Cuando nos trasladamos al pueblo de Yahata, al principio yo aún conservaba toda mi energía: cargaba a los heridos en el carro y los llevaba al hospital, recogía por donde podía la comida que se estaba repartiendo para poder subsistir y me mantenía en contacto con Jun’ichi en Hatsukaichi-chō. La casa donde vivíamos era la misma que había alquilado Seiji, una edificación anexa a una granja en Yahata. Yasuko y yo abandonamos finalmente nuestro refugio para instalarnos junto a nuestro hermano y su familia. Desde el establo de las vacas llegaban volando audaces enjambres de moscas que se le pegaban al cuello a mi sobrina sin que hubiera manera de espantarlas. Ella, que tenía la piel abrasada, arrojaba sus palillos al aire y gritaba frenética. Para mantenerlas a raya echábamos la mosquitera incluso de día. Seiji, con la cara y la espalda llenas de ampollas, yacía en el interior de la mosquitera con expresión sombría. Un huerto nos separaba de la casa principal; allí, en el engawa, descansaba un hombre con el rostro salvajemente abotargado, pero habíamos visto ya tantas caras como aquélla que ya no nos afectaba en lo más mínimo. En la trasera de la casa habían instalado otra cama, esta vez para alguien herido, al parecer, incluso de mayor gravedad. Una tarde empezó a delirar. «Morirá en cualquier momento», pensé. Poco después oímos otra voz que entonaba ya su nembutsu. El fallecido era el marido de la hermana mayor de la familia; la bomba lo había sorprendido en Hiroshima, y había regresado a casa a pie. Nos dijeron que tras meterse en cama no pudo evitar rascarse de modo instintivo las quemaduras y, a consecuencia de eso, al poco tiempo desarrolló una especie de fiebre cerebral que le hizo perder la conciencia. Ya no la recuperó.
Fuéramos a la hora a la que fuéramos, la clínica estaba siempre atestada de heridos. Tardaron una hora entera en atender a una mujer de mediana edad a la que habían transportado hasta allí entre tres personas. Tenía el cuerpo entero acribillado de cristales. No nos quedó más remedio que esperar hasta pasado el mediodía.
Había algunas personas con las que invariablemente nos encontrábamos cada día, no importa cuál fuera la hora: el anciano malherido al que habían llevado en una carretilla, el estudiante de bachillerato con quemaduras en la cara y en las manos que estaba en el Patio de Armas del Este cuando cayó la bomba…
Cuando por fin le cambiaron las vendas a mi sobrina, ésta empezó a chillar como una posesa:
—¡Me duele, me duele! ¡Quiero un yōkan[25]!
Con rictus amargo, el doctor contestó:
—¿Y de dónde quieres que lo saque, hija? Aquí no hay yōkan que valga, por mucho que me lo pidas.
La habitación contigua a la consulta estaba también repleta: al parecer, habían instalado allí a los familiares heridos del doctor. Sus gemidos de agonía no parecían propios de ninguna criatura que hubiera habitado este mundo. Mientras transportaba a los heridos, a menudo saltaba la alarma antiaérea; incluso podía escuchar aviones sobrevolando nuestras cabezas. Aquel día tampoco llegó nuestro turno, así que decidí volver a casa a descansar un rato. Aparqué el carro a la entrada de la clínica. Yasuko, atareada en la cocina, me dijo extrañada al verme:
—Hace un rato han empezado a tocar el Kimigayo, el himno nacional. Me pregunto por qué.
Sorprendido, me fui derecho a la casa principal, a escuchar la radio. No podía oír con claridad la voz del locutor, pero sí distinguí nítidamente las palabras: «cese de las hostilidades». Aquello me produjo una impresión tan profunda que noté que estaba empezando a perder la compostura, así que salí y me dirigí de nuevo a la clínica. Seiji seguía esperando en la entrada con una expresión vacía en el rostro. Al verlo dije:
—Es una lástima, la guerra ha terminado…
Pronto esa frase se convirtió en una letanía que todo el mundo repetía. Seiji había perdido a su hijo pequeño, y todas las pertenencias que tenía preparadas para llevarlas consigo en la evacuación desaparecieron también, pasto de las llamas.
Esa misma tarde atravesé los arrozales y bajé hasta el dique del río Yahata. Era un río poco profundo, de agua clara. Había una libélula posada sobre una roca. Me metí en el agua, con camisa y todo, y exhalé un profundo suspiro. Giré la cabeza para contemplar la cadena de montes que iba cambiando de color poco a poco a la luz del crepúsculo. Los picos más lejanos resplandecían bajo los rayos sesgados del sol. Era demasiado hermoso para ser real: ya no había amenaza de bombardeos; el cielo, infinito, irradiaba una profunda calma. Casi llegué a sentirme como un hombre nuevo, renacido tras la explosión. Sin embargo, ¿qué pasaba con la gente que sucumbió a aquella horrible muerte en el lecho del río Nigitsu o en la orilla, cerca de Villa Izumi? Yo disfrutaba ahora de aquella vista tranquila, pero ¿qué destino le aguardaba a las ruinas carbonizadas? El periódico afirmaba que el centro de la ciudad resultaría inhabitable durante setenta y cinco años; la gente afirmaba que aún quedaban al menos diez mil cadáveres sin identificar y que, cada noche, sus espíritus vagaban entre los escombros. La catástrofe también había afectado a los peces: dos o tres días después de la bomba empezaron a verse peces muertos flotando en la superficie, y decían que la gente que se los comía moría poco después. Incluso a nuestro alrededor, entre la gente que parecía estar bien, se producían fallecimientos inesperados como consecuencia de una especie de septicemia. Un obstinado e irracional desasosiego se había apoderado de nosotros.
