—¡CARVER! ¡Carver!
La cabeza le dolía como si le hubieran pegado con una cachiporra. Alguien lo sujetaba por los hombros y lo sacudía para despertarlo, pero lo único que lograba era agravar el dolor.
Carver movió las manos.
—¡Para!
Delia y Finn estaban delante. La luz de primera hora de la mañana iluminaba la habitación.
—¿Tenías una pesadilla? —preguntó Delia.
Carver se irguió como un resorte.
—¡Ha sido Hawking! ¡Me ha drogado!
—¿Por qué? —preguntó Finn.
—Creo que ha encontrado a mi padre —contestó Carver. Se levantó y empezó a dar vueltas—. Creo que va a matarlo.
—¿Qué? —exclamó Delia—. ¡Eso es una locura!
El médico entró en la habitación y dijo:
—¿Va todo bien?
—Sí —respondió Carver—, estoy bien, es que he tenido una pesadilla.
—De acuerdo —dijo el médico observándolo—, ya casi es la hora del alta. Te traeré unos papeles para que los firmes y te acompañaré a la puerta.
Una vez que el doctor se fue, Carver empezó a quitarse la bata, deteniéndose solo para pedirle a Delia que se volviera mientras se vestía.
—El médico quiere despedirse de mí delante de la prensa, pero yo quiero llegar a Blackwell cuanto antes. Seguro que allí encuentro alguna pista. ¿Qué hora es? ¿Cuándo sale el próximo ferry?
—Miraré el horario —dijo Delia abriendo un periódico.
Finn se fue a toda prisa tras decir:
—Yo buscaré un coche. Estaré en la puerta trasera.
En el último momento, Carver agarró las esposas que Roosevelt le había dado.
Antes de que el médico regresara, él y Delia bajaron por una escalera de servicio que desembocaba en la puerta de atrás. Finn los esperaba en un coche de punto.
Mientras iban hacia el ferry, Carver siguió diciendo:
—Va a enfrentarse con él a solas, lo sé. Puede que vea esto como su última gran batalla. Aunque nadie más lo sepa, él sabrá que dio caza a Jack el Destripador.
—Y yo pensando que mis padres eran raros… —dijo Finn.
Carver se había acordado de guardar el electrobastón y la ganzúa, pero con las prisas se había olvidado de su gabán nuevo. En el coche no hacía un frío excesivo, pero cuando el viento sopló del East River al bamboleante ferry, creyó que se congelaba. Aunque se acurrucó junto a Delia, no le sirvió de tanto como hubiera creído.
En el Octágono, un guardia les advirtió que fuesen despacio, pero cuando Carver lo ignoró, el hombre no hizo el menor esfuerzo por detenerlos. Carver subió corriendo la escalera circular, propulsándose con el pasamanos. La puerta de la habitación de Hawking estaba cerrada, cosa que nunca sucedía y razón por la cual Carver no tenía llave. La ganzúa fue la solución.
La gran estancia octogonal era un desbarajuste, prácticamente el mismo que antes de que Hawking obligara a Carver a limpiarla. La cama de este era casi invisible por la cantidad de cajas y libros que la cubrían. El escritorio estaba abarrotado de desperdicios. Carver supo sin ningún género de dudas que Hawking había estado trabajando allí durante todo aquel tiempo.
Delia y Finn llegaron jadeando mientras Carver paseaba la mirada por la habitación tratando de imaginarse qué había ocurrido. ¿Cómo había encontrado su maestro la pista del asesino? Tenía que ponerse en el lugar de Hawking. ¿Qué era lo más importante para su mentor?
La máquina de escribir había desaparecido. De pronto se acordó del aparato ferroviario y corrió hacia la mesa; solo vio unos tornillos por el suelo. También faltaban algunos de los trajes de Hawking.
—Se ha trasladado a otro sitio —dijo Carver—. Delia, baja a ver si encuentras a una mujer que se llama Thomasine Bond. Es inglesa, y probablemente enfermera.
—¿Y ahora quieres que baje? —inquirió la jadeante Delia.
—Por favor. Recuérdale que hablamos por teléfono. Dile que sé que Hawking ha pasado aquí arriba estas últimas semanas. Pregúntale cómo era el tono de su voz cuando hablaba con ella y si salía a menudo. Es importante. Corre.
Delia asintió y se dirigió a las escaleras.
—¿Y yo qué hago? —preguntó Finn.
