PRELUDIO A LA ANIQUILACIÓN

Nevaba. Delicados copos de nieve en polvo caían desde la mañana. El viajero, que había pasado la noche en la ciudad, fue caminando hasta el río, cautivado por la nieve. El puente de Honkawa se hallaba muy cerca de donde se hospedaba. Hacía mucho tiempo que aquel nombre, Honkawa, no acudía a su mente. Parecía como si los recuerdos de sus años de estudiante de secundaria siguieran impregnando aquel lugar. La nieve en polvo hacía que su vista, ya de por sí fina, se aguzase. Se detuvo en mitad del puente y miró hacia la orilla, en la que avistó un cartel anticuado en el que se podía leer: «Honkawa Manjū»[1]. De repente tuvo la impresión de que volvía a sumergirse en el fascinante y apacible paisaje de antaño. Mas, de pronto, afloró en su interior un escalofrío que fue incapaz de controlar. En aquel momento de paz perfecta, bajo la nieve, una visión del más espeluznante apocalipsis cristalizó en su mente. Lo consignó todo por escrito en una carta y se la envió a un amigo que vivía en la zona. Después abandonó la ciudad y emprendió un viaje que lo llevó a tierras lejanas.

El destinatario de la carta se hallaba sumido en sus ensoñaciones. Miraba a través de la ventana de su cuarto, situada en un primer piso. Frente a él alcanzaba a vislumbrar las blancas paredes de un pequeño almacén hecho de adobe. De la parte superior, cerca de las tejas, se había desprendido un trozo de pintura, y la visión de aquel vulgar pedazo de barro rojo le sumió en una profunda melancolía. Pequeños detalles como aquel traían el pasado de vuelta a su memoria. Había estado fuera mucho tiempo y hacía poco que se había instalado de nuevo en la ciudad. Para alguien ausente durante tantos años, todo resultaba ajeno. ¿Qué habría ocurrido con las montañas y los ríos que alimentaban sus sueños de infancia? Día tras día, dejaba que sus pies lo condujeran a su antojo, y contemplaba las escenas de la vida cotidiana que su ciudad natal le ofrecía. Coronada por la nieve tardía de la primavera, la cordillera de Chūgoku y los ríos que fluían a sus pies ofrecían una estampa sutil, más aún teniendo en cuenta el ajetreo que reinaba en la ciudad, militarizada en esos tiempos de guerra. La gente con la que se topaba por la calle lo trataba con frialdad pero, incluso en medio de aquella crispación, todavía le era posible encontrar reductos de una vetusta languidez, recuerdos de un mundo que se desvanecía…

Sin darse cuenta, se encontró rememorando la estremecedora descripción contenida en la carta de su amigo: hablaba de un cataclismo infernal, inimaginable, que sobrevendría de improviso. ¿Llegaría a suceder de verdad? ¿Perecería él mismo junto con la ciudad entera? ¿O habría vuelto solamente para contemplar con sus propios ojos las horas finales del lugar que lo vio nacer? Ambas opciones parecían igualmente probables. ¿Lograría sobrevivir de algún modo la ciudad, quedar indemne? Estos eran los pensamientos, vacuos o egoístas, que le rondaban por la cabeza en aquel instante.

Con su elegante chaqueta de lana negra anudada a la cintura con un fajín y el mentón reluciente, recién afeitado, Seiji se plantó en la puerta de la habitación de Shōzō:

—¡Venga, mueve ese trasero!

La mirada amable de Seiji contradecía la dureza de sus palabras. Acuclillándose junto a la mesa, donde Shōzō estaba ensimismado tratando de escribir una carta, hojeó distraídamente las ilustraciones del ejemplar de las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura de Winckelmann. Shōzō dejó la pluma y miró en silencio a su hermano mayor. Cuando era joven, Seiji había sentido verdadera pasión por la historia del arte. ¿Podía ser que continuara atrayéndole? Pero Seiji cerró el libro de golpe. La brusquedad de aquel gesto fue para Shōzō una continuación del «mueve el trasero» anterior. Aunque ya había transcurrido más de un mes desde que regresara a casa de su hermano, aún no había encontrado trabajo y se dedicaba a acostarse tarde cada noche y a levantarse más tarde aún cada mañana.

Comparado con Shōzō, daba la impresión de que su hermano se pasaba los días encorsetado por una estricta disciplina, gobernado por la tensión. Incluso después de que se echara el cierre a la fábrica cada noche, las luces de su oficina continuaban encendidas a menudo hasta bien entrada la madrugada. En una ocasión, al pasar por la callejuela que lindaba con su ventana, Shōzō se había asomado a su despacho: Seiji escribía a solas, sentado frente a su mesa. La satisfacción y el deleite que sentía a la hora de manipular toda aquella burocracia —estampar su sello en las nóminas mensuales de los empleados, rematar los documentos que debía enviar a la oficina de movilización— se hacía evidente hasta en su letra: por las paredes de la oficina colgaban notas caligrafiadas con tal pulcritud que parecían escritas a máquina… Mientras Shōzō se recreaba observando todos aquellos signos, Seiji giró la silla hacia la estufa de carbón, todavía encendida y preguntó:

—¿Te hace un cigarro?

Sacó un arrugado paquete de tabaco de uno de los cajones de la mesa y encendió la radio que había en una de las baldas. La radio alertaba sobre la situación crítica en Iwo Jima[2]. No pudieron evitar terminar hablando sobre los derroteros que iba tomando la guerra. Seiji se limitó a manifestar sus dudas; Shōzō musitó unas pocas palabras que hicieron patente su desesperación…

Cada vez que la alarma antiaérea suena en plena noche, Seiji se dirige a toda prisa a la oficina. Cinco minutos después, el timbre de alerta de la fábrica aúlla con estrépito. Entonces, con cara somnolienta, Shōzō abre las contraventanas y ve en el exterior a dos chicas jóvenes. Son las trabajadoras de guardia de la fábrica. Una de ellas lo saluda:

—Buenas noches.

Su diligencia le hace sentirse incómodo, y piensa con vergüenza que debería tener un aspecto más despejado. Se dirige a la oficina y busca a tientas en la oscuridad para sintonizar la radio, encendiendo el pequeño piloto del aparato. Para entonces, reaparece Seiji inquieto, con un bōkū-zukin[3] en la cabeza:

—¿Hay alguien ahí? —pregunta Seiji en dirección a la luz, dejándose caer pesadamente sobre una silla. Pero inmediatamente se incorpora y se va a echar un vistazo a la fábrica. Ocurra lo que ocurra durante la noche, a la mañana siguiente, a primera hora, Seiji va al trabajo en bicicleta, despejado y presto. Y es él, precisamente, el que sube a la primera planta, donde Shōzō aún dormita, para reprenderlo:

—¿Todavía estás durmiendo, perezoso?

También ahora fue capaz Shōzō de leer el acostumbrado reproche en el aire atareado que irradiaba Seiji. Tras colocar de nuevo las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura en su sitio, preguntó de pronto:

—¿Dónde se ha metido Jun’ichi?

—Lo llamaron por teléfono esta mañana. Probablemente se haya ido a Takasu.

Con una sonrisilla bailándole en los ojos, Seiji se tumbó con un suspiro y dijo en un murmullo:

—¿Otra vez se ha ido? ¡Qué pesado!

Parecía esperar que Shōzō tuviera ganas de cotillear sobre los enredos del hermano mayor de ambos, Jun’ichi. Pero en realidad Shōzō aún no había acabado de enterarse siquiera de en qué consistían los problemas que recientemente había tenido con su mujer. Aunque, en cualquier caso, Jun’ichi no soltaba prenda más allá de lo estrictamente indispensable.

Desde el día en que Shōzō volvió a casa, se respiraba en la atmósfera que algo marchaba mal. No tenía nada que ver con las telas negras que tamizaban las luces, ni con las cortinas oscuras que colgaban por doquier para impedir que los aviones americanos divisaran el resplandor de las ventanas. Ni siquiera fue el modo descortés con que recibieron al hermano menor de la familia, cuya esposa había muerto no hacía mucho y que, en aquellos tiempos aciagos, no había tenido más remedio que regresar a casa con su familia. No. Había algo más que acechaba en la casa, algo siniestro. En ocasiones, la expresión de Jun’ichi se tornaba sombría, y en la cara de su cuñada, Takako, se adivinaba una angustia creciente, algo así como una rabia ciega. Incluso sus dos sobrinos, todavía en edad escolar y movilizados para trabajar en la fábrica de Mitsubishi, permanecían extrañamente callados, con expresión lúgubre.

Un día, Takako desapareció sin más de la casa. Fue entonces cuando comenzaron las salidas en solitario de Jun’ichi y cuando se dejó la organización de la casa en manos de Yasuko, la hermana menor de la familia, una mujer joven, en la treintena, viuda reciente, que vivía también en el barrio. Aunque se hubiera hecho ya tarde, Yasuko solía visitar a Shōzō en su habitación, y hablaba sin parar acerca de todo tipo de cuestiones. Así se enteró de que no era la primera vez que su cuñada desaparecía, y que Yasuko ya había tenido que hacerse cargo de la casa en otras dos ocasiones. Era ella la que se encargaba de describirle la atmósfera de la casa a su hermano, en relatos salpicados de conjeturas y distorsiones. Quizás precisamente por eso parte de las cosas que le decía se terminaban quedando firmemente ancladas en su mente, y no había forma de sacárselas…

En el cuarto de estar, cubierto de cortinas negras, junto al kotatsu[4] recubierto con un lujoso y resplandeciente edredón rojo adamascado y bañado por la luz de la habitación, era donde más fácilmente se podía encontrar al descorazonado Jun’ichi. Su aspecto inspiraba a Shōzō un profundo desconsuelo. Pero, sin importar cuál fuera su ánimo, cada mañana Jun’ichi se ponía su ropa de trabajo y, diligente, se disponía a empaquetarlo todo para la evacuación que, indudablemente, había de llegar en algún momento. En su semblante no había sino arrogancia y desdén… De vez en cuando, recibía conferencias de otras ciudades y entonces se marchaba con aire de estar muy ocupado. En Takasu, al parecer, había encontrado a un mediador que quizás le ayudara a arreglar las cosas con su mujer, pero Shōzō no tenía muchas más noticias sobre el tema…

Yasuko atribuía los últimos cambios de humor de su cuñada a ciertas privaciones a las que se había visto sometida como consecuencia del desarrollo de la guerra. Una guerra que, al fin y al cabo, para Yasuko había supuesto muchos padecimientos, más aún si se comparaban con el bienestar que había representado para Takako. Así que hablaba de su cuñada con cierto temor, como si aquella última y desconcertante desaparición fuese el resultado de algún tipo de fenómeno psicológico derivado de la menopausia… En una ocasión, Seiji entró en la habitación mientras ella disertaba sobre Takako y se quedó escuchando en silencio. De pronto, la interrumpió:

—En resumen, según tú, Takako carece de espíritu de sacrificio y ni siquiera se le pasa por la cabeza arrimar el hombro y ponerse a trabajar. Y encima ni siquiera tiene la más mínima consideración hacia los obreros de la fábrica.

Yasuko asintió y añadió:

—No es más que una señoritinga. Eso es lo que es.

Shōzō, por su parte, intervino:

—Aun así, me pregunto si no será que todas las falsedades que ha traído esta guerra nos están envenenando lentamente el alma.

Seiji contestó con una sonrisa:

—No. La cosa no es tan complicada como parece. Simplemente está enfadada porque los lujos a los que estaba acostumbrada poco a poco están tocando a su fin.