Vivíamos con la necesidad acuciante de conseguir comida. Nadie en el pueblo tendía una mano amiga a las víctimas. Día tras día teníamos que sobrevivir con apenas un puchero de arroz cocido. Cada vez estaba más exhausto; después de comer siempre se adueñaba de mí una profunda somnolencia. A través de la ventana de la segunda planta del edificio podía contemplar los arrozales extendiéndose hasta el pie de las montañas: los tallos, altos y verdes, se mecían bajo el cálido sol. ¿Era aquel arroz un fruto de la tierra, o estaba allí plantado simplemente como adorno, para que a la gente hambrienta se le hiciera la boca agua? El cielo, las montañas, los verdes campos: para los que tenían el estómago vacío, aquella belleza carecía de sentido.
Por la noche, en los terrenos que iban desde la casa hasta el pie de las montañas, brillaban luces dispersas. Hacía tiempo que no veíamos luces en la noche. Era una estampa encantadora que casi me hacía sentir como si estuviera de viaje. Yasuko, completamente agotada después de recoger la cocina, subía a la primera planta. Como si todavía no se hubiera despertado de la pesadilla de aquel día, temblaba como una hoja cada vez que recordaba los detalles. Justo antes de que cayera la bomba se le había ocurrido ir al almacén para ordenar sus cosas; si hubiera llegado a entrar, no habría sobrevivido. Yo mismo estaba vivo de pura casualidad: el chico que estaba en la primera planta de la casa de enfrente había muerto al instante; solo nos separaba el ancho de una valla. Yasuko se estremecía de dolor al recordar al niño del vecino aplastado bajo el peso de la casa. Era de la misma edad que su hijo y había formado parte de una evacuación masiva al campo, pero fue incapaz de acostumbrarse a la vida campestre y lo enviaron de vuelta a casa de sus padres pocos días antes. Al verlo jugar en la calle, había deseado muchas veces que su hijo volviera junto a ella, aunque fuera solo por un rato. Cuando se declaró el incendio, Yasuko vio al niño atrapado bajo una viga, estirando el cuello y suplicando su ayuda:
—¡Señora! ¡Señora, ayúdeme!
Pero aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no fue capaz de sacarlo de allí.
Por todos lados se contaban muchas historias parecidas. Cuando cayó la bomba, Jun’ichi también quedó atrapado, pero se las ingenió para salir reptando de entre los escombros, se puso de pie y vio enfrente a una anciana aplastada por su propia casa al otro lado de la calle. Su primer impulso fue acudir en su ayuda; sin embargo, no podía hacer oídos sordos a las voces de las chicas que chillaban en la fábrica.
La familia de su mujer, Takako, lo había pasado aún peor si cabe. La casa los Maki había sido un hogar apacible situado frente al río en Ōtemachi-chō. Yo mismo había ido a presentarle mis respetos la primavera anterior, cuando volví a Hiroshima. Ōtemachi-chō fue el epicentro de la bomba atómica. El señor Maki había tenido que salir corriendo de la casa con las voces de auxilio de su mujer taladrándole los oídos. Su hija mayor dio a luz en el lugar donde la habían evacuado, aunque empeoró repentinamente y comenzó a supurar por los puntos donde la habían pinchado para hacerle la transfusión de sangre. Finalmente murió. El responsable de la otra rama de su familia, la que vivía Nagarekawa-chō, estaba en el frente y no sabía nada de lo que le había sucedido a su mujer y a sus hijos.
Yo vivía en Hiroshima desde hacía menos de medio año, así que no estaba en contacto con mucha gente, pero la mujer de Seiji, y la propia Yasuko, recopilaban sin cesar noticias sobre los avatares de sus conocidos y los lloraban o se alegraban por ellos, según la suerte que hubieran corrido.
En la fábrica murieron tres chicas. Al parecer, el primer piso se derrumbó sobre ellas. Solo quedaron sus esqueletos; sus cabezas reposaban juntas, como si el derrumbe las hubiera sorprendido mirando una foto. Al final se las pudo identificar gracias a unos pocos indicios. Por el contrario, no se sabía nada de lo que el destino le había deparado a la señora T., su profesora. La mañana de la explosión aún no había hecho acto de presencia en la fábrica. Vivía en un templo en Saiku-machi. Si la bomba la había pillado en casa o bien de camino al trabajo, lo más probable es que hubiera muerto.
Yo aún podía recordarla, pulcra y serena. En una ocasión en que la necesité para que me ayudase en un asunto burocrático, me acerqué a donde solía sentarse. Azorada, garabateó algo a toda prisa en un papel y me lo entregó. Yo enseñaba inglés a las chicas en la primera planta de la fábrica, durante la hora del almuerzo. La alarma antiaérea saltaba cada vez con más frecuencia; una vez no lo hizo a pesar de que la radio había informado de la presencia de aviones sobre el cielo de Hiroshima.
—¿Qué debemos hacer? —le pregunté.
—Le avisaré si creo que corremos peligro. De momento, continúe con sus clases —dijo.
Pero la situación ya era alarmante de por sí: ¡aviones norteamericanos sobrevolando la ciudad a plena luz del día! En otra ocasión, cuando terminé de dar mi clase y bajaba por la escalera, vi a la señora T., sentada a solas en un rincón de la fábrica. De una caja de cartón que tenía junto a ella salía un insistente piar. Miré dentro y comprobé que dentro bullía una nidada de pollitos. Le pregunté:
—¿Y esto?
Ella respondió con una sonrisa:
—Los ha traído una de las chicas.
Las chicas a veces traían flores bonitas y las colocaban en un jarrón con agua sobre la mesa de la oficina o en la de la profesora. Cuando salían por la puerta principal de la fábrica y se ponían en fila, la señorita T. las observaba discretamente desde un lugar un poco apartado. Había un tinte de nobleza en su figura menuda, arreglada con buen gusto. La recordaba allí de pie, mirando arrobada a sus alumnas, con su sempiterno ramo de flores al lado. Si, como creíamos, la matanza la había sorprendido camino de la escuela, su cara habría quedado también desfigurada en una horripilante mueca, como la de muchos otros.
