Capítulo 77

CARVER percibió destellos de luz, silbidos y ruidos sordos, como si alguien lo hubiera embutido en el misterioso motor del carruaje eléctrico. Al principio no le dolía nada, pero cuando el dolor llegó, no existió otra cosa. Sentía que las piezas de su tórax ya no encajaban, que algo afilado, como la punta de un bastón roto, se le clavaba una y otra vez en los pulmones. Lo despertó el olor a flores y el helor del viento. Al abrir los ojos pensó que continuaba soñando. ¿Cómo si no podía estar en el hospital de San Vicente, en el mismo que había estado Hawking, rodeado por mesas llenas de flores y montones de periódicos?

Al dolerle demasiado la cabeza para moverla, esforzó la vista para distinguir un titular:

El PINKERTON MÁS JOVEN SALVA A LA HIJA DEL COMISIONADO

Pues sí, seguía soñando. Aparte de que nadie sabía nada de los nuevos Pinkerton, allí hacía demasiado frío para tratarse de un hospital. ¿Seguiría en el callejón? ¿Estaría bien Alice?

No obstante, la aspereza de las sábanas parecía real y la humedad también, porque estaba empapado en sudor; hasta el pelo tenía húmedo. Giró los ojos en dirección al frío y vio la causa: un ventilador eléctrico junto a una ventana abierta. ¿Lo del alféizar era… nieve?

—¡Ya estás despierto!

La voz procedía de un hombre enjuto y risueño ataviado con una bata blanca. La cálida palma que le apoyó en la frente, le envió un desagradable escalofrío por la columna que acabó de convencerle de que se estaba muriendo. Sin embargo, el médico parecía de lo más animado:

—¡Te ha bajado la fiebre, magnífico! —dijo el médico, tras lo cual apagó el ventilador y cerró la ventana—. Has llegado a 41 grados. Una hora más y tendría que haberte metido en un baño de hielo. Había que bajar esa temperatura como fuese.

Carver solo consiguió emitir un gemido seco.

—Mejor que no hables —recomendó el doctor—. Te fracturaste dos costillas, una de ellas en fragmentos menudos, así que tuve que operarte para quitártelos, y, en fin, que se presentó una infección. Seguirás con dolores unas cuantas semanas, pero dentro unas horas te sentirás mucho más espabilado. Me voy, quiero comunicarles a los Roosevelt que nuestro héroe saldrá adelante.

Carver señaló con un gesto débil los titulares de los periódicos.

—¿Alice?

—Está bien. Todo está perfectamente. Descansa —dijo el médico antes de salir.

Le encantó oír lo de Alice, pero también quería saber lo sucedido con su padre. Tendría que esperar. Como obedeciendo a la orden del doctor, su cuerpo fue inundado por una oleada de agotamiento y se volvió a dormir.

Después de horas o de segundos, sintió una suave caricia en la mejilla. Al abrir los ojos vio la cara pecosa de Delia sobre la suya. Su amiga le pasó los dedos por la frente para apartarle el pelo, como hiciera en el City Hall. Él le agarró la mano, medio dormido, y sintió los suaves nudillos contra la palma. Le dolía mucho menos moverse, y las sábanas estaban secas y eran suaves.

Delia, que no se había quitado el abrigo, se sentó en la cama.

—Carver, creí que te morías… Dijeron que te podías morir, pero no ha sido así… Estoy tan… tan…

Se inclinó impulsivamente hacia él y le dio un beso en la boca. Mientras que la mano del doctor le había producido escalofríos, los labios de Delia hicieron que le ardiera todo el cuerpo. La chica prolongó un poco el contacto e hizo intención de apartarse, pero Carver sacó fuerzas de flaqueza y se incorporó para mantener sus labios unidos. Delia no le hizo el feo. Siguieron besándose hasta que una tos procedente del cuarto los interrumpió.

Delia se sentó erguida, sonriendo, y dijo:

—Finn también quiere saludar.

—A mí me basta con un apretón de manos —dijo el aludido colocándose detrás de Delia—. ¿Cómo andas?

