Capítulo 82

CARVER retrocedió con expresión de repugnancia. Acababa de ver el abismo, por completo. Estaba justo enfrente de él.

Su padre puso cara larga.

—Iba a morir para ti, morir como el Destripador, dejar que Albert Hawking desapareciera como un héroe incomprendido. Pero eso era antes. Ahora, bueno, como ya he dicho, me queda algo por hacer. El juego se ha acabado, Carver. Déjame marchar; no volveré. Te doy mi palabra como padre tuyo.

—No puedo.

—¿Por qué no? —preguntó Hawking levantándose—. Es un solo paso más. Yo estoy preparado para dejar que tú te vayas.

—Yo no soy un asesino.

—Pues para detenerme tendrás que matarme.

—No, no creo.

¡Shiiic! El bastón se extendió en toda su longitud, la punta de cobre crepitó.

—¿Otra vez con esas? ¡Pues qué bien! —dijo Hawking, y el largo cuchillo de carnicero apareció en su mano—. Venga, chico, detenme.

Para acabar lo antes posible, Carver dirigió el bastón al rostro de su padre. Se lanzó hacia él, pero Hawking se agachó y golpeó el centro del bastón con el canto de la hoja. El golpe fue tan fuerte que casi arrancó el arma de la mano de Carver, que la agarró con más fuerza y probó de nuevo.

¡Bang! ¡Ping! ¡Clac!

Ambos giraron, saltaron, esquivaron. Hawking no solo sabía algo de esgrima, sino que era más rápido y considerablemente más fuerte. Por mucho que lo intentara, Carver no podía acercarle la punta de cobre. Sin embargo… no hacía falta que lo tocara, ¿verdad? La última vez, Carver solo tuvo necesidad de tocar la hoja del cuchillo. La corriente había pasado por el metal y le había obligado a tirar el arma.

Esperando volver a sorprenderlo, Carver apuntó al cuchillo. Con abrumadora velocidad, el Destripador levantó la hoja y dejó pasar la punta del bastón. Luego, en el último momento, la bajó sobre la punta.

¡Shiiic! Crac.

Carver dio un grito ahogado. Hawking había cortado el bastón como si fuese papel. La punta de cobre cayó al suelo; el extremo partido exhaló volutas de humo.

—¿Lo ves? Me has obligado a romperte tu juguetito. Qué pena.

Carver pasó la mirada del cuchillo a los ojos de su padre.

—¿Va a matarme?

—No, pero no puedo dejar que me sigas. Así que jugaremos por última vez. Tu inoportuna aparición me obliga a improvisar, pero creo que sabré arreglármelas. —Hawking señaló con el cuchillo en dirección a la locomotora—. El maquinista está inconsciente. Además de servir para desenganchar vagones, mi aparato mantiene apretado el acelerador. Es una bella metáfora de la vida: nadie conduce el tren. Se detendrá cuando choque contra la Grand Central, lugar en que nuestro infeliz maquinista será aplastado por toneladas de acero y carbón ardiente, por no hablar de los pobres atropellados.

Con aire desenvuelto, se pasó el cuchillo de una mano a otra.

—Así que tú eliges —prosiguió—: te estás quietecito y salvas al maquinista y a los demás o sigues luchando conmigo y nos matamos todos.

—Usted ha dicho que no me mataría.

—Pero no he dicho que te impediría matarte. Ciertas cosas son casi imposibles de parar. Como ocurre, digamos —Hawking cobró por un instante la diabólica expresión del Destripador—, con un tren sin control.

Carver apretó los dientes. Las esposas de Roosevelt le hacían un ruidito metálico en el bolsillo. Las aferró con la mano para acallarlo.

—Bien, yo me aparto y te dejo marchar —dijo Hawking bajando el cuchillo y retirándose—. Si no te pareces a mí, como quieres creer, solo tienes una opción.

Carver permaneció inmóvil, atrapado por el remolino de sus pensamientos.

—Venga, chico, ¡no podemos quedarnos aquí para los restos! ¡Decídete… decídete… decídete!

Carver clavó los ojos en la puerta que comunicaba con la locomotora y, tratando de no mirar la oscura forma de su padre, caminó hacia ella, la sobrepasó y abrió la puerta, dando paso al aire invernal y a una bocanada de vapor caliente. Su padre pareció aliviado.

—Serás un gran detective —sentenció—, el mejor después de mí.

Carver abrió la boca como para contestarle pero, en vez de eso, sacó las esposas y cerró una sobre la muñeca de Hawking. Incluso pillado por sorpresa, los reflejos del hombre eran extraordinarios. Se apartó a toda prisa, pero una sacudida del tren le obligó a cambiar el peso del cuerpo a su rodilla lesionada. El rostro se le crispó de dolor y el cuchillo se le escapó de la mano. Carver aprovechó esa pérdida de equilibrio para cerrar la otra esposa sobre el brazo metálico de un asiento.

Solo le faltaba alejarse de él. Carver retrocedió por la puerta delantera, hasta la pequeña plataforma situada entre el vagón y la locomotora. Hawking, furioso, se lanzó hacia delante. El vapor bailaba a su alrededor, agitando su capa negra.

Carver siguió retrocediendo hasta chocar contra la parte trasera del ténder de la locomotora. Los largos dedos de Hawking estuvieron a punto de atraparlo, pero las esposas se lo impidieron. El asesino tiró de ellas como si estuviera dispuesto a arrancarse la mano. Se golpeó el brazo con tanta fuerza que se oyó un ruido de rotura, rechinó los dientes y soltó un alarido salvaje más sonoro que el repiqueteo de la locomotora y el chirrido de las ruedas contra las vías.

Pero después empezó a reírse y dijo:

—¡Excelente, chico! ¡Has esposado al demonio! ¿Y ahora qué piensas hacer con él?