INTRODUCCIÓN

FLORES PARATAMIKI HARA

por Fernando Cordobés

El 6 de agosto de 1945 a las 8.15 de la mañana cayó sobre la ciudad de Hiroshima la primera bomba atómica de la historia de la humanidad. Tres días después, el 9 de agosto, la fuerza aérea de Estados Unidos lanzó una segunda bomba sobre la ciudad de Nagasaki. Eran las 11.01 de la mañana. Los datos hablan por sí solos: en Hiroshima murieron de forma instantánea unas 140 000 personas; en Nagasaki alrededor de 70 000. No son datos exactos, pues muchas víctimas desaparecieron por completo, se volatilizaron como si nunca hubieran existido. Además, los datos censales de la época no eran tan rigurosos como en la actualidad. En los días, semanas, meses y años siguientes a la explosión, la gente siguió muriendo como consecuencia de las heridas o de las enfermedades derivadas de la exposición a la radiactividad. Si a las víctimas mortales se suman los desaparecidos, los heridos y los huérfanos, la cifra ofrece una dimensión terrorífica. Y eso que todo sucedió en apenas unos segundos.

La pregunta fundamental es: ¿cómo se puede vivir después de algo así?

La pregunta obligada es: ¿cómo no resistir y vivir después de las bombas para dar testimonio de uno de los horrores más absolutos que ha conocido la humanidad?

No existen respuestas. Es imposible. Al repasar esos episodios de la historia humana, el hombre se enfrenta a algo que se sitúa más allá de la vida.

Sin embargo, hubo quien se sobrepuso a la tragedia y, en la medida de sus fuerzas, dejó testimonio sobre algo que nunca más nadie, en ningún lugar del mundo, debería volver a sufrir.

Tamiki Hara, el autor de Flores de verano, se encontraba en la ciudad de Hiroshima aquel 6 de agosto de 1945. Sobrevivió a la explosión y vivió el tiempo suficiente para escribir una de las obras más conmovedoras y profundas sobre el bombardeo atómico jamás creadas. Al cabo de los años nació en Japón un subgénero literario llamado genbaku bungaku, la «literatura de la bomba», escrita por hibakushas, supervivientes de la bomba atómica y por otros autores que, si bien no vivieron personalmente aquella experiencia, sí tuvieron un conocimiento directo de cuanto sucedió. Entre ellos se encuentran Takashi Nagai y su impresionante Campanas de Nagasaki, Ōta Yoko con Ciudad de cadáveres, Masuji Ibusa con Lluvia negra, Ineko Sata con Cuadros sin colores, Hiroko Takenishi con El rito, Kyōko Hayashi y El tarro vacío, Katsuzo Oda con Cenizas humanas, Mitsuharu Inoue con La casa de las manos o Tōge Sankichi con Poemas de la bomba atómica, por citar solo algunos.

Japón sufrió un ataque de dimensiones desconocidas en su propio territorio y hubo de aceptar la rendición sin condiciones. Además de agresor también se convirtió en víctima. Ello generó muchas inseguridades y ambigüedad respecto a lo que había ocurrido. Desde entonces se han llevado a cabo muchos esfuerzos para tratar de comprender un problema que afecta y compromete de manera grave y determinante el futuro de la humanidad. Los hibakushas han jugado un papel fundamental en ese proceso. ¿Qué pasará cuando desaparezcan?

Tamiki Hara nació el 15 de noviembre de 1905 en Hiroshima, en el seno de una próspera familia dedicada a la industria textil. La fábrica de la familia estaba situada en el distrito de Kaminayagi-chō y en el mismo recinto se encontraba la casa familiar. Fue el octavo hijo de un total de nueve. En aquella época, y en las familias de esa clase social, el orden de nacimiento era determinante, y marcaba no solo los derechos de sucesión, sino también el orden jerárquico. Por esa razón, Jun’ichi, el hermano mayor del narrador en Preludio a la aniquilación, dirige la fábrica y vive en una situación mucho más desahogada que el resto de sus hermanos, además de tener potestad para decidir sobre qué deben o no hacer estos. El sufijo ichi quiere decir ‘primero’. Por tanto, Jun’ichi se refiere explícitamente al primer hijo, al primogénito. El sufijo ji, de Seiji, significa ‘segundo hijo’, y , de Shōzō, el narrador, ‘tercero’. Esta nomenclatura se usaba únicamente para los hijos varones.