Más de una semana después de huir de casa, Takako regresó; pero, al parecer, debía de haber algo que aún no se había resuelto, puesto que, pasados cuatro o cinco días, volvió a esfumarse. Jun’ichi reemprendió su búsqueda.

—Esta vez va para largo…

Pero mantuvo la cabeza alta, e incluso les enjaretaba comentarios maliciosos a sus hermanos pequeños:

—Si nos arrastramos, todo el mundo se reirá de nosotros. ¿Tenéis más de cuarenta años y todavía no sabéis cómo tratar con la gente?

Shōzō detectaba en sus dos hermanos mayores rasgos de su propio carácter y, en ocasiones, eso le inquietaba. Yasuko, que se había puesto a trabajar como supervisora en la Factoría Mori, no dejaba pasar la oportunidad de hacer notar la ineptitud de sus hermanos en lo tocante al trato social. Una ineptitud que también formaba parte del temperamento de Shōzō. En cualquier caso, ¡cómo habían cambiado sus hermanos durante el largo tiempo en que el pequeño había estado ausente! ¿Pero acaso él mismo no había cambiado de igual modo? Expuestos a amenazas y peligros casi diarios, todos y cada uno de los hermanos se habían ido transformando, y seguirían haciéndolo, de eso no cabía duda. Shōzō sería testigo de este proceso hasta que la mismísima muerte tocase a su puerta. Pensamientos de esa índole eran los que ocupaban por aquel entonces su mente.

—¡Ha llegado!

Seiji sacó un papelito y se lo pasó a Shōzō. La escueta nota comunicaba el ingreso de este en la reserva. Shōzō se quedó mirando el papel; lo leyó de nuevo. Analizó hasta el más inocente signo de puntuación.

—¿En mayo? —murmuró.

Shōzō ya no estaba tan atemorizado como el año anterior, cuando fue movilizado y lo enviaron a un campamento de la milicia para que se entrenase. A pesar de todo, al ver la expresión de angustia en la cara de su hermano, Seiji dijo:

—¿Cuál es el problema, a ver? A estas alturas ni por asomo te mandarán al extranjero. Yo que tú ni me inquietaría…

Aquellas palabras, aparentemente despreocupadas, ocultaban su verdadero desasosiego. Faltaban dos meses para mayo… «¿Durará la guerra dos meses más?», se preguntó Shōzō.

Shōzō solía deambular sin rumbo fijo por la ciudad. En una ocasión cogió a Ken’ichi, el hijo de Yasuko, y caminaron juntos hasta Villa Izumi. Había pasado mucho tiempo desde su última visita. De niño también solían llevarlo a él a pasear por allí. Ahora, como entonces, los árboles y el agua susurraban bajo los rayos del cálido sol primaveral. Un pensamiento fulminante lo asaltó de pronto: un lugar ideal a donde escaparse…

Las sesiones matinales de los cines estaban llenas, y los restaurantes del barrio comercial abarrotados. Shōzō caminaba y tomaba los atajos de los que aún guardaba recuerdo, pero era incapaz de encontrar algunos de los escenarios que se habían grabado en su mente siendo niño, lugares desde hacía tanto tiempo añorados. De vez en cuando, en un cruce, aparecía una unidad de soldados entonando una triste tonada heroica; un grupo de estudiantes del cuerpo de trabajadoras, tocadas con sus hachimaki[5], seguía a corta distancia a los soldados, marcando el paso.

Parado en mitad del puente, Shōzō miraba corriente arriba y contemplaba las montañas que se elevaban tras la ciudad. Desconocía cómo se llamaban. Justo al lado opuesto, en dirección al Mar Interior, las cumbres asomaban por encima de los edificios. Tenía ganas de gritar con todas sus fuerzas a todas aquellas montañas que sitiaban la ciudad. Una tarde se fijó en dos chicas jóvenes que doblaban una esquina. Le picó la curiosidad: ¿sería aquel un nuevo arquetipo de mujer, la mujer que le depararía el mañana, de cuerpo saludable y cabello peinado con permanente? Las siguió sin perder ripio de lo que decían:

—No habrá problema mientras nos queden patatas, ya lo verás… —La voz de aquella chica era horrenda, apagada. Por su aspecto, parecía exhausta.

Se había acordado que unas sesenta chicas de la escuela vendrían a trabajar al taller textil de la Factoría Mori. Seiji había trabajado como una mula para organizar los preparativos de la bienvenida. Según se iba acercando el día, incluso Shōzō, que hasta ese momento se había dedicado básicamente a vaguear, se presentó en la oficina por iniciativa propia y se puso manos a la obra. Vestido con su nueva ropa de trabajo y arrastrando sus geta[6] con gran estrépito, se afanó en acarrear sillas del almacén. Había algo desgarbado en sus movimientos, como si se doblara bajo el peso de un esfuerzo al que no estaba acostumbrado… Por fin, las sillas fueron colocadas, las cortinas colgadas, y el programa del acto elaborado por Seiji fue enviado: la sala estaba lista. Se suponía que la ceremonia debía empezar a las nueve, pero la alarma antiaérea había sonado temprano aquella mañana, de modo que el programa entero se fue al traste.

—Aviones sobre Okayama, Bingo, Matsuyama…

La radio informaba en tiempo real sobre los ataques de los bombarderos. Cuando Shōzō hubo terminado de prepararse, empezaron a rugir las baterías antiaéreas. Aquella fue la primera alarma por bombardeo que se escuchó en la ciudad. El cielo, del color del plomo, parecía reflejar la tensa atmósfera, pero finalmente se comprobó que no había ni rastro de aviones por ninguna parte. Cuando rebajaron el nivel de la alarma al de simple alerta, la gente, inquieta, salió de los refugios y prosiguió con su vida. Al entrar en la oficina, Shōzō se dio de bruces con Ueda, que se protegía la cabeza con un casco metálico.

—¡Ay, Dios mío, ya están aquí! —dijo Ueda, que acudía al trabajo a diario desde el campo.

Incluso en aquel momento su cuerpo robusto y su cara, que reflejaban su cándido espíritu, eran capaces de transmitir cierta tranquilidad a Shōzō. Seiji, vestido con una chaqueta, asomó también por allí y trató de sonreír con valentía, aunque tras sus ojos se adivinaba un brillo de estremecimiento.

Sucedió cuando Ueda y Seiji salieron a la calle. Shōzō permanecía sentado en su silla, perdido en sus ensoñaciones. De pronto se escuchó un crujido proveniente del tejado, seguido de un estruendo enorme. Shōzō creyó que algo se desplomaba sobre su cabeza y miró hacia la ventana. Fue apenas un instante. El alero del tejado y la copa del pino del jardín se le quedaron grabados como a fuego en la retina. Los moradores de la casa aparecieron todos en tropel. Miura exclamó con una sonrisa torcida:

—¡Vaya susto! Casi se me sale el corazón por la boca.

Cuando la alarma calló, una muchedumbre atestó la calle. Curiosamente, hasta en medio de aquella algarabía se podía sentir una cierta atmósfera de despreocupación, como una sutil indolencia. Alguien mostró un trozo de metralla y dijo que la había cogido justo de allí arriba, del tejado.

Al día siguiente llegaron las chicas tocadas con sus hachimaki, precedidas por la profesora y el director de la escuela. Fueron conducidas inmediatamente a la sala de reuniones. Cuando todos los trabajadores de la fábrica estuvieron acomodados, Shōzō y Miura se sentaron juntos en la parte de atrás. Shōzō se dedicó a escuchar sin excesivo interés las directrices del encargado de movilización del gobierno de la prefectura, así como las instrucciones del director. Acto seguido subió al estrado Jun’ichi, muy elegante en su uniforme civil. Shōzō se despabiló un poco y atendió a cada una de las palabras del discurso de su hermano. Jun’ichi debía de tener experiencia en ese tipo de ceremonias, pues se expresaba con gran sobriedad de voz y de gestos, aunque hubo también ocasiones en las que parecía que iba a atascarse, como si hubiera contradicciones entre lo que realmente sentía y lo que decía. Shōzō lo observaba con atención. En un determinado momento, Jun’ichi lo miró directamente: Shōzō pudo captar en sus ojos un brillo extraño, como si le estuviera lanzando un desafío. Las chicas entonaron un himno y a partir entonces empezaron a venir todos los días animosamente a trabajar a la fábrica. Aparecían temprano cada mañana, y cada tarde, perfectamente alineadas, salían precedidas por su profesora. Aportaban frescura al trabajo, y hasta un cierto encanto. Shōzō se sentía impresionado por su candor.

Shōzō estaba contando botones desparramados sobre el tablero de la mesa en un rincón de la oficina. Su tarea consistía en agruparlos de cien en cien. Jun’ichi atendía a unos visitantes, pero mientras tanto no le quitaba ojo. Shōzō cumplía lánguida y torpemente con aquella tarea a la que sus dedos no estaban acostumbrados. Jun’ichi vociferó, exasperado:

—¿Qué manera de contar es esa? Esto no es ningún juego, ¿sabes?

Katayama garabateaba una carta. De pronto, soltó la pluma y se acercó a Shōzō:

—Mira, se hace así.

Con gran amabilidad, le dio las instrucciones precisas. Era más joven que él y estaba pletórico de energía. Era asombrosamente inteligente, también; siempre iba dos pasos por delante de Shōzō en todo.

Nueve días después de que los bombarderos hicieran su primera aparición sobre la ciudad, la alarma antiaérea volvió a sonar. Los aviones sobrevolaron el estrecho de Bungo, y después se desviaron hacia la punta de Sada para dirigirse a Kyushu. En esta ocasión la ciudad también salió indemne, aunque esta vez tanto la propia urbe como sus habitantes parecieron perder súbitamente el aplomo. Se enviaron unidades militares para demoler un edificio detrás de otro, a fin de hacer cortafuegos; en cuanto a la evacuación, continuaba incluso de noche.

Pasado el mediodía, después de que todos los demás salieran de la oficina, Shōzō se sentó a solas y se sumergió en la lectura de una edición en rústica de El descubrimiento del cero, que había publicado la editorial Iwanami. Había algo extrañamente conmovedor en la historia de su protagonista, un oficial francés prisionero de los rusos en la época de las guerras napoleónicas, un hombre que lograba evadirse de su humillación mediante el estudio de las matemáticas. Al cabo de un rato regresó Seiji. Llevaba el nerviosismo pintado en la cara.

—¿Todavía no ha vuelto Jun’ichi?

—Parece que no —respondió Shōzō con aire distraído.

Jun’ichi estaba fuera, como de costumbre. A saber dónde se había marchado esta vez. Para cualquiera que no fuera él, sus cuitas con Takako eran algo casi insondable.

—¡No podemos quedarnos aquí de brazos cruzados! —dijo Seiji irritado—. Sal a echar un vistazo. Han arrasado los barrios de Takeya-chō y Hirataya-chō, y están evacuando el almacén de ropa del ejército.

—¡Así que por fin ha llegado el día de la evacuación! Eso demuestra que Hiroshima lleva unos tres meses de retraso con respecto a Tokio —respondió Shōzō bruscamente.

Seiji clavó la mirada en su hermano. Tenía una expresión severa, ni siquiera pestañeaba:

—Yo creo que deberías considerar una suerte que Hiroshima vaya con retraso respecto a Tokio, ¿no crees?

