Capítulo 76

EL segundo coche de policía siguió como una flecha tras el Destripador. Roosevelt giró sobre sus talones hacia el que estaba detenido pero, en lugar de montarse, desató el arnés.

—¡Adelante! ¡Hay que cortar las calles! Quiero esta ciudad bloqueada, ¿está claro? —gritó.

—Comisionado, ¿qué está haciendo, señor? —preguntó el cochero.

—¡Hacerme con un caballo, hombre! —exclamó Roosevelt. A continuación apartó la yegua castaña del coche, se quitó el gabán y la chaqueta y los arrojó a la calzada—. He montado a pelo miles de veces. ¡Será el único modo de alcanzar a ese monstruo!

Al oír esas palabras, a Carver se le ocurrió otro modo. Echó a correr hacia la calle Warren.

—¡Yijeyyy! —oyó gritar a Roosevelt. Su caballo se empinó y salto hacia delante.

Carver llegó corriendo al garaje de los almacenes Devlin, donde Emeril y Jackson habían dejado el coche eléctrico. Animado al ver que seguía allí, le quitó de encima las mantas que lo cubrían y trepó al asiento del conductor. Con la mano en el manubrio que había visto mover a Emeril, accionó interruptores y pulsó botones hasta que uno de ellos originó un zumbido y una sacudida. El carruaje se puso en marcha, empujó las puertas del garaje y salió a la calle a toda máquina.

Cuando Emeril lo había conducido, lo llevaba despacio. Carver avanzaba ya más deprisa, y el vehículo seguía acelerando. Para alcanzar a Alice tendría que correr aún más. No obstante, al mover el manubrio de dirección para girar en Broadway, el coche estuvo a punto de volcar.

Carver tiró de una de las palancas y desaceleró. Ya veía las miradas estupefactas de los policías, varados por su propio carruaje sin caballos.

Una vez de nuevo en la recta, empujó la palanca al máximo. Su pecho se precipitó hacia delante; la fría niebla se abalanzó sobre él a un ritmo desenfrenado. Adelantó sin problemas a varios coches de punto, al otro carruaje de los agentes e incluso a un tranvía. Más adelante distinguió la silueta de un hombre a caballo.

Carver se puso en paralelo a Roosevelt, quien, a pesar de su evidente angustia, le sonrió de oreja a oreja y gritó:

—¡Espléndido!

—¡Suba! —dijo Carver haciéndole señas.

Roosevelt intentó acercarse, pero la aterrada yegua no paraba de dar virajes.

—¡Déjelo! —gritó Carver—. ¡Yo me adelanto!

—¡Y un cuerno! —explotó Roosevelt. Luego, acercando la yegua lo más que pudo, saltó al asiento del pasajero. El coche dio un bandazo, pero Carver se las apañó para estabilizarlo.

—¡Creo que estoy empezando a creer en tu agencia subterránea! —dijo el Comisionado mientras se inclinaba hacia delante para escrutar la niebla—. ¿Podremos alcanzar a ese malnacido?

—No solo eso: ¡mataremos de miedo a sus caballos!

Carver volvió a empujar la palanca hasta el fondo, haciendo que el carruaje saliera disparado.

—¡Yi-pi-eyyy! —gritó Roosevelt—. ¡Ya vamos, Alice!

Carver cayó en la cuenta de que estaba siendo demasiado optimista: lo único que necesitaba el Destripador para darles esquinazo era meterse por alguna bocacalle. No obstante, cuando pasaron a toda velocidad por la calle Prince, Roosevelt señaló en dirección este y gritó:

—¡Allí!

Sin preguntar, Carver desaceleró para tomar la curva. Al hacerlo vio corriendo avenida abajo, primero entre hilachas de niebla y después en su totalidad, el carruaje oscuro. El vehículo cabeceaba de mala manera mientras su conductor trataba de controlar tanto a los caballos como a la peleadora figura que sujetaba.

—¡Deprisa! —exclamó Roosevelt, más como un ruego que como una orden.

Carver empujó la palanca.

Mientras aceleraban, el Comisionado se levantó y dijo:

—Acércate; voy a saltar.

—¡Espere! —gritó el chico. Quería explicarle que podían adelantarlos y empujar a los caballos hacia la acera, pero Roosevelt ya se había subido a la parte delantera del coche eléctrico.

En cuanto estuvieron más o menos a un metro, el Comisionado saltó de nuevo y se agarró a la parte trasera del carruaje con una mano. Con tan poco agarre, la fuerza del salto amenazaba con arrancarlo del vehículo.

Mientras Roosevelt se esforzaba por guardar el equilibrio, Carver se puso en paralelo al carruaje. Su asiento no era tan alto como el de su padre, pero estaban lo bastante cerca como para mirarse. La atroz sonrisa se había recrudecido, los bestiales ojos no eran menos aterradores, pero sin su chistera parecía más vulnerable. Carver le seguía encontrando algo familiar en el rostro.