La prosperidad de la familia fue un factor que marcó de modo determinante la vida de Tamiki Hara. Le permitió obtener una buena educación en centros privados y no tener que depender de un salario en su vida adulta. Sin embargo, a pesar de la bonanza económica, la muerte siempre estuvo presente. Los dos primeros hijos varones anteriores a Jun’ichi, murieron antes de cumplir los tres años. El sexto hijo murió a los cuatro. Tamiki Hara tenía doce años cuando murió su padre; trece cuando falleció su hermana preferida, un año después; diecinueve cuando murió la hermana mayor, en 1924; treinta y seis cuando murió su madre, y treinta y nueve cuando falleció su amada esposa, un hecho que supuso para él un impacto emocional mucho más definitivo y duradero que todas las demás pérdidas juntas. La muerte, por tanto, ocupaba un lugar importante en su manera de recordar lo vivido.

Los años de formación de Tamiki Hara transcurrieron de escuela en escuela, mientras su interés por la literatura se iba haciendo cada vez más acusado. En 1932 se graduó en Literatura Inglesa en la universidad tokiota de Keiō con una tesis sobre Wordsworth. Tras una breve incursión en la incipiente y efímera literatura proletaria, muy en boga en aquella época en Japón, y que le llevó a dar en alguna ocasión con sus huesos en la cárcel, abandonó por completo toda actividad política. Del activismo pasó a una vida al más puro estilo dandi. Fumaba cigarrillos caros, inaccesibles para la mayoría de la población y llegó a contratar los servicios de una prostituta de Yokohama durante un mes entero hasta que esta logró escapar de su encierro. Al poco tiempo, Tamiki trató de suicidarse.

Su vida licenciosa concluyó en 1933 cuando contrajo matrimonio con Nagae Sadae, cinco años menor que él. Con ella vivió la etapa más feliz y estable de su vida. A través de su mujer logró superar las dificultades derivadas de su carácter, profundamente introvertido y antisocial. Ella se convirtió en su único contacto con el mundo: se hacía cargo de todo y él, imbuido de un profundo estado de misantropía, se dedicaba exclusivamente a la escritura, la única forma que conocía de entablar relación con los demás. Sadae murió víctima de la tuberculosis en septiembre de 1944 y Tamiki Hara, incapaz de vivir solo, regresó a Hiroshima con su hermano Jun’ichi en enero de 1945. Antes de la muerte de su mujer era un escritor brillante, pero vivía aislado, encerrado en sí mismo, escribiendo sobre los sueños y pesadillas de la infancia; alguien que, de no haber sufrido la experiencia de la bomba, quizás no habría ocupado un lugar destacado en el panorama literario de su época. Sin embargo, tras el 6 de agosto de 1945, fue capaz de plasmar sus experiencias en Flores de verano.

A esta le siguieron dos obras más: Chinkonka (Salmos para consolar el alma de los muertos) y Shingan no kuni (El país que mi corazón desea), publicadas ambas en 1951, meses después de la muerte del escritor. En la primera de ellas el autor declara: «No tengo la menor idea de cómo vive la gente. La humanidad entera me parece como un cristal hecho añicos. El mundo está roto. ¡Humanidad! ¡Humanidad! ¡Humanidad! No puedo entenderla. No logro conectar con ella. Tiemblo. ¡Humanidad! ¡Humanidad! ¡Humanidad! Quiero comprender. Quiero conectar. Quiero vivir. ¿Soy yo el único que tiembla? Dentro de mí siempre hay un ruido de algo que estalla. Siempre algo que me persigue. Estoy hecho para temblar, para ponerme furioso, para apagarme». La enfermedad de su mujer, su dedicación y entrega a ella, el sufrimiento por su muerte además del drama indescriptible de ser víctima del bombardeo atómico, tuvieron el curioso efecto de liberarle de alguna forma de sí mismo. Sirvieron para otorgarle una especie de misión, dotaron de sentido a su vida: dejar testimonio de su experiencia. Pero los años trascurridos no fueron una cura, sino una remisión de sus males de antaño. En 1949 sus demonios y fantasmas volvían a hacer acto de presencia.

