Capítulo 78

—¡SEÑOR HAWKING! —exclamó Carver. Al principio se sintió tan complacido como aliviado, pero después, al ver que su mentor parecía tan sano como siempre, se volvió a enfadar—: ¡Me dejó solo!

El viejo detective se colocó bajo la luz procedente de una farola que entraba por la ventana.

—Paparruchas. Te he enseñado a volar, algo que nunca habrías conseguido si hubiera estado contigo para sostenerte.

—Pero había vidas en juego —dijo Carver con expresión sombría—. La de la señora Echols, la de Alice… la mía.

—Las dos están bien. Respecto a ti, hay veces que las cicatrices hacen al hombre. Comprendo que te resulte difícil admirar a tu padre, pero tu resistencia debes agradecérsela a él, eso y tu inventiva. Hasta has utilizado unos cuantos chismes, según tengo entendido. Has estado muy bien. ¿Cómo te tratan en este pozo negro? ¿Te encuentras mejor?

Carver sintió una oleada de orgullo que dio al traste con su enfado. Después de todo, Hawking se preocupaba por él. Asintió con la cabeza.

—Me dejan irme por la mañana.

—Ese imbécil de cirujano casi te mata —gruñó Hawking—, ya puede agradecerle a tu cuerpo su habilidad para curarse. Te he seguido la pista —añadió, otra sorpresa más.

El detective se le acercó, lo miró con bastante menos frialdad que de costumbre y, apoyando su mano lesionada en el bastón, extendió la otra para tocarle la frente.

—A todas horas.

Carver ignoraba cómo reaccionar. Hawking le dio unas palmaditas, se echó hacia atrás, se hizo con la jarra de agua de la mesilla y echó un poco al vaso.

—¿Dónde ha estado usted? —preguntó Carver.

Hawking tomó el vaso con la mano agarrotada y se lo tendió.

—Bebe, estás un poco ronco.

El temblor del vaso amenazaba con derramar el agua, pese a que aquel estaba medio lleno. Carver lo sujetó, se lo llevó a los labios y tomó un sorbo. Tenía la garganta realmente seca.

—Sigo esperando la respuesta —dijo después de beber.

—¿Así que ahora el maestro eres tú? —Hawking soltó una risita. Luego dejó la jarra, se giró y estuvo a punto de caerse al tropezar con la silla de ruedas, en la que acabó por sentarse—. Mi alumno es un detective tan famoso como el de cualquier novela de a diez centavos, ha conquistado a una familia poderosísima que está en deuda con él y sabe la combinación del mejor laboratorio criminológico del mundo. ¿Pero está agradecido? No. Quiere más.

—Claro que estoy agradecido, pero…

—Hay más. El dinero de Echols está ya en una cuenta a tu nombre. Encontrarás el papeleo en Blackwell. A mí no, sin embargo. Esta vez me voy de verdad.

A Carver le daba vueltas la cabeza. Le resultó muy difícil escoger las palabras para decir:

—No lo entiendo. ¿Adónde va? Todavía no me ha dicho dónde ha estado.

—¡Y tú todavía tienes la mala costumbre de repetir preguntas que estoy a punto de contestarte! He estado atando cabos, asegurándome de que todo funcione como es debido. No obstante, debo hacer algo más, y es asunto mío, no tuyo. Las clases han terminado, así que yo también repito: ¿qué te han parecido?

Carver sintió el escozor de las lágrimas en los ojos, pero las contuvo y miró fijamente a su maestro.

—¿Solo ha venido para decirme que se vuelve a marchar?

—No me mires así, chico, ni me hables en ese tono. ¿Eres un bebé en mantillas que me necesita para cambiarle los pañales?

Hawking apoyó el bastón en el suelo y se puso en pie. Temblaba más que de costumbre y, por primera vez, Carver cayó en la cuenta de que tenía mala cara.

—He venido porque me alegra y me enorgullece verte.

Su tono inusualmente emocionado llenó a Carver de preocupación.

—¿Se encuentra mal, señor Hawking? ¿No puede decirme adónde va, por favor?

—He recibido ciertas noticias —contestó el otro, dubitativo—. Alguien que creía muerto puede seguir vivo, y yo tengo que averiguarlo. Eso requiere viajar un poco.

—¿Mi padre? —preguntó Carver—. ¿Va a perseguir a mi padre?

—No te preocupes. Me aseguraré de que en Nueva York no haya más muertes.

¿Qué quería decir? ¿Pensaba matar al Destripador? ¡Pero si estaba muy débil! Algo iba mal, algo iba terriblemente mal. La habitación giraba. Carver apoyó la mano en la mesilla para estabilizarse.

—No me siento bien —dijo.

—Será por el hidrato de cloral que te he echado al agua —contestó Hawking—. Gotas para dormir. Quizá me esté volviendo sentimental, pero quería verte antes de irme y tenía que asegurarme de que no me siguieras. Nunca me oirás repetir lo que voy a decirte, pero te he enseñado demasiado bien y este es el único modo.