Con tantos niños, la casa de Seiji estaba siempre manga por hombro. La ropa que se llevarían en la evacuación estaba desperdigada de cualquier manera por las habitaciones. Dos de los niños formaban parte del grupo de evacuación y tenían que dejar pronto la casa, y prepararlos era en sí mismo un asunto complicado. Mitsuko, la mujer de Seiji, no era muy habilidosa, y trabajaba a paso de tortuga. En su indolencia, de cuando en cuando se extraviaba en alguna conversación intrascendente, y si Seiji volvía y la veía perdiendo el tiempo la tomaba invariablemente con ella. Normalmente, al terminar de cenar, Seiji se encerraba en la habitación del fondo, y entonces se escuchaba el traqueteo sin descanso del pedal de la máquina de coser. Estaba fabricando una mochila. En la casa ya había dos, así que fabricar una tercera no parecía una tarea urgente, pero Seiji estaba ilusionado con el trabajo. Murmuraba: «¡Maldición, maldición!», suplicándole a la aguja:

—Que me aspen si no consigo que quede mejor que la de un fabricante.

Y, de hecho, la mochila que estaba cosiendo era, sin duda, mucho mejor que la que cualquier pobre fabricante de macutos podría concebir jamás. Seiji sabía distraerse, vaya que sí.

Aquel mismo día, después de que empezara a sonar en el depósito de ropa del ejército la orden de evacuación, Seiji notó que la tierra empezaba a temblar bajo sus pies. En el camino de regreso a casa se acercó a Takeya-chō. Después de cuarenta años recorriendo aquellas callejuelas había llegado a acostumbrarse a su aspecto, y las conocía casi de memoria. Pero ahora, de la noche a la mañana, el barrio parecía una enorme boca desdentada. Los soldados se habían dedicado a derribar todo lo que encontraban a su paso. Seiji nunca había estado muy lejos de la ciudad que lo vio nacer. La única vez fue a los veinte años, cuando se marchó una temporada a estudiar fuera. Había afrontado pacientemente las obligaciones que se le venían encima, y comprobó que su situación era cada vez más estable. Por esa razón, ver con sus propios ojos todo lo que estaba ocurriendo se le hacía insoportable. ¿Qué iba a suceder? Shōzō era incapaz de comprender absolutamente nada, de modo que Seiji necesitaba encontrar a Jun’ichi lo antes posible e informarle de la evacuación de la fábrica. Sentía que debía discutir con total franqueza acerca del tema con su hermano mayor, pero al mismo tiempo Jun’ichi era Jun’ichi, siempre atribulado con el asunto de Takako. No parecía que fuera a constituir un apoyo demasiado firme por el momento.

Seiji se quitó las polainas y se sentó un rato con expresión vacua en su rostro. Mientras descansaba, regresaron Ueda y Miura; la oficina se llenó de gente parloteando acerca de la demolición de edificios. Ueda admiraba la rapidez con la que trabajaban los soldados:

—¡Son unos animales! Le echan una ojeada a los pilares, anudan una soga alrededor, tiran de ella y lo derriban todo como si nada: tejas, tejado… Y ya está, al final solo queda un amasijo de escombros.

—Una lástima lo de Nagata, el fabricante de papel. Su casa, por lo menos desde fuera, parecía sólida y bien construida. El pobre hombre lloraba como un niño mientras colocaba sus manos sobre la columna del tokonoma[7].

Miura contaba la historia como si acabara de presenciarla. Seiji recuperó la sonrisa y se unió a la conversación. La cara de Jun’ichi se tiñó de una expresión sombría.

Con la llegada del mes de abril, comenzaron a brotar lentamente las hojas de los árboles. El viento soplaba desprendiendo una especie de polvillo de las paredes de adobe. El polvo en suspensión hacían que la atmósfera se cargara. El constante trajín de caballos y carros parecía no tener fin. La vida de la gente parecía, más que nunca, expuesta, desnuda.

Seiji miraba por la ventana de la oficina:

—¡No te vas a creer lo que se transporta ese!

Sobre un gran carromato del que tiraba un hombre, se erguía un tembloroso faisán disecado. Jun’ichi, anonadado ante la inesperada escena, murmuró:

—Qué lamentable, ¿no te parece? Decían que las cosas iban fatal en China, pero la verdad es que en Japón no es que andemos mucho mejor.

Jun’ichi, por lo general, se cuidaba muy mucho de hacer comentarios críticos sobre la guerra. Pero, tras la caída de Iwo Jima, exclamó:

—Aunque matáramos y descuartizáramos a Tōjō[8] y a todos los de su calaña, seguiría siendo poco castigo para ellos.

Sin embargo, cuando Seiji urgía a su hermano a evacuar la fábrica, Jun’ichi no se mostraba demasiado de acuerdo y replicaba:

—¡Menudo ejemplo daríamos si nuestra fábrica fuese la primera en echar el cierre!

Durante aquel mes de abril Shōzō solía salir a menudo. Se ponía las polainas y se echaba a la calle: el banco, la sede del gobierno provisional, el Ayuntamiento, la agencia de viajes, la oficina de movilización… Aprovechaba para hacer algún recado y a la vuelta solía dejarse ir… Acostumbraba a pasear por Horikawa-chō, pero el aspecto del barrio era cada vez más descorazonador. Apenas quedaban en pie unos cuantos almacenes. Las huellas de la demolición eran patentes allá donde miraras. Aquello parecía un cuadro impresionista. Mientras contemplaba la desolación que se abría ante él, Shōzō se esforzaba por encontrarle algún encanto al asunto, por mínimo que fuera. Un día vio cómo a lo lejos se deslizaban por la calle una especie de gaviotas blancas: en realidad, eran las chicas de la escuela con su uniforme de trabajo. Se habían posado, fulgurantes, encima de unos escombros; los rayos de sol bañaban sus níveas blusas mientras iban abriendo, una por una, sus tarteras… Shōzō continuó su camino hasta llegar a una librería de segunda mano; allí también reinaban la confusión. Un joven se estaba interesando por un libro.

—¿No tendrá por casualidad libros de astronomía?

Le llamó la atención su aplomo. Viéndole tan tranquilo, era como si la guerra no existiera.

Era uno de esos días en que se programaban cortes de suministro eléctrico para ahorrar energía. Fue a visitar la tumba de su mujer y después dio un paseo por el parque Nigitsu. Antes, la gente solía arremolinarse para contemplar las flores y comer al aire libre. Mientras recordaba aquel gentío de antaño, miró hacia la sosegada sombra de un árbol, donde una anciana y una niña pequeña comían discretamente. Los duraznos estaban en flor y las hojas verdes de los sauces refulgían, y sin embargo, Shōzō era incapaz de sentir el espíritu de la nueva estación que se acercaba. Había algo que no encajaba, que desentonaba terriblemente… Plasmó sus impresiones en una misiva dirigida a un amigo suyo que había sido evacuado a la prefectura de Iwate. En una de sus cartas, este le había escrito: «Espero que estés bien. Cuídate». Al leer entre líneas, se dio cuenta de que su amigo en realidad deseaba de todo corazón que la guerra acabara cuanto antes. Shōzō se preguntaba: «¿Seguiré vivo cuando llegue ese nuevo día?».

Katayama recibió una orden de reclutamiento. Impertérrito, tan bromista como de costumbre, liquidó con diligencia sus asuntos. Shōzō le preguntó:

—¿Habías pasado ya el reconocimiento médico?

Katayama sonrió y dijo:

—Se suponía que era este año cuando tenía que pasarlo… Y, de repente, esto. Pero en el fondo da igual. Esta es una guerra colosal, como no la ha habido en mil años. Por eso están reclutando a todo el mundo.

El anciano Mitsui, sentado en un rincón de la oficina, llevaba tiempo sin aparecer por la fábrica, porque había estado enfermo. Observaba preocupado la escena. Se acercó lentamente a Katayama y se dirigió a él, como si estuviera dándole un consejo a su propio hijo:

—En cuanto entres en el ejército, intenta insensibilizarte. No pienses en nada. No dejes que las cosas te afecten.

El anciano Mitsui llevaba empleado en la fábrica desde la época del padre de Shōzō. Este todavía recordaba que, en una ocasión en que enfermó, Mitsui fue a buscarlo a la escuela. Shōzō estaba muy pálido; Mitsui lo animó y le acarició el hombro mientras Shōzō vomitaba junto al río. ¿Recordaría Mitsui, con su rostro marchito, casi inexpresivo, aquel incidente banal que tuvo lugar tanto tiempo atrás? En ocasiones, a Shōzō le entraban ganas de preguntarle al anciano qué opinaba sobre la guerra. Pero como siempre tenía un aspecto algo hosco, casi inaccesible, sentado invariablemente en su rincón de la oficina, nunca se atrevía a sacarle el tema…

En cierta ocasión vino un soldado de intendencia buscando unas argollas para colgar cortinas. Ueda sacó rápidamente una caja del almacén y la colocó sobre la mesa de la oficina. El soldado preguntó:

—¿Cuántas argollas hay en cada caja?

—Mil —respondió Ueda, despreocupado.

Desde su rincón, el anciano Mitsui, que observaba la escena con atención, interrumpió de pronto:

—¿Mil? No puede ser…

Ueda lo miró extrañado y respondió:

—Por supuesto que hay mil. Son las que siempre ha habido.

—No, te equivocas.

El anciano se levantó y trajo una balanza. Colocó cien argollas en un plato y las pesó. Después pesó la caja y dividió ese número entre el peso de las cien. Resultó que en la caja solo había setecientas argollas.

La fiesta de despedida de Katayama la celebraron en la Factoría Mori. Por la oficina apareció gente que Shōzō no conocía en absoluto. Los invitados traían las cosas más variopintas. Poco a poco, Shōzō se fue dando cuenta de que estaban presentes varios grupos de apoyo mutuo a los que Jun’ichi pertenecía… En aquel momento el largo conflicto entre Takako y Jun’ichi iba perdiendo intensidad, y parecía que el desenlace estaba cerca. Como si se tratara de una evacuada, Takako se instaló en una casa en Itsukaichi-chō, así que la organización doméstica de la casa Mori le fue confiada a Yasuko, que se había quedado sola, puesto que su hijo había sido evacuado junto con sus compañeros de clase. Una vez se tomó la decisión, Takako volvió a casa con gran ceremonia y se preparó para la mudanza. Jun’ichi parecía más entusiasmado aún que Takako con los preparativos. Ató todo con destreza, preparó varias fundas para proteger las cosas y las embaló. En pleno ajetreo, volvía a la oficina, hacía uso de la etiquetadora o recibía clientes. Por la noche bebía a solas, a pesar de que su hermana Yasuko se sentaba junto a él. Jun’ichi se las había arreglado para conseguir sake, y la bebida tenía el benéfico efecto de ponerlo de buen humor.

Una mañana los B-29 volvieron a sobrevolar la ciudad. Las estudiantes destinadas a los talleres de confección se asomaron a las ventanas y se encaramaron al tejado de la fábrica para contemplar fascinadas las estelas de los aviones, todavía visibles en el cielo. Se admiraban y suspiraban:

—Son preciosas, ¿no os parece?

—¡Vaya, qué rápido van los aviones!

Era la primera vez que aparecían los B-29 con sus estelas de nubes sobre la ciudad… El año anterior, en Tokio, Shōzō se había habituado a ellos, pero hacía ya mucho tiempo que no había vuelto a avistarlos.

Al día siguiente llegaron unos carros para la mudanza de Takako a Itsukaichi-chō. Takako, al ver todo aquel despliegue, exclamó entre risas:

—¡Parece que me llevo el ajuar para casarme de nuevo!