Carver necesitó pensarlo. Llevaba un grueso vendaje alrededor de la caja torácica, pero el dolor no era demasiado fuerte. El médico tenía razón: la mayor parte del malestar se debía a la fiebre. El rugido de su estómago le dio la respuesta:

—Con hambre.

—No me extraña —dijo Delia—, hace una semana que no comes.

—Me ha parecido ver una bandeja de comida por alguna parte —dijo Finn mirando en torno.

—¿Una semana? —Carver se incorporó otro poco y se apoyó en la almohada—. ¿Qué pasó?

—Depende del periódico que leas —contestó Delia con una sonrisa irónica—. Según el Sun, Roosevelt persiguió al Destripador cabalgando a pelo y tú lo acorralaste en un callejón ¡con un carruaje eléctrico!

—Eh… pues… eso es verdad —dijo Carver.

Delia hizo una mueca, sin saber o no si le tomaba el pelo.

—En lo que todos coinciden es en que eres un héroe. Ahuyentaste al asesino, rescataste a la damisela…

Pero Carver ya no pensaba en Alice.

—Mi padre. ¿Lo arrestaron? ¿Está…?

—Encontraron mucha sangre —dijo Delia con el ceño fruncido—, pero no había ningún cuerpo.

—¿Ha habido otro asesinato? ¿Otra R? —preguntó. El latido de su corazón parecía aflojarle los vendajes.

—Ahí está el busilis, que no lo ha habido —contestó Delia—. Dicen que o se ha arrastrado a algún rincón para morirse, o está tan malherido que ya no podrá hacer daño a nadie nunca más.

—Es un hombre muy fuerte, Delia —advirtió Carver meneando la cabeza.

—Tú no lo has visto —convino Finn—. Ese se está lamiendo las heridas.

—No es el coco —objetó Delia con los ojos en blanco—, y tú lo dejaste malherido. Se nota el cambio en toda la ciudad; se palpa el alivio. Por eso airean tanto tu historia los periódicos, con el beneplácito de Roosevelt, claro.

Finn encontró por fin la bandeja, que contenía fruta fresca y un sándwich. Carver agarró una manzana mientras Finn se hacía con el emparedado y asentía en dirección a los diarios para preguntar:

—¿Cómo sienta lo de ser famoso?

—No lo sé todavía —contestó Carver encogiéndose de hombros—. He estado inconsciente. ¿Pero cómo es que dicen que soy un Pinkerton?

—Porque eres el ayudante de Hawking —respondió Delia—, y como él trabajaba con Pinkerton…

—¿Dónde está el señor Hawking? ¿Ha venido a verme?

—No lo sé —contestó Delia—. El doctor dice que has tenido varias visitas. Puede que él fuese una.

—Finn, ¿lo ha visto Echols? —preguntó Carver. Pensar en el abandono de su mentor le dolía, aún más que la costilla astillada.

—No, y está que se sube por las paredes. Dice que va a tener que contratar a otro detective para que le busque a su detective.

—¿Quieres que miremos las notas que te han dejado las visitas? —sugirió Delia.

—Hawking no es precisamente un sentimental, pero podemos mirar si hay alguna escrita a máquina.

Los tres pasaron el resto de la visita mirando las notas en que le deseaban un pronto restablecimiento. La mayor parte era de gente que Carver ni conocía. Se alegró al ver un paquete de libros de la señorita Petty, pero sintió que no hubiese nada de su maestro. ¿Estaría persiguiendo al Destripador, o había llevado tan lejos sus excentricidades que había acabado por ser uno de los pacientes del manicomio?

Como aún estaba débil, hizo que Delia llamara al Octágono. Thomasine Bond le aseguró que Hawking no había vuelto.

—En cuanto pueda voy para allí —dijo Carver—. ¡Tiene que haber dejado alguna pista o algo!

—Te acompañaremos —ofreció Delia.

