lo que tenía que hacer era asegurarse de que tenían los recursos necesarios para llevar a cabo las varias investigaciones que tenían entre manos y coordinar una estrategia decente para todo el caso. Habría resultados que ahondarían en la organización de los Guardianes. Tenía que haberlos.

Alic bebió un vaso entero de agua mineral con la esperanza de que lo calmara y lo pusiera en el estado de ánimo más adecuado para presidir la reunión. Quizá sólo estaba deshidratado, habían sido veinticuatro horas de locos. Cuando estuvo preparado, se dirigió a la sala de reuniones. Renne Kempasa iba delante de él con una gran taza de café.

Tarlo y John King ya estaban esperando dentro. John era uno de los investigadores de la antigua Junta Directiva, lo habían trasladado del departamento técnico forense un par de meses antes de que comenzaran los cambios administrativos. El momento del traslado significaba que no se mostraba tan glacial con Alic como los otros dos tenientes superiores.

—Demasiada cafeína —dijo Tarlo en voz alta cuando se sentó Renne—. ¿Qué es? ¿El octavo que te tomas esta mañana?

Renne lo miró furiosa.

—O bebo esto o empiezo a fumar. Tú dirás.

John se echó a reír al ver la expresión sobresaltada de Tarlo.

Alic Hogan entró y se sentó a la cabecera de la mesa blanca.

—El almirante no está muy contento con nosotros, en absoluto —les dijo—. Un hecho que me ha dejado muy claro, como estoy seguro de que podrán apreciar. Así que… que alguien me diga por favor que al fin tenemos un nombre para nuestro asesino.

—Lo siento, jefe —dijo John King—. Su cara no estaba en ninguna base de datos de la Federación. Es un perfilamiento, por supuesto. Es probable que lo tengamos bajo su antigua identidad. Pero sus rasgos actuales nos son desconocidos por completo.

—No tanto —dijo Renne—. McFoster lo conocía. De hecho, se alegró de verlo. Estaba encantado, en realidad. Apuesto lo que sea a que nuestro asesino es de Tierra Lejana.

—Y en Tierra Lejana, ¿quién va a enviar un asesino a la Federación? —preguntó John.

La teniente se encogió de hombros.

—No lo sé, pero como mínimo deberíamos comprobar los archivos del TEC para ver si pasó por la estación de Boongate durante el último par de años.

—De acuerdo, pondré a mi gente a trabajar en eso —dijo John—. Foster Córtese está analizando para mí los programas de reconocimiento visual, puede añadir las bases de datos de Boongate a su análisis.

—Bien —dijo Alic—. Bueno, ¿y qué hay del equipo que llevaba conectado? Todos vimos de lo que era capaz. Era un equipo de última generación, tiene que haber algún tipo de registro.

—Jim Nwan está siguiendo eso por mí —dijo Tarlo—. Hay muchas compañías por toda la Federación que fabrican ese tipo de armamento. Yo ni me había dado cuenta. Buena parte se suministra a las familias de los grandes y las dinastías intersolares para sus divisiones de seguridad. Rastrear el usuario final a través de ellos no es fácil, no se están mostrando muy colaboradores. Y luego siempre está Illuminatus, las clínicas de allí son incluso menos cordiales.

—Si alguien le pone impedimentos, avíseme de inmediato —le dijo Alic—. El despacho del almirante hará presión directamente.

—Claro.

—Bien, Renne, ¿qué sacó en el observatorio?

—Bastante, aunque no estoy segura de si hay algo relevante.

—Oigámoslo.

La teniente tomó un sorbo de café e hizo una mueca al sentir lo caliente que estaba.

—En primer lugar, hemos confirmado lo que recogió McFoster: toda una serie de datos que habían estado almacenando. Al parecer procedía todo de Marte.

—¿Marte? —Alic frunció el ceño—. ¿Qué coño hay en Marte?

—Ahí es donde empezamos a encontrarnos con problemas. No lo sabemos. Los datos se retransmitían desde una estación científica remota. En términos oficiales era un proyecto patrocinado por la Sociedad Interplanetaria Lambeth para investigar el entorno marciano. La estación ha estado transmitiendo las señales durante veinte años, se supone que desde sensores automatizados que salpican todo el planeta.

—¿Ha dicho usted veinte años?