Tras despedirse a toda prisa de los vecinos, se marchó. Cuatro o cinco días después, Takako regresó para una despedida más formal. Era uno de esos días sin electricidad, y el mortero para el arroz estaba dispuesto en la cocina ya desde primera hora de la mañana. Jun’ichi y Yasuko trabajaban desde temprano en los preparativos para elaborar mochi[9]. Las mujeres del vecindario fueron entrando poco a poco para echar una mano en la cocina… Shōzō tuvo que tragarse todos los cotilleos de Yasuko sobre los vecinos. Quién estaba conchabado con quién, qué familias estaban peleadas entre sí, cómo se las apañaban para salir adelante con el racionamiento. Las mujeres que irrumpían en la cocina parecían viejas cacatúas con una energía vital difícil de igualar para alguien como Shōzō. Poseían una especie de instinto natural para trapichear con pequeñas mentirijillas inocentes… Acudieron también varios colegas de Jun’ichi, para ayudar con los preparativos del banquete:

—¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos! ¡Que nos quiten lo bailado! —decían.

La cocina de la casa Mori se llenó de voces y se fue transformando en un gallinero. En ocasiones señaladas como aquella las mujeres del vecindario solían acercarse a echar una mano.

En sueños, Shōzō se vio zarandeado por una tempestad y sintió que caía. En el preciso instante en que se precipitaba al vacío, sonó un fuerte impacto y los cristales de la ventana temblaron con estrépito. Escuchó el grito cercano de alguien que alertaba:

—¡Fuego, fuego!

Se acercó a la ventana del primer piso tambaleándose. A lo lejos, hacia el oeste, divisó una nube negra ascendiendo hacia el cielo. Enderezándose como pudo la ropa bajó la escalera, pero para entonces el avión ya había desaparecido… Seiji tenía cara de preocupación. Regañó a Shōzō:

—¡No es momento de que se le peguen a uno las sábanas!

Shōzō ni siquiera había oído la alarma aquella mañana. La radio anunció que era un avión que se dirigía a Hamada (un puerto de la prefectura de Shimane, en la costa del mar de Japón), pero que había cometido un error. Al poco tiempo comenzó la lluvia de bombas sobre el barrio de Kamiya-chō, en Hiroshima. Esto ocurrió a finales del mes de abril.

Mayo llegó. Cada noche se organizaban en el salón de actos del colegio público los ejercicios de instrucción de las milicias. Shōzō no lo sabía; cuando se enteró solo faltaban cuatro días para que lo llamaran a filas. A partir de aquel momento empezó a cenar temprano, como todos los demás, y a asistir puntualmente a la instrucción. Para entonces, la escuela ya se venía utilizando como cuartel. Sobre la tarima del salón, iluminado por una luz desmayada, se reunía un grupo de lo más variopinto: había gente mayor y gente más joven. Un instructor de mejillas rojizas se erguía en posición de firmes; sus botas altas relucían y sus pantorrillas parecían temblar como si fueran de goma.

El instructor le preguntó a Shōzō con voz calmada:

—¿No te habías dado cuenta de que eras el único que no venía a la instrucción?

Shōzō farfulló una excusa.

—¡Habla más alto! —rugió el instructor con un ímpetu inesperado.

Shōzō captó rápidamente que allí todo el mundo gritaba en vez de hablar, así que él también estiró el cuello y empezó a pegar alaridos. Al volver a casa, cansado, los gritos todavía resonaban en su cabeza… El instructor reunió a un grupo de jóvenes y practicó las órdenes de instrucción. A sus preguntas, todos respondían enérgicamente; de este modo se fue desarrollando la instrucción. Un día le llegó el turno a un hombre joven con una ligera cojera. El instructor, mirándolo desde el estrado, inquirió:

—¿Fotógrafo de profesión?

—Así es, señor —respondió el joven, bajando servilmente la cabeza.

—¡Qué dices, hombre! Responde solo sí o no. Hasta ahora las cosas han ido de maravilla, pero si contestas así lo echarás todo a perder —repuso el instructor a voces, con una sonrisa maliciosa. Su respuesta hizo que a Shōzō se le encendiera de golpe una bombilla en el cerebro: ¡el instructor estaba ebrio! Cuando volvió a casa, le soltó todo a Yasuko:

—¡Es el colmo del absurdo! Un militar japonés, borracho.

La mañana era lóbrega, y amenazaba lluvia. Shōzō estaba formando en el patio de la escuela pública; llevaba allí desde las cinco sin recibir más que órdenes. Parecía que aquello no fuera a terminar nunca. Un instructor le gritó a un joven que su actitud era deplorable y le propinó una bofetada. Aquello no bastó para apaciguarlo, sino que incluso pareció que le ponía más nervioso. En ese momento apareció un hombre de mediana edad, todo mugriento, balbuceando excusas.

—¿Qué? —La voz del instructor era tan clara que todos pudieron escucharla—. ¿Cómo osas presentarte así para la instrucción? ¿Eres consciente de que ni siquiera has venido una vez?

El instructor lo miró con cara de rabia:

—¡Desnúdate!

El hombre comenzó a desabrocharse los botones de la camisa lentamente, pero el instructor no tardó en perder los nervios:

—¿Es así como uno se desnuda?

Condujo al hombre hasta el centro del patio de instrucción, lo colocó de espaldas y le arrancó la ropa bruscamente. A plena luz del día, bajo aquella bruma verdosa que lo único que hacía era acentuar su fragilidad, la espalda del hombre se reveló ante todos los presentes. Estaba completamente cubierta de costras.

—¿Necesita usted reposar acaso?

La voz del instructor hizo una breve pausa antes de continuar:

—¡Idiota! —exclamó al tiempo que le daba un puñetazo.

En aquel preciso instante empezó a sonar la alarma de la escuela; su sonido lastimero hizo que la escena se tiñera de una nota truculenta. Cuando la sirena paró, el instructor manifestó ante todos, como si estuviera satisfecho de su hazaña:

—Sepan que voy a denunciar a este hombre a la kempeitai[10]. —Y entonces, por primera vez en el día, ordenó marchar…

Cuando la formación se estaba aproximando al Patio de Armas del Oeste, del cielo comenzaron a caer gruesos goterones. Se podía escuchar a lo largo del foso el áspero sonido de los pies al marchar. Al otro lado se encontraba la Segunda Unidad del Comando Oeste, pero Shōzō solo alcanzó a fijarse en las azaleas, exuberantes con sus flores rojas como la sangre, que destacaban sobre el verde oscuro del foso.

Aparte de uno o dos paquetes que había enviado al lugar al que habían evacuado a su hijo, y de otro que había mandado a casa de un conocido en el campo, la mayor parte de las pertenencias de Yasuko se guardaron en el almacén de la casa principal. Pusieron sus efectos personales y de trabajo en el cuarto, de seis tatamis[11], en el que se había colocado también la máquina de coser. Trabajaba con ahínco en los encargos a medio terminar, que estaban desparramados por todas partes. Sencillamente, no le importaba trabajar rodeada de aquel desbarajuste. El tiempo era húmedo y oscurecía temprano; tan pronto como se ponía el sol, aparecían los ratones, que corrían a esconderse tras las cajas de cartón. Jun’ichi apreciaba mucho el orden y la limpieza, y a veces reprendía a su hermana. Solo en esas ocasiones se tomaba Yasuko la molestia de poner algo de orden en la estancia; y aun así, al poco tiempo la habitación volvía a estar todavía más revuelta que antes. Se quejaba a menudo a Seiji de que entre su trabajo, la cocina y la limpieza, le resultaba imposible mantener aquella casa tan grande en orden, al gusto de Jun’ichi… Desde que alquiló la casa en el barrio de Itsukaichi-chō, a Jun’ichi se le solía ocurrir que llevarse esto o aquello podría serle útil en caso de evacuación, así que casi todos los días se dedicaba a embalar. Tenía por costumbre colocarlo todo de nuevo en su sitio después de haberlo repartido por ahí. La mochila de emergencia que tenía siempre preparada para huir en caso de necesidad estaba llena de comida y colgaba de una cuerda del techo del zaguán, a salvo de los ratones…

Jun’ichi le encargó a Nishizaki que acabara de amarrar el equipaje y después ambos lo arrastraron hasta un rincón de la fábrica. Acto seguido se dirigió a la oficina, se puso las gafas, revisó un par de documentos, y poco después, sin previo aviso, apareció en el baño y la emprendió a restregones con los azulejos como si quisiera dejarlos relucientes…

En aquellos días tanto el cuerpo como la mente de Jun’ichi parecían un torbellino. Había enviado a Takako fuera de la ciudad, pero el Consejo no accedía a certificar su cambio de residencia porque se resistía a dar el visto bueno a la evacuación de personas con un cargo relevante. Todo por los protocolos de actuación ante ataques aéreos; así que Jun’ichi, encima, tenía que llevarle la comida a Takako, si es que quería que esta se alimentase. Se las apañó para agenciarse un pase de transporte hasta el barrio de Itsukaichi-chō y además, con el fin de asegurarse de recibir arroz con regularidad, concertó un pequeño suministro regular procedente del mercado negro… Cuando acabó de limpiar el baño, ya había trazado el plan para la mañana siguiente. Se secó las manos y los pies, se puso las geta y se fue a echar un vistazo al almacén. Las cosas de Yasuko estaban amontonadas en total desorden, junto a la entrada. Habían sacado parte del contenido de algunas cajas y por ellas asomaba la ropa, como de costumbre. Jun’ichi lo observó todo sin alterarse y, de pronto, asintió: fugazmente se le había pasado por la cabeza que debía dejar a mano más cubos de agua a los que recurrir en caso de incendio.

Yasuko rondaba los cuarenta y ya no tenía aquel rostro radiante de su época de colegiala; su serenidad se había ido esfumando con el tiempo, dando paso a una cierta insolencia. Tras morir su enfermizo marido, se había mudado con su hijo al mismo barrio de Jun’ichi, y desde entonces la vida se le había complicado enormemente: incluso dedicó un año entero a aprender corte y confección. Durante todo ese tiempo fue incapaz de levantar cabeza; de su suegra no recibió más que un trato desabrido, al igual que de sus vecinos, de su cuñada e incluso de sus hermanos mayores. Poco a poco fue aprendiendo lo suyo sobre los reveses que da la vida. Últimamente lo que más le interesaba era cotillear sobre las vidas ajenas: se dedicaba a especular sobre los sentimientos de los demás y a criticar los comportamientos; de hecho, casi se había convertido en una adicción. A su manera, como mujer que era, se dedicaba a enredar con artimañas y a distraerse pegando la hebra con unos y con otros e intercambiándose pequeños favores. En especial, se deshacía en atenciones hacia una tierna pareja de recién casados que vivían en el vecindario desde hacía seis meses. Las noches en las que Jun’ichi se iba a Itsukaichi-chō, Yasuko los invitaba a pasar y les preparaba dorayaki[12]. Los apagones forzosos y el fantasma de la muerte amenazando incansable cada noche convertían aquellas veladas en momentos dichosos en los que se sentía como una niña jugando a las casitas.

Desde que Yasuko se hizo cargo de los asuntos domésticos, sus sobrinos, que se habían encariñado con ella, la trataban como si fuera una hermana mayor. El más pequeño de los dos se marchó con su madre a Itsukaichi-chō y por su parte el mayor, que por aquel entonces había comenzado a fumar, se quedó en casa, seducido quizás por los placeres de la vida nocturna. Por la tarde, al volver de la fábrica Mitsubishi, lo primero que hacía era echar una ojeada a la cocina. Yasuko siempre tenía el detalle de prepararle algo distinto; en el aparador solía haber rosquillas y mushipan[13]. Después de cenar hasta saciarse, su sobrino se perdía por calles oscuras, y al regresar se metía directamente en la bañera para relajarse. Allí se quedaba a sus anchas, cantando a viva voz, como un obrero en el tajo. Aún conservaba el rostro de niño, pero su cuerpo ya se había desarrollado como el de un adulto. Yasuko se reía al oírlo cantar. Cuando preparaba manjū y se los ofrecía a Jun’ichi mientras este bebía su sake vespertino, su hermano se lo agradecía sinceramente y le dirigía alabanzas desmesuradas. Jun’ichi, con el cuello de la camisa desabrochado y sintiéndose rejuvenecido, se ponía de buen humor y bromeaba con su hermana:

—Estás cogiendo peso, ¿eh? ¡Cada día estás más gordita!