Pasado un día Carver se levantaba y a los dos se sentía casi bien pese al dolor de las costillas, pero el médico no le daba el alta. Con el transcurso del tiempo, además de las frecuentes visitas de Finn y Delia, recibió la de Emeril, quien le comunicó que se «había encargado» del carruaje eléctrico. Carver le dio a Jerrik Ribe una entrevista durante la cual no mencionó la Nueva Pinkerton e insistió en que el coche sin caballos era producto de la imaginación de algún viandante que había leído demasiadas novelas de a diez centavos.

Mentir era más fácil de lo que pensaba.

Un día muy de mañana, a fin de evitar a la prensa, apareció el Comisionado Roosevelt para expresarle su «infinita» gratitud. Con el mismo entusiasmo infantil sacó a colación todas las facetas de la vida de Carver. Habló de enviarlo a la universidad para que se dedicara a la política o:

—Si lo prefieres, a la investigación policial. Es obvio que tienes un don.

También dejó las páginas recién mecanografiadas de un libro que estaba escribiendo y una carta manuscrita de Alice quejándose de lo que se aburría y comunicándole su deseo de que fuese a verla lo antes posible. Recordando la afición de Carver por los artilugios, Roosevelt le enseñó el prototipo de unas nuevas esposas, obra de Bean Manufacturers, pero al comprobar cuánto le gustaban a Carver, se las regaló.

Mientras el chico probaba la resistencia de la cerradura y de los aros, Roosevelt se frotaba las manos con un azoramiento impropio de él.

—Si no te importa enseñármela —dijo por fin—, me encantaría ver esa sede central tuya. El señor Tudd murió por salvaguardar sus secretos, así que te doy mi palabra de que, pese a mi posición, yo también los protegeré.

—¿Ya no está usted… enfadado? Como dijo lo de la vigilancia parapolicial…

—¿Enfadado? Lo que siento es rabia, rabia de que la corrupción de esta ciudad sea tan grande que hiciera pensar a Allan Pinkerton en la necesidad de un cuerpo secreto. No obstante, llevaba razón. Mi labor está lejos de haber acabado, y siento lástima por Tudd, aunque no sé cómo hubiera podido evitar lo que le pasó. Ojalá hubiera confiado en mí. Yo habría aceptado su ayuda, pero aún puedo hacerlo. Quizá con el tiempo, tú mismo podrás revivir la agencia.

—¿Yo?

—Por supuesto. Me he propuesto hacer de la policía una fuerza más organizada, como el ejército. Cuando contratemos personal, buscaremos hombres resueltos, sensatos, independientes, que sientan respeto por sí mismos y deseos de mejorar. Tú tienes todo eso y más, porque eres brillante y posees una honradez a prueba de bomba. ¿Quién mejor que tú?

Parecía un sueño. Al final, los planes de Hawking iban a hacerse realidad.

A la mañana siguiente le quitaron el vendaje y, como ya no sentía ningún dolor, el médico le dijo que podría irse a las veinticuatro horas. Se encontraba tan bien que antes de que Delia se marchara de su visita vespertina, la abrazó con fuerza hasta que a ella le dio risa y lo apartó.

—¡Que me ahogas! —protestó con las mejillas encendidas y, avergonzada de sus propios sentimientos, corrió hacia la puerta—. Mañana vendré con Finn. Nos va a llevar a un restorán finolis, cortesía de los Echols. ¡A lo mejor es Delmonico’s!

—Pero antes tenemos que ir a Blackwell —dijo Carver.

—Sí, claro.

La sensación del cuerpo de Delia contra el suyo permaneció en su memoria hasta mucho después de cerrarse la puerta.

No había ni rastro del Destripador. Quizá fuese cierto que se había arrastrado hasta algún rincón para morir; quizá por fin la pesadilla se había terminado…

Al anochecer, Carver se acomodó para mirar el manuscrito de Roosevelt. Estaba tan recuperado que pudo leer durante horas antes de apagar la luz y caer en un sueño tranquilo y reparador.

No tenía forma de saber cuánto llevaba dormido cuando un ruidito de la puerta lo espabiló. Se volvió de lado y vio una silueta oscura junto al umbral. Era una forma conocida, encorvada, que se tambaleaba un poco al apoyarse en el bastón.

—¿Qué te parecen mis clases, chico? —preguntó Albert Hawking.