MÁS que golpear las vías, Carver rebotó sobre ellas como la piedra arrojada a la superficie de un estanque. Se alzó una vez, dos y una tercera antes de caer de lado. Oyó el golpe de la locomotora al chocar contra el tope de hormigón y oyó que seguía avanzando.
Fue el primero de varios impactos ensordecedores.
Levantó la cabeza a tiempo de ver que la máquina se inclinaba al final de la vía arrastrando con ella al vagón. Hubo un segundo estruendo, aún mayor, cuando el morro de aquella cayó violentamente sobre el suelo de mármol de la terminal.
Al tiempo que el vagón empezaba a inclinarse, la gente empezó a gritar. El coche no desapareció totalmente de vista. En vez de eso, después de un ruido algo menos fuerte, se detuvo y se quedó colgando. Carver supuso que había chocado contra el ténder de la locomotora.
El cuarto y último estrépito fue el más horrendo. La caldera de la máquina, debilitada por la presión, la caída y el golpe del coche, acabó por explotar. Hubo un estruendo retumbante, un único golpe en un inmenso tambor, seguido por una ráfaga de aire caliente, una nube de humo y una llamarada.
Para Carver fue como si su padre, en un último acto de crueldad, hubiera abierto la boca del infierno.