Oh, mis bienamados, retozad y esparcíos
como el corzo, como el cervatillo,
en lo profundo de las fragantes montañas.
Cuando salí y me acerqué a comprar flores fue con la intención de visitar la tumba de mi mujer. En el bolsillo llevaba un puñado de varas de incienso que había cogido en el butsudan[18]. El 15 de agosto sería el hatsu-bon[19], el primer Día de Difuntos desde su muerte, pero yo no tenía claro que mi ciudad natal pudiera seguir indemne hasta entonces. Era uno de esos días en que desde que amanece hay cortes de luz. Ningún otro transeúnte llevaba flores por la calle a esas horas de la mañana. No conocía el nombre exacto de las mías, pero sus diminutos pétalos amarillos exhalaban un agradable olor a campo, muy propio de las flores de verano.
Rocié con agua la lápida, expuesta a un sol abrasador; dividí las flores en dos ramilletes y las coloqué en los recipientes que flanqueaban la tumba. Cuando terminé, la lápida tenía un aspecto aseado, casi como si la hubiera purificado. Durante un instante, clavé mi mirada en las flores y en la losa. Bajo aquella piedra yacían enterradas no solo las cenizas de mi mujer, sino también las de Padre y Madre. Prendí una de las varas de incienso que había traído conmigo y me incliné en respetuoso silencio. Después tomé un trago de agua del pozo cercano y volví a casa dando un rodeo a través del parque Nigitsu. Durante aquel día y el siguiente, de mi bolsillo siguió emanando aquel olor a incienso. Fue al tercer día cuando cayó la bomba.
Le debo mi vida a un retrete. La mañana del 6 de agosto me levanté de la cama a eso de las ocho. Las alarmas antiaéreas se habían activado en dos ocasiones la noche anterior, pero en aquel momento no sonaba ninguna. Antes del amanecer me desvestí, me puse la yukata[20] y me volví a dormir. Cuando me levanté, solo llevaba puestos los calzoncillos. Al verme, mi hermana comenzó a refunfuñar, pues a su entender me quedaba en la cama hasta demasiado tarde. Sin decir palabra ni tener en cuenta sus reproches, me dirigí al baño.
No sabría decir cuántos segundos pasaron hasta que ocurrió todo; súbitamente, una especie de ola sónica retumbó en mi cabeza y luego todo se oscureció. Grité instintivamente y me levanté cubriéndome la cara con las manos. Los objetos se estrellaban unos contra otros, como azotados por una tempestad. Todo estaba oscuro como la boca de un lobo. No tenía la menor idea de lo que estaba sucediendo. Tanteando a ciegas, deslicé la puerta que daba al engawa[21]. Angustiado, en medio del estruendo alcancé a escuchar con claridad mis propios aullidos de agonía, pero era incapaz de ver nada. Sin embargo, en cuanto logré salir, pude ver cómo se iban perfilando rápidamente, bajo aquella luz desmayada, los contornos de una escena de destrucción. Mis sentimientos se empezaron a definir.
Lo que vi parecía salido de la peor de las pesadillas. Desde el primer momento, nada más recibir el impacto de la explosión en la cabeza y de que todo se sumiera en las tinieblas, fui consciente de que no había muerto. Después, pensando en la catástrofe que esto suponía, me enfurecí. Grité; mi voz resonó en mis oídos como si perteneciera a otra persona. Cuando la situación a mi alrededor comenzó a aclararse, me sentí como si me encontrara en medio del escenario en plena representación de una tragedia, o actuando en alguna película como las que solía contemplar en el cine. Más allá de la espesa nube de polvo pude vislumbrar pequeños claros azules, que poco después empezaron a multiplicarse. La luz comenzó a filtrarse por las rendijas de los muros derruidos. La claridad emanaba de lugares inverosímiles. Di unos pasos vacilantes sobre la tarima del suelo de donde había salido volando el tatami, y entonces mi hermana se abalanzó sobre mí desde el lado opuesto de la habitación.
—¿Estás herido? Dime, ¿estás herido? ¿Te encuentras bien? —gritó.
Y después:
—Te está sangrando el ojo. Corre a lavártelo ahora mismo —dijo, y me advirtió de que el grifo de la cocina aún tenía agua corriente.
Al darme cuenta de que estaba completamente desnudo, pregunté, volviéndome hacia mi hermana:
—¿No hay nada a mano que pueda ponerme?
Mi hermana sacó unos pantalones de un armario que parecía haber sobrevivido a la deflagración. En ese momento alguien entró apresuradamente en la casa haciendo aspavientos. Vestía solo una camiseta, y tenía la cara cubierta de sangre. Era uno de los trabajadores de la fábrica. Me miró y dijo sin rodeos:
—Tiene usted suerte de que no le hayan herido.
Y salió muy agitado mientras murmuraba:
—… Teléfono, un teléfono, tengo que llamar…
Se habían abierto grietas por todas partes; había biombos y tatamis desperdigados por doquier; las vigas y los marcos de las puertas habían quedado expuestos a la vista. Durante un cierto tiempo reinó un extraño silencio. La casa parecía estar a punto de derrumbarse. Más tarde me enteré de que, en nuestra zona, de la mayoría de ellas no quedaba más que el solar; no así en la nuestra, cuyo suelo seguía siendo firme. Quizás se debiera a su sólida construcción: mi padre, que la había hecho levantar cuarenta años antes, era un hombre precavido.