—Sí —dijo Renne con tono irónico—. Sin embargo, la Sociedad Interplanetaria Lambeth ya no existe, entró en el plano virtual hace ocho años. Hoy en día es sólo una dirección que alberga un bufete igual de falso. Hay un programa de administración que supervisa una cuenta bancaria que tiene el dinero justo para pagar el proyecto de Marte hasta su conclusión. El observatorio recibe sus honorarios anuales y si alguien llama a la asociación con una pregunta, el programa tiene un menú con un repertorio de respuestas. En otras palabras, es la típica tapadera de los Guardianes.

—¿Fue real en algún momento? —preguntó Alic.

—Cuando se puso en marcha, sí. Había una oficina física en Londres, junto con su personal. Tengo a Gwyneth intentando encontrar a alguien que estuviera empleado allí, esperamos que aparezca alguna secretaria o un miembro auxiliar del personal. No promete mucho, cualquiera que fuera importante pertenecería a los Guardianes, los demás serían ciudadanos de otros mundos con un visado de trabajo normal. Como no hay ningún registro, estamos comprobando las agencias de colocación de otros mundos.

—¿Por qué abandonaron los Guardianes la oficina de la asociación si el observatorio sigue recogiendo datos para ellos? —preguntó John.

—El cambio coincide con el envío a Marte de la última serie de instrumentos —dijo Renne—. A lo largo de sus primeros doce años pagaron para que se desplegara un montón de equipo. No se puede hacer eso sólo a través del ciberespacio, tiene que haber reuniones, tienen que ser personas reales las que hablen con el personal de la Agencia Científica de la NFU y los lleven a comer, asistan a seminarios, tiene que haber diseñadores para los paquetes de sensores, ese tipo de cosas.

—¿Y hay registros de lo que enviaron a Marte? —preguntó Alic. No le gustaba lo importante que parecía ser la operación de los Guardianes, ni tampoco que implicara algo nuevo, algo que ellos no entendían. Había demasiados puntos negativos que incluir en cualquier informe que le enviara al almirante.

—Tenemos los manifiestos de la Agencia Científica de la NFU para sus naves de transporte —dijo Renne—. En cuanto a lo que se cargó en realidad a bordo en su momento, no hay forma de saberlo. Esas naves viajan por todo el sistema solar, los instrumentos planetarios que despliegan van metidos en contenedores seguros, dentro de vehículos de aterrizaje de un solo uso. En el aeropuerto lunar a nadie se le ocurriría abrir un sistema sellado cuando lo cargan en una nave, no hay razón.

—¿Me está diciendo que los Guardianes han estado llevando a cabo una operación aquí, en el sistema solar, durante veinte años, justo delante de nuestras narices, y nosotros seguimos sin saber lo que es? —Alic se detuvo, no quería parecer crítico, tenían que trabajar juntos en aquello—. ¿Qué hay de los demás planetas? ¿Los Guardianes también están llevando a cabo operaciones en ellos?

—No lo parece —dijo Renne—. Matthew Oldfield está verificando todos los proyectos planetarios del Sistema Solar que conoce la Agencia Científica de la NFU, hasta ahora parecen legítimos. Sólo era Marte.

—¿Pero no hay forma de saber qué colocaron allí?

—No, aparte de ir en persona e inspeccionar el equipo. Pero los sistemas han estado enviando datos durante dos décadas y estaban programados para continuar diez años más. No me parece que sean ningún tipo de arma. Para serle franca, no creo que merezca la pena desperdiciar más recursos en eso; fuera lo que fuera, es obvio que el proyecto entero se ha terminado.

—No puedo estar de acuerdo con eso —dijo Tarlo—. Llevan veinte años. Tiene que ser importante para ellos. Lo que significa que tenemos que averiguar lo que es.

—Lo importante eran los datos —respondió Renne—. Eso era lo que buscaban. Y ahora han desaparecido. Cufflin borró la memoria del observatorio y McFoster no los tenía encima cuando lo mataron.

A Alic no le hizo gracia que le recordaran que McFoster al parecer no llevaba nada, aunque el asunto entero se estaba convirtiendo en un gran duelo político entre el almirante y los Burnelli. Él, desde luego, no quería meter a la oficina de París en aquello y casi estaba de acuerdo con Renne en que investigar Marte era un desperdicio de recursos. Pero… veinte años. Era obvio que Johansson había pensado que era muy importante.