A menudo solía visitar la agencia de viajes Tōa para recoger los bonos de transporte público para las chicas y el personal de la fábrica. La oficina ya había cambiado dos veces de ubicación desde la primavera a resultas de los derribos emprendidos para abrir los cortafuegos. Su último emplazamiento estaba en el epicentro mismo de la explosión. Cuando iba allí, solía atenderme una chica a la que conocía de vista. Tenía la tez oscura y no vocalizaba bien, pero parecía lista. Probablemente tampoco sobreviviera a la bomba. También solía encontrarme a un anciano de unos setenta años, que acudía a menudo a la oficina para consultar sobre su paga militar por discapacidad. Mi hermano Jun’ichi, que vivía en Hatsukaichi-chō, me dijo que lo había visto y que, aparentemente, gozaba de buena salud.
Algunas veces, el simple sonido de la voz humana me hacía estremecerme de terror. Cuando alguien gritaba desde el establo, me venían de inmediato a la memoria los gemidos de agonía de aquella noche en el lecho del río. Debe de existir una frontera muy fina entre esos estertores desesperados y las risas alocadas de los que celebran una broma. En cierto momento empecé a notar que algo extraño le ocurría a mi ojo izquierdo. Cuatro o cinco días después de mudarme, iba yo caminando por la calle a plena luz del día. Entonces sentí como si en el rabillo del ojo flotara y reverberara algo brillante. Pensé que podía tratarse del reflejo de la luz, pero incluso si caminaba por la sombra, de vez en cuando notaba que algo resplandecía y se extinguía, como un súbito fogonazo. El fulgor empezó a aparecer una vez se ponía el sol, o incluso en plena noche. ¿Sería por haber visto tantas llamas o quizás por el golpe que recibí en la cabeza? La mañana en que cayó la bomba estaba en el baño, y por eso no fui testigo directo del resplandor. De pronto, se hizo la oscuridad y algo me golpeó en la cabeza. Noté que sangraba por encima del párpado izquierdo, pero la herida era tan superficial que parecía casi ridícula. ¿Era el trauma sufrido aquella mañana lo que seguía excitando mis nervios? En realidad, había sido solo cuestión de un instante, por lo que difícilmente se le podía llamar trauma.
Más tarde fui víctima de una severa y terrible diarrea. El cielo lucía amenazante desde la mañana, pero no fue hasta la noche cuando se desató la tormenta. Se había ido la luz. Desde la segunda planta, donde yo estaba, se podía oír el viento castigando los arrozales. Yasuko y la familia de Seiji pensaron que la casa iba a salir volando, así que corrieron a refugiarse en la casa principal. Yo estaba solo, tumbado en el segundo piso, escuchando en mi duermevela el ulular del viento. «Antes de que la casa se derrumbe, primero saldrán volando las tejas y las contraventanas», pensé. La experiencia de la bomba había hecho que los nervios de la gente estuvieran crispados. Cuando el viento cesó las ranas empezaron a croar todas a la vez. Pero entonces, vengativo, el viento comenzó a soplar de nuevo con una rabia inusitada. Mientras yacía tumbado sobre la cama, medité qué haría en caso de que ocurriera lo peor. ¿Qué me llevaría si me veía obligado a poner pies en polvorosa? Solo el bolso que tenía a mi vera y pare usted de contar. Cada vez que bajaba las escaleras para ir al baño, escudriñaba el cielo, que se alzaba tenebroso ante mí. No tenía aspecto de ir a clarear nunca. En un momento dado, se produjo un ruido sordo, como de algo quebrándose, y sobre mi cabeza cayeron algunos desconchones del enlucido del techo.
Al día siguiente el viento amainó por completo, pero mi diarrea no remitió. Me sentía extremadamente débil, las piernas apenas me sostenían. Mi sobrino, el que estudiaba secundaria, logró sobrevivir milagrosamente a la bomba a pesar de que aquel día formaba parte de un grupo al que se había encargado abrir cortafuegos. Poco tiempo después se le cayó el pelo y su salud empezó a resentirse. Le aparecieron pequeñas manchas rosadas en los brazos y en las piernas. Al examinar mi propio cuerpo aquella mañana, descubrí que yo también las tenía, aunque eran muy pocas. Por si acaso, acudimos a la clínica para que nos exploraran. El jardín estaba abarrotado de pacientes. Había una mujer que había viajado desde Onomichi a Hiroshima, y a la que la bomba le pilló en Ōtemachi. No se le había caído el pelo, pero aquella mañana había empezado a escupir sangre. Parecía que estaba embarazada, y en su cara quedaban patentes signos de un insondable cansancio y una profunda inquietud, como si barruntara la proximidad de la muerte.
Nuestro hermano nos mandó recado desde Hatsukaichi-chō diciendo que la familia de mi hermana mayor en Funairi Kawaguchi-chō había sobrevivido también. Su marido se había visto obligado a guardar cama desde primavera, y todos dimos por hecho que no sobrevivirían. Sin embargo, aunque la casa resultó dañada, el fuego no se cebó con ella. Su hijo sufría una fuerte disentería, y por eso pidieron a Yasuko que fuera a ayudarlos. Yasuko tampoco se encontraba demasiado bien, pero decidió ir de todas maneras. Al día siguiente, cuando volvió de Hiroshima, me dijo que se había encontrado con Nishida en el tranvía.