Hundiendo los pies en el revoltijo de biombos y tatamis caídos, busqué algo que ponerme. En seguida encontré una chaqueta, pero mientras buscaba mis pantalones mis ojos desorbitados seguían sin poder apartarse del todo de aquel desbarajuste de objetos diseminados por el suelo. El libro que había estado leyendo la noche anterior, a medio acabar, estaba tirado en el piso. Tenía las páginas abarquilladas. Del dintel de la puerta pendía el marco de un cuadro que amenazaba con desplomarse sobre mi cama. Mi cantimplora surgió de la nada, y poco después encontré el sombrero. Como los pantalones seguían sin aparecer, busqué al menos algo con lo que poder calzarme.
En ese momento apareció K. Trabajaba en la oficina. Al verme allí, en medio del salón, gritó con voz lastimera:
—¡Ayúdeme, por favor! ¡Estoy herido! —Y se desplomó en el suelo.
La sangre manaba a borbotones de su frente, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Le pregunté:
—¿Dónde tiene la herida?
—¡Mi rodilla! —contestó al tiempo que se agarraba la pierna. Su cara, lívida y ajada, se contrajo de dolor. Le di un trozo de tela que encontré tirada por ahí y me puse dos pares de calcetines, unos encima de otros.
—¡Humo! ¡Salgamos de aquí! ¡Lléveme con usted! ¡Lléveme con usted! —me repetía K. con insistencia. Era mayor que yo y, en circunstancias normales, mucho más enérgico y cabal; sin embargo en aquel momento parecía totalmente desquiciado.
Al contemplar el panorama desde el engawa, divisé una extensión inmensa de escombros, de ruinas, de casas totalmente demolidas. Excepto por algún que otro edificio de hormigón armado, que continuaba erguido a una cierta distancia, no podía discernir nada que me sirviera de referencia para orientarme. El gran arce que había en el jardín, y que crecía junto a un muro de adobe que también se había venido abajo, estaba truncado y la parte superior se había desplomado encima de una pila. Inmóvil sobre el refugio antiaéreo, K. dijo sin pensar:
—¿Y si aguantáramos aquí? Al menos tenemos agua…
—No —contesté—. Debemos ir hacia el río.
Con una mirada de total confusión, gritó:
—¿El río? ¿Y por dónde vamos a ir, si puede saberse?
En cualquier caso, aunque hubiéramos querido huir, aún no estábamos listos para hacerlo. Le pasé un pantalón de pijama que saqué de un armario, rasgué unas cortinas negras del engawa y recogí varios cojines. Al darle la vuelta a un tatami tirado en el engawa, apareció debajo el bolso que tenía preparado para la huida. Aliviado, me lo colgué al hombro. Del almacén del laboratorio farmacéutico cercano empezaron a brotar pequeñas llamas rojizas. Teníamos que irnos sin perder un minuto. Me encaramé al muro junto al arce caído y saltando los cascotes abandoné la casa.
Aquel árbol gigantesco siempre había estado en el mismo rincón del jardín, y había formado parte de mis sueños infantiles. Después de vivir lejos durante un tiempo, la primavera última había regresado a la casa de mi niñez y me había extrañado no sentir ya en mi interior la atracción que aquel árbol había ejercido antaño sobre mí. La ciudad entera parecía haber perdido su naturalidad de siempre para convertirse en una simple acumulación de fría materia inorgánica. Cada vez que entraba en la habitación orientada al jardín, venían flotando a mi memoria, inesperadas, las palabras que conformaban el título del relato de Edgar Allan Poe, «La caída de la casa Usher». Aquellas palabras no se me iban de la cabeza.
K. y yo avanzábamos lentamente, trepando por las ruinas de las casas y rodeando los obstáculos que encontrábamos a nuestro paso. Pronto nuestros pies tocaron suelo firme. Así fue como supimos que habíamos llegado a la carretera. Cuando alcanzamos el centro de la calzada empezamos a caminar a buen ritmo. Entonces, desde el otro lado de un edificio en ruinas llegó hasta nosotros una voz sobrecogedora:
—¡Señor, señor, por favor!
Nos giramos y entonces vimos a una chica que se acercaba llorando hacia nosotros. Llevaba la cara ensangrentada. Nos siguió durante un buen trecho, absolutamente aterrorizada, pidiendo que la ayudásemos. Continuamos un trecho y nos topamos con una anciana plantada en medio de la calle. Lloraba desconsoladamente:
—¡Mi casa está ardiendo! ¡Mi casa está ardiendo!
Aquí y allá se levantaban volutas de humo de entre las ruinas. Pronto llegamos a un callejón sin salida. Las llamas de una casa que ardía amenazaban con echársenos encima, y tuvimos que salir huyendo a toda velocidad. Nuestros pasos nos llevaron cerca del puente Sakae. Allí se había concentrado una cantidad ingente de refugiados. Alguien que parecía conservar aún la presencia de ánimo se dirigía a la masa desde el puente:
—¡Los que no estén heridos, que organicen una cadena para transportar cubos de agua!
Continué en dirección al bosquecillo de bambúes situado junto a Villa Izumi. Allí fue donde perdí de vista a K.