—¿Qué hay de ese tal Cufflin? ¿Ya le hemos hecho una lectura de memoria?

—No veo para qué —dijo Renne—. Me lo contó todo de forma voluntaria en el vuelo de regreso a Río. Aquí lo atiborramos de drogas y repitió la misma historia. Sólo era un cómplice pagado, no es gran cosa. Mi recomendación es que se le acuse de conspiración criminal y dejemos que los tribunales decidan lo que hacer con él a continuación.

—Si no cree que pueda ser de más utilidad, me parece bien. —Alic le dijo a su mayordomo electrónico que tomase nota.

—Lo que sí nos dio fue un nombre útil —continuó la teniente—. Robin Beard. Fue el intermediario que puso a Cufflin en contacto con el agente anónimo que montó todo el trato. Es sólo una corazonada pero a varios miembros del equipo implicado en el ataque contra el Segunda Oportunidad los reclutaron a través de un agente que se especializaba en operativos de seguridad y que también tuvo mucho cuidado de permanecer en el anonimato. Podría ser coincidencia, pero las dos eran operaciones de los Guardianes.

—¿Sabemos dónde está ese tal Robin Beard? —preguntó Alic, intentó no parecer demasiado emocionado, eso sería poco profesional, pero el caso era que el agente parecía un indicio muy prometedor.

—Tengo a Vic Russell trabajando en ello y le hemos dado prioridad. Su última dirección conocida era de Cagayn. Vic está en el expreso, de camino hacia allí en estos momentos; ya nos estamos coordinando con la policía local.

—Excelente.

—¿Y qué hay de Marte? —preguntó Tarlo—. No podemos limitarnos a olvidarlo.

—Bueno, aquí está lo interesante —dijo Renne—. Cufflin jamás transmitió nada a Marte a través del enlace del observatorio, ninguna instrucción codificada para que se cerrara la operación. Así que, en teoría, la estación remota y lo que sea que los Guardianes colocaron allí, sigue en funcionamiento. Va a enviar otra señal dentro de ocho días. La Agencia Científica de la NFU está reuniendo a un grupo de científicos planetarios para analizar los datos para nosotros y ver si procede de sensores medioambientales.

—¿Ocho días? —dijo Tarlo con tono mordaz—. ¡Venga ya! Comandante, estaban desesperados por conseguir esos datos. Tenemos que investigarlo ya.

Alic quería estar de acuerdo pero el coste de enviar un equipo forense a Marte sería espectacular. Desviar un agujero de gusano del TEC, aunque fuera uno de la división de exploración, costaría millones. Esa clase de procedimiento tendría que autorizarlo el almirante.

—¿Por qué no puede ponerse en contacto el observatorio con la estación remota hoy mismo? Tiene que haber algún tipo de protocolo de comunicación para diagnosticar los sistemas de ahí arriba. Tiene que ser más barato y es probable que más rápido, también.

Renne se encogió de hombros.

—Supongo. Puedo preguntarle a Jennifer Seitz, la directora.

—Hágalo e infórmeme. —El comandante sonrió, satisfecho. Buenas decisiones, limpias; un liderato como debe ser; todo el mundo salía ganando.

—Claro. —Y la teniente tomó otro sorbo de café.

—Y una buena noticia para usted, jefe —dijo Tarlo. Y le lanzó una sonrisa maliciosa a Renne desde el otro lado de la mesa.

—Adelante.

—Estamos haciendo progresos con los archivos de los datos financieros de McFoster. Necesito una orden para abrir las cuentas que tenía en el banco Pino del Pacífico, están protegidas. En cuanto podamos estudiar su patrón de gastos, podremos elaborar un perfil de sus movimientos. También averiguaremos de dónde venía el dinero.

—Cuenta de un solo uso, depósito en metálico —dijo Renne, y sonrió por encima de la taza de café—. Siempre lo son. Imposibles de rastrear.

Tarlo estiró un dedo y le hizo un gesto obsceno.

—Tendrá la orden dentro de una hora —le prometió Alic—. De acuerdo, las cosas no están tan mal como parecían allí en el cruce. Podemos resolver esto, sé que podemos.