MIENTRAS la risa de su padre resonaba a sus espaldas, Carver subió por la escalerilla a la parte superior del ténder. Un humo lleno de carbonilla le cubrió los ojos y le llenó la boca de un líquido repugnante. El tren había dado su última vuelta e iba disparado por la calle 42. Ya se veían las tres torres rematadas por cúpulas de la Grand Central, es decir, el final de la vía.
Carver bajó hasta la puerta abierta de la cabina. El humo disminuyó y él trató de escupir para quitarse el mal gusto de la boca. Una vez dentro, achicharrado por el calor, le asombró la rapidez de su padre para crear tal desbarajuste.
El maquinista, un hombre robusto y mayor, cuyos cabellos y patillas castaño rojizos se mezclaban con las manchas negruzcas de su cara, yacía desplomado, balanceándose peligrosamente con el movimiento del tren. Un chichón sobresalía de un lateral de su frente, pero su respiración irregular le dijo a Carver que seguía vivo.
El chico se volvió hacia los mandos, una serie de palancas y un panel de indicadores, con todas las agujas en la zona roja. Carver no tenía que pensar mucho para darse cuenta de que la caldera podía explotar antes incluso de que chocasen. Registró la cabina, sin reconocer al principio el curioso artefacto metálico de Hawking, porque hacía juego con el resto del diseño.
En cuanto lo descubrió tiró de él con ambas manos. No se movía. Encontró una palanca, introdujo la parte plana entre el artilugio y la locomotora y empujó. Nada. Se dejó caer sobre ella con todas sus fuerzas. Ni la palanca ni el aparato cambiaron de posición.
Ya en la recta final, el tren dejó de balancearse y ganó velocidad. Por debajo del tramo elevado, los viandantes levantaban la vista, estupefactos. Carver era consciente de la inutilidad de recurrir a ellos, pero necesitaba ayuda.
Se volvió hacia el hombre tumbado y lo zarandeó.
—¡Despierte! ¡Despierte!
La cabeza del maquinista giró como si apenas estuviese conectada al cuello. Había un maletín de comida en el suelo del que sobresalía una botella. Carver la abrió y le echó el contenido sobre la cabeza antes de percatarse de que era whisky.
Cuando el alcohol salpicó la rubicunda cara del hombre, las chispas volantes de la caldera amenazaron con prenderle fuego. Frenético, Carver intentó secar el líquido con su camisa. Mientras lo hacía, el hombre escupió y, al ver a Carver, gritó y sacó un revólver del gran bolsillo frontal de su mono de trabajo.
—¡No he sido yo! —protestó Carver—. ¡Yo no le he atacado! ¡Tiene que ayudarme a detener el tren!
El hombre lo miró con un tremendo recelo hasta que el chico señaló la palanca encajada en el artefacto de latón. Entre los dos la agarraron y empujaron. El maquinista era bajo, pero de brazos fuertes. Mientras empujaba sus ojos se agrandaron tanto que parecían a punto de salírsele de las órbitas.
Ambos soltaron la palanca jadeando. El artefacto seguía sin moverse.
—¡Déjalo! —dijo el maquinista. Miró por la puerta al borrón de las vías y después al frente. El gran edificio de la terminal se agrandaba por segundos—. ¡Tenemos que saltar!
Carver asintió y, al instante, recordó a su padre. Era un asesino espantoso y enloquecido pero también había sido su mentor y, de cierta forma enfermiza y retorcida, había intentado ocuparse de él. Dejarlo morir esposado a un tren sin control parecía algo propio del mismísimo Destripador.
—¡Tengo que buscar a una persona! —gritó.
—¡Tráela rápido! —dijo el maquinista dirigiéndose a la puerta.
—¿Me deja el revólver? —preguntó Carver deteniéndolo.
El maquinista se encogió de hombros y se lo dio. Un segundo después su cuerpo pequeño y macizo rodaba y rebotaba por los raíles. Carver no tenía tiempo de comprobar si había sobrevivido: la estación estaba a menos de cuatro manzanas.
Volvió a salir al aire frío y lleno de humo, recorrió el ténder en sentido opuesto y entró al vagón esgrimiendo el revólver amartillado. Había trazado un plan. Le tiraría las llaves a su padre, que se quitaría solo las esposas y podría saltar por su cuenta. No era gran cosa, pero no se le ocurría nada mejor.
Sin embargo, el umbral estaba desierto y el resto del coche también. Su padre se había ido, la puerta del fondo del vagón seguía abierta. Solo quedaban las esposas, una en el brazo del asiento y la otra colgando, el metal lleno de sangre.
¿Se habría roto la mano para escapar?
Por delante, el túnel que llevaría el tren a Grand Central se agrandaba como las fauces de un monstruo hambriento. Pequeños borrones móviles que Carver tomó por gente correteaban y saltaban para quitarse de en medio. Se acercó a la puerta por la que había saltado su padre. En el momento en que el tren se adentraba como una flecha en la oscuridad, Carver saltó al vacío sin tener ni idea de adónde iría a parar.