El bosquecillo de bambúes estaba arrasado: el gentío que huía había hollado una especie de senda situada en medio. Miré hacia las copas de los árboles: la mayoría estaban tronchados. Hasta este histórico jardín flanqueado por el río estaba ahora herido. Me fijé en una mujer de mediana edad que había junto al sendero. Estaba arrodillada, y su cuerpo carnoso estaba derrumbado junto a unos arbustos. Al mirar su rostro, completamente desprovisto de vida, sentí pavor, como si su sola visión pudiera contagiarme algo horrible. Nunca había visto una cara así. Lo que no sabía era que sería la primera de muchas.
En el lugar donde la maleza dejaba ver la orilla del río me topé con un grupo de estudiantes que huían de la fábrica. No parecían heridas de gravedad, pero aún temblaban mientras hablaban atropelladamente del horror que acababan de presenciar. En ese mismo momento, apareció mi hermano mayor. Vestido únicamente con una camisa, sujetaba una botella de cerveza en una mano y primera vista no parecía estar herido. En la otra orilla, tan lejos como me alcanzaba la vista, los edificios se habían venido todos abajo. Solo permanecían en pie los postes del tendido eléctrico. El fuego se extendía sin control. Sentado en el estrecho sendero junto a la margen del río, sentí que ahora estaba por fin a salvo, a pesar de todo. La amenaza que durante tanto tiempo había pendido sobre nuestras cabezas, y cuya llegada considerábamos inminente, por fin se había materializado. Ya no había nada más que temer. Me sentí liberado: había sobrevivido. Antes pensaba que tenía bastantes probabilidades de morir; ahora, darme cuenta de que estaba entero me devolvió en toda su dimensión el sentido y el significado de estar vivo.
Pensé: «Tengo que dejar testimonio escrito de todo esto». No obstante, en aquel momento aún no sabía casi nada sobre el verdadero alcance de aquel bombardeo aéreo.
Notábamos sobre nuestros rostros el calor del incendio que se había declarado en la orilla de enfrente. Decidimos mojar unos cuantos cojines en el río, que venía alto por la pleamar, para cubrirnos la cabeza. En ese momento alguien gritó:
—¡Bombardeo!
Otra voz dijo:
—¡Los que llevan ropa blanca que se escondan bajo los árboles!
La gente reaccionó rápidamente y se refugió reptando en el bosquecillo de bambúes. Al otro lado, donde el sol pegaba de lleno, también parecía haberse declarado un incendio. Aguardé un rato conteniendo la respiración, pero no había indicios de que fuera a producirse otro ataque, así que me decidí a asomarme de nuevo a la orilla del río. El incendio de la otra orilla no acababa de extinguirse. Sobre nuestras cabezas soplaba un viento abrasador que aventaba el humo negro hasta el centro del río. De pronto, el cielo sobre nosotros se encapotó y comenzaron a caer enormes goterones. La lluvia aplacó en cierto modo el calor, pero la tregua no duró mucho y al punto el cielo se despejó por completo. El fuego seguía ardiendo al otro lado del río. Atisbé unas cuantas caras conocidas: la de mi hermano mayor, la de mi hermana y las de algunos vecinos. Nos agrupamos y cada uno fue contando a su manera lo que le había pasado aquella mañana.
Cuando cayó la bomba mi hermano estaba sentado frente a la mesa de la oficina. Una luz cegadora inundó el jardín e inmediatamente después mi hermano salió despedido de su silla. Quedó atrapado bajo el edificio, y tuvo que forcejear un buen rato entre los escombros hasta que pudo liberarse. Tras encontrar un orificio, salió por él a rastras. Las estudiantes que trabajaban en la fábrica gritaban pidiendo auxilio. Luchó con todas sus fuerzas para sacarlas de allí. Mi hermana estaba en la entrada cuando vio el resplandor y tuvo tiempo suficiente para guarecerse bajo la escalera. Gracias a ello no sufrió heridas de gravedad. Al principio cada uno de nosotros pensaba que solo habían bombardeado su propia casa; al salir y contemplar la destrucción total, todo el mundo se quedó anonadado. Nos sorprendió comprobar que todo se había volatilizado, y que, sin embargo, no había rastro de los cráteres habitualmente causados por las bombas. Mi hermana contó que sucedió poco después de que se anunciara la alerta preliminar. Algo resplandeció y siseó suavemente, como cuando se quema algo hecho de magnesio. Un instante después, todo estaba patas arriba… «Fue como magia negra», dijo estremeciéndose.
Cuando el incendio de la otra orilla empezó a apagarse, oí una voz que nos alertaba de que los árboles del jardín de Villa Izumi estaban ardiendo. Se empezó a vislumbrar una tenue columna de humo que ascendía al cielo desde el bosquecillo de bambúes situado justo detrás de nosotros. El río seguía crecido y no daba muestras de que su caudal fuera a bajar en breve. Caminé a lo largo de un talud de piedra hasta llegar a la orilla. Junto a mí pasó flotando una enorme caja de madera blanca de la que asomaban cebollas que emergían del agua aquí y allá. Agarré la caja y le di las cebollas que todavía estaban dentro a la gente que tenía a mi alrededor. En el puente de hierro situado corriente arriba un tren había volcado su carga al río. Mientras recogía cebollas llegó a mis oídos una voz que chillaba:
—¡Socorro!