En Shingan no kuni, el tono es extremadamente sombrío y adelanta su propia muerte en términos evidentes: «Esta vida ya no me ofrece nada de interés». Quizás el pasaje más significativo es cuando detalla sus sentimientos al detenerse en un cruce ferroviario cercano a su apartamento de Tokio: «Es el cruce por el que paso habitualmente, y a menudo debo esperar junto a él cuando baja la barrera. Los trenes vienen de Nishi-Ogikubo o van hacia Kichijōji. Al acercarse, las vías vibran perceptiblemente y se mueven arriba y abajo. Después, el convoy pasa rugiendo a toda velocidad. Por alguna razón la velocidad me libera de todas mis preocupaciones. Puede que sienta celos por esa gente capaz de hacerse cargo de su vida sin mayor dilación. Pero los que aparecen ante mí son aquellos que miran con desaliento las vías. Gente rota por la vida que, a pesar de retorcerse y luchar, ya han sido arrojados a una fosa de la que no podrán escapar. Sin embargo, sus sombras se desvanecen al aproximarse el tren. Cuando me detengo en el cruce y me sumerjo en su contemplación… ¿no le gustaría también a mi propia sombra desvanecerse pronto en esas mismas vías?».

Unos días más tarde, el 13 de marzo de 1951, a las 11.51 de la mañana, Tamiki Hara se tira al tren y muere.

En un intento por explicar su muerte se ha traído a colación el contexto político de la época. El presidente Truman, el mismo que ordenó arrojar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, anunció la posibilidad de volver a hacerlo, en este caso sobre la península de Corea sometida a una cruenta guerra civil. Sin embargo, al tomar en consideración las probables causas del suicidio de Hara, no se pueden obviar razones personales sin por ello menospreciar el impacto que pudo tener en su ánimo la declaración del presidente Truman. Un amigo suyo, Yamamoto Kenkichi, ofrecía la siguiente explicación: «Tras los bombardeos atómicos, sus premoniciones y alegorías más oscuras se hicieron realidad, y durante los cinco años siguientes se dedicó exclusivamente a hablar de su significado. En el proceso se convirtió en una simple voz sin otro matiz aparte de ese. Su muerte fue como la de un grillo cuando llega el invierno y apaga su último canto».

La trilogía de relatos incluida en Flores de verano tiene un sentido cronológico, pero su escritura y publicación no siguieron el mismo orden. Los relatos titulados Flores de verano y De las ruinas se publicaron en la revista Mita Bungaku, asociada a la universidad de Keiō, en junio y noviembre de 1947 respectivamente, mientras que Preludio a la aniquilación se publicó en Kindai Bungaku en enero de 1949. El libro apareció publicado en su conjunto por primera vez en febrero de 1949 en la editorial Nōraku, pero no fue hasta 1970 cuando lo publicó Shōbunsha en el mismo orden que sigue la presente edición. Conviene recordar que el ejercito norteamericano estableció una férrea censura sobre lo que se publicaba sobre las bombas, e impidió acceder a un conocimiento detallado y de primera mano del fenómeno hasta varios años más tarde.

Tamiki Hara manifestó que su orden preferido para la publicación de Flores de verano era el mencionado arriba. Sin embargo, en esta ocasión el libro se abre con Preludio a la aniquilación, seguido de los otros dos textos, más que nada para facilitar la comprensión de ciertos detalles y aspectos al lector español. En Preludio a la aniquilación, el autor cita por su nombre a sus hermanos y parientes, y ofrece una detallada descripción de la vida en Hiroshima meses antes del lanzamiento de la bomba. Por el contrario, en Flores de verano y De las ruinas, menciona a sus hermanos refiriéndose a ellos como ‘el mayor’ o el ‘segundo hermano mayor’. Solo cita por su nombre a un sobrino por una razón que no corresponde explicar aquí. Hay claves desconocidas para el lector español y, para facilitar su comprensión, quizás resulte más conveniente el orden aquí presentado que, en ningún caso, altera o modifica el sentido de la obra.

Existen otros detalles que merecen una breve aclaración. Hiroshima fue en la época de la guerra un importante centro militar y una base naval de primer orden. Era una ciudad próspera con un puerto activo y un volumen de comercio considerable. Conoció su mayor desarrollo durante los primeros años del siglo XX y su población no dejó de aumentar de manera constante. La ciudad se localiza en la costa del Mar Interior de Seto y ocupa el terreno del delta del río Ōta Gawa, dividido en una gran cantidad de brazos. De ahí la constante referencia a sus puentes, a sus diques y riberas y al papel esencial que jugó el río aquel fatídico 6 de agosto.