Nishida trabajaba en la fábrica desde hacía veinte años. Aquella mañana no había llegado a su puesto de trabajo, así que supusimos que la bomba lo había sorprendido de camino y que, por tanto, había engrosado las listas de fallecidos. Mientras viajaba en el tranvía, Yasuko había visto a un hombre con la cara toda renegrida y deforme por la tumefacción. Aunque todos los pasajeros lo observaban, él no se daba por aludido y preguntaba algo al revisor. Yasuko pensó que su voz era muy parecida a la de Nishida, de modo que se acercó a él. Él la reconoció de inmediato. Le contó que era su primer día después de que le dieran el alta en el hospital donde lo atendieron. Yo lo vi un mes más tarde; por entonces las quemaduras de su cara estaban ya cubiertas por una espesa costra. Me contó que al caer la bomba había salido despedido junto con su bicicleta. Aunque lo llevaron rápidamente a un hospital, sufrió enormemente durante su ingreso. La mayoría de los heridos que estaban ingresados junto a él murieron. Pero lo peor fue que los gusanos empezaron a criar larvas en sus oídos:
—Los gusanos intentaban entrar una y otra vez por mi canal auditivo. Era insoportable.
Lo decía con la cabeza ladeada, como si aún pudiera sentir el cosquilleo.
Al llegar septiembre comenzaron las lluvias. Mi sobrino ya no parecía tener ánimos para seguir luchando. Se había quedado ya completamente calvo y de un día para otro su estado empeoró. Empezó a sangrar por la nariz y a vomitar sangre. Nadie podía parar la hemorragia. Un día dijeron que haría crisis aquella misma noche, así que la familia de Jun’ichi vino desde Hatsukaichi-chō para acompañarlo. Mi sobrino parecía un monje, con el rostro terso y pálido y la cabeza rapada, y le habían puesto un kimono de seda de rayas finas. Tendido sobre el lecho, mortalmente cansado, tenía el lúgubre aspecto de una marioneta de teatro bunraku[26]. Los tapones de algodón de su nariz estaban empapados de sangre, y la palangana que había a su lado estaba teñida del rojo brillante de sus vómitos. Su padre, Seiji, trataba de animarlo susurrándole en voz baja: «¡Venga! ¡Puedes hacerlo!». Se había olvidado totalmente de sus propias quemaduras aún sin cicatrizar, absorto como estaba en el cuidado de su hijo. Cuando aquella angustiosa noche tocó a su fin, mi sobrino, milagrosamente, había logrado sobrevivir.
Los padres del compañero de clase con el que mi sobrino había huido el día de la bomba mandaron una nota cuando su hijo falleció. El enérgico anciano de la compañía de seguros, a quien mi hermano se encontró en Hatsukaichi-chō, murió poco después de comenzar a sangrar por las encías. Estaba tan solo a dos manzanas de distancia de mí cuando explotó la bomba.
La tenaz diarrea que me aquejaba comenzó a desaparecer, pero no podía hacer nada para detener el debilitamiento del cuerpo. Mi pelo empezó a ralear. El otoño estaba cada vez más avanzado: la niebla envolvía por completo las montañas cercanas y los arrozales se estremecían sin cesar batidos por la brisa, preparados para la cosecha.
Un día, mientras daba una cabezada me asaltó un sueño sin sentido. Cuando me recreaba en las luces vespertinas dispersas entre los arrozales inundados por la lluvia, pensaba mucho en el día en que murió mi mujer. Iba a hacer ya casi un año. Tenía la sensación de estar todavía junto a ella en la casa que alquilamos en Chiba, atrapados por el aguacero. Casi no podía recordar nuestra casa de Hiroshima, reducida a cenizas, y sin embargo, justo después de que cayera la bomba, se me aparecía en los sueños tempranos del amanecer. En ese sueño había incontables cosas de importancia desparramadas por el suelo, de cualquier manera. Los libros, los papeles y la mesa se habían visto reducidos a cenizas. Pero en lo más profundo de mi corazón experimentaba una especie de sentimiento de euforia. Sentí el impulso irrefrenable de sentarme a escribir sobre todo aquello.
Una mañana, igual de súbitamente que había empezado, dejó de llover. Sobre las montañas cercanas se abrió un cielo azul en el que no flotaba una sola nube. A ojos de alguien como yo, acuciado durante tanto tiempo por la incesante lluvia, aquel cielo límpido y transparente parecía demasiado perfecto para ser real. Pero aquella bonanza apenas duró un día para dar paso, a la mañana siguiente, a unos desalentadores nubarrones que vinieron preñados de agua. Desde la ciudad de mi difunta esposa nos enviaron la noticia de la muerte de su hermano. A pesar de que mandaron la carta por correo urgente, tardó diez días en llegar. Mi cuñado iba en tren al trabajo, en Hiroshima, y logró escapar de la explosión sin un rasguño; incluso conservó su fuerza y su buen ánimo. Enterarme así de su muerte me turbó profundamente.
Pronto supimos que debía de haber algo en el aire de Hiroshima, algún tipo de sustancia que hacía que la gente muriera. Incluso las personas que viajaban desde el campo y que disfrutaban de buena salud regresaban a sus casas en un estado calamitoso. Completamente exhausta por tener que cuidar a su marido y a su hijo, mi hermana de Funairi Kawaguchi-chō se vio obligada a guardar cama. Una vez más, le pidieron a Yasuko que fuera a echar una mano. Justo el día después de que Yasuko se marchara a Hiroshima, la radió alertó sobre una amenaza de tifón, que llegaría a partir del mediodía. En cuanto se puso el sol, el viento empezó a arreciar con mayor virulencia, trajo consigo fuertes lluvias y, en la oscuridad de la noche se transformó en un intenso vendaval. Yo dormitaba en la segunda planta; hasta mí llegaban el golpeteo incesante de las contraventanas y los gritos de la gente en los arrozales. De repente, escuché llegar una tromba de agua: el dique había reventado. Al poco tiempo Seiji me despertó y corrimos a refugiarnos a la casa principal junto con su familia. Mi sobrino no podía caminar apenas, por lo que hubo que trasladarlo por el lóbrego pasillo con futón incluido. Todo el mundo estaba en vela y con cara atribulada. Nadie recordaba nada igual, que alguna vez se hubiera roto el dique del río.