Una niña se mantenía a flote agarrada a un trozo de madera en mitad de la corriente; su cabeza tan pronto se sumergía como salía a flote. Cogí un trozo grande de madera y nadé hacia ella. Aunque hacía mucho tiempo que no me aventuraba en el río, rescatarla me resultó más fácil de lo que esperaba.
El incendio en la orilla de enfrente se avivó de nuevo. De entre las llamas surgían negras bocanadas de humo que extendían con ferocidad el fuego. Incluso daba la sensación de que, en un abrir y cerrar de ojos, la temperatura había aumentado súbitamente. Cuando el macabro fuego se hubo extinguido, no quedaron a la vista más que los esqueletos de los edificios circundantes. Fue entonces cuando me di cuenta de que, corriente abajo, en el cielo, más o menos sobre el centro del río, se movía una capa de aire absolutamente translúcida que se acercaba, trémula, hacia nosotros. «Un tornado», pensé. En ese mismo instante un viento huracanado comenzó a azotar nuestras cabezas. Los árboles se agitaban, estremecidos. Por encima de mí volaban ramas enteras arrancadas de cuajo, que se alejaban por los aires. En su danza enloquecida, en medio de aquella vorágine, caían en picado como flechas. No recuerdo con claridad cuál era el color exacto del cielo. Pero puede que estuviéramos atrapados en el terrible y lúgubre halo de luz verdosa y mortecina que representa el infierno en los cuadros budistas medievales.
Una vez hubo pasado el tornado, la penumbra del atardecer anunció la llegada de la noche. Mi segundo hermano, del que no habíamos tenido noticia alguna hasta entonces, apareció por sorpresa. Su cara estaba surcada por abrasiones grises y su camisa rasgada por la espalda. Las marcas sobre su piel tenían el aspecto de las quemaduras que causa el sol tras un día entero en la playa. Más tarde se transformaron en auténticas quemaduras supurantes que precisaron varios meses de tratamiento. Sin embargo, en aquel momento mi hermano todavía parecía estar razonablemente bien. Contó que, al volver a casa por un recado, vislumbró un avión en el cielo, no muy grande, seguido de tres extraños resplandores. Salió despedido varios metros por el aire. Logró salvar a su mujer y a la criada, que habían quedado atrapadas bajo los escombros de la casa y que forcejeaban por salir. Dejó a sus dos hijos a cargo de la criada para que huyeran lo antes posible y rescató a un anciano vecino suyo. Eso fue lo que más tiempo le llevó.
Mi cuñada, la mujer de Seiji, andaba muy preocupada tras haberse separado de sus hijos, pero entonces su criada nos hizo señas desde la otra orilla: tenía los brazos doloridos y ya no era capaz de cargar con los niños. Nos pedía a voces que fuéramos junto a ella cuanto antes.
Los árboles de Villa Izumi se consumían lentamente. Si el fuego cambiaba de dirección en plena noche y llegaba hasta nosotros, tendríamos serias dificultades para salir airosos. Decidimos pasar a la otra orilla del río mientras aún había luz, pero no se veía ningún bote a mano. Mi hermano mayor decidió cruzar con su familia por el puente. Mi segundo hermano y yo, que seguíamos buscando una embarcación, echamos a andar río arriba. Mientras avanzábamos por un estrecho sendero de piedra nos topamos con un grupo de refugiados. Su aspecto era indescriptible. Los tenues rayos de sol que declinaba iluminaban la escena con una pálida luz. Apostados a ambas orillas, proyectaban sus sombras en el agua. ¿Qué clase de gente era aquella? Tenían la cara tan hinchada y deforme que resultaba imposible distinguir quién era un hombre y quién una mujer; sus ojos se reducían a una delgada línea inflamada; sus labios estaban cubiertos de llagas terribles. Sus cuerpos, prácticamente desnudos, quedaban a la vista, mostrando espantosas heridas y quemaduras en los brazos y las piernas. Muchos de ellos parecían más muertos que vivos. Al pasar junto a aquellas monstruosidades oímos implorar con un hilo de voz:
—¡Agua, por favor, un poco de agua para beber! ¡Ayúdeme! ¡Socorro!
Todos suplicaban ayuda.
Al escuchar que alguien exclamaba «¡señor!» con voz aguda y lastimera, me detuve. Vi el cadáver desnudo de un chico completamente sumergido y, en los escalones de piedra, a menos de un metro del cuerpo, a dos mujeres acurrucadas. Sus caras, hinchadas hasta alcanzar el doble del tamaño normal, estaban horriblemente deformadas. Tan solo su pelo revuelto y chamuscado permitía adivinar que eran mujeres. Aquella primera visión, más que lástima o pena, me hizo sentir horror. Cuando las mujeres vieron que me paraba me rogaron:
—Aquel futón[22] de allí es nuestro. ¿Podría traérnoslo, por favor?
En efecto, cerca del árbol había algo parecido a un futón. Encima yacía una persona malherida. Parecía a punto de expirar. No había nada que hacer.
Encontramos una pequeña balsa. Soltamos el cabo al que estaba amarrada y remamos hacia la otra orilla. Cuando la balsa tocó la arena, ya era de noche. Allí también había muchos heridos. Un soldado, agachado en cuclillas al borde del agua, rogaba:
—¡Dadme agua para beber!