A lo largo del libro el autor hace referencia a los Patios de Armas del Este y del Oeste, que no eran sino grandes centros de reclutamiento e instrucción. Para prevenir los efectos devastadores de los ataques aéreos, una gran parte del personal militar se dedicaba a la apertura de cortafuegos por toda la ciudad. La mayoría de sus construcciones eran de madera y, por tanto, muy volátiles. El autor lo menciona en varias ocasiones y se detiene en la contemplación de los cambios inevitables que sufría Hiroshima por causa de los bombardeos.

Además de intentar prepararse para minimizar los daños materiales, las autoridades ordenaron evacuaciones forzosas de niños a zonas rurales alejadas del centro y de los objetivos de los B-29 norteamericanos. Aquella decisión salvó muchas vidas pero, a la postre, dejó infinidad de huérfanos. Yasuko y Seiji, hermanos del narrador, Shōzō, tienen a sus hijos evacuados y sufren enormemente por la separación.

La ciudad de Hiroshima siempre estuvo entre los objetivos prioritarios del ejército norteamericano para el lanzamiento de la bomba atómica, y por esa razón fue respetada casi hasta el final de la guerra. Mientras otras ciudades como Tokio eran arrasadas literalmente bajo una lluvia de bombas convencionales, en Hiroshima no cayeron muchas, pues se reservaba para la nueva arma y para la comprobación in situ de sus devastadores efectos. Esa es una de las razones que explica el sentimiento de premonición que recorre toda la primera parte de la obra: esa idea insistente y compartida por todos los habitantes de la ciudad de que el fin se acerca irremisiblemente. Sin embargo, nadie podía prever una catástrofe semejante, por lo que nadie pudo ponerse a salvo. ¿Y por qué no se marchó la gente después de aquello? ¿Por qué no abandonaron la ciudad para siempre? La respuesta es simple y aterradora: porque nadie sabía lo que había pasado en realidad. No existía información. Los habitantes de Hiroshima estaban desamparados. Pensaban que se trataba de una bomba convencional pero mucho más potente de lo normal. Lo que no sabían es que muchos de ellos morirían irremediablemente consumidos por los efectos perversos de la radiactividad.

En la Hiroshima actual apenas quedan rastros de aquel infierno. El Genbaku Dom, el icónico edifico en ruinas con el esqueleto de su cúpula derrumbada, es uno de los poquísimos que sobrevivieron al impacto, y una prueba fehaciente de lo que sucedió. Junto a él está el Genbaku no ko no zo, una escultura erigida en memoria de Sadako Sasaki, una niña víctima de las radiaciones, que devino no solo en un símbolo nacional japonés, sino en un recordatorio para las generaciones futuras del mundo entero. También hay un memorial dedicado a las víctimas, un parque presidido por una llama eterna y un estanque que contiene el agua que las víctimas no pudieron beber cuando más lo necesitaban, pues el calor de miles de grados producido por la deflagración lo evaporó todo. Hoy fluye incesante para calmar sus almas. Por último, está el Museo de la Paz: un centro dedicado a la memoria de los hechos acaecidos aquel 6 de agosto con la misión explícita de difundir un mensaje de paz para evitar que algo así ocurra de nuevo. Por momentos la visita a sus salas resulta insoportable. Allí se custodian los testimonios de los supervivientes de la bomba, más de 230 000. Testimonios para las generaciones venideras, que nos traen un mensaje claro: no se puede tolerar la existencia de armas nucleares en el mundo. No se puede tolerar el militarismo y la agresión, de ningún signo.

Muy cerca del Genbaku Dom, situada discretamente en un lateral del edificio, un amigo del autor de Flores de verano colocó una placa en su memoria. Con ello quería recordar el intenso sufrimiento que el escritor padeció a lo largo de su vida y, especialmente, en los años que siguieron al lanzamiento de la bomba atómica. La placa pide una oración por su alma, y por la paz de espíritu que el escritor nunca alcanzó en vida. Es una placa sobria, solitaria, y junto a ella cualquiera puede dejar flores en honor a Tamiki Hara.

FERNANDO CORDOBÉS