De hecho, Yasuko tenía el vientre cada vez más prominente y su cara brillaba lustrosa como la de una veinteañera. Su cuñada Takako volvía cada semana de Itsukaichi-chō, vestida con un llamativo mompe[14] y exhalando un intenso olor a perfume. Al parecer, el único objeto de aquellas visitas era vigilar lo que Yasuko hacía en la casa. No obstante, si sonaba la alarma antiaérea, Takako ponía cara de fastidio y al pasar el peligro se marchaba a toda prisa añadiendo:

—Vámonos antes de que vuelva a sonar ese pitido tan molesto…

Seiji, el segundo hermano mayor de Shōzō, solía aparecer por la casa cuando Yasuko preparaba la cena. En ocasiones llegaba contento y mostraba alborozado una postal enviada por sus hijos evacuados, pero en otras se lamentaba diciendo:

—Me siento muy débil, me mareo.

En esas ocasiones en su cara no había ni rastro de vitalidad: en sus ojos se podía leer claramente la inquietud. Cuando Yasuko le ofrecía onigiri[15], los devoraba hambriento y en silencio. Observaba lo ajetreados que estaban todos con la evacuación de la casa y se burlaba con sorna:

—Ya que estáis, ¿por qué no arrampláis también con los árboles y los ishi-doro[16]?

Yasuko andaba atribulada por una cómoda y un tocador que habían dejado arrumbados en el almacén. Había conseguido incluso que Jun’ichi llegara a decir:

—Deberíamos preparar el embalaje para este tocador.

Si se lo hubiera dicho a Nishizaki, el problema se habría resuelto al instante, pero Jun’ichi estaba absorto en los preparativos de su propia evacuación y parecía haberse olvidado del asunto. Yasuko no se atrevía a pedírselo directamente a Nishizaki, pues aunque este obedecía ciegamente cualquier orden que viniera de Takako, cuando era ella quien se lo sugería, ya no parecía tan predispuesto. Aquella mañana Yasuko se fijó en que Jun’ichi llegaba de la oficina con un martillo y se dirigía al almacén. Parecía tranquilo, así que pensó que era un buen momento para pedirle que se ocupara del tocador.

—¿El tocador? —murmuró Jun’ichi sin demasiado interés.

Yasuko lo miró suplicante y añadió:

—Me gustaría de verdad llevármelo, incluso si tengo que dejar aquí todo lo demás.

Miró fijamente a su hermano con ojos suplicantes, pero este, desviando la mirada, dijo:

—¿Ese trasto? No me importa lo más mínimo lo que pase con él.

Y dicho esto, dio media vuelta y se marchó. Al principio Yasuko se sintió como si la hubiera derribado un huracán. Luego empezó a aflorar en ella un creciente resentimiento que la impedía estarse quieta. El tocador podía ser un trasto, pero tenía aquel aspecto precisamente por haberlo arrastrado de un lugar a otro en incontables mudanzas. Era un mueble que quería conservar, un recuerdo de su madre fallecida, que se lo había regalado en su boda. Cuando se trataba de sus propias cosas, el mismo Jun’ichi era capaz de sentir apego hasta por una triste escoba. ¿Acaso era incapaz de entender los sentimientos de otra persona? Yasuko no paraba de rememorar, una y otra vez, aquel horrible gesto de su hermano hacia ella.

Fue en la época en que se decidió que había que evacuar a Takako a Itsukaichi-chō. Jun’ichi insistía en que Yasuko se mudara a vivir con él para hacerse cargo de las tareas de su esposa, pero Yasuko no quiso. En su rechazo había no solo una velada protesta contra la consentida de su cuñada, sino también preocupación por su propio hijo, evacuado a Kake-chō. Pensaba que lo mejor sería marcharse con él y emplearse como gobernanta. Takako y Jun’ichi intentaban aplacar su ánimo y persuadirla para que cambiara de idea, pero ya era bien entrada la noche y no había manera de convencerla. Al final, con gesto adusto, Jun’ichi le preguntó:

—¿De verdad no vas a venir?

Yasuko repetía:

—No. Hiroshima está en peligro. Es mejor que vaya a Kake-chō…

Jun’ichi agarró unas mondas de naranja que había junto al brasero y las lanzó contra la pared. Su furia se desbordó como si de una crecida se tratase. Takako, tratando de mediar en la situación, dijo:

—Bueno, bueno… Piénsatelo mejor esta noche, por favor.

Antes de que amaneciera, Yasuko había aceptado sin rechistar. Por la mañana deambuló un rato por la casa con desgana, como mareada, fuera de sí. Poco después, casi a su pesar, subió la escalera y fue hasta la habitación de Shōzō. Su hermano estaba allí solo, remendando uno de sus calcetines. Sin tomarse siquiera un momento para respirar, Yasuko le contó la reacción de Jun’ichi y, casi sin darse cuenta, rompió a llorar. Al poco se calmó. Shōzō, que sentía lástima por ella, se limitó a escucharla en silencio.

Después de que lo llamaran a filas, Shōzō se quedaba a menudo en blanco sin poder evitarlo. No tenía mucho que hacer, así que apenas aparecía por la oficina, y si lo hacía era para leer el periódico. Alemania se había rendido sin condiciones y en Japón la gente hablaba de la inminente batalla en suelo nacional, para la que todos debían estar preparados. Se empezaban a escuchar y a leer consignas que animaban a la gente a atrincherarse. Trataba de leer entre líneas en los editoriales de la prensa intentando entresacar siquiera una migaja de verdad de lo que estaba ocurriendo. Después, durante dos días, quizás tres, no podía leer ningún otro periódico. Solía encontrarlos sobre la mesa de Jun’ichi, pero de pronto, por alguna razón, de un día para otro parecieron esfumarse.

Shōzō se sentía acorralado. Pasaba mucho tiempo en la casa grande vagando de un lado para otro sin rumbo fijo, como si no supiera qué hacer. A las doce, cada mañana, las muchachas empleadas en la fábrica hacían su aparición en la cocina para prepararse el té. A esa hora podían hacer un descanso y sus alegres voces se escuchaban desde el otro lado de la valla de madera que separaba la cocina de la fábrica. Shōzō se sentaba en el soportal de la cocina, al otro lado del muro, y lanzaba miradas melancólicas al pequeño estanque situado a sus pies. En la fábrica daba comienzo la gimnasia de las chicas y se podía oír con nitidez la voz de la delegada del grupo: «Uno, dos. Uno, dos». Era extraño; tan solo las voces dulces y llenas de entusiasmo de las jóvenes eran capaces de curar su corazón. A eso de las tres, como si se le ocurriera de repente, volvía a su habitación en la primera planta y se ponía a remendar de nuevo los calcetines. Las muchachas reaparecían y se entregaban al trabajo con diligencia en el piso de encima de la oficina, separada de la casa por el jardín. Hasta allí le llegaba el sonido de las máquinas de coser. Al enhebrar el hilo en la aguja con pulso tembloroso, un pensamiento cruzaba su mente: «Cuando me ponga estos calcetines y me dirija a las colinas, significará…».

Desde entonces se le veía a menudo caminando por la ciudad con paso abatido. Fuera a donde fuera, no encontraba más que edificios destruidos; por doquier se abrían insólitos descampados salpicados de rudimentarios refugios. Giró por una calle más ancha de lo habitual, una calle por la que difícilmente volvería a pasar ningún tranvía, y fue a dar a la orilla del río. Junto a una tapia derruida se desplegaban las hojas de una higuera, inmensas y carnosas. El crepúsculo avanzaba, pero la noche seguía sin abrirse paso del todo; una densa humedad llenaba el aire. Se sintió como si estuviera en un lugar completamente desconocido. Llegó hasta el puente de Kyōbashi y continuó caminando a lo largo de la margen del río. Cuando estaba a punto de alcanzar la esquina de la casa de Seiji, su sobrina, que estaba jugando en la calle, lo llamó. Su sobrino, estudiante de primaria, se abalanzó sobre él y empezó a tirarle de la mano y a pellizcarle la muñeca con sus recias y diminutas uñas.

Shōzō buscaba una especie de macuto que pudiera llevar consigo en el momento de la huida. Cada vez que sonaba la alarma, cogía su furoshiki[17]. En cambio, sus hermanos mayores ya se habían hecho con sus buenas mochilas, y Yasuko tenía una cartera que se podía colgar en bandolera. Su hermana había accedido a confeccionarle un bolso en cuanto encontrase la tela apropiada. Pero cuando Shōzō mencionó el asunto a Jun’ichi, este masculló:

—¿Tela para hacer un bolso, dices?

A Shōzō no le quedó claro, por la expresión de su hermano, si este tenía la tela o no. Decidió aguardar, con la esperanza de que Jun’ichi apareciera un día con el material, pero no había señales de que fuera a hacerlo, así que insistía de vez en cuando. Con una sonrisa mezquina, Jun’ichi se limitaba a decir:

—No te hace ninguna falta. Si quieres algo, cuando escapes coge cualquiera de las mochilas que hay colgadas por ahí.

No importaba cuántas veces le explicara a Jun’ichi lo fundamental que era aquel bolso para guardar los documentos y efectos personales imprescindibles. Simplemente, no le hacía el menor caso. Shōzō suspiró profundamente. Era incapaz de comprender la psicología de su hermano mayor. Yasuko le dio algunos consejos para lidiar con él:

—Prueba a ponerle caras largas. Yo le hago pasarlas canutas a base de llorar y llorar.

Así fue como Yasuko había logrado incluso poner su tocador a buen recaudo. Pero esos prolongados regateos no eran el fuerte de Shōzō. Fue a casa de Seiji para tratar el tema. Seiji sacó una tela y le dijo:

—Con esto será suficiente. Vale un to de arroz en el mercado negro. ¿Qué me ofreces a cambio?

Seiji sabía de sobra que su hermano no tenía nada que ofrecer a cambio. Cuando tuvo la tela en sus manos, Shōzō le rogó a Yasuko que le confeccionara el bolso. Su hermana le preguntó:

—¿Por qué últimamente te pasas el santo día pensando en el momento en que tengas que huir?

Desde el 30 de abril no habían vuelto a bombardear la ciudad, así que la evacuación avanzaba a trompicones, igual que el ánimo de la gente, que se debatía entre la crispación y la languidez. La alarma saltaba prácticamente todas las noches, si bien los aviones se limitaban a dejar caer alguna que otra bomba sobre el puerto, por lo que se relajó la vigilancia nocturna incluso en la fábrica Mori. Pero la sensación general de asedio, de inminencia ante la última y definitiva batalla en las islas principales, se había ido intensificando.

Un día, en la oficina, Seiji le dijo a Shōzō:

—¡Hata, el comandante del Segundo Ejército, ha venido a Hiroshima! Han instalado el Mando Central para la Defensa de Japón en el Patio de Armas del Este. ¡Por lo visto, Hiroshima va a ser el último bastión de la Patria!

