HUBO cuarenta y siete heridos pero, milagrosamente, ninguna víctima mortal. Carver se granjeó varios cortes profundos y múltiples cardenales de todos los colores, pero nada que requiriera reposo en cama. Timothy Walsh, el desventurado maquinista, solo se rompió la muñeca. Cuando Carver le visitó para devolverle la pistola, él hombre le dijo alegremente que había salido ganando, en concreto una gran aventura que podría contar una y otra vez.
Una semana después Carver estaba sentado con Delia, Finn y el Comisionado Roosevelt en la plaza de la vacía sede central de la Nueva Pinkerton. El olor a quemado de la máquina analítica había desaparecido hacía tiempo y el aire estaba relativamente limpio. Era la primera visita de Roosevelt y Finn, y todavía en ese momento, una hora después de su llegada, ambos seguían lanzando miradas al metro neumático parado con elegancia en el andén.
Carver había sacado a la plaza la butaca más cómoda de Tudd para que Roosevelt se sentara, pero este prefería dar zancadas a su alrededor, con la chaqueta abierta y los pulgares metidos en la cinturilla del pantalón.
—Es sin duda un buen sitio, señor Young, refinado y tranquilo —dijo el Comisionado—. No obstante, aún ahora sigo oyendo el barullo de la calle Mulberry, como oye uno el fragor del mar al ponerse una caracola en la oreja. El deber nos llama, deberíamos empezar.
Dio golpecitos a un archivo situado sobre la mesa y lo empujó hacia Carver.
—Como he dicho —prosiguió—, me he puesto en contacto con la Agencia Pinkerton para ver qué podían contarme del señor Hawking, sin mencionar, como se me había pedido, el dinero que Allan Pinkerton legó para fundar este sitio.
Carver agarró la carpeta y miró ansiosamente las páginas. Delia hubiera querido mirar por encima de su hombro, pero se limitó a preguntarle a Roosevelt:
—¿Qué ha descubierto usted?
Roosevelt se encogió de hombros.
—Insinuaciones, señorita Stephens, rumores. La doble vida no era nada nuevo para Hawking. Los Pinkerton se sirvieron de agentes secretos en la guerra de Secesión para luchar contra las bandas de forajidos y, cuando la agencia creció, contra las bandas criminales de Nueva York. A finales de la década de 1870 encargaron a Hawking que se infiltrara en un grupo responsable de secuestros y otros actos violentos contra mujeres. Estuvo con ellos durante años, actuando como uno de ellos, dando chivatazos a la agencia de los peores crímenes. Con el paso del tiempo, y en contra de la opinión del propio Pinkerton, Hawking contrajo matrimonio. En 1881 el jefe de la banda descubrió la identidad de Hawking.
—El año de mi nacimiento —dijo Carver tenso.
Roosevelt suavizó el tono:
—Según ese expediente, es también el año en que la esposa de Hawking fue brutalmente asesinada. En aquella época esperaban un hijo.
—Era mi madre —dijo Carver—. Según Hawking, le convencieron de que la había asesinado él.
—Pues si se consideraba el asesino, no confesó. Por lo visto se volvió excéntrico, imprevisible, aunque como detective siguió siendo brillante. Eso es todo lo que sabemos, aparte de lo que tú mismo me has contado sobre la fundación de la Nueva Pinkerton y el tiroteo final que lo dejó malherido —dijo Roosevelt, y tras pensar un momento añadió—: Si yo fuera jugador, apostaría a que la muerte de su esposa lo destrozó y que esa batalla final lo puso en el disparadero y lo convirtió en un asesino despiadado. —Roosevelt miró a Carver significativamente antes de decir—: Pero cuando tratamos de algo tan importante como la identidad del asesino más odiado del mundo, no es adecuado hacer apuestas.
—No, no lo es —convino Carver—. Tiene que haber algo más.
—Por ahora habrá que conformarse con esto. Al haber cumplido su propósito, es posible que Hawking desaparezca como te prometió. Sin embargo, mi gente me ha dicho que este tipo de salvajismo no puede reprimirse durante mucho tiempo. Al final encontrará una razón para volver a matar; pero como se le ocurra hacerlo en esta ciudad, estaremos aquí para detenerlo, armados de valor, aliados e información.
—Quiero seguirlo —dijo Carver.
—Lo entiendo, pero no sé cómo podrías hacerlo. Al no disponer de la menor pista de su paradero, el próximo movimiento es suyo, me temo. Hasta que lo haga, yo te aconsejaría que te quedaras aquí, estudiando y creciendo —dijo Roosevelt y miró a Carver con admiración—. Puede que aún seas joven, pero ya tienes mucho más de hombre.
El Comisionado miró su reloj de bolsillo y añadió:
—Tengo que volver. Cuando me vaya, puedes contactar con la gente que trabajaba aquí que consideres digna de confianza. Aunque haya que mantener sus identidades en secreto hasta para mí, puedo estar al tanto de sus actividades.
—Sí, señor —contestó Carver.
—¡Magnífico! —exclamó Roosevelt y estrechó con firmeza la mano del chico—. Estará bien contar con una fuerza así. La corrupción de esta ciudad sigue siendo amplia, variada y tan dispuesta a destruirnos como nosotros a ella. Pero ahora puedo decir, con más confianza que nunca, ¡que va a perder la batalla!