—Recoge —dijo Carver recorriendo el cuarto—. Pon los muebles en su sitio. Amontona las cajas y los periódicos. Si encuentras algún libro abierto por una página, no lo cierres.
—Bueno. ¿Y qué estoy buscando?
—No lo sé. Notas sobre Jack el Destripador. Anotaciones sobre… viajes.
Finn se puso manos a la obra, amontonando las pesadas cajas con facilidad y rapidez. Carver siguió con su paseo y miró un par de libros abiertos. Vio el viejo gabán que Hawking le había prestado colgando solitario en el perchero, vio que Finn deshacía despacio su cama.
—Carver —dijo este con un papel en la mano—, esto es de viajes.
Era un plano de las líneas del metro elevado de Manhattan, que incluía los trenes suburbanos que salían de Grand Central. Había también un horario. Carver lo había visto antes en alguna parte, pero no recordaba dónde.
—¿Te sirve? —preguntó Finn.
—No lo sé. Quizá el Destripador huyó de la ciudad y Hawking sabía a qué sitio. ¿Dónde lo has encontrado?
Finn señaló un montón de papeles que medio cubrían una máquina rota. Carver se había equivocado; la máquina de escribir seguía allí, pero estaba irreconocible. Daba la impresión de que Hawking la había estampado contra el suelo en pleno ataque de ira. Carver se arrodilló y miró de hito en hito las teclas retorcidas y aplastadas.
Delia apareció en la puerta; jadeaba tanto que parecía a punto de sufrir un colapso.
—Carver, aquí no hay ni ha habido nunca ninguna Thomasine Bond, y nadie más recuerda haberte dado ningún mensaje. Dicen que Hawking se ha ido esta mañana temprano, en el ferry anterior al nuestro.
—¿Entonces con quién hablé? —Carver recordó el momento en que utilizaba sin permiso la centralita de la jefatura de policía, y a su mentor diciéndole que pusiera una voz más aguda, más femenina—. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta? Thomasine Bond era Hawking. ¿El ferry anterior al nuestro? Nos saca mucha ventaja, pero si piensa tomar un tren de cercanías, podemos alcanzarle, si sabemos dónde va. ¡Hay que seguir buscando!
Finn, que no paraba de recoger, agarró la máquina por el armazón. Cuando la levantaba, el carro se desprendió y se cayó al suelo.
—Va a necesitar otra máquina.
—Otra… ¡Finn! —chilló Carver.
—¿Qué? Perdón, ¿qué…?
—¡Cómo que perdón, eres un genio! —exclamó Carver y, tras darle a Delia el horario, corrió escaleras abajo hasta la estrecha puerta que conducía al cuarto de observación. Acababa de recordar dónde había visto aquel horario. Allí, en el pequeño y abarrotado espacio del despacho, la segunda máquina de escribir seguía intacta. Las notas, sin embargo, parecían todas de los pacientes. El rodillo.
Hizo sitio en la mesa. Estaba buscando papel y lápiz cuando sus amigos llegaron.
—Por favor, por favor, no más escaleras —rogó Delia—. Además, ¿qué haces?
—Hawking leyó mis notas en el ateneo frotando con lápiz la última hoja de mi bloc. Él aporreaba las teclas de esta máquina, así que las impresiones más recientes serán las más profundas. Por eso voy a probar lo del lápiz en este rodillo.
Sus primeros esfuerzos le granjearon unas palabras sueltas, como «idiotas», pero cuando giró el rodillo y probó de nuevo, descubrió unos números:
—10.10 y 870. Delia, ¿hay algo así en el horario de trenes?
Delia recorrió la lista con la mirada:
—¡Sí! 870 es el número de una locomotora de la línea Nueva York Central, y hay un tren que sale a las diez y diez.
—El elevado de la calle 34 que comunica con el muelle del ferry va a Grand Central —dijo Carver—. Podemos llegar a las diez.
—Ese elevado es sobre todo para turistas que quieren ver Brooklyn y Long Island. Solo pasa cada hora —dijo Delia—. Lo mismo nos encontramos a Hawking esperando en el andén.
Mientras Carver corría hacia la puerta, vio que Delia le había bajado el viejo gabán de su mentor.
—Supuse que lo querrías —dijo ella—, hace frío.
Al mirar a sus amigos, Carver dejó por primera vez de sentirse un huérfano.