Pasé su brazo por encima de mis hombros y nos alejamos a pie. El soldado se tambaleaba dolorosamente sobre la arena y, en un momento dado, murmuró con desesperanza:
—Sería mejor estar muerto…
Asentí entristecido. Era como si un resentimiento insoportable nos mantuviera unidos. No necesitábamos palabras para describir aquello. Lo dejé esperándome a mitad de camino mientras me asomaba a mirar por encima del dique de piedra, donde había un puesto de emergencia con suministros de agua caliente. Inclinada sobre una mesa de la que emanaba vapor, una enorme cabeza renegrida, abrasada, sorbía agua caliente de un cuenco. Aquella cara grotesca y descomunal daba la impresión de estar hecha a base de judías negras de soja. Tenía el pelo cortado a cepillo, en línea recta, justo por encima de la oreja. (Más adelante, cuando vi a otras personas con la misma cara calcinada y el pelo cortado de igual manera, me di cuenta de que era el resultado de llevar puesta la gorra en el momento de la explosión). Con un cuenco de agua caliente, fui hasta donde había dejado al soldado. En el río había otro, gravemente herido. Estaba agazapado y bebía agua con fruición.
Al atardecer, el cielo refulgía por el incendio sobre Villa Izumi y nuestro barrio. En los arenales del río la gente había empezado a encender fogatas con pequeños trozos de madera para preparar la cena. Junto a mí había una mujer tendida en el suelo, con la cara hinchada como un globo. Imploraba un poco de agua y, al escuchar su voz, me di cuenta de que era la criada que trabajaba en casa de mi segundo hermano. El resplandor la sorprendió con el bebé en brazos cuando estaba a punto de salir por la puerta de la cocina y le abrasó el rostro, las manos y el pecho. A pesar de ello se llevó consigo a la hermana mayor y al bebé, y escapó antes de que lo hicieran mi hermano y su mujer. Al alcanzar el puente perdió de vista a la niña; solo pudo llegar hasta allí con el bebé en brazos. Se quejaba de un fuerte dolor en la mano con la había intentado protegerse la cara del resplandor. Afirmaba que le dolía como si alguien estuviera tratando de arrancarle la piel.
La marea continuaba subiendo. Abandonamos el lecho del río y nos dirigimos a la orilla. Ya había caído la noche. Seguía escuchándose un eco de voces desesperadas pidiendo agua a gritos. El clamor de los que habíamos ido dejando atrás se hacía cada vez más insistente. En la parte alta de la orilla se levantó un poco de viento; hacía fresco como para dormir a la intemperie. Justo enfrente estaba el parque Nigitsu, envuelto en la oscuridad. Sobre el horizonte, solo se vislumbraban las siluetas tronchadas de los árboles. Mi hermano y su familia se acurrucaron en un hoyo en el suelo. Yo encontré otro y me deslicé en su interior. A mi lado yacían tres o cuatro chicas heridas. Una de ella estaba muy preocupada:
—¿No sería mejor huir? Los árboles del otro lado están ardiendo.
Asomé la cabeza por encima del agujero para otear en esa dirección. Dos manzanas o tres más allá las llamas lo devoraban todo, pero no parecía que el incendio fuera a alcanzarnos.
—¿Se está acercando el fuego? —me preguntó atemorizada otra de las chicas.
—No —le dije—. No hay problema.
Me preguntó de nuevo:
—¿Qué hora es? ¿Han dado ya las doce?
Sonó la alerta preliminar. En alguna parte debía de haber una sirena que había sobrevivido a la destrucción y resonaba débilmente. Corriente abajo resplandecía un fulgor enorme y nebuloso. La ciudad era pasto de las llamas.
Las estudiantes suspiraban:
—¡Si al menos amaneciera!
Sus voces suaves y delicadas parecían entonar un cántico:
—¡Madre, padre…!
—¿Se dirige el fuego hacia aquí? —me volvió a preguntar la misma chica de antes.
Por el lecho del río resonaba el grito agónico de alguien aparentemente joven y fuerte. El lamento se extendía y se propagaba:
—¡Agua, agua! ¡Agua, por favor…! ¡Ay…! ¡Madre…! ¡Hermana…! ¡Mitchan!
Las palabras parecían desgarrarle el cuerpo y el alma. Intercalados con sus palabras, de modo intermitente, se oían terribles aullidos de dolor.