Dicho esto, el Comisionado enfiló a zancadas hacia el metro.
Antes de marcharse se volvió para decir:
—Recuerde, señor Young, no more en la oscuridad. ¡Actúe!
Los saludó con la mano, entró en el vagón y cerró la puerta.
Poco después la abría de nuevo, asomaba la cuadrada cabeza y preguntaba:
—¿Aprieto la palanca de debajo del asiento y ya está?
—Sí, señor —respondió Carver con una sonrisa.
—¡Espléndido! Alice envía recuerdos —dijo Roosevelt.
Delia hizo una mueca al oír el nombre. Poco después el vagón desaparecía por el túnel, tan silencioso como el aire que lo propulsaba.
—Debería presentarse a las elecciones para Presidente —dijo Finn, y se volvió hacia Carver—. Lamento lo de tu madre.
—Ni siquiera sé cómo sentirme respecto a eso. No la conocía.
Cuando Carver se sumió en un silencio inquietante, Delia hizo una seña a Finn, que obedeció y le golpeó en el brazo.
—¡Au! —protestó Carver—. ¿A qué viene eso?
—A nada. ¿Cómo sienta estar al mando?
—No creo que esté al mando —contestó Carver mirando alrededor—. Más bien seré el enlace entre la Nueva Pinkerton y Roosevelt. Yo no tengo ni idea de cómo se dirige un sitio así.
—Todavía —precisó Delia. Como estaba sentada a su lado, empezó a pasar las manos por el raído abrigo que Carver había dejado en el respaldo de la silla.
Carver sacudió la cabeza para volver al presente y dijo:
—Vamos a empezar por Emeril. Él es quien debería estar al mando. Y después el señor Beckley; alguien tiene que limpiar el ateneo.
Se estremeció al pensar en el lío que Delia y él habían formado.
Delia seguía pasando los dedos por los desgarrones del abrigo.
—Todavía no sé cómo me sienta tener que mentirles a los Ribe sobre esto, pero es importante —dijo mientras su dedo índice encontraba un gran agujero—. Carver, ¿por qué sigues llevando esta cosa tan vieja?
—Porque era suya. Es un recuerdo.
Delia se enrolló la tela en los dedos.
—Se está cayendo a pedazos. Apesta a carbón. ¿Quieres que te remiende algún…? —se calló de repente y miró a Carver.
—¿Qué? —dijo él.
—Hay algo en el forro.
Carver quitó el abrigo del respaldo y lo abrió sobre la mesa. Al apretar la tela se hizo visible una silueta rectangular. Demasiado impaciente para buscar una navaja o unas tijeras, Carver descosió el forro por la costura y extrajo un paquete.
—No me lo puedo creer —dijo.
—¿No deberíamos buscar huellas? —sugirió Delia, pero Carver ya lo había desgarrado. Contenía las Memorias de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle.
—La nueva colección —dijo Carver perplejo—. ¿Me ha hecho un regalo?
Mientras hojeaba las páginas de forma inconsciente, cayeron tres hojas. Una era la carta que había encontrado en el orfanato, otra un facsímil de la carta Querido Jefe de Londres, aunque la copia parecía haber sido arrancada de un libro, y la tercera una carta nueva, aunque escrita con los garabatos habituales.
Finn y Delia lo rodearon mientras la leía.
Desde el Abismo
Tres recuerdos. El primero lo escribí en Londres cuando planeaba el juego. El segundo lo arranqué del libro de una biblioteca. Malo de mí.
He mentido un poquito, pero ¿tengo acaso la culpa? Tu madre nunca me perdonaría que me fuese a la horca sin dar recuerdos. Resulta que quizá esté viva.
Atentamente
… ya sabes quién
Carver miró un buen rato la carta antes de decir:
—Mi padre.
—… está como una cabra —completó Finn.
Delia cabeceó en dirección al archivo de Roosevelt.
—Al menos ahora sabes que alguna vez fue un buen hombre.
—Eso es lo que más me preocupa de todo —dijo Carver—. Si él ha podido cambiar tanto, ¿por qué no puedo cambiar yo?
—Porque tú no quieres —dijo Delia—. Pase lo que pase, tú seguirás siendo Carver Young.
20 de enero de 1889.
«JACK EL DESTRIPADOR» COMUNICA AMABLEMENTE QUE INICIARÁ SUS ACTIVIDADES EN GOTHAM»[1]
El siguiente y mal escrito comunicado fue recibido por el comisario Ryan en la comisaría de la calle 35 Este ayer por la tarde:
Comisario Ryan:
Usté se cree que «Jack el Destripador» está en Inglaterra, pero no es asi. Estoy aqui mismo y espero matar a alguien el próximo martes, asi que esperenme con sus revólveres, que yo tengo un chuchillo que ha hecho mucho mas que sus revólveres. Pronto oirán hablar de una mujer muerta.
Atentamente
Jack el Destripador
El comisario recibió la carta hacia las dos de ayer. Llegó por correo, con dos sellos en el sobre, aunque faltaban dos centavos. El comisario Ryan no pudo distinguir el matasellos, sacó una copia y la envió a la jefatura de policía.