—¿Esto es lo que sucede cuando se pierde una guerra? —se preguntaba en voz baja la mujer del granjero.
El viento agitaba con violencia la puerta de la casa principal. Habían colocado un travesaño para afianzarla.
A la mañana siguiente no quedaba rastro ya de la tormenta. Era como si nada hubiera pasado. Los tallos del arroz estaban combados en la dirección en que pasó el tifón. Turbios nubarrones flotaban en la ladera de las montañas, a mitad de camino hacia la cumbre. Dos o tres días después nos enteramos de que la vía del ferrocarril había quedado inutilizada, y de que el agua casi había arrastrado a su paso los puentes de Hiroshima.
Puesto que se acercaba el primer aniversario de la muerte de mi mujer, se me ocurrió que podía ir a Hongō-chō. El templo de Hiroshima donde estaban depositadas sus cenizas había sido devorado por las llamas, pero en su pueblo natal aún vivía su madre, que se había hecho cargo de ella hasta el final. La línea ferroviaria seguía sin servicio y el verdadero alcance de los estragos no estaba del todo claro, así que me dirigí a la estación de Hatsukaichi para tratar de averiguar cuál era la situación. En la pared de la estación habían pegado periódicos que informaban sobre los daños en la región. Parecía que en aquel momento el tren circulaba entre Ōtake y Aki-Nakano. Aún no se sabía cuándo volverían a abrir la línea, pero preveían que para el 10 de octubre ya se podría ir de Hachihommatsu a Aki-Nakano. Leyendo entre líneas a partir de esos datos, resultaba sencillo deducir que el tren seguiría sin funcionar durante medio mes por lo menos. El periódico también describía los desperfectos causados por las inundaciones en la provincia; se preveía una interrupción del servicio ferroviario que duraría dos semanas. Aquello no tenía precedentes.
Tuve la suerte de poder comprar un billete hasta Hiroshima y me fui derecho hasta allí. Era la primera vez que volvía desde el día en que explotó la bomba. Hasta Itsukaichi todo marchó bien, pero poco a poco, a medida que el tren entraba en la estación de Koi, empezaron a hacerse evidentes los estragos. Los pinos en las pendientes de la montaña, tronchados, yacían desparramados. También ellos hablaban del horror de aquel día. Los tejados y las vallas que habían salido despedidos a lo lejos por la explosión hacían patente la huella de su potencia descomunal. El paisaje era sombrío. Aquí y allá se alzaban esqueletos de hormigón, cosidos con vigas oxidadas. En la estación de Yokogawa solo quedaban los andenes. El tren continuó su camino en dirección a la zona donde la destrucción había resultado más fulminante. Los pasajeros que llegaban por primera vez no podían salir de su asombro. En cuanto a mí, aún podía sentir en mi cara el calor de las brasas de los incendios del 6 de agosto. Cuando el tren cruzó el puente de hierro, avistamos el puente Tokiwa. Más allá de la orilla calcinada, unos árboles gigantescos, carbonizados y renegridos, arañaban el cielo; interminables pilas de cenizas se retorcían como serpientes. El día de la bomba, en el lecho de ese río presencié muestras de sufrimiento humano que aun hoy me son imposibles de describir con palabras. Hoy, sin embargo, el río volvía a correr sereno y cristalino. Sobre el puente, cuyas barandillas habían desaparecido, pasaban en tropel los supervivientes. Cuando dejamos atrás el parque Nigitsu, pudimos ver el Patio de Armas del Este. Había sido arrasado por las llamas. Un poco más arriba se vislumbraba la escalinata de piedra del templo de Tōshōgu, que parecía sacada de una pesadilla espeluznante. En un primer momento me había refugiado en el templo, entre los heridos. Muchos de ellos murieron ante mis ojos. La infausta memoria de aquellos días parecía haber quedado esculpida, de modo indeleble, en aquellos peldaños de piedra.
Nada más apearme en la estación de Hiroshima, me puse a la cola del autobús que se dirigía a Ujina. De Ujina a Onomichi se podía viajar en barco, y de allí a Hongō en tren, pero si no llegaba hasta Ujina no podía saber si todavía había barcos que hiciesen la travesía. El autobús salía a intervalos de dos horas y la cola era larguísima, y daba muchas vueltas. La explanada estaba desprovista de toda sombra, y el sol caía a plomo sobre nuestras cabezas. La cola no avanzaba. Si al llegar a Ujina tenía que darme la vuelta, no llegaría a tiempo de coger el tren de regreso a casa. Así que me di por vencido y abandoné la fila.
Se me ocurrió ir a visitar las ruinas de nuestra casa. Atravesé el puente de Enkō y me encaminé directamente hacia Nobori-chō. Los vestigios de destrucción a derecha e izquierda me hacían rememorar mis experiencias de aquel día mientras huía. Al llegar al puente de Kyōbashi, pude ver los escombros del dique, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Parecía como si la distancia entre las cosas se hubiera reducido. Mientras meditaba sobre la cuestión, reparé en las montañas que se erguían nítidas tras el interminable bosque de ruinas. No importaba lo lejos que caminara uno, siempre se topaba con cenizas y más cenizas. Extrañamente, en algunos lugares encontré cientos de botellas de vidrio y de cascos metálicos amontonados.
Aturdido, me detuve frente a las ruinas de nuestra casa y rememoré mi huida de aquel día. Todavía seguían allí las piedras del jardín y del estanque, tal cual las dejamos. Pero era imposible distinguir qué tronco carbonizado correspondía a cada árbol del jardín. Los azulejos del fregadero de la cocina estaban intactos. El grifo había desaparecido e, incluso ahora, varias semanas después del incidente, seguía saliendo agua de la tubería. Aquel día, justo después de la catástrofe, había sido con ese agua con la que me había lavado la sangre que tenía en la cara. De tanto en tanto, pasaba gente por la calle, pero yo seguía absorto en mi casa desolada. Al final, volví caminando en dirección a la estación. De Dios sabe dónde, salió un perro extraviado. Tenía una singular expresión de miedo en la mirada. Caminaba por delante de mí, y luego se paraba y me perseguía. Me hacía compañía.