Seiji albergaba sus dudas acerca de todo aquello, pero en comparación con Shōzō, parecía entusiasmado ante la inminente llegada de la batalla decisiva.

—Así que el comandante Hata, ¿eh? —musitó Ueda—. Lo único que hace ese es zamparse todos los días dos enormes manjū en el cuartel general, que lo sé yo.

Por la tarde, la radio de la oficina informó que más de quinientos B-29 habían realizado un ataque sobre el área de Tokio-Yokohama. El anciano Mitsui, que escuchaba con el ceño fruncido, exclamó de repente con admiración:

—¡Toma ya! ¡Quinientos nada menos!

Todo el mundo se rio.

Un día se convocó a los propietarios de las fábricas en la segunda planta de la Comisaría Central Este para que recibieran instrucciones. Shōzō acudió en representación de Jun’ichi. Era la primera vez que se hacía cargo de semejante responsabilidad. Hastiado, se dedicó a dejar volar sus pensamientos mientras el orador intervenía. Cuando volvió a la realidad, se dio cuenta de que este había cambiado y de que había ocupado su puesto un hercúleo policía. Decidió prestarle atención. Tanto por su estatura como por su rostro era la viva imagen del ideal que uno se hace de un jefe de policía. Hasta su voz era alta y clara:

—En fin, permítanme un par de palabras sobre las medidas que hay que tomar en caso de alarma antiaérea…

Shōzō aguzó el oído con suspicacia: en todas las provincias había ciudades enteras arrasadas por las bombas. Sonaba paradójico que fuera aquí donde pretendieran tomar medidas.

—Como ustedes sabrán ya, en estos momentos están llegando a nuestra ciudad miles de refugiados procedentes de Tokio, Nagoya y el área de Osaka y Kobe. ¿Qué cuentan estos refugiados a nuestros convecinos? Se dedican a chismorrear como cotorras: «¡Dios mío, los bombardeos son terroríficos! ¡Lo mejor es huir lo más rápido posible!». Pero, al fin y al cabo, ellos son los únicos perdedores de esos bombardeos, por necios y derrotistas. Nosotros sabemos cómo cuidarnos solitos, de modo que lo mejor es no prestar oído a esos agoreros. A decir verdad, la guerra está siendo feroz y los bombardeos cada vez más cruentos. Pero no importa el peligro que se avecine. No hay nada que temer si nos preparamos para defendernos y para hacer frente juntos al enemigo.

Dicho esto, se giró hacia la pizarra, donde continuó su exposición mostrando datos en un gráfico. No traslucía la más mínima preocupación. Al oírlo hablar, uno llegaba a pensar que los bombardeos aéreos eran un asunto por el que no merecía la pena perder el tiempo siquiera. Tras escuchar su disertación, la vida bajo las bombas parecía incluso llevadera. «Un tipo curioso», pensó. A decir verdad, en el Japón de entonces ese tipo de robot jovial proliferaba en abundancia.

Jun’ichi nunca iba a Itsukaichi-chō con las manos vacías; siempre llevaba la mochila llena de menudencias. Solía salir después de cenar, solo y alborozado. Pero en una ocasión se llevó a Shōzō:

—Si hay una emergencia, estaremos en un buen aprieto si no sabes cómo llegar hasta allí, así que acompáñame.

Le entregó un paquete pequeño y salieron hacia la parada del tranvía. El que se dirigía hacia Koi no acababa de llegar. Shōzō oteaba a lo lejos, hacia donde comenzaba la avenida. Más allá de los edificios despuntaba claramente la silueta agazapada de las montañas Gosasō. Cargadas con la humedad propia de una tarde de verano, las montañas parecían desbordar vida. Las colinas aledañas, normalmente somnolientas, también se mostraban vitales y exuberantes. El cielo estaba salpicado de nubes que se deslizaban perezosamente, contrastando con las montañas, que parecían ir a estremecerse y temblar a cada momento. Shōzō visualizó mentalmente la imagen general del paisaje, con la ciudad justo en el centro. Incluso después de que el tranvía cruzara varias veces el río y saliera a las afueras, los ojos de Shōzō continuaron devorando lo que veían por la ventana. Los vagones se precipitaban a toda velocidad por una zona que, en tiempos, solía estar abarrotada de gente que se encaminaba a la playa. Incluso en aquel momento, el viento que se colaba por la ventana entreabierta traía el aroma de los días felices. Pero la visión de la cordillera que había sobrecogido a Shōzō antes de que ocupara su asiento no había perdido ni un ápice de vigor. Recortadas contra un cielo que se oscurecía, las montañas desplegaban un verdor todavía más intenso. Las islas del Mar Interior de Seto descollaban con su poderoso relieve. Las olas, las zarcas y apacibles olas, parecían ir a enfurecerse en cualquier momento, agitadas por una tormenta sin fin.

Le vino a la cabeza el mapa de Japón. Estaba familiarizado con él. En los límites del océano Pacífico, infinitamente extenso, lo primero que se ve son los pequeños puntos que conforman el archipiélago nipón. Una formación de bombarderos B-29 que ha despegado de su base en las islas Marianas se abre paso entre las nubes, como una bandada de estrellas fugaces. El archipiélago está cada vez más cerca. Sobre Hachijōjima la formación se divide en dos: una de las secciones se dirige hacia el monte Fuji; la otra sobrevuela el mar de Kumano hacia el canal de Kii. Uno de los bombarderos abandona la formación, deja tras de sí el cabo Murōto y pone rumbo a la bahía de Tosa. Frente a él se alza una cadena montañosa que se concentra y se eleva como una ola rompiente. En cuanto cruza las cumbres aparece el Mar Interior de Seto, plano como un espejo. El avión inspecciona las islas dispersas y vuela silencioso sobre la bahía de Hiroshima. Bajo la cegadora luz del mediodía, la cordillera de Chūgoku y la ciudad enfrentada a la bahía se tiñen un brumoso color púrpura. Pronto aparece con claridad el contorno del puerto de Ujina. Desde allí se domina toda la ciudad. Divisa el río Ōta, que fluye entre las montañas y se divide al entrar en la población, y una vez allí se ramifica de nuevo; la ciudad entera se extiende a lo largo y ancho del delta. Hiroshima envuelve las suaves colinas situadas al fondo; en su paisaje destellan, blancas y magníficas, las superficies de las dos plazas de armas. Últimamente, en esta ciudad dividida por los brazos y meandros del río han surgido zonas vacías en los descampados que sirven de cortafuegos. ¿Resistirían esas exiguas defensas el ataque de las bombas incendiarias? Los prismáticos revelan las siluetas de los puentes. Incluso ahora, pululan sin cesar grupos de personas del tamaño de hormigas que caminan atareados de acá para allá. Soldados, sin lugar a dudas. Los soldados parecen haber tomado la ciudad. Por supuesto, aquellas sombras inquietas, como hormigas afanándose en las plazas de armas, eran, efectivamente, soldados; pero es que incluso las figuras dispersas entre los diminutos edificios parecen soldados también. Quizás haya sonado la alarma antiaérea. Por las calles circulan multitud de carros. Un tren como de juguete serpentea entre los arrozales de las afueras… ¡Adiós, ciudad apacible! El B-29 vira y desaparece, majestuoso.

Cuando concluyó la batalla de Okinawa, se produjeron incursiones aéreas masivas en la vecina prefectura de Okayama. El 30 de junio, pasada la medianoche, la ciudad de Kure desapareció del mapa. Aquella misma noche, el amenazador rugido de los escuadrones aéreos que atravesaban el cielo de Hiroshima turbó los oídos de sus habitantes. Seiji llegó a la fábrica con los ojos como platos, oculto bajo su bōkū-zukin. No había ni un alma, ni en la fábrica ni en la oficina. Yasuko, Shōzō y su sobrino estaban agazapados en la entrada de la casa principal. Al verlos, una idea taladró la mente de Seiji como un fogonazo: ¿solo ellos tres para proteger aquel inmenso edificio? Sonó la alarma y por megafonía se escuchó una voz que ordenaba: «¡A cubierto!». Los cuatro se precipitaron hacia la trinchera del jardín. El cielo encapotado no acababa de dejar paso al amanecer; se oía, incesante, el zumbido de los aviones en la lejanía. Cuando empezó a clarear y se empezaban a adivinar los contornos de las cosas, la alarma por fin calló.

Se hizo de nuevo la calma. A pesar de ello, Jun’ichi, muy agitado, se lanzó a la calle y comenzó a correr. No había pegado ojo en Itsukaichi-chō, se había pasado la noche contemplando las llamas que lo arrasaban todo al otro lado de la bahía. Volvió a casa tan deprisa como pudo, murmurando para sí: «No pueden pillarnos con la guardia baja; tenemos el fuego pisándonos los talones». Aquella mañana el tranvía tampoco llegó a su hora. Los pasajeros se resignaban con una expresión apática en sus rostros. Cuando finalmente Jun’ichi apareció en la oficina, el sol ya brillaba en lo alto del cielo. Allí también la gente tenía esa misma expresión desangelada y somnolienta.

Nada más ver a Seiji, Jun’ichi le dijo:

—¡No es momento de quedarse de brazos cruzados! ¡Rápido, ponte ya mismo a preparar la evacuación!

El desmontaje de las máquinas de coser, la petición de las carretas de mudanza que habían solicitado a la prefectura, la expedición de los muebles y enseres que quedaban en la casa… Jun’ichi aún tenía que lidiar con una montaña de tareas que se revelaban urgentes. Para finiquitarlo todo debía contar con Seiji, y este seguía con sus dudas y vacilaciones sobre los detalles más insignificantes, sin dedicarse a lo que era importante. Jun’ichi ardía en deseos de darle un par de tortas para que espabilara y se pusiera en marcha de una vez.

Dos días más tarde el rumor de que Hiroshima sufriría un ataque aéreo masivo se extendió como la pólvora. Por la tarde, después de que Ueda volviera de la oficina de racionamiento con la noticia, Jun’ichi metió prisa a Yasuko para que cenaran pronto. Les lanzó una mirada a ella y a Shōzō y dijo:

—Me marcho. Os dejo a cargo de todo.

Shōzō contestó enérgicamente:

—Si suena la alarma yo tampoco pienso quedarme aquí.

Jun’ichi asintió y repuso:

—Si la situación es desesperada, meted las máquinas de coser en el pozo.

A Shōzō se le ocurrieron un par de ideas, a cuál más osada: «¿Y si selláramos la puerta del almacén? ¿No deberíamos hacerlo mientras aún tenemos oportunidad?». En el pasado, ya habían cegado una vez la puerta temporalmente con una especie de arcilla roja, pero tener que sellar el almacén… Eso era algo que nunca se había tenido que hacer en tiempos de su padre. Colocó la escalera e introdujo arcilla roja a presión en las rendijas que quedaban entre la puerta y la pared. Cuando terminó, Jun’ichi ya había desaparecido. Shōzō, inquieto, se encaminó a casa de Seiji. Se encontró a Mitsuko muy apurada llenando las bolsas hasta los topes. Al parecer, aquella noche sería terrible. Ella contestó con lentitud:

—Sí, se suponía que era un secreto, pero el señor Kojima lo escuchó esta tarde en el Ayuntamiento…

Una vez concluyeron los preparativos, Shōzō se deslizó bajo la mosquitera colocada en la habitación del tatami de la planta baja, a donde se había trasladado. La radio anunció una alerta preliminar en la costa de Tosa. Shōzō aguzó el oído desde el interior de la mosquitera. La prefectura de Kōchi y la de Ehime también habían declarado alertas preliminares, que poco después se transformaron en alarmas de bombardeo. Salió a gatas y se puso las polainas. Se echó a un hombro la cantimplora y al otro el bolso, con las correas cruzadas sobre el pecho, y las aseguró con un cinturón. Para cuando encontró sus zapatos en la entrada y se estaba poniendo los guantes, saltó la alerta preliminar. Se precipitó a toda prisa fuera de la casa y corrió hacia la de Seiji. En la oscuridad parecía que el asfalto opusiera resistencia al paso de las duras suelas de sus zapatos, pero era consciente de lo bien que funcionaban sus piernas. La cancela de la casa de Seiji estaba abierta de par en par. Llamó a la puerta tan fuerte como le fue posible, pero no obtuvo respuesta. Al parecer ya se habían marchado, igual de precipitadamente que él. Se dirigió hacia la orilla del río y cuando se estaba aproximando al puente Sakae, escuchó cómo saltaba la alarma antiaérea.