Alice forcejeó con energías renovadas, pero al asesino le bastaba una sola mano para sujetarla; con la otra manejaba las riendas. El flameo de su capa revelaba su largo cuchillo de carnicero. Carver advirtió con un escalofrío que si el Destripador no hubiera tenido que conducir, Alice ya estaría muerta.

Giró el manubrio para acercar el coche a los caballos, que al ver tan antinatural medio de locomoción relincharon y se encabritaron.

La pérfida sonrisa desapareció de la cara del asesino. Recuperó el control, pero a duras penas.

Entre tanto, Roosevelt se había encaramado al techo del carruaje. Mientras se arrastraba hacia la parte delantera, arrancó una de las cinchas para equipajes a fin de utilizarla como cachiporra.

Una vez más, Carver se acercó a los caballos, y un vez más, estos se estremecieron y culebrearon; su aporreo de cascos y sus resoplidos de terror superaban en sonoridad a las palabrotas del asesino.

Roosevelt estaba de rodillas, dispuesto a darle en la cabeza, pero el Destripador lo vio, echó mano diestramente al cuchillo y lo blandió. Carver viró de nuevo, esta vez golpeando el carruaje. Los caballos relincharon y se precipitaron contra la acera. El eje trasero del carruaje se partió y echó a Roosevelt hacia atrás.

Carver no pudo frenar a tiempo. Cuando por fin se detuvo y cambió de sentido, el Destripador se metía por un callejón arrastrando a Alice; la única ventaja era que, al parecer, la rodilla aún le molestaba.

Magullado por la caída, Roosevelt se hizo con un madero suelto del carruaje accidentado y corrió tras él. Como Carver llevaba desventaja, condujo el coche hasta la entrada del callejón. Allí estaba el asesino, con el cuchillo apoyado en la garganta de Alice.

Roosevelt avanzó hacia él blandiendo el trozo de madera como si fuese una espada.

—¡Suéltala! —ordenó.

—A ti no te quiero —bramó el asesino con un tono de voz increíblemente grave.

—¡Pues a Alice no la tendrás! —tronó Roosevelt.

—¡Tampoco la quiero! ¡Quiero al chico!

En aquel instante, Alice abrió la boca y mordió con denuedo la muñeca del asesino. Cuando él gritó y la soltó, ella corrió a parapetarse detrás de su padre.

—Quédate aquí, Alice —le dijo este, y avanzó balanceando el madero.

El Destripador repelió el golpe usando el cuchillo a modo de espada y cortó un buen trozo de tablón, aunque no suficiente para inutilizarlo. Luego se adentró más en la calleja.

Roosevelt aprovechó la ventaja y, balanceando su arma, obligó al asesino a retroceder hasta que este chocó contra una pared de ladrillo sobre la que había una escalera de incendios. El Comisionado se enderezó pensando que había vencido, pero en ese momento el Destripador se carcajeó.

Carver, que no les quitaba ojo, vio que su padre extendía las manos, se agarraba al travesaño inferior de la escalera y se elevaba para patear en el pecho a Roosevelt, que se desplomó como un fardo.

El Destripador saltó a su lado y alzó el cuchillo.

—¡Alto! —gritó Carver desde el coche.

El asesino levantó la vista. Ambos sabían que para cuando Carver bajara del coche, Roosevelt estaría muerto. El chico extrajo el electrobastón de forma instintiva.

¡Shiiic!

Al verlo y recordar la descarga recibida, el Destripador dijo con desprecio:

—Eso es un arma de críos; ni siquiera mata.

—No es para matar —replicó Carver. Cuando su padre se inclinó para acuchillar al Comisionado, Carver lanzó el bastón contra el costado de la hoja como si fuese una jabalina. Hubo un pequeño bong y un destello. El Destripador aulló y dejó caer el cuchillo para agarrarse la muñeca.

Sin embargo, sacudiéndose de alguna forma la descarga, recogió el todavía humeante cuchillo y miró a Carver.

—¿Y ahora qué? —preguntó—. ¿Quieres lanzarme algo más? ¿Nada?

El Destripador miró de nuevo al hombre tendido. A falta de otra opción, Carver empujó la palanca hasta el fondo. El coche salió disparado hacia delante. Carver rogó que las ruedas del vehículo tuvieran altura suficiente para que los bajos del coche no golpearan a Roosevelt.

En el momento del choque apenas pudo ver lo sucedido, pero supo que había aplastado a su padre contra la pared de ladrillo. A continuación él mismo salió volando y acabó contra la misma pared.

Después solo existió la nada.