En una ocasión, de niño, fui a ese mismo lugar a pescar. El recuerdo de aquel día caluroso seguía extrañamente vívido en mi memoria. Frente a la orilla había un cartel enorme que anunciaba la pasta de dientes León. De tanto en tanto, sobre el puente de hierro, escuchaba el traqueteo de los trenes al pasar. Era una estampa idílica, como un sueño hecho realidad…
Al amanecer ya no se escuchaba aquel grito de la noche anterior; aun así, su agónico eco aún resonaba en mis oídos. Con el nuevo día empezó a soplar una ligera brisa. Mi hermano y mi hermana volvieron a las ruinas de lo que fue nuestra casa. La gente decía que cerca del Patio de Armas del Este habían instalado un puesto de socorro, de modo que mi segundo hermano se marchó para allá con su familia. Yo también me estaba dirigiendo hacía allí, cuando un robusto soldado, muy malherido, me pidió que lo acompañase. Apoyado en mi hombro, dio en caminar con pasos cortos, como si transportara un objeto muy frágil. Nuestro periplo fue terrible y siniestro: a nuestros pies, fragmentos de carne, esquirlas de huesos, cadáveres todavía humeantes. Cuando llegamos al puente Tokiwa me pidió que lo dejara allí. Estaba tan agotado que ya no podía dar un paso más. Tras dejarlo en aquel lugar, me dirigí hacia el parque Nigitsu. Aquí y allá se alzaban casas destruidas que se habían salvado de las llamas. Sin embargo, en cualquier rincón eran visibles los estragos causados por el resplandor. En un solar se había congregado un grupo gente alrededor de una tubería rota de la que brotaba agua. Fue allí donde me enteré de que mi sobrina estaba a salvo en el refugio de Tōshōgu.
Me dirigí hacia el refugio tan rápido como me permitían mis piernas, y nada más llegar me topé con ella y con su madre. Tras separarse de la criada el día anterior en el puente, había huido con otras personas hacia un lugar seguro. Cuando vio a su madre, rompió a llorar sin poder contenerse. Su cuello, renegrido, estaba cubierto de dolorosas quemaduras.
El refugio estaba instalado debajo del torii[23] de Tōshōgu. Un agente de policía iba preguntando uno por uno a los que allí se encontraban sus direcciones y sus edades. Sin embargo, después de entregarle los papeles con sus datos, garabateados a duras penas, los heridos aún debían esperar alrededor de una hora haciendo una interminable cola a pleno sol. Aunque uno estuviera maltrecho, si era capaz de hacer esa cola podía considerarse afortunado. Escuchamos un grito frenético:
—¡Soldado, soldado! ¡Ayúdeme, soldado!
Se trataba de una chica cubierta de quemaduras que se retorcía de dolor desplomada en el suelo. Un hombre ataviado con uniforme de ayudante civil se tumbó y le apoyó la cabeza, tumefacta por las ampollas, encima de una piedra. Suplicante, abrió su boca negruzca y con un hilo de voz entrecortada rogó:
—¡Por favor, que alguien me ayude, por favor! ¡Doctor, enfermera!
Nadie le prestó la más mínima atención. Los agentes de policía, los médicos, las enfermeras, todos llegados de otras ciudades, no daban abasto con los heridos.
Acompañé a la criada de mi segundo hermano a guardar cola. La pobre había empeorado notablemente: su rostro se había abotargado aún más y apenas era capaz de mantenerse en pie. Al fin llegó su turno y la atendieron. Después buscamos un sitio donde descansar: en el recinto del templo no había un solo lugar que no estuviera ocupado por personas malheridas; no había refugios temporales, ni siquiera una sombra bajo la que guarecerse. Construimos un sombrajo con unas cuantas maderas endebles, apoyándolas contra una pared de piedra para ocultarnos debajo. En ese angosto y reducido espacio seis de nosotros pasamos más de veinticuatro horas acurrucados.
Justo a nuestro lado habían improvisado otra techumbre de la misma ralea. En su interior, sobre las esterillas que cubrían el suelo, se revolvía sin cesar un hombre. Me llamó. No tenía nada con qué cubrirse; solo un jirón de pantalón que le tapaba apenas las caderas. Tenía quemaduras en los brazos, las manos, las piernas y el rostro. Dijo que estaba en la séptima planta del edificio Chūgoku cuando cayó la bomba. Su fuerza de voluntad debía de ser inquebrantable puesto que, a pesar de sus graves quemaduras, pidió ayuda para la gente del edificio y organizó su transporte hasta el refugio. Al poco tiempo llegó un joven, desorientado y con todo el cuerpo cubierto de sangre, que se sentó junto a él. Llevaba un brazalete de cadete del Cuartel General. Al verlo, el hombre se enfadó y le ladró:
—¡Eh, eh! ¡Vete de aquí! Ya tengo el cuerpo suficientemente desollado. ¡Cómo me toques, ya verás! Hay mucho espacio por ahí. No te apoltrones en un rincón tan estrecho como este. ¡Lárgate! ¿Me has oído?
El chico se levantó aturdido.
Aproximadamente a unos dos metros de donde estábamos tumbados había un cerezo con unas cuantas hojas, y bajo él dos chicas estudiantes. Tenían la cara calcinada y ennegrecida, sus delgadas espaldas expuestas al sol abrasador. Ambas gemían pidiendo agua. Las alumnas de la escuela secundaria de comercio habían ido a recolectar batatas y allí fue donde las alcanzó la explosión. Más tarde apareció otra mujer, con la cara igualmente ennegrecida. Vestida con sus mompe, dejó el bolso en el suelo y se sentó extendiendo las piernas, exhausta. El sol empezaba a ponerse. ¿Tendríamos que pasar otra noche más en este paraje? Me sentía tremendamente desamparado solo de pensarlo.