Faltaba una hora larga para que saliera el tren; el sol del oeste desbordaba la plaza, expuesta de pleno a sus rayos. El edificio de la estación, del que solo había quedado el esqueleto, era una caverna negra y vacía que daba la impresión de ir a derrumbarse en cualquier momento. Habían tendido a su alrededor un alambre del que colgaba una nota que advertía: «¡Peligro de derrumbe! ¡Aléjense!». La taquilla estaba cubierta con una lona, sujeta a su vez con piedras. Por todas partes había hombres y mujeres con la ropa hecha jirones, y a su alrededor zumbaban enjambres de moscas. La gran tormenta de unos días atrás debía de haber reducido su número, pero aun así volaban de acá para allá, desenfrenadas. Unos hombres sentados en el suelo con las piernas extendidas comían algo renegrido, haciendo caso omiso de las moscas. Conversaban entre ellos:
—Ayer anduve veinte kilómetros.
—Me pregunto dónde acamparemos esta noche.
Se acercó una anciana con expresión ausente que me preguntó, en tono cómico:
—Perdón. ¿No sale todavía el tren? ¿Dónde hay que picar los billetes? —Antes de que pudiera contestar, la anciana repuso—: ¡Ah! ¿De verdad? —Y dándome las gracias se marchó.
Había algo en ella que desentonaba, algo que me hacía pensar que había perdido la cabeza. Un hombre mayor, calzado con geta y con los pies tremendamente hinchados, comentaba algo con desgana a otro viejo que estaba junto a él, con aire ausente.
En el tren de regreso a casa escuché decir a alguien que a partir del día siguiente comenzarían las pruebas en la línea de Kure. Dos días más tarde volví a Hatsukaichi para tratar de llegar a Hongō por esa línea, pero no conocía los nuevos horarios, por lo que tuve que coger el tranvía hasta Koi. Pensé que si había llegado tan lejos, debía continuar hasta Ujina, pero el puente se había derrumbado y la única forma de llegar hasta allí era en barco. Me enteré de que el siguiente saldría más o menos en una hora, así que decidí volver a la estación central de Hiroshima y me senté en un banco de la estación de Koi.
En aquel reducido espacio se congregaba todo tipo de personajes. Uno decía que había venido por la mañana en barco desde Onomichi. Otro, que había caminado hasta la estación después de desembarcar en Yanaizu. Todos se preguntaban por sus lugares de destino, y se quejaban de que los informes cambiaran continuamente. ¿Cómo podrían aclararse, a menos que fueran a comprobar las cosas in situ por sí mismos? Entre la multitud había cinco o seis soldados desmovilizados que cargaban con grandes petates. Uno de ellos, de ojos saltones, abrió el suyo y sacó algo de arroz que almacenaba entre sus calcetines para entregárselo con brusquedad a una mujer que estaba junto a él.
—Me da lástima, por eso lo hago. Ha salido para buscar las cenizas de su soldado. No puedo dejarla así —murmuró.
Entonces apareció un hombre y preguntó:
—¿Puede venderme un poco de arroz a mí también?
—¡Imposible! Acabamos de volver de Corea y nuestra intención es llegar hasta Tokio. Hoy vamos a tener que caminar cuarenta kilómetros —dijo el soldado de ojos saltones. Sacó una manta de lana y murmuró—: Bueno, no sé si vendérsela o no…
Cuando llegué a la estación central de Hiroshima me enteré de que lo que me habían dicho era falso: los trenes de la línea de Kure no circulaban. Me quedé aturdido pero, de pronto, se me ocurrió que podía ir a visitar a mi hermana a su casa de Funairi Kawaichi-chō. Había un tranvía que iba desde Hatchōbori hasta Dobashi, y que funcionaba con un único convoy. Fui desde Dobashi hasta Eba abriéndome paso entre las ruinas. Aparte de un vagón de tranvía abandonado que milagrosamente no se había quemado, no pude ver nada que se asemejara ni de lejos a una casa. En ese momento empecé a distinguir los campos de cultivo y, más allá, casas que no habían sobrevivido a las llamas. Puesto que el fuego había avanzado justo hasta el borde del campo, la casa de mi hermana se había salvado del incendio por los pelos. En cualquier caso, el muro estaba combado, el tejado destrozado y la entrada principal hecha un desastre. Entré por la puerta de atrás y caminé hasta el engawa. Mi hermana mayor, mi sobrino y Yasuko estaban los tres en cama, enfermos. Tenían las almohadas alineadas y todo cubierto con mosquiteras. Incluso Yasuko, que había venido a ayudar, había caído tan enferma que desde hacía dos o tres días no se podía levantar de la cama. Cuando mi hermana mayor advirtió mi presencia, me llamó desde el interior de la mosquitera.
—¡Déjame verte! Acércate y enséñame la cara. Me dijeron que tú también estabas enfermo…
Hablamos acerca de lo sucedido al caer la bomba. Aquel día, por fortuna, mi hermana y su marido no resultaron heridos, pero mi sobrino sí, aunque levemente, por lo que tuvieron que trasladarlo a Eba para que lo atendieran. Una vez allí, las cosas no mejoraron en absoluto. Cada vez que el niño veía a alguien carbonizado por el camino se echaba a llorar. Desde entonces no había logrado recuperar el ánimo. La noche que siguió a la caída de la bomba el fuego avanzó justo hasta donde ellos estaban. Mi hermana y mi sobrino se habían quedado paralizados; tiritando de miedo en el interior del pequeño refugio antiaéreo, no fueron capaces de mover a mi cuñado enfermo. El tifón que se desató dos días más tarde se cebó especialmente en esa zona. Parecía que los tejados rotos fueran a salir volando en cualquier momento. Había goteras y el viento soplaba implacable a través de cada uno de los resquicios de los muros. Creyeron que iban a morir allí mismo. Si mirabas hacia el desván, se podían ver las enormes grietas que se habían formado cuando el techo cedió. No había agua corriente ni luz. El lugar no resultaba seguro ni siquiera de día.