Cruzó el puente a toda velocidad y rodeó la represa que se encontraba en la parte trasera del parque Nigitsu. Casi sin darse cuenta, alcanzó el dique que conducía hasta Ushita para, finalmente, toparse con que a su alrededor se arremolinaba un gran gentío que se precipitaba a las calles: jóvenes, viejos, hombres, mujeres, gente de todo tipo y condición, imbuidos todos de una desesperada determinación. Un carromato cargado de ollas y cuencos arrastrado por una bicicleta; una anciana sentada en una sillita de niño que se abría paso entre la multitud; un hombre tocado con un casco que gobernaba su cuadriga, tirada por perros del ejército; un anciano que cojeaba apoyado en su bastón… Llegó un camión, pasó un caballo. La calle, estrecha y oscura, estaba atestada de gente. Parecía un día de fiesta.

Shōzō se sentó en el tronco de un árbol, junto a un depósito de agua. Una anciana que pasaba a su lado le preguntó:

—¿Cree que aquí estamos a salvo?

Shōzō cerró su cantimplora.

—Yo creo que sí. No hay casas en las inmediaciones y enfrente tenemos el río.

El cielo de Hiroshima se iluminó súbitamente. Eso hacia sospechar que pronto podrían divisar las llamas. «Si la ciudad entera queda reducida a cenizas, ¿qué será de mí?», se preguntó. Su destino lo atemorizaba pero, a la vez, no podía dejar de sentir interés por toda aquella gente que lo rodeaba. Le vino a la cabeza la imagen de los refugiados en el comienzo de la obra de Goethe Hermann y Dorotea. Pero su propia visión de la realidad era mucho más terrible aún. Cesaron las alarmas y la gente se dispersó a lo largo de la ribera. Shōzō volvió sobre sus pasos. El camino estaba más concurrido incluso que a la ida. Abriéndose paso a gritos empezaron a llegar porteadores con sus parihuelas, en fila india: eran los enfermeros transportando a sus pacientes.

Desde el cielo empezaron a llover octavillas en las que se anunciaba un inminente ataque aéreo. Cuando se puso el sol, los habitantes de la ciudad, comenzaron a huir en masa, aterrorizados. La alarma todavía no había comenzado a aullar, pero río arriba, en los descampados de los suburbios y en las faldas de las colinas, la gente se arremolinaba en grupos. Colocaban todo lo que habían traído consigo sobre la hierba: mosquiteras, ropa de cama e incluso utensilios de cocina. La línea ferroviaria de Miyajima llevaba todo el día congestionada, y a esa hora la situación había empeorado. El impulso de huir era instintivo, pero las autoridades pronto se ocuparon de dar órdenes estrictas para que nadie se marchara. La prohibición de evacuar al personal considerado imprescindible en la defensa aérea estaba en vigor desde hacía cierto tiempo. En un intento por mantener el control, colgaron listas de nombres y edades en las puertas de las casas. Por la noche, soldados y policías armados se apostaron con bayonetas en los cruces y en los puentes. Trataban de intimidar a las masas que huían para obligarlas a defender la ciudad con sus propias vidas. No obstante, hordas de gente escapaban en desbandada, como ratones acorralados, burlando la vigilancia como podían. Por la noche, en su huida, Shōzō se fijó en las casas junto a las que iban pasando. Desde luego, las vacías eran mucho más numerosas que las que estaban aún habitadas.

Desde el 3 de julio hasta la noche del 5 de agosto, la última en que la gente tuvo oportunidad de escapar a las bombas, era habitual que las alarmas aéreas saltasen tan pronto como se ponía el sol. Shōzō emprendía la huida en cuanto las cosas se ponían feas. Cogía su mochila en cuanto sonaba la alerta preliminar en la costa de Tosa. Desde que saltaba la alarma por bombardeo de las prefecturas de Kōchi y Ehime, no pasaban ni diez minutos hasta que saltaba la alerta preliminar en Hiroshima y Yamaguchi. Shōzō era capaz de ponerse las polainas en plena oscuridad, a ciegas y en un instante, pero a veces se demoraba un poco buscando minucias, como una toalla o un calzador. En cualquier caso, nada más empezar a sonar la sirena estaba ya plantado en la entrada, preparado para salir huyendo. Yasuko seguía su propio ritmo, y sin embargo siempre llegaba a la entrada al mismo tiempo que Shōzō. Salían uno detrás del otro y, apenas habían doblado una esquina y caminado diez pasos, Shōzō sabía que en ese momento empezaría a sonar la alarma. Entonces esta empezaba a ulular en la oscuridad, inundándolo todo. ¡Qué sonido más espeluznante, con aquellos altibajos! Era como el grito de una bestia herida. ¿Cómo lo describirían más adelante los historiadores? Ese era el tipo de pensamientos que cruzaban su cabeza en primera instancia; después afloraban los recuerdos… Tiempo atrás, le bastaba con escuchar cómo se acercaba por la calle el sonido distante de la flauta del baile Shishi para que se pusiera súbitamente pálido y huyese aterrorizado. Qué puro había sido su miedo de entonces, y qué previsible era ahora: últimamente, el terror se había convertido en una especie de rutina. Estos pensamientos cruzaban su cabeza como centellas. Luego, jadeante, subía la escalinata de piedra que conducía hasta la margen del río. A veces llegaba a casa de Seiji y se encontraba a toda la familia preparada ya para salir. Otras veces nadie estaba listo aún. Pisándole los talones o al poco tiempo de llegar él, lo solía hacer también Yasuko, que caminaba a su propio ritmo. Entonces su sobrina le entregaba el bōkū-zukin y le pedía: «Tío, ¿me lo atas, por favor?». Se lo anudaba con fuerza, se echaba a la niña a la espalda y salía el primero por la puerta. Al pasar el puente Sakae, se permitía un suspiro de alivio y aflojaba un poco la marcha. Cruzaba la vía del tren y nada más alcanzar el dique de Nigitsu, dejaba a la niña sobre la hierba. El agua del río brillaba blanquecina, y un gran cedro proyectaba su sombra sobre el camino. ¿Podría recordar más tarde aquella escena una niña tan pequeña? De pronto le pasaba por la cabeza, completamente empapada por el sudor, el recuerdo de una novela titulada Vida de una mujer, que se abría con la fuga de la protagonista en plena noche, cuando aún era una niña. Pronto aparecía el resto de su familia: su cuñada cargada con el bebé a la espalda, la criada transportando algo en los brazos, y Yasuko caminando a la cabeza con paso ligero y su sobrino cogido de la mano. (En una ocasión en que huía sola, la policía la detuvo y la reprendió con severidad. Desde entonces «alquilaba» a su sobrino para evitarse problemas). Seiji y su hijo, el estudiante de secundaria, solían cerrar la marcha. Escuchaban las radios encendidas de las casas que encontraban a su paso. Dependiendo de la situación, remontarían aún más el río o no. A medida que iban recorriendo el largo curso del río, más dispersas estaban las casas y más se vislumbraban, tenues, los arrozales al pie de las colinas. Avanzaban acompañados por el croar de las ranas. El flujo de siluetas que huía lentamente en la oscuridad no se detenía en ningún momento. Pronto despuntaría el alba. Algunas veces tenían que emprender el camino de regreso envueltos en una espesa niebla.

En ocasiones Shōzō emprende la huida en solitario. Durante el último mes lo han convocado para la instrucción de los reservistas en varias ocasiones. Empezaron siendo unos veinte; poco a poco dejaron de presentarse y ahora no quedan más que cuatro o cinco. El jefe de unidad les anuncia:

—En agosto llamarán a filas a mucha gente.

Shōzō se ve forzado a permanecer de pie en el oscuro patio de la escuela, escuchando la arenga del jefe de unidad, mientras a lo lejos, en el cielo que se extiende sobre el puerto de Ujima, los reflectores antiaéreos bailan de un lado a otro. Pronto se impacienta. Cuando va de camino a casa, una vez terminada la instrucción, empieza a sonar la alerta preventiva. En seguida salta la alarma, pero para entonces Shōzō, ya lo tiene todo preparado. Sale a las tinieblas de las calles apresuradamente, como si siguiera en plena instrucción. Finge estar dirigiéndose a casa mientras oye el rumor de los pasos de la gente que huye. Tras pasar el control del puente sin incidencias, llega sano y salvo hasta la parte de atrás del dique sobre Nigitsu. Allí se detiene por primera vez y se sienta sobre la hierba. Junto a la desembocadura del río se divisa el puente de hierro. Con la marea baja, la blanca arena de la orilla parece flotar como una leve bruma. Es una escena que le resulta familiar y que le recuerda los paseos de su infancia; el cielo estrellado sobre su cabeza le hace imaginar cómo será una batalla en campo abierto. En Guerra y paz, a uno de los personajes le invadía una gran paz contemplando la naturaleza en todo su esplendor. «¿Me sucederá a mí lo mismo cuando muera?», piensa. De pronto, se escucha un grito inquietante que llega desde las ramas del cedro situado justo encima de donde Shōzō está acuclillado. «¡Madre mía… Un cuco!». Se siente extraño. ¿Tocaría realmente la guerra a su fin con la batalla definitiva por las islas principales? ¿Sería Hiroshima el último bastión de resistencia? ¿Podría luchar valientemente en esa batalla aun a riesgo de perder la vida? Qué delirio, qué locura: Hiroshima, el último bastión de la patria. Si escribiese un poema épico sobre todo aquello, el resultado sería perverso y fútil. Shōzō siente sobre su cabeza el batir de las alas de aquel pájaro oculto a su mirada.

Hay ocasiones en las que, finalizada la alarma y con todos ya de vuelta a la casa de Seiji, Shōzō se queda en la entrada escuchando la radio. De vez en cuando se ven obligados a huir de nuevo, así que sus sobrinos se dejan los zapatos puestos. Los adultos se quedan pegados al transistor escuchando las noticias; su sobrino, que ha estado zascandileando sin parar de acá para allá, cae rendido y duerme a pierna suelta sobre el suelo de piedra del zaguán. Acostumbrado a esa vida incierta y nómada, ronca sin recato, como un soldado. (Shōzō lo mira despreocupadamente, sin pensar en ningún momento que pronto morirá, precisamente, como tal. Está aún en su primer año de colegio, por lo que no puede formar parte de ningún grupo de evacuación; se limita a ir a la escuela de vez en cuando. El destino querrá que el 6 de agosto sea uno de esos días y que, aquella última mañana de instrucción infantil, muera trágicamente cerca del Patio de Armas del Oeste).

Una vez que todo parece despejado y en calma, Yasuko es la primera en volver a casa, y Shōzō la sigue. Cuando llega tiene las dos capas de ropa empapadas en sudor y se la arranca a tirones: camisa, camiseta y calcetines. Va al baño a refrescarse con agua fría y después se sienta en la cocina. Solo entonces recupera el ánimo de nuevo.