Desde antes del amanecer se escuchaban voces dispersas recitando nembutsu[24] sin descanso. La gente moría continuamente. Las chicas tumbadas bajo el cerezo fallecieron cuando el sol de la mañana se estaba elevando en el cielo; un policía examinó sus cadáveres, tendidos boca abajo en una zanja. Al terminar con las chicas, se acercó a la mujer que vestía mompe. Se había desplomado y también parecía haber fallecido. Tras examinar su bolso, el oficial de policía encontró una libreta del banco y unos bonos de guerra: parecía que estaba de viaje cuando la sorprendió la catástrofe.
Cerca del mediodía saltaron las alarmas antiaéreas y se escucharon aviones sobrevolando la zona. Ya nos habíamos habituado al sobrecogedor y dantesco espectáculo que nos rodeaba por doquier, pero a pesar de ello, el hambre y el cansancio no hacían sino aumentar. Los hijos de mi segundo hermano habían ido a la escuela del centro de la ciudad y todavía no sabíamos nada de ellos. La gente seguía muriendo, incesantemente, y sus cadáveres quedaban tirados de cualquier manera por todas partes. La gente, inquieta, bullía sin cesar vagando de un sitio a otro con la sensación de que la ayuda nunca acabaría por llegar. Aun ahora, en el patio de armas sonaba una corneta, alta y clara.
Mis sobrinas, que sufrían mucho a causa de las quemaduras, gemían amargamente. La criada pedía agua una y otra vez. Cuando, llegados al límite de nuestras fuerzas, languidecíamos ya sin remedio, regresó mi hermano mayor. La víspera se había marchado en dirección a Hatsukaichi-chō, a donde habían evacuado a su mujer, y ahora volvía con un carro que había alquilado en Yahata. Nos subimos al carro y nos alejamos de allí tan rápidamente como pudimos.
Cargado con toda la parentela de mi segundo hermano, con mi hermana y conmigo, el carro salió de Tōshōgu y enfiló en dirección a Nigitsu. Ocurrió cuando estaba a punto de salir de Hakushima y entrar por Villa Izumi: en un espacio abierto cerca del Patio de Armas del Oeste, mi hermano vio un cadáver vestido con unos pantalones cortos amarillos que le resultaron familiares. Se apeó del carro de un salto y fue corriendo hacia allí. Lo siguió mi cuñada, y después yo. Además de los pantalones, el cadáver llevaba ceñido un cinturón inconfundible. Se trataba del cuerpo de mi sobrino Fumihiko. No tenía siquiera su chaqueta puesta. Del pecho le sobresalía un bulto supurante del tamaño de un puño. Su cara estaba completamente renegrida y calcinada, hasta el punto de que apenas se podían apreciar uno o dos dientes blancos. Tenía los puños tan apretados que las uñas se le habían clavado en las palmas de las manos. Junto a él yacía el cadáver de un estudiante de secundaria; un trecho más allá, el de una chica joven. Ambos, completamente rígidos, conservaban la postura en la que los había sorprendido la muerte. Mi segundo hermano cogió una uña de Fumihiko y su cinturón como recuerdo; tras colocar junto a el cadáver su placa de identidad, se marchó. Fue un encuentro más allá de las lágrimas.
El carro se dirigió hacia Kokutaiji. Al cruzar el puente de Sumiyoshi hacia Koi, se nos ofreció una visión panorámica de las ruinas. Bajo el sol cegador, en la plateada desolación que iluminaban sus rayos, había caminos, ríos, puentes, y también había cadáveres abotargados y enrojecidos dispersos hasta donde alcanzaba la vista. Era, sin duda, un nuevo infierno, planificado con precisión y destreza. Allí todo lo humano había sido exterminado, como si las expresiones de los rostros de los cadáveres hubieran sido sustituidas por un único molde fabricado en serie. Sus extremidades eran presa de una especie de ritmo diabólico: el rigor mortis parecía haberlos atrapado en el último estertor de su agonía. Los cables eléctricos, caídos y enmarañados, y los incontables cascotes diseminados por doquier propiciaban una atmósfera de angustia y crispación, de caos en medio de la nada. Al ver los tranvías, descarrilados y reducidos a cenizas en un instante, y los caballos tendidos sobre sus inmensos vientres tumefactos, uno pensaba que había entrado de cabeza en un cuadro surrealista. Incluso los alcanforeros de Kokutaiji habían sido arrancados de cuajo, lo mismo que las lápidas de las tumbas dispersas por doquier. La biblioteca de Asano, de la que solo quedaba la estructura, se había transformado en una morgue. Por la calle, humaredas; el intenso hedor de la muerte lo invadía todo. Cada vez que cruzábamos el río nos asombraba que los puentes hubieran aguantado la embestida. Creo más adecuado plasmar todas estas impresiones en letras mayúsculas, así que aquí va la siguiente estrofa:
FRAGMENTOS DESTROZADOS, TITILANTES,
Y CENIZAS GRISES, CASI NÍVEAS,
UN VASTO PANORAMA,
EL EXTRAÑO COMPÁS DE CADÁVERES HUMANOS ABRASADOS AL ROJO.
¿ERA REAL TODO ESO? ¿PODÍA SER REAL?