Fui a la habitación contigua para saludar a mi cuñado. Había una mosquitera extendida en un rincón. Las paredes del cuarto estaban agrietadas y las columnas torcidas. Mi cuñado yacía allí, presa de la fiebre, y en su cara, encarnada y abotargada, se dibujaba una expresión vacía. Cuando me dirigí a él solo acertó a decir entre jadeos:
—No puedo más, no puedo…
Tras descansar dos o tres horas en casa de mi hermana, regresé a la estación de Hiroshima. Por la tarde llegué a Hatsukaichi-chō y me dirigí a casa de Jun’ichi. Me sorprendió encontrar allí al hijo de Yasuko, Shirō, que también había regresado: el lugar a donde lo habían evacuado también resultó afectado por las inundaciones de unos días atrás, y el acceso había quedado cortado. Le costó tres días enteros volver, acompañado de su profesor. A pesar de las incontables picaduras de los piojos, que le habían acribillado desde la rodilla hasta el tobillo, su aspecto era más o menos saludable. Pensé en llevármelo conmigo a Yahata y me quedé a dormir en casa de Jun’ichi, pero no pude pegar ojo. Una y otra vez me venía a la cabeza el espectáculo de la ciudad arrasada por el fuego, las cenizas que lo inundaban todo, los rostros inexpresivos de las gentes… Vencido por el insomnio, recordé que en el trayecto en autobús desde Hatchōbori hasta la estación, el viento que entraba por la ventana traía un olor extraño: sin duda era el olor de la muerte. Por la mañana temprano escuché el sonido de la lluvia. Al día siguiente regresé a Yahata. Mi sobrino me siguió. No tenía ni zapatos para calzarse.
Mi cuñada lloraba constantemente a su hijo muerto. Murmuraba sus lamentos en la angosta y húmeda cocina y repetía como una letanía que, si se hubieran marchado antes, sus cosas tampoco se habrían incendiado. Seiji la escuchaba en silencio pero, en ocasiones, incapaz de contenerse, le gritaba que se callase. El hijo de Yasuko, que se moría de hambre, cazaba langostas para poder llevarse algo al estómago. Los otros dos hijos de Seiji, evacuados con la escuela, no habían podido regresar, dado que los trenes seguían sin prestar servicio. Cuando acabó la racha de mal tiempo, amaneció un día otoñal seco y despejado. Las espigas del arroz se mecían; retumbaba el sonido del taiko[27] en las fiestas de los pueblos. Totalmente entregada, la muchedumbre llevaba el palanquín a cuestas a lo largo del camino del dique. Sin embargo, nosotros, con nuestros estómagos vacíos, solo alcanzábamos a contemplar todo aquello con cierta extrañeza. Una mañana nos enteramos de que mi cuñado de Funairi Kawaguchi-chō había muerto.
Seiji y yo nos miramos al recibir la noticia y nos preparamos para asistir al funeral. Fuimos caminando a paso ligero por la margen del río hasta llegar a la parada del tranvía, que estaba a una distancia de unos cuatro kilómetros. Así que finalmente había muerto. Lo único que pudimos hacer fue lamentarlo.
Me acordé de algo que ocurrió cuando fui a visitarlo a su oficina en primavera, cuando regresé. Envuelto en un viejo abrigo, temblaba pegado al brasero en el que se quemaba madera aún verde. Repetía sin parar:
—¡Qué frío, qué frío!
Sus palabras y su actitud de entonces eran ya muy débiles y denotaban que había envejecido prematuramente. Poco tiempo después tuvo que guardar cama; el doctor dictaminó que tenía afectados los pulmones, pero para quienes lo conocían el diagnóstico resultaba poco menos que increíble. Un día que fui a hacerle una visita levantó su cabeza encanecida y se puso de cháchara. Preveía que la derrota estaba cerca y le indignaba que los militares se las hubieran arreglado para engañar de ese modo a los japoneses. Aquellas palabras suyas me pillaron completamente por sorpresa. En cierta ocasión, cuando se declaró la guerra contra China, se emborrachó y me lo hizo pasar muy mal. Había servido mucho tiempo como ingeniero militar. Probablemente, le molestaba incluso la mera presencia de alguien como yo. Descubrí muchas cosas de su vida después de que se casara con mi hermana. Podría empezar a escribir sobre él y no acabaría en un año.
Cuando llegamos a Koi, transbordamos al tranvía que llevaba hasta Temma-chō y, desde allí, cruzamos a pie por el puente provisional hasta la otra orilla. Al parecer, lo habían habilitado el día anterior. La gente caminaba con cautela sobre los tablones. El puente apenas tenía un metro de ancho, y solo podía atravesarlo una persona cada vez. (Se tardó mucho en reconstruir el puente de acero y en esta zona, que solo se podía alcanzar a pie, prosperó el mercado negro). Antes del mediodía llegamos a casa de nuestra hermana mayor.
En la habitación de las visitas, con sus paredes agrietadas y su techo medio desprendido, estaban reunidos cuatro o cinco parientes del difunto. Mi hermana miró la cara de todos los allí congregados y exclamó, en medio de grandes llantos:
—Él quería que los niños comieran todo lo que teníamos, así que ni siquiera se llevaba almuerzo al trabajo. Se metía en el primer restaurante y se conformaba con unas tristes gachas.
El cuerpo de mi cuñado estaba en la habitación de al lado, cubierto con una sábana blanca. Su rostro sin vida me recordó a los restos de ceniza blancuzca que quedan en el brasero cuando se enfría.