—Puede que esta noche todo haya terminado bien, pero ¿y mañana…?

… Mañana por la noche los aviones volverán a aparecer por la bahía de Tosa, y en ese momento toda la impedimenta, las polainas, el bolso, los zapatos, saldrán de la oscuridad del armario, y el camino de huida volverá a extenderse bajo sus pies. (Más tarde, al rememorar aquella época de su vida, se dará cuenta de lo en forma que estaba por entonces. Aun así seguirá preguntándose cómo era capaz de reaccionar tan rápidamente ante el peligro y concluirá que los seres humanos somos una caja de sorpresas).

Mientras tanto, la evacuación de la fábrica Mori seguía su lenta marcha. De hecho, la fábrica se evacuaba casi a paso de tortuga. El desmontaje de las máquinas de coser había concluido, pero aún quedaba bastante hasta que le llegara su turno a los carros encargados del transporte. La mañana en que por fin hicieron acto de presencia, todo el mundo estaba febril con la mudanza. Jun’ichi en especial. Sacaron todos los tatamis del cuarto de invitados y los metieron en un carro. Desnuda, sin su cobertura de juncos, la estancia parecía enorme. Solo quedó, en el centro, un sofá abandonado. Podía presentirse que el ocaso del edificio estaba cada vez más cercano. Shōzō se sentó un momento en el soportal y se detuvo a mirar una flor blanca que crecía en un rincón del jardín. La planta había empezado a florecer al inicio de la época de las lluvias, y cuando una de las flores se marchitaba, eclosionaba otra, y después otra. En aquel momento había allí una bella flor de seis pétalos, silenciosa y solitaria. Shōzō le preguntó a Seiji cómo se llamaba aquella flor, cuál era su nombre. Le dijo que se trataba de una gardenia. Era una flor que conocía desde su infancia y que ahora, en aquel silencio, lo turbaba porque le hablaba de tiempos pasados, más felices.

Shōzō había recibido una carta de un amigo de Tokio:

No puedes hacerte una idea de la cantidad de incursiones aéreas y bombardeos que hemos sufrido hasta ahora. Todavía pueden verse los incendios iluminando la costa. Cada vez que suena la alarma, cojo mi cuaderno y me escondo en el refugio. Actualmente estudio matemáticas avanzadas. Las matemáticas son hermosas. Los artistas y los escritores japoneses no son buenos porque son incapaces de entenderlas.

Llevaba tiempo sin tener noticias de este amigo; tampoco sabía nada de aquel otro que vivía en la prefectura de Iwate. Kamaishi, al oeste de la prefectura, había sufrido un bombardeo naval, por lo que estaba claro que aquella área ya no era segura.

Una mañana que Shōzō estaba en la oficina, apareció Ōtani, un trabajador de una empresa cercana. Era familiar de Takako y solía acercarse por allí de vez en cuando desde que empezaron las desavenencias entre Jun’ichi y ella, de forma que ya no era un extraño para Shōzō. Con sus piernas delgadas embutidas en polainas negras, su cuerpo desgarbado y su cara fina y alargada, traslucía una enorme fragilidad, hecho que parecía compensar con su comportamiento. Ōtani se acercó a la mesa de Jun’ichi y preguntó de buen humor:

—¿Qué tal por Hiroshima? Ayer parecía que venían derechos a por nosotros, pero en el último momento viraron hacia Ube. El enemigo sabe lo que se hace… Ube tiene fábricas importantes, mientras que en Hiroshima no hay más que soldados y más soldados. Si hablamos de industria, aquí no hay nada que valga la pena. Últimamente me ha dado por pensar que Hiroshima es el lugar más seguro de Japón.

(La mañana del 6 de agosto Ōtani se volatilizó literalmente mientras se dirigía al trabajo).

Él no era el único que pensaba que Hiroshima era un lugar seguro, quizás el último de Japón donde uno se podía sentir realmente a salvo. Durante una época habían proliferado los éxodos nocturnos, pero en los últimos tiempos ya no eran tan numerosos. Se producían algunas incursiones de pequeños aviones aislados, pero las enormes formaciones aéreas que atravesaban de punta a punta el cielo de la ciudad a plena luz del día no arrojaban ya sus bombas sobre ella. Es más, en una ocasión las baterías antiaéreas colocadas en el Patio de Armas del Oeste incluso lograron derribar un avión enemigo de tamaño mediano. En el tranvía un viajero se dirigió a un oficial:

—Hiroshima resistirá, ¿verdad?

El oficial asintió sin decir palabra.

—¡Ay! —dijo Yasuko a Shōzō—. ¡Fue tan emocionante! ¡Nunca había presenciado una batalla aérea como esa!

Shōzō, sentado en el centro de la habitación sin tatami, leía absorto una obra de Gide, Si la semilla no muere. El bello retrato de la juventud del protagonista y de su ego desarrollándose en medio del ardiente calor del corazón de África dejó una huella indeleble en su mente.

Seiji no opinaba que toda la ciudad fuera a salvarse realmente; rezaba para que su casa frente al río no fuera devorada por las llamas. Soñaba con el día en que sus hijos, evacuados en Miyoshi, regresarían a casa y, juntos, irían a pescar de nuevo. ¿Cuándo llegaría ese día? Si pensaba mucho en ello se sentía profundamente perdido.

Cada noche desde que empezaron a huir de la casa debido a las alarmas, Yasuko decía inquieta:

—Si al menos pudiéramos enviar a un lugar seguro a los niños…

También Mitsuko, la mujer de Seiji, empezó a preocuparse y le rogaba a su marido, refiriéndose a la evacuación:

—¡Haz algo, rápido, por favor!

Todos aquellos ruegos enojaban a Seiji, que se limitaba a decir:

—¡Ve tú a encontrar un sitio!

Era incapaz de imaginarse viviendo solo en aquella casa si mandaba a su mujer y a sus hijos al campo. No era como Jun’ichi, para quien las cosas habían sido más o menos fáciles. Si solo hubiera sido cuestión de alquilar una casa en el campo y enviar allí los muebles, ya lo habría discutido con su mujer. Pero no tenía la menor idea de cómo ni dónde encontrar una que estuviera libre. Seiji no hacía ningún tipo de insinuación sobre el modo de actuar de Jun’ichi; se reservaba sus opiniones para sí mismo. En su rostro solo podía percibirse un mohín de enfado y resentimiento.

Para Jun’ichi fue sencillamente imposible ignorar la situación de la familia de Seiji. Al final les ayudó a encontrar una casa en el campo, aunque tardaron todavía un tiempo en llevar allí sus pertenencias, pues en primer lugar había que localizar un carro que estuviera disponible. Ahora que habían encontrado casa, Seiji suspiró aliviado y se dedicó en cuerpo y alma a embalarlo todo. El profesor que estaba a cargo de los niños en el campamento de evacuados de Miyoshi les anunció que celebrarían un día para los padres.

Si iba a viajar a Miyoshi, Seiji quería llevar a los chicos toda su ropa de invierno, así que entre el ajetreo de la mudanza y los nuevos paquetes para los niños, resultó que la casa estaba manga por hombro. Seiji se sentía abrumado, además, por una extraña preocupación: no cejó en su empeño hasta que en cada uno de los bultos que iba a llevar a sus hijos estuvieron impresos sus nombres con letra perfectamente legible.

Para cuando acabó de arreglar todo, era ya tarde y su humor había empeorado, así que cogió sus aparejos y se fue al río a pescar, justo enfrente de casa. Últimamente no había gran cosa que pescar, pero le bastaba lanzar el sedal para sentirse sereno y en paz. Como sobresaltado por el barullo que producía el borboteo del agua, volvió en sí y abrió los ojos. Sintió como si hubiera estado soñando con la mirada fija en el agua, evocando el Diluvio Universal descrito en el Antiguo Testamento, que había leído mucho tiempo atrás. Mitsuko apareció de pronto en lo alto del terraplén que daba a la casa, gritando: «¡Seiji, Seiji!». Cogió sus útiles de pesca y subió la escalinata de piedra. Bruscamente, su mujer volvió a gritar:

—¡La casa!

Sin entender nada, preguntó:

—¿Qué ocurre?

—Acaba de venir Ōkawa a notificarnos que tenemos tres días para marcharnos. ¡Después lo derribarán todo!

Seiji notó que las lágrimas afloraban a sus ojos:

—¿Has aceptado?

—No se trata de eso. ¡Si no hacemos algo pronto, estaremos acabados! La última vez que vimos a Ōkawa nos mostró un plano y nos dijo que nuestra casa no entraba en esta fase del plan de derribo, pero dice que ahora el reglamento exige que haya un solar vacío cada veinte metros.

—¿Nos engañó, el muy desgraciado?

Mitsuko se impacientaba:

—Es humillante… ¡Tenemos que hacer algo antes de que sea tarde!

—Arréglalo tú —declaró Seiji fingiendo indiferencia.

Aquel no era momento de indecisiones.

—Vamos a hablar con Jun’ichi —dijo, y los dos marcharon hacia la casa principal. Aquella tarde Jun’ichi también había ido a Itsukaichi-chō. Trataron de llamarlo por teléfono, pero por alguna razón no había manera de comunicar con él. Mitsuko arrinconó a Yasuko y le contó cómo se la había jugado Ōkawa. Al escucharla, Seiji se desesperó, angustiado al imaginar el aspecto que tendría su casa tres días más tarde. De joven, Seiji había practicado el cristianismo, de modo que cuando abrió la boca fue para suplicar:

—¡Por favor, Señor! Si tiene que ocurrir, que ocurra. Pero que también con nuestra casa se esfume la ciudad entera…

A la mañana siguiente, la mujer de Seiji se plantó en la oficina y se dedicó a abrumar con sus quejas a Jun’ichi. El encargado de los derribos de los edificios era un concejal llamado Tazaki. Le pidió a Jun’ichi que fuera a hablar con él. Jun’ichi escuchaba con aire preocupado. Llamó a Itsukaichi-chō y le ordenó a su mujer, Takako, que volviera inmediatamente. Luego, mirando a Seiji, refunfuñó:

—¿Y tú? ¿Te quedas ahí pasmado? ¿Van a demoler tu casa y solo eres capaz de asentir y de hacer lo que te mandan? Las casas destruidas por los bombardeos están cubiertas por el seguro. Pero las que se tiran se quedan sin nada.

Takako apareció en el momento justo. Tras hacerse una composición de lugar, dijo sin más:

—Me voy a ver al concejal Tazaki.

No había pasado ni una hora cuando Takako volvió. Traía cara de satisfacción:

—El señor Tazaki me ha prometido que se detendrán las demoliciones en esta zona.

Así, con esa pasmosa facilidad, se resolvió el problema de la casa de Seiji. Justo cuando se lo estaban comunicando suspendieron la alerta preliminar.

—Si vuelve a saltar la alerta será un verdadero fastidio. Creo que lo mejor es que me marche —dijo Takako antes de salir a toda prisa de la casa.

Poco tiempo después, en el gallinero contiguo al almacén, dos pollitos recién nacidos rompieron el cascarón. Eran muy pequeños y sus voces, todavía agudas, sirvieron durante un rato de entretenimiento a Jun’ichi y a toda su familia. En aquel momento no había nadie más escuchando. Los abrasadores rayos de sol taladraban el cielo, tranquilo y despejado sobre el árbol de Júpiter. Quedaban aún algo más de cuarenta y ocho horas antes de que la bomba atómica honrara a la ciudad de Hiroshima con su visita.