EL MUNDO DE ANTAÑO, CERCENADO EN UN INSTANTE PARA DEJAR ESTA HUELLA,
LAS RUEDAS DE LOS TRANVÍAS DESCARRILADOS,
LOS VIENTRES DE LOS CABALLOS, TUMEFACTOS,
EL HEDOR DE LOS CABLES ELÉCTRICOS, QUE HUMEAN SISEANTES
El carro avanzaba por la calzada a través de aquella desolación infinita. Incluso en los barrios de las afueras se veían hileras de casas arrasadas. Pasamos Kusatsu y, al fin, avistamos algo de verdor que mitigó aquella tonalidad mortecina. La visión de un enjambre de libélulas volando sobre los campos de arroz se me quedó grabada en la memoria. Después apareció la larga y monótona carretera de Yahata. Cuando llegamos ya había anochecido.
Al día siguiente iniciamos nuestra calamitosa vida en aquel lugar. Los heridos no se recuperaban y los que estaban sanos comenzaban a debilitarse por la carencia de alimentos. Los brazos de la criada, achicharrados, supuraban horriblemente y se le infectaron con larvas de mosca. Hiciéramos lo que hiciéramos para curarla, las larvas volvían, una y otra vez.
Murió un mes más tarde.
Al cuarto o quinto día de habernos trasladado a Yahata, regresó el sobrino del que no teníamos noticia. La mañana en que cayó la bomba había ido al colegio para ayudar a limpiar los cortafuegos que habían abierto por toda la ciudad. El resplandor lo sorprendió dentro de clase. Al instante, se arrojó bajo una mesa; acto seguido el techo se derrumbó sobre él, sepultándolo, pero encontró un resquicio entre los escombros y consiguió salir gateando. Apenas cuatro o cinco niños en toda la escuela fueron capaces de escabullirse y ponerse a salvo; todos los demás murieron en el momento de la explosión. Huyó con aquellos cuatro o cinco compañeros hacia la montaña Hiji; la mitad del camino se la pasó vomitando un líquido blancuzco. Luego fue en tren a casa de un amigo que había logrado escapar con él, donde lo acogieron. Más o menos una semana después de volver con nosotros, se le empezó a caer el pelo: en apenas dos días se quedó completamente calvo. Por aquel entonces se extendió el rumor de que si se te caía el pelo y, para más inri, te sangraba la nariz, entonces es que no tenías remedio. Doce o trece días después de que empezara a caérsele el pelo, en efecto, empezó a sangrar por la nariz. El doctor lo visitó y aseguró que aquella misma noche su estado sería crítico. Sin embargo, a pesar de la gravedad, sobrevivió.
N. iba en tren cuando lo sorprendió la explosión. Se dirigía a una fábrica que habían trasladado al campo y en ese preciso instante coincidió que el tren pasaba por un túnel. Al salir, N. se giró en dirección a Hiroshima y vio tres paracaídas que descendían lentamente. El tren se detuvo a la siguiente estación; le asombró ver que todos los cristales estaban hechos pedazos. Al llegar a su destino ya se conocían algunos detalles de lo que había pasado. Sin perder un momento, cogió el tren de vuelta para regresar a Hiroshima. Los trenes con los que se cruzaba iban cargados de gente horriblemente maltrecha. No podía esperar a que el incendio de la ciudad se extinguiera, de modo que avanzaba por el asfalto todavía humeante. Se dirigió en primer lugar a la escuela en la que trabajaba su mujer. Entre las cenizas de la clase encontró los huesos de las alumnas. En el despacho del director solo había un esqueleto. Pero no halló huesos que correspondieran a los de su mujer. Se marchó apurado a su casa, que estaba situada cerca de Ujina. Las casas se habían desplomado pero no se había declarado ningún incendio. Sin embargo, allí tampoco halló rastro alguno de su mujer. Empezó a examinar todos los cadáveres que iba encontrando en el camino desde su casa hasta la escuela. Muchos cuerpos yacían boca abajo, por lo que no le quedaba más remedio que darles la vuelta para verles la cara. Todos estaban terriblemente desfigurados, pero ninguno de ellos era el de su mujer. Al final, estuvo horas y horas vagando sin rumbo fijo, inspeccionando uno a uno los cuerpos que iba encontrando a su paso. En un depósito de agua había unos diez cadáveres apilados los unos sobre los otros. En la escalinata que descendía hacia la orilla del río, había otros tres. El rigor mortis los había agarrotado. Tenían las manos crispadas, asidas a los peldaños. Pasó junto a una parada de autobús y comprobó que los viajeros habían muerto allí de pie, mientras hacían cola, con las uñas clavadas en el hombro de la persona que tenían justo delante. También vio gran cantidad de cadáveres amontonados; había una unidad entera de un cuerpo de trabajo movilizado para abrir cortafuegos que había sido aniquilada por completo. Ninguna de esas escenas, empero, igualaba a la del Patio de Armas del Oeste: en medio del patio se alzaba una montaña de soldados muertos. Pero seguía sin encontrar el cadáver de su esposa.
N. visitó todos los refugios y puestos de socorro para escudriñar, una a una, las caras de los heridos graves. Cada uno de aquellos rostros era la encarnación misma del sufrimiento, pero su esposa seguía sin aparecer. Pasó tres días y tres noches examinando hasta la extenuación cadáveres y cuerpos calcinados. Después, N. volvió a empezar otra vez desde el principio. Y el primer sitio al que volvió fue al colegio en el que su mujer solía trabajar hasta aquella fatídica mañana en que le perdió la pista.