Los tranvías dejaban de circular pronto, así que, si nos demorábamos mucho en el entierro, perderíamos el último tren. Tuvimos que incinerar el cadáver mientras aún había luz. Los vecinos trasladaron el cadáver y se encargaron de los preparativos. Después, todos salimos de casa de mi hermana y caminamos en fila india hasta un campo situado a unos quinientos metros. El cadáver de mi cuñado no iba metido en un ataúd, sino envuelto en unas sábanas. Lo llevaron hasta la linde de un descampado en el que se habían incinerado muchos cadáveres desde que cayera la bomba. Los incontables fragmentos de madera de las casas derrumbadas, que yacían por allí amontonados, eran ideales para prender el fuego de las piras funerarias. Formamos un círculo alrededor del cuerpo y entonces el monje, ataviado con ropa civil obligatoria, entonó los sutras. Alguien encendió la hoguera. El hijo de mi cuñado, que tenía casi diez años, rompió a llorar. El fuego se avivó poco a poco y prendió en la madera. El cielo del atardecer amenazaba lluvia. Oscurecía lentamente. Nos despedimos y regresamos cabizbajos.
Cuando llegamos a orilla del río, Seiji y yo apretamos el paso para intentar alcanzar el puente provisional de Temma-chō antes de que se hiciera de noche. El río bajaba completamente negro y no se percibía ni la más mínima claridad entre las ruinas que se extendían al otro lado. El camino, frío y lúgubre, se nos hizo eterno. Podíamos percibir el olor de la muerte en el aire. Hacía poco habíamos escuchado que en esa zona quedaban aún muchos cadáveres sepultados bajo las casas, por lo que proliferaban los insectos. Las tenebrosas ruinas se alzaban amenazantes ante nosotros. De algún sitio nos llegó el débil llanto de un bebé. No eran imaginaciones mías; la voz se hizo cada vez más audible. Era una voz fuerte, triste, pero ¡qué inocente! ¿Ya había seres humanos viviendo allí, en esa desolación, y bebés sollozando? Me embargó una emoción indescriptible.
El señor Maki volvió de Shanghái poco tiempo después de que lo desmovilizaran. Su mujer, su hijo y su casa habían desaparecido. Por esa razón se quedó con su hermana Takako en Hatsukaichi-chō y, de vez en cuando, iba a Hiroshima. Habían pasado ya cuatro meses desde que cayera la bomba. Si no se recibían noticias de alguien, no quedaba más remedio que aceptar su muerte con resignación. En un principio, el señor Maki comenzó a recorrer los lugares más probables en los que su mujer se podía haber refugiado, como por ejemplo su pueblo natal. Pero allá donde iba no le daban más que el pésame. Fue en dos ocasiones a las ruinas de su casa en Nagarekawa. Por todas partes encontró gente que relataba historias a cuál más horrible.
En Hiroshima siempre había alguien que contaba una y otra vez lo sucedido aquel 6 de agosto. Se hablaba de un hombre que se había dedicado a buscar sin descanso a su mujer, y que se vio obligado a inspeccionar cientos de cadáveres para examinar sus rostros. Ninguna de las muertas tenía puesto el reloj de pulsera que habría ayudado a identificarla. También se contaba la historia de una mujer que murió frente a la estación de radio en Nagarekawa protegiendo a su bebé del fuego con su propio cuerpo. Otra historia hablaba de una isla del Mar Interior cuyos hombres habían marchado aquel día para trabajar en la apertura de cortafuegos. Todas las mujeres de la isla enviudaron y, juntas, fueron a ver al alcalde para protestar y exigir una disculpa. Al señor Maki le gustaba escuchar aquellas historias que se contaban en los tranvías y en las estaciones y, muy pronto, viajar a Hiroshima se convirtió para él en un hábito. Por supuesto, también iba al mercado negro de la estación de Koi, o al que estaba frente a la estación de Hiroshima. Pero, más que eso, caminar entre las ruinas se convirtió para él en una suerte de consuelo. Antes hacía falta subir a un edificio muy alto para ver la cordillera de Chūgoku. Ahora se divisaba desde cualquier punto de la ciudad, no importaba dónde estuviera uno. También se veían claramente las islas del Mar Interior. Era como si las montañas mirasen a los seres humanos agazapados entre los escombros, y se preguntaran qué era lo que había ocurrido. Sin embargo, allí mismo, entre esas ruinas, había gente que ya empezaba a construir pequeños chamizos primitivos. Aquella ciudad había prosperado como centro militar; el señor Maki trataba de imaginarse en qué se convertiría a partir de entonces, cuando renaciera de sus cenizas. Imaginó una ciudad pacífica, rodeada de árboles y de un verdor esplendoroso. Caminaba pensando en esto y en aquello y, a menudo, lo saludaba gente que no le sonaba de nada. Mucho tiempo atrás, solía pasar consulta en su clínica y pensaba que quizás se trataría de antiguos pacientes que aún lo recordaban. A pesar de todo, le resultaba extraño.
La primera vez que le sucedió iba caminando por un sendero embarrado desde Koi hasta el puente de Temma. Había empezado a llover con fuerza y, en un recodo del camino, se topó con un hombre con aspecto de mendigo. Se cubría la cabeza con una chapa oxidada de zinc, que usaba a modo de paraguas. De pronto, levantó la cara y con los ojos brillantes escudriñó el rostro del señor Maki. Parecía que iba a presentarse pero, finalmente, la desesperación se apoderó de sus ojos y se escondió de nuevo bajo la chapa.
Otras veces viajaba en el tranvía, atestado de gente, y allí también se encontraba con personas que lo saludaban. Si devolvía el saludo por descuido podía suceder que le respondieran:
—¡Dios mío! Es usted, el señor Yamada, ¿verdad?
Cuando se lo contó a sus amigos, se enteró de que no era el único al que saludaban los extraños. Incluso entonces, en Hiroshima, siempre había alguien que buscaba a alguien.